Ese fue el comienzo de la verdadera penetración de Hresh en los misterios de la ciudad de Vengiboneeza. La máquina que había en la caverna, en la plaza de las treinta y seis torres, le había abierto las puertas. Eso, y el Barak Dayir.
Todos sabían que había realizado un gran descubrimiento. Haniman había proclamado la historia a lo largo y a lo ancho. El relato sacudía la imaginación del mas perezoso. Hresh era el centro de toda la atención. La gente le miraba como si hubiera asistido a un banquete ofrecido por los dioses.
— ¿De verdad viste el Gran Mundo? — le preguntaban, veinte veces al día —. ¿Cómo era? ¡Dímelo! ¡Cuéntame!
Pero fue Taniane quien descubrió la verdad.
— Cuando descendiste a esa cueva encontraste algo atroz. Te ha impresionado tanto que no quieres contar nada a nadie. Pero te ha cambiado, ¿no es cierto, Hresh? No sé lo que sería, pero veo los efectos. En tu espíritu hay una sombra que nunca había estado ahí antes.
La miró, sorprendido.
— Nada ha cambiado en mí — declaró con firmeza.
— Desde luego que sí. Se ve a simple vista.
— Estás imaginando — cosas.
— Puedes contármelo — le dijo lisonjera —. Siempre hemos sido amigos, Hresh. Te sentirás mejor si se lo cuentas a alguien.
— ¡No hay nada que contar! ¡Nada!
Y se aparto rápidamente de ella, como hacía siempre que temía que alguien descubriese una mentira en su rostro.
Era incapaz de compartir con nadie la fatal realidad que había descubierto en la caverna de la torre. Casi se le hacía insoportable pensar en ella. De vez en cuando la percibía como un dolor lacerante cerca del corazón y oía su áspera voz burlona que le susurraba «monito, monito, monito». Pero la revelación de la caverna era demasiado dolorosa para que Hresh pudiera afrontarla todavía. La dejó en suspenso; la relegó fuera del alcance de la conciencia.
Serenó el espíritu sumergiéndose en la exploración de las ruinas de Vengiboneeza. El esquema que la máquina y el Barak Dayir habían, creado en su mente le sirvió de guía. Cuando empleaba la Piedra de los Prodigios, los puntos de luz roja que brillaban en los círculos entrelazados le daban las claves que necesitaba. Comenzó a descubrir de forma sistemática los antiguos escondrijos donde la ciudad guardaba algunos mecanismos intactos. Ahora sabía que los tenía a su alcance; algunos en galerías, profundamente ocultos; otros casi al descubierto.
Le sorprendió que tantos tesoros hubiesen sobrevivido al Largo Invierno. Aun el metal, pensó, tendría que haberse convertido en polvo después de tanto tiempo. Y, sin embargo, allí donde miraba — ahora que conocía los lugares correctos — daba con prodigios grandes y pequeños. La mayoría de los artefactos eran demasiado grandes para que pudiera pensar en el traslado, pero con todo pudieron desplazar muchos hasta el asentamiento. En el templo se dispuso un depósito especial para almacenarlos, que no tardó en llenarse de máquinas extrañas y brillantes de misterioso funcionamiento. Hresh las examinaba con cautela. Una cosa era descubrir estos objetos, y otra muy distinta determinar cómo usarlos. Era una labor lenta, difícil y frustrante.
En torno a Hresh se fue organizando un grupo que la tribu dio en llamar Los Buscadores para ayudar al cronista en la labor de exploración y descubrimiento.
Al principio, Los Buscadores no eran más que un puñado de guardaespaldas — Konya, Orbin, Haniman — que solían ir con él para protegerlo mientras vagaba por la ciudad. Hresh los había considerado inicialmente como una molestia necesaria y nada más. Como meros portadores de armas. Pero el grupo no tardó en conocer la ciudad tan bien como él. Aunque intentó conservar el mapa sólo para sí, le resultó imposible evitar que los demás aprendieran a ir y venir por la ciudad. A veces, los otros iban de expedición por cuenta propia. Cuando vieron la fama que había ganado Hresh con sus viajes a la ciudad, se creó una especie de competición donde el premio era la celebridad. Y, ocasionalmente, también regresaban con alguna maravilla antigua, resplandeciente y diminuta, que habían hallado bajo una columna caída, o extraído de alguna bodega atestada de escombros.
Hresh llevó su protesta a Koshmar.
— Son unos ignorantes — alegó —. Podrían estropear los hallazgos, si no estoy presente para supervisar el trabajo.
— Si se acostumbran a emplear la mente — replicó Koshmar —, dejarán de ser ignorantes. Y aprenderán a ser cuidadosos con lo que encuentran. La ciudad es tan grande que necesitamos a todos los exploradores que podamos reunir. — Y al cabo de un rato, agregó —: Necesitan sentirse importantes, Hresh. De otro modo se aburrirían y empezarían a inquietarse; y esto representaría un peligro para todos. Debemos dejarlos merodear por donde quieran.
Hresh tuvo que obedecer. Sabía cuando era mejor no discutir las decisiones de la cabecilla.
Y con el tiempo, el número de Buscadores fue creciendo. Había muchos que se sentían atraídos por las maravillas urbanas.
Un día en que registraba junto a Orbin los ricos hallazgos del distrito de Yissou Tramassilu, Hresh encontró un intrigante recipiente cerrado mediante cadenas intrincadamente trenzadas. Trató de abrirlo, pero las cadenas eran demasiado complejas y delicadas para sus gruesos dedos masculinos, o para los de Orbin. Harían falta un par de manos de mujer, mas pequeñas y más adecuadas para las labores de precisión.
Regresó con el recipiente y dejó que Taniane se ocupara de él. Los dedos de la muchacha volaron como las hojas de una hélice y en un momento logró liberar el recipiente de su cerradura. En el interior sólo habría huesos secos de algún animal, duros como la piedra, y algo de polvo grisáceo. Tal vez, cenizas.
Taniane fue a ver a Koshmar y le pidió permiso para acompañar a Los Buscadores.
— Probablemente encuentren muchas más cosas como esa cajita — argumentó —. Y las romperán o prescindirán de ellas. Tengo la vista más Penetrante que ellos, y mis dedos son más hábiles. Después de todo, sólo son hombres.
— Lo que dices es razonable — respondió.
Le dijo a Hresh que incluyera a Taniane en el grupo de exploradores la próxima vez que salieran. Esto generó sentimientos contradictorios en el joven. Taniane, quien se había convertido en una joven alta, inteligente pelaje sedoso, comenzaba a fascinarle de un modo año y perturbador que no llegaba a comprender. Su proximidad le producía una misteriosa sensación de caza y excitación, pero al mismo tiempo le estremecía una poderosa incomodidad, y a veces Hresh perdía alma hasta tal punto que debía cambiar de camino evitarla. La aceptó entre Los Buscadores porque Koshmar se lo había ordenado, pero cuando Taniane formaba parte del grupo de exploración, se cuidaba de que estuvieran también Orbin o Haniman con él. La distraían, y evitaban que se pusiera a formular preguntas molestas.
Después de Taniane, Bonlai pidió que la incluyeran en el grupo: sí Taniane podía ir, también tenían derecho las niñas, insistió. Y eso le daría la oportunidad de estar cerca de Orbin. Hresh no lo consideró conveniente, tal vez se impuso ante Koshmar. La cabecilla convino en que Bonlai era demasiado pequeña para ir de expedición. Pero Hresh no pudo plantear ninguna objeción en el caso de Sinistine, la compañera de Jalmud, lo cual ella pasó a ser la segunda mujer de la tribu que se unió al grupo.
Poco más tarde, el tímido y parco joven guerrero Praheurt quiso añadirse a ellos; y luego Shatalgit, una mujer que acababa de entrar en edad de concebir, y que a todas luces deseaba formar pareja con Praheurt. De esta forma ya eran siete Buscadores: la décima parte de la tribu.
