Después, Hresh se incorporó y permaneció un rato contemplando a Torlyri, que dormía. Sonreía en sueños. Había temido lastimarla al arrollarla con todo el poder de su mente. Pero no: dormiría unos instantes, y luego despertaría.
Encontró sin ayuda el camino de vuelta por la sinuosa rampa. Mejor que Torlyri despertara sin él. Tal vez se sintiera incómoda si al emerger del sueño lo hallaba tendido a su lado, como si fueran compañeros de entrelazamiento. Necesitaría un rato para volver en sí y recuperar el equilibrio. Sabía que la inesperada intensidad de su comunión había causado un fuerte impacto sobre ella.
Para Hresh el primer entrelazamiento había sido un placer y una revelación.
Un placer, sin duda: yacer protegido por el cálido abrazo de Torlyri, sentir aquella alma serena fusionada con la suya, entrar en el extraño y delicioso estado de comunión… Ahora comprendía por fin la razón de que el entrelazamiento se considerara en tan alto grado, un placer más poderoso incluso que la cópula.
Y una revelación también: toda su vida había conocido a Torlyri, pero ahora veía que hasta entonces la había contemplado sólo de modo muy general. Una buena mujer, una mujer amable, una presencia mansa y amada por la tribu… la que celebraba los ritos, hablaba con los dioses, y consolaba a todos los que la necesitaban. Para todos; una especie de madre. Sí. Ésa era Torlyri. Pero ahora Hresh sabía que en ella había otras facetas. Una enorme fortaleza y una sorprendente firmeza de espíritu. Debía haberlo supuesto, teniendo en cuenta su fortaleza física, comparable con la de un guerrero, y en cierto sentido, mayor aún. Esa clase de fortaleza por lo general revelaba una fuerza interior, pero se había dejado engañar hasta tal punto por su dulzura, su calidez, su carácter maternal, que jamás la había percibido.
Pero en Torlyri también había rasgos humanos y cotidianos. No sólo ejecutaba ritos y daba consuelo, sino que era también una persona con sentimientos propios, con miedos, dudas, necesidades, dolores privados. Nunca se le había ocurrido pensarlo. Al entrelazarse con ella había detectado la imperiosidad de su deseo por algún guerrero de la tribu — supuso que Lakkamai, ya que ambos andaban juntos últimamente — y la complejidad de su relación con Koshmar, y algo más: un vacío, un hueco solitario en su interior que guardaba relación con el hecho de no haber engendrado un hijo. Era madre de toda la tribu y, sin embargo, nadie la llamaba «madre». Y eso parecía dolerle, tal vez en un nivel tan profundo que no llegaba a tener conciencia de ello. Hresh lo sabía ahora, y ese conocimiento le había cambiado. Comprendía lo intrincado y difícil que resultaba ser adulto. Había tantos aspectos de la vida que rehusaban a ser clasificados en compartimentos, que seguían merodeando y provocando perturbaciones subterráneas cuando se llegaba a la edad adulta… Tal vez ésa fuera la principal enseñanza que le había dejado su primer entrelazamiento.
Un placer y una revelación. ¿Y quizás algo de desencanto? Sí, también eso. No había sido una experiencia tan sobrecogedora como había esperado. Había sido menos de lo que su visión le había hecho suponer, pero sólo porque poseía la Piedra de los Prodigios. Con el entrelazamiento se podía llegar al alma de una sola persona; con el Barak Dayir, Hresh podía fusionarse con el alma del mundo. Ya en sus primeros inexpertos escarceos con la Piedra de los Prodigios se había elevado por encima de las nubes, atravesado los mares con la mirada, escrutado las épocas anteriores a la caída de las estrellas de la muerte. ¿Qué era el entrelazamiento comparado con eso?
Comprendió que estaba siendo injusto. El Barak Dayir le ofrecía un poder casi incomprensible. El entrelazamiento era algo íntimo, individual, personal. Y, sin embargo, no se interferían entre sí. Si había sentido cierta decepción con el entrelazamiento era sólo porque la Piedra de los Prodigios ya le había enseñado cómo surcar los límites de su propia individualidad. De no haber contado con esta experiencia previa, probablemente el entrelazamiento le habría parecido algo sobrecogedor. Al parecer, la Piedra de los Prodigios le había estropeado esa primera experiencia deslumbradora. Con todo, no tenía razón para tomar el entrelazamiento a la ligera. Se trataba de algo extraordinario. De algo sorprendente.
Quería entrelazarse otra vez en cuanto le fuera posible.
Quería entrelazarse con Taniane.
El pensamiento de tener esa íntima fusión con Taniane se apoderó de su mente con tal fuerza y de un modo tan inesperado que le azotó, como si alguien le hubiese descargado un golpe terrible entre los hombros.
Se le secó la garganta. Se le cortó la respiración. El corazón comenzó a latir desbocado, con el retumbar sordo de un tambor, tan fuerte que temía que los demás pudiesen oírlo.
¡Entrelazarse con Taniane! ¡Qué idea tan sorprendente!
Ella constituía un misterio para Hresh. Desde hacía un tiempo sentía una especie de vínculo con ella, como una atracción. Pero temía que eso le distrajese de su trabajo. Y también temía que le condujese a algo malo.
Ella ya era una mujer, muy hermosa y de inusual inteligencia. Y ambición. Soñaba con ocupar algún día el lugar de Koshmar como cabecilla. Nadie lo dudaba. Cualquiera con un mínimo de sentido común podía darse cuenta, por la envidia con que miraba a Koshmar. A veces Hresh la sorprendía observándolo a distancia, con esa curiosa mirada que muestran las mujeres al contemplar a un hombre que les interesa. Y a veces también él la miraba desde lejos, cuando creía que ella no se daba cuenta. A menudo ella jugueteaba y coqueteaba con él. Le seguía, le pedía que la dejase ir a su lado en las exploraciones, le acosaba con preguntas cuya respuesta parecía ser de la mayor importancia para la joven. Hresh no sabía bien cómo interpretar aquel comportamiento. A veces sospechaba que sólo jugaba con él, y que era Haniman quien en realidad le interesaba.
Eso sería angustiante: que le rechazara por. Haneman. Era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
Pero hoy todo era distinto. Ya se había entrelazado. Ante él se extendía abierto todo el mundo de las complejidades adultas. Tal vez fuera el anciano de la tribu, pero también era un joven. Y quería a Taniane.
Fue a buscarla.
Era media tarde, y el día se había vuelto soleado y límpido. La cúpula del cielo parecía mecerse como sostenida por cuerdas. Los contornos de cuanto veía le resultaban peculiarmente nítidos, como si los límites de los objetos hubieran sido cortados a cuchillo. Los colores se mostraban vibrantes y palpitantes. El entrelazamiento parecía haber abierto su alma a un remolino de nuevas sensaciones poderosas.
Orbin emergió de un callejón cercano, silbando, paseando.
Hresh le detuvo.
— ¿Has visto Taniane?
— Está allá — respondió Orbin, señalando el edificio donde. Los Buscadores atesoraban sus hallazgos más recientes. Siguió andando. Tras avanzar unos pasos se detuvo y volvió a mirar a Hresh —. ¿Pasa algo malo?
— ¿Malo? ¿Malo? — Hresh se sintió confuso —. ¿A qué te refieres con eso de algo malo?
— Tienes una mirada extraña…
— Imaginaciones tuyas, Orbin.
Comenzó a silbar de nuevo. Se alejó con una sonrisa qué le pareció desagradablemente suspicaz y cómplice.
¿Acaso soy transparente?, se preguntó preocupado Hresh. ¿Será que con sólo mirarme Orbin puede leer mis pensamientos?
Se encaminó presuroso al depósito de Los Buscadores, donde encontró a Konya, Praheurt y Taniane, pero no a Haniman, para su gran alivio. Todos estaban inclinados sobre una extraña máquina con piernas y brazos metálicos, revisándola con cautela.
