— De modo que el asunto es con Lakkamai.
Ya hacía tres días que había terminado la época de lluvias. Koshmar y Torlyri estaban juntas en la casa que compartían. Era de noche, acababan de cenar. La tribu se había reunido para presenciar la ceremonia que acostumbraban a ofrecer al Dador a mitad de invierno: todos, menos Sachkor, quien había desaparecido misteriosamente. Cada día partía un grupo en su búsqueda.
Torlyri había estado tendida y se irguió bruscamente. Koshmar nunca antes había visto en el rostro de su compañera una expresión semejante: temor, y una especie de culpa avergonzada, mezclada con una nota de desafío.
— ¿Lo sabes? — preguntó.
Koshmar rió con sequedad.
— ¿Y quién no? ¿Crees que soy tonta, Torlyri? Hace semanas que andáis embobados. Tú hablando de él cada dos segundos, cuando antes podía pasar más de un año sin que lo mencionaras.
Torlyri bajó la vista, avergonzada.
— ¿Estás molesta conmigo, Koshmar?
— ¿Crees que me he enfadado? ¿Porque tú estés feliz? — Pero en realidad Koshmar estaba más apenada que lo que hubiese imaginado. Hacía ya mucho tiempo que preveía este desenlace, se había dicho que cuando llegara el momento debía ser fuerte. Pero ahora que se enfrentaba a la situación, era como un inmenso peso en su corazón. Después de un instante, dijo:
— ¿Has estado copulando con él?
— Sí — contestó con voz apenas audible.
— Solías hacerlo tiempo atrás, cuando éramos niñas. Creo que con Samnibolon. Samnibolon, el de Minbain, ¿verdad?
Torlyri asintió.
— Y con uno o dos más, sí. Pero yo era muy joven. De eso hace ya mucho tiempo.
— ¿Y te produce placer?
— Ahora sí — respondió Torlyri con suavidad —. Las otras veces, antes, no encontraba nada en ello. Pero ahora sí.
— ¿Un gran placer?
— A veces — admitió Torlyri con culpa, secamente.
— Me alegro mucho por ti — declaró Koshmar, con voz alta y tensa —. Nunca le he encontrado sentido a la cópula, ya sabes. Pero dicen que tiene sus compensaciones.
— Tal vez haya que hacerlo con la persona adecuada.
Koshmar rió amargamente.
— Para mí no existe la persona adecuada, y tú lo sabes. Si fueras un hombre, Torlyri, creo que lo haría contigo sin pensarlo dos veces. Pero tú y yo tenemos el entrelazamiento, y eso es suficiente para mí. Una cabecilla no necesita aparearse.
Y lo mismo debería ocurrir con una mujer de las ofrendas, agregó Koshmar en silencio.
Apartó la mirada para que Torlyri no pudiera leer en sus ojos. Había jurado no interferir en la vida de Torlyri, por muy penoso que pudiera resultarle.
— Hablando de entrelazamiento… — dijo Torlyri.
— ¡Sí, Torlyri, habla de entrelazamiento! Habla cuanto quieras. — La inesperada urgencia aceleró la respiración de Koshmar. Cuanto más profunda se hacía la relación de Torlyri con Lakkamai, más ávida se sentía Koshmar de cualquier muestra de afecto por parte de ella —. ¿Ahora? ¿Aquí? Muy bien. Ven…
Torlyri pareció sorprendida y acaso no muy contenta.
— Si lo deseas, desde luego, Koshmar. Pero no era eso lo que intentaba decirte…
— ¿Ah, no?
— Ha llegado la hora de que Hresh tenga su ceremonia de entrelazamiento. Eso es lo que pretendía decirte. Si consigo hacerle olvidar sus máquinas y la Piedra de los Prodigios durante un tiempo suficiente, debo llevarle a la iniciación.
— Ya… — murmuró Koshmar, sacudiendo la cabeza —. Ya veo, el día del entrelazamiento de Hresh…
Ésa era una de las misiones de la mujer de las ofrendas: iniciar a los jóvenes en los secretos del entrelazamiento. Torlyri siempre había realizado esa labor con sumo afecto y cuidado. Koshmar jamás se había preocupado por esos entrelazamientos compartidos, aunque aquel acto era algo mucho más íntimo aún que la cópula. Iniciar a los jóvenes era la misión que los dioses habían encargado a Torlyri. Si aquella situación fuera coherente, pensaba Koshmar, tendría que sentirse mucho más preocupada por el entrelazamiento con Hresh que por el apareamiento con Lakkamai. Pero era a la inversa. Que Torlyri se entrelazara con los jóvenes no constituía ninguna amenaza para ella. Pero que se apareara con Lakkamai… que se apareara con Lakkamai…
Copular no significa nada, pensó Koshmar con ira.
Se dijo que estaba mostrándose incoherente. Y luego rumió que todas estas cosas excedían a la lógica. El corazón posee una lógica propia, reflexionó.
— Taniane ya ha tenido su primer entrelazamiento, y también Orbin, y ahora ha llegado el turno de Hresh. El siguiente será Haniman.
— El tiempo pasa tan deprisa… A veces pienso que todavía es el mismo niño travieso que trató de escabullirse por la salida el día en que aparecieron los comehielos y en que despertó el Sueñasueños. Aquel día tan extraño parece haber quedado perdido en el tiempo. Con la infancia de Hresh.
— Todo ha sucedido de forma muy extraña — comentó Torlyri —. Que hayamos nombrado anciano de la tribu a un muchacho que ni siquiera tiene edad suficiente para entrelazarse…
— ¿Crees que esta nueva experiencia le cambiará?
— ¿Cambiará? ¿En qué sentido?
— Dependemos tanto de él — reflexionó Koshmar —. Hay tanta sabiduría dentro de esa joven cabeza. Pero los niños a veces cambian, ¿sabes?, cuando comienzan a entrelazarse. ¿Lo has olvidado, Torlyri? Y en cierto sentido, Hresh no es más que un niño. Esto es algo que no podemos olvidar. Cuando encuentre un compañero de entrelazamiento, durante meses enteros tal vez no haga más que entrelazarse todo el día. ¿Y qué sucederá con la exploración de Vengiboneeza? Tal vez incluso comience a mostrar interés en aparearse…
Torlyri se encogió de hombros.
— ¿Y si así fuera? ¿Qué hay de malo en ello?
— Tiene responsabilidades, Torlyri.
— Es un niño que se está convirtiendo en un hombre. ¿Acaso pretendes arrebatarle la juventud? Que se entrelace cuanto quiera. Que se aparee, si eso es lo que desea. Que tome una compañera incluso.
— ¿Compañera? ¿El cronista?
— Estamos en la Nueva Primavera, Koshmar. No hay necesidad de limitarlo a las viejas costumbres…
— El anciano no debe formar pareja — dijo Koshmar con firmeza —. Ocurre igual que con la cabecilla o la mujer de las ofrendas. Entrelazarse, sí. Incluso aparearse, si lo desean. Pero ¿formar pareja? ¿Cómo sería posible? Los dioses nos escogen como personas distintas de los demás. — Koshmar meneó la cabeza —. Nos hemos apartado del tema. ¿Cuándo piensas realizar la iniciación de Hresh?
— Dentro de dos días. Tres a lo sumo. Si no tiene nada importante entre manos.
