IV. Muerte en Palmira

La caravana de Trípolis partiría al romper el alba. Nebozabad, el jefe, quería que todo estuviera listo la noche anterior. Quería que cada hombre ensayara cómo instalar y levantar el campamento. Las demoras no sólo costaban dinero, sino que multiplicaban los riesgos.

Así pensaba él. Algunos le decían que se lo tomara con calma. Afirmaban que la paz era segura, con Siria en manos árabes. ¿Acaso el califa mismo no había pasado por Tadmor, en su camino hacia la santa Jerusalén, tres años atrás? Nebozabad era menos confiado. Durante su vida había visto demasiadas guerras, con el consiguiente desmoronamiento del comercio, el colapso del orden y el auge del bandidaje. Se proponía usar cada hora de oportunidad que Dios le brindara.

Por lo tanto sus acompañantes no dormían en un caravasar sino en un terreno más allá de la Puerta de Filipo. Él iba de aquí para allá, hablando con los conductores de camellos, los guardias, los comerciantes, los plebeyos, dando órdenes cuando era necesario, dando al tumulto una forma y un sentido. Era bien entrada la noche cuando terminó. Se detuvo, pues, para disfrutar de un momento a solas. El humo de las fogatas que chispeaban en el campamento flotaba en el aire fresco. Alrededor todo era negrura. Distinguió la punta de algunas tiendas, alzadas por sus viajeros más prósperos, y a veces la luz rebotaba en la punta de la lanza de un centinela. Nebozabad quería que todo lo rutinario funcionara desde el principio. Le llegaban murmullos a los oídos, palabras de hombres que permanecían levantados, en ocasiones el suave relincho de un caballo o el gorgoteo gutural de un camello.

Un sinfín de estrellas titilaba en el cielo. Desde el oeste una luna gibosa alumbraba el valle angosto, escarchando colinas, palmares, las tumbas monumentales que se elevaban en las sombras, las torres y almenas de la muralla de la ciudad. Esa pared blanca y grisácea se elevaba como si hubieran levantado una franja de la estepa que rodeaba esta cuenca. Parecía tan eterna e inquebrantable como si la vida que ahora dormía a su amparo pudiera palpitar todos los días para siempre.

Nebozabad se mordió el labio ante esta idea. Bien sabía que no era así. En su propia vida los persas habían expulsado a los romanos, y luego los romanos habían expulsado a los persas, y por aquel entonces, ambas naciones huían de la espada del Islam; y aunque las rutas comerciales de Tadmor aún llevaban y traían fortunas, la gloria de la ciudad había pasado. Ah, haber vivido cuando ella —Palmira en las lenguas latina y griega— era la reina de Siria, antes de que el emperador Aureliano aplastara el intento de liberación de Zenobia…

Nebozabad suspiró, se encogió de hombros, dio media vuelta y echó a andar. Una ciudad, como un hombre, debía someterse a los designios de Dios. En eso, al menos, los musulmanes tenían razón.

A su paso oyó y respondió varios saludos: «Cristo sea contigo, señor.» «Y con tu espíritu.» Todos reconocían su forma corpulenta en el sencillo djellakak, sus gruesos rasgos a la intemperie. La luz de la luna le rozaba las estrías blancas del pelo y de la barba recortada.

Se acercó a su tienda. Era de buen material, aunque de tamaño modesto. Nunca llevaba un peso que podría ir, en cambio, en artículos de valor.

El fulgor amarillo de la lámpara se filtraba por la entrada abierta.

Una mano le aferró el tobillo. Se paró en seco, ahogó un suspiro, cerró los dedos sobre la empuñadura del cuchillo.

—Silencio. —Un susurro frenético—. Por la misericordia de Dios, te lo suplico. No quiero hacerte daño.

No obstante sintió un escalofrío al mirar. Alguien estaba agazapado en el suelo, una palidez entre las sombras.

—Necesito ayuda —dijo la voz, y Nebozabad creyó reconocerla—. ¿Podemos hablar a solas? Mira, no llevo armas.

A menudo Nebozabad tenía que tomar decisiones rápidas.

—Espera —murmuró. La mano implorante lo soltó. Nebozabad dio la vuelta hasta el frente de la tienda y entró en ella tratando de que nadie lo viera. Dentro, la tela de pelo de camello encerraba algo de tibieza. Una lámpara de arcilla alumbraba el lecho preparado, la jarra y el cuenco de agua y dos o tres pequeñas comodidades. Su sirviente lo saludó tocando la tierra con las rodillas, las manos y la frente.

—¿Qué desea mi amo? —preguntó.

—Espero una visita —dijo Nebozabad—. Sal cautelosamente, tal como yo llegué. Cuando haya cerrado la entrada, no dejes que nadie venga, ni menciones una palabra sobre esto. —Que caiga sobre mi cabeza, amo. —El esclavo se fue con el mayor sigilo. Nebozabad lo había escogido y lo había adiestrado bien; era del todo leal. Cuando se hubo marchado, Nebozabad se asomó un instante, susurró «Adentro» y se retiró.

La otra persona se escurrió, se enderezó, y lo miró cara a cara. A pesar de que lo sospechaba, Nebozabad jadeó. Una mujer. ¡Oh, vaya mujer!

Ella se había acuclillado, las manos tendidas sobre el regazo. Las trenzas le cubrían los hombros, se le derramaban sobre los pechos. Nebozabad supuso que no era por mera coincidencia. No tenía nada más encima, excepto mugre, una estría de sangre coagulada en el brazo izquierdo, sudor que resplandecía a la luz de la lámpara, y ese aire de abatimiento. Su cuerpo podía haber pertenecido a una diosa antigua, esbelto, pechos firmes, cintura delgada, caderas redondas. Tenía pómulos altos, nariz recta, labios carnosos sobre la tersa mandíbula. La tez era ligeramente dorada y los grandes ojos, bajo cejas arqueadas, eran castaños. En ella, el romano de Occidente, el romano de Oriente, el heleno y el persa se habían mezclado con Siria.

Él la observó. Parecía una doncella, no, una matrona joven, no, algo para lo cual no tenía nombre. Pero la conocía.

—Oh Nebozabad, viejo amigó —dijo ella con voz trémula y acariciante—, tú eres mi única esperanza. Ayúdame, como una vez mi casa te ayudó. Nos conoces desde siempre.

Cuarenta y pico de años. El pensamiento fue como un mazazo. Su mente retrocedió una treintena de esos años.

1

Aliyat ansiaba el retorno de Barikai, pero también lo temía. Tendría el solaz de abrazarlo y brindarle su amor sin freno. Así habían permanecido juntos al perder otros niños, pero ésos eran bebés. Ante todo debería contarle qué había ocurrido.

Él estaba en otra parte de Tadmor, hablando con el mercader Taimarsu. Las noticias del frente eran desalentadoras. Los persas infligían una derrota tras otra a los romanos, internándose en Mesopotamia, con las escasas defensas de Siria a la izquierda. Cada vez más, el comercio con la costa se encerraba en su caparazón y aguardaba el desenlace. Los caravaneros como Barikai sufrían. La mayoría tenía miedo de aventurarse en cualquier parte. Él, más audaz, persuadía a los mercaderes para que no permitieran que las mercancías se estropearan en los depósitos.

Ella imaginó el ímpetu, la risa de Barikai: «Los llevaré. ¡Los precios de Trípolis y Berytus estarán en alza! La recompensa es para los valientes.» Ella lo había alentado. Hija de un hombre del mismo oficio, estaba más cerca del marido que la mayoría de las mujeres, casi un socio además de amante y madre de sus hijos. Eso calmaba la angustia que sentía cuando subía a la muralla de la ciudad para verlo marchar más allá del horizonte.

Pero ese día… Una esclava la halló en el jardín y anunció: «El amo está aquí.» El corazón se le encogió. Se armó de coraje, como deben hacerlo las mujeres en el lecho del parto o junto a un lecho de muerte, y se apresuró. Sus faldas susurraron a través de un silencio lleno de ojos. Todos los criados estaban al corriente.

Era una servidumbre numerosa en un gran edificio. Hasta tiempos recientes, Barikai, como su padre, había prosperado. Aliyat esperaba no tener que vender ningún esclavo; les tenía afecto. Estaba instituyendo la frugalidad… ¿Qué importaban esas cosas?

El atrio estaba oscuro en el anochecer. Aliyat miró la imagen de la Virgen, erguida en un nicho, un fulgor azul y oro contra la pared blanqueada. Se arrodilló un instante ante ella, rogando en silencio que la noticia no fuera cierta. La imagen la miró sin inmutarse.

Barikai acababa de entregar la capa a un sirviente. Debajo usaba una túnica decorada con hilo de oro, para demostrar poder y confianza. Aunque el tiempo le había agrisado el pelo oscuro y le había arrugado la cara enjuta, aún caminaba con agilidad.

—Cristo sea contigo, señora mía —comenzó como correspondía en presencia de criados. Aguzó los ojos. Se acercó a ella a grandes pasos y le cogió los hombros—. ¿Qué ha ocurrido?

Ella tuvo que tragar saliva dos veces antes de rogarle que la acompañara. Sin añadir ni una palabra más, la siguió en silencio hasta el jardín.