— ¡Hresh! — le llamó Praheurt —. Ven a ver lo que Konya y Haniman han traído de…
— En otra ocasión — respondió Hresh —. Taniane, ¿tienes un momento?
La joven levantó la mirada.
— Desde luego. ¿Qué hay, Hresh?
— ¿Podemos hablar en privado? ¿No puedes decirlo aquí?
— Por favor. Vamos fuera.
— Si insistes… — dijo, algo intrigada. Hizo señas a Praheurt y Konya dando a entender que no tardaría en volver. Hresh salió antes que ella.
La tibia brisa resultaba embriagadora. Se sintió maravillado por la belleza de su pelaje tupido y por el refulgente esplendor de sus ojos extraños y hechiceros. Se detuvieron un instante mientras él buscaba algún camino por donde ir. Con cautela miró alrededor para cerciorarse de que Haniman no estaba por allí cerca.
— Tendrías que haber esperado un momento para ver lo que hemos encontrado hoy — dijo —. No estamos seguros, pero…
— Olvídate ahora de eso — replicó con firmeza —. Taniane, hoy he hecho mi primer entrelazamiento.
Ella pareció sorprendida y tal vez preocupada por el repentino anuncio. Le miró con desconfianza, en guardia. Entonces, su expresión cambió. Una sonrisa que no resultó sincera de todo apareció en su rostro y dijo, acaso con excesivo entusiasmo:
— ¡Oh, Hresh, cuánto me alegro por ti! Ha sido un buen entrelazamiento,¿verdad?
El asintió. De algún modo sintió que las cosas no marchaban como él deseaba. Se refugió en el silencio.
— ¿Qué querías decirme, Hresh?
Respiró hondo.
— Entrelacémonos, Taniane — farfulló.
— ¿Tú y yo?
— Sí. Ahora.
Durante un instante de horror, Hresh pensó que ella se echaría a reír. Pero no. No. Tenía los ojos abiertos, la boca apretada, la garganta le subía y bajaba de un modo extraño.
Tiene miedo, pensó.
— ¿Ahora? — repitió —. ¿Entrelazarnos?
Ya no podía echarse atrás.
— Ven. Adentrémonos en la ciudad. Te mostraré un buen lugar.
Le tendió la mano. Pero ella retrocedió.
— No, por favor… Hresh, no… Me asustas…
— No es mi intención. ¡Entrelacémonos, Taniane!
Ella pareció aturdida, tal vez ofendida, o sólo enojada. Hresh no supo decirlo con certeza.
— Nunca te había visto así. ¿Has perdido la cabeza? Sí. Eso debe ser. Te has vuelto loco.
— Sólo he dicho que…
Ella le miró iracunda.
— Si no estás loco, entonces debes creer que yo sí lo estoy. No puedes aparecer así y pedir al primero que se presente que se entrelace contigo, Hresh. ¿No te das cuenta? Y esa mirada salvaje… Tendrías que verte. — Taniane se estremeció y movió las manos en un gesto de rechazo, o de algo peor —. Vete. Por favor. Por favor. Déjame sola, Hresh. — En su voz había un sollozo. Se apartó de él.
Hresh se quedó de pie, inmóvil, miserable, apesadumbrado. Se apoderó de él la oscura sensación de haber estropeado las cosas. Comprendió que había actuado con demasiada precipitación… Qué torpe… qué pueril se había mostrado. Y ahora lo había perdido todo, en un día que debiera haber sido de gran regocijo.
¡Qué imbécil he sido!, pensó.
Allí estaba Taniane, a diez pasos de él, paralizada como Hresh, contemplándolo como si se hubiera transformado en bestia salvaje, en un ser desagradable con fauces llenas de dientes y ojos en llamas. Deseó que se diera la vuelta y echara a correr, y que lo dejara solo con su vergüenza, pero no. Allí estaba, de pie, observándolo con aquella extraña mirada.
Y entonces, mientras él ansiaba que se lo tragara la tierra, se oyó un ronco grito a lo lejos, procedente de la entrada de la ciudad, que le liberó de todos sus tormentos.
— ¡Los Hombres de Casco! ¡Los Hombres de Casco! ¡Aquí vienen los Hombres de Casco!
Koshmar se hallaba dormitando en sus aposentos cuando se oyó el grito. Había sido un día oscuro para ella. El más oscuro en una sucesión de días sombríos. Ni siquiera el final de las lluvias y la llegada del tiempo seco y claro habían aliviado su espíritu entristecido y húmedo. Su mente estaba dominada por Torlyri y Lakkamai. Por Lakkarriai y Torlyri.
Nada cambiaría. Se lo había asegurado mil veces. Torlyri seguiría siendo su compañera de entrelazamiento. La verdadera comunión residía en el entrelazamiento. Si ahora Torlyri sentía la necesidad de aparearse, o incluso de formar pareja — aunque, ¿quién había oído hablar de una mujer de las ofrendas que necesitara pareja? — pues bien, eso en nada cambiaría las cosas. Torlyri seguiría necesitando una compañera de entrelazamiento. Y esa compañera sería Koshmar.
¿Lo sería?
Entre las parejas de progenitores había existido la costumbre de ser compañeros de entrelazamiento además de aparearse. El resto de los miembros de la tribu se apareaban o no con quien quisieran, y aparte de eso, también tenían un compañero de entrelazamiento. Pero eso había sido en los días del capullo. Y ahora estaban en la Nueva Primavera.
Koshmar había deseado con todas sus fuerzas ser quien condujera a la tribu al exterior del capullo para internarse en la Nueva Primavera. Pues bien, lo había conseguido. ¿Y qué le había representado eso excepto confusión, dudas, angustia? Allí estaba, tendida en el lecho a media tarde, lúgubre, perdida en la desesperación, mientras los brillantes rayos de sol danzaban sobre las torres de Vengiboneeza. Hora tras hora, no hacía más que rumiar su dolor. Rumiar. El futuro se le presentaba misterioso y desolador. Nunca antes se había sentido tan indefensa.
— ¡Los Hombres de Casco! ¡Los Hombres de Casco! ¡Se acercan los Hombres de Casco! — gritaba una voz ronca que llegaba desde la ventana.
Incluso antes de que el significado de las palabras hubiese tenido tiempo de penetrar en su cerebro, Koshnar ya se había puesto en pie, con el corazón latiendo a toda prisa; la piel erizada, el cuerpo y la mente alertas.
Una especie de alegría salvaje se despertó en su interior. ¿Una tribu invasora? Muy bien. Que vengan. Ella se ocuparía de ellos. El ataque era bienvenido. Mejor tomar las armas contra el enemigo que permanecer allí, envuelta en absurdas y miserables cavilaciones.
De su colección de máscaras escogió la de Nialli, la más feroz. Nialli, según se decía, había sido una cabecilla dorada con el alma de diez guerreros. Su máscara era de un brillante color verde negruzco, más ancha que larga. De cada lado brotaban seis agudas púas del color de la sangre. Oprimía los pómulos de Koshmar con un peso sobrecogedor. A la altura de los ojos había dos ranuras estrechas para permitir la visión.
Se echó sobre los hombros un manto amarillo, y blandió la espada de cabecilla. Corrió por las calles que conducían a la torre del templo.
La gente se abalanzaba como enloquecida.
— ¡Deteneos! — rugió Koshmar —. ¡Todos quietos! ¡Escuchadme!
Atrapó por la muñeca a la joven Weiawala al vuelo. La joven parecía dominada por el terror, y Koshmar tuvo que sacudirla con violencia para tranquilizarla. Al fin pudo obtener de ella algunos fragmentos de la historia. Un ejército de horrendos extranjeros montados sobre unos animales monstruosos y terroríficos había atravesado el portal meridional de la ciudad, cerca de donde los ojos-de-zafiro artificiales montaban guardia. Habían hecho prisionero a Sachkor, que venía con ellos. Y se dirigían hacia el emplazamiento.