— Bien — asintió Koshmar —. Hazlo cuanto antes. Y comunícamelo cuando haya tenido lugar. Entonces tendremos que vigilarle para observar si hay algún cambio.
— Estoy segura de que no cambiará. Recuerda que posee el Barak Dayir, Koshmar. ¿Crees que un entrelazamiento puede afectarle más que la Piedra de los Prodigios?
— Tal vez. Tal vez.
Se produjo un silencio incómodo.
— ¿Koshmar? — se atrevió Torlyri por fin.
— ¿Sí?
— ¿Sigues con ganas de entrelazarte? — preguntó Torlyri, vacilante.
— Desde luego — replicó, más tierna, más ávida.
— Antes de que lo hagamos, una pregunta.
— Adelante.
— Has dicho que la mujer de las ofrendas no debía formar pareja…
Koshmar la miró a los ojos. Esto era algo nuevo. No sospechaba que la situación hubiese ido tan lejos.
— Nunca antes se ha hecho — declaró con frialdad —. Ni la cabecilla, ni el cronista, ni la mujer de las ofrendas. Se apareaban cuando lo deseaban. Y se entrelazaban, desde luego. Pero nunca formaban pareja. Nunca. Formamos una casta distinta.
— Sí. Sí, lo sé.
Y de nuevo, otro silencio desagradable.
— ¿Me estás pidiendo permiso para tomar a Lakkamai como compañero, Torlyri? — dijo Koshmar finalmente.
— A ambos nos gustaría formar pareja, sí — reconoció Torlyri con cautela.
— Me estás pidiendo permiso…
Torlyri sostuvo su mirada.
— Es la Nueva Primavera, Koshmar.
— ¿Quieres decir que no consideras imprescindible mi consentimiento? ¡Di lo que estás pensando, Torlyri! ¡Di lo que sientes!
— Nunca antes había sentido nada parecido.
— De eso no me cabe duda — dijo Koshmar con aspereza.
— ¿Qué debo hacer, Koshmar?
— Cumple con tus obligaciones para con los dioses y el pueblo — respondió Koshmar —. Lleva a Hresh para su iniciación. Haz las ofrendas cotidianas. Concede tu bondad a todos los que te rodean, como siempre has hecho.
— ¿Y con Lakkamai?
— Con Lakkamai haz lo que quieras.
Por tercera vez, Torlyri permaneció en silencio. Koshmar no hizo nada por romperlo.
— ¿Quieres entrelazarte conmigo ahora, Koshmar? — se ofreció Torlyri finalmente.
— En otra ocasión — rechazó Koshmar —. En realidad, hoy estoy muy cansada y creo que no sería un buen entrelazamiento. — Le dio la espalda. Con desolación, añadió —: Te deseo la dicha, Torlyri. Lo entiendes, ¿verdad? Sólo te deseo la dicha.
Hresh comenzó a ir solo a las ruinas, como desafiando la prohibición de Koshmar, pero a ella no pareció importarle, o no le llamó la atención. Su destino era casi siempre el Gran Mundo. Esa máquina de incontables palancas que aguardaba en la caverna subterránea, bajo la torre de la plaza, tenía para él un atractivo irresistible.
Ya había descubierto que la losa flotante que lo conducía hasta la cueva subía automáticamente al nivel superior después de transcurrido cierto tiempo. De ese modo, ya no necesitaba a Haniman para que operara el mecanismo cada vez que descendía. Estaba dispuesto a aceptar todos los riesgos con tal de evitar que alguien compartiera sus viajes al remoto pasado. El Gran Mundo era su tesoro privado, y podía tomar de él lo que le viniera en gana.
El procedimiento se repetía en cada ocasión. Activaba la losa negra, descendía hasta la máquina, tomaba el Barak Dayir con el órgano sensitivo, aferraba las palancas. Y el Gran Mundo cobraba vida, nítido y sorprendente.
jamás entraba dos veces en el mismo sitio. La estructura física de la ciudad era diferente en cada ocasión. Era como si toda la larga historia de la fabulosa Vengiboneeza estuviera almacenada dentro de la máquina: todos los cientos de miles de años de crecimiento y transformación… Como si el azar le ofreciera cualquier fragmento del pasado, a veces una Vengiboneeza en los comienzos de su resplandeciente expansión, otras una versión de la ciudad que sin duda debía datar de la última época, pues el diseño de las calles era muy parecido al de las ruinas.
No había mejor evidencia del dinamismo y la energía de Vengiboneeza que el constante cambio que Hresh observaba en ella. Sólo de vez en cuando se le mostraban lugares familiares: las avenidas frente al agua, las treinta y seis torres de la plaza, la torre que había pasado a ser el templo del Pueblo, el barrio de mansiones sobre las laderas. A veces estaban allí, a veces no. El único lugar invulnerable e invariable era la poderosa Ciudadela: estaba allí en cada momento que Hresh elevaba su alma por las bahías de los tiempos.
En un ocasión se le mostró una época en que por las calles de la parte más baja se alzaban altas empalizadas blancas y la ciudad estaba llena de amos-del-mar, que desfilaban por los muelles en sus prístinos carruajes plateados. En otra ocasión, por encima de su cabeza se arremolinaban banderas de cierta fuerza intangible: un estruendoso tumulto de luces brillantes. Y por las montañas bajaba una vasta procesión de hjjks. Una inconcebible cantidad de seres-insecto se lanzaban sin interrupción a la ciudad y eran absorbidos por ella como si tuviera una capacidad infinita. También presenció una asamblea de humanos (ahora admitía a regañadientes que lo eran, pues no veía otra alternativa, aunque todavía le quedaba la desolada esperanza de haber interpretado mal las evidencias). En un amplio círculo, en la plaza central de la ciudad, justo al pie de la Ciudadela, veía un grupo de setenta u ochenta seres sin pelaje y de miembros delgados. Intercambiaban silenciosos pensamientos de los cuales quedaba totalmente excluido, por mucho que intentara penetrar en sus misterios.
Pero Vengiboneeza casi siempre era la ciudad de los ojos-de-zafiro. Ellos la gobernaban. Por cada diez miembros de las otras razas, Hresh veía tal vez cien o mil representantes de los reptiles. Los veía por todas partes, con los pesados miembros, las mandíbulas largas, sus formas monstruosas, los ojos brillantes, su fortaleza radiante, su sabiduría, su alegría.
A Hresh le resultaba muy sencillo entablar conversación con aquellos habitantes de las Vengiboneezas pretéritas, aun con los amos-del-mar, incluso con los humanos. Todos le comprendían y se mostraban siempre amistosos. Pero poco a poco comenzó a darse cuenta de que no se trataba de auténticos intercambios. Eran ilusiones corteses engendradas por la máquina que lo conducía al pasado. En realidad, él no estaba en el Gran Mundo que había muerto setecientos mil años antes bajo el azote dé las estrellas de la muerte, sino capturado en cierta proyección, en cierto facsímil que guardaba una total semblanza con la vida, y que lo arrastraba en su seno como si realmente se tratase de un peregrino en la inmensa ciudad.
Esto quedó en evidencia cuando notó que las preguntas interminables con que acosaba a los habitantes, como de costumbre recibían respuestas que en cierto modo no decían nada. Parecían tener significado, pero al transponer su mente se desvanecían en la nada, como la comida de que uno disfruta en los banquetes de los sueños. Al interrogar a quienes conocía en las calles de la Vengiboneeza perdida no lograba aprender nada. En realidad, era una ciudad perdida, separada de él por la inexorable barrera del tiempo.
