13 — ENTRELAZAMIENTOS

Lo que en otros tiempos había sido el cráter de una estrella de la muerte — ahora ya estaban seguros de ello — se había convertido en la capital del reino de Harruel. Los territorios coincidían. El borde del cráter era el límite de ambos. Harruel había llamado Yissou a su reino, y a la capital, Ciudad de Yissou.

En opinión de Salaman, eran nombres absurdos.

— No se debería poner a un reino el nombre de un dios — dijo a Weiawala, en la morada que compartían —. Mejor habría sido que le hubiera puesto su propio nombre, y lo mismo a la ciudad, al menos eso sería honesto.

— Pero al darle el nombre de Yissou al reino, éste queda bajo la protección especial del dios — alegó Weiawala sin mucha convicción.

— Como si Yissou no fuera el Protector de todos los que lo aman, con o sin estas pequeñas muestras por nuestra parte. — Salaman sonrió —. Bueno, Harruel se ha vuelto muy devoto últimamente. Si le hablas, él te meterá a Yissou aquí y a Yissou por allá, y que Emakkis sea nuestro guía y consuelo, y que Friit nos guarde, a cada dos palabras. Toda esta piedad se envilece en la lengua de un bruto criminal como Harruel, si me permites decirlo.

— ¡Salaman!

— Te lo digo a ti. Sólo a ti. — E hizo unos gestos de burla como si se postrara ante la imagen de Harruel —. ¡Buenos días, majestad! ¡La fragancia de Yissou sea contigo, majestad! ¡Qué día tan agradable amanece en la Ciudad de Yissou, majestad!

— ¡Salaman!

Se echó a reír y la atrapó por detrás, cogiéndole los senos y besándole el suave pelaje de la nuca.

¡Ciudad de Yissou! ¡Por favor! ¡Vaya un nombre estúpido, propio de un rey estúpido!

Aún no era un reino, ni siquiera una ciudad. En el verde centro del cráter, ese lugar de espesos bosques donde tiempo atrás había caído una estrella de la muerte — así lo había sostenido Salaman — ahora se levantaban siete rústicas chozas de madera, irregulares, atadas con enredaderas. Eso era la Ciudad de Yissou. Cada una de las cinco parejas tenía una desvencijada choza, y Lakkamai, el único soltero, contaba con una cabaña propia. La séptima construcción, no mejor que las demás, era el palacio real y casa de gobierno. Allí Harruel daba audiencia una hora o dos al día, aunque poco trabajo tenía como rey. En una comunidad de once adultos y un puñado de niños, escaseaban las disputas que requirieran su intervención, y hasta el momento no habían recibido ninguna visita de los embajadores de reinos distantes que exigieran una bienvenida formal. Pero allí se sentaba, jugando a ser el rey, en el centro de su colección de chozas que presumían de ciudad.

No era mucho rey ni mucho reino, no. Ni mucha ciudad. Y, sin embargo, pensó Salaman, lo habían hecho solos y en poco tiempo. La Ciudad de Yissou aún no había cumplido los dos años. Habían despejado gran parte de la espesura, construido casas, cazado animales que hoy vivían en un cercado, donde podían ser atrapados y sacrificados cuando fuera necesario. Había una empalizada de altos troncos a medio erigir, que rodeaba todo el borde del cráter. Harruel decía que era para protegerse del ataque de animales y bestias salvajes, y quizá para él no significara más que eso. Sin duda, sería útil si alguna vez se acercaban enemigos. Pero Salaman también la veía como unta afirmación de soberanía, como la proclamación de la extensión del poder real de Harruel.

Y Salaman soñaba con el día en que bajo su propio mandato aquella empalizada de madera se reemplazaría por otra de piedra. Ese día, sin embargo, estaba lejano. La tribu era demasiado pequeña para tales proyectos. Cinco hombres no bastaban para levantar grandes muros de piedra. Y Harruel seguía siendo el rey. Para Harruel, una empalizada de madera ya era lo bastante impresionante.

— Ven — indicó Salaman, haciendo señas a Weiawala —. El aire aquí está enrarecido. Vayamos a la colina.

Más allá del valle había un sitio elevado, al sur de la muralla del cráter, donde Salaman solía ir a reflexionar. Desde allí se dominaba toda la ciudad, al otro lado del bosque que habían atravesado en su viaje desde Vengiboneeza. Al dar la vuelta, vislumbraba la oscura línea del lejano mar occidental contra el horizonte. Por lo general iba solo, pero de vez en cuando se llevaba a Weiawala con él. A veces copulaban allí, o incluso se entrelazaban. En ese lugar elevado soplaba una brisa fresca y se sentía mejor que en ningún otro sitio.

Juntos sin hablar, se alejaron de la pequeña ciudad y del corral a lo largo de un camino sinuoso que conducía al borde sur del cráter.

— ¿En qué piensas? — preguntó Weiawala al cabo de un rato.

— En el futuro.

— ¿Cómo puedes pensar en el futuro, si aún no ha su cedido?

Él sonrió con amabilidad y no respondió.

— Salaman… — dijo ella un rato más tarde, mientras ascendían —. Dime una cosa…

— ¿Qué, amor?

— ¿Alguna vez te has arrepentido de abandonar Vengiboneeza?

— ¿Arrepentirme? No. Ni por un momento.

— ¿Aunque tengamos que tolerar a Harruel?

— Harruel no representa ningún problema. Es el rey que necesitamos.

Deteniéndose en el camino, Salaman se volvió y miro las escasas cabañas lastimosas que constituían la ciudad, y la empalizada a medio levantar. Sus manos descansaban suavemente sobre los hombros de Weiawala, y acariciaban su vello lustroso. Ella dio un paso atrás y se apretó contra él.

Al cabo de un rato dijo:

— Pero Harruel es tan vanidoso, tan bruto… Tú te burlas de él, Salaman. Sé que lo haces. Crees que es basto y pretencioso.

Él asintió. Ella estaba en lo cierto. Harruel era violento, bruto y algo duro de mollera, sí. Pero para el momento había sido el hombre perfecto, la figura necesaria para ese punto de la historia. Su alma era fuerte, y tenía astucia, determinación y ambición. Y también vanidad. Sin él la Ciudad de Yissou nunca hubiese cobrado existencia bajo ningún nombre, y seguirían todos viviendo arropados en los palacios derruidos de Vengiboneeza: un Pueblo sin propósito, que esperaba a que las grandes cosas que les deparaba el destino les cayeran del cielo.

Al menos Harruel había tenido el valor de cortar esa existencia sin meta, ilusoria. Se había liberado de la opresión de Koshmar y había dado vida a algo nuevo, ¡oven y necesario.

— Harruel no constituye ningún problema — repitió —. ¡Que sea rey! ¡Que ponga a las cosas el nombre que se le ocurra! ¡Se ha ganado el privilegio!

Dio un tirón a la mano de Weiawala y ambos retornaron al camino.

Harruel no sería rey para siempre. Salaman lo sabía.

Tarde o temprano los dioses lo llamarían para el descanso eterno, quizá más temprano que tarde. Su brusquedad, violencia y terquedad causarían su perdición a la larga. Y entonces, pensó Salaman, le llegaría el turno de ser el rey. Salaman rey, y los hijos de Salaman, por toda la eternidad. ¡Salaman tenía algo que decir en ello!

Llegaron. al borde y treparon por encima del contorno erosionado. La empalizada aún no había llegado a esta parte del muro del cráter. Mirando atrás, apenas se distinguía la Ciudad de Yissou en el centro de la cuenca natural. Las escasas construcciones se perdían en el verdor, que todo lo invadía.

Pero la ciudad, de eso Salaman estaba seguro, no estaba destinada a seguir siendo para siempre un mero grupo de desvencijadas chozas de madera. Llegaría el día en que allí abajo se erigiría una gran ciudad tan grande como Vengiboneeza, tal vez. Pero no sería una ciudad heredada, como la que habían construido los ojos-de-zafiro mucho tiempo atrás, y que en su decadencia había sido tomada por una banda de oportunistas merodeadores. No, se dijo. Sería el orgulloso fruto del esfuerzo, el trabajo y la inteligencia de su propio pueblo, que se erigiría como amo de toda la región y de las provincias vecinas; sucedería algún día, con el beneplácito de los dioses, del mundo entero. La Ciudad de Yissou sería la capital de un imperio. Y los hijos de los hijos de Salaman serían los amos de ese reinado.

Ahora que habían salido del cráter, avanzaba deprisa hacia su atalaya privada Al cabo de un rato, Weiawala lo llamó.

— Espera, Salaman, ¡no puedo ir tan rápido!

Él se dio cuenta de que la había dejado atrás, y la esperó. A veces olvidaba que le sobraba impaciencia, y que se movía con demasiada ansiedad y rapidez.

— Siempre vas tan deprisa… — comentó ella.

— Sí. Creo que sí.

La rodeó con un brazo y la ayudó a subir por la colina.


Era la época en que Salaman se convertía en adulto. Tenía diecisiete años, casi dieciocho, y era un joven guerrero en la flor de la edad.

En el capullo, durante la niñez, había sido uno entre tantos, y sus pasatiempos preferidos eran jugar a la lucha con puntapiés, trepar por las cavernas, preguntarse si el apareamiento sería tan agradable como aseguraban los mayores. Aunque tenía una mente sagaz y veía las cosas con claridad y penetración, carecía de motivación para demostrar su inteligencia a los demás, y muchas veces la mantenía oculta. Así, pasaba el tiempo sin descollar, sin buscar nada, sin esperar nada. Había pensado que la vida sería siempre igual hasta el final: una larga y plácida sucesión de días idénticos.

Entonces había llegado el Día de la Partida, y la larga travesía por las planicies. En aquel año Salaman había dejado de ser niño para adentrarse definitivamente en la edad adulta, y había alcanzado la plenitud física. Aunque era de corta estatura, el pecho se revelaba macizo y los brazos, robustos: se veía resistente y enérgico. Tal vez sólo Konya fuese más fuerte entre todos los guerreros. Y por supuesto, Harruel. En el mundo nuevo y extraño que conoció fuera del capullo, Salaman experimentó un florecimiento de su espíritu. Comenzó a interesarse por llegar a ser un hombre importante para la tribu. Y, sin embargo; era tan silencioso que pasaba inadvertido.

Salaman creía que algunos hombres eran reservados porque no tenían nada que decir. Era el caso de Konya y de Lakkamai. La parquedad de Salaman se debía a una razón muy distinta. Siempre había sospechado que sería peligroso revelar su capacidad demasiado prematuramente, considerando la violencia y los cambios que caracterizaban la época.

El ejemplo de Sachkor seguía vivo en su mente. Sachkor también había sido inteligente. Y ahora estaba muerto. La inteligencia no bastaba: también había que tener prudencia. Y Sachkor había hecho gala de gran temeridad al alejarse solo, dar con los Hombres de Casco, conducirlos a la tribu y tratar de congraciarse como mediador entre ambos pueblos.

Sachkor había ido muy de prisa y se había precipitado. Se había puesto en evidencia como alguien ambicioso y astuto en extremo. Su inteligencia representó una amenaza directa para Harruel. Hresh también era inteligente, más que nadie, pero no era guerrero, y siempre andaba solo, haciendo cosas que únicamente le incumbían a él. Nadie temía que Hresh pudiese llegar algún día al poder supremo. Pero Sachkor era guerrero, y había traído a los Hombres de Casco hasta la tribu con lo cual se situó en oposición directa a Harruel. Además, Sachkor no había tenido la suficiente templanza como para contenerse y no desafiar a Harruel en el asunto de Kreun. Nadie que peleara impulsivamente contra Harruel tenía esperanzas de vivir hasta que el pelaje se le volviera blanco.


En Vengiboneeza, Salaman había preferido dejar la sabiduría para Hresh y el heroísmo para Sachkon En silencio, había prestado servicios a Harruel, y cuando éste se apartó de Koshmar, él se apresuró a prestarle su apoyo. Ahora Harruel había llegado a depositar en Salaman su confianza hasta el punto de depender de él en la toma de decisiones. En cierto sentido, Salaman era el anciano de la nueva tribu que Harruel había fundado. Y, sin embargo, iba con mucho cuidado para no parecer jamás un posible rival de Harruel: él sólo era un fiel oficial. Salaman sabía muy poco de historia — ése había sido el campo privado de Hresh — pero tenía la idea de que siempre que ocurrían cambios súbitos de poder, quienes ascendían a las posiciones más altas eran los oficiales leales.

A pesar de todo, Salaman no compartía estos pensamientos con nadie. Ni siquiera había comentado a Weiawala sus esperanzas para los años futuros, aunque durante los entrelazamientos ella vislumbraba algo de la verdad. Aun en esos momentos, él intentaba enmascarar sus proyectos. La cautela sería su lema.


Habían llegado a la atalaya. Weiawala se apoyó en él mientras Salaman miraba el mar. La joven parecía tener deseos de aparearse.

El sol brillaba en lo alto; el aire era límpido y casi temblaba de pureza. El cielo mostraba un azul inmaculado. La brisa del sur, intensa y dulzona, traía un aroma cálido y seco. Tal vez más tarde arreciara el viento y resecara la tierra, pero por ahora eran brisas apacibles, tiernas y mansas.

Aquel día, el mundo yacía ante él.

Salaman imaginaba que lo veía todo: las ciudades derruidas del Gran Mundo, las huellas de los cráteres de las estrellas caídas, las planicies desnudas por donde se habían deslizado los ríos de hielo las terroríficas colmenas donde vivían los hjjks… Y sobre este escenario, superpuesto, el nuevo mundo, el mundo de la Nueva Primavera, su mundo, el mundo de su Pueblo. Lo veía en toda su complejidad, abriéndose, expandiéndose, estallando de vida. Se estaba gestando una prodigiosa recuperación a partir de una época aciaga. Y él estaría en el centro mismo del proceso. Él y sus hijos, y los hijos de sus hijos, amos del futuro imperio de Yissou.

