III. El camarada

1

Una nave estaba cargando en el muelle Claudiano. Era grande para tratarse de un buque oceánico, con dos mástiles y el vientre negro y redondo con capacidad para unas quinientas toneladas. El dorado codaste, curvado sobre la cabeza y el cuello de cisne que adornaban la popa, también hablaba de riqueza. Luego se acercó para curiosear. Andaba por allí y había resuelto desviarse para ver qué novedades había en puerto. Siempre intentaba estar al corriente de todo lo que pasaba a su alrededor.

Los estibadores eran esclavos. Aunque era una mañana fresca, los cuerpos relucían y apestaban a sudor mientras subían ánforas por la plancha, dos hombres por vasija. La brisa del río mezclaba el olor de la brea fresca del barco con el de los esclavos. Lugo se acercó al capataz.

—El Nerida —contestó el capataz—, con vino, cristal, sedas y no sé qué más, para Britania. El capitán quiere coger la primera marea de mañana. ¡Eh, tú! —El látigo restalló sobre una espalda desnuda. Era de una sola cola y no tenía puntas, pero trazó una marca entre la clavícula y el taparrabo—. ¡Muévete! —El esclavo lo miró con furia resignada y se dirigió no sin dificultad hacia el siguiente fardo—. Hay que mantenerlos alerta —explicó el capataz—. Se ablandan y se ponen perezosos cuando remolonean. No son suficientes —suspiró—. En estos malos tiempos, puedes despedir a un hombre libre para llamarlo cuando lo necesitas. Pero la gente que ocupa su puesto de por vida…

—Me asombra que esta nave pueda zarpar —dijo Lugo—. ¿No atraerá piratas como un cadáver a las moscas? He oído que los sajones y escoceses arrasan las costas de Armórica.

—La Casa de los Cielos siempre fue inescrutable, y supongo que aguardan pingües beneficios a los pocos que se atrevan a navegar —respondió el capataz.

Luego asintió, se acarició la barbilla y murmuró:

—Es cierto que los ladrones del mar buscan su botín en tierra. Sin duda el Nereida llevará guardias, además de una tripulación bien armada. Aunque ataquen varios buques bárbaros, quizá los escoceses no puedan escalar esa alta borda desde sus carracas, y con el menor viento esta nave puede dejar a la zaga a las galeras sajonas.

—Hablas como marinero, pero no lo pareces. —El capataz lo miró con mayor atención, pues la suspicacia estaba en el orden del día. Vio a un hombre juvenil y musculoso de talla media, cara angosta y pómulos altos, nariz curva, ojos castaños un tanto oblicuos; pelo negro y barba pulcramente recortada, a la moda; túnica limpia y blanca, capa azul con cogulla echada hacia atrás; sandalias fuertes y un cayado en la mano, aunque caminaba con agilidad.

Lugo se encogió de hombros.

—Conozco el mundo. Y me agrada hablar con la gente. Contigo por ejemplo. —Sonrió—. Gracias por satisfacer mi enorme curiosidad, y que tengas un buen día.

—Ve con Dios —contestó el capataz, desarmado, volviéndose hacia los esclavos.

Lugo continuó su paseo. Cuando llegó a la puerta siguiente, se detuvo para admirar el paisaje del este. Sus pestañas atraparon la luz del sol y formaron franjas irisadas.

Ante él se extendía el Garumna, en su camino hacia la confluencia con el Duranius, su estuario común y el mar. En la brillante extensión de agua se mecían varios botes de remo, un pesquero que bogaba corriente arriba con su carga, una gárrula vela sobre un bote alargado. Las tierras de la otra margen eran bajas e intensamente verdes; vio los pardos muros y las rosadas tejas de dos mansiones entre sus viñas y jirones de humo brotando de humildes techos de paja. Los pájaros revoloteaban por todas partes; petirrojos, golondrinas, grullas, patos, un halcón en lo alto, y un martín pescador asombrosamente azul. Sus trinos resbalaban sobre el murmullo del río. Era difícil creer que los infieles germanos amenazaban las puertas de Lugdunum, que la principal ciudad de la Galia central, a menos de quinientos kilómetros, hubiera caído en sus manos.

Pero también era fácil creerlo. Lugo tensó la boca. Olvídalo, se dijo. Era más proclive a la ensoñación que otros hombres, pero con menos excusas. Esta región se había salvado hasta ahora, pero cada año Lugo leía mejor las escrituras de la pared, como habrían dicho ciertos judíos que había conocido. Dio media vuelta y entró en la ciudad.

Era una puerta menor una abertura en las murallas cuyas torres y almenas rodeaban toda Burdigala. Un centinela medio dormido se apoyaba en la lanza contra las piedras entibiadas por el sol. Era un auxiliar, un germano. Las legiones estaban en Italia o cerca de las fronteras, y eran la sombra de lo que habían sido antaño. Entretanto, los bárbaros arrancaban a los emperadores el permiso para establecerse en tierras romanas. A cambio, debían obedecer las leyes y ceder tropas; pero en Lugdunensis, por ejemplo, se había rebelado…

Lugo atravesó el pomoeriurn abierto y entró en una calle que reconoció como la vía Vindomariana. Serpeaba entre edificios cuyos flancos chatos tapaban el cielo, con adoquines embadurnados por entrañas pestilentes, un callejón oscuro que quizá se remontaba a épocas en que sólo los bituriges se acuclillaban allí. Lugo había aprendido a conocer la ciudad entera, tanto la parte vieja como los barrios nuevos.