Rodeado por la casa, éste era un lugar tranquilo y fresco, un refugio apartado del mundo. Jazmines y rosas crecían alrededor de un estanque con lirios de agua. Las fragancias impregnaban el aire. El cielo se había vuelto espléndidamente azul mientras el sol se hundía detrás del tejado. Era un lugar donde dos personas podían estar a solas.

Aliyat se volvió a Barikai. Cerró los puños y exclamó:

—¡Manu ha muerto!

Él no se movió.

—El joven Mogim trajo la noticia esta mañana —prosiguió Aliyat—. Estaba entre los pocos que escaparon. El escuadrón patrullaba al sur de Khalep cuando lo sorprendió la caballería persa. Mogim vio que Manu recibía una flecha en el ojo, caía de la silla y rodaba bajo los cascos.

—Al sur de Khalep —graznó Barikai—. Ya. Entonces están entrando en Siria.

Ella supo que ese pensamiento de hombre era el primer escudo que él podía alzar. Era frágil, y pronto se resquebrajó.

—Manu —dijo Barikai—. Nuestro primogénito. Muerto. —Le tembló la mano mientras se persignaba una y otra vez—. Dios se apiade de él. Cristo lo acoja en su seno. Ayúdalo, santo Georgios.

Yo también debería rezar, pensó Aliyat y supo con vaga sorpresa que el deseo de hacerlo se había marchitado.

—¿Se lo has dicho a Aqmat? —preguntó Barikai.

—Desde luego. Creo que es mejor dejarla a ella y sus hijos en paz por un tiempo. —La joven esposa de Manu había vivido aterrada por esto desde que lo habían llamado para la guerra. La noticia había sido como un martillazo.

—Envié un mensajero a Haira, pero su amo lo ha despachado a Emesa con algún encargo —continuó Aliyat. El menor de sus hijos trabajaba para un vinatero—. Las hermanas guardan luto en casa. —Sus tres hijas vivas estaban bien casadas, y ella se alegraba de haberse esforzado para ahorrar buenas dotes para ellas.

—Creo…, para continuar mi trabajo…, creo que tomaré a Nebozabad como aprendiz —murmuró Barikai—. Lo conoces, ¿verdad? Hijo de la viuda Hafsa. Tiene sólo diez años, pero es un mozo capaz. Y sería un acto de bondad. Tal vez los santos sonrían al alma de Manu.

De pronto la apretó con mucha fuerza, haciéndole daño.

—¿Pero por qué divago de este modo? —gritó—. ¡Manu ha muerto! Ella le aflojó las manos, se cobijó en sus brazos y lo estrechó con fuerza. Así permanecieron largo rato, mientras las sombras se elevaban en el jardín y la luz se derramaba desde el cielo.

—¡Aliyat, Aliyat! —susurró él al fin, con voz trémula—, mi amor, mi fuerza. ¿Cómo puede ser que seas así? Esposa mía, madre, abuela, y sin embargo, bien podrías ser la joven con quien me desposé.

2

Cuando los persas ocuparon Tadmor, primero impusieron un oneroso tributo. Luego no fueron malos señores, no peores que los romanos, pensaba Aliyat en secreto. Los zoroastrianos, que consideraban sagrado el fuego, dejaban que todos adorasen de acuerdo con sus creencias, e incluso evitaron que los cristianos ortodoxos, los cristianos nestorianos y los judíos se molestaran entre sí. Entretanto, el firme control de los territorios que conquistaron permitió reiniciar el comercio, incluso con su propio país. Al cabo de doce años, la gente oyó que avanzaban aún más, que tomaban Jerusalén y luego Egipto. Aliyat se preguntaba si continuarían hasta la vieja Roma, pero, por lo que había oído decir sobre Italia, esa tierra arrasada, dividida entre jefes lombardos, el Papa católico y restos de guarniciones imperiales, supuso que no valía la pena.

Llegaron rumores de que un nuevo emperador, Heraclio, reinaba en Constantinopla, y se decía que era enérgico y capaz. Sin embargo, tenía problemas. Apenas había logrado impedir que los salvajes avaros tomaran la capital. En Tadmor esos acontecimientos parecían remotos e irreales. Aliyat era casi la única mujer de allí que siquiera tenía noticias de ellos. Uno debía solucionar su vida privada. Para ella, además, los años y los días se confundían. El nacimiento de un nieto, la muerte de un amigo, afloraban a la realidad y luego se erguían en la memoria como cerros solitarios espiando una larga caravana.

Así estaban las cosas en el momento en que llegaron a su fin.

Aliyat enfiló hacia el ágora con una corpulenta criada. Partieron temprano por la mañana, para terminar los regateos y nacer las compras antes de que el calor del día indujera a la gente a descansar. Barikai murmuró una despedida que ella apenas pudo oír. Últimamente él estaba débil, con espasmos en el pecho y resuellos; él, que había sido tan fuerte. Ni las plegarias ni los médicos servían de mucho.

Aliyat y Mará caminaron por la sinuosa calle hasta el peristilo y continuaron avanzando. La gran doble hilera de columnas relucía triunfalmente entre los arcos de ambos extremos, estallando en una florescencia allí donde los capiteles desafiaban el cielo. Desde un reborde de cada hilera, la estatua de un ciudadano célebre miraba hacia abajo, siglos de historia en actitud solemne. Debajo, las calles estaban atestadas de tiendas, oficinas comerciales, capillas, burdeles, seres humanos. Los olores eran punzantes: humo, sudor, estiércol, perfume, aroma de especias, aceites y frutos. El ruido era tumulto de pisadas, cascos, ruedas crujientes, martillazos, cánticos, gritos, discursos, en general en el arameo de ese país pero también en griego, persa, árabe y lenguas de tierras aún más distantes. Giraban los colores, una manta, una túnica, un velo, un tocado, un pendón ondeando sobre una lanza, un adorno, un amuleto. Un vendedor de alfombras estaba sentado entre los ricos matices de sus mercancías. Un vinatero mantenía en alto su vasija de cuero. Un calderero trabajaba el metal. Un carro de bueyes avanzaba entre las multitudes, cargado con dátiles del desierto. Un camello gruñía y se bamboleaba bajo los fardos, más allá de la vista de Aliyat. Un grupo de jinetes persas trotaba detrás de un heraldo que ordenaba a la multitud que despejara el camino; las armaduras centelleaban, los penachos ondeaban. Una litera trasladaba a un rico comerciante, y otra a una acicalada cortesana, y ambos miraban con indolente insolencia. Un sacerdote cristiano dejó pasar a un austero mago y se persignó. Arrieros que traían ovejas de las áridas estepas caminaban boquiabiertos entre tentaciones que quizá los dejaran sin un céntimo antes de regresar a sus tiendas. Una flauta gorjeaba, un tamboril repiqueteaba, alguien cantaba con voz aguda y trémula.

Ésta era su ciudad, Aliyat lo sabía, ésta era su gente, y sin embargo, estaba cada vez más lejos de ellos.

—¡Señora! ¡Señora!

Aliyat se detuvo y miró alrededor. Nebozabad se abría paso a codazos, y la gente lo maldecía agitando los puños. Él continuó sin prestar atención hasta llegar a ella. Aliyat le miró el semblante y sintió un nudo en el estómago.

—Señora, esperaba poder alcanzarte —jadeó el joven—. Yo estaba con mi amo, tu esposo, cuando él sufrió un ataque. Dijo tu nombre. Mandé buscar un médico y vine a avisarte.

—Vamos —dijo Aliyat.

Él la guió abriéndole paso a gritos. Bajo un cielo brillante y despiadado regresaron a la casa.

—Espera —ordenó Aliyat ante la puerta del dormitorio y entró sola.

No tenía por qué haber lastimado a Nebozabad dejándolo en el corredor. No había reflexionado. Dentro había varios esclavos, apartados conmocionados e impotentes. Pero también estaba el hijo varón que les quedaba. Hairan, inclinado sobre la cama, se aferraba al que estaba tendido en ella.

—Padre —suplicaba—, padre, ¿puedes oírme?

Barikai tenía los ojos echados hacía atrás, un blanco insidioso contra el azul que trepaba por debajo de la piel. Le salía espuma por los labios. La respiración era violenta, ronca, entrecortada. Las cortinas de abalorios de las ventanas trataban de oscurecer el espectáculo. Para Aliyat sólo creaban un crepúsculo donde lo veía con mayor crudeza.

Hairan alzó los ojos, la barba humedecida por las lágrimas.

—Temo que está agonizando, madre.

—Lo sé. —Aliyat se arrodilló, apartó las manos del hijo, tendió los brazos sobre Barikai y apoyó la mejilla en el pecho de su esposo. Oyó y sintió cómo se le escapaba la vida.

Levantándose, le cerró los ojos y trató de enjugarle la cara. En ese momento, llegó el médico.

—Yo me encargaré de eso, señora —ofreció.

Ella negó con la cabeza.

—Yo lo prepararé —dijo—. Es mi derecho.

—No temas, madre —tartamudeó Hairan—. Cuidaré de ti, tendrás una vejez apacible… —Las palabras murieron. Él la miró fijamente, al igual que el médico y los esclavos. Barikai, caravanero, no había llegado a los setenta años, pero los aparentaba, con el pelo blanco, el rostro consumido, los músculos marchitos sobre los huesos. La viuda, en cambio, parecía una mujer de veinte primaveras.