— Nettin va a tener otro hijo, ¿sabes? — dijo Weiawala de pronto.

Sus palabras rompieron el ensueño como el estridente chillido de las aves perfora un sueño sereno y profundo al amanecer. Sintió una oleada de ira. Por un instante Salaman lamentó haberla traído a este lugar. Luego se calmó y consiguió esbozar una sonrisa de asentimiento. Weiawala era su amada. Weiawala era su compañera; debía aceptarla tal cual, se dijo. Aunque lo interrumpiera y distrajera.

— No lo sabía. Qué buena noticia…

— Sí. ¡La tribu crece deprisa, Salaman!

Así era. Weiawala ya había dado a luz un niño al que habían llamado Chham, y Galihine a una niña llamada Therista. Thaloin había dado otro retoño a la tribu: Ahurimin. Ahora, el vientre de Nettin volvía a asomar. En una actitud que suscitaba abiertamente el fastidio de Harruel, sólo Minbain no había podido concebir desde que llegaron a la Ciudad de Yissou. Tal vez fuera demasiado vieja, pensó Salaman. A veces, cuando Harruel bebía demasiado vino de uvas de terciopelo, le oía insultándola en voz alta, exigiéndole otro heredero. Pero los hijos no se hacen gritando a la compañera, como más de una vez había señalado Salaman a Weiawala.

De todas formas, en opinión de Salaman, Harruel no estaba demostrando ser muy inteligente al insistir en tener otro hijo. Lo que la ciudad necesitaba en este momento eran mujeres. Un solo hombre bastaba para engendrar una tribu entera de niños en una semana, si se entregaba a la tarea. Para un hombre, insuflar un hijo en, el vientre de una mujer era cuestión de un momento, después de todo. Pero cada mujer podía producir, como mucho, un hijo por año. Así, el aumento anual de la tribu se veía limitado por el número de mujeres. Debemos concebir niñas, pensaba Salaman, pata que en la próxima generación haya más vientres.

Pero tal vez fuera un concepto demasiado complejo para Harruel. O quizá quisiera otro varón que le permitiera asegurar el trono. Probablemente fuera esto. El pequeño hijo de Harruel, Samnibolon, ya daba muestras de una fuerza inusual: sin ninguna duda, sería un futuro guerrero. Y Harruel, que tal vez comenzaba a inquietarse por el paso de los años, debía ansiar otros hijos como él en quienes confiar durante los años de su ancianidad.

Weiawala deslizó un brazo por debajo del de Salaman. Él sintió la tibieza de su muslo cerca del cuerpo. Luego el órgano sensitivo de su compañera rozó ligeramente el suyo.

No desea copular, pensó, sino entrelazarse.

A Salaman no le entusiasmó la idea, pero no la rechazaría.

Hasta entonces, el entrelazamiento había sido el vínculo más débil de su relación. Weiawala era una buena compañera de apareamiento, pero no para entrelazarse. Su espíritu era muy simple. En ella no había plenitud, no había riqueza. Si hubiera permanecido en Vengiboneeza, habría formado pareja con ella, pero para el entrelazamiento se habría dirigido a alguien como Taniane. Ella sí que era fuego puro; era compleja. Pero ahora Taniane no estaba, y Harruel no alentaba las parejas de entrelazamiento a la antigua usanza en la Ciudad de Yissou. La población era tan pequeña que tales uniones, que por lo general no coincidían con las relaciones de pareja, bien podían producir recelos y conflictos. De vez en cuando Salaman se entrelazaba con Galihine, quien escondía algo de la chispa que ansiaba, pero no lo hacía con frecuencia. La mayoría de las veces se entrelazaba con Weiawala, aunque sin gran entusiasmo. La tocó con el órgano sensitivo, para aceptar su invitación.

Pero al entrar en contacto con ella, Salaman sintió algo extraño y perturbador, algo muy familiar que llegaba desde lo lejos hasta sus sentidos despiertos.

— ¿Has sentido eso? — preguntó, alejándose de ella.

— ¿Qué?

— Un sonido. Como un trueno. Cuando nuestros órganos sensitivos se tocaron…

— Sólo he sentido tu proximidad, Salaman.

— Como un estampido en el cielo. O en el suelo, no estoy seguro. Y una sensación de amenaza, de peligro.

— No he sentido nada, Salaman.

Él acercó de nuevo el órgano sensitivo al de Weiawala.

— ¿Y bien? ¿Quieres…?

— ¡Shhh! ¡Weiawala…!

— Disculpa.

— Por favor, déjame oír.

La mujer asintió secamente, con aire de sentirse herida En el silencio que siguió, Salaman volvió a escuchar, extrayendo energías del órgano sensitivo de ella para aumentar su propia percepción.

¿Un trueno en las colinas del sur? Pero el día brillaba claro y despejado.

¿El retumbar de un tambor?

¿Pisadas contra el suelo? ¿Alguna horda de bestias en procesión?

Todo era demasiado débil, demasiado confuso. Sólo se oía una sutil vibración, un mínimo indicio, una sensación de que se presentarían problemas. Tal vez con la segunda vista pudiera detectar algo más. Pero Weiawala estaba perdiendo la paciencia. El órgano sensitivo de la mujer acariciaba el suyo, hacia arriba y hacia abajo, sofocando sus percepciones bajo un torrente de deseo. Tal vez sólo fuera su imaginación, pensó. Tal vez sólo estuviera sintiendo el murmullo de las hormigas en algún túnel subterráneo. Apartó la idea.

En ese momento en que Weiawala temblaba de frenesí contra él, era imposible pensar en truenos distantes en un día despejado, o en el sonido imaginario de una estampida de bestias lejanas. El entrelazamiento, cualquier entrelazamiento, aun un pálido encuentro con Weiawal y su estrecha alma, constituía una experiencia irresistible. Se volvió hacia ella. Se tendieron juntos en el suelo. La abrazó y cuando sus órganos sensitivos se estrecharon, sus mentes se abrieron al caudal de la unión.


Torlyri encontró a Hresh en su habitación del templo, enfrascado en los libros de las crónicas. Hizo un sonido de advertencia al entrar, para no tomar por sorpresa al cronista mientras tenía los libros sagrados fuera del cofre. Él la miró extrañamente, casi como censurándola, y cerró el libro enseguida para ocultarlo de su vista. ¡Como si yo pretendiera espiar los secretos del cronista!, pensó Torlyri.

— ¿De qué se trata? — preguntó, algo nervioso.

— ¿Te molesto? Puedo volver en otro momento.

— Sólo estaba consultando algunos detalles históricos de poca importancia — dijo Hresh — . Nada serio. — Su tono sonaba artificialmente indiferente —. ¿Puedo ayudarte en algo, Torlyri?

— Sí. Sí. — Se acercó unos pasos más a él —. Enséñame las palabras de los Hombres de Casco. Enséñame a hablar con los bengs.

Los ojos de Hresh se abrieron de par en par.

— Ah, desde luego…

— ¿Lo harás?

— Sí — prometió —. Sí, Torlyri, lo haré. Sólo unas semanas más y…

— Ahora.

— Ah… — farfulló él, como si le hubiera asestado un golpe en el corazón. Le lanzó una mirada tan sorprendida que la hizo reír.

Torlyri no acostumbraba a dar órdenes, y era evidente que su tono brusco le había cogido por sorpresa. Le miró con gravedad, con firmeza, sin ceder un ápice en la repentina ventaja que había ganado. Hresh, con aire incómodo, pareció meditar la respuesta con un cuidado inusual, rechazando una y otra posibilidad. Ella siguió estudiándole con severidad inusitada, muy cerca de él. Hresh podía sentir su tamaño y fortaleza.

Finalmente respondió, tras bajar la mirada:

— Muy bien. Creo saber lo suficiente del idioma beng. Tal vez pueda transmitírtelo de forma comprensible. Sí. Sí. Estoy seguro de poder.

— ¿Ahora?

— ¿Te refieres a este mismo instante?

— Sí — contestó ella —. A menos que tengas cosas más importantes que hacer.

Lo volvió a pensar.

— No — dijo tras una larga pausa —. Podemos empezar ahora, Torlyri.

— Te estoy muy agradecida. ¿Llevará mucho tiempo?

— No. No mucho.

— Muy bien. ¿Lo haremos aquí?

— No — replicó Hresh —. Prefiero que sea en tu cámara de entrelazamiento.

— ¿Qué?

— Lo haremos por medio del entrelazamiento. Será la forma más rápida. Y la mejor, ¿no crees?

Ahora le tocó a Torlyri sorprenderse. Pero como mujer de las ofrendas, ella y Hresh ya se habían entrelazado antes; ella se había entrelazado con casi todos los miembros de la tribu, no le resultaría difícil. Así, lo llevó a la cámara de entrelazamiento, y una vez más se echaron juntos y se abrazaron, y sus órganos sensitivos se enroscaron, y sus almas se unieron. En aquel otro entrelazamiento, el día de la iniciación de Hresh, ella había percibido algo muy extraño en él, el carácter intrincado de su mente, y una soledad de la que ni siquiera él era consciente; ahora volvió a sentir todo eso, pero en un grado mucho más acentuado, cómo si el joven padeciera algún dolor. Olvidando sus propias necesidades, ella quiso rodear a Hresh con su amor y calidez, y aliviar su intranquilidad. Pero Hresh no estaba dispuesto a permitirlo, tenía otros, propósitos. Rápidamente echó una barrera para ocultar sus sentimientos. Torlyri nunca había creído posible que alguien pudiera separarse de forma tan tajante del compañero de entrelazamiento, pero, desde luego, Hresh era distinto de todos los demás. Entonces, resguardado detrás de ese muro impenetrable, el muchacho se llegó hasta ella y, empleando como puente su comunión de entrelazamiento, comenzó a enseñarle el lenguaje de los bengs de un modo totalmente profesional e impersonal.

Más tarde, cuando el encantamiento se quebró y sus almas volvieron a estar separadas, él le habló en beng y ella comprendió, y respondió en la misma lengua.

— Ya está. — le dijo —. Ahora sabes hablar en beng.

¡Pícaro Hresh! Desde luego, tenía que conocer a la perfección el idioma beng desde hacía mucho tiempo. Ahora le pareció evidente. Koshmar tenía razón: Hresh había estado evitando la misión, fingiendo necesitar más estudios, mantener en secreto sus conocimientos. No era la primera vez que Torlyri le veía aferrarse a sus secretos. Quizás era típico de los cronistas convertir en misterio todo lo que sabían, pensó, para que la tribu dependiera por completo de su saber único.

Pero no se había negado a enseñarle. Y ahora ella había conseguido sus propósitos. Ahora estaba preparada para hacer lo que tanto temía, iría hasta el beng del hombro herido y le diría cuánto le necesitaba y — ¿sería verdad, sería posible?, se preguntó — también cuánto le amaba.


Cuando hubo concluido con Torlyri, Hresh regresó a su cuarto y permaneció sentado un rato, con la mente en blanco, simplemente dejando que su espíritu se recuperara del extremo cansancio al cual le había sometido. Luego se puso de pie y salió. La plaza estaba vacía y el sol de la tarde, aún alto al oeste del cielo estival, parecía hincharse y remolonear antes de hundirse lentamente en el mar.

Sin ningún propósito especial, comenzó a alejarse rápidamente del asentamiento, hacia el norte.

Ya habían quedado atrás los días en que debía pedir permiso a Koshmar para poder salir de Vengiboneeza, siempre acompañado de un guerrero. Iba solo a donde quería, por donde quería. Pero no era habitual que se alejara del asentamiento a horas tan avanzadas del día. Nunca había pasado solo la noche fuera. Sin embargo, mientras seguía caminando y las sombras se cernían sobre la ciudad, comprendió que la noche estaba cayendo y que él seguía alejándose. No pareció importarle. Siguió caminando.

Después de tantos años de haber vivido en Vengiboneeza, aún no había llegado a explorar toda la ciudad. La zona por donde vagaba — Friit Praheurt, aventuró, o tal vez Friit Thaggoran — le era desconocida casi por completo. Los edificios estaban bastante mal conservados, tumbados y vencidos por la fuerza de los terremotos, con las fachadas caídas y los cimientos socavados. Tuvo que abrirse camino por montículos de escombros, losas levantadas, fragmentos rotos de estatuas. De vez en cuando descubría indicios de la presencia beng: trozos de cinta de colores para marcar alguna senda, la mancha de pintura amarilla que estampaban en forma de estrella sobre los edificios que consideraban templos ocasionales montones de hediondos excrementos de bermellón. Pero no vio ningún beng.

La noche le sorprendió encaramado sobre un montículo piramidal de columnas rotas de alabastro, que tal vez en otro tiempo habían formado parte del pórtico de algún templo ya caído, de anchas alas. Sin temor alguno a su alrededor corrían unas pequeñas criaturas pe idas que se movían a saltitos, de largos cuerpos estrechos y patas cortas y frenéticas. Parecían inofensivas. Una le subió hasta la rodilla y permaneció allí un rato, meneando la cabeza, mirando en una y otra dirección con aire perspicaz, pero sin moverse. Cuando Hresh intentó acariciarla, huyó.

La oscuridad se hizo más intensa, pero él no se movió de allí. Se preguntó cómo sería pasar la noche en ese lugar.

Koshmar se pondrá furiosa conmigo, pensó.

Torlyri se preocupará mucho. Tal vez también Taniane.

Se encogió de hombros. La ira de Koshmar ya no le importaba. Si Torlyri se inquietaba, ya se le pasaría cuando volviera al asentamiento. Y con respecto a Taniane, probablemente no advirtiese que esa noche él no estaba en el asentamiento. Las apartó de su mente. Intentó olvidarlo todo y a todos: al Pueblo, a los bengs, al Gran Mundo, a los humanos, a las estrellas de la muerte. Permaneció sentado tranquilamente, observando cómo asomaban las estrellas nocturnas. Se serenó. Estaba como en trance.

