—Navegar más allá del mundo…
La voz de Hanno se perdió en un murmullo. Piteas clavó los ojos en él. En la habitación austera y blanqueada donde estaban, el fenicio relucía como un destello de sol. Quizá se debía al brillo de los ojos y los dientes, o a la tez bronceada aún en invierno. Por lo demás, era un hombre común, esbelto y ágil pero de estatura media, con los rasgos aquilinos, el pelo y la pulcra barba negros como ala de cuervo. Vestía una túnica sencilla, sandalias de suela plana, un único anillo de oro.
—No hablarás en serio —espetó el griego.
Hanno despertó de su ensoñación, sacudió el cuerpo, rió.
—Oh, no. Un tropo, desde luego. Aunque convendrá asegurarnos de antemano de que muchos de tus hombres crean que vivimos en una esfera. Ya tendrán demasiados terrores e inquietudes sin temer una caída al abismo. —Pareces un hombre culto —dijo lentamente Piteas.
—¿Por qué no? He viajado, pero también he estudiado. Y tú amigo, un hombre sabio, un filósofo, propones un viaje a lo desconocido. Por lo visto, tienes esperanzas de regresar. —Cogió una copa de la mesilla que había entre ambos y bebió un sorbo del vino templado que había traído un esclavo.
Piteas se movió inquieto en el taburete. El brasero de carbón caldeaba la habitación. Los pulmones de Piteas anhelaban aire fresco.
—No tan desconocido —aseguró—. Tu gente llega hasta esa distancia. Lykias dice que tú afirmas haber estado allí.
—Le dije la verdad —respondió Hanno con voz seria—. He viajado hacia allá más de una vez, por tierra y por mar. Pero hay muchos lugares agrestes, y muchas cosas están cambiando hoy en día, de modo, imprevisible, aunque habitualmente violento. A los cartagineses sólo les interesa el estaño y dan poca importancia a lo demás. Sólo llegan al extremo sur de las islas Británicas. El resto escapa a su conocimiento, y al de todo hombre civilizado.
—No obstante, deseas acompañarme.
Hanno estudió a su anfitrión antes de responder. Piteas también vestía con gran sencillez. Era alto para ser griego, flaco, de ojos grises, con rasgos marcados bajo la frente amplia. La cara bien rasurada mostraba arrugas profundas, y el pelo castaño y rizado estaba salpicado de canas en las sienes. Ambos se miraron con la intensidad que denotaba fervor, inocencia o tal vez ambas cosas.
—Creo que sí —admitió Hanno con cautela—. Tendremos que hablar más. Sin embargo, a mi manera, como tú a la tuya, deseo aprender todo lo posible acerca de esta tierra y su gente mientras estoy en ella. Cuando tu servidor Lykias recorrió la ciudad buscando posibles asesores, y me enteré, fui a verlo con agrado. —Sonrió de nuevo—. Además, necesito empleo. Esto arrojará buenas ganancias.
—No vamos como mercaderes —explicó Piteas—. Llevaremos mercancías, pero para cambiarlas por lo que necesitemos, no para enriquecernos. No obstante, se nos promete una paga excelente a nuestro regreso.
—¿Acaso la ciudad patrocina la empresa?
—Correcto. Un consorcio de mercaderes. Quieren saber qué posibilidades y riesgos entraña una ruta marítima hacia el septentrión, ahora que los galos vuelven peligrosa la ruta terrestre. No se trata sólo de estaño, ¿entiendes? Tal vez el estaño sea lo menos importante. Ámbar, pieles, esclavos, todo lo que esas comarcas ofrezcan.
—Los galos, vaya. —No era necesario añadir nada más. Habían bajado por las montañas para adueñarse del norte de Italia; muchísimo tiempo atrás resonaron los carros de guerra, destellaron las espadas, ardieron las casas, lobos y cuervos se dieron un festín por toda Europa. Hanno añadió—: Los conozco un poco. Eso sería una ayuda. Pero te recuerdo que esa ruta es mala. Además de ellos, están los cartagineses.
—Lo sé.
Hanno ladeó la cabeza.
—No obstante, organizas esta expedición.
—Para buscar el conocimiento —respondió Piteas en voz baja—. Por fortuna, dos de los patrocinadores son… más inteligentes que la mayoría. Valoran el entendimiento por sí mismo.
—El conocimiento suele rendir frutos inesperados. —Hanno sonrió—. Perdóname. Soy un tosco fenicio. Tú eres hombre de importancia pública. He oído que has heredado dinero, pero que ante todo eres filósofo. Necesitas un navegante en el mar, un guía e intérprete en la costa. Creo que soy la persona indicada.
—¿Qué estás haciendo en Massalia? —preguntó Piteas con voz cortante—. ¿Por qué estás dispuesto a colaborar en algo que no favorece a Cartago?
Hanno se puso serio.
—No soy un traidor, pues no soy cartaginés. Claro que he vivido en Cartago, entre muchos otros lugares. Pero no me entusiasma. Son demasiado puritanos, muy poco influidos por las gracias de Grecia o Persia. Y sus sacrificios humanos… —Se encogió de hombros con una mueca—. Es necio juzgar los actos de la gente. De cualquier modo, insistirán en cometerlos. En cuanto a mí, soy de la Antigua Fenicia, del Oriente. Alejandro destruyó Tiro, y a su muerte las guerras civiles arruinaron esa parte del mundo. Yo busco mi fortuna donde puedo. Soy trotamundos por naturaleza.
—Tendré que conocerte mejor —dijo Piteas, con tono más franco del habitual. ¿Ya se sentía cómodo con ese forastero?
—Por cierto —añadió Hanno, de nuevo jovial—. He pensado cómo demostrarte mis habilidades. En poco tiempo. Comprenderás que es preciso embarcarse pronto, ¿verdad? Preferiblemente al comienzo de la temporada de navegación.
—¿Por los cartagineses?
Hanno asintió con la cabeza.