3

Hairan el vinatero tuvo un nieto varón, para gran regocijo de su casa. La fiesta con que él y su padre agasajaron a parientes y amigos duró hasta tarde en la noche. Aliyat se retiró temprano a la parte trasera del edificio, donde tenía una habitación. Nadie lo tomó a mal; a fin de cuentas, aunque sus años le granjearan respeto, eran un peso.

No fue a descansar como todos suponían. Una vez a solas, irguió la espalda y dejó de arrastrar los pies. Ligera y ágil, salió por una puerta trasera. Las abultadas prendas negras que le disimulaban la figura ondeaban con su prisa. Llevaba la cabeza cubierta, como de costumbre, para ocultar la negrura de sus rizos. La familia y los sirvientes a menudo comentaban que su rostro y sus manos eran asombrosamente juveniles, pero ahora se cubrió con un velo.

Se cruzó con un esclavo que realizaba sus tareas, y él la reconoció pero se limitó a saludarla. No diría que la había visto. Él también era viejo, y sabía que uno debe soportar a los viejos si a veces se ponen un poco raros.

El aire de la noche era benignamente fresco. La calle era un corredor de sombras, pero los pies de Aliyat conocían cada piedra y la llevaron sin dificultad al peristilo. Desde allí caminó hacia el ágora. La luna llena alumbraba las azoteas. El fulgor ocultaba algunas estrellas, aunque más abajo titilaban en enjambres. Las columnas relucían de blancura. Las pisadas de Aliyat retumbaban en el silencio. Casi toda la gente dormía. Era arriesgado, pero no tanto. Bajo dominio persa, los guardias de la ciudad continuaban manteniendo la ley y el orden. Aliyat se ocultó detrás de una columna cuando vio pasar un escuadrón. Las puntas de las picas relucieron bajo la luz de la luna. Si la hubieran visto, habrían tratado de llevarla a su casa, a menos que la tomaran por una ramera, lo cual habría suscitado preguntas para las cuales no tenía respuesta.

«¿Por qué vagabundeas en la oscuridad?» Lo ignoraba, pero tenía que marcharse un rato o de lo contrario empezaría a gritar.

No era la primera vez.

En la calle de los Mercaderes viró hacia el sur. El grácil teatro se elevó a su derecha. A la izquierda se erguían el pórtico y la muralla que rodeaban el ágora, fantasmales bajo la luna. Aliyat había oído decir que eran sólo fragmentos de lo que habían sido antaño, antes de que hombres desesperados los destruyeran buscando material de fortificación cuando los romanos cerraban el cerco sobre Zenobia. Eso congeniaba con su estado de ánimo. Atravesó un portal y salió a la ancha plaza.

El recuerdo del ajetreo diurno la hacía parecer aún más vacía. Las estatuas de altos funcionarios, comandantes militares, senadores y, sí, caravaneros, la rodeaban como centinelas de una necrópolis. Aliyat caminó hasta el centro, bajo el claro de luna, y se detuvo. Sólo oía sus jadeos, las palpitaciones de su corazón.

—Miriamne, Madre de Dios, te… agradezco… —Las palabras murieron en sus labios. Eran tan huecas como el lugar donde se encontraba, y si las terminaba serían una parodia.

¿Por qué no sentía satisfacción ni gratitud? El hijo de su hijo había tenido un hijo. La vida de Barikai perduraba en ellos. Si Aliyat hubiera podido invocar la amada sombra de su esposo en la noche, sin duda él habría sonreído.

Tiritó. No podía evocar el recuerdo. El rostro de Barikai era apenas un borrón; tenía palabras para describirlo, pero ya no lo veía. Todo retrocedía en el pasado, sus amores morían y morían y morían, y Dios no le permitía seguirlos.

Debía alabarlo con canciones por estar lozana e íntegra, no tocada por los años. ¿Cuántos, postrados, arrugados, desdentados, medio ciegos, inflamados por el dolor, ansiaban la misericordia de la muerte? Mientras que ella… Pero el temor crecía año a año, las miradas furtivas, los murmullos, los signos furtivos para ahuyentar el mal. Hairan mismo veía en el espejo su pelo gris y su frente arrugada y se preguntaba qué pasaba con la madre; Aliyat sabía, lo sabía. Trataba de mantenerse aparte, para no despertar sospechas y comprendía que sus parientes participaban en una conspiración silenciosa para no mencionarla ante los extraños. Y así ella se convertía en la extraña, la que estaba siempre sola. ¿Cómo podía ser bisabuela cuando en sus entrañas ardía el deseo? ¿Era ésa la razón del castigo, o habría olvidado algún espantoso pecado de la niñez?

La luna avanzó en el cielo mientras giraban las estrellas. Lentamente, el cielo le transmitió su turbadora serenidad. Aliyat emprendió el regreso. No se rendiría. Aún no.

4

La guerra devoró una generación, pero al fin Heraclio venció. Acosó a los persas hasta que pidieron la paz. Veintidós años después de marcharse, los romanos entraron de nuevo en Tadmor.

Los seguía un nuevo residente, Zabdas, un mercader de especias de Emesa, una ciudad más grande y más cercana a la costa, y por lo tanto más rica y gobernada con más celo. La firma de la familia de Zabdas tenía una filial en Tadmor. Después del caos de la batalla y del último cambio de gobernantes, necesitaba reorganización, una mano astuta que llevara las riendas y un ojo alerta a las oportunidades.

Zabdas llegó y se puso al frente. Tenía que establecer contactos y alianzas con los lugareños. Su reciente viudez era un obstáculo, y pronto empezó a buscar esposa.

Nadie le habló a Aliyat de él, y cuando Zabdas visitó a Hairan por primera vez fue por negocios. La dignidad de la casa, del huésped y de ella misma exigían que Aliyat estuviera entre las mujeres qué le daban la bienvenida antes de que comieran los hombres. Por mera rebeldía, o eso creyó, ella dejó sus insípidas ropas de abuela y se vistió con recato pero con elegancia. Notó que él se quedaba atónito al enterarse de quién era; los ojos de ambos se cruzaron, y ella intentó controlar el estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. Zabdas era un hombre bajo de cincuenta años, pero erguido y despierto, con pocas canas y un rostro bien conformado. Intercambiaron cortesías rituales. Ella regresó a su habitación.

Aunque a menudo le costaba escoger un recuerdo específico entre los muchos que la acuciaban, ciertas situaciones se repetían con tal frecuencia que le habían proporcionado experiencia. Entendía bien lo que significaban las furtivas miradas de Hairan, las palabras que le decía y las que callaba. Notaba la creciente excitación en las esposas y esclavas, incluso en los niños mayores. No podía dormir, caminaba o se escapaba al anochecer. Había perdido el consuelo que a veces hallaba en los libros.

No se sorprendió cuando al fin Hairan quiso verla en privado. Fue un anochecer de invierno, cuando casi todos se habían ido a acostar. Hairan la hizo entrar, la acompañó hasta un taburete acolchado, se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra, detrás de una mesa donde había vino, dátiles, tonas. Permanecieron un rato en silencio. Las lámparas de bronce relucían en el suave fulgor que arrojaban. La luz fluctuaba sobre las estampas florales de los frescos, los rojos, azules y marrones de una alfombra, los pliegues de la túnica y las arrugas del rostro de Hairan. Tenía el pelo cano y le había crecido el vientre. Pestañeó con ojos débiles. El brocado verde y oro que vestía Aliyat le ceñía las curvas; sobre la toca, una guirnalda de oro enmarcaba las cejas claras.

—¿Quieres un refrigerio, madre? —invitó él en voz baja.

—Gracias. —Ella cogió una copa. El vino le relució en la lengua. La bebida y la comida también eran un consuelo. No habían perdido el sabor con los años, y ella no había engordado.

—No tienes que agradecérmelo. —Hairan desvió los ojos—. Es mi deber procurar tu bienestar.

—Lo has cumplido muy bien, hijo.

—Hice lo posible. —Deprisa, sin mirarla—: Sin embargo, tú eres desdichada entre nosotros. ¿Verdad? Aún no soy ciego ni sordo. Nunca te quejas, pero no puedo evitar notarlo.

Ella envaró el cuerpo, dominó la voz.

—Es verdad. No es culpa tuya ni de nadie. —Debía obligarse a herirlo—. Quizá tú te sientas como un joven atrapado en carnes que envejecen. Bien, yo soy anciana atrapada en carnes que permanecen jóvenes. Sólo Dios sabe por qué.

Él entrelazó los dedos.

—¿Qué edad tienes? ¿Setenta años? Bien, algunas personas llevan bien sus años y son muy longevas. Si vivieras cien años con buena salud, no sería inaudito. Dios te lo conceda. —Aliyat notó que él evitaba mencionar que, excepto por los dientes gastados, ella no revelaba rastros del tiempo transcurrido.

Debía alentarlo a decir lo que él deseaba decir.

—Entenderás que mi inutilidad me pone muy inquieta.

—¡No es preciso! —exclamó él. Alzó los ojos. Aliyat vio que estaba sudando—. Oye, Zabdas, un hombre respetable, un mercader, ha pedido tu mano en matrimonio.

Lo sabía, pensó ella.

—Sé de quién hablas —dijo en voz alta, sin mencionar las cautas indagaciones que había realizado—. Pero él y yo nos vimos una sola vez.