— Siete ya es suficiente — dijo Hresh a Koshmar —. Pronto ya no habrá quien trabaje en las huertas ni atienda al ganado. Todos andaremos revolviendo entre las ruinas.
Koshmar frunció el ceño.
— ¿Hemos venido aquí para cultivar, o para encontrar los secretos del Gran Mundo que han de enseñarnos a conquistar el mundo?
— Pero ya hemos descubierto una gran cantidad de secretos…
— Que siguen siendo secretos — comentó Koshmar con acritud —. No sabes cómo usar ni una sola de las máquinas.
Hresh, tratando de sofocar su enojo replicó:
— Estoy trabajando en ello. Pero los secretos del Gran Mundo no nos servirán de nada si nos morimos de hambre mientras tratamos de aprender a usarlos. Creo que siete Buscadores son suficientes.
— Muy bien — aceptó Koshmar.
Durante todo ese tiempo no se supo nada más de los Hombres de Casco.
Harruel asumió como responsabilidad personal la tarea de vigilarlos. Estaba seguro de que en la región montañosa que se extendía al noroeste de la ciudad, había más extraños, y también de que planeaban una incursión mortífera contra la ciudad. No le cabía la menor duda de que habría guerra. En verdad, el Pueblo debería estar alistando un ejército: entrenando a los soldados, marchando, preparándose para el inminente conflicto. Pero nadie, ni siquiera Koshmar, se interesaba en ello. Por el momento, Harruel era un ejército de una sola persona. Por ausencia, ocupaba todos los rangos desde soldado raso hasta general. Y como general, cada día se enviaba a sí mismo en misión de reconocimiento por las tierras altas de Vengiboneeza.
Al principio iba solo, sin comunicar a nadie sus intenciones. Durante todo el día rastreaba las zonas en ruinas de la ciudad alta y las espesuras que se extendían por detrás, buscando a lo lejos el resplandor de los cascos.
Era una labor solitaria, pero le daba la sensación de estar cumpliendo una misión. Desde que el Pueblo se había asentado en Vengiboneeza había sentido una penosa falta de objetivos. Pero Harruel no tardó en comprender que era pueril salir solo en este tipo de incursiones. Si los enemigos regresaban, probablemente lo harían en grupo. Y a pesar de todas sus fuerzas, a duras penas podría abatir a más de dos o tres a la vez. Necesitaba algún compañero en sus marchas, de forma que si los atacaban uno pudiese huir para dar la alarma.
Al primero que intentó reclutar fue Konya. Después de todo, Konya había estado con él la vez en que atraparon al Hombre de Casco. Conocía la naturaleza del enemigo contra el cual debería luchar.
Pero para disgusto de Harruel, Konya estaba muy ocupado con el asunto de Los Buscadores que había organizado Hresh. Pasaba todo el tiempo recorriendo las ruinas de la ciudad, buscando objetos incomprensibles en lugar de entrenarse y ejercitarse como correspondía a todo guerrero. E hizo saber a Harruel que pensaba seguir saliendo de exploración.
— Si los Hombres de Casco regresan daremos cuenta de ellos sin problemas, ¿no crees? Enviaremos a Hresh a que los destruya con su segunda vista. Pero mientras tanto, estamos recuperando objetos sorprendentes de entre las ruinas.
— Estáis recuperando trastos — soltó Harruel.
Konya se encogió de hombros.
— Hresh dice que tienen valor. Dice que son los tesoros de la profecía, que nos ayudarán a conquistar el mundo.
— Si los Hombres de Casco nos aniquilan, Konya, no conquistaremos más que nuestras tumbas. Ven y ayúdame a vigilar la frontera, y deja de andar saqueando miserables cascotes.
Pero Konya no cedió. A Harruel se le ocurrió por un momento ordenarle que marchara de patrulla con él, en su calidad de rey. Pero luego comprendió que todavía no era rey de nada ni de nadie, salvo en su propia imaginación. Tal vez fuera poco inteligente poner a prueba la lealtad de Konya a estas alturas. Que Konya siguiera revolviendo cascotes con Hresh; ya recuperaría el buen juicio.
El joven. guerrero Sachkor estaba más dispuesto a dejarse influir por Harruel. Era diligente y fiel, y no tenía interés en ser Buscador. Había llegado a la edad de la virilidad — parecía haber puesto los ojos en una niña llamada Kreun, quien acababa de estrenar su feminidad — y buscaba alguna forma de destacarse dentro de la tribu para captar la atención de la joven. Tal vez acercarse a Harruel fuese la manera. Harruel tenía ciertas dudas sobre la aptitud física de Sachkor como guerrero, ya que era delgado y no parecía muy fuerte. Pero al menos sabía andar a paso veloz y podía hacer un buen servicio como mensajero.
— Hay enemigos ocultos en las colinas — le confió Harruel —. Tienen ojos rojos y llevan unos cascos de aspecto terrorífico. Uno de estos días intentarán matarnos a todos. Debemos estar en constante guardia contra ellos.
A partir de entonces, cada mañana, Sachkor acompañaba a Harruel en sus correrías por las laderas. Parecía exultante con su nueva tarea y a veces era tal su euforia que salía corriendo como un salvaje por las pendientes boscosas en un exuberante estallido de celeridad. Harruel era más corpulento, más pesado y más viejo. Ni siquiera podía acercarse a su velocidad, lo cual le producía gran irritación. Ordenó a Sachkor que se mantuviera cerca de él.
— No es prudente que andemos separados. Si nos atacan, debemos mantenernos juntos — alegó el guerrero.
Pero jamás les atacaron. Vieron algunas bestias extrañas, pero muy pocas tenían aspecto hostil. De los Hombres de Casco, ni rastro. Con todo, no pasaba día sin que salieran de reconocimiento. Harruel pronto se hartó de la pueril charla de Sachkor, que se centraba casi siempre en alabar el denso y oscuro pelaje de Kreun y sus largas piernas elegantes. Pero se dijo que un guerrero debía estar dispuesto a soportar toda suerte de incomodidades.
Harruel reclutó unos pocos soldados más entre los jóvenes guerreros: Salaman y Thhrouk. Nittin también se unió a ellos, aunque no era guerrero sino progenitor. Alegó estar cansado de pasarse la vida entre criaturas. Y no había razón para seguir conservando la vieja estructura de castas del capullo, ¿no? Esto sorprendió a Harruel en un principio, pero no tardó en captar las ventajas del ofrecimiento de Nittin. Después de todo, cuando desafiara a Koshmar para obtener el poder, necesitaría el apoyo de todas las facciones posibles de la tribu. Nittin con sus relaciones entre las mujeres y los demás varones reproductores le abría nuevas posibilidades.
Con todo, su intento de reclutar a Staip no tuvo buenos resultados. Staip, medio año mayor que Harruel, era fuerte y competente, pero a la vez tenía cierto carácter anodino que, según Harruel, le daba una falta de disposición de espíritu. Hacía lo que le mandaban y carecía de iniciativa. Por eso, Harruel había creído que sería fácil reclutarlo. Pero cuando se dirigió a Staip y le habló del Hombre de Casco y de la amenaza que representaba, éste se limitó a mirarle inexpresivamente y a decir:
— Está muerto, Harruel.
— Sólo fue el primero. Hay otros en las colinas, dispuestos a caer sobre nosotros.
— ¿Eso crees, Harruel? — preguntó Staip, sin interés. No podía o no quería comprender la importancia de patrullar por la zona Al cabo de un rato, Harruel sacudió las manos con furia y se alejó.
Con Lakkamai, el cuarto de los guerreros experimentados, Harruel tuvo similares resultados. Lakkamai, silencioso y meditabundo, apenas prestó atención cuando Harruel se acercó a él. Antes de que Harruel hubiese terminado, le interrumpió con impaciencia:
— Esto no me concierne. No iré a trepar por las montañas contigo, Harruel.
