Desde entonces, se conoció aquel día como el Día de la Ruptura.
Once adultos habían partido, con dos niños. Durante mucho tiempo, lo extraño de su ausencia resonó por toda la ciudad como el tronar de un gong.
Sólo semanas después, Hresh se vio con ánimos de registrar el suceso en las crónicas. Sabía que se estaba olvidando de sus deberes, pero siguió eludiendo la labor hasta que una mañana no pudo recordar si los adultos que habían partido eran diez o siete. Entonces comprendió que debía registrar lo sucedido antes de perder definitivamente el recuerdo de los hechos. Era un deber para con los que leyeran las crónicas en los tiempos futuros. Así, abrió el libro y oprimió las puntas de los dedos sobre el frío pergamino de la primera página en blanco y relató cuanto recordaba: que Harruel, el guerrero, se había rebelado contra la autoridad de la cabecilla Koshmar y había partido de la ciudad, llevando consigo a los hombres Konya, Salaman, Nittin, Bruikkos y Lakkamai, y a las mujeres Galihine, Nettin, Weiawala, Thaloin y Minbain.
Lo más difícil fue escribir el nombre de su madre. Al intentarlo se equivocó y puso Mulbome. Luego, tras borrarlo, escribió Mirbale, y sólo después pudo registrar el nombre correcto. Permaneció largo tiempo contemplando las letras marrones y angulosas, después de finalizar, y posó los dedos de nuevo para leer y releer las crónicas.
Nunca volveré a ver a mi madre, se dijo. Pero por mucho que las repitiera en su mente, el significado de esas palabras escapaban a su comprensión.
A veces Hresh se preguntaba si no debió partir con ella. Cuando Harruel le preguntó si él los acompañaría, Hresh miró a su madre, y en ese momento vio el ruego silencioso que brillaba en sus ojos. Rehusar, alejarse de ella había sido doloroso. La elección había sido dolorosa, pero aun cuando significara no ver nunca más a su madre, ¿cómo podría abandonar a la tribu, y todo lo que había por hacer en Vengiboneeza, y todo lo que podía llegar a aprender de los Hombres de Casco, y a Taniane — ¡sí, a Taniane! — para seguir a ese bruto de Harruel y a su puñado de seguidores rumbo a la espesura salvaje? Ése no era el destino que le esperaba.
La única pérdida que Hresh lamentó profundamente fue la de su madre. Sintió pena por Torlyri, que había perdido a su pareja; pero Lakkamai había significado poco para él, al igual que Salaman, O Bruikkos, o cualquiera de los que habían partido con Harruel. Eran sólo miembros de la tribu, rostros familiares. Nunca se había sentido tan cerca de ellos como de Torlyri Taniane, Orbin o incluso Haniman. Ninguno de éstos había partido. En este caso, Hresh habría sufrido un gran dolor. Pero Minbain había formado parte de él, y él parte de Minbain, y ahora todo eso se había perdido. Hresh había visto los oscuros nubarrones que se habían formado desde que Harruel había tomado a Minbain como compañera. Él cambiaba todo lo que tocaba, y con el tiempo acababa absorbiéndolo.
¡Qué extraña le resultaba la ausencia de Harruel! Había ocupado un importante lugar dentro de la tribu — era una presencia sombría, hosca, y últimamente amenazadora — y ahora, de pronto, ese sitio estaba vacío.
Era como si la gran montaña verde que se elevaba por encima de la ciudad hubiese desaparecido de pronto.
Uno podía detestar la montaña, considerarla de mal agüero y sobrecogedora, pero al final se acostumbraba a verla allí, y si desaparecía sentiría el perturbador vacío que se alzaba en su lugar.
Era perturbador comprobar cómo en sólo una hora la tribu se había visto tan patéticamente reducida en número. Pero más inquietante aún era saber que una horda de extranjeros se instalaba a vivir en las cercanías.
Unas horas después de la partida de Harruel, toda la tribu beng entró en la ciudad, a lomos de sus grandes monturas rojas, a las que llamaban bermellones. Los Hombres de Casco eran más numerosos de lo que había supuesto el Pueblo: más de cien, entre los cuales unos treinta daban la impresión de ser guerreros. Tenían ochenta o noventa bermellones, algunos para montar y otros para cargar bultos. Y en la caravana venían también otros animales de corral, más pequeños y de color verde azulado, con curiosas patas de voluminosas articulaciones. La procesión de bengs tardó todo un día en cruzar el portal.
Koshmar les ofreció el distrito Dawinno Galihine para que se instalaran. Era una parte atractiva de la ciudad, bien conservada, con fuentes, plazas y edificios con techos de tejas, a considerable distancia del asentamiento del Pueblo. Hresh se entristeció por tener que concederles aquel distrito, puesto que todavía no lo había explorado a fondo. Pero Koshmar escogió Dawinno Galihine para los bengs porque se trataba de un sector aislado, que se comunicaba con el resto de la ciudad sólo a través de una angosta avenida estrechamente festoneada por ambos lados con edificios frágiles y a punto de desplomarse. Creía que si surgían hostilidades entre ambas tribus, el Pueblo podría sitiar a los bengs derribando los edificios y obstruyendo el camino con escombros.
Fue Haniman quien comunicó la noticia a Hresh. El joven meneó la cabeza.
— Está muy equivocada si cree que será capaz de resolver así un conflicto. Los bengs tienen el triple de guerreros que nosotros. Y también esas bestias monstruosas y domesticadas. No hay forma de sitiarlos dentro de Dawinno Galihine.
— Pero si derribamos los viejos edificios, ¿cómo podrán salir?
— Se valdrán de los bermellones para limpiar los escombros. ¿Crees que les resultará difícil? Y luego vendrán derechos hasta nuestro asentamiento, y pisotearán todo lo que se interponga en su camino.
Haniman realizó un rosario de señales sagradas en el aire.
— Yissou nos proteja. ¿Crees que se atreverían a tanto?
Hresh se encogió de hombros.
— Ellos son muchos, y nosotros pocos. Acabamos de perder a nuestros mejores guerreros. Si yo fuese Koshmar, me mostraría muy amistosa en mi trato con los bengs y procuraría no molestarlos.
Pero, en realidad, los bengs no parecían interesados en empezar una guerra. Como habían prometido, invitaron al Pueblo a un banquete la primera noche, y lo obsequiaron generosamente con carne, frutas y vino. La carne la obtenían de unos animales que Hresh nunca había visto antes: unas criaturas rollizas, de patas cortas, con narices negras y chatas, y unos espesos pellejos lanosos de color verde con franjas rojas. Los frutos que los bengs habían traído también eran extraños: de un amarillo brillante, con tres lóbulos turgentes que parecían pechos, y un sabor dulce e intenso.
Después de ese primer convite hubo muchos otros, y parecían dispuestos a mostrar cierta buena disposición, aunque en este intercambio amistoso no había mucha calidez. A menudo visitaban el asentamiento del Pueblo unos cuatro o cinco bengs encasquetados, y paseaban, miraban, señalaban, tratando de entablar conversación. Pero los comentarios que hacían en ese idioma de ladridos no parecían tener sentido para nadie. Ni siquiera para Hresh.
A veces Hresh devolvía la visita acompañado de algunos otros. Los bengs se habían instalado en Dawinno Galihine como si les hubiera parecido el lugar perfecto para sus necesidades, y habían comenzado a despejar escombros y a restaurar edificios deteriorados con una s energía y rapidez sorprendentes. Siempre se les veía trabajando febrilmente en su sector, cavando, martilleando, reparando. Los recién llegados, según Hresh, eran mucho más laboriosos y enérgicos que sus propios compañeros, si bien reconocía que él sentía cierto prejuicio en favor de todo lo exótico y desconocido. Un edificio en particular parecía ser el centro de sus esfuerzos: era una torre estrecha de piedra negra que brillaba como si estuviese húmeda, y cuyo muro externo estaba ornamentado con hileras de galerías abiertas en anillo. Hresh se sintió alarmado al ver que los bengs hormigueaban por esta torre ahuesada, puesto que nunca había tenido ocasión de explorarla. Cada vez que Hresh se acercaba, los bengs le miraban recelosos, y un día un capitán de rostro anguloso e imponente casco de bronce le habló con gestos bruscos y cortantes que no le parecieron precisamente una invitación a entrar.
Como siempre, Hresh estaba ávido por conocer cuanto este pueblo pudiera enseñarle. Quería saber su historia, y todo lo que el mundo les había ofrecido a lo largo de su travesía hasta Vengiboneeza. Se preguntaba si habrían averiguado más datos sobre el Gran Mundo, más que él mismo. Estaba ansioso de que hablaran de su dios, Nakhaba, y por saber en qué difería de las divinidades de su propia tribu. Y en su mente bullían cincuenta preguntas más. Quería saberlo todo. ¡Todo!
Pero ¿por dónde comenzar? ¿Cómo?
Ya que no lograba comprender el lenguaje de los bengs, Hresh probó con la mímica. Llevó aparte a un Hombre de Casco, de rostro cuadrado y cuerpo robusto, que parecía mirarlo con ojos abiertos y aire tranquilo. Con paciencia trató de preguntarle con gestos dónde habían vivido anteriormente. El beng respondió con una risa perruna e hizo girar sus ojos escarlatas. Pero al cabo de un rato pareció comprender la compleja pantomima de Hresh y produjo signos propios. Empezó a mover los brazos expresivamente y sus ojos brillantes iban de un lado a otro. Hresh tuvo la impresión de que sus señales significaban que procedían del sur y del oeste, cerca del borde de un gran océano. Pero no estaba seguro.
La barrera del lenguaje representaba un serio problema. Mediante el uso encubierto de su segunda vista, Hresh pudo sentir el ritmo y el peso del habla beng, y casi le pareció estar comprendiendo los significados. Pero creer que comprendía los significados no era lo mismo que entender de verdad. Y cada vez que quería traducir una frase beng a su propio idioma, vacilaba y trastabillaba.
Koshmar ordenó a Hresh que se consagrara al aprendizaje del idioma beng.
— Penetra en los secretos de su lenguaje — le ordenó — y hazlo rápido. Si no, continuaremos indefensos ante ellos.
Y Hresh se entregó a la labor con celo y confianza. Si alguien como Sachkor pudo aprender su lengua, se dijo, entonces él no tendría dificultad.
Pero resultó más complejo de lo que había pensado. Se dirigió a Noum om Beng, pues entre la tribu beng este viejecillo macilento parecía ocupar el mismo rango que él. El anciano había escogido como residencia un laberinto que en la época del Gran Mundo bien pudo haber sido un palacio, al otro lado de la torre en espiral. Allí, sentado sobre un banco de piedra negra, cubierto por un recargado tejido de muchos colores, atendía a sus interlocutores durante todo el día, en la cámara más profunda e inaccesible del edificio. Era una habitación de muros blancos, sin muebles ni adornos.
Se mostró muy dispuesto a enseñarle, y pasaban juntos muchas horas seguidas. Noum om Beng hablaba, y Hresh escuchaba con atención, tratando de captar significados en el aire con más entusiasmo que éxito.
