Las costumbres tardan en morir, y a veces regresan de la tumba.
—¿Qué sabes de esa furcia, Lugo? —preguntó Rufus en un latín que no se había oído en siglos, ni siquiera entre los clérigos de Occidente.
Y hacía tiempo que Cadoc no usaba ese nombre.
—Practica más tus lenguas vivas —respondió en griego—. Afina tu vocabulario. La palabra que has usado no conviene a la cortesana más célebre y cara de Constantinopla.
—Una puta es una puta —dijo Rufus con terquedad, aunque adoptando la lengua moderna del Imperio—. La has investigado, has hablado con personas, les sonsacaste información desde que llegaste. Semanas. Y yo he de chuparme el dedo. —Se miró el muñón de la muñeca izquierda—. ¿Cuándo haremos algo?
—Quizá muy pronto —respondió Cadoc—. O quizá no. Depende de lo que logre averiguar sobre la bella Athenais. Y de muchas otras cosas, por cierto. No sólo es hora de que yo cambie de identidad, sino de que ambos cambiemos de ocupación. El comercio ruso se está arruinando deprisa.
—Sí, sí, lo has dicho a menudo. Lo he visto yo mismo. ¿Pero qué hay de esta mujer? No me has dicho nada sobre ella.
—Eso es porque la paciencia ante la decepción no es una de tus virtudes. —Cadoc caminó hasta la única ventana y miró hacia fuera El aire estival estaba impregnado de olores de humo, brea, estiércol y fragancias, ruido de ruedas, cascos, pies y voces. Desde esta habitación del tercer piso de una posada se veían tejados, calles, la muralla de la ciudad, la puerta y la bahía del Kontoskalion. Un bosque de mástiles se erguía sobre los muelles. Más allá centelleaba el mar de Mármara. Las naves se mecían en la extensión azul, desde botes vivanderos con forma de jofaina hasta un velero de carga y una galera militar. Costaba imaginar y sentir la sombra bajo la cual se extendía todo esto.
Cadoc entrelazó las manos detrás de la espalda.
—Sin embargo, conviene que te informe ahora. Hoy tengo esperanzas de llegar al fin del camino, o de descubrir que fue una pista falsa. Ha sido muy vaga, como era de esperar. Fulano me cuenta que alguna vez Mengano le contó algo. Con dificultad, porque se ha mudado, llego hasta Mengano para verificarlo, y por lo que él recuerda eso no es exactamente lo que contó a Fulano, sino que un tercero le dijo una vez… En fin.
»Básicamente, Alheñáis es el último nombre que ha adoptado esta dama. Eso no es sorprendente. Los cambios de nombre son habituales en su profesión; y desde luego prefiere ocultar sus orígenes, dado que no siempre fue la mimada de la ciudad. He confirmado que anteriormente trabajó como Zoe en uno de los mejores burdeles de Galacia; y estoy prácticamente seguro de que antes estuvo en este lado del Cuerno de Oro, en el barrio de Phanar, como una muchacha menos elegante que se llamaba Eudoxia. Al margen de eso, la información es escasa e imprecisa. Demasiadas personas han muerto o desaparecido.
»Pero la conducta ha sido siempre la misma: una mujer exteriormente afable pero muy elusiva que evita a los rufianes (al principio, en el peor de los casos, les pagaba lo que correspondía) y no gasta en fruslerías más de lo debido. En cambio, ahorra (sospecho que invierte) con miras a ascender otro peldaño en la escala. Ahora es independiente, incluso poderosa, con sus conexiones y las cosas que sin duda sabe. Y… —A pesar del monótono trabajo de investigación, a pesar de la voz calma, Cadoc sintió un cosquilleo en la espalda que le llegó hasta la coronilla y la punta de los dedos—. El rastro llega hasta por lo menos treinta años en el pasado, Rufus. Quizá tenga cincuenta años o más. Siempre se mantiene joven, siempre se mantiene hermosa.
—Sabía lo que buscabas —dijo el pelirrojo, bajando la voz—, pero había dejado de creer que lo encontrarías.
—También yo. Hace siete siglos te encontré a ti, y luego a nadie más, a pesar de mis búsquedas. Sí, la esperanza se agota. Pero hoy, al fin… —Cadoc se estremeció, dio media vuelta y se echó a reír—. Pronto debo ir a verla. ¡No me atrevo a contarte cuánto cuestan unas horas allí!
—Cuídate —gruñó Rufus—. Una puta es una puta. Yo iré a buscarme una barata, ¿eh?
Impulsivamente, Cadoc metió la mano en la faltriquera y le dio un puñado de monedas de plata.
—Añade esto a tu capital y diviértete, viejo amigo. Es una lástima que el Hipódromo aún no esté abierto, aunque debes conocer varios odeones donde las representaciones son lo bastante procaces para tus momentos menos elevados. Pero no hables en exceso.
—Tú me enseñaste eso. Pásalo bien. Espero que sea la que buscas, amo. Yo usaré parte del dinero para comprarte un amuleto de la buena suerte. —Ésa parecía ser la única perspectiva que conmocionaba la estolidez de Rufus. Pero, pensó Cadoc, carece del ingenio para comprender qué significa hallar a otro inmortal: una mujer. Al menos, en lo inmediato; quizá lo entienda después.
Creo que yo mismo no lo entiendo aún.
Rufus salió. Cadoc cogió un manto bordado de la percha y se lo puso sobre el elegante sakkos de lino y la dalmática enjoyada. Iba calzado con zapatos curvos de la lejana Córdoba. Aun para una cita de una tarde, uno iba a ver a Alheñáis vestido con decoro.