— ¿Y si el enemigo está preparándose para atacar?
— Los únicos enemigos que hay están en tu mente perturbada — respondió Lakkamai —. Déjame en paz. Tengo mis propios problemas, y además hay mucho que hacer en la ciudad.
Lakkamai se alejó. Harruel escupió en donde había estado. ¿Mucho que hacer? ¿Qué podía ser más importante que la defensa de la ciudad? Pero sin duda, no lograría convencer a Lakkamai. Ni a él ni a los demás guerreros de edad. Parecía que sólo los jóvenes, llenos de ímpetu y de ambiciones sin encaminar, estaban dispuestos a unirse a la labor. Pues bien, que así sea, pensó Harruel. Ellos son los que necesitaré cuando parta a construir mi nuevo reino, de todas formas. No me hará falta Staip. Ni Lakkamai. Ni siquiera Konya.
A estas alturas Koshmar había descubierto que cada día algunos hombres partían en misteriosas excursiones a las colinas bajo las órdenes de Harruel. Le mandó llamar y le pidió una explicación.
Harruel le explicó con toda exactitud qué había estado haciendo, y por qué, y se dispuso a mantener una acalorada discusión.
Pero para su sorpresa la cabecilla no se opuso, Koshmar asintió con calma y dijo:
— Nos has prestado un buen servicio, Harruel. Los Hombres de Casco probablemente sean el mayor peligro que nos acecha.
— Las patrullas continuarán, Koshmar.
— Sí. Deben proseguir. Tal vez hay más hombres que quieran unirse a tu grupo. Sólo te pido que cuando organices un proyecto de este tipo, me lo hagas saber. Algunos creen que estás organizando tu propio ejército en las colinas, que planeas atacar al resto de la tribu y, ¿quién sabe? imponer tu voluntad sobre los demás.
Harruel montó en cólera.
— ¿Atacar a la tribu? ¡Pero eso es una locura, Koshmar!
— Sin duda. Lo mismo me parece a mí.
— ¡Dime quién ha divulgado semejantes rumores sobre mí! ¡Le arrancaré el pellejo y lo asaré vivo! ¡Le haré picadillo! ¿Un ejército propio? ¿Atacar a la tribu? ¡Dioses! ¿Quién me ha calumniado?
— Fue solamente un rumor insensato, y lo han lanzado como una suposición. Cuando me lo contaron no pude evitar echarme a reír, y quien me lo explicaba también reía, y admitió que no había mucho sentido común en una cosa así. Nadie te ha calumniado, Harruel. Nadie duda de tu lealtad. Ve, ahora. Recluta a tus hombres, continúa con las patrullas. Nos estás prestando un gran servicio — respondió Koshmar.
Harruel se alejó, preguntándose quién habría puesto semejantes ideas en la mente de Koshmar.
El único a quien había confesado las ambiciones que albergaba con respecto a derrocar a Koshmar, coronarse rey y tomar el control de la tribu era Konya. Y Konya no había querido unirse a él en sus patrullas. Sin embargo, a Harruel le costaba creer que Konya le hubiera traicionado. ¿Quién, entonces? ¿Hresh?
Mucho tiempo atrás, cuando Hresh acababa de ser nombrado cronista, él había acudido al niño con varias preguntas sobre el significado y la historia de la figura del rey. Más tarde, Harruel había decidido que no era prudente dirigir la atención de Hresh a tales asuntos, y nunca más volvió a tratar el tema con él. Pero Hresh tenía una mente peculiar y penetrante, y cuando se enteraba de algo lo rumiaba durante muchos días. Sabía relacionarlo todo.
Sin embargo, si Hresh había estado murmurando sobre él al oído de Koshmar, Harruel no veía qué podía hacer al respecto de momento. Tenía sentido pensar que Hresh era su enemigo, y actuar en consecuencia. Pero no era momento de hacer nada contra él. Primero tendría que considerar bien la situación. Había que vigilar al pequeño Hresh: era demasiado listo, percibía las cosas con demasiada claridad, tenía gran poder.
Harruel también calculó que si Koshmar se había mostrado tan satisfecha de que él saliera en patrullas de reconocimiento debía de ser porque eso le apartaba de su camino. Mientras él estuviera merodeando por las colinas la mitad del día, no representaría una amenaza para su autoridad dentro del asentamiento. Tal vez pensara que la situación la favorecía.
Harruel siguió saliendo a diario, por lo general con Nittin y Salaman, y esporádicamente con Sachkor. Se había cansado de escuchar lo maravillosa y hermosa que era Kreun.
Los Hombres de Casco siguieron sin mostrarse. Por primera vez, Harruel comenzó a pensar, a pesar de sí mismo, que después de todo podían no encontrarse allí. Tal vez aquel primer explorador hubiese andado solo. Tal vez fuera un merodeador solitario, lejos de la tribu. O acaso los Hombres de Casco, al pasar cerca de Vengiboneeza y ver que estaba ocupada por la gente de Koshmar, le habían enviado con el fin de ver qué recepción se le brindaba. Y quizás, al ver que no regresaba, habían optado por huir.
Era duro de aceptar. En secreto, Harruel esperaba que los Hombres de Casco aparecieran y provocaran problemas. O si no se trataba de éstos, que fuera cualquier otro enemigo: un enemigo, alguna clase de enemigo. Esta plácida vida urbana le ponía los nervios de punta. Le dolían los huesos por la impaciencia. Ansiaba una buena pelea, una batalla cruenta y prolongada.
Durante este tenso período de paz ininterrumpida, Minbain, la compañera de Harruel, concluyó el embarazo y dio a luz un robusto varón. Esto le complació. Deseaba ser padre de un niño. Convocaron a Hresh, para que celebrara el ritual con el que el recién nacido recibiría el primer nombre. Y Hresh impuso a su hermanastro el nombre de Samnibolon, cosa que Harruel no vio con buenos ojos, pues así se había llamado el anterior compañero de su mujer, el padre de Hresh. En cierta forma, Harruel se sentía como un cornudo: el nombre regresaba a la tribu en la persona de su propio vástago.
¿Y quién me ha hecho esto?, pensó con rabia. ¡Hresh!
Pero el anciano de la tribu había pronunciado el nombre en presencia de los padres y de la mujer de las ofrendas, y la imposición era irrevocable. Sería Samnibolon, hijo de Harruel. Gracias a los dioses, sólo era el nombre de nacimiento. Cuando llegara el día del nombramiento, nueve años más tarde, el niño tendría que escoger su nombre definitivo, y Harruel se ocuparía de que fuera cualquier otro. Pero nueve años era mucho tiempo para estar llamando a su primogénito por un nombre que le ardía en la boca como un amargo reproche. Harruel juró que algún día, de algún modo, se vengaría de Hresh.
Eran tiempos difíciles para Harruel: una paz que le parecía eterna y un hijo con un nombre que le sacaba de quicio. La ira burbujeaba y hervía dentro de él. No pasaría mucho tiempo antes de que la caldera estallara.
Hresh trataba de comprender los objetos que habían hallado en las ruinas de Vengiboneeza, pero la tarea le deparó pocos triunfos y muchas calamidades.
Al parecer, la gente del Gran Mundo — o los mecánicos, sus artesanos — habían pretendido que sus máquinas duraran para siempre. La mayoría de ellas eran de manufactura sencilla: bandas de metal de distintos ¿olores dispuestas según un diseño ingenioso. Mostraban pocos signos de deterioro o herrumbre. A menudo tenían incrustaciones de piedras preciosas que formaban parte del mecanismo.
En algunos casos, manejarlas comportó no pocas dificultades. Algunas tenían intrincados paneles de botones y palancas, pero la mayoría tenían sólo un tablero de control de lo más simple, y muchas ni eso. Pero ¿cómo averiguar cuál era la función de cada dispositivo? ¿Qué catástrofe podía acarrear un uso incorrecto de los artefactos?