A Hresh le resultaba fácil aprender los nombres de las cosas: Noum om Beng sólo tenía que señalar y nombrar. Pero cuando se trataba de conceptos abstractos, la cuestión se volvía mucho más difícil para Hresh. Comenzó a pensar que los supuestos conocimientos de Sachkor sobre el idioma beng estaban compuestos por una parte de vocablos sencillos, tres partes de adivinanzas y seis partes de jactancias.
El lenguaje beng y el de Hresh guardaban alguna relación, de eso no le cabía ninguna duda. Las frases se construían de modo similar, y determinadas palabras bengs parecían distorsiones lejanas de términos equivalentes en su propia lengua. Tal vez ambas derivaban de una única lengua que todos habían hablado antes de la llegada de las estrellas de la muerte. Pero, al parecer, durante los interminables milenios de aislamiento en que las tribus se refugiaron del Largo Invierno en los capullos, cada una fue alternando de forma imperceptible el modo de hablarla hasta que, al cabo de los siglos, los idiomas llegaron a tener gramáticas y vocabularios distintos por completo.
Aquel lento progreso hacía desesperar a Hresh. Había abandonado casi todas las demás investigaciones para dedicar la mayor parte de su tiempo al estudio de la lengua beng. Pero después de muchas semanas, era poco lo que sabía decir. Hablar con Noum om Beng era como tratar de ver algo a través de una gruesa faja negra puesta alrededor de los ojos, como intentar oír el sonido del viento desde un hoyo en lo más profundo de la tierra.
Sabía cincuenta o sesenta palabras distintas, pero eso no era hablar. No tenía forma de enlazar esas palabras entre sí para transmitir información útil, o para obtenerla. Y el resto del idioma seguía siendo humo y niebla para él. La voz seca y susurrante de Noum om Beng no cesaba de hablar, y Hresh podía entender que estaba diciendo cosas importantísimas, pero no discernía más de una palabra entre mil. El anciano se mostraba cortés y paciente, pero no parecía darse cuenta de lo poco que comprendía Hresh.
— Tal vez deberías intentar entrelazarte con él — sugirió un día Haniman.
Hresh se quedó atónito.
— ¡Pero ni tan sólo sé si se entrelanzan!
— Tienen órganos sensitivos…
— Bueno, sí. Pero supón que sólo los usan para la segunda vista. Supón que entre ellos el entrelazamiento es una costumbre prohibida.
El tema del entrelazamiento era conflictivo para Hresh. Seguía ardiendo en su alma el recuerdo de su único y desastroso intento de entrelazarse con Taniane. Desde aquel día no había podido intercambiar más que unas pocas palabras con ella. No había tenido ocasión de mirarla a los ojos, ni pensar en entrelazarse con ninguna otra persona. Hresh tampoco se sentía capaz de hacer el ofrecimiento a Noum om Beng. ¡Era algo tan íntimo, tan privado! Tal vez tres o cuatro años atrás, también él hubiese sugerido una estrategia tan alocada, pero ahora que había crecido se sentía menos inclinado a las imprudencias.
— Deberías intentarlo — insistió Haniman —. ¿Quién sabe? Tal vez así encontrarás el sistema para introducirte en su lenguaje.
La perspectiva de yacer en brazos del marchito Noum om Beng, de sentir su aliento cargado y seco contra la mejilla, de tocar el órgano sensitivo del anciano con el suyo no llenaba de alegría al joven. Si debía pasar por ese brete para obtener la clave que lo condujera al idioma de los bengs, lo haría, aunque…
Pero Hresh no se decidía a formular su extraña demanda de forma directa. Le parecía demasiado desconcertante, demasiado vulgar. En cambio, titubeando con su pequeña provisión de palabras bengs, trató de explicar que deseaba hallar un medio más directo y rápidos, de aprender el idioma. Y miró el órgano sensitivo de Noum om Beng y luego el suyo propio. Pero el anciano no pareció captar el mensaje implícito.
Tal vez había alguna otra forma. ¿La segunda vista? De vez en cuando Hresh intentaba atisbar un poco la mente de algún Hombre de Casco, sin internarse demasiado. Pero nunca había osado hacerlo con Noum om Beng. Hresh recordaba con demasiada claridad aquel explorador beng que tiempo atrás se había quitado la vida cuando el muchacho intentó aplicar sobre él la segunda vista. En opinión de Hresh, Noum om Beng era demasiado astuto para dejarse sondear sin advertirlo, y no tenía modo de saber cómo reaccionaría el anciano ante semejante intrusión mental.
Esto eliminaba el Barak Dayir. Su talismán, su clave mágica para conseguirlo todo. May posiblemente era su única esperanza de lograr algún conocimiento real del idioma beng.
La siguiente vez que Hresh fue a visitar a Noum oro Beng, llevó con él el Barak Dayir, bien cubierto en el viejo estuche de terciopelo.
Se sentó a los pies de Noum om Beng durante una hora o más, escuchando el incomprensible monólogo del anciano. Las pocas palabras que comprendió flotaron de forma enloquecedora a su alrededor, como brillantes burbujas en una oscura nube de gas, y como de costumbre, no comprendió nada de lo que el Noum oro Beng decía. Al fin, el marchito Hombre de Casco calló y miró hacia abajo, como esperando que Hresh lo retribuyera con un discurso igualmente largo.
Sin embargo, Hresh extrajo la Piedra de los Prodigios y la dejó caer del estuche sobre la palma de su mano. La roca emitió una ligera tibieza y la típica luz dorada. Murmuró los nombres de los Cinco e hizo con la otra mano las señales, y extendió la piedra pulida para que Noum om Beng pudiera contemplarla.
La reacción del anciano fue dramática e inmediata, como si en un solo instante hubiera rejuvenecido treinta o cuarenta años. Sus ojos rojos brillaron con un repentino fulgor vigoroso y carmesí. Con un ruido parecido a una tos, se puso en pie y se arrojó de rodillas ante la mano extendida de Hresh con tal ímpetu que las alas púrpuras de su casco casi golpearon a Hresh en el rostro.
Noum om Beng se mostró asombrado, traspasado por el respeto. De sus labios partió una corriente de balbuceos, de los cuales Hresh sólo alcanzó a comprender uno, que Noum om Beng repitió muchas veces.
— ¡Nakhaba! ¡Nakhaba!
¡Gran Dios! ¡Gran Dios!
En esas extrañas semanas que siguieron a la partida de Harruel, Taniane se encontró muchas veces deseando haber ido con él.
Si Hresh se hubiera marchado, ella de buena gana lo habría seguido. Cuando Harruel, con tanta furia, había ordenado a Hresh que eligiera entre la tribu y su madre, Taniane ni siquiera se atrevió a respirar, consciente de que se estaba decidiendo su destino. Pero Hresh había rehusado ir, y Taniane, dejando escapar el aliento en su siseo, había apartado de su mente la declaración que un momento atrás habría hecho de renunciar a su Pueblo y a su vida en Vengiboneeza.
De forma que allí estaba. Pero ¿por qué? ¿Con qué fin?
Si se hubiera ido, ante ella se extendería una existencia nueva y difícil. Ya conocía las penurias de la vida en el exterior de la ciudad. Podía imaginar las nuevas adversidades que le depararía el reinado de Harruel.
Era grosero, bruto, cruel, peligroso. Tenía el alma fría y el carácter fogoso. Tal vez no siempre había sido así, pero desde la Partida, ella había visto cómo iba cambiando hasta convertirse en su propia ley. Murmuraba, rumiaba, objetaba las decisiones de Koshmar, se marchaba a las colinas en viajes solitarios por donde le venía en gana, organizaba su propio ejército sin pedir siquiera permiso a Koshmar, y finalmente llegó a desafiar a la cabecilla… y a violar a Kreun, simplemente arrojándola al suelo y sirviéndose de ella contra la voluntad de la muchacha.
Bueno, así era Harruel. Probablemente ahora estaría copulando con todas las mujeres que se habían marchado, no sólo con su compañera Minbain, sino también con Thaloin, Weiawala, Galihine y Nettin. Ahora era el rey. Podía hacer lo que quisiera. También estaría copulando conmigo, pensó Taniane, si yo me hubiese ido con él. Pero había cosas peores que aparearse con un rey.
Se preguntó por qué razón lo había rechazado Kreun. Probablemente sólo pensara en Sachkor, por eso. Violar a alguien no estaba bien, pero por lo general no era necesario llegar a tales extremos. Bastaba con pedirlo de forma cortés. Taniane habría copulado con Harruel en el asentamiento, si se lo hubiese pedido. Pero el guerrero nunca se había mostrado interesado. Siempre estaba ensimismado, rumiando, con el ceño fruncido. Pensó que tal vez Harruel la consideraba demasiado joven, aunque no era mucho menor que Kreun. Le molestaba que hubiese sido ella quien le agradara. Kreun es muy hermosa, admitió Taniane, pero dicen que yo también lo soy.
La idea de aparearse con Harruel la excitaba. ¡Sentir toda esa fuerza, toda esa oscura energía entre las piernas! ¡Oírle gemir de placer! ¡Sentir en sus brazos la intensa presión de sus grandes manos!
Sí, pero Harruel estaba lejos, en tierras salvajes, y ella seguía en Vengiboneeza, esperando crecer, aguardando a que llegara su hora, que tal vez tardaría demasiado. Koshmar estaba llena de vigor. Ya no había límite de edad. Taniane había soñado con ser la cabecilla algún día, pero ahora veía que la realización de su sueño se postergaba cada vez más en el futuro distante.
— Y si estuvieras con Harruel ¿acaso serías cabecilla? — preguntó Haniman, mirándola con escepticismo. Haniman era su mejor amigo por esos días, y su compañero de apareamiento. Él quería entrelazarse con ella, pero Taniane jamás había accedido —. Harruel es el cabecilla por su condición de rey. Y además, ya tiene compañera. No habría lugar para ti.
— Minbain está vieja. La vida en tierras inhóspitas es muy dura. Tal vez muera dentro de un año o dos.
— ¿Y Harruel te elegiría a ti? Tal vez sí. Pero podría tomar a Weiawala y quitársela a Salaman, o a Thaloin. Harruel es el rey. Hace lo que le viene en gana.
— Creo que me elegiría a mí.
Haniman sonrió.
— Y serías la compañera del rey. ¿Piensas que esto te daría algún poder? ¿Le ha dado alguno a Minbain?
— Yo no soy como Minbain.
— De eso no hay duda. Crees que compartirías el poder con Harruel, ¿verdad?
— Podría hacerlo — respondió Taniane.
— Como diría Hresh, también podrías aprender a volar sacudiendo los brazos, después de mucho intentarlo… Lástima que no parece muy probable.
— No. Volar no. Pero podría haberme abierto camino hasta Harruel. — Taniane sonrió con astucia —. Y Harruel no vivirá para siempre. La vida salvaje es peligrosa. ¿Recuerdas los zorros-rata? ¿Las avesangres? Si algo le sucediera a Harruel, ¿crees que Konya se erigiría en rey? ¿O tal vez los que se han alejado de la ciudad preferirían la vieja costumbre y escogerían a una mujer como cabecilla?
Haniman se echó a reír, como roncando.