Aquí se cruzaba con pocas personas, la mayoría vestidas con harapos. Las mujeres parloteaban a la vez que llevaban ropa sucia al río, cubos con agua del acueducto o cestos de hortalizas del mercado local. Un porteador llevaba una carga tan pesada como el carro contra el cual chocó; él y el cochero maldijeron, tratando de pasar. Un aprendiz que buscaba lana para su maestro se había detenido para cortejar a una muchacha. Dos campesinos con chaquetas y pantalones a la antigua, tal vez arrieros, hicieron comentarios con un acento tan dialectal y tantas palabras galas que Lugo apenas entendió lo que oía. Un borracho —un peón a juzgar por las manos, y sin trabajo a juzgar por el estado— caminaba dando tumbos buscando una juerga o una riña; el desempleo proliferaba mientras las turbulencias de la década anterior atentaban contra un comercio en decadencia. Una meretriz con ropas patéticamente ostentosas, buscando clientes ya a esas horas, rozó a Lugo. El la ignoró,

aunque aferró la bolsa que le colgaba de la cintura. Un mendigo jorobado pidió limosna en nombre de Cristo. Lugo también lo ignoró y el mendigo probó suerte con Júpiter; Mitra, Isis, la Gran Madre, y la céltica Epona; al fin lanzó maldiciones contra la espalda de Lugo. Niños desgreñados con ropas mugrientas hacían recados o jugaban. Por ellos sintió un aguijonazo de compasión.

Los rasgos levantinos de Lugo llamaban la atención. Burdigala era cosmopolita y llevaba sangre de Italia, Grecia, África y Asia. Pero la mayoría de sus habitantes seguían siendo como sus antepasados: robustos, de cabeza redonda, de pelo oscuro pero de tez clara. Hablaban latín con una entonación nasal que él nunca había llegado a dominar.

La tienda de un alfarero, que exhibía sus mercaderías y su rueda ronroneante, le indicó que debía girar hacia la más ancha calle Teutatis, a la cual el obispo últimamente intentaba hacer llamar San Johannes. Era la ruta más rápida para llegar por ese laberinto al callejón de la Madre Thornbesom, donde vivía el que buscaba. Tal vez Rufus no estuviera en casa, pero ciertamente no estaba trabajando. Hacía más de un año que el astillero no recibía pedidos, y los hombres dependían del Estado para comer; los circos sólo presentaban osos adiestrados o cosas similares. Si no encontraba a Rufus, esperaría en el vecindario sin hacerse notar. Había aprendido a ser paciente.

Había andado un trecho cuando se oyó un rumor. Otros también lo oyeron, se detuvieron, prestaron atención, ladearon la cabeza y entornaron los ojos. La mayoría empezó a retroceder. Los tenderos y aprendices se apresuraron a cerrar puertas y postigos. Algunos hombres se frotaron las manos y echaron a andar hacia el ruido. El revuelo llamaba a los revoltosos. El bullicio creció, sofocado por las casas y los sinuosos callejones, pero inconfundible. Lugo conocía desde tiempo atrás ese gruñido profundo y brutal, los gritos y abucheos. La turba cazaba a alguien.

Comprendió con un escalofrío quién podía ser la presa. Vaciló un instante. ¿Valía la pena correr el riesgo? Cordelia, sus hijos, él y su familia podían tener treinta o cuarenta años por delante.

Tomó una decisión. Al menos vería si la situación era desesperada o no. Se cubrió la cabeza con la capucha. Cosido al borde tenía un velo, y lo bajó. Le permitía ver a través de la gasa, pero le ocultaba la cara. Lugo había aprendido a estar preparado.

Si lo veía una patrulla militar; quizá se extrañara y lo detuviera para interrogarlo. Sin embargo, si hubiera una patrulla en el vecindario, la turba no estaría persiguiendo a Rufus. Si la hubiera, pensó Lugo con un rictus, lo más probable era que arrestara a Rufus.

Lugo avanzó para interceptar el tumulto. Iba un poco más deprisa que los revoltosos, aunque no tanto como para llamar la atención. La capucha arrojaba una sombra que impedía ver el velo; tal vez nadie reparó en él. Para sus adentros, Lugo recitó antiguos encantamientos contra el peligro. Que no te domine el terror; mantén los tendones flojos y los sentidos alerta, dispuesto a entrar en acción en cualquier momento. Tranquilo, alerta, ágil; tranquilo, alerta, ágil…

Salió a la plaza Hércules al mismo tiempo que el perseguido. Una corroída estatua de bronce del héroe daba su nombre a la plazoleta. Varias calles partían desde allí. El perseguido era un sujeto corpulento, pecoso, de rasgos toscos, pelo fino, barba desaliñada y rojiza. La túnica que le ondeaba sobre las gruesas piernas estaba empapada de maloliente sudor. Éste debía de ser Rufus y «Rufus» —el Rojo —era un apodo.

El fugitivo era fuerte, pero no rápido. Sus perseguidores estaban a punto de alcanzarlo. Eran una cincuentena de trabajadores como él, con ropas raídas. Había varias mujeres, cuyos rizos de Medusa enfurecida enmarcaban rostros de ménade. La mayoría llevaba armas improvisadas, cuchillos, martillos, palos, adoquines. Algunas palabras sobresalían entre los gritos: «¡Hechicero…! ¡Pagano…! ¡Satanás! ¡Te mataremos!». Una piedra golpeó a Rufus entre los hombros. Rufus se tambaleó pero siguió adelante. Tenía la boca tensa, el pecho jadeante, los ojos desorbitados.

Lugo echó una rápida ojeada. A veces no se podía esperar para ver qué sucedía, había que tomar una decisión al instante. Calibró la situación, la distancia, las velocidades, la índole de la turba. El odio con que gritaban denotaba terror. Valía la pena intentar el rescate. Si fallaba, quizá pudiera escapar sin heridas graves, sanaría pronto.