—Esa nueva guerra en Sicilia los mantendrá ocupados un tiempo. Agátocles de Siracusa es un enemigo más difícil de lo que creen los sufetas cartagineses. No me extrañaría que llevara la lucha a las costas de Cartago.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Piteas, sorprendido.
—He aprendido a prestar atención, y he estado allí hace poco. También en Cartago. Tú sabes que Cartago desalienta todo tráfico extranjero más allí de las Columnas de Heracles, a menudo con métodos que llamaríamos piratería si los emplearan sectores privados. Bien, los sufetas hablan ahora de un bloqueo. Sospecho que si ganan esta guerra, o si a menos logran un empate, quedarán sin recursos durante un tiempo. Pero al final lo harán. Tu expedición tardará por lo menos un par de años, quizá tres, posiblemente más. Cuanto antes zarpes, antes regresarás, siempre que regreses… y note toparás con una patrulla cartaginesa. Después de semejante odisea, sería una lástima terminar en el fondo del mar o en una subasta.
—Tendremos una escolta de navíos de guerra,
Hanno meneó la cabeza.
—Oh, no. Todo buque inferior a una quinquerreme sería inútil, y ese largo casco no sobreviviría en el Atlántico Norte. Amigo, no has visto olas ni tormentas si no has estado allí. Además, ¿cómo llevarás alimentos y agua para tantos remeros? Son voraces como el fuego, y reaprovisionarse no será fácil. Mi tocayo pudo explorar las costas africanas en galeras, pero él se dirigía al sur. Necesitarás buen velamen. Déjame aconsejarte qué naves comprar.
—Alardeas de muchas habilidades —masculló Piteas.
—Bueno, he asistido a muchas escuelas —replicó Hanno.
Hablaron una hora más, y acordaron reunirse de nuevo al día siguiente. Piteas acompañó afuera a su visitante. Se detuvieron un instante en la puerta.
La casa se erguía en un risco sobre la bahía. Al este, allende las murallas de la ciudad, las colinas relucían en el poniente. Las calles de la antigua colonia griega eran ríos de sombra. Voces, pisadas y ruedas enmudecían en el aire quieto y cortante. Sobre las aguas del oeste el sol trazaba un puente contra el cual se perfilaban los mástiles del puerto. Las gaviotas que revoloteaban en el cielo azul recibían el fulgor dorado en las alas.
—Una vista encantadora —murmuró Piteas—. Esta costa ha de ser la más bella del mundo.
Hanno entreabrió los labios como para hablar de otras costas que conocía, pero en cambio dijo:
—Entonces tratemos de que regreses aquí. No será fácil.
Tres buques navegaban bajo el claro de luna. Sus capitanes no se atrevían a recalar en Gadeira ni en Tartesos —territorio cartaginés— y de noche se mantenían en alta mar. Los tripulantes murmuraban; pero la navegación nocturna en rutas conocidas no era algo inaudito, y estar en el mismo océano era de una extrañeza que superaba todo lo demás.
Las naves eran similares, de modo que pudieran viajar en convoy. Eran buques mercantes, aunque su cargamento principal eran hombres bien armados y sus provisiones. De manga más angosta que lo habitual, el casco negro se extendía unos treinta metros desde la alta popa, donde estaban los remos gemelos para timonear y se erguía una cabeza de cisne, hasta el tajamar de la proa. En el medio un mástil portaba una gran vela cuadrada y una gavia triangular. A proa había una pequeña camareta, y a popa dos botes de remo, para remolcar la nave en caso de necesidad o para salvar vidas en caso de desesperación. Cada nave alcanzaba un ángulo de maniobra de hasta ochenta grados, despacio y con torpeza; existían aparejos más flexibles, pero menos potentes. Esa noche, con brisa favorable, iban a cinco nudos.
Hanno salió. La cabina que compartían los oficiales era sofocante para una persona de sus hábitos. A menudo dormía en cubierta, junto a los tripulantes que no soportaban el encierro ni el tufo de los compartimentos de abajo.
Arropados en mantas, se acostaban en esteras de paja a lo largo de los macarrones. El aire era frío, y Hanno se envolvió en la clámide. El viento soplaba sobre el mugido de las olas, el crujido de las maderas y los avíos. La nave se mecía, haciendo flexionar los músculos en una danza.
Había una figura a estribor, junto al castillo de proa. Hanno reconoció el perfil de Piteas contra el azogado resplandor de la luna y se le acercó.
—¡Bien! ¡Bien! —saludó—. ¿Tampoco puedes dormir?
—Esperaba ver algo —respondió el griego—. Tendremos pocas noches tan claras, ¿verdad?
Hanno miró hacia el mar. El brillo ondeaba, fulguraba, chispeaba en el agua. La espuma titilaba como un fantasma. Hanno apenas veía los fanales coleados de la verga, pero sí el centelleo y el vaivén de los faroles de los otros barcos. En las honduras de esa movediza mezcla de luz y de tinieblas se erguía una masa oscura, Iberia.
—Hasta ahora hemos tenido suerte con el tiempo —dijo Hanno. Señaló el goniómetro que Piteas tenía en la mano—. ¿Esa cosa es útil aquí?
—Sería mucho más precisa en la costa. Si tan sólo pudiéramos… Bien, sin duda encontraremos mejores oportunidades. Las Osas estarán más altas en el cielo.
Hanno miró esas constelaciones. El ascenso de la luna las había opacado.
—¿ Qué tratas de medir? —Quiero localizar el Polo Norte celestial con mayor exactitud de lo que se ha hecho hasta ahora. —Piteas señaló—. ¿Ves que las dos estrellas más brillantes de la Osa Menor y el primer astro de la cola forman tres puntas de un cuadrángulo? El Polo es la cuarta. O eso dicen.
—Lo sé. Yo soy tu navegante.
—Disculpa. Lo olvidé en mi entusiasmo. —Piteas rió entre dientes, luego continuó con avidez—. Si esta norma práctica se puede refinar, sería de gran ayuda para los marinos, y más aún para los geógrafos y cosmógrafos. Ya que los dioses no han querido poner una estrella justo en el polo, o razonablemente cerca, debemos apañarnos como podamos.