— ¡Qué imaginación tienes, Taniane! De la nada, te inventas un papel como compañera de Harruel en lugar de Minbain, para poder dominarlo, y luego te consideras su sucesora cuando él muera. Pero mientras tanto, tú estás aquí y él allá lejos, cada día más distante.
— Lo sé — suspiró, apartando la mirada.
Haniman posó la mano sobre la rodilla de Taniane, y la deslizó sobre el muslo, hasta el punto donde sus piernas se unían.
Taniane no ofreció resistencia.
Sus pensamientos se oscurecieron. Ella estaba aquí, y Harruel allá, y, como Haniman había señalado, estaba imaginando demasiadas cosas de la nada Ella había elegido; ahora debía ser consecuente con sus decisiones.
¡Si Hresh no fuera tan tonto!
Seguía dolida por su estupidez de aquel día en que había ido corriendo hacia ella como un idiota para suplicarle que se entrelazara con él. ¡Por supuesto que quería entrelazarse con Hresh! Pero se había visto obligada a negarse. Si hubiera accedido tan fácilmente, no habría tenido esperanzas de poder ganárselo como quería. Él se habría entrelazado con ella, sí, pero luego se habría alejado, atrapado en el frenesí que se siente en los días posteriores al primer entrelazamiento, y tal vez se hubiese entrelazado con Sinistine, Bonlai o Thaloin, o con Haniman. Al cabo de un tiempo la fiebre le habría pasado y él habría elegido a alguien como compañero estable de entrelazamiento. A cualquiera. No necesariamente a ella. Lo que Taniane había querido al rechazarlo era que él se fuera y obtuviera cierta experiencia en el entrelazamiento con alguna otra persona, y, que luego regresara de un modo más propicio, deseándola más aún. Y ella le habría aceptado sin reservas. Pero él no había hecho nada de eso. Se había mantenido apartado, como si su simple presencia le produjera una herida. ¡Qué tonto! ¡El hombre más sabio de la tribu, y el más tonto!
La mano de Haniman se deslizó más todavía. La otra comenzó a acariciarle el hombro y a dirigirse hacia sus senos.
— ¿Quieres aparearte conmigo?
Ella asintió, todavía pensando en Hresh. Ella habría sido la compañera de entrelazamiento de la mente más sagaz de la tribu, y de ese modo hubiera podido acceder a la sabiduría. Ella habría formado pareja con él, si la costumbre permitiera elegir compañera al anciano. Las costumbres habían variado lo suficiente como para que la mujer de las ofrendas formara pareja con Lakkamai, ¿no? Aunque ello había causado a Torlyri una profunda herida cuando Harruel dividió a la tribu en dos. Si yo fuera la compañera de Hresh, pensó Taniane, entonces tendría casi tanto poder como Koshmar. Y si Koshmar muriera…
— ¿Y luego nos entralazaremos? — preguntó Haniman.
— No — respondió Taniane —. No quiero entrelazarme contigo.
— ¿No quieres ahora, o no querrás nunca?
— No quiero ahora. Y no sé si alguna vez querré.
— Ah — suspiró —. Qué pena. Pero sí vas a aparearte conmigo…
— Desde luego.
— ¿Y si te pidiera que fueses mi pareja?
Taniane le miró a los ojos.
— Déjame pensarlo — replicó —. De momento sólo copulemos, ¿de acuerdo?
Para Torlyri fue una época de gran oscuridad y angustia. Sentía que la luz se había alejado de su alma, que ella misma se había convertido en un cúmulo de cenizas negras.
¡Tanto dolor por un hombre!
¡Con qué rapidez y hasta qué extremo había pasado a depender de Lakkantai! ¡Qué vulnerable se había sentido cuando él la dejó! Apenas se reconocía: era una extraña mujer destrozada que no podía despertar por las mañanas sin tender la mano hacia el lugar vacío que Lakkamai había dejado a su lado, y sin recordar su voz resonante y calmada, diciendo a Harruel que él también se uniría al grupo para alejarse.
Durante más de treinta años, Torlyri había vivido satisfecha sin necesitar apenas a los hombres. Su amor por Koshmar y sus responsabilidades como mujer de las ofrendas le habían bastado. Pero entonces había llegado la Nueva Primavera, y luego la Partida, y todo había cambiado. De pronto todos estaban apareándose y formando pareja, de pronto nacían niños en un número sin precedentes. En ese gran florecimiento de la tribu, Torlyri se había sentido madurar, abrirse, florecer, cambiar. Ella también quería aparearse, incluso formar pareja. Por eso se había entregado a Lakkamai. Y ahora él se había ido con Harruel, y Torlyri se sentía desolada, por mucho que se repitiera que las cosas no serían peor que antes, antes de que se hubiera enredado con Lakkamai.
— Ven — le dijo Koshmar —. Entrelacémonos.
— Sí — respondió Torlyri —. ¡Con gusto!
En esos días, Koshmar representaba un gran consuelo para ella. Se entrelazaban a menudo, con más frecuencia que durante los últimos años, y en cada entrelazamiento Torlyri sentía que Koshmar vertía fortaleza, calidez y amor en su alma.
Torlyri sabía que su enamoramiento de Lakkamai había herido en lo más hondo a Koshmar. Ella nunca se lo había expresado con palabras, pero después de tantos años juntas, con o sin entrelazamiento de por medio, no podía ocultar sus sentimientos. A pesar de eso, Koshmar se había apartado para permitir que Torlyri hiciera lo que quisiera. Y ahora que todo había terminado, que Lakkamai había soltado de su abrazo a Torlyri como por casualidad, Koshmar no le hacía recriminaciones, no se burlaba, no se mostraba cruel. Sólo le ofrecía amor, fortaleza, calidez…
No debía resultarle fácil. Pero lo hacía.
Y en un momento en que, como Torlyri no ignoraba, ella misma estaba pasando por una gran tensión. La separación de Harruel había representado un golpe terrible para ella. Koshmar nunca había tenido que soportar una afrenta semejante. Ninguna cabecilla lo había hecho. Ser humillada delante de toda la tribu, ser rechazada, ser despreciada… Once personas le habían dado la espalda. ¡Qué agravio, qué dolor! Y luego ver cómo los Hombres de Casco invadían la ciudad, con derroche de trabajo y energía, con sus bestias colosales y apestosas, con sus costumbres extrañas. En una época, el capullo fue un mundo entero, y Koshmar había sido la suprema gobernante. Pero ahora el Pueblo había conocido un mundo mucho más grande, y ella no era más que la cabecilla de una pequeña tribu dividida que ocupaba un diminuto rincón de la gran ciudad, y tenía cerca la presencia de una tribu mucho más numerosa, que la oprimía, que se inmiscuía, que invadía…
Todo esto amenazaba con eclipsar el brillo del poder de Koshmar. Perjudicaba su prestigio, su confianza, su espíritu mismo. Pero Koshmar, con extraordinaria resistencia, había soportado los golpes. Y tenía fuerzas de sobra para compartirlas con su amada Torlyri, lo cual despertaba en ella la más honda gratitud.
Mientras yacían juntas, los dedos de Koshmar se hundieron con afecto en el pelaje tupido y negro de Torlyri. El familiar calor de su mano era reconfortante. Torlyri sintió que Koshmar temblaba, y le sonrió.
— Tú — musitó Koshmar —. Mi más querida amiga. Mi único amor…
Sus órganos sensitivos se tocaron. Sus almas se fusionaron en íntima comunión.
Torlyri se preguntó cómo pudo haber deseado a Lakkamai más que a Koshmar.
Más tarde, sin embargo, mientras descansaban en la Serenidad que sucede al entrelazamiento, advirtió que se trataba de una pregunta ociosa. Lo que Lakkamai le había brindado era algo completamente distinto al amor que compartía con Koshmar. Lakkamai le había ofrecido pasión, turbulencia, misterio. Con él había disfrutado de una unión que ella confundió con la comunión de las almas, pero ahora entendía que no había sido sino fusión de los cuerpos. Profunda, sí. Intensa y profunda, pero no duradera. Algo verdadero, pero efímero. Ambos se habían deseado, y durante un tiempo habían saciado esa sed entre sí. Y luego él había dejado de quererla, o bien algo lo llamaba con mayor intensidad, y cuando Harruel pidió compañeros para que se le unieran en su conquista de las tierras salvajes, Lakkamai había dado un paso al frente sin siquiera mirarla, sin pensar en ella. Ni tan sólo le había pedido que se fuera con él. Tal vez pensó que no sería correcto, que ella debía permanecer fiel a sus obligaciones como mujer de las ofrendas de la tribu. O quizá no le hubiese importado. Acaso ya hubiese obtenido de Torlyri cuanto deseaba, y ya no quisiera más de ella, y estuviese dispuesto a una nueva aventura.
Torlyri se preguntó qué habría hecho si Lakkamai le hubiese pedido que se marchara con él y que abandonara la tribu, sus deberes y Koshmar.
No pudo responder a la pregunta. Se alegró de que Lakkamai no se lo hubiese pedido.
Harruel iba delante del resto durante la marcha, solo, rodeado de un manto de aislamiento real. Era una forma de destacar su poder y su distancia. Y le daba ocasión de pensar.
Sabía que no tenía ningún plan concreto, salvo marchar sin detenerse hasta que los dioses le indicaran el destino que le tenían deparado. A pesar de las comodidades y tranquilidad que representaba, Vengiboneeza ya no era ése su destino: Vengiboneeza… una ciudad muerta que había pertenecido a otros. Era un lugar para esconderse y aguardar, pero, ¿aguardar a qué? A nada, pensó. ¿A que las ruinas blanquecinas se derrumbaran y los asfixiaran entre nubes de polvo? Y aunque Vengiboneeza pudiese ser revivida de algún modo, si los edificios fuesen reparados, si las máquinas volvieran a funcionar, no sería su vida Detestaba la idea de vivir en una ciudad que otros habían abandonado. Era como dormir sobre las sábanas sucias de un extraño. No. Vengiboneeza no era sitio para él.
Pero aún no sabía con certeza cuál era su lugar. Pensaba seguir andando hasta que lo descubriera.
En verdad, por aquel día ya habían caminado cuanto podían. La noche se acercaba. Habían pasado a un terreno agradable, de suaves valles ondulados, abundantemente tapizado de pastos nuevos, rojos y verdes. Más adelante, la tierra descendía de forma brusca y ante ellos se extendía algo que a Harruel le pareció extrañamente hermoso y hermosamente extraño.
En el centro del amplio valle había un gran hoyo circular, poco profundo y bastante ancho, delimitado a la perfección por un nítido borde. En el centro había una densa vegetación que constituía un oscuro bosque de misterios y prometía profusa cacería.
El hoyo parecía demasiado simétrico para ser natural. Harruel se preguntó quién podía haber construido algo tan inmenso y por qué. Si era alguna ciudad o centro ceremonial del Gran Mundo, ¿por qué no había ruinas? Desde arriba, no se veía más que una depresión vasta y poco profunda, casi del mismo diámetro que Vengiboneeza, perfectamente circular, rodeada por un reborde y muy poblada de vegetación. Bien, en cualquier caso, era mejor que el sitio de donde procedían.