—¡A mí, Rufus! —gritó. Y a la turba—: ¡Alto! ¡Deteneos, perros sin ley!

El cabecilla de los perseguidores lanzó un gruñido. Lugo cerró las manos sobre el cayado. Era de roble. Le había abierto orificios en las puntas y los había rellenado de plomo. El cayado silbó y golpeó. El hombre gritó y cayó a un lado. Una costilla rota, probablemente. El arma de Lugo golpeó a otro debajo del pecho, arrancándole un bufido. Otro recibió un golpe en la rótula, gritó de dolor y cayó sobre dos que lo seguían. Una mujer blandió un estropajo. Lugo la esquivó y le pegó en los nudillos. Quizá quebró un par de huesos.

La multitud retrocedió, giró, gimió, chilló. Escudado tras su cayado movedizo, casi invisible, Lugo sonrió a los perseguidores y a los curiosos que habían aparecido.

—Regresad a casa —dijo—. ¿Os atrevéis a tomar en vuestras manos la ley del César? ¡Largo!

Alguien arrojó una piedra y erró. Lugo descargó un golpe en el cráneo más cercano. Controló su fuerza. Las cosas ya estaban bastante mal sin cadáveres que provocaran una inmediata acción oficial. No obstante, la herida sangró espectacularmente: un charco rojo en la piel y el pavimento, un motivo de alarma.

Rufus resollaba.

—Vamos —murmuró Lugo—. Despacio y tranquilo. Si corremos, nos perseguirán de nuevo. —Retrocedió, agitando el cayado con una sonrisa lobuna. Por el rabillo del ojo, vio que Rufus caminaba a su derecha. Bien. El sujeto había conservado cierta compostura.

Los perseguidores murmuraban boquiabiertos. Los heridos gemían. Lugo entró en la calle angosta que había escogido. Dobló la esquina y perdió a Hércules de vista.

—Ahora, en marcha —masculló, volviéndose hacia Rufus y cogiéndole la manga—. No, no corras. Camina.

Los testigos lo miraron con recelo, pero no se entrometieron. Lugo se metió en un callejón que conectaba con otra calle. Cuando estuvieron solos en medio del ajetreo, ordenó a Rufus que se detuviera. Se puso el cayado bajo el brazo y asió el broche que le sujetaba la capa.

—Te pondremos esto encima. —Guardó el velo dentro de la capucha antes de cubrir el llamativo pelo del acompañante—. Muy bien. Somos dos hombres apacibles que se dedican a sus ocupaciones. ¿Puedes recordarlo?

El artesano pestañeó. El sudor relucía en la escasa luz.

—¿Quién eres? —dijo con voz trémula—. ¿Qué buscas?

—Salvarte la vida —dijo con frialdad—, pero no me propongo arriesgar más la mía. Haz lo que digo y quizá encontremos un refugio. —El aturdido Rufus titubeó y Lugo se apresuró a añadir—: Acude a las autoridades, si lo deseas. Ve de inmediato, antes de que tus queridos vecinos se armen de valor y vengan a por ti. Di al prefecto que estás acusado de hechicería. Él lo averiguará, de todos modos. Mientras te interrogan bajo tortura, quizá puedas demostrar tu inocencia. La hechicería es un crimen capital, ya sabes.

—Pero tú…

—No soy más culpable que tú. Sospecho que podemos ayudarnos. Si no estás de acuerdo, adiós. De lo contrario, ven conmigo y mantén la boca cerrada.

El corpulento Rufus resopló. Se cubrió con la capa y comenzó a andar.

Pronto caminó con mayor soltura, pues nadie los detuvo. Ambos se mezclaron con el tráfico.

—Quizá creas que es el fin del mundo —murmuró Lugo—, pero fue un alboroto puramente local. Nadie más ha oído hablar de ello, o en todo caso a nadie le importa. He visto a la gente seguir con su vida cotidiana mientras el enemigo irrumpía por la puerta.

Rufus lo miró de soslayo y tragó saliva, pero guardó silencio.

2

La casa de Lugo estaba en el distrito noroeste, en la calle de los Zapateros, una zona tranquila. La casa era discreta, bastante vieja, y aquí y allá el estuco se desprendía de la pared. Lugo llamó y el mayordomo abrió la puerta; Lugo tenía pocos esclavos, cuidadosamente escogidos y seleccionados a través de los años.

—Este hombre y yo tendremos una charla confidencial, Perseo —dijo—. Quizá se quede un tiempo con nosotros. No quiero que nadie lo moleste.

El cretense asintió y sonrió.

—Entendido, amo —replicó—. Informaré a los demás.

—Podemos confiar en ellos —le dijo a Rufus, en un aparte—. Saben que tienen camas mullidas. —Y dirigiéndose a Perseo, añadió—: Como puedes ver y oler, mi amigo ha pasado un mal rato. Lo alojaremos en la Sala Baja. Trae comida de inmediato; agua en cuanto puedas calentar una buena cantidad, toallas y ropa limpia. ¿Está hecha la cama?

—Siempre lo está, amo —dijo el esclavo, un poco ofendido. Reflexionó—. En cuanto a la indumentaria, la vuestra no servirá. Se la pediré prestada a Durig. ¿Debo comprar más?

—Todavía no —resolvió Lugo. Quizá necesitara de repente todo el efectivo disponible. Aunque no las envilecidas monedas pequeñas. Hacían demasiado bulto; un solidus de oro equivalía a catorce mil nummi—. Durig es nuestro peón —le explicó a Rufus—. Además, tenemos un hábil cocinero y un par de criadas. Un hogar modesto. —Los detalles domésticos tal vez calmaran a Rufus, poniéndolo en condiciones de responder a varias preguntas.