Sin embargo, lo que veía era para él riqueza y deslumbramiento, y le colmaba de respeto hacia tanto esplendor pasado.
En la antigua Vengiboneeza, los ojos-de-zafiro parecían aparecer y desaparecer a voluntad, entrar y salir con sorprendente facilidad. Pop, y allí estaban. Pop, y desaparecían.
Para viajar al exterior de la ciudad contaban con otros aparatos prodigiosos, unos carruajes celestes semejantes a burbujas rosadas y doradas que descendían flotando sin producir el menor ruido y dejaban emerger a los pasajeros por unas aberturas que se abrían como por arte de magia a ambos lados. Hresh veía cientos de estas burbujas en el cielo, moviéndose silenciosa y velozmente. Nunca chocaban, aunque a veces parecían acercarse. En ellas, cómodamente sentados, viajaban los ojos-de-zafiro.
Había un tercer medio de transporte, si es que realmente servía para eso. Consistía en un enigmático dispositivo montado sobre una pequeña plataforma de reluciente piedra verde. Tenía unos estrechos tubos verticales de metal oscuro, tan altos como un hombre, que en el extremo superior se ensanchaban para convertirse en esferas encapuchadas abiertas por una cara, no mayores que la cabeza de un hombre. En las aberturas de estas esferas jugueteaba una luz extraña e intensa, azul, verde y roja, como si emanara de cierto poderoso aparato interior.
De vez en cuando un ojos-de-zafiro se acercaba a estas plataformas con paso más sereno y calmoso que lo habitual. Por lo general le acompañaban otros de su especie, caminando muy cerca de él, y a veces posaban los pequeños brazos sobre su cuerpo voluminoso. Pero estos compañeros siempre terminaban por alejarse, para que el ojos-de-zafiro ascendiera solo a la plataforma. Se acercaba a la esfera engarzada sobre los tubos hasta que su gran rostro dentado brillaba con la luz que emanaba de allí. Y luego, de pronto, era absorbido. Hresh no lo, graba ver cómo lo hacían, ni cómo podía caber un cuerpo tan grande en el interior de aquella pequeña esfera brillante. Nunca podía detectar el momento en que se realizaba la transición, en que el ojos-de-zafiro desaparecía mientras contemplaba la esfera.
Pero fuera cual fuera el viaje que emprendía el ojos-de-zafiro, no tenía regreso. Muchos entraban en las esferas, pero Hresh nunca vio que volvieran a salir de ellas.
Al parecer, ninguno de aquellos aparatos había logrado subsistir hasta la Nueva Primavera. Hresh sólo los veía en la caverna. En la Vengiboneeza real y derruida jamás encontró restos de esas plataformas de piedra verde sobre las cuales se erigían los tubos.
Después de haber observado muchas veces el ritual de la esfera encapuchada, finalmente Hresh resolvió aproximarse él mismo. Su espíritu entró en una plaza desierta, una noche sin luna. Allí cerca había un árbol, cuyas ramas aparecían vencidas bajo el peso de unas enormes bellotas, cada una más grande que sus dos manos. Formó una pila de estos frutos hasta que, subido a ella, el rostro le quedó a la altura de la esfera abierta. Resultó una tarea agotadora. Las bellotas se deslizaban bajo sus pies y para no caer tuvo que aferrarse a la caperuza de la esfera. Firmemente sujeto, acercó la cabeza al orificio.
Sabía que podía ser peligroso. Tal vez la esfera le absorbiera, y fuera transportado…, ¿pero adónde? ¿A otro mundo? ¿A la morada de los dioses? O tal vez lo destruyera. Comenzaba a sospechar que los ojos-de-zafiro empleaban este dispositivo para dar fin a su existencia cuando les llegaba la hora de morir. Pero la tentación de mirar al interior era irresistible. Y se dijo que sólo era una visión. ¿Cómo podía, en realidad, sufrir daño si se trataba de una máquina que no tenía existencia real, que había dejado de existir al menos setecientos mil años antes de que él naciera?
¿Pero si la visión no es real, le dijo una voz en su interior, cómo he podido arrancar las bellotas del árbol y formar una pila con ellas?
Ignoró la pregunta y miró al interior de la esfera.
En el centro había algo extraño: una zona de oscuridad incomparable, tan negra que arrojaba una especie de luz más allá de la luz. La observó, intrigado, y supo que no sólo estaba contemplando otro mundo, sino también otro universo, algo que escapaba al — dominio de los dioses. Aunque la zona negra parecía diminuta — bien podía caber dentro de su puño —, encerraba un gran poder. Han capturado pequeños fragmentos de otro universo, imaginó, para instalarlos en estos recipientes redondos de metal. Y cuando desean partir del reino de los dioses, se acercan a uno de estos recipientes y la negrura los atrae y los transporta…
Aguardó serenamente a que se lo llevara. Estaba dominado por el embrujo. Que lo llevara a donde fuera.
Pero no lo condujo a ningún sitio. Estuvo mirando hasta que los ojos le dolieron. Luego, entre las sombras aparecieron dos figuras: un ojos-de-zafiro y un vegetal, y le hicieron señas.
— Apártate de ahí — indicó el vegetal en un roce de susurros —. Es peligroso, pequeño.
— ¿Peligroso? ¿Por qué? ¡Si pongo la cabeza y no — sucede nada!
— Apártate, de todos modos.
— Lo haré, si me explicáis qué es esto.
El vegetal plegó los pétalos; el ojos-de-zafiro lanzó una risita sibilante. Ambos le explicaron el mecanismo hablando al mismo tiempo, y comprendió perfectamente lo que decían, al menos mientras estuvieron hablando. Lo que le contaron le dejó boquiabierto de asombro; pero fue como todo lo que había oído en sus visitas al Gran Mundo, sustancioso como la comida de los sueños. Todo el significado que tenía mientras se lo contaban desapareció de inmediato, por mucho que intentó retenerlo.
Descendió de la plataforma, y le condujeron a un sitio de luces y cantos. Lo único que recordó después fue que había llegado a alguna conclusión propia, que no tenía relación con nada de lo que le habían dicho: que ésos eran los dispositivos que la gente del Gran Mundo utilizaba para dar fin a sus vidas, cuando consideraban que había llegado la hora de morir.
¿Por qué deseaban morir?, se preguntó. Pero no halló respuesta.
Luego pensó: sabían que se acercaban las estrellas de la muerte. Y, sin embargo, permanecieron en la ciudad y las dejaron caer.
¿Por qué lo habrían permitido?
Tampoco encontró respuesta para ello.