Cuando el cielo estuvo totalmente oscuro, vislumbró por el rabillo del ojo algo que se movía. De inmediato se puso alerta, con el corazón desbocado y la respiración entrecortada.

Se puso en pie y miró alrededor. Sí. Decididamente, algo se movía allí, al otro lado del camino, cerca de los cimientos del templo derruido. Al principio pensó que se trataba de alguna de aquellas pequeñas criaturas peludas que había salido en busca de presas, pero luego, bajo el blanco resplandor de las estrellas distinguió un brillo metálico y unas patas articuladas. ¿Qué era esto? ¿Un mecánico de alguna especie? ¡Pero los mecánicos habían muerto! Y aquello no se parecía a los mecánicos del Gran Mundo que había visto en las visiones, ni a los objetos oxidados y derruidos que había encontrado sobre la colina durante la travesía. Ésos habían sido unas criaturas enormes e imponentes. En éste había algo de cómico: era una criatura esférica y frenética, tal vez la mitad de alto que él, que se desplazaba con solemnidad sobre unas curiosas varillas de metal.

Entonces descubrió otra. Y otra. Había una media docena, escarbando en los escombros de la calle. Con prudencia, Hresh se aproximó a ellas. No le hicieron caso. Sobre la superficie superior tenían unos pequeños globos que emitían haces brillantes de luz, y que enfocaban como si buscaran algo. De vez en cuando se detenían a revolver las ruinas con unos brazos metálicos que emergían de los cuerpos como látigos. A veces se introducían entre dos losas, como ajustando algo oculto entre ellas. O haciendo reparaciones.

Hresh contuvo el aliento. Había estado ante las pruebas desde hacía mucho tiempo: de algún modo, alguien reparaba la ciudad de Vengiboneeza. A pesar de las ruinas, la ciudad estaba al cuidado de poderes invisibles, de fantasmas de alguna clase, de fuerzas del Gran Mundo que trabajaban en las sombras en un estúpido intento de reconstruir el lugar. Era algo evidente, pensó. Gran parte de la ciudad estaba en ruinas, pero no en un estado tan lamentable como cabía esperar al cabo de tanto tiempo. Algunas zonas ni siquiera parecían deterioradas. Podía creer con facilidad en alguna clase de seres que se movían por la ciudad tratando de remendarla. Pero nunca había tenido pruebas de que esas criaturas existieran. Nadie las había visto, y los miembros de la tribu preferían no. especular sobre ello, pues si las había, debían ser espíritus, y, por ende, terroríficos. ¡Y, sin embargo, allí estaban! ¡Esas cosas redonditas que escarbaban entre los escombros!

No prestaron más atención a Hresh que a los animalitos peludos. Se acercó por detrás y los estudió. Sí, sin duda intentaban ordenar las cosas: succionaban nubes de polvo disponían vigas y losas formando pilas ordenadas, reforzaban arcos y marcos de puertas… Entonces, mientras Hresh observaba, uno de ellos tocó una conexión de metal que había sobre una puerta de piedra roja situada en ángulo sobre el suelo, y la puerta se deslizó como sobre un riel aceitado. En el interior brillaba una luz. Hresh echó un vistazo por detrás del pequeño mecánico y vio una sala subterránea, profusamente iluminada, en la cual se alineaban todo tipo de máquinas resplandecientes, al parecer en buen estado de conservación. Era una vista excitante y fantástica: ¡otra sala de los tesoros del Gran Mundo, totalmente desconocida! Se inclinó hacia delante, mirando con interés.

Una mano le tocó por detrás, haciéndole saltar de miedo y desconcierto. Sintió que le cogían.

— ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? — gritó una dura voz beng.

Al darse la vuelta, Hresh distinguió a un corpulento guerrero beng de rostro chato y amenazador, casi tan imponente como el mismo Harruel. Llevaba un casco formado por un monstruoso cono de bronce del cual emergían unas curiosas astas inmensas de metal, que ascendían a alturas impresionantes. Sus ojos escarlatas brillaban sombríos y pavorosos, y sus labios se curvaban en una mueca iracunda. Detrás de él descubrió la masa gigantesca de un bermellón.

— Soy Hresh, del Pueblo de Koshmar — respondió Hresh con la voz más poderosa que pudo emitir, aunque a sus propios oídos no sonó muy fuerte.

— No tienes nada que hacer aquí — dijo con frialdad.

— Éste es el templo del dios Dawinno, y he venido en peregrinación sagrada. Te pido que te vuelvas y que me dejes seguir mis oraciones.

— No hay ningún dios Dawinno. Vuestra tribu no puede entrar aquí.

— ¿Quién lo ordena?

— Hamok Trei, rey de los bengs. Te he seguido por media ciudad esta noche, pero no seguirás invadiendo nuestro territorio. Tu vida queda confiscada.

¿Confiscada?

El beng llevaba una espada, y de su faja pendía una afilada arma de hoja corta. Hresh le miró conteniendo su desagrado. El beng le doblaba en tamaño. No cabía pensar en ninguna clase de combate, aunque él llevase un arma, que no era el caso. La huida parecía igualmente imposible. Tal vez pudiera sorprender al guerrero con la segunda vista, pero aun eso le pareció arriesgado e incierto. Pero morir allí, solo, en manos de un extraño, por la única razón de estar en un sitio que Hamok Trei le había vedado…

Hresh levantó el órgano sensitivo y se dispuso a valerse de él. Sostuvo la mirada púrpura del Hombre de Casco. El beng levantó la espada.

Si me toca, pensó Hresh, le atacaré con todo el poder que poseo. No me importa si le mato o no.

Pero no fue necesario. Con un movimiento rápido y brusco, el beng señaló a Hresh con la espada y luego la movió en dirección al asentamiento de los bengs. Sólo quería llevar a Hresh ante Hamok Trei.

— Vendrás conmigo — ordenó, señalando al bermellón. Como si Hresh hubiese sido tan liviano como el aire, así de fácil, el beng le cogió con una mano y lo depositó entre las grandes gibas de la criatura. Luego el Hombre de Casco saltó detrás de él y posó el órgano sensitivo sobre la grupa del bermellón. Con un movimiento lento, agonizante y tambaleante, que casi provocó náuseas a Hresh, la inmensa bestia roja se dirigió hacia el territorio de los bengs.

Pero en esa noche quien acudió para dictar sentencia no fue Hamok Trei sino Noum om Beng. El marchito anciano, a quien el captor de Hresh había convocado, se acercó con paso vacilante y aire intrigado. Cuando le explicaron la situación, se echó a reír.

— No debes ir a donde no te corresponde, niño — aconsejó el cronista beng, y palmeó a Hresh con amabilidad en la mejilla —. ¿No viste las señales?

Hresh no respondió. No reconocería ninguna autoridad a las señales bengs en lo referente a gobernar los movimientos del Pueblo por la ciudad.

Noum om Beng le acarició de nuevo, con más suavidad aún, como el roce de una pluma. Luego se volvió y dijo bruscamente al captor de Hresh:

— Lleva a este niño de vuelta con los suyos.

La fría luz de la luna de medianoche caía sobre la ciudad cuando Hresh llegó al asentamiento. Todos dormían excepto Moarn, quien oficiaba de centinela. Miró a Hresh sin interés mientras el guerrero beng se alejaba en su montura.

El sueño tardó en llegar, y cuando por fin logró dormirse, Hresh soñó con un ejército de pequeñas y brillantes criaturas mecánicas que recorrían interminables calles en ruinas, y con los objetos misteriosos y resplandecientes que yacían ocultos en las profundidades de la tierra.

Por la mañana esperó que la ira de Koshmar se cerniera sobre él. Pero para su alivio, y también para su humillación, nadie pareció haber reparado en su ausencia.


Torlyri había ensayado las palabras cientos de veces. Pero al acercarse al asentamiento de los Hombres de Casco, éstas parecieron huir de su cabeza. Se sentía completamente perdida entre la confusión y el torbellino que llevaba a la deriva, incapaz de hablar siquiera su propio idioma correctamente, para no mencionar el de los bengs.

Habían transcurrido tres días desde el entrelazamiento con Hresh. Hasta entonces no había reunido el valor necesario para hacer el viaje. La mañana era cálida y húmeda, y soplaba un obstinado viento bochornoso que levantaba grises nubes de polvo sobre las calles secas y las arremolinaba en irritantes torbellinos a su alrededor. Repetidas veces pensó en regresar. La visita le parecía una completa locura. Nunca lograría hacerse entender. Y si lo conseguía, si lograba encontrar al hombre a quien venía a ver, ¿de qué le serviría? Sólo obtendría dolor, de esto estaba segura Y de eso ya había tenido suficiente.

Tensa, con el rostro rígido, Torlyri se obligó a seguir avanzando por la larga y estrecha avenida de edificios derruidos y blancos que conducía al distrito Dawinno Galihine. A la entrada de la zona beng, un centinela encasquetado se asomó y la miró con aire inquisitivo.

— ¿Te esperan? — preguntó —. ¿Qué haces aquí? ¿A quién vienes a ver?

Hablaba el agudo idioma de los bengs, que parecía formado por ladridos. Las palabras deberían haberle resultado incomprensibles. Y, sin embargo, las había en tendido a la perfección. ¡Había dado resultado! Fiel a su palabra, Hresh le había enseñado el idioma.

Pero ¿conseguiría hablarlo ella?

Las palabras no acudieron a su boca. Estaban atrapadas en lo profundo de su mente y no querían aflorar a los labios. «He venido a ver al hombre de la cicatriz en el hombro», debía decir. Pero no había forma de articularlo. Se sentía tímida como una niña. El tono de la voz del hombre le resultó hostil y frío, y sus palabras le parecieron un rechazo, una expulsión. Pero tal vez fuera la forma habitual de interrogar. El miedo la asaltó. La resolución que la había llevado hasta allí nunca había sido tan fuerte, y a la vez en ese preciso momento se desvanecía No estaba allí para ver a nadie, había sido un error. No tenía nada que hacer allí. Sin replicar dio la vuelta.

— Espera — ordenó el beng —. ¿Adónde vas?

Se detuvo, luchando contra sí misma, pero incapaz de hablar.

— Por favor, por favor… — logró articular por fin.

Comprendió que había hablado en el idioma beng. ¡Qué extraña se sentía, empleando esas palabras desconocidas! Vamos, pensó. Di el resto: «He venido aquí para ver al hombre de la cicatriz en el hombro.» No. No podía decirlo, no a ese extraño de rostro siniestro. A nadie. Apenas podía articularlo mentalmente.

— ¿Eres la mujer de las ofrendas?

Torlyri le miró.

— ¿Me conoces?

— Todos te conocen, sí. Aguarda aquí. En este sitio. Aquí, mujer de las ofrendas. ¿Me comprendes? — Señaló un punto en el suelo —. Aquí. Aguarda!

Torlyri asintió.

Estoy hablando en su idioma, pensó maravillada. Comprendo lo que me dice. Abro boca y salen las palabras.

El centinela giró de golpe y desapareció en el asentamiento beng.

Torlyri permaneció de pie, temblando. Quiere que espere, se dijo. ¿Que espere qué? ¿Que espere a quién? ¿Qué debo hacer?

Aguarda le dijo una voz desde su interior.

Muy bien. Esperaré.

Los minutos transcurrían, y el centinela no regresaba. El viento cálido y cargado de polvo soplaba a través de la hondonada de antiguos edificios vacíos con una fuerza tal que tuvo que protegerse el rostro. De nuevo pensó en marcharse rápidamente y en silencio antes de que alguien volviera. Pero vaciló. No quería quedarse ni partir. Su propia indecisión comenzó a divertirla ¡A tu edad!, se dijo. Esos miedos, esa ridícula timidez. Como una niña. Igual que una jovencita.

— ¡Mujer de las ofrendas! ¡Aquí está, mujer de las ofrendas!

El centinela había regresado. Y con el soldado venía él. No había sido necesario decir nada. El centinela se había dado cuenta. ¡Qué situación tan incómoda! Pero eso facilitaba mucho las cosas.

El centinela dio un paso al lado y el otro se acercó. Torlyri vio el hombro con la cicatriz, sus hermosos ojos penetrantes, el casco dorado, alto y redondeado. Empezó a temblar, y furiosa se ordenó tranquilizarse. Nadie la había obligado a ir hasta allí. Ella misma lo había escogido. Aquella situación era autoimpuesta.

Supo que en cualquier momento se echaría a llorar. Pero no podía controlarse, tenía demasiado miedo. Su alma se encontraba en peligro. Mientras había existido entre ellos la barrera del idioma, los primeros coqueteos por parte de ella habían sido algo totalmente seguro, un juego inocente, un pasatiempo divertido. Siempre podía fingir que entre ellos no sucedía nada, que nadie se había comprometido, que no había ningún objetivo definido, ninguna entrega. En realidad, así habían sucedido las cosas.

Pero ahora que ella comprendía la lengua de los bengs…

Ahora que podía decir lo que sentía…

El viento sopló más fuerte, más cálido. Su pesada carga de polvo oscureció el cielo por encima de Dawinno Galihine. A Torlyri le pareció que si soplaba un poco más, acabaría por derribar los endebles edificios que habían soportado temblores de tierra durante setecientos mil años.

El hombre de la cicatriz en el hombro la miraba con curiosidad, como si lo sorprendiera que ella hubiese venido, a pesar de que ya había visitado el asentamiento beng muchas veces antes. Durante mucho rato, ambos permanecieron en silencio.

Entonces, por fin, dijo:

— ¿Mujer de las ofrendas…?

— Me llamo Torlyri. — Torlyri. Es un nombre muy hermoso. ¿Entiendes lo que te digo?

— Si hablas despacio, sí. ¿Y tú? ¿Me comprendes?