Los primeros experimentos de Hresh acabaron produciendo desastres en casi todos los casos. Un instrumento no más largo que su brazo comenzó a tejer una red cuando pulsó un botón de cobre que había en un extremo. Con fantástica velocidad, por un orificio soltaba hilos impregnados en una sustancia formando un cordel casi indestructible. El aparato arrojaba los hilos en saltos alocados a treinta pasos a la redonda. Hresh desconectó el aparato en cuanto vio lo que sucedía, pero para entonces Sinistine, Praheurt y Haniman ya estaban envueltos en una resistente red de este material.
Les llevó horas enteras liberarlos, y el pelaje quedó limpio de hilos sólo al cabo de unos cuantos días.
Otro artefacto, que por fortuna puso a prueba a cierta distancia del templo, parecía convertir la tierra en aire. Con un único y breve disparo, Hresh cavó un foso de cien pasos de ancho por quince de profundidad, y no quedaron rastros de lo que antes había existido en su lugar excepto un ligero olor a quemado. Tal vez servía para desintegrar escombros, o acaso se trataba de un arma. Hresh, horrorizado, lo ocultó donde nadie pudiera encontrarlo.
Había una caja larga y estrecha, de cuyo extremo partían proyecciones angulares. Resultó ser una máquina para construir puentes. En los cinco minutos que Hresh tardó en desconectarla con cierta desesperación, levantó un extravagante puente convexo que no conducía a ninguna parte y lo, concluyó a mitad de camino, ocupando una avenida entera de la ciudad. Como material de construcción empleaba una sustancia parecida a la piedra que al parecer creaba a partir de la nada. Otra máquina de aspecto similar resultó que sería para construir paredes: con el mismo celo lunático que el dispositivo de los puentes, comenzó a levantar paredes al azar a lo largo de las calles con sólo pulsar un botón. Hresh fue a buscar la máquina cavadora de hoyos para hacer desaparecer el puente y las paredes, pero a pesar de todas las precauciones que tomó, también se llevó por delante tres edificios de la avenida. Sólo podía esperar que no se tratase de construcciones importantes.
Y luego estaban los aparatos que no lograba poner en marcha — la mayoría — y los otros, cuyo aspecto era tan impredecible y traicionero que ni siquiera se atrevió a intentar activarlos. Hresh dejó de lado estos últimos hasta que tuviera una noción más clara de lo que se llevaba entre manos.
Y también había otras que funcionaban una sola vez y se destruían casi al instante. Ésas eran las que más le enloquecían.
Una de ellas trazó un mapa estelar: una esfera de suave oscuridad, cuyo diámetro era tres veces el largo de un hombre. Sobre la superficie aparecían todas las estrellas del cielo en su deslumbrante esplendor. Cuando alguien las miraba, empezaban a moverse. Si se señalaba a una estrella con un haz de luz que provenía de la máquina, una voz emitía un sonido solemne, que Hresh interpretó como el nombre de esa estrella en el lenguaje del Gran Mundo. Se quedó observando en silencio respetuoso y azorado. Pero al cabo de cinco minutos, la esfera comenzó a producir volutas de humo claro, y la brillante panoplia de estrellas se desvaneció en un instante, dejando a Hresh con la boca abierta, impotente de dolor por aquella pérdida irreparable. Ya nunca más consiguió que el aparato volviera a funcionar.
Otro interpretaba música: un sonido tumultuoso que colmaba los cielos de melodías densas y campaneantes, estruendosas, que hicieron correr a todos los miembros de la tribu, como si los dioses hubieran acudido a Vengiboneeza y estuvieran dando un concierto. Y también acabó echando humo poco después de haberse puesto en marcha.
Y otra escribió un mensaje incomprensible sobre el cielo con letras de fuego dorado. En unos instantes la máquina expiró con un ruidito triste y el viento barrió los caracteres angulosos de aspecto feroz.
— Estamos estropeando mucho y aprendiendo poco — dijo Hresh a Taniane, desolado, un día en que se habían producido tres de estos desastres. Pero Vengiboneeza estaba demostrando ser un depósito increíblemente pródigo de artefactos del Gran Mundo. Casi todos los días Los Buscadores regresaban con nuevos tesoros. Era una pena estropearlos, Hresh era consciente. Pero tal vez fuera inevitable destruir una parte para lograr aprender. Tenía que seguir con los experimentos, sin considerar las pérdidas ni los riesgos. Era su trabajo. El destino de la tribu estaba en juego. Y quizá también su propio destino, ya que su misión no consistía en encontrar curiosos juguetes sino descubrir los secretos con los cuales el Pueblo podría gobernar el mundo.
Y volvió la húmeda estación templada. Era invierno, y cuando los vientos frescos del este concluyeron y comenzaron las lluvias torrenciales, Torlyri comenzó a realizar sus ofrendas invernales. Como el sol aparecía bajo en el cielo, Hresh había dado en llamar invierno a aquella estación. Pero a Torlyri le resultaba extraño, dado lo apacible del tiempo. Se suponía que el invierno debía ser una estación fría. Habían llamado invierno a esa época dura que acababa de llegar a su fin, a ese Largo Invierno del mundo, cuando todo se congeló y los seres vivos tuvieron que buscar refugio.
Pero Torlyri comenzaba a descubrir la diferencia existente entre el Largo Invierno y un invierno común. Había ciclos largos y otros más cortos. El Largo Invierno había sido una oscura calamidad del mundo ocasionada por la caída de las estrellas de la muerte. El polvo y el humo se habían interpuesto en el cielo entre los rayos del sol y había descendido un frío atroz. Pero ése había sido un evento de grandes ciclos, a lo largo de inmensos períodos, que traía la desolación a intervalos aislados y distantes. Había sido enviado desde los cielos remotos, y todo el mundo había caído de rodillas ante él. Pasarían millones de años antes de que volviera a ocurrir algo semejante. Surgirían y caerían culturas enteras que no recordarían nada del último Largo Invierno del gran cielo, que no sospecharían la siguiente catástrofe que les depararía el futuro distante.
En cambio, el invierno ordinario no era más que una de las estaciones del ciclo corto. Era algo que difería notablemente en intensidad de una región a otra de la Tierra. Hresh había explicado por qué se producían las estaciones, aunque la idea seguía resultándole compleja. Tenía algo que ver con el movimiento del sol alrededor de la Tierra, o de la Tierra alrededor del sol, no estaba muy segura. Había una época del año en que el sol apenas se elevaba por encima del horizonte, y entonces era invierno. Aquella estación por lo general era fría — sin duda lo había sido cuando cruzaron las planicies, durante el primer año — pero en algunos lugares privilegiados se disfrutaba de una temporada apacible y templada. Y estaban en uno de esos sitios. Por esta razón los ojos-de-zafiro, que no podían tolerar el frío, habían escogido este emplazamiento para erigir su gran ciudad años atrás, antes de la llegada de las estrellas de la muerte.
Y así transcurrían las estaciones. Es invierno otra vez, pensó Torlyri, ha llegado nuestro invierno templado y húmedo. El tiempo pasa, y nosotros envejecemos.
La tribu crecía a marchas forzadas. Todos los que habían llegado a Vengiboneeza tras el largo viaje desde el capullo seguían con vida, y el asentamiento rebosaba de niños. Los que habían sido niños, antes de partir hacia Vengiboneeza, estaban al borde de la edad adulta: Taniane, Hresh, Orbin, Haniman. Casi tenían edad suficiente para ser iniciados en los misterios del entrelazamiento. Y no tardarían en aparearse. Y en tener sus propios hijos.
Torlyri se preguntó cómo sería tener un hijo. Sentir cómo una vida palpitante crecía en su interior día tras día hasta el momento en que pugnaba por salir. Se imaginó la hora en que tuviera que echarse entre las mujeres y abrir las piernas para dejar salir al vástago.