—Hubo tales estrellas en el pasado —dijo Hanno—. Volverá a haberlas en el futuro.
—¿Qué? —Piteas lo miró intensamente en ese resplandor fantasmal—. ¿Quieres decir que los cielos cambian?
—Con los siglos. —Hanno desechó el comentario con un gesto—. Olvídalo. Como tú, hablé sin pensar. No espero que me creas. Considéralo una patraña de marino.
Piteas se acarició la barbilla.
—A decir verdad —murmuró despacio—, un colega mío que me escribe desde Alejandría, donde está la gran biblioteca, me ha mencionado que algunos documentos insinúan… Se requiere un estudio más profundo. Pero tú, Hanno…
El fenicio sonrió con simpatía.
—A veces acierto por casualidad.
—Eres… singular en muchos aspectos. Me has hablado muy poco de ti. ¿Es «Hanno» tu nombre de nacimiento?
—Cumple su función.
—No pareces tener hogar, familia ni ataduras. —Impulsivamente añadió—: Odio pensar que eres un solitario indefenso.
—Gracias, pero no necesito compasión. —Hanno se apresuró a moderar el tono—. Me juzgas por tus propios sentimientos. ¿Ya echas de menos tu hogar?
—No, no en este viaje con que he soñado durante años —‹lijo el griego, e hizo una pausa—. Pero sí tengo raíces, esposa, hijos. Mi hijo mayor está casado. Cuando regrese, tendré nietos. —Sonrió—. Mi hija mayor ya está en edad de casarse. La he dejado a cargo de mi hermano, con aprobación de mi esposa. Sí, quizá también mi pequeña Dánae tenga un pequeño para entonces. —Tiritó, como por efecto del viento—. No tiene caso ponerse nostálgico. Estaremos lejos mucho tiempo.
Hanno se encogió de hombros.
—Y por lo que sé, las mujeres bárbaras son complacientes.
Piteas lo observó en silencio y no dijo nada sobre los varones jóvenes que ya estaban disponibles. Fueran cuales fuesen los gustos de Hanno, no esperaba que el fenicio llegara a intimar con ningún miembro de la expedición. A pesar de su aparente calidez, parecía haber perdido su humanidad.
De pronto, como un puñetazo en el vientre, aparecieron los keltoi. Del bosque salieron guerreros altos y bajaron a la playa por la pendiente cubierta de hierba: veinte, cien, doscientos o más. Otros enfilaron hacia los promontorios gemelos que protegían la caleta donde habían anclado las naves.
Los marineros gritaron, abandonaron sus faenas, cogieron las armas y dieron vueltas por la nave. Los soldados que había entre ellos, hoplitas y peltastas, la mayoría de ellos con armadura, se abrieron paso en medio del revuelo para formarse. Yelmos, petos, escudos, espadas y lanzas relucían en la llovizna. Hanno corrió hacia el capitán, Demetrios, le cogió la muñeca y ordenó:
—No inicies las hostilidades. Les encantaría llevarse nuestras cabezas como recuerdo. Trofeos de guerra.
Una sonrisa arisca cruzó de pronto el duro rostro del capitán.
—¿Crees que si nos quedamos quietos nos abrazarán?
—Depende. —Hanno escrutó la penumbra. A su espalda, el sol debía de estar cerca del horizonte. Los árboles formaban una muralla gris detrás de los atacantes. Los gritos de guerra resaltaban sobre el estruendo del oleaje de la pequeña bahía, resonaban de peñasco en peñasco, ahuyentaban las gaviotas—. Alguien nos vio, quizás hace días y envió un mensaje al resto del clan. Han seguido nuestro curso, amparándose en la arboleda, esperaban que acampáramos en uno de los sitios que usan los cartagineses…, veríamos la leña quemada, los desperdicios, las huellas y nos adentraríamos… —Estaba pensando en voz alta.
—¿Por qué no esperaron a que todos estuviéramos dormidos, excepto los centinelas?
—Deben de temer la oscuridad. Esta comarca no les pertenece… Y así… Un momento… Dame esto… Necesitaría una vara pelada o una rama verde, pero tal vez esto sirva. —Hanno se volvió para coger el estandarte, cuyo portador se resistió insultándolo—. ¡Demetrios, dile que me lo dé! El jefe mercenario vaciló un instante antes de ordenar.
—Dáselo, Kleanthes.
—Bien. Ahora tocad las trompetas y golpead los escudos. Armad un buen alboroto, pero quedaos donde estáis.
El emblema en alto, Hanno avanzó. Caminaba despacio, gravemente, el estandarte en la mano derecha y la espada desenvainada en la mano izquierda. A sus espaldas estalló un clamor de hierro y bronce.
Los cartagineses habían despejado las matas hasta el manantial donde obtenían agua, a la distancia de un estadio ateniense. Habían crecido nuevos matorrales que estorbaban el paso e impedían un avance silencioso. Por lo tanto, la sorpresa total era imposible, y los galos aún no habían iniciado esa embestida tan temida por los hombres civilizados. Individuos y grupos pequeños trotaban en aguerrido tumulto.
Eran hombres corpulentos de tez clara. La mayoría de ellos lucían grandes bigotes; ninguno se había rasurado últimamente. Los que no se trenzaban el pelo lo habían tratado con un material que lo enrojecía y endurecía formando puntas. Pinturas y tatuajes adornaban cuerpos a veces desnudos, a menudo envueltos en una falda de lana teñida —una especie de himation primitiva— o con pantalones y quizás una túnica de colores chillones. Las armas eran espadas largas, lanzas, dagas; algunos portaban escudos redondos y unos pocos tenían yelmo.
El gigante que encabezaba la hilera semicircular Usaba un yelmo dorado con cuernos, un collar de bronce en la garganta y brazaletes de oro. Estaba flanqueado por guerreros casi igual de llamativos. Debía de ser el jefe. Hanno avanzó hacia él.