— ¿Dónde están los guerreros? — preguntó Koshmar.
Alguien dijo que Konya ya se había encaminado hacia la puerta del sur, al igual que Staip y Orbin. Hresh iba con ellos, y posiblemente Praheurt. Se decía que Lakkamai iba en camino. Nadie había visto a Harruel. Koshmar divisó a Minbain y le gritó:
— ¿Dónde está tu compañero?
Pero Minbain no lo sabía. Boldirinthe dijo que había visto a Harruel por la mañana, deambulando por los montes con el mismo aire sombrío, y tenebroso que acostumbraba a tener últimamente.
Koshmar escupió. ¡Enemigos ante la ciudad, y el mejor guerrero andaba merodeando por las montañas! El que había creado la ceremonia dé pasarse día y noche haciendo guardia contra él ataque de los Hombres de Casco, ¿y dónde estaba cuando éstos llegaban?
Pero no importaba. Haría frente ala situación sin Harruel.
Blandió la espada.
— Las mujeres y los niños al templo. ¡Cerrad la puerta del santuario una vez dentro! ¡El resto, conmigo! ¡Salaman! ¡Thhrouk! ¡Moarn! — Miró alrededor, preguntándose por qué no había acudido Torlyri. Le resultaba difícil ver a través de la máscara de Nialli. La vista lateral casi quedaba obstruida por las abruptas proyecciones angulares. Pero era una máscara terrorífica —. Torlyri. ¿Alguien ha visto a Torlyri? — Ella podría luchar tan bien como cualquier hombre.
Koshmar recordaba que su compañera había partido para iniciar a Hresh en el arte del entrelazamiento. Sí, pero, al parecer, Hresh estaba en el portal haciendo frente al invasor. Entonces, ¿dónde estaba Torlyri? ¿Y qué hacía Hresh en vanguardia, poniendo en juego su vida irreemplazable. Bien, no había tiempo que perder. Koshmar se volvió hacia Threyne, quien con ojos aterrorizados sostenía a su hijo en brazos. Furiosa, le hizo señas de que se fuera al templo.
— Ve. Escóndete. Si encuentras a Torlyri, dile que me encontrará en el portal del sur. ¡Y que se traiga la espada!
Corrió por la ancha avenida hasta la plaza que se abría en la entrada.
Cuando estuvo a mitad de camino vio a sus guerreros en fila, obstruyendo la avenida de lado a lado. Orbin, Konya, Staip, Lakkamai, Praheurt. El viejo Anijang también estaba con ellos, al igual que Hresh. Miraban al sur, inmóviles como estatuas, tan separados el uno del otro que como fuerza defensiva habrían sido inútiles. Koshmar no comprendía por qué se habían colocado en una formación tan ineficaz.
Luego se fue acercando, y también ella se detuvo apara observar asombrada hacia el portal.
Una fantástica procesión avanzaba lentamente por la avenida en dirección a ellos.
Eran sin duda los Hombres de Casco: treinta, cuarenta, cincuenta de ellos. Tal vez más. Y montaban sobre los animales más extraordinarios que Koshmar había visto nunca, o siquiera imaginado. Eran unas monstruosas bestias corpulentas. Colosales como colinas andantes, el doble de altos que un hombre, o más, y de é largo hacían tres veces su altura. A cada paso que daban, la tierra se sacudía como durante un terremoto. La piel de aquellos animales inmensos, gruesa, arrugada y densamente cubierta de pelos, era de un brillante color escarlata que hería a la vista. Sus cabezas, de alto cráneo, eran largas y estrechas. Las orejas parecían fuentes y las fosas nasales, como cavernas, tenían un ribete negro. Los ojos, feroces y dorados, eran de un tamaño sorprendente. Sus cuatro patas gigantescas, curiosamente dobladas en las rodillas terminaban en unas terroríficas garras curvas que se elevaban hacia atrás casi hasta la altura de sus protuberantes tobillos. En el lomo asomaba un par de gibas altas separadas por una especie de montura natural, lo bastante grande para que en ella viajaran con toda comodidad dos Hombres de Casco.
Pero si las bestias sobre las cuales habían entrado en Vengiboneeza eran espantosas, los Hombres de Casco eran una pura pesadilla.
Todos tenían sus misteriosos ojos de color carmesí como los de aquel espía capturado por Harruel y Konya, y un pelaje tupido y dorado. Cada uno llevaba un enorme casco terrorífico, y no había dos que fueran iguales. Éste era una torre de tres lados, formada por platillos de metal de los cuales asomaban unas púas oscuras; con un dibujo de llamas doradas incrustado en la parte frontal. Aquel otro era un casco abovedado de metal negro con dos ojos metálicos brillantes como espejos situados en las esquinas superiores. Y otro era una desoladora media máscara de canto bajo, sobre la cual había tres placas cuadradas con forma de escudo. Un guerrero llevaba algo que parecía una montaña esmaltada salpicada con polvillo plateado. Otro, un sorprendente cono rojo y amarillo con dos formidables cuernos. Aquél, un casco de oro con un agudo pico y un par de colas verdes que serpenteaban hacia arriba incansablemente. Esos cascos no tenían nada de humano. Parecían provenir de algún mundo oscuro y terrible. Era difícil determinar dónde terminaba el hombre y dónde comenzaba el casco, lo cual les daba un aire más horrendo aún.
Sachkor avanzaba en medio del grupo, montado sobre uno de los animales escarlatas de más tamaño. También le habían dado un casco, más pequeño que los suyos pero igualmente extraño. Tenía unas placas metálicas curvas dispuestas como los pétalos de una flor invertida, y arriba de todo, una gran púa dorada. Su cuerpo delgado parecía perdido sobre el lomo de la gigantesca bestia, pero montaba con serenidad, como adormecido. Su rostro aparecía inexpresivo.
Sin duda, pensó Koshmar, ésta es una tribu de monstruos montados sobre monstruos. Y han cruzado el umbral. Todo ha terminado para nosotros. Pero moriremos con valentía antes de cederles la ciudad de Vengiboneeza.
Miró a Konya; a Staip y a Orbin.
— Y bien — exclamó —. ¿Vais a quedaros aquí de pie?
¿Dejaréis que avancen? ¡Atacad! ¡Matad a cuantos podáis antes de que acaben con nosotros!
— ¿Atacar? ¿Cómo podemos hacerlo? — objetó Konya, hablando en voz muy baja pero de un modo que sabía surcar grandes distancias —. Mira el tamaño de los animales en que vienen montados: No hay forma de llegar hasta allí arriba. Esas bestias nos aplastarán como si fuésemos insectos.
— ¿Qué tonterías estás diciendo? Descargad los golpes sobre las piernas y los vientres de las bestias y derribadlas. Y luego, acabad con sus amos. — Koshmar blandió la espada —, ¡Adelante! ¡Adelante!
— No — exclamó Hresh de pronto —. No, no son enemigos.
Ella le miró, atónita. Luego se echó a reír con acritud.
— Muy bien, Hresh. Son sólo huéspedes. Sachkor los ha traído de visita, a ellos y a sus mascotas; se quedarán a cenar con nosotros y volverán a irse por la mañana. ¿Eso es lo que crees?
— No están aquí para presentar batalla — continuó Hresh —. Proyecta tu segunda vista, Koshmar. Han venido en son de paz.
— Paz — masculló Koshmar con desprecio, y escupió al suelo.