Ya se había hecho cortar el pelo y rasurar la barba. Dominaba el griego y estaba familiarizado, tras muchos vagabundeos, con los pasajes de la ciudad, así que podía pasar por bizantino. Claro que no lo intentaría innecesariamente. El riesgo no valía la pena. Se suponía que los mercaderes rusos debían permanecer en el suburbio de San Mamo, en el lado gálata del Cuerno, cruzando el puente de la Puerta de Blaquerna de día y retornando al anochecer. Él aún estaba entre ellos. Había obtenido la autorización para alojarse aquí mediante el soborno y la labia. En realidad no era ruso, dijo a los oficiales, y estaba a punto de retirarse del oficio. Ambas declaraciones eran ciertas. Había descrito con persuasivas mentiras los nuevos pasos que pensaba dar, los cuales serían tan lucrativos para los magnates locales como para él mismo. En el curso de las generaciones, y dado un talento innato para ello, uno aprende a convencer. Así conquistó la libertad para continuar sus averiguaciones con máxima eficiencia. El ajetreo hacía palpitar y canturrear las calles. Siguió los empinados ascensos hasta la Mese, la avenida que corría de un extremo al otro de la ciudad, ramificándose. A la derecha vio la columna que sostenía la estatua ecuestre de Justiniano en el Foro de Constantino, y más allá atisbo las murallas del palacio imperial, la cámara del senado, los tribunales, el Hipódromo, las cúpulas de Hagia Sophia, los jardines y los brillantes edificios de la Acrópolis: glorias construidas por una generación transitoria tras otra.
Giró a la izquierda. El brillo lo envolvía y se derramaba desde las arcadas que bordeaban la avenida. Allí casi no se notaba la gente sencilla, obreros, porteadores, carreteros, granjeros, sacerdotes de las ordenes menores. Aun los buhoneros y actores ambulantes exhibían colores chillones mientras pregonaban las maravillas que ofrecían; incluso los esclavos lucían la librea de casas importantes. Un noble pasaba en su palanquín, jóvenes petimetres festejaban en una bodega, una tropa de guardias pasó con relucientes cotas de malla, un oficial de caballería y sus soldados con catafracta trotaron con arrogancia detrás de un fugitivo que gritaba apartando a la gente a codazos; ondeaban estandartes, capas y bufandas en el brioso viento marino. Nueva Roma parecía inmortalmente joven. La religión cedía ante el comercio y la diplomacia, y abundaban los extranjeros, desde los delicados sirios musulmanes, los torpes normandos católicos o gente de tierras aún más lejanas y extrañas. Cadoc se alegró de desaparecer en la marea humana.
En el Foro de Teodosio cruzó hacia la esquina norte, ignorando a los vendedores que pregonaban sus mercancías y a los mendigos que pregonaban sus carencias. Se detuvo un instante allí donde el Acueducto de Valente se veía sobre los tejados. El paisaje se extendía hasta la muralla y las almenas, la Puerta de los Drungarios, el Cuerno de Oro lleno de naves, y más allá de esas aguas las colinas verdes, las blancas casas de Pera y Galacia. Las gaviotas formaban una nevisca viviente. Se puede distinguir un puerto rico por las gaviotas, pensó Cadoc. ¿Cuánto tiempo volarán y graznarán aquí en tal profusión?
Olvidó la tristeza y continuó viaje hacia el norte, colina abajo, hasta hallar la casa que buscaba. Por fuera era un discreto edificio de tres pisos, apretado entre sus vecinos, con una fachada de yeso rosado. Pero era suficiente para una mujer, sus sirvientes y los placeres que esa mujer presidía.
Había una aldaba de bronce con forma de venera. El corazón de Cadoc dio un brinco. ¿Acaso ella recordaba que este emblema cristiano y occidental de los romeros había pertenecido antaño a Ashtoreth? Lo tocó con dedos humedecidos por el sudor.
La puerta se abrió y se topó con un enorme negro con camisa y pantalones de estilo asiático: un varón entero, quizás un empleado y no un esclavo, capaz de echar a cualquiera que su patrona considerara objetable.
—Cristo sea contigo, kyrie. ¿Puedo preguntar qué deseas?
—Mi nombre es Cadoc ap Rhys. Alheñáis me aguarda. —El visitante entregó el pergamino de identificación que le habían dado cuando pagó el precio al agente. Esa mujer tenía primero que decidir si era suficientemente refinado, y aun asile había dicho que no tendría tiempo disponible en una semana. Cadoc entregó al portero un besante de oro: una extravagancia, quizá, pero le convenía causar buena impresión.
Por cierto le granjeó deferencia. Entre los gorjeos de una nube de muchachas bonitas y eunucos, atravesó una antecámara ricamente amueblada, cuyas paredes estaban adornadas con escenas discretamente eróticas, y subió por una suntuosa escalera hasta la cámara exterior de una habitación. Estaba revestida de terciopelo rojo, con una alfombra oriental con motivos florales. Las sillas flanqueaban una mesa de ébano incrustado donde había una jarra de vino, copas de vidrio tallado, bandejas con golosinas, dátiles y naranjas. Una luz opaca atravesaba las pequeñas ventanas, pero ardían velas en muchos candelabros. Un incensario de oro impregnaba el aire de un aroma dulzón. En una jaula de plata había una alondra.
En esa sala estaba, Athenais, quien dejó a un lado el arpa que estaba tocando.
—Bienvenido, kyrie Cadoc de muy lejos —dijo con voz suave y educada, tan musical como las cuerdas que tañía—. Dos veces bienvenido, pues traes noticias sobre maravillas, como una brisa fresca.
Él hizo una reverencia.
—Mi señora es demasiado gentil con un pobre viajero.
Entretanto, la evaluó con tanta atención como si fuera una enemiga. Ella estaba sentada en un diván, tendida contra el respaldo blanco y oro, con una bata que realzaba en vez de mostrar. Tenía la inteligencia de enfatizar su persona, no su riqueza, y su espíritu más que su persona. Su figura era magnífica en un voluptuoso estilo oriental, pero Cadoc juzgó que también era ágil y fuerte. El rostro era simplemente elegante: ancho, de nariz recta, labios carnosos, ojos castaños bajo cejas arqueadas, pelo negro azulado recogido sobre la tez bronceada. No había conseguido esa casa gracias a su aspecto, sino gracias al conocimiento, la astucia, la percepción, fruto de una larga experiencia.