Casi llevaban una semana cruzando una zona de bosques desalentadores, donde las ramas se anudaban estrechamente por medio de espesas enredaderas negras y lustrosas que no dejaban pasar la luz del sol. El suelo del bosque era seco y árido, cubierto de un manto polvoriento. Allí sólo crecía una planta voluminosa y clara, con forma de cúpula, carnosa y sombría, que brotaba sin aviso en cuestión de momentos y surgía de la tierra a velocidad sorprendente. Era pegajosa y desprendía una sustancia urticante. Y, sin embargo, durante la noche unos extraños animalitos de patas largas y pelaje azul aparecían por el bosque en busca de estas plantas solemnes y en cuanto daban con una se abalanzaban al interior para devorarla desde dentro hacia fuera. Estas criaturas eran difíciles de atrapar, excepto cuando se alimentaban, mientras se dejaban arrastrar por el frenesí de su glotonería. Así, se les podía aferrar por las piernas. Pero no eran sabrosas en absoluto, pues si se comían asadas, la carne todavía era más insípida que cruda. Harruel se alegró cuando hubieron dejado aquel sitio atrás.
Se volvió y miró a su espalda, hacia el amplio risco que acababa de cruzar, y que ya se hundía en la oscuridad vespertina procedente del este. El cielo casi estaba negro, salvo en un punto donde un único haz de luz dorada chocaba contra un muro de nubes de contornos nítidos. Cerca de él divisó a Konya y Lakkamai, y al resto de su gente, que venía a mitad de camino desde el bosque en grupitos espaciados.
Amplificando la voz entre las manos, Harruel gritó a Konya:
— Acamparemos aquí. Pásalo.
Del sur soplaba una brisa tibia. Anunciaba promesas de lluvia. De las copas de los árboles partió una gran bandada de voluminosas aves, de plumaje gris y brillantes cuellos plateados, estilizadas como serpientes, que se dirigía hacia el nordeste. Tenían un aspecto desagradable, pero durante el vuelo cantaban como un coro de dioses. Una o dos semanas antes, al otro lado del bosque, Harruel había visto bandadas de unas delicadas avecillas de alas verdes y azules que refulgían como un puñado de joyas contra el cielo, y que graznaban como diablos. Se preguntó cómo podía existir semejante disparidad entre la voz y la imagen.
Si Hresh estuviese allí, se lo habría preguntado. Pero no estaba con él.
Permaneció de pie con los brazos cruzados hasta que Konya y Lakkamai se acercaron hasta él.
— Aquí hay agua buena — anunció Harruel —. Y estos arbustos tendrán frutos en abundancia. Creo que mañana podremos cazar cuanto queramos. — Señaló el hoyo que se abría a sus pies —. Mirad allí abajo. ¿Qué os parece?
Konya fue hasta el lugar donde el borde descendía. Hundió la mirada en el declive verde y sombrío.
— Qué extraño — murmuró al cabo de un rato —. Es como un gran cuenco redondo. Nunca había visto nada parecido.
— Ni yo — admitió Harruel.
— Debe de haber abundante caza allí. ¿Ves donde el borde se eleva como una barrera curva? Los animales pueden entrar, pero no salir. Tienen que vivir allí confinados.
— Una ciudad — dijo Lakkamai, solemne —. Al parecer fue una ciudad en los viejos tiempos.
— No estoy tan seguro. Creo que es algo construido por los dioses. Pero ya veremos mañana.
Los demás comenzaban a llegar. Harruel se apartó a un lado mientras los demás se ocupaban de las tareas del campamento.
Eso era algo que también habría preguntado a Hresh. Ese hoyo poco profundo e inmenso en medio del valle.
¿Por qué estaba allí, cómo se había formado? Uno siempre podía confiar en que Hresh daría alguna respuesta. A veces sólo ofrecía conjeturas, pero por lo general respondía con la verdad. Los libros se lo explicaban casi todo, y además tenía poderes de brujo, o tal vez poderes divinos, que le permitían ver más allá de la visión normal y aún más allá de la segunda vista.
A Harruel no le gustaba Hresh. El niño siempre le había parecido problemático, escurridizo, incluso peligroso. Pero no podía negar el poder de la extraña mente de Hresh, y la profundidad de los conocimientos que extraía del cofre de las crónicas. Y al final, Hresh había decidido no ir con él. Por un momento Harruel pensó en obligarlo, pero luego decidió que sería poco prudente, si no imposible. Koshmar podía haber intervenido. O el mismo Hresh podía haber tramado algún truco para evitar tener que obedecerle. Nadie, ni siquiera Koshmar, había logrado jamás que Hresh hiciera algo que no quisiera.
A pesar de todo, Harruel había emprendido la marcha, escogiendo una ruta sin la ayuda de la sabiduría de Hresh. Se dirigían rumbo al oeste y al sur, siguiendo el sol todo el día hasta que se ponía. No tenía sentido ir en otra dirección, ya que por allí habían llegado, y detrás no había más que planicies vacías, mecánicos oxidados y ejércitos peregrinos de hijks. Por este camino se escondía la promesa de lo desconocido. Y era una tierra verde y fértil, que parecía palpitar y estallar con la vitalidad de la Nueva Primavera.
Cada día había impuesto el ritmo de la marcha, y los demás se habían afanado por seguirle. Caminaba deprisa, aunque no tanto como si hubiese ido solo. Después de todo, Minbain y Nettin debían llevar a sus hijos. Harruel pensaba actuar como un rey firme, pero no estúpido. El rey fuerte, según creía, exige más de su pueblo de lo que éste le daría si no lo pidiera, pero nunca debe exigir más de lo que los súbditos son capaces de brindar.
Harruel sabía que le temían. Su tamaño y fortaleza, y la naturaleza sombría de su alma, le aseguraban el respeto. También quería que le amaran, o al menos que le veneraran. Eso no sería tan fácil; sospechaba. que la mayoría de ellos le consideraba una criatura brutal y salvaje. Probablemente aquel sentimiento se debía a la violación de Kreun. Bueno, aquello había sido un momento de locura; no se enorgullecía de su comportamiento, pero no podía rectificar lo que ya estaba hecho. Él sabía que era mejor de lo que creían los demás, puesto que se conocía mejor. Ellos no podían ver sus complejidades internas, sólo su exterior duro y salvaje. Pero llegarían a conocerle, se dijo Harruel. Verían que, a su modo, él era un jefe astuto, fuerte y sobresaliente; un hombre de destino, un rey correcto. No una bestia, ni un monstruo: fuerte, pero a la vez sabio.
Durante una hora, hasta que anocheció, los hombres cazaron y las mujeres recolectaron moras azuladas y pequeñas, y nueces rojas, redondas y de cáscara urticante. Luego todos se sentaron alrededor del fuego para comer. Nittin, quien jamás había sido entrenado como guerrero pero que estaba demostrando una inusual destreza con las manos, había atrapado una criatura cerca del arroyo que cruzaba la zona: una bestia ágil y esbelta, que cazaba peces, con un largo cuerpo púrpura y un espeso collar de cerdas rígidas y amarillas. Las manos, en el extremo de unos brazos pequeños y regordetes, casi parecían humanas, y en sus ojos brillaba un destello de inteligencia. Su carne alcanzó para alimentarlos a todos, y no se desperdició un solo bocado.
Después llegó la hora de aparearse.
Ahora las cosas funcionaban distintas que en los viejos tiempos del capullo, cuando el pueblo copulaba con quien deseaba pero sólo mostraban interés frecuente en aquella actividad las parejas de progenitores. En Vengiboneeza todo había cambiado. La tribu entera había tomado la costumbre de formar pareja y criar hijos. Y de copular sólo con el compañero. El mismo Harruel había acatado ese hábito hasta el día en que se encontró con Kreun al bajar de las montañas.
Pero ahora, durante la travesía, Lakkamai no tenía compañera, puesto que Torlyri, la de las ofrendas, no había dejado el asentamiento. Estar sin pareja cuando todos la tenían no parecía importarle mucho, pero Lakkamai raramente se quejaba de las cosas. Era un hombre callado. Sin embargo, Harruel dudaba mucho que Lakkamai se conformara con pasar el resto de su vida sin aparearse, y no había más mujeres que las compañeras de los otros hombres y la niña Tramassilu, quien no llegaría a la edad de aparearse hasta al cabo de muchos años.
También sucedía que Harruel, ahora que había descubierto una sed voraz de apareamiento, no pensaba limitarse a Minbain por el resto de sus días. Con los años, la mujer iba perdiendo los restos de su antigua belleza, y el esfuerzo de criar a Samnibolon consumía sus energías. Mientras, Galihine, la mujer de Konya, seguía en la flor de la juventud, y las muchachas Weiawala y Thaloin eran ardientes como niñas. Incluso a Nettin le quedaba algo de atractivo. Así, poco después de comenzar la travesía, Harruel anunció la nueva costumbre y aquella misma noche tomó a Thaloin.
Si Minbain tuvo algo que objetar, lo guardó para sus adentros, al igual que Bruikkos, el compañero de apareamiento de Thaloin.
— Nos aparearemos como queramos — declaró Harruel —. Todos nosotros, no sólo el rey. — Había aprendido por la experiencia con Kreun que debía cuidarse de no tomar privilegios sólo para sí: podía llegar hasta allí, pero no más lejos, pues los demás podían levantarse en contra de él o atacarle mientras dormía.
No le agradó cuando noches más tarde Lakkamai y Minbain se fueron juntos a copular. Pero era la regla, y no pudo oponerse. Harruel se tragó su descontento. Con el tiempo se acostumbró a que los demás hombres se aparearan con Minbain, y él mismo lo hizo cuantas veces le apeteció.
Para entonces, nadie daba importancia a eso de copular con libertad. Esa noche, a la hora de aparearse, Harruel tomó a Weiawala. Tenía el pelaje suave y lustroso, y el aliento, dulce y suave. Su único defecto era que le sobraba pasión, y se le echaba encima una y otra vez, hasta que se veía obligado a empujarla a un lado para poder descansar.
A lo lejos, los animales susurraban, chillaban, rugían durante la noche. Entonces vino la lluvia, cálida y torrencial, y extinguió el fuego. Todos se apiñaron, empapados. Harruel oyó que alguien decía al otro lado que al menos en Vengiboneeza habían tenido con qué cubrirse de la lluvia Se preguntó quién habría sido: seguramente un agitador en potencia. Pero Weiawala, que se adhería a él, le distrajo del tema. Harruel olvidó las protestas. Al cabo de un rato la lluvia menguó y se hundió en un profundo sueño.
Por la mañana levantaron el campamento y descendieron por la ladera, tambaleándose y deslizándose sobre una senda que la lluvia había dejado poco transitable. Los que la noche anterior no habían prestado gran atención a la gran depresión en el centro del valle, ahora la estudiaban con gran interés a medida que se acercaban. En particular, Salaman se sintió fascinado por ella y más de una vez se detuvo a contemplarla.
Cuando ya estaban cerca, tan cerca que ya no distinguían la forma redonda sino sólo la curva del borde, Salaman dijo de pronto:
— Ya sé qué es esto.
— ¿Lo sabes? — preguntó Harruel.