Del atrio pasaron a una sala de estar, igualmente austera. La luz del sol se volvía verdosa al atravesar las ventanas de estilo eclesiástico. En el centro del piso, un mosaico presentaba una pantera rodeada por pavos reales. Incrustados en las paredes había paneles de madera con motivos más comunes, el Pez y Chi Rho entre flores, un Buen Pastor de grandes ojos. Desde el reinado de Constantino el Grande había sido cada vez más imperativo profesar el cristianismo, y en esta región además convenía ser católico. Lugo seguía siendo catecúmeno; el bautismo le habría impuesto obligaciones inconvenientes. La mayoría de los creyentes lo postergaban hasta un período tardío de la vida.

Su esposa lo había oído llegar y le salió al encuentro.

—Bienvenido, querido —dijo con alegría—. Has vuelto pronto.

Vio a Rufus y se turbó visiblemente.

—Este hombre y yo tenemos asuntos urgentes —dijo Lugo—. Es muy confidencial. ¿Entiendes?

Ella tragó saliva pero asintió.

—Bienvenido seas —saludó con voz sumisa.

Buena chica, pensó Lugo. Era difícil dejar de mirarla. Cordelia tenía diecinueve años, de estatura baja pero formas deliciosamente redondeadas, con rasgos delicados y labios entreabiertos bajo una lustrosa mata de pelo castaño. Hacía cuatro años que era su esposa y le había dado dos hijos que aún vivían. El matrimonio le había brindado contactos útiles, ya que el padre de Cordelia era curial, pero no una dote digna de mención, pues la clase curial estaba agobiada por los impuestos y los deberes cívicos. Pero lo más importante para ambos esposos era la atracción mutua, y el lecho nupcial era un deleite cada vez mayor.

—Marco, ésta es mi esposa Cordelia —dijo Lugo. «Marco» era un hombre bastante común. Rufus inclinó la cabeza y gruñó. A ella le dijo—: Debemos hablar de inmediato. Perseo se ocupará de todo. Estaré contigo cuanto antes.

Ella los siguió con la mirada. ¿Acaso suspiraba? Lugo sintió una punzada de temor. Había seguido adelante impulsado por la esperanza, una esperanza tan desbocada que insistía en negarla, recriminándose por ello. Ahora veía hacia dónde podía conducir la realidad.

No, no debía pensar en ello. No ahora. Un paso, dos pasos, pie izquierdo, pie derecho, así era como se avanzaba a través del tiempo.

La Sala Baja estaba en el subsuelo, parte del sótano que Lugo había cerrado con ladrillos tras adquirir la casa. Esos escondrijos eran comunes y no llamaban la atención. A menudo estaban destinados a las plegarias o a las austeridades íntimas. En el oficio del Lugo, era obvio que necesitaba un sitio a salvo de los curiosos. La celda era estrecha. Tres ventanas diminutas daban al jardín con peristilo de la planta baja. El vidrio era tan grueso y ondulante que impedía ver el interior; pero la luz que se filtraba resplandecía en las paredes blanqueadas, aclarando un poco la penumbra. En un anaquel había velas de sebo, y al lado un pedernal, acero y madera. Los únicos muebles eran una cama, un taburete y un orinal en el piso de tierra.

—Siéntate —invitó Lugo—. Descansa. Estás a salvo, amigo, a salvo.

Rufus se desplomó en el taburete. Se echó la capucha hacia atrás, pero se aferró la paenula contra la túnica; ese sitio estaba helado. Irguió la cabeza roja en un gesto desafiante.

—¿Quién demonios eres? —gruñó.

Su anfitrión se apoyó en la pared y sonrió.

—Flavio Lugo —dijo—. Y tú, según creo, eres un carpintero del astillero, sin empleo, a quien llaman Rufus. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Rufus barbotó una obscenidad y una pregunta:

—¿Qué te importa?

Lugo se encogió de hombros.

—Poco o nada, supongo. Podrías ser más amable conmigo. Esa chusma te habría quitado la vida.

—¿Y en qué te concierne? —replicó Rufus con dureza—. ¿Por qué te entrometiste? Mira, no soy hechicero. No me interesan la magia ni las prácticas paganas. Soy buen cristiano, un ciudadano romano libre.

Lugo enarcó las cejas.

—¿Nunca has hecho ofrendas salvo en las iglesias? —murmuró.

—Bien… eh, bien… Epona, cuando mi esposa agonizaba. —Rufus se encolerizó—. ¡Por el estiércol de Cernunnos! ¿Tú eres hechicero?

Lugo alzó la palma. Acarició el cayado persuasivamente.

—No lo soy. Ni te puedo leer la mente. Sin embargo, las viejas costumbres tarden en morir; aun en las ciudades, y la campiña es mayormente pagana. Por tu aspecto y tu modo de hablar yo diría que tus familiares fueron cadurci hace una o dos generaciones, en las colinas del valle del Duranius.

Rufus se aplacó. Respiraba ruidosamente. Se tranquilizó poco a poco y esbozó una sonrisa.

—Mis padres vienen de esa tribu —rezongó—. Mi nombre es Cotuadun. Pero todos me llaman Rufus. Eres observador.

—Me gano la vida con eso.

—Tú no eres galo. Cualquiera puede llamarse Flavio, ¿pero quién se llama Lugo? ¿De dónde eres?

—Hace varios años que me establecí en Burdigala.

—Se oyó un golpe en la puerta de madera—. Ah, aquí viene el amable Perseo con el refrigerio que ordené. Creo que tú lo necesitas más que yo.

El mayordomo trajo una bandeja con jarras de vino y agua, cuencos de pan, queso, aceitunas. La dejó en el suelo y se marchó a una seña de Lugo, cerrando la puerta. Lugo se sentó en la cama, sirvió vino, ofreció a Rufus un trago con poca agua, pero diluyó bien el suyo.