La risa de Athenais campanilleó.
—¡Ningún hombre pobre entra aquí! Ven, siéntate, toma algo. Conozcámonos. Había oído que ella nunca se apresuraba a entrar en el dormitorio, a menos que los clientes insistieran, y a éstos rara vez los recibía de nuevo. La conversación y la seducción formaban parte de un deleite que, según la fama, tenía una culminación incomparable.
—He visto maravillas, sí —declaró Cadoc—, pero hoy veo la mejor de todas. —Permitió que un sirviente le quitara la prenda de abrigo y se sentó junto a ella. Una muchacha se arrodilló para llenarles las copas. Ante un ademán de Alheñáis, todos los sirvientes se marcharon.
Ella parpadeó antes de continuar:
—Algunos hombres de Britannia son más refinados de lo que sugieren los rumores —murmuró—. ¿Vienes directamente de allá? —Él observó la agudeza de esa mirada tímida y supo que también ella lo estaba evaluando. Si quería una mujer que tuviera algo más que una boca, eso es lo que ella ofrecía.
Por lo tanto…
Le tembló el pulso. La miró, bebió un sorbo del exquisito vino y sonrió con un aplomo que era fruto de los siglos.
—No —dijo—, hace tiempo que no estoy en Britannia, o Inglaterra y Gales, como hoy la llaman. Aunque le dije a tu criada que ése era mi país cuando ella me preguntó, en realidad no soy de allá. Ni de ninguna otra parte, de hecho, en mi última visita oí rumores sobre ti que me hicieron regresar tan pronto como pude.
Ella iba a responder, se interrumpió y lo escrutó con mirada felina demasiado hábil para exclamar: «¡Zalamero!»
Él sonrió calculadamente.
—Debo decir que tus… visitantes… incluyen a algunos con diversas peculiaridades. Los gratificas o no según tu inclinación. Has de haber luchado duramente para ganar esta independencia. Pues bien, ¿complacerás mi capricho? Es del todo inofensivo. Sólo deseo hablar contigo un corto rato. Me gustaría contarte una historia. Quizá te resulte divertida. Eso es todo. ¿Me permites?
Ella no logró ocultar su tensión.
—He oído muchas historias, kyrie. Continúa.
Él se recostó y habló con soltura mirando hacia delante, observándola por el rabillo del ojo.
—Es la clase de historia que inventan los marineros durante las noches de vigilia o en las tabernas de la costa. Alude a un marino, aunque después hizo muchas otras cosas. Se creía un hombre común de su pueblo. Eso creían todos los demás. Pero poco a poco, año a año, notó algo muy raro en él. No enfermaba ni envejecía. Su esposa se hizo vieja y murió, sus hijos encanecieron, los hijos de ellos engendraron y criaron hijos y también fueron presa del tiempo, pero en este hombre nada cambió desde la tercera década de su vida. ¿No es notable?
Notó con satisfacción que la había atrapado. Athenais lo miraba con intensidad.
—Al principio parecía una bendición de los dioses. Pero el hombre no demostraba otros poderes, ni realizó actos especiales. Aunque hizo costosos sacrificios y luego, al borde de la desesperación, consultó a costosos magos, no obtuvo ninguna revelación, ni recibió ningún solaz cuando sus seres amados morían. Entretanto, el lento crecimiento del asombro entre su gente se transformó, con igual lentitud, en envidia, en temor, en odio. ¿Qué había hecho para merecer esa condena, o qué había vendido para recibir ese don? ¿Qué era él? ¿Hechicero, demonio, cadáver ambulante, qué? Apenas logró evadir los atentados contra su vida. Al fin las autoridades decidieron investigarlo y condenarlo a muerte. Sabía que podían herirlo, aunque se recobrase deprisa, y estaba seguro de que las peores heridas le resultarían tan fatales como a los demás. A pesar de su soledad, era un joven que amaba la vida y deseaba disfrutarla.
«Durante cientos de años ambuló por la faz de la Tierra. A menudo se dejó abrumar por la añoranza y se instaló en alguna parte, se casó, crió una familia, vivió como los mortales. Pero siempre debía perderlos, y al cabo de un tiempo desaparecer. En los intervalos, es decir casi siempre, buscaba oficios donde los hombres van y vienen inadvertidos. El de marino era uno de ellos, y lo ejerció en muchas partes del mundo. Siempre buscaba a otros iguales a él. ¿Era único en toda la creación? ¿O simplemente su especie era muy rara? Aquellos a quienes el infortunio o la malicia no destruían al principio sin duda aprendían a permanecer ocultos, como él. Pero si era así, ¿cómo los encontraría, o cómo lo encontrarían a él?
»Y si ésta era una suerte cruel y frágil, cuanto peor debía de ser para una mujer. ¿Qué podía hacer? Sin duda sólo las más fuertes y sagaces sobrevivían. ¿Cómo?
»¿Interesa ese enigma a mi señora?
Bebió vino, buscando un poco de serenidad. Ella miraba el vacío. El silencio se prolongó.
Al fin ella inhaló, lo miró a los ojos y dijo lentamente.
—Una historia muy curiosa, kyrie Cadoc.
—Una mera historia, desde luego, una fantasía para entretenerte. No me interesa que me encierren por loco.
—Comprendo. —Una sonrisa le cruzó el semblante—. Por favor, continúa. ¿Ese inmortal encontró alguna vez a otros?
—Eso queda por contarse, señora.
—Entiendo —asintió ella—. Pero háblame más de él. Todavía es una sombra para mí. ¿Dónde nació y cuándo?