—Ha preguntado por ti, ha hablado a menudo conmigo y… es un hombre honorable, acaudalado y con excelentes perspectivas para el futuro, un viudo que necesita esposa. Comprende que tú eres mayor que él, pero no cree que eso sea un obstáculo. Tiene hijos crecidos, nietos por venir, y sólo desea una compañera. Créeme, me he cerciorado de ello.

—¿Deseas esta unión, Hairan? —preguntó Aliyat en voz baja.

Bebió un sorbo mientras él tartamudeaba, acariciaba la copa, miraba aquí y allá.

—Jamás te obligaría, madre —dijo al fin—. Simplemente creo… que puede convenirte. No negaré que él ofrece ciertos acuerdos comerciales que serían… ventajosos. Mi empresa ha pasado tiempos difíciles.

—Lo sé. —Hairan quedó sorprendido, y Aliyat añadió con tono hiriente— ¿Creías que yo era ciega o sorda? Trabajé al lado de tu padre, Halran como jamás me dejaste trabajar contigo.

—Yo…, madre, no quise…

—Oh, has sido tan amable como sabes serlo. —Rió—. Olvidemos ese tema. Cuéntame más.

5

La boda y la consiguiente celebración fueron una ocasión modesta, casi tímida. Al final la novia fue escoltada hasta el dormitorio del novio y quedó a solas con una criada.

Era una habitación mediana, con paredes blanqueadas y muebles austeros. Habían colgado algunas guirnaldas. Un biombo ocultaba un rincón. Un candelabro de tres brazos daba luz. Sobre la cama había dos batas.

Aliyat sabía que ella debía ponerse la suya. En silencio, dejó que la criada la ayudara. Ella y Barikai habían retozado desnudos bajo el resplandor de las velas. Bien, los tiempos cambiaban, o quizá la gente. Hacía mucho que no participaba en los chismorreos para saberlo.

Cuando la vio desnuda, la esclava de Zabdas exclamó:

—¡Pero mi señora es bellísima!

Aliyat se acarició los costados con las manos. Sintió un cosquilleo, y se dominó para no acariciarse la entrepierna. Esta noche conocería de nuevo el placer verdadero que había añorado durante… ¿cuántos años? Sonrió.

—Gracias.

—Había oído decir que eras vieja —tartamudeó la joven.

—Lo soy —respondió Aliyat con una voz que imponía temor y silencio.

Estuvo un par de horas a solas en la cama. Pensamientos desbocados le cruzaban la cabeza. De cuando en cuando tiritaba de inquietud. Al menos, los días en casa del hijo eran previsibles. Claro que eso mismo los había vuelto horrorosos.

Se irguió sobresaltada cuando entró Zabdas. Él cerró la puerta y la miró un instante. Estaba muy… elegante con el traje de fiesta. La bata de Aliyat era de tela gruesa, y no era ceñida, pero se marcaba el pecho.

—Eres más bella de lo que pensé —dijo él con cautela.

Ella bajó las pestañas.

—Gracias, mi señor —respondió con un nudo en la garganta.

Él avanzó.

—Aun así, eres una mujer discreta, con la sabiduría de tus años —dijo—. Eso es lo que necesito. —Se detuvo ante el icono de san Ephraem Syrus, que era el único adorno fijo de la habitación, y se persignó—. Bríndanos una satisfactoria vida en común —rezó.

Cogió la bata, fue detrás del biombo y apiló pulcramente las ropas encima. Cuando regresó vestido para dormir, se agachó, cubrió cada vela con la mano y las sopló para apagarlas. Se metió en la cama con su habitual economía de movimientos.

Ella extendió los brazos, lo buscó con la boca.

—¿Qué? —exclamó Zabdas—. Tranquilízate. No te haré daño.

—Hazlo, si deseas. —Ella se apretó contra él—. ¿Cómo puedo complacerte?

—Vaya, esto es…, por favor, calma, señora. Recuerda tus años.

Ella obedeció. A veces ella y Barikai habían jugado al amo y la esclava. O al joven y la ramera. Zabdas se apoyó sobre el codo y le acarició la bata con la mano libre. Ella la subió y abrió los muslos. Él montó sobre ella. Le apoyó todo su peso encima, algo que Barikai no hacía, pero Zabdas era mucho más liviano. Quiso guiarlo con la mano, pero él tomó la iniciativa le aferró los pechos cubiertos por la bata y la penetró. No pareció notar cómo ella lo estrechaba con los brazos y las piernas. Pronto acabó todo. Él se separó y se quedó tendido, recobrando el aliento. Ella apenas lo veía como una sombra más en la noche.

—Qué húmeda estabas —dijo con tono preocupado—. Tienes el cuerpo de una mujer joven, además del rostro.

—Para ti —murmuró ella.

Notó que Zabdas se ponía tenso.

—¿Cuántos años tienes, en verdad? —Así que Hairan había evitado decirlo directamente; o quizá Zabdas había evitado preguntar.

Eran ochenta y uno.

—Nunca he llevado la cuenta:—fue la respuesta—. Pero no ha habido engaño, mi señor. Soy la madre de Hairan. Yo era muy joven cuando lo tuve, y has visto que llevo mi edad mejor que la mayoría.

—Una maravilla —jadeó él.

—Algo infrecuente. Una bendición. Soy indigna de ello, pero… —debía decirlo—. Mis períodos aún no han terminado. Puedo darte hijos, Zabdas.

—Esto es… —Zabdas buscó una palabra—, inesperado.

—Demos las gracias a Dios.

—Sí. Deberíamos hacerlo. Pero ahora será mejor dormir. Tengo mucho que hacer por la mañana.

6

El caravanero Nebozabad fue a ver a Zabdas. Debían hablar sobre un embarque a Darmesek. Una travesía tan larga no se podía tomar a la ligera. Circulaban ominosas noticias sobre la embestida árabe contra Persia y su amenaza contra Nueva Roma. El mercader recibió bien a su huésped, como lo hacía con todas las personas encumbradas, y lo invitó a cenar. Aliyat insistió en servirles ella misma. Mientras disfrutaban de los postres, Zabdas se excusó y se marchó. A veces sufría de trastornos intestinales. Nebozabad esperó a solas.

La habitación era la mejor amueblada de la casa, con colgaduras rojas bordadas, cuatro candelabros de bronce de siete brazos, una mesa de teca con tallas foliadas e incrustaciones de nácar, utensilios de plata o de fino cristal. Una pizca de incienso en el brasero volvía el aire denso, aun en el cálido atardecer.

Nebozabad alzó los ojos cuando Aliyat entró con una bandeja de frutas. Ella se detuvo frente a él, con prendas oscuras que sólo permitían ver las manos, el rostro y los grandes ojos castaños.

—Siéntate, señora —pidió él.

Ella negó con la cabeza.

—No sería apropiado —respondió con un susurro.

—Entonces yo me pondré de pie. —Nebozabad se levantó—. Ha pasado mucho tiempo desde que te vi por última vez. ¿Cómo estás?

—Bastante bien. —Ella no pudo contener sus preguntas—: ¿Y cómo estás tú? ¿Y Hairan, y todos los demás? He recibido pocas noticias.

—No ves mucho a nadie… ¿verdad, señora?

—Mi esposo entiende que sería… indiscreto… a mi edad. Pero ¿cómo estás, Nebozabad? ¡Cuéntame, por favor!

—Bastante bien —repitió su misma frase—. Has tenido otra nieta, ¿lo sabías? En cuanto a mí, tengo dos hijos varones y una mujer, por gracia de Dios. Los negocios… —Se encogió de hombros—. Por eso he venido.

—¿Los árabes representan un gran peligro?

—Eso temo. —El calló y se atusó la barba—. Cuando vivías con el amo Barikai, el Cielo lo guaiv de, tú sabías todo lo que sucedía. Incluso participabas.

Ella se mordió el labio.

—Zabdas piensa de otra manera.

—Supongo que desea apaciguar los rumores, y por eso nunca invita aquí a Hairan, ni a ningún otro pariente… ¡Perdóname! —exclamó al verle la expresión—. No debería inmiscuirme. Es sólo que eras la señora de mi señor cuando yo era joven, y siempre fuiste amable conmigo, y… —Calló.

—Eres bondadoso al preocuparte. —Se enderezó—. Pero tengo menos preocupaciones que muchos otros.

—Oí decir que tu hijo murió. Lo lamento.

—Eso fue el año pasado —suspiró ella—. Las heridas sanan. Lo intentaremos de nuevo.

—¿Aún no lo habéis intentado…? Lo siento, otra vez he hablado demasiado. Es el vino. Perdóname. Viendo cuan bella eres aún, pensé…

Ella se sonrojó.

—Mi esposo no es demasiado viejo.

—Sin embargo, él… No. Aliyat, señora mía, si alguna vez necesitas ayuda…

Zabdas regresó y Aliyat, tras dejar la bandeja, se despidió dando las buenas noches.

7

Mientras los romanos y los persas se desangraban hasta el agotamiento, Mahoma ibn Abdallah, en la lejana Makkah, tuvo visiones, predicó, tuvo que huir a Yathrib, prevaleció sobre sus enemigos, dio a su refugio el nuevo nombre de Medinat Rasul Allah, la Ciudad del Apóstol de Dios y murió siendo amo de Arabia. Su califa o sucesor Abu Bakr reprimió revueltas y lanzó esas guerras santas que unían al pueblo y propagaban la fe por el mundo.