— Hablas nuestra lengua de forma deliciosa, suena muy hermosa. Tienes una voz tan suave… — Sonrió y posó las manos a ambos lados del casco, dejándolas descansar allí un instante, acaso de indecisión. Entonces, rápidamente soltó la correa que sujetaba el casco a la garganta y se lo quitó. Torlyri nunca lo había visto sin él. En realidad, nunca había visto a ningún beng con la cabeza descubierta. La transformación no la inquietó. Su cabeza parecía extrañamente más pequeña y su estatura menos. Pero, de no ser por el color del pelaje y de los ojos, era idéntico a cualquier hombre de su tribu.

El centinela, que había estado rondando por atrás, tosió ostentosamente y se dio la vuelta. Torlyri comprendió que el hecho de quitarse el casco debía de ser una especie de, invitación a la intimidad, o tal vez un acto de entrega más profundo. Su temblor, que había cesado sin que se diera cuenta, volvió a agitarla.

— Mi nombre es Trei Husathirn. ¿Vendrás a mi casa? — la invitó.

Ella iba a decir que sí, que aceptaba con gusto. Pero se contuvo. Conocía el lenguaje de los bengs, sí. O al menos cuanto Hresh había conseguido aprender y transmitirle. Pero ¿cómo podía estar segura de las implicaciones de las palabras? ¿Qué significaba en realidad la pregunta «vendrás a mi casa»? ¿Era una invitación a copular? ¿A entrelazarse? ¿A formar pareja? Entonces, que Yissou me proteja, pensó ella, si piensa que estoy dispuesta a ser su pareja con sólo conocer su nombre. ¿O sólo le proponía abandonar aquella calle ventosa y tórrida, barrida por los vientos, ya que podían estar bebiendo vino y comiendo tortas en algún sitio más cómodo?

Ella se quedó estudiando su rostro, orando para tomar la decisión adecuada.

Él rompió el silencio, diciendo con voz que a Torlyri le pareció algo herida, aunque resultaba difícil asegurarlo con un idioma tan áspero como el de los bengs:

— Entonces, ¿no quieres venir?

— Yo no he dicho tal cosa.

— Entonces, vayamos.

— Debemos comprender… No puedo quedarme mucho tiempo…

— Desde luego. Sólo un rato.

Le indicó que partieran, pero la mujer permaneció donde estaba.

— ¿Torlyri? — dijo él, acercándose hasta ella pero sin tocarla.

Sin el casco parecía extrañamente vulnerable. Deseó que se lo volviera a poner. Lo que la había atraído de él en primer lugar fue el casco, esa sencilla cúpula dorada y brillante ligeramente coronada de hojas, tan distinta de los cascos infernales que prefería la mayoría de sus compañeros de tribu. Su casco, sí, y algo en su mirada, en su forma de sonreír y de comportarse. Del hombre que se escondía detrás de aquellos ojos aún no sabía nada.

— ¿Torlyri? — repitió, casi en una súplica.

— Muy bien. Una corta visita.

— ¡Vendrás! ¡Nakhaba! — Sus misteriosos ojos rojos brillaron de alegría como soles refulgentes —. ¡Sí, una breve visita! Ven. Ven. Tengo algo para ti, Torlyri: un obsequio, algo precioso, especialmente para ti. ¡Ven!

Sin demora pasó al lado del centinela, sin ni siquiera mirar para ver si ella lo seguía. El centinela le hizo un gesto que ella interpretó como una señal de amistad: tal vez algún signo sagrado, aunque también podía tratarse de una obscenidad. Torlyri hizo la señal de Yissou y salió corriendo en pos de Trei Husathirn.

Su casa, como él la llamaba, constaba de una sola habitación. Estaba situada en la planta baja de un palacio derruido de los ojos-de-zafiro, un edificio construido en piedra blanca. En el interior de los ladrillos ardía misteriosamente un frío fuego amarillo. La casa de Trei Husathirn era un lugar parco, con una pila de pieles que hacía las veces de lecho, un sencillo altar en un nicho, unas cuantas espadas y cerbatanas apoyadas contra la pared y dos o tres pequeñas cestas de mimbre que contenían ropa y otros efectos personales.

Torlyri no descubrió señales de ninguna presencia femenina en la habitación. Esto le produjo un gran alivio, que a su vez la avergonzó.

Trei Husathirn se postró ante el altar, susurró algunas palabras que ella no llegó a oír y colocó el casco dentro del nicho del altar con obvia reverencia. Luego se puso en pie y se acercó a ella. Ambos se miraron de frente, sin hablar.

Había calculado todo lo que le diría cuando finalmente se quedaran a solas. Ahora que podía comunicarse con él comprendía lo absurdo del discurso que había elaborado. ¿Hablar de amor? ¿Cómo? ¿Con qué derecho? Eran desconocidos. En sus ocasionales encuentros cuando uno u otro habían visitado el pueblo vecino, ambos habían disfrutado mirándose, guiñándose los ojos, sonriendo, señalando y riendo por cosas que de pronto les llamaban la atención sin motivo aparente. Pero nada había sucedido entre ellos. Nada. Ni siquiera sabía cómo se llamaba hasta hacía unos minutos. Él sólo sabía que Torlyri era la mujer de las ofrendas del Pueblo, y aun eso bien podía carecer de significado para el hombre. Y ahora estaban frente a frente, en silencio, sin que ninguno de los dos tuviera la menor idea de qué decir a continuación.

Con sorpresa se vio extendiendo la mano hasta el hombro derecho del hombre, para acariciar la larga cicatriz delgada que le recorría el antebrazo hasta el costado del cuello. En ese sitio el pelo se le había caído y se veía la piel suave y de un color rosado plateado, muy extraña al tacto, como si fuera n antiguo parche. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se apartó de él como si hubiese puesto la mano en un brasero.

— Hjjk — dijo —. Cuando era niño. Tienen un pico muy feo. Tres de ellos murieron por esto.

— Lo siento.

— Fue hace mucho tiempo. Nunca pienso en ello.

Otra vez comenzó a temblar. Torlyri se calmó. Los ojos de él sostenían la mirada de Torlyri sin vacilar, y ella tuvo que reunir fuerzas para no rehuirlos. Ambos tenían casi la misma altura, pero para ser mujer, ella era alta. Él era muy fuerte. Seguramente guerrero, y sin duda, valiente.

Entonces se decidió él a tocarla. Suavemente, deslizó los dedos por la espiral de brillante pelo blanco que le bajaba desde el hombro derecho por encima del seno hasta la cadera, y luego posó la mano sobre la otra espiral que corría por el flanco opuesto.

— Qué hermoso — dijo —. Este color blanco. Nunca había visto nada parecido.

— No es… frecuente entre nosotros.

— ¿Tienes un hijo, Torlyri? ¿También tiene esta franja blanca?

— No. No tengo hijos.

— ¿Y un hombre? ¿Tienes hombre?

Ella vio que el rostro del hombre se ponía en tensión.

Lo más fácil habría sido decirle la verdad: no, no tengo hombre. Pero eso sólo era parte de la verdad, y necesitaba que él la supiera toda:

— Tuve un hombre durante un tiempo — confesó —. Se marchó. — Ah…

— Se marchó lejos. Nunca más volveré a verlo.

— Lo siento, Torlyri.

Ella consiguió esbozar una sonrisa fugaz.

— ¿De verdad lo sientes?

— Siento que hayas sufrido, sí. Pero no que se haya ido. No puedo decir que lo siento.

— Ah.

De nuevo reinó el silencio, pero distinto de la torpe y fría pausa anterior.

Luego ella continuó:

— En mi tribu no era costumbre que la mujer de las ofrendas formara pareja, pero luego, cuando nos marchamos del capullo, las cosas cambiaron y surgieron nuevas costumbres. Y comprendí que yo también quería un compañero como los demás, y tomé uno. Así que durante una temporada he tenido pareja hasta hace poco. ¿Entiendes lo que digo, Trei Husathirn? Durante casi toda mi vida he vivido sin compañero, y en aquel momento me parecía bien. Luego tuve uno, y creo que fui feliz con él; y luego se marchó causándome una herida dolorosa. A veces pienso que habría sido mejor no tener ningún compañero que haber tenido uno para perderlo de ese modo.

— No. ¿Cómo puedes decir eso? Has conocido el amor, ¿verdad? El hombre puede haberse ido, pero tú jamás perderás el conocimiento del amor. ¿Preferirías no haber experimentado nunca el amor en toda tu vida?

— He conocido otro amor además del que me dio él. El amor de Koshmar, mi… — vaciló, comprendiendo que en el vocabulario beng no había términos para referirse al entrelazamiento —. Mi amiga — concluyó —. Y el amor de mi tribu. Sé que me quieren mucho, y yo a ellos.

— No es la misma clase de amor.

— Tal vez… tal vez. — Respiró hondo —. ¿Y tú? ¿Tienes mujer, Trei Husathirn?

— Tuve una.

— Ah…

— Murió. Los hjjks…

— ¿Cuando te hicieron la…? — aventuro señalando la cicatriz.

— En una batalla posterior, mucho tiempo después.

— ¿Habéis librado muchas batallas contra los hjjks?

Trei Husathirn se encogió de hombros.

— Están por todas partes. Nos hacen sufrir, y nosotros a ellos, creo. Aunque parecen no sentir dolor de ninguna clase: ni en el cuerpo ni en el alma. — Sacudió la cabeza e hizo un, gesto, como si hablar de los hjjks le produjera náuseas —. Te prometí un regalo, Torlyri.

— Sí. No es necesario.

— Por favor — rogó.

Revolvió en una de las canastas de mimbre y extrajo un casco, no de aspecto feroz sino más pequeño, como los que había visto lucir a las mujeres bengs. Estaba forjado en un brillante metal rojo, muy pulido y bruñido, casi como un espejo, pero de diseño grácil y delicado. Era un cono ahusado con dos puntas redondeadas y un complejo dibujo de líneas entrelazadas trazado por alguna mano maestra. Se lo ofreció con timidez y ella lo miró sin cogerlo.

— Es maravilloso — reconoció —, pero no podría.

— Hazlo, por favor.

— Es demasiado valioso.

— Es muy valioso. Por eso te lo ofrezco.

— ¿Qué implica que una mujer acepte un casco de un hombre? — quiso saber Torlyri.

Trei Husathirn pareció incómodo.

— Que son amigos.

— Ah. — Ella recordó que al hablar de Koshmar había dicho que eran amigas —. ¿Y qué significa la amistad entre un hombre y una mujer? ¿Qué representa?

— Significa… debes comprender… significa… ay, Torlyri… ¿Debo decirlo? ¿Debo decirlo? Tú lo sabes. ¡Lo sabes! — contestó, aún más incómodo.

— Le ofrecí mi amistad a un hombre y él me hirió.

— A veces ocurre. Pero no siempre.

— Pertenecemos a tribus distintas. No hay antecedentes…

— Hablas nuestro idioma. Aprenderás nuestras costumbres. — Le ofreció de nuevo el casco —. Hay algo entre tú y yo. Lo sabes. Lo supiste desde siempre. Aun cuando no podíamos comunicarnos, existía algo. El casco es para ti, Torlyri. Lo he guardado muchos años en esta caja, pero ahora te lo ofrezco a ti. Por favor. Por favor.

Ahora él era quien temblaba. No podía hacerle eso. Con mucho cuidado, cogió el casco que le tendía y lo sostuvo sobre su cabeza como si tratara de ponérselo. Luego, sin colocárselo, lo oprimió contra el pecho y con suavidad lo apoyó en el costado.

— Gracias — susurró —. Lo guardaré toda mi vida.

Ella le tocó la cicatriz con ternura, afectuosamente. El hombre acercó la mano a la espiral blanca que comenzaba en el hombro izquierdo de Torlyri y recorrió su cuerpo hasta los senos, donde se detuvo. Ella se acercó más. Y entonces Trei Husathirn la abrazó y la condujo hacia el lecho de pieles.


Bajo el viento cálido y cortante del sur, Taniane sentía que su alma se agitaba con ansias del cuerpo y del espíritu.

A lo largo del vientre y de los muslos la recorría una pulsación vibrante que llegaba hasta los órganos sexuales. Era inequívoco. La convenía aparearse. Tal vez Haniman anduviese cerca. O si no, Orbin. Éste nunca se negaba.

Pero luego sintió en la frente y en la base del cuello una tensión que descendía por la columna y parecía inclinarla a favor del entrelazamiento. Hacía mucho tiempo que no se entrelazaba. Sí, era algo que no solía hacer, por falta de un compañero con quien fusionar su espíritu. Pero hoy la urgencia la acuciaba. Tal vez, pensó, sólo necesitara copular, y en cuanto acallara el cuerpo con el placer ansiado, esa otra presión desaparecería.

Pero había algo más que la perturbaba, y que no era el apareamiento ni el entrelazamiento: era una inquietud una profunda sensación de impaciencia e intranquilidad que no parte tener una causa determinada La sentía en los dientes, detrás de los ojos, en la boca del estómago. Pero sabía que todo esto sólo era la manifestación exterior de algún sufrimiento del alma. No era la primera vez que lo sentía, pero ese día era más intensa, como si unas ráfagas enloquecedoras e incesantes de viento cálido avivaran los rescoldos. Guardaba alguna relación con la partida de Harruel y sus seguidores. Taniane había llegado a la conclusión de que debían de estar viviendo maravillosas aventuras en tierras lejanas y fabulosas, mientras ella continuaba inútilmente atrapada en la polvorienta y derruida Vengiboneeza. Y también tenía que ver con los cada vez más omnipresentes bengs, quienes pretendían mostrarse amistosos, pero de una forma muy peculiar. A su modo, por amistoso que fuera, sin prisa pero sin pausa, se habían apoderado de cada zona de la ciudad como si fueran los amos del lugar, y la tribu de Koshmar una mera banda abigarrada de intrusos a quienes toleraban por pena. Taniane también se sentía Inquieta ante la pasividad que mostraba Koshmar ante esta circunstancia. No había catado de parar lo pies a los bengs. No había hecho nada para poner a raya su intromisión. Se limitaba a encogerse de hombros y dejarlos actuar como les venía en gana.