— Debe ser el punto donde una estrella de la muerte se estrelló contra la Tierra.
Harruel se echó a reír secamente.
— ¡Oh, sabio! ¡Oh, vidente!
— Búrlate si quieres — dijo Salaman —. Estoy convencido de que tengo razón. Mira esto.
En el camino que se extendía ante ellos había un trecho más bajo. Había contenido las aguas de la lluvia y ahora apenas era más que un estanque de suave fango gris. Salaman levantó una roca tan pesada que apenas podía sostenerla en alto, y la arrojó con toda la fuerza de que fue capaz. Aterrizó sobre el charco salpicando en todas direcciones. Mittin, Galihine y Bruikkos acabaron llenos de barro.
Salaman ignoró sus airadas protestas. Corrió hacia delante y señaló el lugar donde la roca había quedado incrustada. Yacía algo enterrada sobre el suelo húmedo, y a su alrededor, con forma regular, el fango había sido desplazado para formar un cráter circular nítidamente bordeado por un saliente.
— ¿Lo veis? — intervino —. La estrella de la muerte aterriza en mitad del valle. La tierra se levanta a su alrededor. Y éste es el resultado.
Harruel le miró, asombrado.
No tenía forma de saber si Salaman decía la verdad o no. ¿Cómo se podía saber qué había sucedido hacía cientos de miles de años? Lo que le sorprendió y dejó estupefacto fue la agudeza del razonamiento de Salaman. Haber imaginado todo eso, haber visualizado el cráter, adivinado cómo podía haberse originado, comprender que podía crear el mismo efecto lanzando una roca contra el fango… el mismo tipo de comportamiento que hubiese tenido Hresh. Pero nadie más. Salaman nunca había dado señales de tal agudeza. Había sido sólo un guerrero silencioso y joven, obediente en el cumplimiento de su deber.
Harruel se dijo que debería vigilar de cerca a Salaman. Tal vez le sería muy útil, pero también podía crearle problemas.
— Aquí vemos la roca sobre el barro. Pero ¿por qué no se ve la estrella de la muerte sobre este cráter? En el centro no hay más que vegetación… — objetó Konya.
— Han pasado muchos años — aventuró Salaman —. Tal vez la estrella de la muerte haya desaparecido mucho tiempo atrás.
— ¿Y por qué ha quedado el cráter?
— Las estrellas de la muerte bien pueden estar formadas de un material poco resistente. Quizás eran inmensas bolas de hielo. O masas de fuego sólido. ¿Cómo voy a saberlo? Hresh nos lo habría dicho, pero yo no. Sólo sostengo que la cuenca que hay ahí delante se formó de esta manera. Puedes estar de acuerdo conmigo o no, Konya. Como te parezca — respondió Salaman, encogiéndose de hombros.
Se acercaron más. Al llegar cerca del borde, Harruel vio que no era tan regular como había creído desde lo alto. Estaba gastado y redondeado, y en algunos sitios apenas se distinguía. Desde la planicie lo habían visto con claridad por contraste con el valle circundante, pero aquí advertían en qué medida lo había erosionado y gastado el paso del tiempo. Eso hizo que Harruel creyera más en la teoría de Salaman, y en el mismo Salaman.
— Si realmente aquí cayó una estrella de la muerte, no tendríamos que aventurarnos — dijo Konya.
Harruel, de pie sobre el borde, contempló la espesura que se extendía por sus pies, donde ya casi distinguía el movimiento de rollizas criaturas, y le devolvió la mirada.
— ¿Por qué no?
— Es un sitio maldito por los dioses. Es un lugar de muerte.
— A mí me parece lleno de vida — disintió Harruel.
— Las estrellas de la muerte cayeron como señal de la ira de los dioses. ¿Debemos acercarnos a un sitio donde una de ellas estuvo enterrada? El aliento de los dioses permanece en este lugar. Aquí hay fuego. Aquí hay un destino aciago.
Harruel reflexionó un instante.
— Rodeémoslo — propuso Konya.
— No — replicó finalmente Harruel —. Éste es un sitio de vida. Sea cual fuera la ira de los dioses, no se dirigió contra nosotros, sino contra el Gran Mundo. De otro modo, ¿cómo podríamos haber sobrevivido al Largo Invierno? Los dioses han querido arrebatar el mundo a quienes antes fueron sus dueños para ofrecérnoslo a nosotros. Si aquí cayó una estrella de la muerte, es un sitio sagrado.
Le impresionó su propia sagacidad y su inesperado estallido de elocuencia, que le hizo palpitar las sienes por el esfuerzo. Y supo que ya no podía permitir que se impusiera la cautela de Konya. Había que seguir adelante, siempre adelante. Eso hacían los reyes.
— Harruel; sigo creyendo que… — insistió Konya.
— ¡No! — gritó Harruel. Trepó al borde del cráter, pasó por encima y se internó en el hoyo verde. Los animales que pacían le miraron con calma, sin temor. Tal vez no habían visto nunca seres humanos ni enemigos de ningún tipo. Era un lugar protegido —. ¡Seguidme! — gritó Harruel —. ¡Aquí hay carne para todos! — Y se lanzó al centro, junto con el resto, incluso junto a Konya, que no tardó en unirse al grupo.
El pecho de Koshmar se agitaba presa de la furia constantemente. Pero lo ocultaba por el bien de la tribu, de Torlyri y de sí misma.
No transcurría hora sin que reviviera el Día de la Ruptura. De día la obsesionaba, y de noche la perseguía en sueños. Oía cómo Harruel repetía una y otra vez: «El imperio de las mujeres ha terminado. A partir de hoy, yo soy el rey.» ¡Rey! Qué palabra más absurda. ¡Hombre cabecilla! Los hombres cabecilla eran para gente como los beng, no para el Pueblo! «¿Quién vendrá conmigo?», había preguntado Harruel. Su voz áspera resonaba incansable en su mente. «Esta ciudad es una maldición, y debemos abandonarla! ¿Quién se unirá á mí para construir un gran reino lejos de este lugar? ¿Quién irá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién?»
Konya. Salaman. Bruikkos. Nittin. Lakkamai.
«¿Quién irá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién? Continúa siendo cabecilla todo lo que quieras, Koshmar. La ciudad es tuya Me iré de aquí y dejaré de causarte problemas.»
Minbain. Galihine Weiatuala. Tbaloin. Nettin.
Uno tras otro fueron al lado de Harruel, mientras ella permanecía de pie, como una mujer de piedra, dejando que se marcharan, sin saber qué hacer para detenerlos.
Los nombres de los que se habían marchado eran un flagrante insulto para ella. Había pensado en pedir a Hresh que no registrara aquel suceso en las crónicas. Pero luego comprendió que era necesario señalarlo. Todo: la ruptura de la tribu, la derrota de la cabecilla. Pues de eso se trataba: de una derrota, la peor que hubiese sufrido ninguna otra cabecilla de la tribu. Las crónicas no sólo debían ser recopilaciones de triunfos. Koshmar se dijo con severidad que debían registrar la verdad, la verdad íntegra, para ser de utilidad a las generaciones futuras, aún por nacer.
Uno de cada seis adultos había elegido alejarse de su gobierno. Ahora la tribu se hallaba dolorosamente, extrañamente reducida. Había perdido a al unos de sus más valientes guerreros, mujeres prometedoras, dos niños, toda una esperanza de futuro. ¿Esperanza? ¿Qué esperanza podía caberle ahora? «La ciudad es tuya», había dicho Harruel, aunque luego agregó: «Mejor dicho, ahora pertenece a los Hombres de Casco.» Sí. Era cierto. Andaban por Vengiboneeza como hormigas. Realmente, ahora era su ciudad. Deambulaban por todas partes. Cuando encontraban miembros del Pueblo en algún distrito alejado, lanzaban miradas de enfado y palabras ásperas, como si los bengs no desearan intrusiones en sus dominios. Sólo de vez en cuando Hresh y sus Buscadores salían a merodear por las ruinas en busca de los tesoros del Gran Mundo, aunque Hresh parecía acudir al sector beng más a menudo para celebrar los encuentros con el anciano. Esa relación parecía tener una existencia propia, totalmente al margen de las tensiones que se iban acumulando entre ambas tribus. Pero, en lo demás, el Pueblo se había ido replegando en el asentamiento, y se limitaba a lamerse las heridas que le había infligido el Día de la Ruptura.
A veces Koshmar se preguntaba si no sería mejor alejarse totalmente de Vengiboneeza, regresar a campo abierto y comenzar desde cero. Pero cada vez que se le ocurría esta idea, optaba por ignorarla. En esta ciudad debían hallar su destino: eso decía el Libro del Camino. ¿Y qué clase de destino era andar a la deriva como bestias, cediendo la ciudad a otra tribu? El Pueblo había llegado hasta allí con un propósito que aún no habían logrado. Por lo tanto, debemos quedarnos, resolvió con energía Koshmar.
Si alguna vez vuelvo a ver a Harruel, se dijo, lo mataré con mis propias manos. Esté despierto o dormido cuando lo encuentre, lo mataré.
— ¿Te pasa algo? — preguntó un día Torlyri.
— ¿Pasarme algo? ¿Por qué?
— Tienes la boca contraída como si algo te angustiara, como si estuvieras luchando contra ello.
Koshmar se echó a reír.
— Algún resto de comida entre los dientes. Nada más, Torlyri.
No dejaba que nadie supiese el dolor que le atormentaba. Recorría el asentamiento con la cabeza y los hombros erguidos, como si nada hubiese sucedido. Se esforzaba en ocultar sus preocupaciones cuando Torlyri y ella se entrelazaban, cosa que ahora hacían a menudo. Torlyri había quedado muy dolida tras el abandono de Lakkamai, y necesitaba mucho el amor y el apoyo de Koshmar. Cuando se mezclaba con la tribu irradiaba alegría, optimismo, buena voluntad. Era su deber. Todos habían quedado conmocionados por la Ruptura y la llegada de los Hombres de Casco. Se había dado una reacción retardada, que afectaba casi a todos. El Pueblo, que durante toda su existencia había vivido en el capullo creyendo ser el único sobre la Tierra, ahora se veía prácticamente invadido por extraños, y eso no era fácil de aceptar. Sentían la presencia de las almas de los bengs alrededor, oprimiendo sus propios espíritus como el ambiente denso y cerrado que anuncia las tormentas estivales. Y la pérdida de los Once… el desgarro de la trama humana de la tribu, el cercenamiento de lazos de amistad y familia que habían prevalecido durante toda una vida, el impacto rotundo de semejante cambio… ay, sí, eso era duro. Muy duro.
Había tanto dolor a su alrededor que Koshmar no podía permitirse flaquear. Pero cada vez iba a su capilla con más frecuencia, donde se arrodillaba para hablar con el espíritu de Thekmur y con el de las anteriores cabecillas, y aceptaba todo el consuelo que podía obtener de la sabiduría que le ofrecían. Había encontrado cierta hierba aromática que crecía en las rendijas de los muros de la ciudad, y que cuando le prendía fuego en el altar le producía un estado de ensueño. Entonces lograba oír las voces de Thekmur y de Nialli, y de Sismoil y las demás que la habían precedido. ¡No la despreciaban, alabados fueran los dioses! Se mostraban misericordiosas y amables, aun cuando ella hubiese fracasado como cabecilla. Aunque hubiese fracasado.