En la ciudad de las visiones de Hresh había un sitio donde aparecía el mundo dibujado contra el cielo. Sobre la pared exterior de un edificio bajo de diez lados, montado en ángulo, se veía un disco plano de brillante metal plateado. Al pulsar un botón que había al lado, de alguna parte salió un fuste de brillo hiriente que golpeó, a Hresh y entonces ante él emergió con todo el brillo de la vida el inmenso globo terrestre. Supo de inmediato que era el mundo, porque en las crónicas había visto imágenes de él. Aquellas representaciones eran planas, pero ésta era redonda. Reconoció aquella imagen porque las crónicas decían que en realidad el mundo era esférico. Hresh nunca había imaginado que sería tan vasto. Dio la vuelta completa alrededor del globo que lo representaba y vio un continente en cada cuadrante: cuatro inmensas masas de tierra, separadas por extensos mares. Aparecían inmensas ciudades conectadas por avenidas que parecían ríos de luz, y lagos, y ríos, y montañas y planicies. Aunque sólo era una imagen en el aire, Hresh percibió el poder que irradiaba de esos mares gigantescos y el peso demoledor de las montañas; y al mirar las representaciones de las ciudades tuvo la ilusión de ver diminutas figuras moviéndose sobre las calles en miniatura.
Una de estas masas de tierra era gigantesca, y casi llenaba una cara entera del globo. Al dar la vuelta hasta el otro lado vio dos más, una sobre la otra y la cuarta se hallaba debajo del mundo: era un sitio helado del cual provenía un frío palpable.
— ¿Dónde está Vengiboneeza? — preguntó Hresh, y una luz verde y destellante apareció cerca del extremo izquierdo de esa masa superior, en el lugar donde el globo tenía dos plataformas superpuestas —. ¿Y Thisthissima? ¿Mikkimord? ¿Tham?
En cuanto mencionaba otras ciudades del Gran Mundo, se encendían puntos de luz, y el globo giraba para mostrarlas. Luego, su pequeño repertorio de nombre se agotó, y ordenó al globo que le mostrara todas las ciudades a la vez. Obedeció al instante, y en el globo surgieron otros tantos puntos de luz, y comenzó a girar tan de prisa que Hresh tuvo que retroceder, encandilado, y cubrirse los ojos de puro terror. Y cuando se atrevió a mirar de nuevo, el globo ya había desaparecido.
Nunca volvió a usarlo. Pero la imagen de aquel mundo redondo, con sus mares inmensos y sus colosales masas de tierra, que resplandecían con una miríada de luces que señalaban las ciudades, jamás se borraría de su mente.
Y comprendió cuán grande había sido realmente el Gran Mundo.
Hizo otro descubrimiento que le mostró la inmensidad de todo ese esplendor perdido. Se trataba de una estructura que identificó como el Árbol de la Vida, del cual Thaggoran le había hablado alguna vez.
En realidad no era un árbol, sino más bien un túnel o una serie de túneles, ya que se extendía horizontalmente sobre la tierra a lo largo de cientos de metros en un espacio abierto que daba la impresión de ser un parque. El suelo se extendía por debajo del nivel de la tierra, y se encontraba cubierto con arcos de un material absolutamente transparente de forma que no parecía tener techo. En el centro había una gran galería central, de la cual emergían pasillos más pequeños, y de éstos, otros más reducidos aún.
En el extremo de cada rama se abría una cámara redonda, donde vivía una pequeña familia de animales, al parecer en lo que debía ser su ambiente natural, ya que algunas cámaras eran secas y desérticas, mientras que otras mostraban una vegetación exuberante. Se podía caminar por el Árbol de la Vida, rama tras rama, sin perturbar en absoluto a las criaturas.
Hresh no había visto seres como ésos en el viaje de la tribu por las planicies. Pero se parecían a algunas especies representadas en el Libro de las Bestias, en las crónicas. Por lo tanto, debía tratarse de criaturas que habían poblado el mundo antes de la llegada de las estrellas de la muerte: los animales perdidos, los desaparecidos habitantes del mundo anterior.
Había unos enormes, de andar lento, rojos y negros, con cuernos como trompetas que en las puntas se abrían para formar grandes campanas. Y había otros de patas delgadas, con pelaje amarillo claro y ojos redondos y azorados, del tamaño de la mano de Hresh. Y había unos pequeños de poca estatura y aspecto feroz, que parecían ser todo dientes y garras. Vio otros seres leonados, con franjas negras, que chapoteaban en una ciénaga, erguidos sobre cuatro patas huesudas mientras inclinaban el largo cuello y el pico dentado para atrapar en el fango a unas desventuradas criaturas verdes.
Había otros animales redondos como un tambor, que emitían un retumbar jovial con sus tensos vientres azules. Descubrió otros con forma de serpiente y tres cabezas. Y unas bestias timoratas y diminutas, de orejas inmensas, cubiertas de musgo y hojillas chatas. Hresh no estaba seguro de si se trataba de animales o plantas.
Deambuló estupefacto por las cámaras, asombrado por su abundancia y complejidad. Le invadió una gran tristeza al pensar que todos aquellos seres probablemente habían desaparecido del mundo, a menos que de algún modo hubieran podido esconderse dentro de un capullo para aguardar el transcurso de los siglos helados. Pero lo dudó. Todos habían muerto, igual que los ojos-de-zafiro.
En una cámara cerca del extremo superior del Árbol de la Vida vio algo que significó un golpe terrible para él: un grupo de lo que al parecer era gente de su especie, cuya vida transcurría en una versión en miniatura del viejo capullo tribal.
No eran exactamente como él. A primera vista parecían iguales, pero cuando Hresh los estudió con más atención vio que los órganos sensitivos eran más delgados y que pendían de un ángulo distinto. Tenían las orejas más grandes y se encontraban colocadas en la cabeza de un modo que le resultó muy extraño. Su pelaje era excepcionalmente denso y muy basto. Los adultos no eran tan altos como los de su tribu, y no tenían el cuerpo tan robusto. Las manos se unían a los brazos en un ángulo extraño, tenían los dedos largos y negros, y las palmas eran de un color rojo brillante, y no rosadas como las de Hresh. Sintió el corazón en un puño. Era una revelación devastadora.
Era como si estuviera ante una versión pretérita del Pueblo, ante un primer ensayo. Había tantas diferencias entre ellos como puntos en común, pero no podía negar las semejanzas. Pertenecían a una misma especie. Eran gente de su misma familia. Tenían que serlo. Eran sus antepasados. Así debía haber sido el Pueblo en la época del Gran Mundo.
En el Libro de las Bestias decía que Dawinno, el Destructor, alteraba constantemente la forma de todas las criaturas del mundo. Los cambios eran tan pequeños que de una generación a la otra apenas se notaban, pero a lo largo de grandes períodos llegaban a establecer diferencias importantes. Ahora Hresh tenía ante sí la prueba. La raza que había emergido del capullo al final del Largo Invierno era muy distinta de la que había entrado en él setecientos mil años antes.
Y detrás de esa verdad yacía otra, más profunda e hiriente. De haber podido, se habría negado a reconocerla. Pero era innegable.
Sin ninguna duda, el Árbol de la Vida no era más que una colección de animales, reunidos allí tal vez para diversión de los ciudadanos de Vengiboneeza. Allí no había amos — del mar, ni hjjks, ni vegetales, ni ningún pueblo civilizado del Gran Mundo: sólo simples bestias. Y entre ellas, sus propios antepasados.
Los músculos de Hresh se tensaron en una furiosa protesta. Pero no había forma de ignorar la evidencia. Paso a paso, la ciudad le había obligado a admitir la verdad que tanto había luchado por negar desde que el Pueblo entró en Vengiboneeza: que en la época del Gran Mundo su raza ni siquiera se consideraba una especie inteligente, sino que los trataban como meras bestias a las que nunca pondrían a la misma altura que los Seis Pueblos. Tal vez bestias superiores. Pero bestias de todas formas, exhibidas en muestrarios como ése, entre tantos otros animales del viejo mundo.