—Imaginemos que fue en la antigua Tiro. Era un niño cuando el rey Hiram ayudó al rey Salomón a construir el templo de Jerusalén.
—¡Hace mucho tiempo! —jadeó ella.
—Dos mil años, creo. Él perdió la cuenta, y luego intentó consultar los documentos, que eran fragmentarios y contradictorios. No importa.
—¿Conoció al… Salvador? —susurró ella.
Él suspiró y meneó la cabeza.
—No, en ese momento estaba en otra parte. Vio ir y venir muchos dioses. Y reyes, naciones, historias. Por fuerza vivió entre ellos, con nombres adecuados, mientras ellos duraban y hasta que perecían. Nombres que se volvieron borrosos, como los años. Fue Hanno, Ithobaal, Snefru, Phaon, Shlomo, Rashid, Gobor, Flavio Lugo y muchos más de los que puede recordar.
Ella se irguió en el diván, como dispuesta a brincar, ya hacia él o para huir de él.
—¿Estará Cadoc entre esos nombres? —preguntó con voz gutural.
Él se mantuvo sentado, se reclinó, pero la miró a los ojos.
—Tal vez, así como una dama pudo haberse llamado Zoe, y antes Eudoxia, y antes…, nombres que quizás aún se puedan descubrir.
Ella se estremeció.
—¿ Qué quieres de mí ?
Él dejó la copa, sonrió, extendió las manos con las palmas para arriba y le dijo con voz muy suave:
—Lo que quieras ofrecer. Tal vez nada. ¿Cómo puedo obligarte, en el remoto caso de que ése fuera mi deseo? Si te desagradan los lunáticos inofensivos, no tienes que volver a verme ni oír hablar de mí.
—¿Qué… estás… dispuesto a ofrecer?
—Una fe compartida y duradera. Ayuda, consejo, protección, el final de la soledad. He aprendido mucho sobre la supervivencia, y prospero casi siempre, y tengo mis ahorros para los malos tiempos. En este momento dispongo de una modesta fortuna. Más importante aún, soy leal a mis amigos y prefiero ser el amante de una mujer y no su amo. Quién sabe. Tal vez los hijos de dos inmortales también lo sean.
Ella lo estudió unos instantes.
—Pero siempre te guardas algo, ¿verdad?
—Un hábito fenicio, fortalecido por una vida de desarraigo. Podría abandonarlo.
—Nunca fue mi estilo —jadeó ella, acercándose.
Estaban recostados contra las almohadas en el cabezal de la enorme cama. La conversación florecía como una planta en primavera. De vez en cuando, ahora que había pasado el frenesí, se acariciaban con suavidad. Un sopor los dominaba entre los olores del incienso y del amor, pero sus mentes despertaban. Hablaban con calma, con ternura.
—Hace cuatrocientos años fui Aliyat en Palmira —dijo ella—. ¿Y tú, en tu antigua Fenicia?
—Mi nombre de nacimiento era Hanno —respondió—. Lo usé a menudo, después, hasta que murió en todas las lenguas.
—Qué aventuras debes de haber tenido.
—Y tú.
Ella hizo una mueca.
—Preferiría no hablar de ello.
—¿Estás avergonzada? —Él le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo—. No lo estés —añadió con tono grave—. Yo no lo estoy. Hemos sobrevivido con los medios que eran necesarios. Todo eso ha pasado. Deja que se pierda en las tinieblas junto con las ruinas de Babilonia. Pertenecemos a nuestro futuro.
—¿No me encuentras… pecaminosa?
—Sospecho que si ambos habláramos con franqueza de nuestro pasado —sonrió—, serías tú quien se escandalizaría.
—¿Y no temes la maldición de Dios?
—He aprendido mucho en dos mil años, pero nada sobre ningún Dios, excepto que surgen, cambian, envejecen y mueren. Si hay algo más allá del universo, dudo que se interese por nosotros.
Temblaron lágrimas en las pestañas de Alheñáis.
—Eres fuerte y amable, —se acurrucó contra él—. Habíame de ti.
—Eso llevaría un tiempo. Me daría sed.
Ella cogió una campanilla y la agitó.
—Podemos solucionarlo —dijo con una sonrisa fugaz—.Tienes razón, sin embargo. Tenemos todo el futuro para explorar nuestro pasado. Habíame primero de Cadoc. Necesito comprenderlo, para que tracemos nuestros planes.
—Bien, todo comenzó cuando la Vieja Roma se marchó de Britannia… No, espera, he olvidado algo, en medio de tanta alegría. Primero debe hablarte de Rufus.
Entró una criada. Agachó la vista, aunque no parecía turbada por los dos cuerpos desnudos. Athenais ordenó que le trajeran el vino y los refrigerios de la antecámara. Entretanto Cadoc ordenó sus pensamientos. Cuando estuvieron a solas, describió a su compañero.
—Pobre Rufus —suspiró ella—. Cómo te envidiará.
—Oh, espero que no —replicó Cadoc—. Está habituado a ser mi subalterno. A cambio, yo pienso por él. Si come, bebe y copula lo suficiente, está satisfecho.
—Entonces no ha sido un bálsamo para tu soledad —murmuró Alheñáis.
—No mucho. Pero le debo la vida, pues me ha salvado varias veces, y por lo tanto el esplendor de este día.
—Canalla adulador. —Athenais le dio un beso y él hundió el rostro en su cabellera fragante hasta que ella le dio una copa de vino y un tentempié y lo invitó a continuar.