El bullicio que hacían los griegos desconcertó a los bárbaros. Aminoraron la marcha; miraron en torno, acallaron sus gritos y murmuraron entre ellos. Piteas vio que Hanno iba al encuentro del líder. Oyó trompetazos de cuerno, voces vibrantes. Algunos hombres correteaban transmitiendo órdenes que él no entendía. Los galos se detuvieron, retrocedieron unos pasos, se acuclillaron o se apoyaron en las lanzas, esperando. La llovizna arreció, la luz del día se desvaneció y Piteas sólo pudo ver sombras.
Transcurrió una hora en el crepúsculo y varias fogatas florecieron al pie del bosque.
Hanno regresó. Como una sombra más, atravesó las filas de Demetrios, pasó entre los callados y apiñados marineros, y encontró a Piteas cerca de las naves. No es que estuviera dispuesto a huir, sino que allí el agua arrojaba un resplandor que aclaraba un poco la húmeda penumbra.
—Estamos a salvo —declaró Hanno. Piteas soltó un bufido—. Pero nos espera una noche atareada. Enciende fogatas, levanta tiendas, trae lo mejor de nuestros pobres alimentos y pongámonos a cocinar, aunque nuestros visitantes no se fijarán en la calidad. Para ellos cuenta la cantidad.
Piteas trató de estudiar ese semblante que apenas veía.
—¿Qué ha sucedido? —rezongó—. ¿Qué has hecho?
Hanno habló con voz serena, un poco burlona.
—Sabes que sé suficiente celta como para apañármelas, y conozco bastante bien sus costumbres y creencias. No son muy diferentes de otros salvajes. La intuición me permite llenar las lagunas de mi conocimiento. Fui hacia ellos como un heraldo, lo cual hizo sagrada mi persona, y hablé con el jefe. No es mal sujeto, para ser quien es. He conocido a monstruos peores gobernando a helenos, persas, fenicios, egipcios…, no tiene importancia.
—¿Qué querían?
—Cerrarnos el paso, desde luego, y adueñarse de nuestras naves para saquearlas. Eso me sugirió que no debían de ser oriundos de aquí. Los cartagineses tienen tratados con los nativos. Claro que éstos podrían haber objetado el acuerdo por alguna razón pueril. Pero en tal caso habrían atacado después del anochecer. Alardean de ser temerarios pero, cuando se trata de botín más que de gloria, no quieren sufrir bajas innecesarias ni toparse con una dura resistencia mientras la mayoría escapa hacia las naves. No obstante embistieron en cuanto estuvimos en la costa, así que deben de temer la oscuridad…, los fantasmas y dioses de los muertos recientes, aún no apaciguados. Recurrí a eso, entre otras cosas.
—¿Quiénes son?
—Fictos del este que intentan instalarse en esta comarca. —Hanno echó a andar de aquí para allá bajo la mirada de Piteas, haciendo crujir la arena húmeda—. No se parecen mucho a esas tribus dóciles de las inmediaciones de Massalia, pero están emparentados con ellas. Tienen más respeto por la destreza y el conocimiento que el griego medio, por lo que he visto. Sus adornos y objetos artesanales son bellos. No sólo es sagrado el heraldo, sino el poeta o cualquier persona sabia. Les demostré que era un mago, lo que ellos llaman druida, con trucos de prestidigitación y jerigonza ocultista. Con mucho tacto, les amenacé con escribir una sátira acerca de ellos si me ofendían. Primero los convencí de que era poeta, plagiando descaradamente versos de Hornero. Tendré que hacer un esfuerzo, pues les prometí más.
—¿Que tú qué?
Hanno soltó una carcajada.
—Ten listo el campamento. Prepara el festín. Di a los hombres de Demetrios que ellos formarán la guardia de honor. Recibiremos a nuestros huéspedes al alba, y sin duda los festejos continuarán todo el día. Esperarán obsequios generosos, pero tenemos suficientes mercancías, y el honor exigirá que recibas varias veces ese valor en cosas que nos vendrán mejor. Además, ahora tenemos salvoconducto para viajar un buen trecho hacia el norte. —Hizo una pausa. El mar y la tierra suspiraban alrededor—. Oh, y si mañana por la noche tenemos buen tiempo, observa las estrellas, Piteas. Eso les impresionará.
—Y forma parte de aquello por lo cual viajamos —susurró el griego—. De aquello que tú has salvado.
Detrás se extendían las importantes minas de estaño de Dumnon, y el puerto al cual no iría ningún cartaginés mientras durase la guerra, y las tres naves. Lykias las custodiaba y se encargaba del calafateo y las reparaciones. Demetrios organizaba exploraciones terrestres en las costas del oeste y del sur. Piteas exploraba el interior y el norte de Pretania.
Con Hanno y una pequeña escolta militar, salió de las colinas a una llanura ondulante y agreste tachonada de pastos y tierras de labranza. Dominaban el paisaje terraplenes y un montículo gigantesco que se erguía dentro de una fosa. Ese cráter gredoso de cima hueca albergaba a hombres armados y sus viviendas.
El comandante recibió hospitalariamente a los viajeros, una vez que estuvo seguro de sus intenciones. La gente siempre ansiaba recibir noticias del exterior; la mayoría de los bárbaros tenían horizontes patéticamente estrechos. Hanno charlaba con un dumnoniano que los había acompañado hasta allí y ahora quería ir a casa. Un hombre llamado Segovax se ofreció para reemplazarlo y conducirlos hasta una gran maravilla de las cercanías.
Soplaba un helado viento otoñal. Las hojas ya eran amarillas, pardas y rojizas y empezaban a caer. Un sendero subía hasta una elevación donde raleaban los árboles. Las sombras de las nubes y la pálida luz del sol segaban inmensidades de hierba cetrina. A lo lejos, rebaños de ovejas se perdían en la soledad. Los griegos marchaban enérgicamente, conduciendo los ponis de carga que habían adquirido en Dumnonia. No regresarían al fuerte de la colina, sino que continuarían avanzando. Un invierno era poco tiempo para recorrer esa comarca, y Piteas tenía que estar de vuelta en el puerto en primavera.