Koshmar ya no parecía ella misma. En opinión de Taniane, la secesión de Harruel había acabado con la cabecilla. Y, evidentemente, Koshmar y Torlyri tenían algún tipo de problema.

Era raro ver a Torlyri en el asentamiento, se pasaba casi todo el día entre los bengs. Se rumoreaba que tenía un amante en la otra tribu. ¿Por qué lo toleraba Koshmar? ¿Que le estaba pasando? Si ya no se veía con fuerzas para segur en su puesto de cabecilla, entonces, ¿por qué no se hacía a un lado y dejaba el lugar a alguien con más decisión? Koshmar ya había superado el límite de edad. Si la tribu siguiera viviendo, superado el capullo, pensó Taniane, Koshmar ya habría partido en busca de la muerte, y seguramente ella sería la cabecilla. Pero ya no había límite de edad y Koshmar no tenía intención de ceder el mando.

Taniane no quería derrocar a Koshmar por la fuerza ni creía que el Pueblo la apoyara en semejante empresa, a pesar de que era la única mujer de la tribu con edad y espíritu apropiados para ser cabecilla. Pero había que hacer algo. Necesitamos un nuevo liderazgo, pensó. Y pronto. Y la nueva cabecilla, se dijo Taniane, debía hallar el modo de acabar con la intromisión de los bengs.

Cruzó la plaza y entró en el almacén donde se guardaban los artefactos del Gran Mundo. Esperaba hallar a Haniman para solventar la más sencilla de las necesidades que la acosaba esa mañana.

Pero en lugar de Haniman encontró a Hresh, que estaba estudiando los misteriosos dispositivos antiguos que él y Los Buscadores habían descubierto. Desde la llegada de los bengs, casi se habían olvidado de las máquinas. Al oírla entrar, levantó la vista, pero no dijo nada.

— ¿Te molesto? — le preguntó.

— No especialmente. ¿Puedo ayudarte en algo?

— Estaba buscando a… bien, ya no importa. Pareces triste Hresh.

— Tú también.

— Es este maldito viento. ¿Crees que alguna vez dejará de soplar?

Se encogió de hombros.

— Cuando cese, cesará. En el norte hay lluvia y el aire seco va en busca de ella.

— Cuántas cosas sabes, Hresh.

— No sé casi nada — dijo Hresh, apartando la mirada.

— Realmente, hay algo que te preocupa.

Se acercó a él. Hresh tenía los hombros encorvados. No decía nada y jugueteaba ociosamente con un artefacto plateado e intrincado cuya función nadie había podido determinar. Qué delgado es, pensó. Qué delicado. De pronto, en su corazón brotó un profundo amor por él. Comprendió que Hresh debía de tenerle miedo. Él, cuya gran sabiduría y misteriosas facultades habían aterrado a Taniane. Quiso abrazarlo y consolarlo como hubiese hecho Torlyri. Pero él se mantenía apartado tras un manto de dolor.

— Cuéntame qué te preocupa — le pidió.

— ¿Quién ha dicho que algo me preocupa?

— Lo veo en tu cara.

Sacudió la cabeza, molesto.

— Déjame tranquilo, Taniane. ¿Estás buscando a Haniman? No sé dónde está. Posiblemente haya ido con Orbin al lago a pescar, o si no…

— No he venido aquí a buscar a Haniman — respondió. Y luego, para su propia sorpresa, se oyó decir —: He venido a buscarte ti, Hresh.

— ¿A mí? ¿Qué quieres de mí?

— ¿Puedes enseñarme un poco el idioma de los bengs? ¿Qué te parece? Sólo un poco… — respondió, improvisando desesperadamente.

— ¿Tú también?

— ¿Acaso alguien más te lo ha pedido?

— Torlyri. Está enamorada de ese beng de la cicatriz con quien siempre anda coqueteando y riendo. ¿Lo sabías? Hace unos días vino hasta mí con una mirada de lo más curiosa. Enséñame a hablar en beng, dijo. Tienes que enseñarme beng. Ahora mismo. Insistió mucho. ¿Alguna vez habías visto que Torlyri insistiera en algo?

— ¿Y tú qué hiciste?

— Le enseñé a hablar el idioma beng.

— ¿Cómo? Creía que aún no sabías lo suficiente para enseñar a nadie excepto unas pocas palabras.

— No — reconoció Hresh en voz baja —. Mentía. Sé hablar en beng como un beng. Usé el Barak Dayir para aprenderlo del anciano de su tribu. No quería que nadie más lo supiera. Eso era todo. Pero cuando Torlyri me lo pidió así, no pude negarme. De modo que ahora también ella lo sabe.

— Y yo seré la próxima en hablarlo.

Hresh se mostró inquieto, muy preocupado.

— Taniane, por favor. Taniane…

— ¿Por favor qué? Enseñarme es responsabilidad tuya, Hresh. Enseñamos a todos. Son nuestros enemigos. Tenemos que conseguir entenderlos si queremos negociar con ellos, ¿no te das cuenta?

— No son nuestros enemigos.

— Eso es de lo que intentan convencernos. Tal vez lo sean, tal vez no, pero ¿cómo vamos a averiguar la verdad si ni tan sólo podemos imaginar qué dicen? Tú y Torlyri sois los únicos que podéis hablarlo. ¿Qué haremos si te sucede algo? No puedes negarte más, Hresh.

Ahora que reconoces poder enseñarlo, todos necesitamos aprender el idioma, y no sólo para salir disparados a buscar un amante en la otra tribu, como Torlyri. Nuestra supervivencia depende de ello. ¿O no piensas lo mismo?

— Tal vez. Supongo que sí.

— Bueno. Enséñame. Quiero empezar hoy. Si consideras necesario pedir permiso a Koshmar, vayamos a verla ahora mismo. Deberías enseñar a Koshmar también. Y a todos los miembros importantes de la tribu.

Hresh no dijo nada. Parecía sumido en la angustia.

— ¿Qué te pasa? — preguntó Taniane —. ¿Tan horroroso te parece que quiera aprender el idioma beng?

En voz baja y desolada, Hresh respondió sin mirarla:

— Sólo se puede aprender a través del entrelazamiento.

Los ojos de Taniane se encendieron.

— ¿Y qué? ¿Dónde ves el problema?

— Una vez te lo pedí y te negaste.

¡Así que era esto! Se sintió incómoda un instante, y luego, al ver que la incomodidad de Hresh era aún mayor, sonrió y dijo con toda la amabilidad de que fue capaz:

— Fue por el modo e t que me lo, pediste, Hresh. En el mismo instante en que Torlyri te enseñó a entrelazarte, viniste corriendo y me dijiste: «Vamos, Taniane, hagámoslo ahora.» Me sentí ofendida, ¿no lo entiendes? Hemos pasado trece años creciendo juntos, ambos aguardábamos el día en que tuviéramos edad suficiente para entrelazarnos, y tú lo estropeaste todo, Hresh, con tu torpe…

— Lo sé — replicó con dolor —. No hay necesidad de que me lo repitas.

Le lanzó una mirada coqueta y vivaz.

— Pero aun cuando me negara en aquella ocasión, eso no implica necesariamente que vaya a rechazarte la próxima vez que me lo pidas.

Hresh pareció no advertir su mirada.

— Eso mismo dijo Koshmar — replicó, con el mismo tono sombrío que antes.

— ¿Hablaste de esto con Koshmar? — preguntó Taniane, conteniendo la risa.

— Parecía saberlo todo. Dijo que debía volver a pedírselo.

— Pues bien, Koshmar no se equivocaba.

Hresh la miró con frialdad.

— Quieres decir que ahora que has encontrado una utilidad a entrelazarte conmigo estás dispuesta a hacerlo, ¿verdad?

— ¡Hresh, eres la persona más exasperante que he conocido!

— Pero tengo razón.

— Estás completamente equivocado. Esto no tiene nada que ver con que me enseñes beng. He estado esperando que volvieras a mostrar interés por mí desde aquella primera vez.

— Peto Haniman…

— ¡Que Dawinno se lleve a Haniman! ¡Sólo es alguien con quien me apareo! ¡Tú eres el compañero de entrelazamiento que deseo, Hresh! ¿Cómo puedes ser tan estúpido? ¿Por qué tienes que hacerme decir cosas tan evidentes?

— ¿Me quieres por mí? ¿No sólo porque puedo enseñarte beng si nos entrelazamos?

— Sí.

— Entonces ¿por qué no lo dijiste?

Ella levantó las manos desesperada.

— ¡Es increíble!

Hresh permaneció en silencio largo rato. Su rostro permanecía inexpresivo.

— He sido muy idiota, ¿verdad? — dijo por fin, lentamente.

— Mucho. Sin duda.

— Sí. Lo he sido. — La miró fijamente otro largo instante. Luego agregó —: Copulemos juntos, Taniane.

— ¿Copular? ¿No entrelazarnos?

— Primero copulemos. Nunca lo he hecho con nadie, ¿lo sabías?

— No, no lo sabía.

— Entonces, ¿lo harás? ¿Aunque no lo haga muy bien?

— Claro que lo haré, Hresh. Y lo harás tan bien como cualquier otro.

— Y después me gustaría entrelazarme contigo. ¿Te parece bien Taniane?

Asintió y sonrió.

— Sí.

— No sólo para enseñarte beng. Entrelazarnos sólo por el placer de hacerlo. Y luego, la próxima vez, te enseñaré el idioma ¿De acuerdo?

— ¿Lo prometes?

— Sí. Sí. Sí.

— ¿Ahora? — dijo ella.

— Por supuesto. Ahora mismo.


Bajo la límpida luz de la mañana, Salaman bajó a la zanja a cavar. Mucho tiempo atrás había abandonado toda esperanza de que la zanja produjese algo útil, pero trabajar en ella tenía la ventaja de ayudarle a ordenar sus pensamientos.

No llevaba más de cinco minutos cavando cuando una larga sombra cayó sobre él. Levantó la vista y vio a Harruel, con las manos en las caderas, que lo miraba desde lo alto.

El rey se tambaleaba de modo peligroso, como si en cualquier momento fuese a caer en el hoyo abierto. Era demasiado temprano para que Harruel estuviese ya ebrio, pensó Salaman.

— ¿Sigues en esto? — preguntó Harruel y se echó a reír —. ¡Por Dawinno, ten cuidado! ¡Si sigues cavando aparecerá un comehielos!

— Los comehielos han desaparecido — apuntó Salaman sin dejar de trabajar —. Hace demasiado calor para ellos. ¡Toma una pala, Harruel! ¡Ven aquí y cavemos un rato! El trabajo te beneficiará.

— ¡Bah! ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer?

Salaman no respondió. Bromear con Harruel siempre era un juego peligroso. Había llegado al límite que aconsejaba la prudencia Regresó a su tarea, y al cabo de un rato oyó que el rey se alejaba con paso vacilante, refunfuñando y resoplando.

La zanja de Salaman era un hoyo largo y sinuoso que partía del centro de la Ciudad de Yissou como una inmensa serpiente negra, corría por detrás del palacio real, pasaba por entre la casa de Konya y Galihine, y la de Salaman y Weiawala, luego formaba una línea ondulada que seguía más allá de la cabaña donde vivía Lakkamai. Era más profunda que la altura de un hombre, y tan ancha como la distancia que separa los dos hombros de un ser humano.

La había hecho casi por completo con sus propias manos, aunque a veces colaboraban Lakkamai y Konya. Lo guiaba el constante afán de descubrir algún resto de la estrella de la muerte que suponía había caído allí. Desde los primeros días de la ciudad, siempre había logrado dedicar una o dos horas del día a la tarea. Cavaba mucho rato, con cuidado, reflexivamente, y luego llevaba la tierra que cavaba al punto inicial de la zanja, para que no obstruyera el tránsito por la ciudad. En realidad, a raíz de esta zanja, Salaman era objeto de muchas bromas y algunas quejas, pero él seguía cavando sin hacerles caso.

Salaman dijo a los demás que el fragmento de una verdadera estrella de la muerte sería un talismán sagrado que los protegería de toda clase de peligros. Y con el tiempo, él mismo llegó a convencerse. Pero su principal propósito para cavar era demostrarse que el cráter se había formado por el impacto de una estrella caída. Las teorías deben verificarse, se dijo Salaman. Uno no debe constar sólo en la especulación. Y así, seguía cavando. Soñaba con que su pala chocara contra el metal, con hallar alguna gran masa de hierro congelado en el suelo, bajo los límites de la ciudad, y gritar a los demás: «Venid, mirad, mirad esto.»

Hasta ahora, sin embargo, no había hallado nada excepto piedras y raíces secas de árboles. A veces, restos de animales enterrados por algún explorador. Tal vez la estrella de la muerte yacía enterrada a tanta profundidad que para encontrarla no le bastaría con cinco vidas. O tal vez, como había sospechado desde el comienzo, las estrellas de la muerte estuviesen formadas por algún material perecedero, como el fuego o el hielo, que causaban terribles daños sin dejar restos. La única hipótesis que Salaman no podía aceptar, por estar convencido de que era falsa, era que este inmenso cráter circular de forma tan regular, aquella intrusión en el suave valle, podía deberse a algo que no fuera a estrella de la muerte. Bajo el impacto de aquellas estrellas había perecido una civilización entera; a Salaman no le cabía la menor duda de que tenían que haber dejado tremendas huellas en forma de cráteres como el que Harruel había escogido para construir su Ciudad de Yissou.

Pero las estrellas de la muerte no eran el principal pensamiento de Salaman mientras cavaba esa mañana. Hoy le obsesionaba ese extraño y lejano mensaje — si es que lo era — , que había percibido mientras él y Weiawala ponían en contacto los órganos sensitivos en la colina, al sur del cráter.

Ese insistente palpitar atronador. Ese sonido subterráneo, ese retumbar, esa corriente amenazadora e inquietante. ¿Eran sólo imaginaciones? No. No. La señal había sido débil; emitida tal vez muy lejos de allí; pero Salaman estaba seguro de que no lo había soñado. Debía ser sutil, pero real. En el exterior se estaban operando cambios, cierta agitación en la vastedad del continente. Tal vez constituía una amenaza para la ciudad. Quizá debían tomar alguna precaución.