—Los britanos del oeste conservaron algún vestigio de civilización. Sí, con frecuencia pensé en venir aquí, pues sabía que el Imperio continuaba. Pero por mucho tiempo no tuve perspectivas de llegar con algún dinero, de llegar siquiera. Entretanto, la vida entre los britanos no era tan mala. Había llegado a conocerlos. Era muy fácil cambiar de identidad y estar económicamente desahogado. Podía esperar a que los ingleses, los francos y los normandos adquirieran hábitos más corteses, a que la civilización renaciera en Europa. Después de eso, como he dicho, la ruta comercial rusa me permitió vivir bien y conocer a una variedad de personas, tanto durante el viaje como aquí, en el mundo mediterráneo. Comprenderás que ésa era mi única esperanza de encontrar a alguien igual a mí. Sin duda has abrigado la misma esperanza. Athenais… Aliyat.
—Hasta que se volvió muy dolorosa —respondió ella con un hilo de voz.
Él le besó la mejilla, y ella le acercó los labios y susurró:
—Ahora ha terminado. Me encontraste. Trato de creer que esto es real.
—Lo es, y haremos que lo siga siendo.
Con un sentido práctico que indicaba inteligencia, ella preguntó:
—¿Qué propones que hagamos?
—Bien —dijo él—, de todos modos era hora de que yo terminara con Cadoc. Ha estado en escena más de la cuenta; algunos viejos conocidos pueden empezar a hacer preguntas. Además, desde que el duque normando se nombró a sí mismo rey de Inglaterra, cada vez más jóvenes ingleses descontentos vienen al sur para unirse a la guardia del emperador Varangiano. Los que han oído hablar de Cadoc sabrían cuan improbable es que un galés realice tráfico de esta clase.
»Pero aún, cuando el señor ruso Yaroslav murió, el reino se dividió entre los hijos, y ahora están distanciándose. Los bárbaros de las planicies aprovechan la situación. Las rutas son peligrosas. Es posible que los rusos vuelvan a atacar Constantinopla, y eso afectaría el comercio más que nunca. Recuerdo bien las dificultades que causaron incursiones anteriores.
»Así, dejemos que Athenais y Cadoc se retiren de sus respectivos oficios, alejémonos y no veamos más a nuestros conocidos. Primero, naturalmente, Aliyat y Hanno habrán liquidado sus pertenencias.
Ella frunció el ceño.
—Hablas como si quisieras abandonar Constantinopla. ¿Debemos hacerlo? Es la reina del mundo.
—No lo será para siempre —dijo sombríamente Cadoc.
Ella lo miró con asombro.
—Piensa —dijo Cadoc—. Los normandos han tomado el último baluarte imperial en Italia. Los sarracenos dominan todo el sur desde España hasta Siria. Últimamente no han sido hostiles. Sin embargo, la derrota imperial del año pasado en Manzikert fue algo más que un desastre militar que provocó un abrupto cambio de emperadores. Los turcos ya habían capturado Armenia. Ahora Anatolia está abierta para ellos. Dependerá de que el imperio pueda defender contra ellos el litoral jónico. Entretanto, el descontento cunde en las provincias balcánicas y los normandos se aventuran hacia el este. Aquí el comercio mengua, crecen la pobreza y los disturbios, la corrupción de la corte otorga poder a los incompetentes. Oh, quizá la catástrofe tarde un tiempo en caer sobre Nueva Roma. Pero larguémonos antes de que suceda.
—¿Adonde? ¿Hay algún sitio seguro y decente?
—Bien, algunas capitales musulmanas son brillantes. He oído que hacia el este un emperador gobierna un reino vasto, apacible y glorioso. Pero es gente extraña; los caminos que llegan allá son largos y peligrosos. El oeste de Europa sería más fácil, pero todavía es turbulento y retrógrado. Además, desde que un cisma dividió las iglesias, la vida allá ha sido dura para la gente de países ortodoxos. Tendríamos que convertirnos públicamente al catolicismo, y no nos conviene llamar la atención de esa manera. No, creo que sería mejor permanecer dentro del Imperio Romano por un par de siglos. En Grecia nadie nos conoce.
—¿Grecia? ¿No se ha vuelto bárbara?
—No tanto. Hay una densa población de eslavos en el norte y de valacos en Tesalia, mientras que los normandos causan estragos en el mar Egeo. Pero las ciudades como Tebas y Corinto son prósperas y están bien defendidas. Un bello país, lleno de recuerdos. Ahí podemos ser felices.
Cadoc enarcó las cejas.
—¿Pero tú no has pensado en ello? —continuó—. A lo sumo habrías podido quedarte aquí diez años. Luego tendrías que retirarte, antes de que los hombres notaran que no envejeces. Y siendo una figura pública tan notoria, no podrías quedarte aquí.
—Es verdad. —Alheñáis sonrió—. Me proponía anunciar que había cambiado de opinión, me arrepentía de mi maldad y me marcharía para iniciar una nueva vida de pobreza, plegaria y buenas obras. Ya había hecho los arreglos necesarios para transportar a toda prisa mi fortuna, por si tenía que escapar de repente. A fin de cuentas, así ha sido mi vida, largarme de un lugar para empezar de nuevo en otro.
Él frunció el ceño.
—¿Siempre así?
—La necesidad me obliga —respondió ella con tristeza—. No tengo predisposición para ser monja ni ermitaña. A menudo digo que soy una viuda acaudalada, pero al fin el dinero se acaba, a menos que disturbios, guerras, saqueos o pestes traigan la ruina primero. Una mujer no puede invertir su dinero como un hombre. Cuando tengo problemas, debo comenzar desde abajo y… trabajar para ahorrar y ser complaciente para estar en mejor posición.
Cadoc sonrió con amargura.
—Mi vida también fue así.
—Un hombre tiene más opciones. —Ella hizo una pausa—. Estudio las cosas de antemano. Estoy de acuerdo, Corinto será lo mejor para nosotros.
—¿Qué? —dijo Cadoc, irguiéndose con asombro—. ¿Me dejaste divagar acerca de algo que conocías perfectamente bien?
—Los hombres tienen que alardear de su sagacidad.
Cadoc se echó a reír.