De niña no había prestado mucha atención al apareamiento ni a la procreación. Pero, desde hacía un año, la idea le rondaba por la cabeza. No era extraño pensar en eso ahora que había llegado la Nueva Primavera. Desde que las costumbres se modificaron, se habían formado muchas familias dentro de la tribu, y quienes hasta el momento no habían encontrado pareja al menos se habían detenido a pensar en la idea. Hasta Koshmar se había burlado por la algarabía que Torlyri mostraba ante tal o cual hombre. La sacerdotisa no solía formar pareja, y en lo referente al apareamiento ocasional, Koshmar sabía que Torlyri nunca había mostrado gran interés en ello.
Torlyri había sido escogida para ser la mujer de las ofrendas a muy temprana edad, cuando apenas era más que una niña. En aquella época, Thekmur era cabecilla y Gonnari la mujer de las ofrendas. Ambas tenían casi la misma edad, es decir, que llegarían a la edad límite en el mismo mes y partirían del capullo con semanas de diferencia. Thekmur escogió a Koshmar como sucesora, y Gonnari eligió a Torlyri. Durante cinco años, Koshmar y Torlyri, quienes ya eran compañeras de entrelazamiento, tuvieron que pasar por un período de preparación para las grandes responsabilidades que deberían asumir. Y luego llegó el día de la muerte para Thekmur` y para Gonnari, y las vidas de Koshmar y Torlyri cambiaron de forma irremediable.
Y habían transcurrido doce años ya desde entonces. Torlyri tenía treinta y dos, casi treinta y tres. Si estuvieran viviendo aún en el capullo, el día de la muerte formaría parte de su futuro inmediato y estaría aleccionando a su propia sucesora. Pero ya nadie hablaba de edad límite ni de días de muerte. Torlyri continuaría como mujer de las ofrendas hasta que la muerte se la llevara. Y en lugar de pensar en morir, rumiaba la idea de formar pareja.
Qué extraño. Muy extraño.
Ocasionalmente había tenido experiencias de apareamiento — casi todos lo hacían, aun quienes no habían sido designados para procrear — pero no con mucha frecuencia, y tampoco durante largos períodos. Se decía que el acto procuraba un gran placer, pero Torlyri nunca lo había experimentado. No le había resultado desagradable, pero sí indiferente: consistía en una serie de movimientos que se realizaban con todo el cuerpo, tan gratificantes como forcejear con los brazos y luchar a puntapiés. Y quizá ni siquiera eso.
Su primera experiencia fue a los catorce años, poco después del día de su entrelazamiento, la edad habitual para tal iniciación. Su compañero había sido Samnibolon, quien luego se convertiría en la pareja de Minbain. Se acercó a ella en un rincón apartado del capullo y le hizo señas. La abrazó, le acarició el oscuro pelaje, y por fin ella comprendió qué buscaba. No le pareció que hubiera ningún mal en ello. Tal como había visto hacer a mujeres mayores que ella, se abrió a él y dejó que introdujera en su cuerpo el órgano de apareamiento. Lo movió con rapidez, y empezaron a rodar y a rodar en una maraña de miembros, y algún instinto le empujó a replegar las piernas y a oprimir las rodillas contra la cintura de él, lo cual pareció gustarle. Al cabo de un rato él dejó escapar un gruñido y la soltó. Permanecieron un rato abrazados. Samnibolon le había dicho que era muy hermosa y que sería una mujer muy apasionada. Eso fue todo. Jamás volvió a acercársele. Algún tiempo después, él y Minbain formaron pareja.
Un año o dos más tarde, el viejo guerrero Binigav la llevó a un rincón y le pidió que se apareara con él. Como le pareció un hombre amable y se acercaba al límite de edad, ella accedió. Se mostró tierno y gentil con ella, y cuando la hubo penetrado permaneció en su interior mucho rato, pero no sintió más que una vaga tibieza, placentera pero no excitante.
La tercera vez fue con Moarn, padre del Moarn que hoy era guerrero de la tribu. Moarn ya había formado pareja, razón por la cual Torlyri se sorprendió cuando la abordó después de un banquete. Había bebido demasiado vino de uvas de terciopelo, al igual que ella. Se estrecharon y abrazaron. Torlyri nunca tuvo la certeza de que hubieran copulado: recordaba que habían tenido ciertos problemas. De todas formas, eso no cambiaba las cosas. Tampoco había sido nada memorable. Y ésos eran todos sus hombres: Samnibolon, Binigav, Moarn. Todos habían muerto tiempo atrás. Y cuando a los dieciocho años la habían elegido para ser la sucesora de la mujer de las ofrendas, no volvió a arriesgarse a ese tipo de empresas.
Pero ahora… ahora…
Desde hacía unas semanas, Lakkamai la venía observando de un modo extraño. Ese hombre circunspecto y remoto… ¿qué se escondería en su mente? Nadie la había mirado jamás de aquel modo. Sus ojos grises tenían motas de un verde lustroso, lo cual le proporcionaba un aspecto misterioso e insondable. Parecía tratar de penetrar su alma.
Cada vez que se volvía, allí estaba Lakkamai, observándola desde lejos. Rápidamente apartaba la mirada, fingiendo estar ocupado en otros asuntos, en cualquier cosa. A veces ella le sonreía. A veces se marchaba, y cuando volvía, cinco o diez minutos más tarde, allí estaba él, escrutándola.
Empezó a comprender.
Se sorprendió observando a Lakkamai con frecuencia, para ver si él la miraba a su vez. Y luego se encontró mirándole sin motivo aparente, aun cuando él estuviera de espaldas. Le parecía atractivo y elegante de aspecto fuerte: no fuerte a la manera corpulenta de Harruel. Tenía un aspecto resistente y fibroso que le recordaba al pobre Hombre de Casco, que había fallecido al ser interrogado por Koshmar y Hresh. Lakkamai era uno de los hombres más viejos de la tribu, era un guerrero veterano. Pero su pelaje, de un profundo color castaño oscuro, todavía no había comenzado a encanecer. Tenía el rostro alargado, con el mentón afilado y los ojos profundos. Siempre había sido un hombre de pocas palabras. A pesar de la intimidad y la estrechez del capullo, Torlyri tenía la sensación de no conocerle apenas.
Una noche soñó que copulaba con él.
La cogió de sorpresa. En realidad, estaba acostada con Koshmar. Resultaba que esa noche se habían entrelazado por primera vez en muchas semanas. Durante el sueño, Koshmar debía haber colmado su mente. Pero en cambio, Lakkamai se acercó hasta ella y se detuvo en silencio a su lado, estudiándola con interés. Ella le hizo una seña y le arrastró hasta abajo — parecía flotar a su lado — y entonces Koshmar desapareció, y sobre la estera de dormir sólo quedaron los dos, y Lakkamai estaba dentro de ella, y sintió un repentino calor en el vientre, y supo que había engendrado un hijo de él.
Despertó, jadeante, temblorosa.
— ¿Qué ocurre? — preguntó Koshmar de inmediato —. ¿Un sueño?
Torlyri sacudió la cabeza.
— Un escalofrío pasajero. El viento invernal sobre el rostro…
Era la primera vez que mentía a Koshmar.
Pero también era la primera vez que deseaba a un hombre.
Al día siguiente, cuando Torlyri vio a Lakkamai fuera del templo ni siquiera se atrevió a mirarle a los ojos, tan vívida era la sensación de haber copulado con él aquella misma noche. Si el sueño había sido tan real para ella, lo mismo debía de haberle ocurrido a él. Sentía que él ya debía saberlo todo sobre ella: la presión de sus senos en las manos, el sabor de su boca, el aroma de su aliento. Era una mujer, pero no pudo evitar sentirse como una niña, como una niña tonta…
Esa noche volvió a soñar con Lakkamai. En el sueño ella gemía y jadeaba, y palpitaba entre sus brazos. Cuando despertó, Koshmar la estaba observando en la oscuridad con ojos brillantes, como si pensara que Torlyri había perdido el juicio.