Pero en el rostro de Hresh descubrió una expresión que le era desconocida, un aire de tal insistencia y fuerza que se sintió conmovida. De pronto, Koshmar sintió que no sería prudente oponerse a él en esta cuestión, pues a veces el joven veía cosas que nadie más podía percibir. Haciendo un gran esfuerzo se calmó, obligó a replegar en el fondo de su alma las ansias de guerra, y proyectó la segunda vista hacia la horda que avanzaba.
Y vio que Hresh tenía razón.
No pudo detectar enemistad, ni odio, ni amenaza.
Pero, aun así, Koshmar no se resignaba a ceder ante el joven. Con enfado sacudió la cabeza.
— Un truco — dijo —. Confía en mí en esto, Hresh. Tú eres el cronista, pero eres joven y no sabes nada del mundo. De alguna forma, esta gente nos muestra que no representan una amenaza. Pero mira los cascos que llevan. Mira los monstruos que montan. Han venido para matarnos, Hresh, y para arrebatarnos Vengiboneeza.
— No.
— ¡Te digo que sí! Opino que debemos acabar con ellos antes de que sea demasiado tarde. — Koshmar dio un furioso puntapié —. ¡Harruel! ¿Dónde está Harruel? ¡Él me comprendería! ¡Ya se había adelantado para derribarlos de sus bestias! — Miró alrededor, de Orbin a Konya, de Konya a Staip, de Staip a Lakkamai, y añadió —: ¿Bien? ¿Quién vendrá conmigo? ¿Quién luchará a mi lado? ¿O debo ir a morir sola?
— ¿Lo ves Koshmar? — le interrumpió Hresh, señalando más allá de su hombro.
Se volvió. El pisoteo atronador de las garras negras había cesado. La horda se había detenido a unos cien pasos de distancia en la avenida. Uno tras otro los inmensos animales rojos comenzaron a arrodillarse, a inclinarse de un modo extraño sobre aquellas rodillas de tan exótica articulación, y los jinetes con cascos fueron descendiendo a tierra. Media docena de invasores, y Sachkor entre ellos, se acercaban por el centro de la ancha calle, al parecer con intenciones de parlamentar.
— ¿Koshmar? — gritó Sachkor.
La cabecilla aferró la espada.
— ¿Qué te han hecho? ¿Cómo te capturaron? ¿Te han torturado, Sachkor?
— Estás equivocada — respondió Sachkor con serenidad —. No me han hecho daño. No me capturaron. Me alejé de la ciudad para buscarlos, ya que calculé que debían de estar cerca. Cuando por fin di con ellos, me recibieron de buen grado. — Su voz sonaba firme. Parecía más sabio, mayor, más profundo que el joven que había desaparecido días atrás —. Son el pueblo Beng — explicó — y llevan más tiempo fuera de su capullo que nosotros. Proceden de un lugar lejano, al otro lado del gran río donde nosotros vivíamos. Son diferentes de nosotros, pero no quieren hacernos daño.
— Dice la verdad, Koshmar — asintió Hresh.
Pero Koshmar seguía sin comprender. Se sentía como a la deriva, en mitad de un torrente tumultuoso, arrastrada por una fuerza superior. Podía comprender la guerra, mas no esta situación.
— Te están mintiendo — musitó Koshmar, obstinada —. Se trata de una trampa.
— No. No es ninguna trampa, Koshmar. No mienten.
Sachkor señaló a dos Hombres de Casco, que avanzaban detrás de él. Uno era anciano, de ojos perspicaces, y tenía un aire seco y marchito que evocó en Koshmar el recuerdo de Thaggoran el cronista. Tenía el pelaje de un amarillo claro, casi blanco; llevaba un casco cónico con forma de huso, construido con bandas de distintos metales ricamente repujadas, que se unían en un extremo redondeado. A ambos lados, como alas, se abrían unas inmensas orejas de metal negro.
— Éste es Hamok Trei — presentó Sachkor —. Es su cabecilla.
— ¿Él? ¿Un hombre cabecilla?
— Sí — replicó Sachkor —. Y éste es el sabio, lo que para nosotros sería el cronista. Se llama Noum om Beng.
Señaló a un hombre de barba encrespada, casi tan viejo como Hamok Trei y aún más marchito, más ajado.
Era sorprendentemente alto, tal vez más que Harruel, pero tan delgado y frágil que daba la impresión de no ser más que un junco. Noum om Beng permanecía de pie, aunque se inclinaba de un modo peculiar. Su casco era un objeto casi increíble, de metal negro, cubierto con mechones de áspero pelo negro, desde cuyas esquinas asomaba un par de largas y curvadas proyecciones púrpuras, articuladas y raídas, que parecían algo así como las alas de un murciélago.
Noum om Beng avanzó uno o dos pasos en dirección a Koshmar e hizo una serie de señales en el aire ante ella que bien podrían haber sido las de los Cinco, pero que no lo fueron. Los gestos eran distintos y para Koshmar carecían de significado. Sin duda se trataba de signos sagrados, pero debían ir dirigidos a otros dioses, pensó.
Pero… ¿cómo podía haber otras divinidades? Aquella idea era incongruente. Recordó la vez en que habían querido interrogar al Hombre de Casco. Hresh le había dicho que tal vez el extranjero hablaba otro idioma… que usaba palabras distintas pero con significados idénticos. Koshmar había aceptado la posibilidad a regañadientes, por sorprendente que le pareciera. Pero ¿otros dioses? ¿Otros dioses? No había más dioses que los Cinco. Esta gente no podía venerar a dioses inexistentes, a menos que se tratase de locos. Y Koshmar no creyó que fuese el caso.
— ¿Cómo sabes sus nombres y cargos en la tribu?
— ¿Puedes hablar con ellos? — preguntó a Sachkor.
— Un poco — respondió —. Al principio me era imposible comunicarme con ellos. Pero me esforcé al máximo y al poco tiempo pude aprender su lengua. — Sonrió. Parecía esforzarse, con dificultad, por ocultar lo satisfecho que se sentía de sí mismo.
— Entonces pide a su cabecilla que me diga algo.
— El cabecilla casi nunca habla. Noum om Beng lo hace por él.
— Bien, pídeselo él.
Sachkor se volvió hacia el marchito anciano y dijo algo que a los oídos, de Koshmar pareció el ladrido de una bestia. Noum om Beng frunció el ceño y se tironeó de la blanca barba: Sachkor volvió a ladrar, y esta vez el anciano asintió y ladró algo en respuesta. Con mucho entusiasmo Sachkor habló por tercera vez. Pero, al parecer, no dijo las palabras correctas, pues Noum om Beng apartó la mirada con discreción mientras los otros miembros del grupo de los Hombres de Casco irrumpían en ásperas risas. Sachkor pareció sentirse incómodo. Noum om Beng se inclinó a un lado y susurró algo al cabecilla Hamok Trei.
Koshmar se dirigió a Hresh.
— ¿Qué está sucediendo?
— Es una lengua auténtica — dijo Hresh —. Sachkor la comprende, aunque no del todo. Yo casi puedo llegar a comprenderla también. Las palabras se parecen a las nuestras, pero todo está entrecortado y cambiado de orden. Con mi segunda vista puedo percibir el significado subyacente, o al menos la sombra de los significados.
Koshmar asintió. Ahora tenía más confianza en la percepción de Hresh, y comenzaba a parecerle cada vez menos probable que los Hombres de Casco hubiesen llegado hasta allí para declarar la guerra. Incluso los cascos le resultaban menos terroríficos, ahora que se estaba acostumbrando a verlos. Eran tan impresionantes y los habían diseñado para causar un terror tan absoluto, que llegaban a ser cómicos, aunque sin duda su ridiculez causaba impacto. Pero seguía sintiendo ciertas sospechas. Se hallaba indefensa allí, incapaz de comunicarse o aun de comprender. Y no le quedaba más remedio que confiar en el niño que era su anciano para cualquier consejo y orientación. Y en Sachkor, aquel joven inexperto. Era una situación incómoda. Se sentía muy inquieta.