Temeroso, tembloroso, empapado en su propio sudor, cavó como un loco durante más de una hora, apaleando la tierra como si todas las respuestas estuvieran ocultas allí. Por todo el cuerpo tenía gotas de fango arenoso adheridas. Tenía el vello sucio. Sentía la arenisca entre los dientes, y escupía una y otra vez sin poder librarse de ella. Cavaba con tal fuerza irracional que la tierra salía disparada formando un amplio arco detrás de él. Apenas se fijaba en dónde caía. Al cabo de un rato se detuvo, con el corazón desbocado y los ojos borrosos por la fatiga. Se reclinó sobre la pala y pensó.

Hresh sabría qué hacer, se dijo.

Supón que estás analizando esto con Hresh. ¿Qué consejo te daría?: «He recibido un mensaje, pero es confuso. Puede ser un mensaje de gran importancia, pero no puedo asegurarlo, pues no puedo leerlo con claridad ¿Qué debo hacer?»

Y Hresh respondería: «Si el mensaje es confuso, Salaman pues bien; examínalo bajo una luz más intensa.»

Sí. Hresh siempre tenía la respuesta apropiada.

Salaman arrojó la pala y trepó desde la zanja. Sorprendido, miró hacia atrás y vio el chapucero trabajo que había hecho esa mañana, los golpes salvajes y desparejos, la tierra dispersa por doquier. Sacudió la cabeza con desaprobación. Luego tendría que arreglar aquello, pensó. Luego.

A pesar del cansancio, se obligó a correr. Pasó por la casa de Lakkamai, casi atropelló al azorado Britikkos, y surcó la senda que conducía al borde sur del cráter. Le guiaba una energía demoníaca. Sintió a Yissou encaramado en su hombro derecho y a Dawinno sobre el izquierdo, ambos insuflándole fuerzas. Y delante de él iba corriendo Friit, el dios Sanador, sonriendo, haciéndole señas. Tropezando, tambaleando, jadeando, Salaman subió al borde del cráter, saltó por encima, tomó aire, y salió disparado como un loco por la senda que le llevaba a su atalaya particular.

Ante él se extendía la tierra en toda su verde majestad.

Miró hacia las colinas del sur, iluminadas por el sol, y se detuvo un instante para reunir fuerzas y tomar aliento. Luego elevó el órgano sensitivo y emitió la segunda vista, esa peculiar facultad perceptiva que constituía un don para su especie. El órgano sensitivo se le puso rígido como el miembro de apareamiento. Lo apuntó al horizonte y proyectó toda la energía de que era capaz.

Una vez más oyó aquel retumbar palpitante: un pulso grave y pesado, que resonaba muy lejos, más allá de las colinas.

Con la segunda vista, Salaman estuvo a punto de llegar a comprender qué significaba ese sonido. Pero sólo a punto. Vio un destello de color, un fulgor de brillante tono escarlata. ¿Qué significaría aquello? Y luego otros colores: amarillo, negro, amarillo, negro, amarillo, negro, palpitando, pulsando, alternándose y repitiéndose, una y otra vez, incansables, atento a tales sensaciones le llegó una profunda sensación de terror que le arrojó al suelo. Quedó de rodillas, temblando, con los dedos hundidos en el fértil suelo para sostenerse.

Algo se acerca, algo pavoroso. Pero ¿qué? ¿Qué?

Había examinado el mensaje, bajo una luz más intensa, pero aún no era suficiente. Y, sin embargo, ardía de resolución. El entrelazamiento no había bastado para darle claridad de visión; tampoco la segunda vista, aunque con lila la percepción había sido mayor. Pero si se entrelazar al mismo tiempo usara la segunda vista…

Al instante claman se puso en pie y descendió por la ladera de la colina rumbo a la ciudad. En su frenética carrera desprendía toda clase de guijarros y peñascos, de forma que le acompañaba una considerable avalancha y más de una vez se torció los tobillos, aunque no se permitió detenerse ni un solo instante. Sabía que le había arrebatado una especie de locura El fuego de los dioses le había poseído.

— ¡Weiawala! — gritó, al irrumpir en el centro de la pequeña ciudad —. ¿Dónde estás? ¡Weiawala! ¡Weiawala!

La mujer salió de la casa de Bruikkos y Thaloin, con el ceño fruncido, mirando alrededor. Cuando le vio, se llevó la mano a la boca.

— ¿Qué te ha sucedido, Salaman? ¡Nunca te había visto así! ¡Estás todo sudoroso, cubierto de polvo…!

— No importa. — La cogió por la muñeca —. ¡Vamos! ¡Ven conmigo!

— ¿Te has vuelto loco?

— ¡Ven! ¡Vamos a la colina!

Comenzó a tirar de ella. Entonces salió Thaloin de la casa, parpadeando bajo la luz del sol, mirando asombrada la escena que tenía lugar ante ella. Y al verla, Salaman tuvo una inspiración. Si una compañera de entrelazamiento podía amplificar un mensaje mental desde lejos, dos conseguirían dar una profundidad de percepción mucho mayor. Con un rápido movimiento de la mano la aferró también y comenzó a arrastrar alas dos mujeres hacía la senda.

— Suéltame — gritó Thaloin —. ¿Qué estás…?

— Por favor. Venid conmigo — musitó Salaman —. No discutáis. Es vital. Vamos allí, arriba de la colina… allí…

Asía a Thaloin con una mano y a Weiawala con la otra, y las arrastraba tras de sí. El alboroto atrajo a los demás — Minbain, Lakkamai, el niño Samnibolon — que intercambiaron miradas intrigadas. Cuando Salaman pasó ante el palacio real Harruel salió por la puerta trasera, con el rostro sombrío, hosco y malhumorado, tambaleándose en el último estadio de la borrachera. Señaló a Salaman y sé echó a reír con voz ronca.

— ¿Dos, Salaman? ¿Dos a la vez? ¡Sólo un rey se lleva dos mujeres a la vez! Ven aquí… dame… dame.

Harruel intentó agarrar a Weiawala. Salaman, maldiciendo, le empujó con un golpe de hombro contra el pecho. Harruel abrió unos ojos como platos, gritó desconcertado y comenzó a retroceder, agitando los brazos, hacia el borde de la zanja de Salaman. Perdió el equilibrio y cayó dentro. Salaman no se volvió para mirarle. Aferrando con más fuerza a Weiawala y Thaloin, las arrastró a lo largo de la senda rocosa que conducía a la cima del cráter. Sabía que estaba caminando demasiado deprisa para ellas: las mujeres tropezaban; vacilaban, caían una y otra vez. Él las levantaba, tiraba de ellas y seguía empujándolas hacia la cumbre. Thaloin era mucho más baja que Weiawala y apenas podía seguir el paso, así que Salaman esperaba, se detenía, y volvía a emprender la marcha. Ellas no se resistían. Al parecer habían deducido que estaban en manos de un lunático y que lo más prudente era acceder a cuanto les pidiese. Al llegar a la cima de la colina, Salaman las arrojó al suelo y se tendieron jadeantes a recuperar fuerzas, cerca de la atalaya.

— Ahora nos entrelazaremos — anunció Salaman por fin.

Weiawala se mostró estupefacta.

— ¿Tú… yo… Thaloin?

— Los tres.

Thaloin contuvo un gesto de rechazo. Salaman la miró con enfado.

— ¡Los tres! — repitió, con la urgencia del que ha perdido la razón —. ¡Es importante para la seguridad de la ciudad! ¡Entrelacémonos, dadme vuestra energía, vuestra segunda vista! ¡Entrelacémonos! ¡Vamos! — Las dos mujeres estaban como paralizadas, y temblaban débilmente. Salaman cogió el órgano sensitivo de Weiawala y lo envolvió alrededor del suyo, y sobre ambos, posó el de Thaloin. Con el tono de voz más seductor y tierno de que fue capaz les dijo —: Por favor. Haced lo que os pido. Entregaros al entrelazamiento.

Estaban demasiado atemorizadas y exhaustas para obedecer con la rapidez que Salaman deseaba. Pero él las acarició, las mimó, les despertó los órganos sexuales como si en vez de entrelazarse quisiera copular con ellas, y al cabo de un rato sintió el inicio de una comunión con Weiawala. Luego Thaloin, tímida y temerosamente, comenzó a unírseles.

¿Entrelazarse con dos personas a la vez? ¿Quién hubiese osado imaginar algo semejante? Las imágenes le inundaron al principio en un caos que le dejó totalmente desconcertado. Pero Salaman se obligó a diferenciarlas y a abrirse paso entre ellas. Poco a poco la confusión le abandonó. Ante él se desplegó una maravillosa sensación de visión ilimitada.

— La segunda vista — urgió —. ¡Usad la segunda vista! Sí, muy bien…

Y vio.

Con la ayuda de sus compañeras pudo proyectar sus percepciones a los cielos, y más allá, al sur, al norte, al este, al oeste. Era una sensación prodigiosa, que producía vértigo. Lo que antes había sido un confuso retumbar ahora se había convertido en un trueno atroz, un martilleo poderoso que parecía un interminable terremoto. No provenía de las colinas del sur sino del norte, muy lejos. Antes sólo había distinguido la reverberación del mensaje que resonaba sobre las tierras altas del sur.

Vio las inmensas bestias rojas de los bengs, esos enormes animales rojos llamados bermellones. Formaban una inmensa horda: miles y miles. Era un mar escarlata de bermellones, una ondulante masa de criaturas gigantescas y lentas que cubrían la superficie de montañas enteras y llenaban un valle tras otro. Avanzaban en una estampida pavorosa y multitudinaria rumbo al sur, hacia la ciudad de Yissou.

Y con ellos, marchando entre ellos, conduciendo las inmensas bestias hacia la ciudad…

Los hjjks. Un colosal ejército de hjjks, de seres-insecto amarillos y negros que avanzaban en número incontable. Pudo ver sus inmensos ojos de facetas, llegó a oír el golpeteo terrorífico de sus salvajes picos.

Los hjjks se acercaban, avanzaban con los bermellones, barrían cuanto hallaban a su paso, en una ruta que conducía a la destrucción. Se acercaban a ellos.


Fue el entrelazamiento más extraño que Taniane había experimentado. Lo habían hecho después de copular, lo cual tal vez no fue una buena idea: a pesar de que sostenía que nunca antes se había apareado, Hresh lo había hecho bastante bien, aunque se había mostrado demasiado preocupado por actuar de forma correcta, y su inseguridad acabó por incomodar a Taniane. Tal vez parte de este sentimiento se había transmitido al entrelazamiento. Cuando ella le abrió el espíritu, él la invadió en una avalancha que la dejó sin aliento, pero casi al instante sintió que Hresh se reservaba algo, que levantaba barreras, que ocultaba aspectos de su alma. No era forma de entrelazarse. Y, sin embargo, sin embargo, a pesar de esa misteriosa reticencia, para ella había sido una comunión sobrecogedora, un acontecimiento inolvidable, poderoso, intenso. Sabía que sólo había visto una fracción de él, y a pesar de ello, había superado cualquier otra sensación que hubiera experimentado en sus anteriores entrelazamientos.

Cuando todo hubo terminado, permanecieron en silencio en la cámara de entrelazamiento, escuchando las ráfagas de viento cálido que se filtraban por entre las calles.

— ¿Puedo decirte una cosa, Hresh? — dijo ella después de un rato.

— ¿Es algo agradable?

— No estoy segura.

Él vaciló un momento.

— Dímelo, de todas formas.

Ella deslizó la mano por la suave piel de la cara interior de su brazo.

— No te lo tomarás a mal, ¿verdad?

— No lo sé…

— Muy bien. Muy bien. Quería decirte que… bueno… me has hecho descubrir cosas dentro de mí, Hresh, tan intensas que me atemorizan. Eso es todo.

— No sé cómo debo tomarme esto.

— Como un halago, de verdad.

— Eso espero. — Le acarició el brazo, y ambos perros permanecieron en silencio un rato. Taniane había apoyado la cabeza sobre el pecho de él y sentía el resonante palpitar de su corazón.

— ¿No te enseñó Torlyri que no debías reservarte nada al entrelazarte? — preguntó Taniane al cabo de un rato.

— ¿Acaso yo estaba ocultando algo?

— Eso me pareció.

— Me falta práctica, Taniane.

— Igual que a mí. Pero sé cómo debería ser el entrelazamiento, y sé que me ocultabas cosas, o al menos mantenías en reserva ciertas zonas, y eso me duele, Hresh. Es como si no confiaras en mí, como si en cierto modo me usaras…

— ¡No!

— No quiero que nos enfademos. Intento comunicarte mis sentimientos para que la próxima vez sea mejor para los dos. Quiero que haya una próxima vez, Hresh. Sabes que te digo la verdad. Una próxima vez, y otra, y otra…

— No estaba ocultando nada, Taniane.

— Muy bien. Quizá yo me equivoco.

Él se incorporó, se apoyó en un codo, y la miró de frente.

— Si he ocultado algo — explicó — era lo que he descubierto sobre el mundo, sobre el Pueblo, sobre los bengs, sobre el Gran Mundo… hechos que aún no he conseguido comprender, que me han conmovido como un terremoto, Taniane. Revelaciones tan gigantescas que apenas comienzo a desentrañarlas. Yacen en los límites de mi alma, y tal vez no quería transmitírtelas mientras nos entrelazábamos porque… porque n lo sé… porque hay algunas cosas que hieren mucho, y por eso las oculté…

— Cuéntame — pidió.

— No estoy seguro de que… — Cuéntame.

La estudió. Al cabo de un rato comenzó.

— ¿Te acuerdas cuando utilicé el Barak Dayir para que entráramos en el edifico de piedra verde, donde vimos a esos fantasmas de sueñasueños moviéndose…?