Se sintió derrumbado, herido, conmocionado. Permaneció de pie en mudo estupor, contemplando a esos seres que vivían en la cámara, a esas criaturas… Eran seres de su especie, y no hacían caso de él. Tal vez los animales que se exhibían en el Árbol de la Vida no podían ver a quienes se acercaban para mirarlos.
Los saludó. Repiqueteó los dedos contra la pared transparente de la cámara. Con voz áspera, entrecortada, desafiante, les gritó:
— ¡Soy Hresh, vuestro hermano! ¡He venido a traeros buenas nuevas: los hijos de los hijos de vuestros hijos heredarán el mundo!
Pero las palabras se le atragantaron y las criaturas de la cámara ni siquiera levantaron la mirada.
Al cabo de un rato se alejó y se arrastró hacia la avenida. Vio la gran Ciudadela del pueblo de los sueñasueños agazapada sobre la colina. A pesar de la oscuridad, resplandecía con el brillo de mil soles. Se apartó de ella, acobardado. Ése era el sitio de los seres humanos. Ya no le cabía la menor duda. Era el templo de los hombres, su hospedaje, el lugar que les correspondía, pensó. No a nosotros. Un sitio para humanos. No sé que debemos ser, pero no somos humanos.
Una vez más le pareció oír la abominable risilla de los guardianes de la ciudad:
Monito. Monito. Nunca os confundáis con los seres humanos, niño.
Dejó que la visión se desvaneciera, y apareció en la vieja Vengiboneeza como un ahogado que asoma la cabeza sobre la superficie de las aguas.
Al regresar al asentamiento optó por no decir nada a nadie. Ni siquiera a Taniane. Pero ante la muchacha se sentía como si fuera transparente. Ella le miraba desde lejos, de un modo velado y remoto, como si le dijera: «Escondes un terrible secreto que no te atreves a contarme, pero lo sede todos modos.» En su confusión y pesar, Hresh se mantuvo lejos de ella durante varios días, y sólo volvió a dirigirse a ella para hablar de cosas triviales, para mantener una conversación difusa y cuidadosamente limitada. En aquel momento era incapaz de soportar nada más, y ella parecía advertirlo.
Unos días más tarde, los simios salvajes de la jungla volvieron a atacar el asentamiento, aullando y chillando, destruyendo ventanas, arrojando excrementos, barro y más nidos de insectos urticantes. Hresh miró a los intrusos con furia y desprecio. Toda su alma se resistía a la idea de que el Pueblo y esos sucios y chillones animales pudiesen provenir de la misma especie, tal como habían sostenido los ojos-de-zafiro artificiales. Pero cuando Staip y Konya se encaramaron sobre un tejado y abatieron con la espada a una docena de ellos, Hresh se volvió temblando de espanto, conteniendo las lágrimas. No podía soportar verlos morir así. Era como un asesinato. No sabía qué pensar. Le parecía que nunca más volvería a ser capaz de comprender la realidad.
Minbain estaba trabajando en los campos, cuidando los nuevos cultivos de estación, cuando Torlyri se acercó a ella.
— Estoy buscando a Hresh. ¿Tienes idea de dónde puede estar? — le preguntó.
Minbain rió.
— En la luna, supongo. O nadando de una estrella a otra. ¿Quién sabe por dónde anda Hresh? Yo no, Torlyri.
— Supongo que estará merodeando por las ruinas otra vez.
— Supongo. Hace días que no sé, nada de él.
Ya hacía tiempo que Minbain había dejado de pensar en Hresh como en un hijo. Era un ser que escapaba a su comprensión; veloz, extraño e impredecible como el rayo. Su atención retornó al lecho de flores. Al cabo de un rato levantó de nuevo la mirada.
— ¿Por casualidad no habrás visto a Harruel? Hace un rato que ando buscándolo.
— Creía que se pasaba la mayor parte del tiempo de patrulla por los montañas.
— Demasiado tiempo — se lamentó Minbain —. Si dijera que pasa una noche de cada cinco a mi lado exageraría. Ese hombre anda tramando algo malo.
— ¿Quieres que hable con él? Si puedo ser de ayuda…
— Si lo haces, ten cuidado. Últimamente me tiene asustada. Cuando menos te lo esperas, estalla de ira. Y cosas más raras aún. Gruñe en sueños, se pasea solo, invoca a los dioses. Te lo aseguro, Torlyri, me tiene asustada. Y con todo, quisiera que pasara más noches conmigo. — Con una sonrisa de disculpas, añadió —: Hay ciertas cosas de él que echo mucho de menos.
— Sé a qué te refieres — la consoló Torlyri, sonriendo…
— ¿Para qué buscas a Hresh? ¿Ha vuelto a hacer — algo malo?
— Hoy es el día de su entrelazamiento — anunció con solemnidad Torlyri.
— ¡El día del entrelazamiento! — Minbain levantó la mirada, sorprendida —. Pero ¡qué increíble! ¡Así que Hresh ya tiene edad suficiente para entrelazarse! ¡Cómo pasa el tiempo! No había prestado atención… — Luego sacudió la cabeza —. ¡Ah, Torlyri, Torlyri! Si Hresh tiene edad suficiente para entrelazarse, yo debo ser ya una anciana.
— Ni pensarlo, Minbain. Llevas muy bien los años…
— Yissou sea alabado por eso.
Una vez más, Minbain volvió a su trabajo.
— Si veo a Harruel, le diré que quieres estar más a menudo con él — dijo Torlyri.
— Si encuentro a Hresh le diré que vaya a verte.
La herida que le infligió el Árbol de la Vida tardó mucho tiempo en cicatrizar. Hresh se dijo que jamás volvería a la caverna de las treinta y seis torres, y que no haría más viajes a la Vengiboneeza del Gran Mundo. Pero a medida que fueron transcurriendo los días, su curiosidad innata comenzó a restablecerse, y supo que no mantendría su promesa durante mucho tiempo más. Pero juró que si volvía a toparse con el Árbol de la Vida, no volvería a posar los pies en él. No quería ver otra vez el lugar donde sus ancestros habían sido confinados como las buenas bestias que eran, para deleite e instrucción de la gente civilizada.
Cuando regresó no vio rastros del lugar donde había encontrado el Árbol de la Vida. Otra vez halló la ciudad muy transformada, y de los edificios que había reconocido en anteriores visitas no quedaba más que la Ciudadela y un puñado escaso de los otros. Pero eso le alivió, ya que sospechaba que si volvía a encontrar el Árbol de la Vida no podría abstenerse de entrar, a pesar de su juramento.
— ¡Por fin te encuentro! ¡He andado detrás de ti toda la mañana! — le recriminó Torlyri.
Hresh, sombrío y abatido, venía deambulando hacia ella por la amplia y sinuosa avenida que conducía al sector Emakkis Boldirinthe, al norte de la ciudad. Tenía una expresión remota y abstraída. Parecía tener la imaginación en algún otro mundo.
Se volvió a Torlyri como si no tuviese idea de quién era. Rehuyó la mirada de la mujer.
— ¿Llego tarde a alguna ceremonia?