Poco a poco, Piteas vio de qué se trataba. Al principio parecía pequeño, y supuso que la gente le daba tanta importancia porque no conocía nada mejor. Al acercarse, reparó cada vez más en su enorme tamaño. Dentro de una muralla de tierra derruida se erguía un triple círculo de piedras de unos setenta cubitos de anchura, y la más alta debía de tener la talla de tres hombres. Tenían encima losas de tamaño similar, grises, manchadas de liquen, castigadas por la intemperie, inescrutablemente poderosas.
—¿Qué es esto? —jadeó.
—Has visto obras megalíticas en el sur, ¿verdad? —susurró Hanno, la voz menos serena que las palabras.
—Sí, pero nada como esto… ¡Pregunta!
Hanno se volvió hacia Segovax y hablaron en celta.
—Dice que los gigantes lo construyeron en la alborada del mundo —le explicó Hanno a Piteas.
—Entonces esta gente es tan ignorante como nosotros —murmuró el griego—. Acamparemos aquí, al menos para pasar la noche. Tal vez aprendamos algo. —Era más una plegaria que una esperanza.
Durante el resto del día se dedicó a mirar y hacer mediciones. Hanno podía brindarle escasa ayuda y Segovax poca información. Piteas pasó un largo rato tratando de hallar el centro exacto del complejo y estudiando el lugar.
—Creo que aquella piedra… —dijo señalando—. El sol se elevará sobre ella el día del solsticio de verano. Pero no estoy seguro, y no podemos esperar para confirmarlo, ¿verdad?
Atardecía. Los soldados, que habían aprovechado la ocasión para remolonear, encendieron una fogata, cocinaron, se relajaron. Charlaban y reían. No tenían razones para temer un ataque de hombres mortales, ni para preguntarse qué fantasmas moraban allí.
El cielo se había despejado y, al anochecer, Piteas se alejó del campamento para efectuar observaciones, como hacía siempre que podía. Hanno lo acompañó, llevando una tablilla de cera y un estilo para registrar las mediciones. Como buen fenicio, sabía escribir sin luz. Piteas se valía de las protuberancias y los surcos para leer los instrumentos con los dedos, una medición menos precisa de la que deseaba pero preferible a ninguna. Cuando una roca bloqueó las fogatas, quedaron a solas con el cielo, en medio del círculo.
Titánicas masas negras los cercaban. Las estrellas titilaban como atrapadas entre las piedras. En lo alto se curvaba la Galaxia, un río de bruma por donde nadaba el Cisne. La Lira colgaba en silencio. El Dragón se enroscaba alrededor de un polo extrañamente alto en el cielo. El frío se intensificaba con las horas, la vasta rueda giraba, la escarcha blanqueaba las piedras.
—¿No nos convendría dormir? —preguntó Hanno al fin—. Estoy olvidando qué es la tibieza.
—Supongo que sí —masculló Piteas—. He aprendido todo lo posible. —Y de pronto exclamó—: ¡No es suficiente! Jamás lo será. Tendríamos que vivir un millón de años.
Siguieron rumbo al norte, dejando atrás tierras cada vez más agrestes rodeadas de arrecifes, hasta que la costa se curvó hacia el este. Las aguas eran tan escabrosas como la tierra donde se estrellaban las olas; los buques se mantenían lejos de la orilla y anclaban al atardecer. Era preferible privarse de una fogata a tener visitantes desconocidos. El cuarto día los promontorios rojos y amarillos de una isla se recortaron en la bruma. Piteas decidió pasar entre ella y la costa principal. Las naves continuaron su arduo avance hasta el anochecer.
Los hombres no vieron el alba, pues el aire era aún más denso. A popa una muralla de blancura se erguía en el horizonte. Soplaba una brisa ligera y había una visibilidad de unos doce estadios atenienses, así que izaron las velas goteantes. Dejaron atrás la abrupta isla y adelante, a estribor, distinguieron un borrón que debía de ser una isla más pequeña. Creció el rumor de las rompientes, y un estruendo subterráneo.
La muralla blanca rodó sobre ellos, cegándolos. La brisa murió y siguió una calma chicha que los dejó impotentes.
Esa niebla era inaudita. Desde el centro de la nave no se veía la proa ni la popa; un remolino gris y sofocante desdibujaba las cosas. Al costado apenas se distinguía la turbulencia estriada de espuma. El agua se posaba sobre el cordaje y se precipitaba en una llovizna maligna que bruñía la cubierta. La humedad apelmazaba el pelo, la ropa, el aliento y el frío los calaba hasta los huesos como si ya se estuvieran ahogando. No había formas, sólo ruidos. En el denso mar, los maderos crujían y el casco se mecía sin ton ni son. Soplaban ráfagas susurrantes, el oleaje rugía. Con cornetazos y voces roncas, cada nave llamaba desesperadamente a las otras naves invisibles.
Piteas, a popa junto al timón, meneó la cabeza.
—¿Por qué se elevan las olas cuando no hay viento? —preguntó en medio del bullicio.
El timonel aferró el inservible timón y se estremeció.
—Criaturas de la profundidades —jadeó— o los dioses de estas aguas, enfurecidos porque los molestamos.
—Lanza los botes —le aconsejó Hanno a Piteas—. Nos advertirán sí estamos a punto de chocar contra una roca, o quizá puedan sacarnos de aquí.
El timonel mostró los dientes.
—¿Pero qué estás diciendo? —exclamó— ¡No enviarás a esos hombres a los demonios! No irán.
—¡No los enviaré! —replicó Hanno— Yo los conduciré.
—¿Oyó —dijo Piteas.
El fenicio meneó la cabeza.
—No podemos arriesgar tu vida. ¿Quién más pudo habernos traído tan lejos, quién nos llevará de vuelta? Sin ti todos estamos perdidos. Ven, ayúdame a alentar a la tripulación.