— Claro que sí.

— ¿Qué crees que era aquel edificio?

— Un templo. Un templo del Gran Mundo.

— ¿Un templo de quiénes?

Ella frunció el ceño.

— De los sueñasueños…

— ¿Y quiénes eran los sueñasueños? — preguntó Hresh.

Ella no respondió de inmediato.

— ¿Quieres saber qué se me ocurrió aquel día? — dijo vacilante.

— Sí.

— No te rías, ¿eh?

— Te juro que no.

— Se me ocurrió que los sueñasueños eran los humanos de los que hablan las crónicas, no nosotros. Es lo que dijeron los ojos-de-zafiro artificiales cuando llegamos a Vengiboneeza: nos equivocamos al creer que somos seres humanos, puesto que no somos más que una especie de animales inteligentes. No formamos parte del Gran Mundo. He temido esto desde que fuimos a aquel edificio. Pero sé que me equivoco. No puede ser cierto, ¿verdad? Es una insensatez, ¿no, Hresh? Probablemente los sueñasueños eran seres que procedían de otra estrella Y nosotros somos los seres humanos, tal como siempre lo hemos creído.

— No. No somos seres humanos.

— ¿No?

— He visto las pruebas. No hay forma de negarlo. Por todas las ruinas del Gran Mundo se ven estatuas de los Seis Pueblos, y nosotros no aparecemos entre ellos. En cambio, los sueñasueños sí. Y en la antigua Vengiboneeza hay — un lugar (lo he visto, Taniane, en una ilusión que logré mediante una máquina del Gran ¡Mundo) donde tenían toda clase de animales; no seres civilizados, sino criaturas salvajes. Y había una jaula donde estaban nuestros ancestros. Casi iguales a nosotros. Y en una jaula, para ser exhibidos. Animales…

— No, Hresh.

— Animales muy, inteligentes. Tan listos, que construyeron capullos para nosotros cuando llegó el Largo Invierno, o tal vez fuimos nosotros mismos quienes los construimos, no sé, y nos los dejaron para aguardar ti que terminara el frío. Y Dawinno nos transformó, y nos concedió más inteligencia, tanta que interpretamos mal las crónicas s supusimos que los seres humanos éramos nosotros. Pero no. No somos humanos. El anciano de los bengs también lo sabe. Su pueblo jamás pensó, ni por un instante, en que eran los mismos humanos que poblaron el Gran Mundo…

— Pero si, tal como dicen las crónicas, los seres humanos han de heredar la Tierra ahora que el invierno ha concluido…

— No — corrigió Hresh —. Los humanos han desaparecido. Supongo que murieron durante el Largo Invierno, salvo Ryyig, el Sueñasueños, quien tal vez haya sido el último. Nosotros vamos a heredar la Tierra. Pero para eso debemos convertirnos en humanos, Taniane.

— No acabo de entenderte. Si no somos humanos, cómo lograremos…

— Viviendo como seres humanos. Actualmente ya casi lo hacemos. Tenemos un lenguaje, sabemos escribir, registramos la historia. Podemos construir y enseñar a nuestros hijos. Ésas son características humanas, no propias de los animales. Los animales actúan por instinto. Nosotros nos basamos en nuestros conocimientos. ¿Lo ves? ¡No sólo los sueñasueños fueron humanos, Taniane, sino también los Seis Pueblos del Gran Mundo! Los humanos, los ojos-de-zafiro, los vegetales…

— ¿También los hjjks? ¿Humanos?

Hresh vaciló.

— Si «humano» significa civilizado, sí. Si significa tener capacidad de aprender, y de crear cosas, y de transformar el mundo, sí. Incluso los hjjks son humanos según estos parámetros. De una clase distinta, eso es todo. Y nosotros también seremos humanos. Los nuevos humanos, los humanos más recientes, si seguimos creciendo, y construyendo, y pensando. Pero primero debemos marcharnos de Vengiboneeza y crear algo que sea realmente nuestro, no debemos limitarnos a permanecer aquí ocultos entre estas ruinas, tenemos que construir una Vengiboneeza propia, una civilización que no sólo sea una superposición sobre las ruinas de otra. ¿Comprendes lo que te digo?

— Sí. Creo que sí, Hresh. Es casi lo mismo que decía Harruel.

— Sí. De algún modo él lo comprendía y se marchó para llevar a cabo lo mismo que nosotros debemos realizar. Tal vez sea un hombre rudo y cruel, pero ha comenzado a construir. Y ésa es también nuestra tarea. Debemos mirar hacia el pasado y a la vez hacia el futuro. Así nos convertiremos en seres humanos: en personas que perpetúan las cosas, que crean vínculos entre lo que fue y lo que será. Por eso es tan importante que terminemos de explorar estas ruinas y que hallemos cuanto sea útil del Gran Mundo. Y debemos llevarlo con nosotros cuando nos marchemos de Vengiboneeza, y emplearlo por nuestra cuenta para construir lo que necesitemos. — Ahora sonreía —. No hemos salido de exploración desde que llegaron los bengs, ¿no es cierto? Pero esta noche pasada he salido solo y he encontrado un inmenso depósito de objetos nuevos, al otro lado de la ciudad. Los bengs me atraparon antes de que pudiera entrar. No sé si ellos se dan cuenta de lo que contiene, pero de todas formas quieren mantenernos alejados. No podemos permitirlo. Regresemos, tú y yo. Vayamos a averiguar qué se esconde allí. ¿Quieres? ¿Vendrás, Taniane?

— Desde luego. ¿Cuándo iremos?

— Dentro de un día, dos días. Pronto.

— Sí. Pronto.

Hresh se acercó a ella, y Taniane creyó que tal vez quería volver a entrelazarse, pero sólo le dio un abrazo. Luego se puso en pie de un salto, y le tendió la mano para que ella también se incorporara. Debía encontrar a Koshmar, dijo Hresh. Debía analizar todas estas cuestiones con ella. Y luego, había otras cosas importantes que hacer. Siempre cosas que hacer, cosas que analizar. Y se marchó, dejándola de pie, sacudiendo la cabeza.

Hresh, pensó. ¡Qué extraño eres, Hresh! ¡Pero qué maravilloso!

La cabeza le daba vueltas. No somos humanos… debemos llegar a serlo… debemos construir… debemos tocar el pasado y el futuro…

Salió a pasear por la plaza para intentar serenarse. Alguien se le acercó por detrás. Haniman.

— Entrelázate conmigo — susurró.

— No.

— Sigues negándote.

— Déjame sola, Haniman.

— Entonces, copulemos…

— ¡No!

— ¿Ni siquiera eso?

— ¿Quieres dejarme en paz?

— ¿Qué te ocurre, Taniane? Pareces muy alterada.

— Lo estoy.

— Dime qué te pasa.

— Lárgate.

— Sólo quiero que te encuentres mejor. Es una vieja tradición humana, supongo que ya la sabes… Cuando la mujer está preocupada, el hombre trata de consolarla…

— ¡No somos humanos! — gritó exasperada.

— ¿Qué?

— Eso dice Hresh. Tiene pruebas. Sólo somos animales, como decían los guardianes del portal. Los sueñasueños eran los humanos, y ahora están muertos. Tú eres sólo un simio con cerebro desarrollado, Haniman, igual que yo. Ve y pregúntaselo a Hresh, si no me crees. Ahora déjame en paz, ¿quieres? ¡Déjame sola! ¡Déjame sola!

Haniman la miró, atónito.

Luego retrocedió. Taniane se quedó mirándolo, con una mano sobre la boca.


En la oscuridad de la capilla, entre el humo que se elevaba desde los rescoldos del fuego, Koshmar vio que unas figuras enmascaradas se movían ante ella. Ésta, con el terrible pico amenazador, era Lirridon. Ésa era Nialli, con la máscara negra y verde con púas rojas. Y aquélla, Sismoil, sin rasgos, enigmática. Aquélla, Thekmur. Y Yanla. Y ésta, Vork.

Se aferró al altar para no perder el equilibrio. Estaba cubierta de un sudor frío, y detrás del esternón sentía un agudo dolor.

Tenía la garganta seca y sabía que ningún océano lograría calmar esa sed.

— Koshmar — empezó Thekmur —. Pobre y triste Koshmar…

— Pobre Koshmar, das lástima — lamentó Lirridon.

— Lloramos por ti, Kosmar se condolió Nialli.

Contempló a las fantasmales figuras que se movían ante ella y sacudió la cabeza con furia. Lo último que deseaba era la compasión de sus predecesoras.

— No — las interrumpió, y la voz se le quebró a mitad de camino, como un sonido ronco y hueco —. ¡No debéis compadecerme!

— Ven con nosotras — invitó Yanla, quien había sido cabecilla hacía tanto tiempo que de ella sólo recordaba el nombre y e casco —. Ven a descansar en nuestros brazos. Has sido cabecilla durante suficiente tiempo…

— ¡No!

— ¡Descansa junto a nosotras! — dijo Vork —. Duerme en nuestro regazo y conocerás la alegría de la paz eterna.

— ¡No!

Thekmur, quien había sido como una madre para ella, se puso de rodillas a su lado y murmuró incitadora:

— Nosotras llegamos a la edad límite y nos marchamos al frío dispuestas a morir. ¿Por qué te aferras con tanta ferocidad a la vida, Koshmar? Has pasado el límite de edad. Estás agotada. Descansa ahora, Koshmar…

— El Invierno ha terminado. Ya no hay ningún lugar frío. En la época de la Nueva Primavera ya no observamos la costumbre del límite de edad.

— ¿La Nueva Primavera? — preguntó Sismoil —. ¿De verdad ha llegado? ¿Eso crees? ¿Realmente es la Nueva Primavera?

— ¡Sí! ¡Sí!

— Duerme, Koshmar. Que otra mujer tome el mando. Has perdido la mitad de la tribu…

— ¡No la mitad! ¡Sólo unos cuantos!

— Los bengs invaden tu territorio…

— ¡Aniquilaré a los bengs!

— Una mujer más joven se prepara para el poder. Dáselo, Koshmar…

— Cuando llegue el momento, y no antes.

— El momento ha llegado.

— No. No. No.

— Duerme, Koshmar…

— Todavía no. Que Dawinno os lleve. Aún estoy viva, ¿no lo veis? ¡Gobierno! ¡Soy la cabecilla!

Koshmar se puso en pie, y agitó los brazos con furia para despejar los vapores que colmaban la pequeña habitación. El gesto le causó dolor. La punzada que le mortificaba el pecho se acentuó y la perforó de un modo atroz. Pero no dejaría entrever su angustia. Abrió la puerta giratoria de la pequeña capilla para que el aire fresco ventilara el lugar y las tenues figuras de las cabecillas muertas se difuminaron, se hicieron transparentes, hasta desvanecerse casi por completo. Tosiendo, asfixiada, Koshmar salió trastabillando hacia la luz del sol. Se aferró a una cornisa antigua y derruida hasta que el espasmo del vértigo cesó.

Nunca regresaré a esta capilla, se dijo. Que los muertos sigan muertos. No necesito consejos.

Poco a poco se abrió paso a través de los seis arcos en ruinas y los cinco intactos, cruzó la plaza de mármol rosado, subió los cinco tramos de escaleras megalíticas. Pasó ante los escombros de la caída torre negra, y se dirigió al asentamiento por el sur y el oeste de la ciudad. De vez en cuando Koshmar atisbaba algún bermellón de los bengs deambulando solo, paciendo las hierbas que crecían entre las losas resquebrajadas. A su lado, por sobre los tejados, pasó un grupo de monos gritando de forma insultante y arrojándole objetos desde una distancia prudencial. Les lanzó una mirada de desprecio. Dos veces descubrió Hombres de Casco en unas ruinas, realizando en silencio misiones desconocidas. Ninguno de ellos dio señales de haberla reconocido.

Seguía lejos del asentamiento, en una zona de enormes estatuas caídas y pabellones brillantes como espejos que con los años habían quedado reducidos a ruinas plateadas. Entonces, vio la figura de Hresh a lo lejos. Corría hacia ella, gritando, llamándola por su nombre.

— ¿Qué ocurre? — preguntó —. ¿Por qué me has seguido hasta aquí?

Hresh se encaramó al hombro de un derruido coloso de mármol y la miró con ansiedad.

— Tengo que hablar contigo, Koshmar.

— ¿Aquí?

— No quería que ningún miembro de la tribu nos oyera.

Koshmar le miró con dureza.

— Si piensas proponerme alguna nueva maquinación de las tuyas, debes saber antes de comenzar que has elegido un momento poco propicio. Deseo estar sola, hoy me siento muy poco receptiva. Muy poco receptiva.

— Supongo que tendré que arriesgarme. Quiero hablarte de abandonar la ciudad.

— ¿Tú? — Los ojos se le encendieron de ira —. ¿Ir junto a Harruel, eso es lo que pretendes?

— No. No junto a Harruel. Y no sólo yo, Koshmar. Todos nosotros.

— ¿Todos? — Volvió a sentir una punzada de ardiente dolor en el pechó. Quiso frotarse el esternón. Pero eso revelaría su angustia a Hresh. Controlándose con gran esfuerzo, dijo —: ¿Qué insensatez es ésta? Te advertí que no quería que me molestaras con nuevas fantasías y…

— ¿Puedo hablar, Koshmar?

— Sigue.

— ¿Te acuerdas del día en que entramos en Vengiboneeza, años atrás? ¿Cuando los ojos-de-zafiro artificiales se burlaron de nosotros y me llamaron «monito», y nos dijeron que no éramos verdaderos seres humanos?

— Dijimos las palabras adecuadas, y los guardianes nos aceptaron como humanos y nos dejaron entrar.

— Nos aceptaron, sí. Pero en ningún momento dijeron que fuésemos la especie humana del Gran Mundo. «Vosotros sois los humanos ahora», eso dijeron. ¿Lo recuerdas, Koshmar?

— Todo esto me está hartando, Hresh.