— ¿Sabes qué día es hoy?
— ¿Friit? — dudó —. No. Es Mueri. Estoy seguro de que es Mueri.
— Precisamente, es el día de tu enetrelazamiento — respondió Torlyri, riendo.
— ¿Hoy?
— Sí. Hoy. — Abrió los brazos —. ¿Acaso te es indiferente?
Hresh se contuvo, mirando al suelo. Comenzó a garabatear dibujos sobre la tierra con el dedo gordo del pie.
— Pensaba que sería mañana — murmuró con voz baja y angustiada —. De veras. De veras, Torlyri.
Ella recordó como era él aquel día, en la salida del capullo, temblando bajo el aire frío, rogándole que no le contara a Koshmar que había intentado fugarse. Ahora era mayor, muy distinto. Sus responsabilidades dentro de la tribu le habían hecho crecer, pero a pesar de todo, en cierta manera no había cambiado. No en lo esencial. Ya era casi un hombre. Apenas quedaba nada de aquel chiquillo salvaje y atemorizado. Ahora era Hresh, el de las respuestas, el que llevaba las crónicas, el jefe de Los Buscadores, sin lugar a dudas el miembro más sabio de la tribu. Y, aun así, seguía siendo Hresh, el de las preguntas, ávido, impredecible, ingobernable. ¡Olvidarse del día de su propio entrelazamiento! Sólo Hresh era capaz de algo semejante.
Tras días antes le había dicho que se preparara para la última iniciación a la edad adulta. Eso significaba ayunar, purgarse, invocar, meditar. ¿Lo habría hecho?
Probablemente no. Las prioridades de Hresh sólo Hresh las determinaba.
Si no se ha preparado, pensó, ¿cómo piensa lograr su primer entrelazamiento? Incluso él, incluso Hresh, debía prepararse convenientemente.
— Pareces extraño. Has estado usando las máquinas del Gran Mundo, ¿verdad? — le preguntó.
Hresh asintió.
— ¿Y has visto algo que te ha perturbado?
— Sí — reconoció.
— ¿Quieres hablarme de ello?
Hresh se apresuró a sacudir la cabeza.
— En realidad no.
Seguía teniendo en los ojos una expresión abstraída. Su mirada se perdía en algún punto más allá del hombro izquierdo de Torlyri, como si estuviera soportando la conversación sólo por cortesía, sin intervenir en ella de forma activa. Se hallaba extraviado en un dolor que Torlyri no podía sospechar. Y cada vez estuvo más convencida de que sería un error introducirle en su primer entrelazamiento ese día. Pero al menos, sí podría intentar aliviarle de su sufrimiento.
Se acercó hasta él, le tocó, y le comunicó su energía y su tibieza. Hresh siguió con la mirada perdida en la distancia. Algún Músculo le palpitaba y tironeaba en una mejilla.
Al cabo de un rato dijo, como si hablara desde muy lejos:
— Mientras estamos aquí puedo ver todo el pasado a mi alrededor. La antigua Vengiboneeza, la del Gran Mundo. — Su voz sonaba curiosamente ronca. Los labios le temblaban. Por primera vez la miró de frente, y ella descubrió en sus ojos mucho más temor y extrañeza que nunca —. A veces, Torlyri, no sé dónde estoy. Ni en qué época. La antigua ciudad yace sobre ésta como una máscara. Se eleva como una visión, como un sueño. Y me da miedo. Nunca antes había estado asustado, ¿sabes, Torlyri? Sólo quiero saber cosas. Y el conocimiento nunca produce miedo. Pero, a veces, cuando me interno en Vengiboneeza veo cosas que… que… — Vaciló —. Para mí la ciudad antigua cobra vida. Y cuando lo hace se extiende sobre las ruinas como una máscara de oro bruñido… una máscara tan hermosa que me aterroriza. Luego regreso a la ciudad del presente, derruida, y la veo extenderse sobre la civilización pretérita como un cráneo sobre un rostro.
— Hresh… — murmuró ella, estrechándole contra el pecho.
— Quiero aprender cosas, Torlyri. Aprender todo sobre el pasado. Pero a veces… a veces descubro cosas que…
Se liberó de su abrazo, se apartó unos pasos y le dio la espalda, para encaminarse hacia la montaña.
— Tal vez debamos dejar tu primer entrelazamiento para otra ocasión — propuso ella al cabo de un rato.
— No. Hoy es el día propicio.
— Tu alma está muy atormentada hoy.
— Con todo, debemos hacerlo el día señalado.
— Si otros pensamientos te distraen al punto de impedirte ingresar en el estado de entrelazamiento…
— Ya me estoy tranquilizando — dijo Hresh —. Tu presencia me ayuda, hablar contigo me serena. — Se volvió para mirarla y enderezó la espalda. De pronto su tono sonó más grave, trémulo de determinación —. Ven. Ven, Torlyri. Ya se hace tarde y tenemos cosas importantes que hacer.
— ¿De verdad crees que debemos arriesgarnos?
— ¡Estoy convencido!
— ¡Ah!, pero… ¿has hecho los preparativos? ¿Todo lo que tenías que hacer?
— He hecho lo suficiente — dijo Hresh. Le lanzó una fugaz sonrisa esplendorosa. De pronto estaba animado, ansioso, alerta. — Bueno, Torlyri, vayamos a tu cámara. ¡Es el día de mi primer entrelazamiento! ¿Me perdonarás por haberlo olvidado? Sabes que tengo muchas cosas en qué pensar. Pero ¿quién podría olvidarse del día de su entrelazamiento? ¡Ven, Torlyri, enséñame el arte! ¡Toda mi vida he estado esperando este día!
Era como si en un momento hubiese despertado de un sueño, o como si se hubiese recuperado de una enfermedad. En un instante toda su confusión y desaliento parecieron abandonarle. ¿Sería realmente así, se preguntó Torlyri, o sólo estaba fingiendo? Era cierto que parecía haber vuelto a ser el de siempre, el impaciente y fervoroso Hresh. Hresh, el de las preguntas, ávido como siempre de nuevas experiencias. Tal vez esa mañana, entre los muchos misterios de la antigua Vengiboneeza, se había visto sometido a una experiencia demasiado terrible, pero sea cual fuera la nube que le ensombrecía, parecía estar disipándose.
Y, sin embargo, no estaba segura.
No hay ningún inconveniente en esperar otro día — dijo.
— Hoy, Torlyri. Hoy es el día.
Ella sonrió y le abrazó de nuevo. Hresh era irresistible. ¿Cómo negarse?
— Pues bien. Que así sea: hoy es el día.
En el capullo, los entrelazamientos siempre se habían realizado en pequeñas cámaras especiales, dispuestas a cierta distancia del habitáculo principal. Era una relación privada, el acto más íntimo que se daba entre el Pueblo. Aún el apareamiento podía hacerse en presencia de otros miembros sin ocasionar sorpresa, pero jamás el entrelazamiento.
Desde que la tribu se había instalado en Vengiboneeza, la vieja costumbre de mantener cámaras separadas para entrelazarse había caído en desuso. La gente se entrelazaba en privado, en su propia vivienda o en algún edificio abandonado de la ciudad. Había pocas probabilidades de que alguien interrumpiera el acto. Pero un primer entrelazamiento era algo delicado, y Torlyri se había apropiado de un recinto para llevar a cabo el rito, una galería debajo del templo, donde no había posibilidad de intromisiones accidentales. Hacia allí se dirigían ella y Hresh ahora.