Noum era Beng, dirigiendo su atención a Koshmar, comenzó a hablar en un tono que a ella le pareció una mezcla de aullido y ladrido. No podía acostumbrarse a la forma de expresarse de los bengs, y varias veces tuyo que contenerse para no echarse a reír. Pero aunque no comprendía una palabra, se vio obligada a reconocer que se trataba de un discurso solemne, florido, cargado, sustancial.
Escuchó con cuidado, asintiendo con la cabeza de vez en cuando. Puesto que al parecer no habría batalla, al menos de momento, le correspondía recibir a estos extraños tal como correspondía a una estadista.
— ¿Entiendes algo? — preguntó a Sachkor en voz baja al cabo de un rato.
— Un poco. Dice que están aquí en son de paz, para comerciar y entablar amistad. Te dice que Nakhaba ha guiado a su pueblo hasta Vengiboneeza, que había una profecía según la cual vendrían aquí y hallarían amigos.
— ¿Nakbaba?
— Su dios principal — explicó Sachkor.
— Ah — dijo Koshmar. Noum om Beng siguió con su discurso.
Koshmar oyó pasos y murmullos a sus espaldas. Llegaban más miembros de la tribu. Miró a su alrededor y vio a los hombres que faltaban, incluso a algunas de las mujeres: Taniane, Sinistine, Boldirinthe, Miribain.
Torlyri también había llegado. Era reconfortante verla allí. Parecía inusualmente tensa y cansada, pero no obstante su simple presencia le causó gran alivio. Se cercó a Koshmar y la tocó ligeramente en un brazo.
— Me han dicho que el enemigo ha entrado en la ciudad. ¿Habrá guerra?
— No creo. No parecen ser enemigos. — Koshmar señaló a Noum om Beng —. Es el anciano de su tribu. Está dando un discurso. Creo que no terminan nunca.
— ¿Y Sachkor? ¿Está bien?
— Fue él quien les encontró. Se fue por su cuenta, los rastreó y les ha conducido de camino a Vengiboneeza. — Koshmar se llevó un dedo a los labios —. Se supone que debo estar escuchando.
— Oh, disculpa — murmuró Torlyri.
Noum om Beng prosiguió con su discurso unos minutos más, y luego terminó casi en mitad de un aullido para regresar al lado de Hamok Trei. Koshmar miró inquisitivamente a Sachkor.
— ¿Qué ha dicho?
— En realidad, no he comprendido gran cosa — respondió Sachkor con una sonrisa de disculpa —. Pero la última parte ha sido bastante clara. Nos imita hoy por la noche a un banquete. Su pueblo pondrá la carne y el vino. Al otro lado de la ciudad tienen un corral de ganado. Nosotros debemos ofrecerles un lugar donde acampar y algo de leña para el fuego. Ellos harán el resto.
— ¿Y crees que debo confiar en ellos?
— Sí.
— ¿Y tú, Hresh?
— Ya están dentro de la ciudad, y, son tan numerosos como nosotros. Creo que esas bestias rojas e hirsutas podrían ser terribles en una batalla. Ya que se han declarado amigos y, que en efecto lo parecen, debemos aceptar su ofrecimiento de amistad tal como nos lo presentan, a menos que tengamos razones para pensar de otro modo.
Koshmar sonrió.
— ¡Astuto Hresh! — Y dirigiéndose a Sachkor, añadió —: ¿Qué sabes sobre el Hombre de Casco que estuvo aquí el año pasado? ¿No se han preguntado qué sucedió con él?
— Saben que ha muerto.
— ¿Y que murió en nuestras manos?
— No lo sé con seguridad. Al parecer creen que falleció de alguna causa natural — respondió Sachkor, algo inquieto.
— Esperemos que así sea — suspiró Koshmar.
— En todo caso — aclaró Hresh — nosotros no lo matamos. Se mató mientras tratábamos de formularle algunas preguntas. En cuanto logremos hablar mejor su lengua, podremos explicárselo. Y hasta entonces, nuestra mejor táctica es…
En los ojos de Hresh asomó una expresión extraña. Se interrumpió.
— ¿Qué sucede? — preguntó Koshmar —. ¿Por qué te detienes así? ¡Sigue, Hresh, sigue!
— Mirad allí — dijo en voz baja —. Eso sí que son auténticos problemas.
Señaló en dirección al este, hacia las laderas qué se alzaban sobre ellos.
Harruel, con aire inmenso y malsano, descendía por el camino que bajaba de las montañas.
¡Así que la invasión que tanto había temido por fin estaba teniendo lugar, y nadie se había molestado en buscarle! ¡Y a Koshmar no se le ocurría nada mejor qué abrirles la ciudad y poner el asentamiento en sus manos!
El hedor había llegado hasta las narices de Harruel mientras rumiaba sus horas de centinela apostado sobre la horquilla del árbol. Su alma se encendía en furias tenebrosas y la ira le cegaba. Observó el denso follaje de la montaña, pero no descubrió nada Pero allí estaba el hedor, ese asqueroso olor a corrupción y decadencia Se dio la vuelta y vio a los monstruos rojos y peludos invadiendo la ciudad a. través de la puerta del sur, y sobre sus lomos, a los Hombres de Casco, sentados de dos en dos.
¿Quién hubiera pensado que el ataque se produjese por el sur? ¿Quién iba a sospechar que los tres guardianes mecánicos que los ojos-de-zafiro habían dejado en los pilares simplemente se harían a un lado para dejar entrar a las criaturas?
Este hedor procede de sus excrementos, pensó Harruel. Es el despreciable olor de sus despojos, que el viento trae hasta mí.
Se abalanzó sobre la ladera de la montaña, espada en mano, ávido de guerra.
El camino descendía en espiral, y en cada curva distinguía mejor lo que sucedía a sus pies. Había todo un ejército de extraños: podía ver cómo refulgían los cascos bajo el sol poniente. Y a juzgar por lo que veía, casi toda la tribu había salido a recibirlos. Allí estaba Koshmar, y Torlyri, allí estaba Hresh. Y la mayoría de los de más, reunidos en pequeños grupos. Koshmar se había puesto una de sus máscaras de guerra, pero no había batalla. Estaban hablando.
¡Hablando!
Mira, allí había dos Hombres de Casco, tal vez los cabecillas, de pie junto a Koshmar y Hresh: ¡Estaban conferenciando con el enemigo, y éste había situado sus bestias dentro del asentamiento! ¿Acaso Koshmar se estaba rindiendo sin defenderse? Sin duda se trataba de eso, decidió Harruel. Koshmar está entregando la ciudad. Ni siquiera intenta expulsar al invasor; nos está entregando como esclavos.
Tenía que haberla juzgado mejor. Koshmar tenía pasta de guerrera. ¿Por qué semejante cobardía, entonces? ¿Por qué esta fácil sumisión? Debe de estar bajo la influencia de Hresh, estimó Harruel. Ese niño no es de los que luchan. Y es tan solapado que sabe cómo envolver a Koshmar alrededor de su dedo meñique.
Con pasos pesados, Harruel atravesó el último tramo del camino y descendió a la gran avenida que partía del portal. Ya todos le habían visto: estaban señalando hacia él, murmurando. Rápidamente irrumpió en el grupo.
— ¿Qué significa esto? — preguntó —. ¿Qué estáis haciendo? ¿Cómo ha podido entrar el enemigo en nuestra ciudad?
— Aquí no hay ningún enemigo — respondió Koshmar lentamente.
— ¿No hay enemigos? ¿No?