—A tu salud —propuso—. Hoy casi la perdiste. Rufus bebió un largo sorbo.

—¡Ahhh! Que me cuelguen, qué bueno está.

—Miró a su salvador con ojos entornados—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué significo para ti?

—Bien, en todo caso, esa chusma no tenía derecho a matarte. Eso es tarea del Estado, una vez que te han hallado culpable…, y no creo que lo seas. Me correspondía aplicar la ley.

—Me conocías.

Lugo bebió. El vino de Falerno tenía un sabor dulzón.

—Había oído hablar de ti. Rumores. Es natural. Me mantengo al corriente de lo que ocurre. Tengo mis agentes. Pero no te asustes, no son informadores secretos. Sólo mocosos callejeros, por ejemplo, que se ganan una moneda comunicándome las novedades de interés. Decidí buscarte y averiguar más. Fue una suerte para ti que eso ocurriera exactamente cuando y donde pude rescatarte de tus compañeros de fatigas.

La pregunta lo turbó: ¿Cuántas oportunidades había perdido, y por qué márgenes, a través de los años? No compartía la difundida fe actual en la astrología. Pensaba que el mero accidente regía el mundo. Tal vez en esta ocasión había correspondido que los dados rodaran a su favor.

Siempre que el juego fuera real. Siempre que existiera alguien más como él, que alguna vez hubiera existido.

Rufus irguió la cabeza sobre los hombros macizos.

—¿Por qué lo hiciste? —rezongó—. ¿Qué demonios buscas?

Era preciso calmarlo. Lugo aplacó su propia ansiedad, su propio temor.

—Bebe el vino —dijo—. Escucha y me explicaré. Esta casa te habrá inducido a creer que soy un curial, o un tendero próspero, o algo por el estilo. No lo soy. No lo había sido en mucho tiempo. El decreto de Diocleciano había congelado a todos en la categoría dentro de la cual habían nacido, incluidas las clases medias. Pero en vez de dejarse aplastar; grano por grano, entre las piedras molares de los gravámenes, las regulaciones, la moneda envilecida, el comercio languideciente, cada vez más personas se daban a la fuga. Escapaban, cambiaban de nombre, se transformaban en siervos o esclavos, trabajadores migratorios ilegales y charlatanes; algunos se unían a las Baucaudae, cuyas pandillas de bandidos aterrorizaban las atrasadas zonas rurales, otros acudían a los bárbaros. Lugo había hecho arreglos más convenientes, muy de antemano. Estaba habituado a ser previsor.

—Actualmente soy empleado de un tal Aureliano, un senador de esta ciudad —continuó.

Rufus manifestó hostilidad.

—He oído hablar de él.

Lugo se encogió de hombros.

—Pues sí, llegó a ese cargo mediante el soborno, e incluso entre sus colegas es increíblemente corrupto. ¿Y qué? Es un hombre capaz de comprender que es sabio ser leal a quienes lo sirven. Los senadores no pueden participar en el comercio, como sabrás, pero él tiene variados intereses. Eso exige intermediarios que no sean meros mascarones. Yo soy su representante. Voy y vengo, huelo peligros y posibilidades, comunico mensajes, ejecuto tareas que requieren discreción, doy consejos cuando es apropiado. Hay posiciones peores en la vida. De hecho, hay algunas mucho menos honorables.

—¿Y qué quiere de mi Aureliano? —preguntó Rufus, inquieto.

—Nada. Jamás ha oído hablar de ti. Si el destino lo quiere nunca oirá hablar de ti. Te he buscado por decisión propia. Tú y yo podemos ayudarnos mucho.

—Lugo habló con voz más cortante—. No amenazo. Si no podemos trabajar juntos pero haces lo posible para colaborar conmigo, al menos intentaré sacarte de Burdigala para que empieces de nuevo en otro sitio. Recuerda que me debes la vida. Si te abandono, eres hombre muerto.

—Sabrán que me has escondido aquí —respondió con un gesto obsceno.

—Yo mismo se lo diré —declaró Lugo sin inmutarse—. Como ciudadano respetable, no quería que te descuartizaran ilegalmente, sino que creí mi deber entrevistarte en privado, sacarte de… ¡Alto! —Había dejado el tazón en el suelo mientras hablaba, suponiendo que Rufus se sulfuraría. Cogió el cayado con ambas manos—. Quédate donde estás, muchacho. Eres fuerte, pero ya has visto lo que puedo hacer con esto.

Rufus se quedó en su sitio y Lugo se echó a reír.

—Así está mejor. No seas tan irritable. No te quiero causar daño, de verdad. Déjame repetirlo. Si eres franco conmigo y haces lo que te digo, lo peor que puede ocurrirte es irte de Burdigala bajo un disfraz. Aureliano posee un vasto latifundio; sin duda le vendrá bien un peón, si yo lo recomiendo, y el senador encubriría todas las pequeñas irregularidades. Y lo mejor…, bien, aún no lo sé, así que no haré promesas, pero superaría la gloria de tus mayores sueños infantiles, Rufus.

Sus palabras y el tono tranquilizador surtieron efecto. Y también el vino. Rufus calló un instante, asintió, sonrió, bebió un sorbo, extendió la mano.

—¡Por la Trinidad, de acuerdo! —exclamó.

Lugo estrechó la dura palma. El gesto era nuevo en la Galia, quizás aprendido de inmigrantes germanos.

—Espléndido —dijo—. Tan sólo habla con franqueza. Sé que no será fácil, pero recuerda que tengo mis razones. Me propongo ser benévolo contigo, tanto como Dios permita.

Llenó el tazón vacío. A pesar de su aire jovial, estaba cada vez más tenso.