Lo esencial era aprender a convivir con los Hombres de Casco. Resistir su avance por cualquier medio, menos la guerra. Crear una división de la ciudad que no fuera una humillante reclusión: su sector, nuestro sector, y un sector común.
Pero al parecer, los bengs no pensaban lo mismo.
— No quieren que andemos más por aquí — informó Orbin, señalando una ajada copia del mapa que había trazado Hresh, e indicando un cuadrante al nordeste de la ciudad, contra la muralla de montañas —. Han cercado el sector con una cuerda, y cuando ayer Praheurt se acercó a ellos, le gritaron y le hicieron señas.
Haniman le contó algo similar.
— Aquí — dijo —. A lo largo del borde de las aguas. Están erigiendo una especie de ídolos de madera y cubiertos con pieles, y se muestran enfadados cada vez que uno de nosotros se acerca.
— Cuéntalos — ordenó Koshmar —. Quiero saber con exactitud cuántos bengs hay. Haz una lista, describe a cada uno por el aspecto de su casco. — Hizo una pausa —. ¿Sabes escribir?
— Hresh me ha enseñado un poco — contestó Haniman.
— Muy bien. Haz la lista. Si nos vemos obligados a luchar es necesario que sepamos contra cuántos tendremos que combatir.
— ¿Les declararías la guerra, Koshmar? — preguntó Haniman.
— No debemos permitir que nos digan por dónde podemos ir y por dónde no.
— Pero son demasiados. ¡Harruel y Konya ya no están con nosotros!
Koshmar le miró con ira.
— Nunca más vueltas a mencionar esos nombres, niño. ¿Acaso eran nuestros únicos guerreros? Podemos hacer frente a cualquier peligro. Ve y haz la lista de los bengs. Cuéntalos.
Al cabo de unos días, Orbin y Haniman informaron que eran ciento diecisiete, incluidas las mujeres y los niños, excepto los más pequeños, que no salían de las casas. Al menos cuarenta parecían ser guerreros. Koshmar estudió las cifras con inquietud. El Pueblo sólo contaba con once guerreros, no todos en buen estado para combatir. Cuarenta era una fuerza muy numerosa.
Y esos bermellones, las bestias de los bengs, que andaban resoplando y merodeando a voluntad… constituían otra fuerza de peso, aunque distinta. Deambulaban por la ciudad, por donde les venía en gana, y con frecuencia acababan dentro del territorio del Pueblo, derribando edificios pequeños, pisoteando objetos que la gente había dejado a la intemperie para secar, asustando a los niños. Koshmar era consciente de que si se presentaba batalla, sus guerreros tendrían que enfrentarse a soldados bengs montados en aquellos monstruos. Sería un combate sin esperanza.
No hay modo de luchar contra esta gente, se dijo.
Acabarán por apropiarse de la ciudad sin siquiera levantar un dedo.
Debemos abandonar este lugar de inmediato, sin tener en cuenta lo que dice la profecía del Libro del Camino.
No. No. No.
— Debes enseñarnos la lengua beng a todos — dijo Koshmar a Hresh.
Si debían enfrentarse a los bengs — lo cual era improbable, pues en realidad se esforzaban muchísimo en mostrarse corteses y hasta amistosos — era imprescindible que pudieran espiarlos y comprender lo que decían. Hresh había descubierto una forma de comunicarse, tal como. Koshmar había esperado. Pero él argumentaba que aún no estaba preparado para enseñar a los demás. Necesitaba lograr una base más firme, y más tiempo para analizar y clasificar lo que sabía, antes de poder impartir su saber a la tribu.
Ella estaba segura de que Hresh mentía: sólo trataba de ocultar ante ella y Tolryri la fluidez con que hablaba el idioma de los bengs. Siempre había sido así: le gustaba proteger su prestigio y poder, conservando sus conocimientos en secreto. Pero ahora era imprescindible que compartiera su saber con los demás, y ella le dio a entender que no se trataba de un juego.
— Sólo unas sesiones más con Noum om Beng — prometió —. Luego empezaré las clases, Koshmar, y os enseñaré el idioma a todos.
— ¿Podremos aprenderlo?
— Oh, sí. Sí. No resulta muy difícil en cuanto se aprenden los principios básicos.
— Tal vez para ti, Hresh.
— Todos hablaremos beng como los mismos bengs — aseguró —. Sólo dame más tiempo para familiarizarme con el lenguaje, y luego compartiré mis conocimientos con la tribu. Lo prometo.
Koshmar sonrió y le abrazó. ¡Espléndido Hresh! ¡Indispensable Hresh! Ningún otro podría haberlos conducido a través de momentos tan difíciles. ¡Qué calamidad habría sido que Hresh hubiese seguido a su madre y se hubiese ido con Harruel! Pero Koshmar sabía que nunca se lo habría permitido. Allí habría trazado el límite: habría luchado, aunque ello hubiese significado su propia muerte. La de todos. Sin Hresh, la tribu estaba perdida. Lo sabía.
Hablaron un rato sobre el avance de los bengs, sobre las barreras que habían erigido en distintos puntos de la ciudad. Hresh opinaba que estaban delimitando ciertas zonas de la ciudad por motivos puramente religiosos, y no por temor de que ellos reclamaran las máquinas del Gran Mundo que pudiese haber allí. Pero también dijo que no estaba muy seguro de ello, y que en realidad se sentía ansioso por volver a sus exploraciones en cuanto las condiciones de la tribu se estabilizaran de nuevo, para que los bengs no encontraran objetos que pudieran ser de valor para el Pueblo.
Permanecieron en silencio. Pero había algo más que Koshmar quería comentar con Hresh.
— Dime — se decidió al cabo de un rato —. ¿Has tenido problemas con Taniane?
— ¿Problemas? — repitió Hresh, esquivando su mirada —. ¿A qué te refieres?
— Quieres entrelazarte con ella…
— Tal vez. — Su voz sonó muy grave.
— ¿Se lo has pedido?
— Una vez. Pero lo hice de forma incorrecta.
— Deberías volver a proponérselo.
Hresh se sentía sumamente incómodo.
— Ella se aparea con Haniman.
— El apareamiento no tiene nada que ver con entrelazarse…
— Pero va a formar pareja con Haniman, ¿verdad?
— Ninguno de los dos me lo ha comunicado hasta el momento.
— Lo harán. Todo el mundo forma pareja actualmente. Incluso…
Se interrumpió.
— Sigue, Hresh.
— Incluso Torlyri lo hizo durante un tiempo — murmuró, con aire apesadumbrado —. Lo siento, Koshmar. No quería…
— No tienes de qué disculparte. ¿Crees que ignoraba lo de Lakkamai y Torlyri? Pero a eso iba, precisamente. Aun cuando Taniane forme pareja con Haniman, y no estoy diciendo que vaya a hacerlo, la pareja nada tiene que ver con el entrelazamiento, igual que la cópula. Puede seguir siendo tu compañera de entrelazamiento, si eso es lo que deseáis. Pero debes pedírselo. Ella no te lo pedirá, ya lo sabes.
— Se lo pedí una vez. Pero no dio resultado.
— Pídeselo de nuevo, Hresh.
— Tampoco resultará una segunda vez. Si ella desea entrelazarse conmigo, ¿por qué no me lo da a entender de algún modo?
— Te tiene miedo, Hresh.
Él la miró, con los ojos brillantes de sorpresa.
— ¿Miedo?
— ¿Todavía no sabes que eres alguien especial? ¿No te das cuenta de que tu mente asusta a los demás? Y el entrelazamiento es una fusión de mentes…
— Pero Taniane también tiene una mente poderosa — alegó Hresh —. No tiene por qué temer entrelazarse conmigo.
— Sí. Es fuerte. — Lo suficiente para ser cabecilla algún día, se dijo Koshmar. Pero no tan pronto como desea —. Pero no está segura de poder estar a tu altura en un entrelazamiento. Creo que aceptará si se lo vuelves a pedir:
— ¿Lo crees, Koshmar?
— Así es. Pero nunca te buscará para hablar de eso contigo. Tú debes ser quien se lo pida.
Él asintió. Koshmar casi podía leer los pensamientos que surcaban sus ojos a toda prisa, como enloquecidos.
— ¡Entonces lo haré! ¡Y gracias, Koshmar! ¡Me entrelazaré con ella! ¡Lo haré!
Se alejó de ella, impaciente, a toda prisa.
— ¿Hresh?
— ¿Sí? — Se detuvo.
— Pídeselo pero no hoy, ¿comprendes? No mientras la idea bulle dentro de ti de este modo. Detente, piénsalo primero. Debes reflexionar.
Hresh sonrió.
— Sí. Eres astuta, Koshmar. Sabes de estas cosas mucho más que yo. — Cogió las manos de la cabecilla entre las suyas y las estrechó. Luego partió raudo hacia la plaza.
Koshmar le observó partir. Es tan sabio, pensó. Y, sin embargo, tan joven, casi un niño, ávido e ingenuo. Pero todo irá bien para él.
Es tan fácil ayudar a los demás en estas cuestiones, se dijo…
Distinguió a Torlyri de pie cerca de la esquina del templo. De alguna parte había aparecido un Hombre de Casco que trataba de hablarle. Los dos se afanaban en una animada pantomima, con profusión de risas y, al parecer, muy poca comunicación. En cualquier caso, Torlyri parecía estar disfrutando. Koshmar veía que comenzaba a sobreponerse de la depresión en que se había hundido tras la partida de Lakkarnai. Sus deberes como mujer de las ofrendas debían serle de gran consuelo, no sólo los rituales, sino el consuelo que ofrecía a los demás, tras la Ruptura y la llegada de los bengs.
— ¡Míralos! — indicó Koshmar a Boldirinthe, que pasaba por allí. Señaló a Torlyri y al Hombre de Casco —. Hacía meses que no la veía tan animada.
— ¿Sabe hablar su idioma? — preguntó Boldirinthe.
Koshmar contuvo la risa.
— No creo que ninguno de los dos tenga la menor idea de lo que intenta decir el otro. Pero no importa. Ella se lo está pasando bien, ¿no crees? Me agrada. Quiero ver feliz a Torlyri.
— Ayudar a los demás te hace olvidar tu propio dolor — dijo Boldirinthe.
— Sí — admitió Koshmar —. Así es.
No era la primera vez que veía a este Hombre de Casco. Era delgado y fuerte, algo parecido a aquel primer explorador que les había visitado. Tal vez fuese su hermano. Sobre el hombro derecho tenía una cicatriz larga y pelada que le llegaba hasta el cuello, como si de joven le hubiesen infligido una herida atroz. Su casco era menos terrorífico que el de los demás: sin cuernos, sin púas, sin monstruos de mirada feroz. Era un simple casco alto de metal dorado cubierto por delgadas placas rojas con forma de hojas redondas.
Koshmar los observó un rato. Luego se alejó.