La tercera noche el sueño se repitió, y aún más vívido. Con Lakkamai hacía cosas que nunca había visto hacer a los demás durante el apareamiento, que jamás habría sospechado que nadie quisiera hacer. Cosas que le produjeron un placer intenso y profundo.
Y ya no pudo resistirse más.
Por la mañana, las lluvias que habían estado anegando la ciudad durante las últimas semanas al fin cesaron, y el brillante cielo azul del invierno estalló entre las nubes con la fuerza de un clamor de trompetas. Torlyri realizó los ritos matinales como todos los días, y luego, con una calma completa, se dirigió a la casa donde vivían los guerreros sin pareja. En una esquina del edificio había un pasillo donde habían colgado una jaula con tres pequeñas criaturas negras de ojos duros. Las habían atrapado los hombres, y ahora revoloteaban y chillaban sin cesar con voz aguda e irritante. Torlyri les sonrió con lástima y tristeza.
Lakkamai estaba aguardando afuera, como si la estuviera esperando. Silencioso como siempre, aparentemente en calma, la observaba venir reclinado contra la pared. Sus ojos, fríos y solemnes, no mostraban ya esa mirada febril e inquisidora que últimamente había posado sobre ella tan a menudo. Sin embargo, movía la comisura de la boca en un repetido tic involuntario que revelaba la tensión que había dentro de él, aunque parecía no darse cuenta del gesto.
— Ven — dijo Torlyri suavemente —. Camina a mi lado. Las lluvias han cesado.
Lakkamai asintió. Partieron un junto al otro, pero manteniéndose a distancia, de forma que el corpachón de Harruel bien podría haber pasado entre los dos. Dejaron atrás las casas de la tribu, la entrada a la torre hexagonal de piedra púrpura que servia de templo, el jardín de arbustos y flores que con tanta dedicación cuidaban Boldirinthe, Galihine y otras mujeres, el estanque de luz rosada que tiempo atrás había sido el regocijo de los ojos-de-zafiro. Ninguno de los dos hablaba. Miraban hacia delante. A Torlyri le pareció ver de reojo imágenes de Hresh, Konya, Taniane, quizás hasta de Koshmar, durante el trayecto. Pero nadie la llamó, y ella no movió la cabeza para ver a nadie.
Más allá del jardín de las mujeres y del estanque de luz de los ojos-de-zafiro, había un segundo jardín salvaje donde por encima de una espesa alfombra de musgo denso y azulado crecían en loca profusión enredaderas tortuosas, árboles de ramas curvas y unos arbustos extraños de hojas negras y tronco abultado. Y allí entró Torlyri, flanqueada por Lakkamai, quien ya no andaba tan separado de ella, aunque seguían sin hablar. Se internaron quizás una docena de pasos, hasta un paraje de la espesura donde se formaba una especie de lecho abierto. Torlyri se volvió a Lakkamai y sonrió. Él posó las manos sobre los hombros de ella, como para empujarla hacia el suelo. Pero no fue necesario, pues ambos se tendieron juntos.
Torlyri no estaba segura de si fue él quien la penetró, o si fue ella quien lo encerró, pero de pronto ambos estaban unidos en un íntimo abrazo el uno sobre el otro. El musgo que se extendía por debajo producía un débil susurro. Estaba cargado de rocío y humedad después de tantos días de lluvia, y Torlyri imaginó que al moverse lo exprimían dentro del declive sobre el cual yacían, y que el agua formaría un estanque alrededor de ellos. Y dio la bienvenida a esa imagen. ¡Con qué placer se sumergiría en esa tibia suavidad!
Lakkamai se movía dentro de ella, quien a su vez se aferraba a él y le estrechaba los músculos torneados por debajo del tupido pelaje de su espalda.
No sucedió como había imaginado en sueños. Pero tampoco se parecía a las experiencias que recordaba con Samnibolon, Binigav y Moarn. La comunión no era tan honda ni tan plena como la del entrelazamiento — ¿cómo podría serlo? — pero nunca había sospechado que el apareamiento pudiera convertirse en algo tan hondo. Estrechando a Lakkamai con todas sus fuerzas, Torlyri pensó con sorpresa y alegría que esto iba más allá de la cópula: significaría estar en pareja. Y en ese momento de azorada comprensión, dentro de ella surgió una voz discordante: ¿Qué he hecho?¿Qué dirá Koshmar? Torlyri no respondió a la pregunta, y no permitió que se repitiera. Se perdió en el silencio prodigioso que era el alma de Lakkamai. Al cabo de un rato lo soltó, y ambos quedaron tendidos muy juntos, unidos sólo por el contacto de los dedos.
Pensó en rozarle con la punta de su órgano sensitivo, pero no. No. Eso sería como entrelazarse. Sería entrelazarse. Y su compañera de entrelazamiento era Koshmar, no Lakkamai. Lakkamai era su hombre.
Lakkamai es mi hombre. Lakkamai es mi compañero.
Tenía treinta y dos años, y durante doce años de su vida había sido la mujer de las ofrendas de la tribu. Y ahora, de pronto, después de tanto tiempo, había encontrado pareja. Qué extraño. Sumamente extraño.
Un brillante día de invierno en que la última tormenta había desaparecido hacia el este y la siguiente todavía no había asomado por el oeste, Hresh salió de nuevo a explorar el tenebroso edificio que había denominado la Ciudadela. Había sido idea de Taniane, quien le acompañó. Últimamente, había comenzado a ir con él en muchos de sus viajes. En aquella época, Koshmar se oponía a que partiera a las ruinas sin un guerrero que le protegiera. Y Hresh no había tardado en aceptar la presencia de Taniane entre el grupo de Buscadores. Su cercanía seguía produciendo inquietud en su espíritu. Pero, al mismo tiempo, estar solo con ella en los confines de la ciudad le producía un placer curioso y excitante.
Hresh no había querido regresar a la Ciudadela. Pensaba que ahora sabía de qué se trataba, y temía comprobar que era verdad. Pero ese extraño edificio fascinaba a Taniane, e insistió sin tregua hasta que él por fin accedió. No osaba confesarle la razón que le empujaba a mantenerse apartado. Pero cuando dio su conformidad, decidió llevar el misterio de la Ciudadela hasta sus últimas consecuencias, sean cuales fueran. No iba a decirle nada, pero dejaría que lo viera y que extrajera sus propias conclusiones. Tal vez hubiera llegado el momento, pensó, de compartir parte de la terrible verdad que durante tanto tiempo había sido un secreto exclusivo del cronista. Y acaso Taniane fuese la única con quien pudiese intentar compartirla.
El camino que conducía a la Ciudadela era escabroso, cubierto de baldosas grises que los terremotos de tantos siglos habían levantado, y que las lluvias del invierno habían vuelto resbaladizas, cubiertas de gruesas algas verdes. Taniane perdió pie dos veces, y Hresh la sostuvo las dos: una por el brazo, y la otra por las caderas. Y en cada ocasión los dedos le cosquillearon extrañamente con el contacto. Los miembros se le estremecieron y también el órgano sensitivo. Se encontró deseando que resbalara una tercera vez, pero no tuvo tanta suerte.
Llegaron a lo alto y se internaron en las tierras donde se emplazaba la Ciudadela en solitaria majestad, contemplando Vengiboneeza. Hresh surcó la alfombra de césped denso y corto que rodeaba el edificio, fue hasta el borde y miró. Ante él se extendía la vasta ciudad, brillando bajo la luz lechosa y pálida del invierno. Contempló las blancas ruinas de los edificios, los delicados puentes aéreos que hoy eran una montaña de escombros, el lecho de los caminos salpicado de verdes y azules hasta el horizonte. Taniane se acercó a él, respirando con dificultad por el esfuerzo de la marcha.
— Yo contemplé toda la ciudad viva — dijo Hresh al cabo de un instante.
— Sí. Haniman me lo contó.