Seis años después que las tropas del emperador Heraclio reclamaran Tadmor, las tropas del califa Ornar la tomaron. Al año estaban en Jerusalén, y un año después el califa visitó la ciudad santa, atravesando triunfalmente una Siria subyugada mientras los correos traían noticias de que los estandartes islámicos se internaban en el corazón de Persia.

El día que el califa pasó por Tadmor, Aliyat, desde su azotea fue testigo del esplendor: gallardos caballos, camellos con ricos caparazones, jinetes cuyos yelmos, cotas de malla, lanzas y escudos relucían al sol, capas de color ondeando en el viento, trompetas, tambores y profundos cánticos. La calle y el oasis eran un hervidero de conquistadores. Pero ella había notado que la mayoría eran flacos y estaban toscamente vestidos. Lo mismo ocurría con la guarnición, cuyos oficiales llevaban una vida sencilla, humillándose cinco veces diarias ante Dios cuando la llamada del almuecín gemía en el viento.

No eran tan malos gobernantes. Exigían tributo, pero era soportable. Transformaron algunas iglesias en mezquitas, pero dejaron vivir a los cristianos y judíos en la paz que habían impuesto por la fuerza. El cadí, su juez principal, administraba justicia bajo la arcada del extremo este del peristilo, cerca del ágora, y aun los más humildes podían apelar directamente a él. La irrupción de los árabes había sido demasiado rápida para perjudicar mucho el comercio, que pronto empezó a revivir.

Aliyat no se sorprendió demasiado cuando Zabdas le dijo, con ese tono que implicaba que la enviaría a una habitación del fondo si ella se oponía: —He tomado una gran decisión. Esta casa abrazará el Islam.

No obstante, ella guardó silencio entre las sombras que la única lámpara arrojaba en el dormitorio. Al fin habló lentamente, clavándole los ojos.

—Éste es un asunto de suma importancia. ¿Te han obligado?

—No, no. No obligan a nadie…, excepto a los paganos, por lo que he oído —sonrió vagamente—. Prefieren que la mayoría sigamos siendo cristianos, para que podamos poseer tierras, algo que no pueden hacer los creyentes, y pagar tributo por ellas, así como los demás impuestos. Mis charlas con el imán han sido arduas. Pero desde luego no puede rechazar a un converso sincero.

—Obtendrás muchas ventajas.

—¿Me llamas hipócrita? —preguntó enrojeciendo hasta la raíz del pelo.

—No, por cierto que no, mi señor.

—Te comprendo —dijo en un tono más moderado—. Esto te conmociona, pues te han educado para adorar a Cristo. Piensa, sin embargo, que El Profeta jamás negó que Jesús también fuera un profeta. Simplemente no fue el último, aquel a quien Dios reveló la plena verdad. El Islam barre con las supersticiones acerca de un sinfín de santos, los sacerdotes que se interponen entre un hombre y su dios, los insensatos mandamientos y restricciones. Sólo tenemos que reconocer que hay un Dios y que Mahoma es su profeta. Sólo tenemos que vivir con rectitud. —Alzó el índice—. Piensa. ¿Podrían los árabes haber arrasado con todos los obstáculos, tal como han hecho y harán, si su causa no fuera bendita, si su fe no fuera verdadera? Deseo que nos acerquemos a la verdad, Aliyat. —La miró con ojos entornados—. Deseas la verdad, ¿no es cierto? No puede dañarte, ¿no? Ella avanzó hacia él.

—He oído que el hombre que se vuelve musulmán debe someterse a lo mismo que los niños judíos.

—Eso no me incapacitará —rezongó él, encolerizándose—. No espero que una mujer comprenda estos asuntos profundos. Sólo confía en mí.

Ella tragó saliva, y se impuso calma, mientras se acercaba a Zabdas.

—Confío en ti, mi señor —murmuró. Tal vez debía incitarlo a engendrar un tercer hijo con ella, y tal vez ése sobreviviera para devolver sentido a su vida. Él rara vez la poseía y casi siempre cuando ella lo provocaba con esa misma esperanza. Era como si Zabdas la temiera cada vez más.

En cuanto al cambio de religión, tenía menos importancia de la que él suponía. ¿En qué habían ayudado los santos durante tantos años?

8

Aliyat no había previsto las consecuencias del cambio. El Islam irrumpió en Siria de repente. Zabdas lo estudió antes de tomar su decisión, pero ella sólo se enteró cuando todo hubo concluido.

El Profeta había impuesto sobre las mujeres de la fe las antiguas usanzas de Arabia. En público debían usar el gashmak, el grueso velo que ocultaba todo salvo los ojos, y también en casa, en presencia de todo hombre que no fuera el padre, el hermano, el esposo o el hijo. El adulterio se castigaba con la muerte. Las habitaciones de hombres y mujeres estaban separadas, como si en medio de la casa hubiera una pared invisible de cuya puerta el amo tenía la única llave. La sumisión de la mujer al esposo no estaba limitada por la ley y la costumbre como entre los cristianos y judíos; mientras durase el matrimonio, era total y él tenía derecho a mutilar o matar a la desobediente. Al margen de tareas tales como hacer compras, ella no tendría nada que ver con el mundo exterior; el esposo, los hijos que con éste tuviera y la morada de él serían su universo. Para ella no había iglesia, ni compartiría con él el Paraíso.

Así se fue explicando Zabdas a medida que surgía la oportunidad. Aliyat no estaba muy segura de que la Ley fuera tan unilateral. Estaba convencida de que en la mayoría de las familias la práctica la suavizaba. Fuera como fuese, era una prisionera.

Incluso se le negó el solaz del vino. Qué más daba, pensó cuando se aplacó su furia inicial. Había recurrido a él más de lo conveniente.

Curiosamente, sin embargo, con el transcurso de los meses musulmanes se encontró menos sola que hasta entonces. Viviendo juntas, las mujeres de la casa —no sólo ella y las esclavas, sino las esposas y nietas de dos hijos de Zabdas que se habían reunido con él en Tadmor— al principio riñeron, pero luego empezaron a confiar unas en otras. La posición y lozanía de Aliyat la habían alejado de todas. Ahora que la veían compartir la impotencia de las demás, las mujeres descubrieron que podían pasar por alto esas cosas. Si le contaban sus problemas, ella hacía lo poco que podía para ayudarlas.

Por su parte, aprendió, poco a poco, que no estaba aislada del todo. En algunos sentidos, tuvo mayor contacto con la ciudad del que había tenido desde la muerte de Barikai. Aunque ella estuviera encerrada, las mujeres de menor jerarquía debían hacer ciertos recados, y tenían parientes con quienes chismorreaban a la menor oportunidad; y a nadie le importaba ser severo con los humildes, ni pensaba que tuvieran oídos agudos, ojos abiertos ni mentes inquisitivas. Tal como el contacto de una mosca hace vibrar la tela hasta alejar a la araña acechante, así llegaban a Aliyat los jirones de información.

No estaba presente cuando Zabdas fue a ver al cadí poco después de su conversión; pero, dado lo que se oía y decía, y lo que ocurrió después, al fin creyó poder reconstruirlo casi como si hubiera escuchado sin ser vista.

Habitualmente, el cadí atendía las súplicas en público. Todos eran libres de asistir. Ella habría podido hacerlo, si hubiera tenido una queja. Lo pensó y llegó a la desalentadora conclusión de que no la tema. Zabdas no abusaba de ella. Le daba lo necesario. Si ya no la visitaba en el lecho, ¿qué podía esperar una mujer de noventa años, aunque le hubiera dado un hijo que aún vivía? La sola idea era obscena.

Zabdas pidió una audiencia privada y el cadí se la concedió. Los dos se sentaron en la casa de Mitkhal ibn Dirdar y bebieron zumo de granada helado mientras hablaban, sin prestar atención al eunuco que los servía; pero éste tenía conocidos fuera, quienes a su vez conocían a otras personas.

—Sí, claro que puedes divorciarte de tu esposa —dijo Mitkhal—. Es fácil de hacer. Sin embargo, bajo la Ley ella retiene toda la propiedad que le pertenecía, y entiendo que ella aportó una buena cantidad al matrimonio. En todo caso, debes velar para que ella no quede desvalida ni carezca de protección. —Y añadió juntando los dedos—. Más aún, ¿deseas ofender a sus parientes?

—La buena voluntad de Hairan vale poco hoy en día —replicó Zabdas—. Sus negocios andan mal. Los demás hijos de Aliyat, los de su primer matrimonio, apenas la reconocen. Pero los requerimientos que tú describes podrían causar inconvenientes.

Mitkhal lo miró de hito en hito.

—¿Por qué deseas librarte de esta mujer? ¿Qué falta ha cometido?

—Orgullosa, resentida, huraña… No —reconoció Zabdas, intimidado por esa mirada—. No puedo, con franqueza, decir que sea contumaz.

—¿No te ha dado un hijo?

—Una niña. Los dos anteriores murieron pronto. La niña es menuda y enfermiza.

—Es poco fundamento para una acusación, amigo mío. La simiente vieja da frutos frágiles.

Zabdas optó por entender mal.

—Vieja, sí, pero ¡por el Profeta! He consultado. Debí hacerlo antes, pero… señor, ella raya en los cien años.