Consiguió hombres, pues las serenas palabras de Piteas aplacaron el terror de los marineros. Desataron un bote, lo arrastraron hacia el flanco, lo alzaron sobre la borda cuando la cubierta se ladeó y olas de blancas crines galoparon debajo. Hanno bajó de un brinco, plantó las pantorrillas entre dos bancos, cogió un remo que le entregó un marinero, se apartó de la nave mientras otros remeros lo seguían. Avanzaron sujetos al extremo de un cabo, seguidos por el otro bote.
—Espero que los otros capitanes… —empezó Hanno. Una ráfaga de espuma ahogó palabras que nadie había oído.
La nave se perdió en la humosa humedad. El bote trepó por una ola que era como un cerro móvil, revoloteó en la cresta, se despeñó en un canal donde los hombres quedaron al pie de las murallas de agua que los rodeaban. El ruido rodaba sin rumbo. Hanno, al timón, sólo podía tratar de evitar que la estacha se enredara detrás.
—¡Remad! —gritó—. ¡Remad, remad, remad!
Los hombres jadeaban remando y achicando el agua. El mar les lamía los tobillos.
Una ola monstruosa los embistió. Giraron. Una catarata saltó de la niebla y rompió sobre sus cabezas. Cuando pudieron ver de nuevo, tenían el barco encima. El bote se estrelló contra el casco. El agua lo aplastó contra las tracas. La madera crujió, escupió clavos, gimió. El bote se partió en dos.
Piteas miró desde arriba. Un hombre pataleaba. El mar lo arrojó contra la nave, partiéndole el cráneo. Las aguas arrastraron los sesos, la sangre, el cuerpo.
—¡Cuerdas fuera! —gritó Piteas. No perdió tiempo en desenrollar un cabo. Desenvainó el cuchillo y liberó una escota de la floja vela mayor. Arrojó el extremo por la borda, hacia la niebla y la espuma. Los nadadores que se entreveían, perdidos en las aguas, no lograban alcanzarla. Pidió más cuerda. Aferrando la escota cortada en la mano izquierda, se deslizó por la borda. Los pies plantados en el casco, tendiendo el brazo para tensar el cordaje y mantenerse firme, se estiró. Con la mano derecha lanzó la segunda cuerda como un látigo.
Ahora era visible para aquellos a quienes deseaba salvar, excepto cuando ese lado de la nave se elevaba y una ola bañaba a Piteas. Un hombre le pasó al lado. Piteas le arrojó la cuerda. El hombre la agarró y los marineros de cubierta lo subieron a bordo.
El tercero a quien Piteas rescató fue Hanno, que estaba aferrado de un remo. Después se le agotaron las fuerzas. Subió con la ayuda de dos marineros y cayó desmañadamente junto al fenicio. Nadie más intentó imitar la hazaña; pero no se vieron más náufragos en las encrespadas aguas.
Hanno se incorporó.
—A la cabina, tú, yo y estos dos —ordenó. Le castañeteaban los dientes—. De lo contrario el frío nos matará. No habríamos sobrevivido diez minutos en esas aguas.
Una vez dentro, los hombres se desnudaron, se frotaron con toallas para acelerar la sangre, se arroparon con mantas.
—Estuviste magnífico, amigo —dijo Hanno—. No pensé que un erudito como tú, curtido, pero erudito al fin y al cabo, pudiera lograrlo.
—Tampoco yo —resolló Piteas.
—Nos salvaste de las consecuencias de mi locura.
—Locura no. ¿Quién podía prever que el mar fuera tan bravo cuando no hay viento?
—¿Qué puede haberlo causado?
—Demonios —murmuró un marinero.
—No —dijo Piteas—. Debe ser un truco de estas marejadas del Atlántico, corrientes en un estrecho erizado de islas y arrecifes.
Hanno rió entre dientes.
—¡Ha hablado el filósofo!
—Aún nos queda un bote —dijo Piteas—. Y nuestra suerte puede cambiar. Si queréis, muchachos, rezad a vuestros dioses. —Se tendió en su litera—. Yo pienso dormir.
Las naves resistieron, aunque una rozó una roca y se le abrieron las juntas. Cuando se disipó la niebla y se calmaron las aguas, los remeros impulsaron los tres navíos hacia la isla alta. Encontraron una caleta segura con una loma donde podrían reparar los daños con la bajamar.
Varias familias vivían en las cercanías: pescadores hirsutos, vestidos con pieles, que cuidaban algunos animales y sembraban diminutos jardines. Sus viviendas eran piedras amontonadas y techos de hierba sobre fosos. Al principio huyeron y los observaron de lejos. Cuando Piteas ordenó que les entregaran obsequios, regresaron tímidamente para recogerlos. Luego acogieron a los griegos como huéspedes.
Fue una suerte, pues una borrasca sopló desde el oeste. La caleta daba al este y los peñascos que la rodeaban apenas guarecían las naves, pero en otras partes la tormenta rugió con furia días y noches. Los hombres no lo resistían. Dentro, se esforzaban para hablar y oír a pesar del bullicio. Olas más altas que murallas se estrellaban contra los riscos del oeste. Rocas que pesaban toneladas eran arrancadas de los bajíos. La tierra temblaba. El aire era un torrente espumoso y salobre que azotaba la cara y cegaba los ojos. Era como si el mundo se hubiera precipitado en el caos primordial.
Piteas, Hanno y sus compañeros se agazapaban sobre algas secas tendidas sobre el suelo de tierra de una caverna sombría. Los rescoldos ardían en el hogar. Un humo acre flotaba en el aire helado. Piteas era una sombra más, y sus palabras un susurro en medio de esa violencia.
—La niebla, y ahora esto. Aquí no hay mar ni tierra ni aire. Todos se han vuelto uno, algo semejante a un pulmón marino. Más al norte sólo puede haber el Gran Hielo. Creo que estamos cerca de la frontera del reino de la vida. —Irguió la cabeza—. Pero no hemos llegado al fin de nuestra búsqueda.