Oyó la voz de Harruel en su interior, como siempre, cuando menos lo esperaba. Le decía: «El imperio de las mujeres ha terminado. A partir de hoy, yo soy el rey. ¿Quién se unirá a mí para construir un gran reino lejos de aquí? ¿Quién irá con Harruel?¿Quién?¿Quién?»
Creo que iré a mi capilla, pensó Koshmar. Encenderé el fuego, inhalaré unos vapores aromáticos y hablaré con Thekmur o Nialli.
Fue el Barak Dayir lo que abrió el camino entre Hresh y Noum om Beng.
Obviamente, lo había reconocido desde el primer momento en que lo vio. Lo demostraba aquel destello de excitación, el único sentimiento que Hresh había descubierto en Noum om Beng. Para el anciano Hombre de Casco, la Piedra de los Prodigios era un don de los dioses. Era un objeto de naturaleza divina. Se postró ante él durante largo rato. Y luego se volvió hacia Hresh con una fría mirada inquisidora que, traducida en palabras, sería: ¿Sabes cómo emplear este objeto?»
A modo de respuesta, Hresh gestualizó el acto de coger la Piedra de los Prodigios con el órgano sensitivo. Mediante mímica representó un gran estallido de energía alrededor de su cabeza. Noum om Beng indicó que lo realizara sin demora. Y Hresh, tras un momento de vacilación, enrolló la punta del órgano sensitivo alrededor del Barak Dayir y sintió que el poder esclarecedor poseía de inmediato su espíritu y lo expandía.
Un instante más tarde, Noum om Beng acercó su órgano sensitivo al de Hresh. No lo tocó, pero lo puso tan cerca que entre ambos apenas quedó un hilo de luz. Entonces, sus mentes se unieron.
No fue como la unión que resultaba de la segunda vista, ni del entrelazamiento. Ni como ninguna otra cosa que Hresh hubiese experimentado anteriormente con la Piedra de los Prodigios. La mente de Noum om Beng no yacía abierta ante él. Pero podía mirar en el interior de ella, del modo en que se puede contemplar una sala de tesoros desde el exterior. Hresh vio lo que a su mente parecieron compartimentos con paquetes cuidadosamente sellados en cada uno. Sabía que en realidad no eran compartimentos ni paquetes, sólo imágenes mentales, equivalentes mentales.
De la mente de Noum oro Beng soplaba una corriente helada y desoladora. Era un sitio frío, frío como las antiguas cavernas que transcurrían por debajo del capullo tribal, por donde Hresh había deambulado algunas veces de niño.
— Esto es para ti — indicó Noum om Beng. Y con gravedad cogió un pequeño paquete cuidadosamente envuelto de uno de los compartimentos superiores y se lo entregó a Hresh —. Ábrelo — orden anciano —. Vamos. ¡Ábrelo! ¡Ábrelo!
Los dedos temblorosos de Hresh tironearon del envoltorio. Por fin pudo sacar el contenido. Era una caja tallada en una sola piedra verde brillante y translúcida. Noum om Beng hacía gestos bruscos. Hresh levantó la tapa de la caja.
La joya, el envoltorio y la cámara de los tesoros desaparecieron de golpe. Hresh se encontró sentado en la oscuridad, parpadeando, confundido. Aferraba el Barak Dayir firmemente con el órgano sensitivo. Al cabo de un rato pudo distinguir a Noum om Beng, serenamente sentado al otro lado de la habitación. El anciano lo contemplada.
— Suelta el amplificador — dijo Noum om Beng —. Si sigues aferrándolo te hará daño.
— ¿El amplificador?
— Eso que llamas Barak Dayir. ¡Suéltalo! ¡Desenrolla tu torpe cola de él, niño!
La voz de Noum om Beng, fina, áspera y tajante, silbaba y golpeaba como un látigo. Hresh obedeció de inmediato desenrolló el órgano sensitivo y dejó caer la Piedra de los Prodigios al suelo, con un ruido tintineante.
— ¡Recógela, niño! ¡Guárdala en el estuche!
Se dio cuenta de que Noum om Beng hablaba en la lengua de los bengs, y que él comprendía cuanto le decía, sin tener que recurrir al Barak Dayir.
Entendía el significado de las frases, y cada palabra que el hombre decía se relacionaba con las demás.
De algún modo, Noum om Beng había traspasado a la cabeza de Hresh el idioma de los Hombres de Casco. Con manos temblorosas, Hresh guardó la piedra. El anciano seguía mirándolo. Sus extraños ojos rojos brillaban fríos, severos, desprovistos de toda pasión. En él no hay amor, pensó Hresh. Ni por mí, ni por nadie. Ni siquiera por sí mismo.
— ¿La llamas amplificador? — preguntó Hresh, empleando vocablos bengs que acudían fácilmente a sus labios a medida que los necesitaba —. Nunca antes había oído esta palabra. ¿Qué significa? ¿Y qué es nuestra Piedra de los Prodigios? ¿De dónde procede? ¿Cómo funciona?
— A partir de ahora me llamarás Padre.
— ¿Por qué debo hacerlo? Soy hijo de Samnibolon.
— En efecto. Pero me llamarás Padre. Hresh, el de las respuestas, así te llamas, ¿no? Pero tienes pocas respuestas en tu mente, niño, y muchas preguntas.
— Cuando era más pequeño me llamaban Hresh, el de las preguntas.
— Y todavía lo sigues siendo. Ven aquí. Más cerca. Más cerca.
Hresh se acuclilló a los pies del anciano. Nouin orín Beng le contempló largo rato en silencio. De pronto, la mano ganchuda del anciano salió disparada y azotó la mejilla de Hresh, tal como Harruel había hecho el Día de la Ruptura. Fue un golpe inesperado, y escondía una fuerza igualmente insospechada. Hresh ladeó la cabeza con violencia. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y después de las lágrimas la ira. Tuvo que contenerse para no devolver el golpe de inmediato. Apretó los puños las mandíbulas, las rodillas, hasta que el espasmo de furia pasó.
Cualquiera que sea su provocación, nunca debo devolver el golpe, se dijo Hresh. Si llegara a pegarle tan fuerte como él lo ha hecho, lo mataría. Le partiría el cuello como un junco seco.
Y luego pensó: «No. Esto no llegaría a suceder. Caería muerto antes de que mi mano alcanzara su rostro.»
— ¿Por qué me has pegado? — preguntó Hresh, desconcertado.
Por toda respuesta, Noum om Beng le golpeó en la otra mejilla. Este golpe fue tan duro como el primero, pero no le cogió por sorpresa, y Hresh atenuó el impacto apartando — la cabeza.
Hresh le miró.
— ¿He hecho algo que te ha molestado? — preguntó.
— Acabo de golpearte por tercera vez — repuso Noum om Beng, aunque su mano no se había movido.
La llaneza y la calma de la respuesta le dejaron intrigado por un momento. Pero sólo durante un momento. Luego comprendió cuál había sido su error.
— Siento haberte ofendido, Padre — dijo lentamente.
— Mejor. Mejor.
— Y desde hoy te mostraré respeto — le prometió Hresh —. Perdóname, Padre:
— Te pegaré muchas veces — anunció Noum om Beng.
Y cumplió su palabra, como Hresh descubrió en tantas otras cosas. Casi no transcurría reunión entre ellos en la cual Noum om Beng no levantara la mano a Hresh. A veces ligeramente, como en son de burla, en otras ocasiones con fuerza inusitada, y siempre cuando Hresh menos lo esperaba. Era una disciplina severa y sorprendente, y a Hresh solía hinchársele el labio, o el ojo le quedaba palpitando, o el dolor de mandíbulas no se le iba durante días enteros. Pero jamás devolvió los golpes, y al cabo de un tiempo comprendió que aquel régimen de azotes formaba parte esencial del método discursivo de Noum om Beng: una especie de puntuación o énfasis que debía aceptarse con naturalidad y sin objeción. Aunque en el mismo momento Hresh no comprendía qué había dicho para merecer el golpe, por lo general lo entendía más tarde, tal vez media hora después, o quizás al cabo de varios días. Siempre era alguna estupidez que había hecho, sobre la cual le llamaba violentamente la atención, o algún error de razonamiento, alguna falta de percepción, alguna equivocación intelectual.
Con el tiempo, Hresh se sentía menos molesto por el golpe en sí que por el reconocimiento del error que representaba. Noum om Beng le demostró, con el transcurso de los meses, que era inteligente, pero que el alcance de su mente, del cual tan orgulloso se había sentido, tenía sus limitaciones. Fue una revelación dolorosa. Así transcurrían sus reuniones, él sentado tenso y rígido ante el anciano de los bengs, aguardando sombríamente la próxima prueba inesperada de que no había llegado al nivel previsto por Nourn om Beng.
— Pero ¿de qué hablas con él? — le preguntó Taniane, puesto que ahora habían comenzado a intimar de nuevo, aunque evitando cuidadosamente toda referencia a aquella desafortunada invitación que él le había formulado.
— Casi siempre habla él. Prácticamente todo el rato. Y suele ser sobre filosofía.
— No conozco esta palabra.
— Son ideas sobre ideas. Algo remoto, nebuloso. No comprendo ni la décima parte de lo que me dice.
Noum om Beng proponía los temas, y no permitía que la conversación derivase si él no lo había previsto. Hresh deseaba preguntarle el origen y la historia de los Hombres de Casco, que le hablara de la caída del Gran Mundo, de las condiciones del mundo en su época, y de muchas otras cosas. De vez en cuando Noum om Beng le hacía comentarios sorprendentes, pero no mucho más que eso.
— Me ha dicho que los Hombres de Casco salieron al mundo mucho antes que nosotros — confió Hresh —. Que hay muchas otras tribus en el exterior, y que gran parte del mundo está en manos de los hjjks. Pero lo he averiguado a través de los indicios que esconden sus respuestas.
En realidad, casi todas las preguntas de Hresh quedaban sin respuesta. Algunas generaban castañazos, presumiblemente por impertinentes, aunque Hresh nunca llegó a deducir algún esquema que explicara las razones por las que Noum om Beng le pegaba. Un día, una pregunta sobre la naturaleza de los dioses merecía un bofetón, y al siguiente recibía el mismo castigo por haber manifestado una inocente curiosidad trivial hacia los hábitos de los bermellones. Tal vez Noum om Beng prefiriera que no le preguntase nada. O tal vez quisiera tener desorientado a Hresh. Desde luego, si era así, lo conseguía.
— ¿Te pega? — preguntó Taniane, asombrada.
— Forma parte de su enseñanza. No hay nada de personal en ello.
— Pero semejante insulto… Que alguien te pegue con la mano…
— Es sólo un tipo de observación filosófica — contestó Hresh.
— ¡Tú y tu filosofía! — Pero lo dijo con amabilidad, y su sonrisa fue cálida. Luego agregó —: Esto te está cambiando, Hresh. Las conversaciones con este anciano.
— ¿Cambiándome?
— Estás muy concentrado en ti mismo. Casi no me hablas, ni a mí, ni a ningún otro miembro de la tribu.
Cuando no estás con Noum om Beng, te quedas en tu cuarto o, supongo, deambulas por los callejones de Vengiboneeza. Y ya no sales de exploración con Los Buscadores…
— Koshmar no quiere que salgamos hasta que no averigüemos qué traman los bengs.