Rufus bebió, agitó el tazón.

—¿Qué quieres saber? —preguntó.

—Primero, por qué tienes problemas.

Rufus hizo una mueca de disgusto, apartando los ojos.

—Porque mi esposa falleció —masculló Rufus—. Eso inició los rumores.

—Muchos hombres enviudan —dijo Lugo, al mismo tiempo que los recuerdos le revolvían una espada en las entrañas.

La manaza se cerró sobre el tazón hasta que los nudillos se pusieron blancos.

—Mi Livia era vieja. Pelo blanco, arrugas, sin dientes. Teníamos dos hijos crecidos, varón y mujer. Están casados, tienen sus propios hijos. Y han envejecido.

—Me imaginaba algo así —susurró Lugo, pero no en latín—. ¡Oh Ashtoreth…! —Y en voz alta, usando la lengua común—: Los rumores que oí me sugerían algo parecido. Por eso fui a buscarte. ¿Dónde naciste Rufus?

—¿Y qué diablos sé yo? —respondió hurañamente—. ¡Demonios! Los pobres no llevan la cuenta como vosotros los ricos. No podría decirte quién es cónsul este año, y mucho menos quién lo era entonces. Pero mi Livia era joven como yo cuando nos enamoramos…, catorce, quince años. Era una hembra fuerte, paría vástagos como semillas de melón, aunque sólo dos llegaron a crecer. No se agotó pronto, como otras hembras.

—Entonces quizá tengas más de setenta años —murmuró Lugo—. Pero no aparentas más de veinticinco. ¿Alguna vez estuviste enfermo?

—No, a menos que cuentes un par de veces que me hirieron. Heridas feas, pero sanaron en pocos días, ni siquiera me dejaron cicatrices. Nunca tuve dolor de muelas. Una vez me cayeron tres dientes en una pelea, y volvieron a crecer. —Rufus habló con menos arrogancia—. La gente me miraba con creciente desconfianza. Cuando murió Livia, empezaron los rumores. —Rufus gruñó—. Decían que yo había hecho un paco con el diablo. Ella me dijo lo que había oído. Pero ¿qué cuernos podía hacer yo? Dios me dio un cuerpo fuerte, eso es todo. Ella me creyó.

—Yo también, Rufus.

—Cuando ella enfermó al fin, muchos dejaron de hablarme. Se alejaban de mí en la calle, se persignaban, se escupían el pecho. Acudí a un sacerdote. Él también se asustó de mí. Me dijo que viera al obispo, pero el bastardo no quiso acompañarme. Luego murió Livia.

—Una liberación —sugirió Lugo, sin poder contenerse.

—Bien, hacia tiempo que yo iba a un burdel —respondió Rufus sin rodeos. Se encolerizó—. Pero esas zorras me dijeron que me fuera y no regresara. Me enfurecí, armé un escándalo. La gente lo oyó y se agrupó fuera. Cuando salí, los cerdos me insultaron. Tumbé al que más gritaba. Logré zafarme y echar a correr. Pero me persiguieron y eran cada vez más.

—Y habrías muerto pisoteado por ellos. O los rumores habrían llegado a oídos del prefecto. La historia de un hombre que no envejecía y obviamente no era un santo, así que debía de estar aliado con el diablo. Te habrían arrestado, interrogado bajo tortura, y sin duda decapitado. Éstos son malos tiempos. Nadie sabe qué esperar. ¿Vencerán los bárbaros? ¿Tendremos otra guerra civil? ¿Nos destruirá la peste, el hambre, el colapso total del comercio? Los herejes y hechiceros son objeto de temor.

—¡No soy nada de eso!

—No he dicho que lo fueras. Acepto que eres un hombre común, común como el que más, aparte de… Dime, ¿has oído hablar de alguien como tú, a quien el tiempo no parece afectar? ¿Parientes, quizá?

Rufus negó con la cabeza. Lugo suspiró.

—Tampoco yo. —Se armó de coraje y continuó—. Aunque he esperado e intentado, buscado y resistido, desde que llegué a comprender.

—¿Eh? —El vino goteó del tazón de Rufus. Lugo bebió un sorbo en busca de consuelo.

—¿Qué edad crees que tengo? —preguntó.

Rufus lo escudriñó antes de decir con voz gutural:

—Aparentas veinticinco.

Lugo torció la boca en una sonrisa.

—Como tú, tampoco sé mi edad con certeza —respondió lentamente—. Pero Hiram era rey de Tiro cuando yo nací allí. Las crónicas que he podido estudiar desde entonces indican que eso fue hace doce siglos.

Rufus se quedó boquiabierto. Las pecas lucían sombrías sobre la tez repentinamente blanca. Se persignó con la mano libre.

—No temas —lo exhortó Lugo—. No hice ningún pacto con las tinieblas. Ni con el cielo, llegado el caso, ni con ninguna potestad o ningún alma. Soy de tu misma carne, si eso significa algo. Simplemente, llevo más tiempo sobre la Tierra. Eso te hace sentir solo. Tú apenas has tenido tiempo de saborear esa soledad.

Se levantó, dejando el cayado y el tazón, para caminar por la estrecha habitación, las manos en la espalda.