Hacia el este, a cuatro días de navegación desde la punta norte de Pretania, los exploradores hallaron otra tierra. Se elevaba abruptamente desde el agua, pero las vegas protegían una gran bahía. En un extremo vivía un pueblo que recibió con los brazos abiertos a los recién llegados. No eran celtas, y eran aún más altos y rubios. Hablaban un idioma emparentado con una lengua germánica cuyos rudimentos Hanno había aprendido en viajes anteriores. Pronto se hizo entender. Ese pueblo mostraba la influencia de los celtas en las herramientas y las armas de hierro, en las artes y el modo de vida, pero tenía un espíritu más sobrio, menos obsesionado por lo sobrenatural. Los griegos se proponían permanecer poco tiempo allí, preguntar acerca de los parajes que buscaban, reaprovísionarse y continuar viaje. Pero su estancia se prolongó. Los afanes, los peligros y las pérdidas los habían desgastado. Aquí encontraban hospitalidad y admiración. A medida que aprendían el idioma, hallaban camaradería, compartían tareas, intercambiaban ideas, recuerdos y canciones, retozaban, se divertían. Las mujeres eran complacientes. Nadie pidió a Piteas que ordenara levar anclas ni le preguntó por qué no lo hacía.
Los huéspedes no eran parásitos. Les ofrecieron maravillosos regalos. Condujeron a bordo de una de sus naves a hombres que sólo conocían botes largos hechos de tablones cosidos, impulsados por remos. Esos hombres aprendieron más acerca de sus propias aguas y sus comunidades de otras tierras de lo que jamás habían soñado. Iniciaron transacciones comerciales, y visitaron algunos parajes por primera vez. Tierra adentro la caza era excelente, y los soldados llevaban gran cantidad de carne a casa. La presencia de los griegos, que revelaba la existencia de un mundo exterior, daba nueva chispa a la vida. Se sentían acogidos como hermanos.
Éste era el país que su gente llamaba Thule.
Llegó el verano, con sus noches de luz.
Hanno y una joven fueron a juntar bayas. Solos bajo la dulzura de los abedules, hicieron el amor. El largo día fatigó a la muchacha y al regresar a casa de su padre, durmió feliz. Hanno no pudo dormir. Se quedó tendido un buen rato en el camastro de pieles, sintiendo la tibieza de ella, oyendo la respiración de la familia, aspirando el tufo de las vacas del establo que había en un extremo de la única y larga habitación. Aunque la fogata a veces chisporroteaba, esa luz tenue no nacía allí sino en el cielo que se extendía más allá de la puerta de mimbre. Hanno se levantó, se cubrió la cabeza con la túnica y salió con sigilo.
Sobre él se extendía una profunda claridad que evocaba recuerdos de rosas blancas. Un puñado de estrellas casi invisibles titilaba a través del fulgor. El aire fresco estaba tan quieto que se oía el agua batiendo contra la orilla. El rocío centelleaba en el declive que descendía hacia la ancha superficie de plata. Tierra adentro, el suelo trepaba hacia montañas cuyos riscos azules se recortaban contra el cielo.
Se alejó de la aldea. Las casas estaban apiñadas en una doble hilera que terminaba en un gran cobertizo donde trillaban el grano, en ese clima lluvioso, y que hacía las veces de fortaleza en caso de ataque. Más allá había arrozales, colmenares, parcelas que la proximidad de la cosecha pintaba de oro. Caminó en dirección opuesta, hacia la playa. Cuando llegó a la hierba, se limpió de los pies descalzos la suciedad que los cerdos y pollos sueltos habían dejado en el sendero. La humedad lo acarició. Siguió andando hasta una playa de guijarros, piedras frías y duras pero redondeadas. La marea bajaba, una pulsación potente que apenas se conocía en el Mediterráneo, y las algas se esparcían sobre la playa. Olían a sal, profundidades, misterios.
A cierta distancia un hombre miraba hacia arriba. El bronce del instrumento que él apuntaba al cielo despedía un fulgor. Hanno se le acercó.
—¿Tú también? —murmuró.
Piteas se sobresaltó, dio media vuelta.
—¡Qué alegría! —saludó mecánicamente. En el luminoso crepúsculo era evidente que la sonrisa era forzada.
—No es fácil dormir con tanta claridad —aventuró Hanno. Los nativos no dormían mucho.
Piteas asintió. —Odio perder un solo minuto de esta magnificencia.
—Aunque es pésima para la astronomía.
—Aja. Durante el día he estado recogiendo datos que arrojarán un valor más preciso para la oblicuidad de la eclíptica.
—Ya deberías tener bastantes. Ha pasado el solsticio.
Piteas desvió la mirada.
—Y hablas a la defensiva —insistió Hanno— ¿por qué nos demoramos aquí?
Piteas se mordió el labio.
—Aún quedan muchos descubrimientos por hacer. Es como un mundo nuevo.
—Como la tierra de los lotófagos —rezongó Hanno.
Piteas alzó el cuadrante como si fuera un escudo.
—No, no, éstas son personas reales. Trabajan y tienen hijos y envejecen y mueren, al igual que todos nosotros.
Hanno lo observó. Las aguas susurraban.
—Es Vana, ¿verdad? —dijo al fin el fenicio.
Piteas quedó atónito.
—Muchas de estas muchachas son bellas —continuó Hanno—. Altas, esbeltas, una tez bronceada por el verano, ojos como el cielo que rodea el sol, y esas melenas rubias… oh, sí. Y la que está contigo es la más guapa de todas.
—Es más que eso —dijo Piteas—. Ella es… libre. Sin prejuicios, cándida, pero muy rápida y ávida de aprender. Orgullosa, valiente. Los griegos enjaulamos a nuestras esposas. Nunca hacía pensado en ello, ¿pero no es culpa nuestra si las pobres criaturas se vuelven tan obtusas que buscamos solaz en otros hombres?
—O en prostitutas.