Los labios del cadí formaron un silencioso silbido.

—Y sin embargo…, uno oye rumores… ¿Acaso no es atractiva? Y tú me dices que conserva la salud y la fertilidad.

Zabdas se inclinó hacia delante. La luz del sol se filtraba por el enrejado de una ventana moteándole la calva. Detrás de patillas ralas, las verrugas del cuello se le hincharon cuando graznó con voz ronca.

—¡Es antinatural! Hace poco perdió un par de dientes y yo creí que al fin, al fin… Pero le están creciendo otros nuevos, como si fuera una criatura de seis o siete años. Debe de ser una bruja, o un ifrit, un demonio, o… Eso es lo que solicito. Eso es lo que pido, una investigación, la certeza de que puedo librarme de ella sin… sin temer su venganza. ¡Ayúdame!

Mitkhal alzó la palma.

—Un momento —dijo con suavidad—. Cálmate. En verdad tenemos aquí una maravilla. Pero todas las cosas son posibles para Dios el Omnipotente. Ella no ha sido impía ni pecaminosa, ¿verdad? Tal vez hayas hecho bien en mantenerla recluida, puesto que tú, el esposo, sentías este terror. Si la historia se difundiera y cundiese el pánico, quizá la hubieran atacado en las calles. Ten cuidado con eso. —Y añadió severamente—: Los antiguos patriarcas vivieron hasta cerca de los mil años. Si Dios el Omnipotente cree oportuno permitir que Aliyat viva hasta los cien sin envejecer, ¿quiénes somos para cuestionar Su voluntad o adivinar Su propósito?

Zabdas agachó la cabeza. Los pocos dientes que le quedaban castañeteaban.

—No obstante… —murmuró.

—Mi consejo es que la conserves mientras no te haga daño, pues ello es justicia para tu esposa y prudencia para ti. Mi decreto según la Ley, es que no le hagas daño cuando ella no te ha causado ninguno, ni presentes acusaciones infundadas. —Mitkhal cogió su copa, bebió, sonrió—. Pero, si acostarte con un vejestorio te parece indecente, tuya es la opción. ¿Has pensado en tomar una segunda esposa? Se te permiten cuatro, además de las concubinas.

Zabdas se aplacó. Guardó silencio un instante, mirando un rincón del cuarto. Luego sonrió y murmuró:

—Agradezco a mi señor su sabio y misericordioso juicio.

9

Un buen día llamó a Aliyat a su oficina.

Era una cámara desnuda y estrecha. Una ventana daba al patio interior, pero era demasiado alta para que se vieran el agua o las flores. Había un nicho vacío que otrora había albergado la figura de un santo. En el otro extremo, una tarima sostenía una mesa llena de cartas, documentos y materiales para escribir. Él estaba sentado detrás, en un banco. Aliyat entró. Él dejó a un lado una crujiente hoja de papiro y señaló el suelo. Ella se acuclilló sobre los mosaicos desnudos. Se hizo un silencio.

—¿Bien? —dijo Zabdas.

—¿Cuál es el deseo de mi señor? —le preguntó mientras mantenía los ojos bajos.

—¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—¿De qué debe defenderse tu esclava?

—¡No te burles de mí! —gritó Zabdas—. Estoy harto de tu insolencia. Ahora has abofeteado a mi esposa. Es demasiado.

Aliyat alzó los ojos y le sostuvo la mirada.

—Suponía que Furja vendría lloriqueando a verte. ¿Qué historia se ha inventado? Tráela y déjame oírla.

Él descargó un puñetazo en el escritorio.

—Yo arreglaré esto. Yo soy el amo. Trato de ser amable. Te doy la oportunidad de explicar por qué no debo azotarte.

Ella contuvo el aliento. Lo había sospechado desde el principio, y había tenido un par de horas para ordenar las ideas.

—Mi señor debe saber que su nueva esposa y yo somos proclives a reñir. —Criatura estúpida, servil, despreciable, siempre procurando obtener los favores del hombre y dominar el harén—. Lamento que sea así. Está mal. —Le disgustaba pero tenía que decirlo—. Me insultó de modo intolerable. Le pegué una vez, con la mano abierta, entre las costillas. Ella rompió a llorar y echó a correr… hacia ti, que tienes asuntos más importantes que atender.

—A menudo ha venido con quejas. La has fastidiado desde que entró en mi casa.

—No pido más que el respeto debido a tu primera esposa, mi señor. —No me transformaré en una esclava, una perra, una cosa.

—¿Cuál fue ese insulto? —preguntó Zabdas.

—Es una infamia. ¿Debo ponerlo en mis labios?

—Descríbelo.

—Ella gritó que yo conservaba mi aspecto y mi fortaleza por… medios cuya descripción no se puede repetir en compañía decente.

—¿Estás segura? Las mujeres tienen memoria frágil.

—Supongo que si la llamaras para preguntarle, ella lo negaría. No es su primera mentira.

—La palabra de una contra la de otra —suspiró Zabdas—. ¿Qué debe creer un hombre? ¿Cuándo hallará paz para realizar su trabajo? ¡Mujeres!

—Creo que también los hombres perderían los estribos si estuvieran siempre encerrados sin nada que hacer —dijo Aliyat, pues tenía poco que perder.

—Si he decidido no… molestarte, ha sido por consideración a tu edad.

—¿Y la tuya, señor? —se atrevió a murmurar Aliyat.

Zabdas palideció. Las manchas pardas de la piel se volvieron muy visibles.

—¡Furja no me encuentra deficiente!

No todas las noches del mes, pensó Aliyat. Y, con repentina y sorprendente piedad: teme que su inquietud ante mí lo prive de la virilidad; y en verdad es probable que ese temor surta tal efecto, se dijo.

Pero se estaban acercando a un terreno peligroso. Ella retrocedió:

—Ruego el perdón de mi señor. Sin duda parte de la culpa es mía, de su servidora. Simplemente deseaba explicarle por qué hay riñas en su harén. Si Furja me demuestra cortesía, haré lo mismo.

Zabdas se frotó la barbilla y miró a lo lejos. Aliyat tuvo la turbadora sensación de que él había estado aguardando esta oportunidad. Al fin la miró y dijo con voz tensa:

—La vida era diferente para ti cuando eras joven. A los viejos les cuesta cambiar. Al mismo tiempo, el vigor que conservas te impide resignarte. ¿Estoy en lo cierto?

Ella tragó saliva.

—Mi señor dice la verdad —respondió, sorprendida de que él demostrara alguna comprensión.

—Y he oído que ayudabas a tu primer esposo en sus negocios —continuó.

Ella sólo pudo asentir.

—Bien, he pensado mucho en ti, Aliyat —dijo Zabdas con más prisa—. Mi deber ante Dios es brindarte bienestar, y eso incluye el de tu espíritu. Si el tiempo, se ha vuelto vacío para ti, si nuestra hija no es suficiente… bien, quizá podamos encontrar algo más.

El corazón de Aliyat dio un vuelco. La sangre le martilleó las sienes. De nuevo Zabdas miró a lo lejos.

—Lo que tengo en mente es irregular —dijo con cautela—. No viola la Ley, por supuesto, pero causaría habladurías. Estoy dispuesto a correr este riesgo por ti, pero debes cumplir tu parte. Debes actuar con suma discreción.

—¡Lo que ordene mi señor!

—Será un comienzo, una prueba. Si haces bien tu labor, quién sabe cómo seguiremos. Pero escucha… —agitó el índice—. En Emesa hay un joven, un pariente lejano mío, que ansia iniciarse en el negocio. Su padre quedará complacido si lo invito aquí y le instruyo. Pero yo no tengo tiempo para enseñarle los pormenores, las reglas y costumbres y tradiciones propias de Tadmor, así como los problemas prácticos…, especialmente cuando se trata de embarques, de tratar con caravaneros. Podría designar a uno de mis hombres para que lo instruya, pero no puedo prescindir de nadie. Sin embargo, supongo que tú lo recordarás. Desde luego, la discreción es esencial.

Aliyat se postró.

—¡Confía en mí, mi señor! —sollozó.

10

Bonnur era alto, de hombros anchos y cintura delgada. Su barba era apenas un velo de seda sobre rasgos delicados, pero sus manos tenían una fortaleza viril. Tenía los ojos y los movimientos de una gacela. Aunque era cristiano, Zabdas lo recibió cordialmente antes de indicarle que buscara una cama entre los demás jóvenes que trabajaban y estudiaban allí.

Un año antes, el mercader había comprado un edificio más pequeño, contiguo a la casa. Contrató peones para levantar paredes y un techo que unieran ambas viviendas, luego derrumbó las separaciones para hacer una sola casa. Así tendría más oficinas, depósitos y alojamiento para el nuevo personal; sus negocios eran prósperos. Hacía poco había ordenado detener la construcción. Declaraba que era conveniente esperar a ver qué efecto tenía la actual conquista de Persia sobre el tráfico con la India. El anexo estaba pues sin muebles, desocupado, polvoriento y silencioso.

Cuando Zabdas la condujo allí, Aliyat se sorprendió de encontrar una habitación apartada, limpia y ordenada. Una sencilla pero gruesa alfombra de lana suavizaba el suelo. La alta ventana estaba flanqueada por colgaduras. En una mesa había una jarra de agua, tazas, papiro, tinta, plumas. Dos tabú- retes aguardaban, y Bonnur. Aunque ya se lo habían presentado, a Aliyat se le aceleró el pulso.