—Flavio Lugo no fue el nombre con que nací, desde luego. Ese es sólo mi nombre más reciente. He perdido la cuenta de los que tuve. El primero fue…, no importa. Un nombre fenicio. Era un mercader hasta que los años me causaron los mismos problemas que tú tienes hoy. Durante mucho tiempo fui marino, guardia de caravanas, mercenario, bardo errante, todos los oficios en que un hombre puede ir y venir inadvertido. Tuve que asistir a una dura escuela. A menudo estuvieron a punto de matarme las heridas, los naufragios, el hambre, la sed, muchos peligros. A veces habría muerto, de no ser por el extraño vigor de este cuerpo. Un peligro más lento, más temible cuando empecé a notarlo, era el desquiciarme, de perder el juicio entre los recuerdos. Por un tiempo estuve fuera de mis cabales. En cierto modo fue piadoso; amortiguó el dolor de perder a todas las personas que llegaba a amar; perderlo a él, perderla a ella, perder a los niños… Poco a poco elaboré el arte de la memoria. Ahora tengo capacidad de recordar; soy como una biblioteca de Alejandría ambulante… No, ésa ardió, ¿verdad? —Rió entre dientes—. Tengo mis deslices. Pero domino el arte de almacenar lo que sé hasta que lo necesito, y entonces lo recobro. Domino el arte de controlar la pena. Domino…

Observo la mirada estupefacta de Rufus y se interrumpió.

—¿Mil doscientos años? —jadeó el artesano—. ¿Viste al Salvador?

Lugo esbozó una sonrisa forzada.

—Lo lamento, pero no lo vi. Si nació durante el reinado de Augusto, como dicen, eso habría sido entre trescientos y cuatrocientos años atrás. Entonces yo estaba en Britania. Roma aún no la había conquistado, pero el comercio era activo y las tribus meridionales eran cultas a su manera. Y mucho menos pendencieras. Es una característica siempre deseable en un lugar. Difícil de encontrar hoy en día, a menos que huyas hacia los germanos, los escoceses o lo que sea. Y aun ellos…

»También domino el arte de aparentar más edad. Polvo capilar; tinturas, esas cosas son incómodas y poco fiables. Dejo que todos comenten sobre mi apariencia juvenil. A fin de cuentas, algunas personas aparentan menos edad de la que tienen. Pero entretanto empiezo a encorvarme, a arrastrar los pies, a toser; a fingir que oigo mal, a quejarme de dolores y malestares y de la insolencia de la juventud moderna. Sólo funciona hasta cierto punto, desde luego. Finalmente debo esfumarme e iniciar otra vida en otra parte, con otro nombre. Trato de arreglar las cosas para hacer creer que me escapé y me topé con algún infortunio, quizá porque envejecí y me volví distraído. Y en general he podido prepararme para esa circunstancia. Acumulo gran cantidad de oro, estudio el lugar adonde iré, a veces lo visito para establecer mi nueva identidad.

La fatiga de los siglos lo abrumó un instante.

—Detalles, detalles. —Calló y miró por una de las ventanas ciegas—. ¿Me estoy volviendo senil? Rara vez divago de esta manera. Bien, tú eres el primer congénere que encuentro, Rufus, el primero. Esperemos que no seas el último.

—¿Has oído hablar de otros? —aventuró Rufus a sus espaldas.

Lugo meneó la cabeza.

—Ya te he dicho que no. ¿Cómo podría saberlo? A veces creí hallar un rastro, pero lo perdí o resultó falso. Quizá una vez. No estoy seguro.

—¿Quién era…, amo? ¿Quieres contarme?

—Por qué no. Fue en Siracusa, donde pasé muchos años a causa de sus lazos con Cartago. Maravillosa ciudad. Una mujer llamada Althea, de bonita apariencia, y brillante como a veces eran las mujeres en los últimos días de las colonias griegas. Ella y su esposo eran conocidos míos. Él era un magnate naviero y yo era capitán de un carguero volandero. Hacía más de tres décadas que estaban casados. Él estaba calvo y barrigón, y ella le había dado doce hijos y el mayor de ellos peinaba canas, pero Althea parecía una doncella en primavera.

Calló un rato antes de continuar.

Luego dijo con voz monocorde:

—Los romanos capturaron la ciudad. La saquearon. Yo estaba ausente. Siempre has de tener una excusa para largarte cuando ves venir esas cosas. Cuando regresé, hice preguntas. Quizá la tomaron como esclava. Pude haber tratado de encontrarla y comprarla para darle la libertad. Pero no, cuando hallé a alguien que sabía, tan insignificante como para haber sobrevivido, supe que estaba muerta. Violada y apuñalada. No sé si es cierto o no. Las historias crecen con cada versión. No importa. Fue hace mucho tiempo.

—Qué lástima. Tendrías que haber llegado antes allí. —Rufus se puso tenso—. Eh, lo lamento, amo. Pero no pareces odiar a Roma.

—¿Por qué habría de odiarla? Es la misma y eterna historia. Guerra, tiranía, exterminio, esclavitud. Yo mismo he formado parte de ello. Ahora Roma es la perjudicada.

—¿Qué? —jadeó Rufus—. ¡No puede ser! ¡Roma es eterna!

—Como gustes. —Lugo se volvió hacia él—. Parece que al fin he hallado a otro inmortal. Por lo menos, he aquí a alguien a quien puedo salvaguardar; vigilar; para asegurarme. Bastará con dos o tres décadas. Aunque ya no tengo dudas.

Inhaló profundamente.

—¿Comprendes qué significa? No, no puedes comprender. No has tenido tiempo para pensar en ello.

Examinó el tosco semblante, la frente baja, la consternación transformada en primitiva alegría.

«No creo que jamás comprendas —pensó—. Eres un carpintero más o menos competente, eso es todo. Y aun así tengo suerte de haberte encontrado. A menos que Althea…, pero ella se me escurrió entre los dedos. La muerte me la arrebató.»