—¡Magnífico! Una mujer que pueda llevarme de la nariz…, ésa es la mujer con quien me quedaré para siempre. —Se calmó—. Pero ahora debemos actuar cuanto antes. De inmediato, a ser posible. Salgamos de esta… inmundicia para ir al primer hogar que cualquiera de ambos ha tenido desde…
Ella le apoyó los dedos en los labios.
—Calma, amor —murmuró—. Si tan sólo pudiera ser así. Pero no podemos desaparecer y nada más.
—¿Porqué no?
—Llamaría la atención —suspiró ella—. Por lo menos, a mí me buscarían. Hay nombres muy encumbrados que se interesan en mí, que temerían una mala pasada de mi parte. Si nos buscaran… No. —Apretó el puño—. Debemos seguir fingiendo. Una vez más, tal vez, mientras preparo el terreno hablando de un… peregrinaje, algo por el estilo.
Él sólo habló al cabo de unos instantes.
—Bien, un mes, cuando nos quedan siglos…
—Para mí, será el mes más largo que jamás conocí. Pero entretanto nos veremos, ¿verdad?
—Desde luego.
—Odio hacerte pagar, pero comprenderás que debo hacerlo. De todos modos, el dinero será de ambos cuando seamos libres.
—Sí, tenemos que hacer planes, preparativos.
—Espera hasta la próxima vez. El tiempo que tenemos hoy es muy breve. Luego debo prepararme para el próximo hombre.
Él se mordió el labio.
—¿No puedes decir que estás enferma?
—Mejor no. Es uno de los más importantes; su buena voluntad puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Bardas Manasses, un manglahites de la plana mayor de los archiestrategos.
—Sí, un militar de alto rango. Entiendo.
—Oh, querido, no te mortifiques. —Athenais lo abrazó—. No sufras. Olvídate de todo salvo de nosotros dos. Aún tenemos una hora en el paraíso.
Era tan experta, hábil y excitante como contaban los hombres.
Una pequeña procesión cruzó el puente del Cuerno y se acercó a la Puerta de Blaquerna. Eran cuatro rusos, dos normandos y un par de otra raza. Los rusos llevaban un pesado corre, colgado de dos varas. Los normandos eran de la Guardia Varangiana, con yelmo y cota de malla, hachas al hombro. Aunque era obvio que estaban ganando un dinero extra custodiando una carga valiosa, también era obvio que lo hacían con autorización oficial, y los centinelas dejaron pasar al grupo.
Continuaron por las calles que había al pie de la muralla de la ciudad. Las almenas y el cielo se alzaban sobre ellos. La mañana aún era joven y las sombras eran profundas, casi heladas después del resplandor del agua. Las mansiones de los ricos quedaron atrás y los hombres entraron en el más humilde y atareado distrito de Phanar.
—Esto es una necedad —gruñó Rufus en latín—. Incluso has vendido el barco, ¿verdad? Hiciste un mal negocio, por lo rápido que te deshiciste de todo.
—Transformándolo en oro, gemas, riqueza portátil —corrigió Cadoc alegremente, en la misma lengua. Aunque no había razones para desconfiar de la escolta, la cautela formaba parte de su espíritu—. Partiremos dentro de un par de semanas, ¿lo has olvidado?
—Pero entretanto…
—Entretanto estará a buen recaudo, en un sitio donde podemos sacarlo en cualquier momento del día o de la noche sin aviso previo. Has pasado mucho tiempo preocupándote cuando no te estabas embriagando, amigo. ¿Nunca me escuchas? Aliyat preparó esto. —¿Qué dijo a los poderosos para que todo resultara tan fácil?
Cadoc sonrió.
—Que le insinué que yo haría un magnífico trato con ciertos poderosos…, un trato del que estos hombres sacarán buen provecho si me ayudan. Las mujeres también aprenden a vérselas con el mundo.
Rufus rezongó.
El edificio donde Petros Simonides, joyero, vivía y tenía su tienda, era modesto. Sin embargo, Cadoc sabía desde tiempo atrás qué negocios se efectuaban allí, además de las actividades visibles. A varios miembros de la corte imperial les resultaba útil que las autoridades hicieran la vista gorda. Petros recibió jovialmente a los visitantes. Un par de matones a quienes llamaba sobrinos, aunque no se le parecían en absoluto, los ayudaron a llevar el cofre al sótano y guardarlo detrás de un panel falso. Cadoc pagó y declinó la hospitalidad pretextando que tenía prisa. Regresó con sus hombres a la calle.
—Bien, Arnulf, Sviatopolk, a todos vosotros, gracias —dijo—. Ahora podéis ir donde os guste. Recordad que debéis guardar silencio. Eso no os impedirá beber por mi salud y buena fortuna. —Les entregó una generosa propina. Los marineros y soldados partieron satisfechos.
—¿No crees que el vino y la comida de Petros sean buenos?,—preguntó Rufus.
—Sin duda lo son —dijo Cadoc—, pero tengo prisa. Athenais ha reservado la tarde entera para mí, y primero quiero prepararme bien en los baños.
—¡Ja! Como todo este tiempo desde que la conociste. Nunca te había visto enamorado. Pareces un quinceañero.
—Me siento renacido —murmuró Cadoc. Miró más allá del ajetreo que lo rodeaba—. También tú te sentirás así, cuando encontremos a tu verdadera esposa.
—Con mi suerte, será una marrana.
Cadoc rió, palmeó a Rufus en la espalda y le deslizó un besante en la única palma.
—Ve a ahogar ese ánimo sombrío. Mejor aún, échalo fuera con una mujerzuela fogosa.
—Gracias. —Rufus no cambió el semblante—. Estos días estás muy generoso.
—Una extraña cualidad de la alegría pura —dijo Cadoc—. Uno desea compartirla. —Echó a andar, silbando. Rufus, con los hombros encorvados, lo siguió con la mirada.