Él hizo una profunda reverencia.

—Poneos cómodos —dijo Zabdas con inusitada cordialidad—, poneos cómodos, queridos míos. Si hemos de actuar con cierta irregularidad, al menos disfrutemos de ello. —Dio una vuelta por la habitación, sin dejar de hablar—: Para que mi esposa te explique las cosas, Bonnur, y para que tú hagas preguntas, necesitáis libertad. No soy el sujeto insulso por quien me toma la gente. Sé que las costumbres y sutilezas de una ciudad no se pueden registrar en los libros ni analizar como una frase. Las miradas y risitas, los constreñimientos que sentiríais, si os pusierais a hablar delante de cualquier necio, os sujetarían la lengua y la mente. La tarea se volvería ardua, prolongada, tal vez imposible. Y por cierto, me considerarían un excéntrico por impulsaros a ella. Los hombres se preguntarían si no empiezo a delirar. Eso sería malo para el comercio.

»De ahí este retiro. En los momentos que yo considere oportunos, cuando tus servicios no se requieran en otra parte, Bonnur, te lo haré saber. Abandonarás la casa y entrarás en este sector por la puerta trasera, por la calleja del fondo. Y a ti te daré una señal, Aliyat. Vendrás directamente aquí. De hecho, a veces vendrás aquí para estar sola. Deseabas ayudarme; muy bien, puedes examinar los informes y cifras que te daré, sin molestias, y darme tu opinión. Esto lo sabrán todos. En otras ocasiones, sin que lo sepa nadie más, te encontrarás con Bonnur.

—¡Pero señor! —exclamó el joven, ruborizándose—. ¿La señora y yo y nadie más? Sin duda una criada, un eunuco o… o…

Zabdas meneó la cabeza.

—Tus objeciones te honran —replicó—. Sin embargo, un observador atentaría contra mi propósito, que es darte a conocer las condiciones de Tadmor al tiempo que se evitan burlas e insinuaciones. —Los miró a ambos—. Sin duda puedo confiar en un pariente y en mi primera esposa. —Con una fugaz sonrisa—: A fin de cuentas, ella tiene más edad de la habitual.

—¿Qué? —exclamó Bonnur—. ¡Señor, bromeas! El velo, la bata, no pueden ocultar…

—Es verdad —declaró Zabdas con voz sibilante—. Ella misma te lo dirá, junto con otras cosas menos llamativas.

11

Se acercaba el poniente.

—Bien —dijo Aliyat—, será mejor que lo dejemos. Tengo otros deberes.

—También yo. Y debo reflexionar sobre lo que me has revelado en esta ocasión —dijo Bonnur, arrastrando la voz.

Ninguno de los dos se levantó de los taburetes donde estaban sentados. De pronto, él se sonrojó, agachó la mirada y exclamó:

—Mi señora tiene… tiene una extraordinaria inteligencia.

Fue casi como una caricia.

—No, no —objetó ella—. En una larga vida, aun una persona estúpida aprende algo.

Notó que Bonnur rompió una barrera para mirarla a los ojos.

—Es difícil creer que seas vieja.

—Llevo bien mis años. —¿Cuántas veces había repetido esa frase? Cuan mecánica se había vuelto. —Todo lo que has visto… —siguió impulsivamente—: El cambio de fe. ¡Te obligaron a alejarte de Cristo!

—No tengo nada que lamentar.

—¿De veras? ¿Ni siquiera la libertad que has perdido, la libertad que han perdido tus amigos, la simple libertad de mirarte…?

Por un instante ella quiso silenciarlo. Nada cubría la puerta salvo una cortina de abalorios. Sin embargo, la cortina ahogaba un poco el sonido, y más allá se extendían corredores y habitaciones desiertas hasta la parte habitada, y él había hablado en voz baja y gutural, mientras las lágrimas le brillaban en las pestañas.

—¿A quién le interesa ver a una vieja? —exclamó Aliyat, sabiendo que lo estaba provocando.

—¡No lo eres! No tendrías que ocultarte detrás de ese velo. Lo noté cuando olvidaste encorvarte y simular temblores.

—Parece que me has observado con atención —dijo ella, combatiendo un mareo.

—No puedo evitarlo —confesó Bonnur.

—Sientes demasiada curiosidad. —Como si otra criatura le guiara la lengua y las manos—: Será mejor que la aplaquemos. Observa.

Se apartó elyashmak. Él suspiró. Ella se lo puso de nuevo y se levantó.

—¿Estás satisfecho? Guarda silencio, o tendremos que suspender estas reuniones. A mi señor no le agradaría eso.

Se marchó, y su hija le salió al encuentro en el harén.

—Mamá, ¿dónde estabas? Gutne no me deja jugar con el león de paño.

Aliyat trató de armarse de paciencia. Tenía que amar a esa niña. Pero Thirya era quejumbrosa, enfermiza y se parecía a su padre.

12

A veces la monotonía de los días se quebraba, cuando Zabdas daba a Aliyat materiales para estudiar y preparar informes. En ese cuarto apartado, ella trataba de comprender lo que leía, pero las palabras se le escapaban reptando como gusanos. Dos veces se encontró allí con Bonnur. La segunda vez se quitó el velo desde el principio, y llevaba una bata de tela ligera.

—El calor es agobiante —le dijo—, y soy sólo una abuela, no, una bisabuela.

No avanzaron demasiado. A menudo se hacía un silencio entre ambos.

Los días pasaron muy lentamente, y ella perdió la cuenta. ¿Qué importaba el número? Cada cual era igual al anterior, salvo por riñas y molestias y, de noche, sueños. ¿Satanás inducía algunos de ellos? En tal caso, le estaba agradecida.

Luego Zabdas la llamó a su oficina.

—Tus consejos se han vuelto inservibles —gruñó—. ¿Al fin empiezas a chochear?

Ella contuvo la furia.

—Lamento, mi señor, que últimamente no se me haya ocurrido ninguna idea. Trataré de mejorar.

—¿De qué vale? Ya no sirves para nada. Furja, en cambio, entibia mi cama, y sin duda pronto dará fruto. —Zabdas agitó la mano con desdén—. Bien lárgate. Ve a esperar a Bonnur. Te lo mandaré. Tal vez al menos puedas persuadirlo de enmendar sus hábitos soñadores. Por todos los santos… Por las barbas del Profeta, lamento mis promesas a ambos.

Aliyat atravesó la parte vacía de la casa apretando los puños. En el cuarto de reuniones caminó de un lado a otro. Era una jaula. Se detuvo ante la ventana y miró a través del enrejado. Desde allí veía el antiguo templo de Bel. El sol furibundo desteñía la piedra caliza. Los capiteles de bronce de las columnas del pórtico ardían. El calor hacía temblar los bajorrelieves del santuario. Durante mucho tiempo había estado en desuso, vacío como ella. Ahora lo estaban restaurando. Había oído de cuarta o quinta mano que los árabes planeaban transformarlo en fortaleza.

¿Pero esas potestades estaban totalmente muertas? Bel de la tormenta, Jarhibol del sol, Aglibol de la luna, Ashtoreth de la concepción y el nacimiento, de terrible belleza, la que había descendido al infierno para recobrar a su amante: invisibles, caminaban por la tierra sin ser vistos; gritaban desde el cielo sin ser oídos; el mar que Aliyat nunca había conocido le tronaba en el pecho.

Una pisada, un chasquido de abalorios. Se dio media vuelta. Bonnur se paró en seco. Brillaba de sudor. Aliyat sintió el olor en el calor y el silencio, olor de hombre. Estaba húmeda con su propia transpiración; se le pegaba el vestido.

Se desató el velo y lo arrojó al suelo.

—Mi señora —dijo él con voz sofocada—, oh, mi señora.

Aliyat avanzó. Sus caderas se meneaban con vida propia. Jadeaba.

—¿Qué quieres de mí, Bonnur?

Los ojos de gacela se movían de izquierda a derecha, arrinconados.

Bonnur retrocedió un paso, alzó las manos para defenderse.

—No —suplicó.

—¿No qué? —rió ella. Se plantó ante Bonnur y él tuvo que encararse a su mirada—. Tenemos cosas que hacer, tú y yo.

Si es sabio, estará de acuerdo. Se sentará y me preguntará cuál es el mejor modo de regatear con un caravanero. No le dejaré ser sabio.

13

—Tengo asuntos en Tripolis —dijo Zabdas—. Tal vez me demore unas semanas. Iré con Nebozabad, quien partirá dentro de pocos días.

Aliyat se alegró de haberse dejado el velo para ir a su oficina.

—¿Mi señor desea informarme de qué asunto se trata?

—No tiene sentido. Tus consejos ya no sirven, al igual que el resto. Te informo en privado para decirte lo que es obvio, que en mi ausencia debes permanecer en el harén y ocuparte de los asuntos propios de una esposa.

—Desde luego, mi señor.

Ella y Bonnur ya habían pasado dos tardes juntos.

14

Thirya se despertó.

—Mamá…

Aliyat contuvo su furia.

—Calla, querida —susurró—. Duérmete. —Y tuvo que esperar mientras la niña se movía y gemía, hasta que al fin la cama se aquietó.