— Era de lo más sorprendente. Tantas cosas que sucedían a la vez, tanta gente, tanta energía. Sorprendente, y muy frustrante.
— ¿Frustrante?
— No tenía ni idea de lo que significaba una verdadera civilización hasta que vi el Gran Mundo. O hasta que comprendí lo lejos que estábamos de esa situación. Yo creía que sería como el capullo, sólo que más grande, y con más gente haciendo más cosas. Pero no fue así, Taniane. La diferencia no sólo es de cantidad, sino de calidad. Existe un momento a partir del cual una civilización se dispara y comienza a generar su propia energía, crece por sí misma y no sólo por las acciones de los que la construyen. ¿Me comprendes? La tribu es demasiado pequeña para llegar a esta situación. Tenemos nuestros trabajillos que hacer, y los hacemos, y al día siguiente volvemos sobre ellos, pero no existe la misma sensación de posibilidad, de transformación, de crecimiento explosivo. Para eso se necesita más gente. No sólo cientos. Hace falta miles… millones…
— Algún día seremos millones, Hresh.
Se encogió de hombros.
— Falta mucho para eso. Hay mucho trabajo que hacer primero.
— El Gran Mundo también comenzó siendo pequeño.
— Sí — reconoció —. Me lo repito una y otra vez.
— ¿Así que era esto lo que ha estado preocupándote tanto desde que regresaste aquel día?
— No, dijo Hresh. No era esto, era otra cosa.
— ¿Puedes decírmelo?
— No — replicó —. No puedo contárselo a nadie.
Le contempló largo rato sin hablar. Luego sonrió y posó la mano con suavidad sobre el hombro del joven. Él se estremeció, y deseó que ella no lo notara.
Se volvió para estudiar la Ciudadela. Esos muros gigantescos, desnudos, de color verde — negruzco. Esas columnas enormes, ese techo bajo, pesado, en pendiente… El edificio hablaba de poder y fortaleza, de arrogancia, hasta de una colosal seguridad en sí mismo. Hresh cerró los ojos y recordó a los seres humanos de la visión, altos, de tez clara, sin pelaje, atravesando las paredes sin puertas de modo espectral con sólo posar allí los dedos, como si convirtieran los muros en niebla. ¿Cómo lo conseguían? ¿Cómo podría hacerlo él?
— Vuélvete de espaldas — ordenó.
— ¿Por qué?
— Tengo algo que hacer, y no quiero que lo veas.
— Hresh, te estás poniendo muy misterioso.
— Por favor — le repitió.
— ¿Vas a utilizar la Piedra de los Prodigios?
— Sí — contestó irritado.
— No tienes por qué esconderte de mí.
— Por favor, Taniane.
Le hizo un mohín y le dio la espalda. El introdujo la mano en el morral y extrajo el Barak Dayir. Al cabo de un momento de vacilación posó el órgano sensitivo sobre él, y oyó cómo la potente música se elevaba por encima de los abismos y las simas del aire hasta colmarle el alma. Comenzó a temblar. Capturó la fuerza de la piedra para sintonizarla y enfocarla. Sobre las paredes de la Ciudadela comenzaron a brillar gruesas espirales rojas, amarillas y blancas. Entradas, pensó.
— Dame la mano — le indicó.
— ¿Qué vamos a hacer?
— Vamos a entrar. Dame la mano, Taniane.
Le miró con curiosidad y posó la mano sobre la del muchacho. La Piedra de los Prodigios había acentuado sus sentidos hasta tal punto que la palma de Taniane le quemaba como fuego sobre la piel, y apenas pudo tolerar le intensidad del contacto. Pero halló el modo de resistirlo y con un leve tirón la condujo hacia el remolino de luz más cercano, que cedió ante su proximidad. Hresh atravesó la pared sin dificultad, arrastrando a Taniane detrás de él.
En el interior bahía un espacio inmenso y vacío, iluminado por una luz tenue y espectral que procedía de todas partes sin foco aparente. Bien podían hallarse en una caverna tan ancha como medio mundo, tan alta como media montaña.
— ¡Oh!, por los ojos de Yissou — murmuró Taniane —. ¿Dónde estamos?
— En un templo, creo.
— ¿De quién?
— De ellos — señaló Hresh.
Por el aire, livianos como motas de polvo, los seres humanos iban y venían. Parecían emerger de las paredes, y viajaban por los confines superiores de la inmensa habitación en grupos de dos o tres, enfrascados en su conversación, para desaparecer por el otro lado. No daban señales de percibir la presencia de Taniane y de Hresh.
— ¡Sueñasueños! — murmuró ella —. ¿Son reales?
— Probablemente sean visiones de otros tiempos, de cuando la ciudad estaba viva.
Seguía aferrando el Barak Dayir en la mano. Lo deslizó en el estuche y dejó caer el envoltorio en el morral. Al instante, las figuras fantasmales desaparecieron y se encontraron ante cuatro simples paredes de piedra que brillaban opacas bajo la débil luz espectral que ellas mismas despedían.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Taniane —. ¿Adónde se han ido?
— Lo que nos permitía verlos era la Piedra de los Prodigios. En realidad no estaban aquí, sólo eran imágenes. Resplandecían a través de los milenios…
— No lo comprendo.
— Tampoco yo — suspiró Hresh.
Dio un par de pasos cautelosos, se acercó al muro, al sitio por donde habían entrado, y pasó la mano por la piedra. Era extremadamente sólida, débilmente tibia, como el mismo Barak Dayir. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. En la gran sala no había nada. Nada en absoluto: ni imágenes derruidas, ni tronos derribados,, ni rastro de sus ocupantes.
— Me siento extraña aquí — murmuró Taniane —. Marchémonos.
— De acuerdo.
Se apartó de ella y extrajo de nuevo la Piedra de los Prodigios, sin molestarse esta vez en ocultarla. La joven la miró e hizo la señal de Yissou. En cuanto la tocó, las paredes comenzaron a arder de luz nuevamente, y se restauró la inquietante procesión de seres humanos aéreos. Vio que Taniane los contemplaba extasiada, conteniendo la respiración.
— Sueñasueños… — repitió —. Son como él. Como Ryyig. ¿Quiénes son?
Hresh no respondió.
— Creo que lo sé — aventuró Taniane.
— ¿De verdad?
— Es una idea absurda, Hresh.
— Entonces, no me la digas.
— Pues dime lo que crees tú.
— No estoy seguro — respondió Hresh —. No estoy seguro de nada.
— Estás pensando lo mismo que yo. Tengo miedo, Hresh.
Vio cómo se le erizaba el pelaje, cómo asomaban los senos estremecidos. Deseó tener el valor de atraerla y abrazarla.
— Ven — le dijo —. Ya hemos permanecido aquí lo suficiente.
La tomó de la mano y la condujo a través de la salida que había en la pared. Cuando estuvieron fuera miraron atrás, se miraron luego el uno al otro, sin pronunciar palabra. Nunca había visto a Taniane tan conmocionada. Y en su propia imaginación seguía flotando sobre él aquella extraña procesión de sueñasueños misteriosos, mágicos, hechiceros, diciéndole una vez más lo que no deseaba oír.
Volvieron en silencio por el camino resbaladizo y desigual. Ido se dijeron nada durante todo el trayecto hasta el asentamiento.
Mientras se acercaban, oyeron gritos airados, exclamaciones en voz alta, chillidos burlones de los monos de la jungla. Habían ocupado el lugar, se balanceaban por docenas y colgaban de los tejados.
— ¿Qué sucede? — preguntó Hresh, al ver a Boldirinthe corriendo con la espada en mano.
— ¿Acaso no lo ves?