Al entrar en la sala principal del templo, la figura alta y esbelta de Kreun emergió de las sombras de la capilla de Mueri. Cuando estuvo cerca de ellos se detuvo y se volvió hacia Torlyri, como si quisiera decirle algo, pero sus labios sólo produjeron una especie de sollozo. Se apresuró a escabullirse y no tardó en perderse de vista.
Torlyri meneó la cabeza. Durante las últimas semanas la niña se había comportado de modo muy extraño. Desde luego, la desaparición de Sachkor, que debía ser su compañero, la había afectado mucho: Sachkor se había esfumado, y nadie le había visto dentro de la ciudad. Hresh, valiéndose de su Piedra de los Prodigios, — había llegado a la conclusión de que el joven seguía con vida. Pero ni siquiera Hresh tenía idea de dónde podía estar. Era un suceso extraño, pero más peculiar aún era el modo en que Kreun se había replegado sobre sí. misma. El sentimiento de dolor no podía explicar todos sus cambios. Ahora era una persona distinta, susceptible, silenciosa, meditabunda. Lloraba durante horas, y no hablaba con nadie. Y esta situación se prolongaba durante demasiado tiempo. Torlyri resolvió llamarla aparte y, si podía, tratar de aliviar el peso que la oprimía.
Pero no ese día, que pertenecía a Hresh.
Una amplia y sinuosa rampa de piedra, de las que tanto agradaban a los arquitectos de los ojos-de-zafiro, conducía a las cámaras de entrelazamiento de Torlyri. El camino estaba iluminado por una pálida luz anaranjada que partía de unos racimos de moras de luz situados sobre los candelabros de la pared.
Cuando comenzaron a descender por la rampa, Hresh dijo de pronto:
— He estado pensando en los dioses, Torlyri.
Aquel comentario la cogió por sorpresa. Debería estar pensando en el entrelazamiento, y no en semejantes cosas. Pero su comportamiento no la sorprendió. Muchas de las cosas que decía Hresh eran inusitadas. Hresh casi nunca se comportaba igual que el resto de la tribu.
— ¿Ah, sí? — preguntó sin mucho énfasis.
— He descubierto algo durante mis exploraciones — continuó —. Una máquina de los antiguos me mostró los animales que vivían en la época del Gran Mundo. Algunos de ellos eran muy parecidos a los animales actuales, y sin embargo había ciertas diferencias. De forma más o menos perceptible, los animales que han subsistido a lo largo de las eras desde el Gran Mundo han sufrido muchos cambios.
— Quizá sí — comentó Torlyri, preguntándose adónde iría a parar la conversación.
— Me pregunté cuál sería el dios que ocasionaba tales cambios — prosiguió Hresh —. Los ha transformado Dawinno. ¿No es él acaso quien transforma a todos los seres en el transcurso de los años, Torlyri? Dawinno crea nuevas formas a partir de otras más antiguas.
Torlyri se detuvo en la rampa, estudiando a Hresh con expresión azorada. Para ser sólo un niño, para comenzar apenas a ser un hombre, su mente era un hervidero. Sin duda, no había nadie como Hresh, jamás lo habría!
— Dawinno se lleva lo viejo, sí — explicó Torlyri con cautela —. Él crea lugar para lo nuevo.
— Él — hace surgir lo nuevo de lo viejo.
— ¿Es así como tú lo entiendes, Hresh?
— Sí. Sí. ¡Dawinno es quien transforma las cosas!
— Muy bien. — admitió Torlyri, cada vez más desorientada.
— Pero la transformación sólo es transformación — siguió el joven —. No es creación.
— Supongo que tienes razón.
Los ojos del muchacho habían cobrado un fulgor febril y brillante.
— Entonces, ¿dónde comienza todo? Considera, Torlyri, los dioses que veneramos. Veneramos al Dador, a la Consoladora, al Sanador. Y al Protector y al Destructor. Pero no hay ningún dios al cual llamemos Creador. ¿A quién debemos nuestra vida, Torlyri? ¿Quién es el creador del mundo? ¿Yissou?
Desde el comienzo de la conversación, Torlyri se había sentido intranquila, pero ahora su inquietud comenzó a incrementarse.
— Yissou es el Protector — declaró.
— Exactamente. Pero no el Creador. No sabemos quién es el Creador. Ni siquiera hemos pensado en eso. ¿Alguna vez te has preguntado estas cuestiones, Torlyri? ¿Lo has hecho?
— Yo celebro los rituales. Sirvo a los Cinco.
— ¡Y los Cinco deben servir a un Sexto! ¿Por qué no tenemos un nombre con qué invocarlo? ¿Por qué no hay rituales con que honrarlo? Él creó el mundo y cuanto hay en él. Dawinno se limita a dar nuevas formas. Al fijarme en la evidencia de su acción transformadora, comencé a preguntarme acerca de la forma original, ¿no lo comprendes? Tiene que haber un dios superior a Dawinno; y no sabemos nada de él. ¿Lo ves, Torlyri? ¿Lo ves? Se esconde de nosotros, pero es el poder supremo. Tiene el poder de la creación. Puede crear a partir de nada. Y puede transformar cualquier cosa en cualquier otra. Vaya… ¡incluso podría ser capaz de tomar bestias tan estúpidas y desagradables como los monos que han estado hostigándonos para convertirlos en algo casi humano. Tiene poder para hacer cualquier cosa, Torlyri. ¡Es el Creador! ¡Pero si incluso podría haber hecho a los mismos Cinco!
Ella lo miró paralizada.
Torlyri no era una mujer poco inteligente, pero había ciertos campos que prefería no explorar. Nadie lo hacía.
No se especulaba sobre la naturaleza de los dioses. Simplemente acataban sus designios. Es lo que había hecho durante toda su vida, con diligencia y lealtad. Los Cinco gobernaban el mundo. Con los Cinco bastaba.
Y aquí estaba Hresh, sugiriendo ideas que la perturbaban en lo más hondo. Un Creador, pensó. Bien, desde luego, tuvo que haber un comienzo para todas las cosas, ahora que se detenía a pensarlo, pero debía haber ocurrido mucho tiempo atrás. ¿Qué relación podía tener con quienes vivían ahora? Era inútil romperse la cabeza en esas cosas. La idea de que pudiese haber un tiempo en que los Cinco no existieran, de que pudiesen haber cobrado existencia por medio de algún otro, la aturdía hasta el mareo. Si los Cinco habían tenido un Creador, entonces éste debía haber tenido alguno a su vez, que a su vez…
Era un círculo vicioso. La cabeza le daba vueltas.
Y luego estaba el asunto de convertir monos en seres humanos… ¿Qué significaba aquello?
— ¡Ah, Hresh, Hresh, Hresh! — exclamó Torlyri —. Vamos a concentrarnos en el entrelazamiento, Hresh — añadió en voz baja pero firme.
— Si tú quieres…
— No es porque lo quiera, sino porque para eso hemos venido aquí.
— Muy bien — concedió —. Hoy nos entralazaremos, Torlyri.