— ¿Y si te contara que he hallado pruebas irrefutables de que los guardianes decían la verdad? ¿De que los verdaderos seres humanos del Gran Mundo eran los sueñasueños, y que nuestra especie en esa misma época era poco más que un grupo de animales?

— Es absurdo, niño.

— Tengo pruebas.

— Pruebas absurdas. En aquella ocasión dije que probablemente había muchas especies de humanos, pero que nosotros éramos la única que había sobrevivido. De forma que el mundo es nuestro por derecho. Es inútil discutir esta cuestión de nuevo, Hresh. Y, de todas formas, ¿qué relación tiene todo esto con irnos de Vengiboneeza?

— Si somos seres humanos, como tú sostienes, y si somos los únicos humanos que aún existen, entonces debemos marcharnos de este lugar y construir una ciudad propia, como hacen los seres humanos, en lugar de vivir merodeando entre las ruinas de algún pueblo pretérito — contestó Hresh.

— Es el mismo argumento que esgrimió Harruel. Fue un acto de traición y dividió la tribu. Si opinas lo mismo que él, deberías irte a vivir con los otros, dondequiera que estén. ¿Es eso lo que deseas? Entonces márchate. ¡Vete, Hresh!

— Quiero que todos nos marchemos para llegar a ser humanos.

— ¡Somos humanos!

— Entonces debemos irnos —, para poder estar a la altura de nuestro destino humano. ¿No comprendes, Koshmar, que la diferencia entre los humanos y los animales reside en que éstos simplemente viven al día, mientras que los seres humanos…

— Ya basta — le interrumpió Koshmar en voz muy baja —. Esta conversación ha terminado.

— Koshmar. Yo…

— Terminado. — Se llevó la mano al pecho y la apretó con fuerza. Comenzó a frotar. El dolor era tan tenaz que se hubiera e cogido, pero se obligó a permanecer sentada en posición erguida —. He venido aquí para estar sola, y reflexionar sobre asuntos que sólo a mí me conciernen. Ha invadido mi intimidad, a pesar de que te había pedido que no lo hicieras, y has soltado una serie de tonterías que nada tienen que ver con nuestra situación actual. No somos monos. Los monos son esos animales molestos que andan por los tejados, y no pertenecen a nuestra especie. Y nos marcharemos de Vengiboneeza, sí, cuando los dioses me indiquen que ha llegado el momento. Cuando los dioses me lo señalen, Hresh, no tú. ¿Lo has comprendido? Bien. Bien. Ahora, márchate.

— Pero…

— ¡Vete, Hresh!

— Como ordenes — dijo. Se volvió y echó a andar lentamente hacia el asentamiento.

En cuanto lo hubo perdido de vista, Koshmar se acuclilló, temblando, mientras la recorrían incontables oleadas de dolor. Al cabo de un rato, el espasmo cedió y volvió a sentarse, empapada de sudor, hasta que el corazón se fue calmando.

El niño tiene sus motivos, pensó. Es tan serio, tan responsable en lo que concierne a las elevadas cuestiones del destino y las metas… Y muy probablemente tenga razón al sostener que el Pueblo debería abandonar este lugar para buscar su destino en otro sitio. Seamos monos o seres humanos, pensó Koshmar — aunque no tenía la más mínima duda de a cuál de ambos grupos pertenecía el Pueblo —, no nos beneficiará en absoluto permanecer aquí durante años. Esto es evidente. Con el tiempo tendríamos que marcharnos y construir nuestra propia ciudad.

Pero no ahora. Irnos en este momento significaría ceder el lugar a los bengs. La partida de la tribu no debía parecer el resultado de ningún tipo de presión, pues eso representaría una mancha para el orgullo del Pueblo y para su propio liderazgo durante el resto de sus días. Hresh tendría que darse cuenta de ello. Él, y cualquier otro que estuviera ansioso por irse. ¿Taniane? Bien podría haber instigado estos pensamientos a Hresh, se dijo. Taniane era una niña impaciente, llena de ambiciones abrasadoras. Tal vez estuviera planeando una segunda ruptura. Taniane y Hresh estaban muy unidos últimamente. Acaso, especuló Koshmar, Hresh haya venido hasta aquí con la velada advertencia de que debo comenzar a trazar un cambio de política, antes de que el cambio me sea impuesto por la fuerza.

Nada me será impuesto contra mi voluntad, pensó Koslunar enfurecida. Nada.

Luego cerró los ojos y se acuclilló en el suelo.

Qué cansada estoy, pensó.

Descansó con la mente en blanco, dejando que su espíritu fuera a la deriva en la negrura tranquilizadora del vacío. Al cabo de un rato parpadeó y volvió a sentarse, y vio que se aproximaba otro visitante. Distinguió la característica figura de Torlyri, con sus bandas blancas, que se acercaba a ella sonriendo y agitando la mano.

— Por fin te encuentro — exclamó Torlyri —. Hresh me dijo que estabas por aquí.

¿Tú también?, pensó Koshmar. ¿Vienes a importunarme con ese asunto?

— ¿Hay algún problema? — preguntó.

Torlyri pareció sorprenderse.

— ¿Problema? No en absoluto. El sol brilla radiante. Todo marcha bien. Pero has estado fuera medio día. Te echaba de menos, Koshmar. Deseaba estar contigo, sentirte cerca de mí. Disfrutar el placer de tu presencia, que ha sido la dicha más grande de mi vida.

Koshmar no halló consuelo en las palabras de Torlyri. En ellas había un aire de falsedad, de poca sinceridad. Resultaba duro pensar que la dulce Torlyri se mostraba falsa, ella que siempre había sido el alma de la verdad y el amor. Pero Koshmar sabía que sus palabras se debían a un sentimiento de culpabilidad, y no al amor que alguna vez le había inspirado Koshmar. Eso había terminado. Torlyri ya no era la misma. Lakkamai la había transformado, y el Hombre de Casco había rematado la labor.

— Tenía que reflexionar, Torlyri. Me fui sola para poder hacerlo.

— Estaba preocupada. Pareces muy cansada.

— ¿Ah, sí? Nunca me había encontrado mejor.

— Querida Koshmar…

— ¿Te parezco enferma? ¿He perdido el lustre del pelaje? ¿Mis ojos ya no brillan?

— He dicho que parecías cansada — se defendió Torlyri —. No que estuvieras enferma.

— Ah. Has dicho esto.

— Siéntate aquí conmigo — rogó Torlyri. Se dejó caer sobre una suave losa de mármol rosado que se extendía en el extremo opuesto con el rostro boquiabierto de un ojos-de-zafiro, pura mandíbula y dientes. Indicó a Koshmar que se acercara a ella Colocó la mano con suavidad sobre la muñeca de la cabecilla, y la acarició.

— ¿Querías decirme algo? — preguntó Koshmar, al cabo de un rato.

— Sólo quería estar contigo. ¡Mira qué hermoso día! La Nueva Primavera avanza y el sol cada vez brilla más alto…

— En efecto.

— Kreun está encinta. Espera un hijo de Moarn. Y Bonlai está preñada con un hijo de Orbin. La tribu crece.

— Sí. Es estupendo.

— Praheurt y Shatalgit pronto tendrán un segundo hijo. Han pedido a Hresh que si es niña le ponga el nombre de tu madre, Lissiminimar.

— Ah — contestó Koshmar —. Me encantará volver a oír este nombre.

Se preguntó cómo andarían las relaciones de Torlyri con el Hombre de Casco. Nunca se atrevía a preguntárselo. De algún modo, Koshmar había logrado tolerar la relación de Torlyri con Lakkamai, incluso que formaran pareja. Pero un hombre como Lakkamai, parco y al parecer bastante vacío, no constituía ninguna amenaza para ella. Entre Torlyri y Lakkamai no había más que placer físico. Pero esto, con el Hombre de Casco… Cada vez que estaban juntos Torlyri volvía con un aire tan alegre… pasaba largas horas en el asentamiento de los bengs. No. Esto era distinto. Iba mucho más allá…

La he perdido; pensó Koshmar.

Después de otra pausa, Torlyri comentó:

— Los bengs nos van a ofrecer otra de sus fiestas, dentro de una semana. Hoy se lo oí decir al propio Hamok Trei. Quieren que todos vayamos, y nos ofrecerán sus vinos más añejos, — y sacrificarán las mejores reses. Es para celebrar el día del dios Nakhaba, que creo que es el más importante de todos sus dioses.

— ¿Qué me importa cómo llaman los bengs a sus dioses? — espetó Koshmar —. Sus dioses no existen, son fantasías.

— Koshmar…

— ¡No habrá fiestas con los bengs, Torlyri!

— Pero… Koshmar…

De repente se dio la vuelta para encararse a la mujer de las ofrendas. Una súbita idea acudió a su mente con tal intensidad que la mareó y la dejó sin aliento.

— ¿Qué dirías si te comunicara que dentro de dos o tres semanas nos marchamos de Vengiboneeza, dentro de un mes a lo sumo…?

— ¿Qué?

— Y que por lo tanto necesitaremos todo el tiempo posible para preparar la marcha. No podemos malgastar tiempo en los banquetes de los bengs.

— Irnos de Vengiboneeza.

— Aquí sólo hay problemas, Torlyri. Lo sabes igual que yo. Hresh ha venido a pedirme que nos marchemos. No quise hacerle caso, pero luego he visto la verdad, el camino se me reveló. Me pregunté qué debíamos hacer para salvarnos, y la respuesta fue que debemos irnos de esta ciudad. Es un lugar muerto, Torlyri. Mira: ¿no ves cómo se burlan de nosotros los ojos-de-zafiro? Nos encuentran ridículos. Vinimos para buscar cosas del Gran Mundo que nos fueran de utilidad, y nos hemos quedado… ¿cuántos años, ya? En una ciudad que no nos pertenece, donde cada piedra se ríe de nosotros. Y ahora, se ha convertido en una ciudad llena de extraños arrogantes que llevan trajes ridículos y veneran dioses imaginarios…

La alarma se encendió en los ojos de Torlyri. Koshmar lo advirtió y comprendió entristecida que su ardid había tenido éxito. Que había conseguido arrancarle la verdad a Torlyri, eso que tanto temía pero que necesitaba averiguar desesperadamente.

— ¿Lo dices en serio? — balbuceó Torlyri.

— Estoy organizando el plan, y lo daré a conocer dentro de muy poco tiempo. Nos llevaremos todo lo que pueda sernos de utilidad, y todos los objetos extraños que Hresh y sus Buscadores han encontrado. Y nos marcharemos a las cálidas tierras del sur, como hicimos años atrás. Harruel tenía razón. Esta ciudad está envenenada. Él no consiguió convencerme y se marchó. Harruel es un tonto, va demasiado deprisa. Pero en este caso comprendió la situación con mayor claridad que yo. Nuestro tiempo en Vengiboneeza ha concluido, Torlyri.

La mujer de las ofrendas parecía aturdida.

Koshmar se acercó a ella con renovadas energías. En su interior se había encendido una pasión perdida durante semanas, durante meses.

— Ven, amada Torlyri, querida Torlyri. Estamos solas. Entrelacémonos. Hace mucho tiempo que no lo hacemos, ¿verdad? Y luego volveremos al asentamiento… — propuso impetuosamente.

— Koshmar… — comenzó Torlyri, pero la voz se le quebró.

— ¿Nos entrelazamos?

A Torlyri le comenzaron a temblar los labios y las aletas de la nariz.

Las lágrimas le asomaban a los ojos.

— Sí, me entrelazaré contigo, si así lo deseas… — aceptó Torlyri en voz baja y ahogada.

— ¿No lo deseas tú también? Has dicho que habías estado buscándome para poder disfrutar de mi compañía. ¿Conoces alguna otra forma mejor de compañía que el entrelazamiento?

Torlyri bajó la vista.

— Hoy ya me he entrelazado — confesó —. Es mi deber, ¿comprendes? Alguien necesitado del consuelo de la mujer de las ofrendas vino a verme y no pude negarme, y…

— Y estás muy cansada para volver a hacerlo tan pronto…

— Sí. Eso es.

Koshmar la miró de frente. Torlyri esquivó sus ojos.

No se entrelazará conmigo, pensó Koshmar; porque entonces me abriría su alma y yo vería la profundidad de su amor por el Hombre de Casco. ¿Se trataba de esto? No. No. Hace poco que nos hemos entrelazado y ya he descubierto lo que siente por ese hombre. Y ella sabe que lo he visto. Quiere ocultarme alguna otra cosa. Algo nuevo. Tal vez algo más grave. Y creo saber de qué se trata.

— Muy bien — dijo Koshmar —. Puedo pasar sin entrelazarme esta tarde, creo.

Se puso en pie e indicó a Torlyri que la imitara.

— Koshmar, ¿de verdad vamos a marcharnos de Vengiboneeza dentro de unas semanas?

— Un mes, tal vez. Acaso seis semanas…

— Hace un momento has dicho un mes como mucho…

— Partiremos cuando estemos listos. Si nos lleva un mes, nos iremos dentro de un mes. Si tardamos dos meses, pues será al cabo de dos meses.

— Pero ¿nos marcharemos para siempre?

— Nada podrá alterar mi decisión en ese sentido.

— Ah — dijo Torlyri, apartándose de Koshmar como si la hubiese golpeado —. Entonces, todo ha terminado.

— ¿A qué te refieres?

— Por favor. Déjame sola, Koshmar.

Koshmar asintió. Ahora lo comprendía todo. Torlyri no había querido entrelazarse con ella porque había una sola cosa que no se atrevía a decirle, y era que si el Pueblo se marchaba de Vengiboneeza, ella no la acompañaría.

Quería quedarse junto a el Hombre de Casco. Sabía que Koshmar no permitiría que él se uniese a la tribu, o tal vez él no deseara abandonar a su pueblo.

Entonces, he perdido a Torlyri para siempre, pensó Koshmar.

Y juntas, en silencio, se alejaron del lugar rumbo al asentamiento.

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