Weiawala, que venía tras ella, se detuvo a explicárselo. Los monos habían llegado para lanzarles unos nidos frágiles de cierta clase de insectos. Cuando chocaban contra el suelo, las colmenas se partían y liberaban enjambres de unos bichos molestos, brillantes y de largas patas, rojos, con un aguijón que penetraba muy hondo en la piel. Al picar, dejaban un escozor ardiente como una brasa al rojo vivo, y no había forma de arrancar los aguijones, si no se hacía con un cuchillo. Monos e insectos habían invadido el asentamiento. Los primeros chillaban y reían en lo alto, y de vez en cuando arrojaban otro nido. Toda la tribu se afanaba por alejarlos y cercar a las criaturas urticantes.
El asentamiento no volvió a estar en calma hasta al cabo de varias horas. Para entonces, a nadie parecía importarle dónde había estado o qué había hecho Hresh. Más tarde vio a Taniane sentada sola, con la mirada perdida en la distancia. Cuando Haniman se acercó para decirle algo, ella le detuvo con un gesto de enfado y se marchó de la habitación.
En lo alto de la ladera del Monte Primavera había una cresta dentada donde Harruel solía situarse para hacer guardia sobre Vengiboneeza. Pendía como una terraza sobre la ladera montañosa. Al mirar desde allí, veía un tramo por el cual deberían pasar los invasores al descender de la cima. Y desde esa atalaya también dominaba la ciudad entera, que se extendía a sus pies como un mapa de ella misma.
Allí solía pasar horas enteras, aun bajo la lluvia, encaramado en la horquilla de un enorme árbol de tronco lustroso y hojas rojizas triangulares. Últimamente había vuelto a andar solo por las montañas. Sus reclutas, sus soldados, se habían convertido en un fastidio, pues advertía la impaciencia que los consumía, su falta de convicción en el supuesto ataque enemigo.
Ahora solían acosarle pensamientos oscuros. Se sentía atrapado en una especie de sueño en el cual nadie podía moverse. Los meses y los años iban transcurriendo, y él permanecía confinado en esta vieja ciudad en ruinas tal como antaño lo había estado en el capullo. En cierta forma, en el capullo no le había importado que cada día fuera exactamente como el anterior. Pero allí, donde el mundo entero se extendía a su alcance, Harruel se sentía consumido por la impaciencia. Había llegado a la convicción de que estaba destinado a grandes empresas. Pero ¿cuándo comenzaría a lograrlas? ¿Cuándo? ¿Cuándo?
Durante el largo período de lluvias, estos pensamientos habían ido socavándolo hasta que se convirtieron en una urgencia intolerable. Pasaba días enteros en la horquilla del árbol, mojado, furioso. Miraba con el ceño fruncido el asentamiento que se extendía a sus pies y rumiaba su desprecio por la gente de la tribu, mediocre y apocada. Miraba con el ceño fruncido la montaña que se erigía sobre él, y desafiaba a esos invasores que se obstinaban en no aparecer. Se convirtió en un hombre duro y violento. El cuerpo le dolía y la mente le palpitaba. De vez en cuando descendía y cogía frutas de los árboles cercanos. Más de una vez atrapó algún animal pequeño con las manos desnudas, y después de matarlo lo devoraba crudo.
Una noche permaneció acuclillado en su árbol hora tras hora, a pesar de que la lluvia torrencial no daba señales de amainar. ¿Para qué volver a casa? Minbain estaba ocupada con el pequeño. No mostraba el menor interés en copular. Y al menos la lluvia mitigaba su ira.
Por la mañana, la luz del sol le azotó como un golpe en la boca. Harruel parpadeó entumecido, abrió los ojos y se sentó, preguntándose dónde estaba. Luego recordó que había pasado la noche sobre el árbol.
Por un alarmante momento le pareció distinguir cascos de rayos dorados a la izquierda, a lo largo del borde dentado del risco. ¿Por fin se había iniciado la invasión? No. No. Sólo era la luz de la mañana, baja sobre el horizonte, reverberando sobre las mínimas gotas de rocío que había sobre cada hoja.
Se arrojó al suelo y se encaminó renqueando hacia la ciudad en busca de algo para comer.
Cuando estaba a mitad de la ladera, vislumbró una figura. Al principio pensó que se trataría de Sachkor o de Salaman, que venían a buscarlo ahora que la lluvia había cesado. Pero no: era una mujer. Una doncella. Alta y delgada, con el pelaje de un negro inusualmente profundo. Después de un instante, Harruel la reconoció: era Kreun, la amada de Sachkor, hija de la vieja Thalippa. Le hacía señas, le llamaba.
— ¡Busco a Sachkor! ¿Está contigo?
Harruel la contempló sin responder. Muchos años atrás, había copulado con Thalippa en una ocasión. Por entonces Thalippa era una mujer muy fogosa. Después de tanto tiempo, el recuerdo asomó desde las profundidades de su mente. Le había arañado con las uñas, esa Thalippa. Recordó su olor fuerte, dulce y embriagante.
¡Qué sorprendente, recordarlo después de tantos años! Desde entonces había transcurrido casi la mitad de su vida.
— Nadie sabe dónde está — continuó Kreun —. Ayer por la mañana estuvo aquí y luego desapareció. Fui al edificio de los jóvenes, pero no estaba allí. Salaman sugirió que podía estar contigo, aquí en las montañas.
Harruel se encogió de hombros. En otro momento eso le hubiese llamado la atención. Pero ahora un hechizo extraño se había apoderado de él.
— Ha pasado tanto tiempo, Thalippa…
— ¿Qué?
— Ven aquí. Acércate. Déjame mirarte, Thalippa.
— Soy Kreun. Thalippa es mi madre.
— ¿Kreun? — dijo como si fuera la primera vez que oía ese nombre —. Ah, sí. Kreun.
Sintió que un calor ardiente se encendía entre sus piernas. Un dolor terrible le adormeció. Días y días en ese árbol y ahora una noche entera, sentado bajo la lluvia. Y todo por esa gente imbécil, por ese pueblo estúpido e incauto. Protegiendo a los demás de un enemigo en el cual se negaban a creer. Y mientras su vida transcurría ociosamente, el mundo entero le aguardaba.
— ¿Te pasa algo, Harruel? Pareces extraño…
— Thalippa…
— ¡No, soy Kreun! — Y esta vez comenzó a retroceder, atemorizada.
Sachkor tenía motivos para estar hablando continuamente de ella. Kreun era muy hermosa. Las largas piernas esbeltas, el pelaje suave y tupido, los ojos verdes y brillantes, que ahora refulgían de miedo. Qué extraño que nunca se hubiera fijado en la belleza de Kreun. Pero, desde luego, era joven, y nadie prestaba atención a las niñas hasta que llegaban a la edad del entrelazamiento. Era un primor. Minbain era cálida y buena, y afectuosa. Pero su belleza había desaparecido hacía mucho tiempo. Kreun comenzaba a florecer.
— Espera — gritó Harruel.
Kreun se detuvo, recelosa, con el ceño fruncido. Él se acercó hacia ella, tambaleándose por el sendero. Y al ver que se acercaba, la joven contuvo un grito y trató de escapar, pero él la atrapó con el órgano sensitivo y la aferró del cuello. Sintió que la joven se estremecía y eso aumentó su frenesí. La atrajo hacia él con facilidad, la cogió por los hombros y la arrojó al suelo, húmedo, boca abajo.
— No… por favor… — gritó.
Trató de escabullirse, pero poco podía hacer contra él. Harruel se abalanzó sobre ella y la cogió de los brazos por detrás. Ya no podía soportar el calor que le ardía entre las piernas. En lo más profundo de su mente, una voz serena insistía en que su comportamiento no era correcto, en que una mujer no podía ser poseída contra su voluntad, en que los dioses exigirían un castigo por semejante conducta. Pero a Harruel le fue imposible luchar contra la furia contra la ira, contra la urgencia que le había sobrecogido. Oprimió los muslos contra las caderas suaves y tupidas y se lanzó dentro de la niña. Kreun dejó escapar un grito de dolor y de horror.
— Estoy en mi derecho — repetía Harruel, una y otra vez, mientras se movía contra ella —. Soy el rey. Estoy en mi derecho.