Harruel lanzó una mirada furibunda hacia el Hombre de Casco más cercano, hacia los dos que estaban detrás de Koshmar. Sus ojillos rojos y duros le miraban fríos y huidizos. Uno de ellos tenía un cierto aire de rey, distante, superior. El otro era muy alto. ¡Dioses, qué alto! Harruel comprendió que por primera vez en su vida estaba ante alguien más alto que él. Pero el cuerpo viejo, marchito y reseco del Hombre de Casco parecía tan endeble como el de un aguazancos. Un buen ventarrón lo partiría en dos. Harruel sintió la tentación de acabar con los dos con un par de sablazos. Primero el soberbio, luego el debilucho. Pero la voz interior que intentaba disuadirlo de actos precipitados le advertía que era una locura, que no debía actuar sin estudiar mejor la situación.
Acercó el rostro al de los dos ancianos Hombres de Casco, que le contemplaban con una mezcla de arrogancia y curiosidad.
— ¿Quiénes sois vosotros dos? — aulló Harruel —. ¿Qué buscáis aquí?
— Atrás, Harruel. No hay necesidad de hacer tanto alboroto — dijo Koshmar.
— Exijo saber…
— Aquí no se exige nada — le interrumpió Koshmar —. En el asentamiento gobierno yo, y tú obedeces. Apártate, Harruel. Son miembros del pueblo Beng, y vienen en son de paz.
— Eso es lo que tú crees — sostuvo Harruel.
La ira seguía oprimiéndole. Casi le desbordaba. Sentía la piel ardiente, los ojos palpitantes, la piel pesada de sudor. No podía tolerar semejante intrusión de los desconocidos. Con angustia miró a los que le rodeaban… Hresh, Torlyri, Sachkor…
¿Sachkor?
¿Qué hacía Sachkor allí? Había desaparecido muchos días atrás.
— Tú — espetó Harruel —. ¿De dónde vienes? ¿Y por qué estás en medio de esta conferencia de caudillos, como si también tú fueses importante?
— Yo he traído hasta aquí a los Hombres de Casco — declaró Sachkor con dignidad. En sus ojos brillaba una mirada insolente y completamente nueva. Parecía otra persona, no el que Harruel recordaba —. Salí en su busca, he vivido con ellos y he aprendido a hablar su lengua. Los he traído a Vengiboneeza para que comercien con nosotros y para que vivan en paz con nuestro pueblo.
Harruel se quedó tan asombrado al oír las palabras de Sachkor y el tono en que las dijo, que su propia réplica se le quedó atragantada. Deseó coger la sonriente cabeza de Sachkor entre las manos y aplastarla como una fruta madura. Pero se contuvo, paralizado. Durante un instante, de su garganta salieron unos sonidos ásperos y roncos, como los de una bestia, y por fin logró emitir una respuesta.
— ¿Tú los has conducido hasta aquí? ¿Tú has ayudado al enemigo a entrar en la ciudad? Sabía que eras un tonto, niño, pero nunca pensé que fueras tan…
— ¡Sachkor! — gritó una nueva voz, de mujer.
La voz de Kreun.
Venía corriendo por la calle; sin aliento, tambaleándose al pisar el pavimento de piedras desiguales. Hubo una conmoción general.
Los habitantes del pueblo vecino abrieron paso para que avanzara, y la joven fue directa hacia Sachkor, abrazándolo con tal vigor que ambos casi se estrellan contra el cuerpo de Harruel.
Harruel, malhumorado, dio un paso atrás. El dulce aroma de la joven le invadió las entrañas. Desde aquel día en que se había cruzado con ella al descender de la montaña, tras la noche de lluvia, casi no la había vuelto a ver. Le resultaba incómodo estar frente a ella en ese momento. Sólo podía causarle problemas. Durante las semanas de ausencia de Sachkor, ella se había ocultado como un despojo por los más apartados rincones del asentamiento, lejos de todos, sin hablar con nadie, como si al poseerla por la fuerza Harruel hubiera provocado algún oscuro cambio en su espíritu.
Ahora sólo tenía ojos para Sachkor. Se aferraba a él, sollozando, riendo, susurrando palabras de amor. Se comportaban como una pareja que hubiese estado largo tiempo separada, y no como dos jóvenes que hubieran jugueteado con la perspectiva de aparearse.
— Trataron de hacerme creer que habías desaparecido para siempre — musitó Kreun, hundiendo el rostro en el pecho delgado de Sachkor —. Dijeron que te habías marchado de la ciudad, o que te habías caído por las montañas, que jamás regresarías. Pero yo sabía que volverías; Sachkor. Y ahora estás aquí…
— Kreun… Kreun. ¡Cuánto te he echado de menos!
Ella le contempló con ojos enormes, con una mirada de adoración. Harruel les observaba. Para él, la escena era absurda y nauseabunda.
— ¿Es cierto que tú los descubriste y que los has traído hasta aquí; Sachkor? — preguntó ella.
— Sí, los encontré. He aprendido a hablar su idioma y los he conducido…
— Todo esto es muy conmovedor — interrumpió Hartuel —. Pero es hora de ocuparnos de asuntos de la tribu. Déjanos, niña. Toda esta charla pueril nos está haciendo perder tiempo.
— ¡Tú! — gritó Kreun, revolviéndose hacia él sin soltar a Sachkor.
— ¿Qué ocurre? — preguntó el joven, al ver que la niña comenzaba a llorar y temblar —. ¿Qué es lo que tanto te angustia, Kreun?
— Harruel… Harruel… — sollozó.
— ¿Qué sucede con Harruel?
Ella temblaba. Los dientes le castañeteaban y las palabras se confundían en un balbuceo espeso e incoherente.
— ÉI… él… Harruel… en el camino de la montaña… él me… me…
— Esta niña se ha vuelto loca — gritó Harruel enfurecido, tratando de apartar a Kreun a un lado.
Pero entonces se acercó Koshmar, y también Torlyri, ambas con aire de preocupación. Harruel sintió una oleada de ira, y por debajo, una punzada de vergüenza. La escena estaba adquiriendo visos catastróficos. La imagen de Kreun aquel día le invadió la mente: la niña con el rostro contra el suelo húmedo, las caderas firmes vueltas hacia arriba moviéndose sensualmente de un lado a otro mientras él la penetraba por la fuerza, el órgano sensitivo sacudiéndose con violencia…
Los guerreros no toman a las mujeres por la fuerza, se dijo Harruel. Un guerrero no necesita forzar a una mujer.
Lo negaré, pensó. En aquel momento no era yo. Fue algún demonio que me había poseído.
— ¿Qué es todo esto? — exigió Koshmar, furiosa.
— Sí, cuéntanos, niña — alentó Torlyri con ademanes tiernos —. ¿Qué intentas decirnos? ¿Qué hizo Harruel en el camino de la montaña?
Su voz era apenas un susurro.
— Me arrojó al suelo. Se echó sobre mí…
— ¡No! — aulló Harruel —. ¡Mentiras! ¡Mentiras!
Ahora todos le miraban, incluso los Hombres de Casco.
— Me aferró — seguía musitando Kreun —. Me tomó por la fuerza.
La joven se volvió, temblando, cubriéndose el rostro.
Sachkor se inclinó hacia delante, mirando a Harruel con ferocidad, y le cogió por el brazo con rudeza. Quería averiguar qué había ocurrido ese día entre él y Kreun a toda costa. Para Harruel, él no era más que una especie de molesto animalillo fastidioso, o quizá como un insecto zumbón de los que hay en la jungla. Harruel le apartó a un lado como por casualidad, como a un moscardón irritante. Sachkor cayó de bruces en el polvo, y quedó un instante tendido. Entonces se sentó, algo confuso, pero al parecer armándose de fuerza para un nuevo ataque. Harruel sacudió la espada ante él, advirtiendo a Sachkor que no le siguiera molestando.
— ¡Ya basta de peleas! — ordenó Koshmar —. ¡Depón la espada, Harruel!
— No lo haré. ¿No ves que está dispuesto a lanzarse otra vez sobre mí?