Las estrellas y la luna daban buena luz. Las silenciosas calles estaban desiertas. A veces pasaba una patrulla y el fulgor de un farol bañaba el metal, encarnación de ese poder que mantenía la paz en la ciudad. Un hombre podía caminar tranquilo.
Cadoc bebió el aire nocturno. El calor era menos sofocante, y el humo, el polvo, los hedores y las pestilencias habían disminuido. Al acercarse al Kontoskalion, olió a brea y sonrió. Los olores evocaban recuerdos. Una galera en el puerto egipcio de Sor, curtida por fabulosos mares, y su padre junto a él, cogiéndole la mano… Se llevó esa misma mano a la nariz. El vello le hizo cosquillas en el labio. Un aroma de jazmín, el perfume de Aliyat, y quizás un dejo de su dulzura. Se habían dado un largo beso de despedida.
Y sentía una dichosa fatiga. Rió entre dientes. A su llegada, ella había dicho que el gran Bardas Manasses le había enviado un mensaje: no podría visitarla esa noche según lo planeado, así que ella y su amado tendrían tiempo de más, un obsequio de Afrodita. «He descubierto qué significa fuerza inmortal», ronroneó ella al fin, abrazada a Cadoc.
Cadoc bostezó. Dormiría bien. Si tan sólo pudiera tenerla al lado… Pero los sirvientes ya habían notado que ella sentía predilección por ese extranjero. Era mejor no llamar la atención. Los chismes podían llegar a oídos inconvenientes.
¡Pero pronto, pronto!
De golpe se ahondó la oscuridad. Había tomado por una calleja, cerca del puerto y de su posada. A ambos costados se erguían altas paredes de ladrillo, dejando arriba un retazo de cielo. Anduvo más despacio, para no tropezar con nada. El silencio también era profundo. ¿Pisadas a sus espaldas? Recordó que varias veces había entrevisto la misma figura encapuchada. ¿Era mera coincidencia que siguieran el mismo rumbo?
Un destello de luz, un farol en un callejón le cegó por un instante.
—¡Es él! —oyó. Tres hombres salieron del callejón y resplandeció una espada.
Cadoc dio un salto atrás. Los hombres se desplegaron, derecha, izquierda, frente. Lo tenían arrinconado contra una pared.
Desenvainó el cuchillo. Dos de los atacantes portaban armas similares. No gastó saliva en gritos de protesta ni en pedir auxilio. Si no podía salvarse solo, era hombre muerto. Se desabrochó la túnica con la mano izquierda.
El espadachín se lanzó al ataque. El farol, que había quedado en la boca del callejón, lo transformaba en una sombra, pero Cadoc le vio un destello de luz en la cadera. Tenía una cota de malla. El acero susurró. Cadoc se movió a un costado. Arrojó la túnica contra la cara invisible, arrancándole una maldición y desviando el arma. Cadoc saltó a la derecha. Esperaba esquivar al que estaba allí, pero el sujeto era hábil y le cerró el paso. Lo atacó con la daga. Cadoc habría recibido la puñalada en el vientre si no hubiera contado con su vigor de inmortal. Detuvo el golpe con el cuchillo y retrocedió.
Los ladrillos le mordieron la espalda. Estaba acorralado, pero se defendió. Los dos hombres con dagas recularon. El espadachín se dispuso a atacar de nuevo.
Se oyeron sandalias sobre adoquines. La luz centelleó sobre una barba cobriza. El garfio de Rufus se hundió en la garganta del espadachín. Rufus movió el garfio salvajemente. El hombre soltó la espada, se agarró al garfio, cayó de rodillas. Soltó un graznido a través de la sangre.
Cadoc se agachó, cogió la espada y se irguió. No manejaba muy bien ese arma, pero había tratado de dominar todas las artes de la lucha a través de los siglos. Uno de los contrincantes se apartó. Cadoc giró a tiempo para detener al segundo, que estaba a sus espaldas. La hoja dio contra un brazo, haciendo crujir el hueso. El hombre gritó, trastabilló y huyó.
Gruñendo, Rufus extrajo el garfio y fue en busca del otro atacante, que también desapareció en la noche. Rufus se detuvo y dio media vuelta.
—¿Estás herido?—jadeó.
—No. —Cadoc también estaba sin aliento. Le martilleaba el corazón. Pero tenía la mente fría y despejada como hielo flotando en el mar de Thule. Miró al hombre con cota de malla, quien se contorsionaba entre gemidos y perdía mucha sangre—. Vámonos… antes de que… alguien venga. —Tiró la espada delatora.
—¿A la posada?
—No. —Cadoc echó a trotar. Recobró el aliento, se le apaciguó el pulso—. Éstos me conocían. Por lo tanto, sabían dónde esperar y deben de saber dónde me alojo. Quien los haya enviado querrá intentarlo de nuevo.
—Pensé que sería buena idea seguirte. Dejaste un buen tesoro en casa de ese cerdo de Phanar.
—No debería enorgullecerme de mi inteligencia —dijo el consternado Cadoc—. Tú has demostrado mucha más que yo.
—Bah, estás enamorado y eso es peor que estar ebrio. ¿Adonde vamos? Supongo que las calles principales son seguras. Quizá podamos despertar a otro posadero. Yo tengo suficiente dinero, si tú no tienes.
Cadoc meneó la cabeza. Habían salido a una avenida, desnuda y opaca bajo la luna.
—No. Vagaremos hasta el amanecer, luego nos mezclaremos con gente que salga de la ciudad. Éstos no eran vulgares matones, ni siquiera asesinos a sueldo. Armadura, espada…, por lo menos uno de ellos era un soldado imperial.