— Pero tú sales. Lo sé. Vas solo, y no pareces buscar nada. Andas merodeando sin propósito alguno.
— ¿Cómo lo sabes?
— Porque una o dos veces te he seguido — confesó Taniane, con una sonrisa descarada.
Él se encogió de hombros sin preguntarle por qué, y la conversación se interrumpió. Pero no podía negar que ella estaba en lo cierto. En su alma se estaban operando cambios que no podía compartir con los demás, puesto que apenas los comprendía él mismo. Guardaban relación con la revolución del Árbol de la Vida, donde Hresh había comprendido de forma tan concluyente que el Pueblo no tenía razones para considerarse integrado por seres humanos. Estaban relacionados con la llegada de los bengs, con la partida de Harruel, y con toda la situación en que se encontraba la tribu en Vengiboneeza. Tenían que ver con muchas otras cosas, y entre ellas, con su propia relación — o falta de relación con Taniane. Pero eran demasiadas cosas para examinar de golpe. Como le había dicho Torlyri en una ocasión, nadie puede ocuparse de más de una cosa enorme a la vez.
Hresh se aproximaba a la cámara de Noum om Beng una vez más, y sentía cierta intranquilidad en el pecho, una opresión en el estómago. Las visitas cada vez le resultaban más duras.
Al principio no había sido así, meses atrás. Noum om Beng le había parecido un anciano marchito y extraño, frágil, remoto y ajeno. Para Hresh no había significado más que un almacén de nuevos conocimientos; una especie de cofre de crónicas que aguardaba ser abierto y leído. Pero ahora que podían hablar un mismo lenguaje y que Hresh comenzaba a vislumbrar la verdadera naturaleza de Noum om Beng, comprendía la profundidad y el poder del hombre, y su fría austeridad, y no podía evitar inquietarse por estar desnudándole su mente. Desde la época de Thaggoran, no había conocido a nadie como Noum om Beng; aunque Thaggoran había sido una figura muy familiar, y Hresh había sido demasiado joven para que en sus conversaciones le inquietara algo. Con Noum om Beng era distinto. Él utilizaba palabras incomprensibles para Hresh, y eso lo aterrorizaba.
— Hoy pareces preocupado — dijo Noum om Beng, mientras Hresh entraba en la cámara. Era un día seco, de mediados de verano. El comentario inicial era casi tan inesperado como los golpes que Noum om Beng le propinaba generosamente. El anciano casi nunca mostraba interés por el estado de ánimo de Hresh.
El joven respondió, sentándose ante el banco de piedra del anciano:
— Koshmar me ha pedido que comience a enseñar al Pueblo el lenguaje de los bengs, Padre.
— ¡Pues hazlo, entonces! ¿Por qué has vacilado tanto?
Hresh sintió que se ruborizaba.
— El conocimiento es mi derecho particular. Me siento responsable de él, Padre.
Noum om Beng se echó a reír. Su carcajada sonó como una tos.
— ¿Crees que podrás conservarlo todo para ti? ¡Enséñalo, niño, enséñalo! Llegará un día en que el mundo hablará el idioma beng; prepara a tu gente, que se anticipen a ello. Hresh se humedeció los labios.
— ¿Quieres decir que todo el mundo será beng, Padre?
— Todo lo que no sea hjjk.
Hresh pensó en Harruel, que construía su pequeño reino en tierras inhóspitas, y se preguntó cómo encajaría en ese nuevo orden. O en Koshmar, que para el caso era lo mismo. Pero no comentó nada de esto a Noum om Beng.
— Entonces, ¿crees que cuando los dioses destruyeron el Gran Mundo fue para despejar el camino hacia la supremacía de los bengs?
— ¿Quién sabe? — respondió Noum om Beng —. ¿Quién conoce las intenciones de los dioses? Ellos son severos. Toda lucha es recompensada finalmente con una lluvia de estrellas de la muerte. Es lo que ha sucedido una y otra vez, y lo que será sucediendo en las épocas futuras. Las razones de esto no son comprensibles. Todo lo que se puede hacer es seguir esforzándose, luchando ante todo, para sobrevivir, crecer y conquistar. Al fin, perecemos. Comprenderlo no es importante. Lo único que importa es sobrevivir, crecer y conquistar.
Noum om Beng nunca había explicitado con tanto detalle su filosofía. Hresh, aceptándola como si se tratara de una lluvia de golpes, permaneció temblando, esforzándose por asimilar lo que acababa de oír.
— ¿Vendrán a destruirnos las estrellas de la muerte? — preguntó por fin.
— Tardarán mucho tiempo. Por ahora estaremos a salvo de ellas durante tantos años que ni siquiera se pueden contar. Pero llegarán, cuando tú y yo hayamos sido olvidados y haya transcurrido mucho tiempo. Así actúan los dioses: envían las estrellas de la muerte al mundo con periodicidad. Siempre ha sido así, desde el principio.
— ¿Debo deducir de tus palabras que las estrellas di la muerte que destruyeron el Gran Mundo no fueron las primeras que han caído sobre la Tierra?
— En efecto. Entre cada caída de las estrellas de la muerte transcurren millones de años. Esto es lo que sé, niño. Este conocimiento me ha sido transmitido desde los antiguos. Las estrellas de la muerte cayeron sobre el Gran Mundo y habían caído sobre la civilización que existía antes del Gran Mundo. Y sobre la que hubo antes de ésa…
Hresh se quedó mirándole, sin abrir la boca.
— Nada sabemos sobre esos mundos anteriores. El pasado siempre se pierde y se olvida, por mucho que la gente se esfuerce en salvarlo. Sólo sobrevive como sombras y sueños y como imágenes difusas. Pero los del Gran Mundo supieron leer esas imágenes, y también los humanos que vivieron antes que ellos — continuó Noum om Reng.
— Los humanos… antes que ellos.
— Desde luego. Los humanos ya eran viejos cuando surgió el Gran Mundo. Pero las estrellas de la muerte son más viejas aún. Cuando las estrellas cayeron la penúltima vez, no había humanos. O si existían, no eran más que simples criaturas como hoy somos nosotros, con toda una vida por delante, y sobrevivieron a esa época tal como nosotros hemos podido subsistir al Gran Invierno.
Hresh ni siquiera pudo parpadear mientras Noum om Beng pronunciaba estas palabras finales, que cayeron sobre él como los últimos golpes de un hacha que derriban el más poderoso de los árboles.
— Una vez, mucho tiempo atrás, los humanos vivieron su época de grandeza y gobernaron el mundo — prosiguió Noum om Beng — y creo que recordaban que las estrellas de la muerte habían caído cuando ellos eran muy jóvenes como especie, o bien que redescubrieron el recuerdo de su caída, no sabría decirlo con seguridad. Y la época de grandeza de los seres humanos, aunque larga, transcurrió por completo entre una y otra lluvia. La culminación de los humanos surgió y se desarrolló durante ese período. Y luego apareció el Gran Mundo, y floreció, y entonces cayó la horda de estrellas de la muerte más reciente. Ahora el mundo es nuestro y construiremos algo grande sobre él, tal como en su día hicieron los humanos y luego los pueblos del Gran Mundo. Dentro de millones de años, las estrellas de la muerte volverán a caer. No hay alternativa. Así funciona el mundo, así ha sido desde el comienzo de los tiempos.
Hresh permaneció sentado, mudo, luchando contra el horror de lo que acababa de oír, temblando bajo el peso de un pasado inimaginable, que se levantaba sobre él como una sucesión de torres apiladas una sobre otra, hasta llegar a las estrellas.
Al cabo de un largo rato, preguntó:
— Si eso es así, Padre, entonces no importa lo que hagamos. Podemos crecer y florecer, y construir algo más grande que el Gran Mundo, y luego la rueda volverá a girar, y todo lo que hayamos construido será destruido igual que el Gran Mundo. No es cierto que la destrucción sobreviene como castigo para destruir una civilización perversa. Seamos buenos o malos, acatemos o no la voluntad de los dioses, las estrellas de la muerte volverán a caer. Llegarán, sin duda, cuando sea el momento indicado y caerán sobre el justo y sobre el malvado, sobre el holgazán y sobre el diligente, sobre el cruel y el manso por igual. Bien podríamos quedarnos sin hacer nada, puesto que de todas formas seremos destruidos. Éste es el mundo que los dioses han creado para nosotros. Parece algo severo en extremo. Pero los dioses están más allá de nuestra comprensión. ¿Es esto lo que quieres decir, Padre?
— Es la verdad que está a mi alcance.
— No — se rebeló Hresh —. Es una creencia demasiado cruel. Implica que en el universo hay un error, que las cosas son incorrectas en su esencia.
Noum om Beng permaneció sentado en silencio, asintiendo. Algo parecido a una sonrisa surcó su rostro arrugado.
— ¿Morimos, verdad? — preguntó el anciano.
— Al final de nuestros días, sí:
— ¿Se debe ello a un castigo?
— Sucede porque hemos llegado al final. A veces los perversos viven mucho, y los buenos mueren jóvenes. De forma que la muerte no es un castigo, a no ser que todos. merezcamos el mismo castigo.
— Precisamente, niño. No tiene sentido, ¿cómo pretender comprenderlo? Los dioses han deparado la muerte a cada uno de los seres mortales. También decretaron la muerte para el Gran Mundo. También les espera la muerte a los hjjks, que gobiernan hoy, y a los bengs, que vendrán tras ellos. Si llamas a esto un error del universo, te equivocas. Es la misma organización del universo. El universo es perfecto; somos nosotros quienes tenemos taras. Los dioses saben lo que hacen. Nosotros nunca lo averiguaremos. Pero eso no significa que nuestros esfuerzos no deban aspirar a una meta.
Hresh agitó la cabeza.
— Si nada tiene sentido, si la muerte nos ha de llegar a todos nosotros, y a cada civilización le esperan sus estrellas de la muerte, entonces bien podríamos vivir como bestias. Pero no lo hacemos. Seguimos esforzándonos. Proyectamos, soñamos, construimos. — Arrebatado por su propio fervor, gritó —: Quiero averiguar por qué. Dedicaré mi vida a descubrir por qué.
Advirtió que estaba hablando en voz demasiado alta. Se dio cuenta también de que llevaba mucho rato sin llamar «Padre» a Noum om Beng, como insistía el anciano. Y, sin embargo, no le había pegado. Sin duda, era un día muy especial.
Noum om Beng se puso en pie, desplegando al máximo su fantástica altura y llenando el lugar a su modo, como un aguazancos de papel que hubiese cambiado de forma. Miró a Hresh desde las alturas, y al muchacho le resultó imposible desentrañar los pensamientos que surcaban su rostro, aunque intuyó debían ser muy profundos.
Por fin, Noum om Beng dijo:
— Sí. Consagra tu vida a descubrir por qué. Y luego ven„y dime la respuesta. Si aún sigo con vida, me gustaría mucho saberla. — Noum om Beng se echó a reír —. Cuando yo tenía tu edad, me afligía por la misma pregunta; yo también he buscado la respuesta. Ya ves que he fracasado. Quizá para ti sea distinto: Quizá, niño. Quizá.