Realmente, Sachkor se había agazapado, parpadeando, murmurando. Harruel se puso en posición de defensa y aguardó a que el otro saltara.
— Sachkor, ¡contrólate! Y tú, Harruel, guarda la espada o haré que te la quiten — dijo Koshmar, furiosa.
Sachkor no se inmutó.
— ¿Cuál es la verdad de todo esto, Harruel? ¿Tomaste a Kreun por la fuerza?
— No le hice nada.
— ¡Miente! — gritó Kreun.
— ¡Ya basta! Estamos ante nuestros huéspedes. Este asunto requiere que lo juzguemos en otra ocasión. Kreun, regresa al asentamiento. Orbin, Konya, llevaos a Harruel hasta que se calme. Esta noche realizaremos una investigación sobre los hechos.
— Quiero la verdad — sostuvo Sachkor —, y la tendré ahora mismo.
Harruel, observando con estupor, sintió la, súbita fuerza de la segunda vista de Sachkor que se tendía sobre él. Era una experiencia sorprendente, prohibida. Estaba sondeando su alma de forma vergonzosa. Harruel se sintió desnudo hasta los huesos. Desesperadamente, trató de interponer cercos por los pasillos de su mente para impedir que Sachkor penetrara, tratando de ocultar todo recuerdo de aquel momento con Kreun. Pero no podía esconder nada Cuanto más se afanaba por encubrirlo, más vivamente se volvía la memoria en contra de él: el cuerpo firme de Kreun retorciéndose bajo el suyo, el contacto de la suave cadera frotándose contra sus muslos, el repentino placer ardiente de su empuje, el palpitante goce que sintió al verter sobre ella su fuego viril.
Sachkor, rugiendo, se irguió y se lanzó sobre Harruel en una acometida frenética y salvaje.
Koshmar gritó y trató de interponerse entre ambos, pero ya era demasiado tarde. Harruel, aún temblando desorientado tras la invasión de su mente, actuó de forma instintiva, blandió la espada y dejó que Saclikor se arrojara precisamente sobre ella.
Todos gritaron al unísono. Luego reinó un momento de silencio mayúsculo. Saclikor miró la hoja de la espada que brotaba de su pecho como si su presencia lo intrigara. Emitió un ligero estertor. Harruel dio un último impulso al arma. Tambaleándose, Saclikor miró alrededor, aún sorprendido, y cayó de lado al suelo. Kreun salió disparada y se arrojó sobre él como un manto inútil. Torlyri, de rodillas, intentaba apartarla de Sachkor, pero la joven no se movía.
Los Hombres de Casco, sorprendidos por el curso de los acontecimientos, intercambiaron comentarios en voz baja en una extraña lengua de ladridos, y comenzaron a situarse detrás de sus gigantescas cabalgaduras.
Koshmar se acercó a Sachkor, le tocó las mejillas y el pecho, llevó la mano a la espada e intentó moverla, y se quedó largo rato observando los ojos inertes del joven. Luego se puso en pie.
— Está muerto — anunció, como si no pudiera creerlo —. Harruel… ¿qué has hecho?
Sí, pensó Harruel. ¿Qué he hecho?
Para Hresh aquel día fue como un sueño interminable. Esa clase de pesadilla de la cual uno emerge exhausto, como tras una noche de insomnio. Un sueño que comenzó con una travesía al Gran Mundo, y que siguió con su primer entrelazamiento, con su torpe acercamiento a Taniane, con la irrupción de los Hombres de Casco en Vengiboneeza, sobre las sorprendentes bestias rojas, y con el regreso de Sachkor. Y ahora esto… ahora esto… No. No. Era demasiado. Demasiado.
Sachkor yacía tendido, inmóvil, atravesado por la espada de Harruel. Harruel se erguía sobre él con los brazos cruzados el rostro pétreo, el cuerpo enorme. Torlyri sostenía a Kreun, que no cesaba de llorar. Los Hombres de Casco ya habían retrocedido cincuenta pasos hacia la salida y miraban la escena como si comenzasen a creer que habían dado con una horda de zorros-rata.
— Nunca antes había sucedido esto, ¿verdad Hresh? Que un hombre de la tribu quitara la vida a un compañero… — murmuró Koshmar.
Hresh meneó la cabeza.
— Jamás. En las crónicas no hay una sola mención acerca de esto.
— ¿Qué has hecho, Harruel? — repitió Koshmar —. Has matado a Sachkor, que era uno de los nuestros. Era parte de ti mismo.
— Él se hundió en la espada — alegó Harruel como adormecido —. Todos lo habéis visto. Gritó como un loco y se lanzó sobre mí. Yo levanté la espada por la fuerza de la costumbre. Soy un guerrero. Cuando me atacan, me defiendo. Él mismo se clavó la espada. Tú lo has visto, Koshmar.
— Pero tú lo provocaste — sentenció Koshmar —. Kreun dice que tú la forzaste el día en que desapareció Sachkor. Iban a formar pareja. Es contrario a la costumbre violar a una mujer, Harruel. No puedes negarlo.
Harruel permaneció en silencio. Hresh sintió una oleada de ira, y luego otra de desconcierto, temor, y desafío. Hresh pensó que Harruel casi daba lástima. A pesar de todo, era peligroso.
Tal vez no había pretendido matar a Sachkor, decidió Hresh. Pero de todas formas, el joven estaba muerto.
— Este hecho debe castigarse — dijo Koshmar.
— Él se arrojó sobre la espada — se obstinó Harruel —. Yo sólo me defendí.
— ¿Y la violación de Kreun? — preguntó Koshmar.
— ¡También lo niega! — exclamó Kreun —. ¡Pero miente! Al igual que cuando dice que no pretendía matar a Sachkor. Odiaba a Sachkor. Siempre lo hizo. Sachkor me lo dijo, antes de irse, y me contó muchas cosas más sobre Harruel. Dijo que pensaba deponer a Koshmar. Harruel quiere gobernar la tribu, dice que será rey, una especie de hombre — cabecilla. Harruel…
— Silencio — ordenó Koshmar —. Harruel, ¿niegas la violación?
Pero Harruel no contestó.
— Debemos llegar al fondo de la cuestión — anunció Koshmar —. Hresh, ve a buscar, las piedraluces. Se lo preguntaremos a ellas. No, mejor aún, trae la Piedra de los Prodigios. Examinaremos a Harruel con ella. Descubriremos qué ocurrió entre él y Kreun, y si realmente, hizo algo…
— No — intervino Harruel de pronto —. No hay necesidad de realizar tal examen. No lo permitiré. En cuanto a lo que dice Kreun, no hubo violación.
— ¡Mentiroso! — aulló Kreun.
— No hubo violación — prosiguió Harruel — pero no voy a negar que me apareé con ella. Yo estaba en las montañas, protegiendo a la tribu de los enemigos, estos enemigos que hoy han venido a irrumpir en nuestra ciudad. Permanecí toda la noche allí, sentado bajo la lluvia, vigilando para la tribu. Y por la mañana descendí, y me encontré con Kreun, y ella me resultó agradable, y su aroma fue agradable a mis sentidos, y me acerqué a ella y la tomé, y copulé con ella; ésta es la verdad, Koshmar.
— ¿Y lo hiciste con su consentimiento? — preguntó Koshmar.
— ¡No! — gritó Kreun —. ¡No di ningún consentimiento! Yo estaba buscando a Sachkor, y pregunté a Harruel si él lo había visto, y en lugar de responderme me cogió… estaba como loco… me llamaba Thalippa, pensaba que yo era mi madre… me aferró, y me lanzó al suelo…
— Estoy hablando con Harruel — la interrumpió Koshmar —. ¿Hubo consentimiento, Harruel? ¿Le pediste que copulara contigo como un hombre solicita a una mujer o como una mujer le solicita a un hombre?