Sonrió con ternura y cogió las manos de Torlyri entre las suyas. Entonces, ella tuvo la sensación de ser la novicia, y de que él llevaría a cabo el rito. Siempre hallaba inquietante el trato con este niño. Torlyri se mentalizó en que sólo era una criatura, que no tenía más que trece años, que apenas le llegaba al pecho, y que estaban allí para el primer entrelazamiento de Hresh, no de ella.
Siguieron avanzando juntos hasta que llegaron a la galería baja de muros de piedra y de arco ojival que conducía a su diminuta cámara de entrelazamiento. Al cruzar el estrecho pasillo cobró conciencia de una alteración en el olor de Hresh, y supo que estaba ocurriendo otro sutil cambio en la situación. Desde el momento en que entraron en aquel recinto, él había tomado la delantera. Se dio cuenta de que al fin comenzaba a ser consciente de que iba a entrelazarse por primera vez. A su alrededor percibía el olor del miedo. Por mucho que fuera Hresh, el cronista; Hresh, el sabio; seguía siendo sólo un niño, y en ese momento parecía darse cuenta. El acontecimiento estaba cobrando realidad para él.
La cámara de entrelazamiento tenía doce lados, cada uno delimitado por una piedra azul. Los bordes se juntaban en lo alto formando una compleja bóveda medio oculta por las sombras. Era una habitación reducida, que tal vez hubiese sido algún almacén para los ojos-de-zafiro. Sin duda; para ellos tenía que ser muy pequeña. Pero para los propósitos de Torlyri, el lugar era suficiente. Había apilado unas pieles para formar un lecho, y en los nichos de las paredes había colocado algunos objetos sagrados. Los candelabros de moras de luz arrojaban un débil resplandor verde amarillento.
— Échate en el suelo y serénate — le pidió Torlyri —. Yo debo llevar a cabo ciertos ritos.
Fue de nicho en nicho, invocando ante cada uno el nombre de uno de los Cinco. Los amuletos y talismanes sagrados que había en los nichos eran objetos antiguos y familiares que se había llevado del capullo. Ya estaban grasientos y desgastados por el roce de las manos. Para un primer entrelazamiento, era esencial obtener el favor de los dioses: el novicio se abriría de par en par a fuerzas externas, y si los dioses no participaban, bien podían hacerlo otros poderes en su lugar. Torlyri no tenía la menor idea de qué poderes podían ser ésos, pero ponía gran atención en no dejarles el menor resquicio.
Así, se fue moviendo por la habitación, haciendo señales, murmurando oraciones. Pidió a Yissou que protegiera a Hresh de todo mal mientras su alma se hallaba abierta. Invocó a Mueri para que librara al joven de la angustia que parecía atenazar su espíritu, a Friit para que sanara las heridas que sus caóticos descubrimientos pudiesen haberle, causado, y a Emakkis para que le diera fortaleza y resistencia. Se detuvo largo rato ante el altar de Dawinno, ya que sabía que el Destructor era una deidad a la cual Hresh se había consagrado especialmente. Y si Dawinno realmente era el Transformador, como sostenía Hresh, sería bueno invocar su gracia particular para la transformación que iba a tener lugar.
Los nichos habían sido excavados en facetas alternadas de la cámara de doce lados, de manera que en total sumaban seis. Torlyri nunca había encontrado un uso para el último, que permanecía vacío. Pero al acabar el recorrido alrededor de la habitación, se detuvo ante él, y para su sorpresa se encontró invocando a un dios desconocido, a ese misterioso Sexto del cual Hresh le había hablado poco antes.
— Seas quien seas — susurró —, si verdaderamente existes, atiende las palabras de Torlyri. Te pido que cuides de este extraño niño que ha demostrado su devoción por ti, y que le fortalezcas, y que le protejas en cuanto realice sobre este mundo que tú has creado. Es lo que Torlyri desea de ti, en nombre de los Cinco que te pertenecen. Amén.
Y, azorada ante sus propios hechos, se quedó contemplando las vacías sombras del sexto nicho.
Entonces se volvió y se puso de rodillas al lado de Hresh, sobre las pieles. Él la observaba con los ojos abiertos y una mirada penetrante.
— ¿Te has calmado? — preguntó.
— Eso creo.
— ¿No estás seguro?
— Me he serenado, sí.
Torlyri no estaba segura en absoluto. En los ojos del muchacho no descubría esa ensoñación que debía haber asomado. Probablemente no había estudiado la técnica, a pesar de que se la había enseñado y le había encargado que la practicara. Pero tal vez la mente de Hresh pudiera entrar en el entrelazamiento aun sin estar en reposo absoluto. Con Hresh nunca se estaba seguro de nada.
Del nicho de Dawinno había tomado un objeto sagrado: una piedra blanca y suave que en el centro tenía un lazo de gruesa fibra verde. Lo introdujo en la mano derecha de Hresh y cerró los dedos del niño en torno al amuleto. Sería un talismán para enfocar la concentración. Y él ya había tomado en la otra mano el amuleto que había pertenecido a Thaggoran.
— Ésta es la mayor alegría de nuestro pueblo. Es la unión de las almas, que constituye nuestro don especial. El entrelazamiento para nosotros es ocasión de reverencia y respecto. De avidez y deleite — dijo, citando las palabras rituales.
Torlyri sintió que la tensión crecía en su interior.
¡Cuántas veces había llevado a cabo la ceremonia, con tantos miembros de la tribu! Había iniciado casi a la mitad en su primer entrelazamiento, pero jamás había pensado en la posibilidad de unir su alma con alguien como Hresh. Entrar en su mente, dejar que la mente del muchacho se mezclara con la suya… Una inesperada inquietud la invadió. En el último momento, ella misma necesitó serenarse y realizar los sencillos ejercicios que por lo general sólo un novicio necesitaría practicar. Hresh pareció darse cuenta de que Torlyri se encontraba inusualmente inquieta: vio que los ojos del joven la observaban con preocupación, como si una vez más el equilibrio se hubiera alterado y él fuese el maestro que iniciaba a la joven Torlyri.
El momento pasó. Recuperó la calma.
Le abrazó y se tendieron juntos, muy cerca el uno del otro.
— Regocíjate conmigo — le musitó mansamente —. Descansa conmigo.
Los órganos sensitivos se tocaron. Él vaciló — ella lo percibió por la súbita rigidez de los músculos — pero luego logró relajarse y comenzaron a entrelazarse.
Al principio se mostró torpe, como todos, pero al cabo de un instante comenzó a seguir los movimientos, y después todo resultó más fácil. Torlyri sintió el primer cosquilleo de la comunión y supo que no habría dificultad. Hresh estaba entrando en ella. Ella estaba penetrando en Hresh. La unión era inconfundible. Sintió la textura inequívoca de su mente, su color, su música.
Él era más extraño aún de lo que había previsto. Había esperado encontrar una gran soledad en el espíritu del joven, y sí, allí estaba. Pero su alma tenía una profundidad, una riqueza, una plenitud que nunca antes había conocido. El poder de su segunda vista era abrumador, incluso en los primeros estadios del entrelazamiento. Podía percibir una gran fortaleza latente. El poder de su mente era Como el de un río torrentoso que se abalanzara sobre un precipicio titánico. ¿Podría perjudicarla unirse con una mente así?
No. No. Ningún daño podía provenir de Hresh.
— Entrelacémonos — murmuro Torlyri, y se abrió a él de par en par.