—Vana es tan ardiente como la hetaira más fogosa. Pero no está en venta, Hanno. Me ama de veras. Hace unos días descubrimos que está encinta. Vino a mis brazos llorando y riendo.
—Es magnífica, sin duda, pero es bárbara.
—Eso se puede alterar.
Hanno meneó la cabeza.
—No té engañes. No es como tú. ¿Crees que podrás llevarla cuando zarpemos? Si sobreviviera a la travesía, se marchitaría y moriría en Massalia, como toda flor silvestre arrancada. ¿Qué haría de sí misma? ¿Qué clase de vida podrías darle? Es muy tarde. Para ambos.
Piteas guardó silencio de nuevo.
—Tampoco puedes instalarte aquí —dijo Hanno—. Recapacita. Tú, un hombre civilizado, un filósofo, apiñado con seres humanos y vacas en una mísera choza de argamasa tosca. Sin libros. Sin correspondencia. Sin oratoria. Sin esculturas, templos ni tradiciones propias, nada de lo que ha formado tu alma. Esa dama envejecerá deprisa, se le caerán los dientes y se le aflojarán los senos, y la odiarás porque fue el señuelo que te atrapó. Recapacita, por favor.
Piteas cerró la mano libre con fuerza y se golpeó el muslo una y otra vez.
—Pero ¿qué puedo hacer?
—Márchate. A ella no le costará conseguir un esposo que críe al niño. Su padre es una persona de buena posición, ella ha demostrado que es fértil, y cada niño es precioso, dado los que pierden. Hazte a la mar. Vinimos en busca de la isla del Ámbar, ¿recuerdas? Y si es un mito, queremos descubrir cuál es la realidad. Debemos aprender un poco sobre estas costas y mares del este. Nos proponemos regresar a Pretania y terminar de circunnavegarla, determinar su forma y tamaño, porque es importante para Europa de un modo que Thule no lo será durante siglos. Y luego regresarás a tu gente, tu ciudad, tu esposa, tus hijos y tus nietos. ¡Cumple con tu deber, nombre!
—Hablas con crudeza.
—Debido al respeto que siento por ti, Piteas.
El griego miró de un lado a otro: las montañas erguidas contra ese cielo cuya luz velaba las estrellas, los bosques y los prados, el océano, invisible allende la brillante bahía.
—Sí —dijo al fin—. Tienes razón. Tendríamos que haber partido hace tiempo. Lo haremos. Soy un necio reblandecido por la edad.
Hanno sonrió.
—No, simplemente un hombre. Ella te devolvió una primavera que creías haber perdido en el corazón. Es algo que he visto a menudo.
—¿Te ha pasado a ti?
Hanno apoyó la mano en el hombro de su amigo.
—Ven —dijo—, volvamos y tratemos de dormir. Tenemos trabajo que hacer.
Maltrechas, zarandeadas, despintadas y triunfantes, las tres naves se acercaron al puerto de Massalia. Era un vivido día de otoño, y el agua bailaba y chispeaba como si hubieran esparcido diamantes sobre zafiros, pero soplaba poco viento y las quillas estaban sucias, avanzaban despacio.
Piteas llamó a Hanno.
—Quédate conmigo en la proa —le solicitó—, pues quizá sea la última charla tranquila que tengamos.
El fenicio se le acercó. Piteas era su propio vigía en esta hora final de la travesía. —Estarás muy ocupado —convino Hanno—. Todo el mundo querrá hablar contigo, interrogarte, oír tus declaraciones, enviarte cartas, pedirte que escribas tus experiencias.
Piteas torció los labios.
—Siempre de broma, ¿verdad?
Miraron un rato el mar. Ahora que terminaba la temporada de navegación, las olas —pequeñas y suaves, tan distintas a las del Atlántico— estaban atestadas de embarcaciones. Botes de remo, chalanas, pesqueros sucios de brea, rechonchos buques mercantes, un gran carguero con grano de Egipto, una barcaza con bordes dorados, dos esbeltas naves de guerra erizadas de remos, todas procuraban avanzar. Se oían órdenes y juramentos. Las velas tronaban, las vergas rechinaban, los toletes crujían. La ciudad brillaba en frente y un intrincado resplandor blanco con matices azules rebosaba sus murallas. Jirones de humo ondeaban sobre los tejados rojos. Granjas y villas se apiñaban entre rastrojos, prados aún verdes, pinos oscuros y huertos amarillentos. Detrás de las colinas se erguía una cordillera. Cientos de gaviotas aleteaban y graznaban como una nevisca del norte.
—¿No cambiarás de parecer, Hanno? —preguntó Piteas.
—No puedo —masculló Hanno—. Me quedaré para cobrar mi paga y luego me marcharé.
—¿Por qué? No lo entiendo. Y no quieres explicarte.
—Es mejor.
—Un hombre hábil como tú tiene un gran futuro aquí…, posibilidades ilimitadas. Y no como extranjero. Con mis influencias, puedo hacerte ciudadano de Massalia, Hanno.
—Lo sé. Lo has dicho antes. Gracias, pero no.
Piteas tocó la mano del fenicio, que aferró la borda con fuerza. —¿Temes que la gente te recrimine tu origen? No lo hará, te lo prometo. Estamos por encima de eso, somos una cosmópolis.
—Soy un extraño en todas partes.
—Nunca me has abierto tu alma —suspiró Piteas—, tal como yo te la he abierto a ti. Y aun así… nunca me he sentido tan cerca de nadie. Ni siquiera de… —Se interrumpió, y ambos desviaron los ojos.
Hanno adoptó de nuevo su voz tranquila. Sonrió.
—Hemos compartido cosas tremendas, buenas y malas, terribles y aburridas, divertidas y espantosas, deliciosas y mortales. Eso forja vínculos.
—Y sin embargo los cortarás… ¿Sin más? —musitó Piteas—. ¿Simplemente dirás adiós?
Por un instante, antes de que Hanno recobrara su expresión burlona, algo se desgarró en él y el griego entrevió un dolor desconcertante.
—¿Qué es la vida sino siempre decir adiós?