¡Al fin!

Sus pies la guiaron por la oscuridad. Se aferró la bata por si rozaba algo. Pensó: Así abandonan sus tumbas los muertos sin reposo. Pero ella iba hacia la vida. Ya sentía fluir sus calientes jugos. Su olfato bebía el aroma de cedro de su deseo. Nadie más se despertó, y un harén tan pequeño y austero no tenía guardias. Sus dedos palparon las paredes, guiándola, hasta que la llevaron al último corredor. No, no corras, no hagas ruidos innecesarios. Las cuentas de la puerta de abalorios la rodearon como serpientes. La ventana enmarcaba estrellas. Una fresca brisa del desierto soplaba desde allí. Se le aceleró el pulso. Se quitó la bata y la arrojó a un lado.

Bonnur fue hacia ella. Los pies de Aliyat rozaron la alfombra.

—Aliyat. —El ronco susurro le retumbó en la cabeza. Bonnur tropezó, tumbó un taburete, jadeó. Ella ahogó una risa y se le acercó.

—Sabía que vendrías, amado —canturreó. Los brazos de él la estrecharon y Aliyat lo apretó contra sí, metiéndole la lengua entre los labios.

Bonnur la tendió sobre la alfombra, Aliyat pensó que debía tener cuidado de no mancharla, él soltó un gruñido de satisfacción mientras ella lo acariciaba.

La luz de una lámpara los cegó.

—¡Mirad! —graznó Zabdas.

Bonnur se apartó de Aliyat. Ambos se irguieron, retrocedieron, se levantaron. La lámpara se mecía en la mano de Zabdas, arrojando sombras deformes contra la pared. Ella lo vio en fragmentos: ojos, nariz, dientes húmedos, arrugas, odio. Lo flanqueaban sus dos hijos varones, con espadas desenvainadas. El acero centelleaba.

—¡Hijos, capturadlos! —gritó Zabdas.

Bonnur retrocedió alzando las manos como un mendigo.

—No, amo, mi señor, no.

Aliyat comprendió de golpe: Zabdas lo había planeado desde el principio. No pensaba ir con la caravana. Los tres aguardaban en otra habitación, con la luz tapada, sabiendo lo que ocurriría. Ahora se libraría de ella, se quedaría con su propiedad y creería que ni siquiera un ifrit —o cualquier otra criatura inhumana por quien la tomara— escaparía al castigo por adulterio.

Una vez habría recibido con agrado ese final. Pero la fatiga de los años se había consumido.

—¡Pelea, Bonnur! —gritó—. ¡Nos encerrarán en un saco y nos lapidarán! —Le apoyó las manos en la espalda y lo empujó hacia delante—. ¿Eres hombre? ¡Sálvanos!

Él gritó y brincó. Un hombre agitó la espada, pero erró por falta de práctica. Bonnur le cogió ese brazo con una mano y le asestó un puñetazo en la nariz. El segundo avanzó torpemente, temiendo herir al hermano. Los contrincantes dejaron atrás a Aliyat, manchándola de sangre. Aliyat se apartó de ellos.

Zabdas le cerraba el paso. Aliyat arrebató el farol de las débiles manos del viejo y lo arrojó al suelo. El aceite brincó en llamas amarillas. Zabdas se tambaleó. Gritó cuando el fuego le lamió el tobillo.

Aliyat atravesó la cortina de abalorios, corrió por el pasillo, bajó la escalera, salió por la puerta del fondo y fue por el callejón hasta las calles fantasmales. La Puerta de Filipo permanecía abierta después del anochecer cuando se preparaba una caravana. Con cuidado y sigilo, podría pasar sin ser vista por los centinelas.

—¡Oh, Bonnur!

Pero no le quedaban lágrimas ni aliento para él, todavía no, no si quería sobrevivir.

15

Desde la caravana, al mirar atrás, se veía el primer destello del sol en las torres de Tadmor. Treparon por el valle y salieron a la estepa. Adelante el cielo se iluminó hasta que se esfumaron las últimas estrellas.

Las señales humanas fueron escasas en ese día de viaje. Cuando Nebozabad dejó la carretera romana para cortar camino por el desierto, siguieron una senda trazada por las generaciones que habían viajado antes por el mismo sitio. Al anochecer, Nebozabad ordenó un alto ante un lago fangoso donde podían abrevar los caballos. Los hombres se conformaron con lo que habían llevado en sus sacos de piel, los camellos con los secos arbustos que encontraron.

En medio del bullicio y el ajetreo, el jefe de la caravana se acercó a un conductor.

—Cogeré ese fardo ahora, Hatim —le dijo. El otro sonrió. Como la mayoría de sus colegas, consideraba que el contrabando formaba parte del oficio y nunca hacía preguntas innecesarias.

El fardo era en realidad un bulto largo atado con cuerdas, insertado en el cargamento que llevaba el camello. El esclavo de Nebozabad lo llevó hasta la tienda del amo, lo dejó en el suelo, hizo una reverencia y salió para impedir que entraran extraños. Nebozabad se arrodilló, deshizo los nudos, desató el paño.

Aliyat se incorporó. El sudor le pegaba el pelo y el djellabab que él le había prestado al sinuoso cuerpo. Tenía los ojos hundidos y los labios cuarteados. Pero una vez que él le dio agua y un bocado, se recobró con turbadora rapidez.

—Habla en voz baja —advirtió Nebozabad—. ¿Cómo te ha ido? —Sufrí el calor y el polvo y los barquinazos —respondió ella con voz más sedosa que ronca—, pero te lo agradeceré eternamente. ¿Vino una partida en mi busca?

Él hizo un gesto de asentimiento.

—En cuanto nos fuimos. Algunos soldados árabes, malhumorados… Supongo que Zabdas se ganó su mala voluntad por despertar al cadí. Estaban somnolientos y apáticos. No era preciso ocultarte tan bien.

Ella estaba sentada con las rodillas juntas. Suspiró, se pasó los dedos por las trenzas apelmazadas y le obsequió una sonrisa que brillaba en el fulgor de la lámpara.

—Has cuidado de mí, querido amigo.

Nebozabad, con las piernas cruzadas ante ella, frunció el ceño.

—Fui imprudente. Podría costarme la cabeza, y tengo una familia en que pensar.

Ella le acarició los dedos.

—Preferiría morir antes que causarte daño. Dame agua y un poco de pan y me marcharé por el desierto.

—¡No, no! —exclamó él—. Eso significaría una muerte más lenta. A menos que te hallaran los nómadas, lo cual sería aun peor. No, puedo llevarte. Te arroparemos con prendas amplias, te mantendremos aparte y no hablarás. Diré que eres un joven pariente que pidió que lo llevara a Tripolis. —Sonrió sin convicción—. Quienes duden del parentesco se reirán a mis espaldas. Bien, así sea. Compartirás mi tienda mientras dure el viaje.

—Dios te lo pague, si yo no puedo hacerlo. Barikai intercederá por tu alma desde el paraíso.

Nebozabad se encogió de hombros.

—Me pregunto de qué servirá, cuando estoy colaborando en la fuga de una adúltera confesa. A ella le tembló la boca. Una lágrima le humedeció el sudor y el polvo que le manchaban las mejillas.

—Pero está bien —se apresuró a añadir Nebozabad—. Me has contado qué crueldades te sacaron de tus cabales.

Él le cogió una mano y la aferró. Se aclaró la garganta.

—Pero debes entender, Aliyat, que no puedo hacer más por ti. En Tripolis debo dejarte, con las pocas monedas que pueda ofrecerte, y luego estarás sola. Si me acusan de haberte ayudado, lo negaré todo.

—Y yo negaré que te vi. Pero no temas. Me esfumaré.

—¿Adonde irás? ¿Cómo vivirás sin ayuda?

—Lo haré. Ya tengo noventa años. Mira. ¿Me han dejado alguna marca?

Él miró, sorprendido.

—No —murmuró—. Eres extraña, extraña.

—No obstante… sólo una mujer. Nebozabad, puedo hacer algo para pagar parte de tu generosidad. Lo único que puedo ofrecer son recuerdos, pero podrás llevarlos a casa contigo.

Nebozabad se quedó inmóvil.

Aliyat se le acercó.

—Es mi deseo —susurró—. También serán mis recuerdos.

16

Y son muy gratos, pensó ella cuando él estaba durmiendo. Casi envidió a la esposa.

Hasta que él envejeciera, y ella. A menos que una enfermedad se llevara a uno o al otro. Aliyat nunca había estado enferma. Sus carnes habían olvidado los ultrajes del día y de la noche que había pasado. La dominaba una agradable languidez, pero se excitaría de inmediato si él llegaba a despertar.

Sonrió en la oscuridad. Debía dejarlo descansar. Deseaba salir a caminar un rato bajo la luna y las altas estrellas del desierto. No, demasiado arriesgado. Debes esperar. Esperar. Había aprendido.

Sintió una punzada de dolor. Pobre Bonnur. Pobre Thirya. Pero si se daba el lujo de llorar por los que vivían poco, no dejaría de llorar nunca. Pobre Tadmor. Pero una nueva ciudad esperaba adelante, y más allá todo el mundo y el tiempo.

Una mujer que no envejecía tenía al menos un recurso para seguir viviendo en libertad.

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