Harruelse obstinó en su silencio.
— Si callas, te condenas — advirtió Koshmar —. Aun sin el examen del Barak Dayir, te condenas, y pierdes toda dignidad, por haber hecho cosas que hasta hoy eran desconocidas en la tribu, por haber tomado a Kreun sin su consentimiento y por haber matado a Sachkor…
— Su consentimiento no era necesario — soltó de pronto Harruel.
— ¿No era necesario? ¿Qué?
— La poseí porque lo necesitaba, después de haber pasado toda una dura noche de soledad protegiendo a la tribu. Y porque la deseaba, puesto que me pareció hermosa. Y porque estaba en mi derecho, Koshmar.
— ¿Tu derecho? ¿A violarla?
— Mi derecho, sí, Koshmar. Soy el rey, y puedo hacer lo que me plazca.
Dios nos guarde, pensó Hresh horrorizado.
Los ojos de Koshmar se abrieron como platos. Casi se le salían de las órbitas, tal era su estupor.
Pero pareció hacer un esfuerzo por controlar sus sentimientos. Se dirigió a Hresh en un tono tenso y rígido.
— ¿Qué significa esta palabra, «rey», que tanto se menciona últimamente? ¿Me lo dirás, cronista?
Hresh se humedeció los labios.
— Es un título que tenían en la época del Gran Mundo — respondió con aspereza —. La palabra significa «hombre — cabecilla», tal como Kreun acaba de decir.
— En nuestra tribu no hay hombres cabecillas — sostuvo Koshmar.
Una gran oleada de fortaleza y extrañeza provino de Harruel. Hresh la sintió con la segunda vista y por poco lo hizo tambalear. Era como estar de pie en medio de una tempestad que arrancaba los árboles de raíz.
— El imperio de las mujeres ha terminado — dijo Harruel —. A partir de hoy, yo soy el rey.
En calma, Koshmar señaló a Konya, Staip y Orbin.
— Rodeadlo — ordenó —. Prendedlo. Se ha vuelto loco, y debemos protegerlo de sí mismo.
— Atrás — amenazó Harruel —. ¡Que nadie me toque!
— Tú podrás ser rey — adujo Koshmar —, pero en esta ciudad yo soy la cabecilla, y quien manda es la cabecilla. ¡Rodeadlo!
Harruel se volvió para mirar a Konya con frialdad. Su compañero no se movió. Luego miró a Staip y a Orbin. Ambos permanecieron en su sitio.
Y entonces miró a Koshmar de nuevo.
— Continúa siendo cabecilla todo lo que quieras, Koshmar — manifestó con voz oscura y tranquila —. La ciudad es tuya. O, mejor dicho, ahora pertenece a los Hombres de Casco. Me iré de aquí y dejaré de causarte problemas.
Miró a su alrededor. Para entonces toda In tribu se había congregado, incluso las mujeres y niños que se habían refugiado en el templo al oír la noticia de la invasión. Los ojos turbios de Harruel se posaron sobre cada uno. Hresh sintió que esa mirada negra y amenazadora descansaba sobre él y bajó la vista, incapaz de sostenerla.
— ¿Quién vendrá conmigo? Esta ciudad es una maldición, y debemos abandonarla. ¿Quién se unirá a mí para construir un gran reino lejos de este lugar? ¿Tú, Konya? ¿Tú, Staip? ¿Tú? ¿Tú? ¿Tú? — preguntó Harruel.
Pero nadie se movió. El silencio era insoportable.
— ¿Por qué tenemos que permanecer confinados dentro de esta ciudad muerta? ¡Su poder acabó mucho tiempo atrás! Ya lo veis: los excrementos hediondos de las bestias enemigas se apilan sobre estas avenidas. Y habrá más. La ciudad quedará sepultada bajo las heces.
¡Los que estén hartos del imperio de las mujeres, que vengan junto a mí! ¡Los que deseen gloria, riquezas, tierras, que vengan junto a mí! ¿Quién vendrá con Harruel? ¿Quién? ¿Quién?
— Yo iré contigo — anunció Konya con su voz raída y áspera —. Te lo prometí hace tiempo.
Hresh oyó que Koshmar contenía el aliento.
Konya miró hacia el círculo tribal en dirección a Galihine, su pareja. Su vientre protuberante contenía un niño. Al cabo de un instante la mujer avanzó hacia el otro lado y ocupó su lugar al lado de Konya.
— ¿Quién más? — preguntó Harruel.
— Esto es una locura — proclamó Koshmar —. Moriréis fuera de la ciudad. Sin una cabecilla sufriréis la ira de los dioses, y seréis devorados.
— ¿Quién más viene conmigo? — preguntó Harruel.
— Yo — afirmó Nittin —. Y Nettin viene conmigo.
Nettin se mostró aturdida, como si la hubieran golpeado con una vara. Pero siguió con obediencia a su compañero, llevando en brazos a su hija Tramassilu.
Harruel asintió.
— Yo iré — manifestó de pronto Salaman. Weiawala lo siguió, y al cabo de un rato hizo lo mismo el joven guerrero Bruikkos, y la niña Thaloin, quien días antes se había prometido a él como compañera. Hresh sintió que un frío le invadía el alma. Nunca había supuesto que alguien pudiese seguir a Harruel. Esto era una catástrofe. La tribu se estaba dividiendo.
— Yo también iré contigo — prorrumpió Lakkamai.
Se oyó el grito apagado e instantáneo de Torlyri. Se mordió el labio y dio un paso al lado, bajando la mirada, pero Hresh alcanzó a ver la mirada de dolor que había en su rostro. Koshmar parecía conmocionada, y Hresh descubrió en ella una mirada de miedo, pues temía que Torlyri siguiera a Lakkamai en su partida de la ciudad. Pero Torlyri permaneció junto a ella.
Ahora Harruel se dirigió a su mujer.
— ¿Minbain?
— Sí — afirmó con serenidad —. Iré donde tú vayas.
— ¿Y tú, Hresh? — invitó Harruel — Viene tu madre, y tu pequeño hermano Samnibolon. ¿Vas a quedarte tú? — Avanzó hasta Hresh y le miró desde lo alto —. En nuestra nueva vida necesitaremos tus aptitudes. Serás nuestro cronista, tal como lo has sido aquí; tendrás cuanto desees, niño. ¿Vienes?
Hresh no podía responder. En silencio miró a su madre, a Koshmar, a Torlyri, a Taniane.
— ¿Y bien? — repitió Harruel, con tono más amenazador —. ¿Vendrás?
Hresh sintió que el mundo daba vueltas a su alrededor.
— ¿Y bien? — insistió Harruel una vez más.
Hresh bajó la mirada.
— No — respondió, tan débilmente que casi no se oyó.
— ¿Qué? ¿Qué has dicho? ¡Habla más fuerte!
— No — replicó Hresh, con más claridad —. Quiero quedarme aquí Harruel. — Sintió que la sangre recorría su cuerpo con furia, y que lo llenaba con nuevas fuerzas y energías —. Todos tendremos que marcharnos de Vengiboneeza algún día, tarde o temprano — declaró Hresh —. Pero no ahora, ni de esta forma. Yo me quedaré. Hay mucho trabajo que hacer en este lugar…
— ¡Niño miserable! — gritó Harruel —. ¡Pequeño estorbo piojoso!
Su largo brazo salió disparado. Hresh dio un salto hacia atrás, pero no con suficiente rapidez. Las puntas de los dedos de Harruel le golpearon la mejilla, y tan grande fue el poder de ese ligero roce que le envió por los aires en un tumbo. Quedó temblando en el suelo. Torlyri se acercó a él, le levantó y le abrazó con ternura.
— ¿Quién más? — preguntó Harruel —. ¿Quién más va a venir? ¿Quién más? ¿Quién más? ¿Quién más?