Vsevolod el Gordo, una eminencia entre los mercaderes rusos, poseía una casa en San Mamo. Era pequeña, pues sólo la usaba cuando estaba en Constantinopla, pero estaba adornada con opulencia bárbara y, durante sus estancias, con un par de mujerzuelas. Los sirvientes eran parientes jóvenes de Vsevolod, y se podía confiar en su lealtad. Arriba había una habitación disimulada.
Entró en ella al terminar el día. La barba entrecana le llegaba hasta el vientre que hinchaba la túnica bordada. Llevaba una jarra.
—He traído vino —saludó— Barato, pero abundante. Pues lo querréis abundante, sin fijaros en la calidad. —Se lo dio a Cadoc.
Éste se levantó sin prestar atención. Rufus cogió la jarra y se la llevó a la boca. Había roncado durante horas, mientras Cadoc caminaba entre las paredes desnudas o miraba el Cuerno de Oro y la ciudad de muchas cúpulas por la ventana.
—¿Qué has averiguado, Vsevolod Izyaslavev? —preguntó Cadoc en ruso.
El mercader se desplomó en la cama, haciéndola crujir.
—Malas noticias —dijo—. Fui a la tienda de Petros Simonides y hallé guardias apostados. Me costó sonsacarles una respuesta franca, y de todos modos no saben nada. Pero dicen que lo arrestaron para interrogarlo. —Un suspiro, como un viento estepario—. Si eso es verdad, si no lo dejan salir, adiós a la mejor agencia de contrabando que he tenido. ¡Ah, santos misericordiosos, ayudad a un pobre viejo a ganar el pan de su esposa y sus hijos!
—¿Y qué hay de mí?
—¿No entiendes, Cadoc Rhysev? No me atreví a insistir demasiado. No soy joven como tú. El coraje se ha ido con la juventud y el vigor. Recuerda al Señor, en estos días felices de tu vida, antes de que te agobien la edad y el pesar. Pero he hablado con un capitán de la guardia a quien conozco. Sí, es como temías, te están buscando. No sabe por qué, pero mencionó una trifulca cerca de tu posada y la muerte de un hombre. Lo cual ya sabía, por lo que me contaste.
—Eso pensaba —dijo Cadoc—. Gracias.
Rufus dejó la jarra.
—¿Qué nacemos? —rezongó. —Será mejor que os quedéis aquí, donde habéis buscado refugio —replicó Vsevolod—. Pronto volveré a Chernigov. Podéis venir conmigo. Los griegos no os conocerán en mi nave. Tal vez te disfrace e bella esclava circasiana, ¿eh, Rufus? —Soltó una risotada.
—No podemos pagarte el pasaje —dijo Cadoc.
—No importa. Eres mi amigo, mi hermano en Cristo. Confío en que me pagarás más tarde. Treinta por ciento de interés, ¿de acuerdo? Y cuéntame cómo te metiste en este aprieto. Me serviría de advertencia.
Cadoc asintió.
—Te lo contaré una vez que hayamos salido.
—Bien. —Vsevolod echó una ojeada a sus huéspedes—. Creí que esta noche pasaríamos un momento alegre y nos embriagaríamos, pero no estás de ánimo. Sí, es una pena perder tanto dinero. Os haré enviar la cena. Nos veremos mañana. Dios alegre vuestro sueño. —Se levantó y salió con torpeza, cerrando el panel.
Constantinopla era una sombra azul sobre las aguas doradas, contra el poniente rojizo. La penumbra inundó la habitación de San Mamo. Cadoc cogió la jarra de vino, bebió un sorbo, la dejó.
—¿De veras vas a contárselo? —preguntó Rufus.
—Oh, no. No la verdad. —Ahora hablaban en latín—. Inventaré una historia creíble y eso no le causará daño. Algo sobre un funcionario que decidió deshacerse de mí y apoderarse del oro en vez de esperar su parte de la ganancia.
—Ese cerdo también podría estar celoso —sugirió Rufus—. Quizá Vsevolod sepa que veías a Alheñáis.
—De todos modos tengo que inventar una historia —dijo Cadoc con voz quebrada—. Yo mismo no sé qué sucedió.
—¿Ah, no? Vaya, está claro como el agua. Esa zorra le habló a uno de sus clientes. Te hubieran cerrado el pico para siempre, y después me habrían buscado a mí para apoderarse del dinero. Tal vez ella tenga influencia sobre algún sujeto del gobierno, puede que sepa algo sobre él. O tal vez él se contentó con nacerte el favor y recibir su parte. Tuvimos suerte de salir vivos, pero ella ha ganado. Nos persiguen. Si queremos conservar el pellejo, no regresaremos en veinticinco años. —Rufus bebió un trago de vino—. Olvídala.
Cadoc dio un puñetazo contra la pared. El yeso se rajó y cayó.
—¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo?
—Ah, fue fácil. Tú mismo le armaste la trampa. —Rufus dio unas palmadas al hombro de Cadoc—. No te sientas mal. En una generación ganarás otro cofre de oro.
—¿Por qué? —Cadoc se apoyó en la pared, hundiendo la cara en el brazo.
Rufus se encogió de hombros.
—Una puta es una puta.
—No, pero ella… es inmortal…, le ofrecí… —Cadoc no pudo continuar.
Rufus apretó los labios en la oscuridad.
—Deberías entenderlo. Piensas mejor que yo cuando te lo propones. ¿Cuánto tiempo hace que es lo que es? ¿Cuatrocientos años, dijiste? Bien, eso significa muchos hombres. ¿Mil por año? Tal vez menos hoy en día, pero puede que antes más.
—Ella me dijo que se toma… tantas libertades como puede… en la vida…
—Eso te demuestra cuánto le gusta. Tú sabes qué quieren los hombres de una puta. Y todas las veces que una mujer es maltratada, asaltada, pateada, aporreada y abandonada… ¿Crees que puede dejar eso en un bote de basura? Cuatrocientos años, Lugo. ¿Qué crees que siente por los hombres? Y nunca llegaría a verte envejecer.