—Significa que no soy único —dijo Lugo—. Si hay dos de nosotros, debe de haber más. Muy pocos, muy infrecuentes. No está en la herencia sanguínea, como la altura o el color o las deformidades típicas de una familia. Fuera cual fuese la causa, pasa por accidente. O por voluntad de Dios, si prefieres, aunque en tal caso Dios es bastante caprichoso. Y sin duda meros accidentes eliminan a muchos inmortales en su juventud, tal como eliminan a hombres, mujeres y niños comunes. Podemos escapar de la enfermedad, pero no de la espada ni del caballo desbocado ni de la inundación ni del fuego ni del hambre. Posiblemente otros mueren a manos de vecinos que los consideran demonios, magos, monstruos.

—La cabeza me da vueltas —gimió Rufus, intimidado.

—Bien, has pasado un mal rato. Los inmortales también necesitan descanso. Duerme si lo deseas.

Rufus tenía los ojos vidriosos.

—¿Por qué no podemos decir que somos… santos? ¿Ángeles?

—¿Cuán lejos habrías llegado así? —se burló Lugo—. Tal vez, un hombre nacido en la realeza… Pero no creo que eso nunca haya ocurrido, tan rara como es nuestra especie. No, si sobrevivimos, pronto aprendemos a pasar inadvertidos.

—¿Entonces cómo nos encontraremos? —Rufus hipó y ventoseó.

3

—Ven conmigo al peristilo —dijo Lugo.

—Oh, encantada —canturreó Cordelia, casi bailando.

Era un atardecer sereno y despejado. La luna, casi llena, brillaba sobre el tejado este en un cielo azul violáceo. Hacia el oeste, el cielo se oscurecía y despuntaban estrellas trémulas. El claro de luna moteaba los canteros, tiritaba sobre el agua de un estanque, bañaba de plata el rostro joven y los senos de Cordelia.

Permanecieron unos pocos minutos tomados de la mano.

—Hoy has estado atareado —dijo ella al fin—. Cuando regresaste temprano, pensé… Desde luego, tenias trabajo que hacer.

—Por desgracia, sí —respondió Lugo—. Pero estas horas nos pertenecen.

Se apoyó en él. Su melena castaña conservaba la fragancia del sol.

—Los cristianos deben agradecer lo que tienen. —Cordelia rió—. Es fácil ser cristiana esta noche.

—¿Cómo se han portado hoy los niños? —preguntó él. Su hijo Julius, que ya no se tambaleaba sino que brincaba por todas partes, y empezaba a hablar; y la pequeña Dora, dormida en su cuna, las manitas entrelazadas.

—Bien, muy bien —dijo Cordelia, algo sorprendida.

—Los veo tan poco.

—Te interesas por ellos. Pocos padres se interesan tanto como tú. —Cordelia le apretó la mano—. Quiero darte muchos hijos. —Y añadió con picardía: —Podemos empezar enseguida.

—Yo… he intentado ser amable.

Ella oyó cómo arrastraba las palabras, soltó a Lugo, y lo miró con alarma.

—¿Qué pasa, querido?

Él se obligó a aferrarle los hombros, a mirarla a la cara. El claro de luna la hacía desgarradoramente bella.

—Entre nosotros, nada —respondió. Sólo que tú envejecerás y morirás. Y ha ocurrido tantas, tantas veces. No puedo contar las muertes. No hay medida para el dolor; pero creo que no ha disminuido; simplemente he aprendido a convivir con él, como un mortal aprende a convivir con una herida incurable. Creí que tendríamos treinta, quizá cuarenta años antes de mi partida. Habría sido maravilloso—. Pero debo realizar un viaje inesperado.

—¿Algo que te dijo ese hombre, Marco? —Lugo asintió. Cordelia hizo una mueca de disgusto—. No me agrada. Perdóname, pero no me agrada. Es tosco y estúpido.

—En efecto —convino Lugo. Le había parecido conveniente que Rufus compartiera la cena con ellos. El encierro en la Sala Baja, con la única compañía de sus temores y esperanzas animales, habría desbaratado la poca compostura que le quedaba y la necesitaría para el porvenir—. Aún así, me trajo información importante.

—¿Puedes decirme de qué se trata? —Cordelia se esforzó para que no pareciera una súplica.

—Lo lamento, no. Tampoco puedo decir adónde me dirijo ni cuánto tardaré en regresar.

Ella le cogió ambas manos. Se le habían enfriado los dedos.

—Los bárbaros. Piratas. Bacaudae.

—El viaje tiene sus peligros —admitió él—. He pasado buena parte del día haciendo arreglos para ti. Por si acaso, querida, por si acaso. —La besó. Los trémulos labios de Cordelia tenían un tenue gusto a sal—. Debes saber que éste es un asunto que puede interesar o no a Aureliano, pero en caso afirmativo se debe investigar de inmediato, y él está en Italia. Se lo he dicho a su amanuense Corbilo, y él te dará mi paga para tus necesidades. También te he dejado una suma sustancial en la iglesia. El sacerdote Antonino la ha guardado y me entregó un recibo que te daré. Y eres heredera de esta propiedad. Tú y los niños estaréis bien. —Siempre que Roma resista.

Ella se arrojó a sus brazos y se acurrucó. Él le acarició el pelo, la espalda, arrugando el vestido, transformando la caricia en abrazo.

—Calma, calma —la arrulló—, esto es sólo una previsión. No temas. No correré grandes riesgos. —Eso creía—. Regresaré. —Eso no era cierto y decirlo era doloroso como una llamarada.

Bien, sin duda ella se casaría de nuevo, cuando lo dieran por muerto. Lo vieron por última vez en la costa ordovicia, cuando atacaron los escoceses…

Ella se apartó, se abrazó el cuerpo, tragó saliva, sonrió trémulamente.

—Claro que S-S-sí —respondió—. R-r-rezaré por ti todo el tiempo. Y tenemos esta noche.

Hasta poco antes del alba, cuando zarpaba el Nereida. Había comprado pasajes para él y para Rufus. La mayor parte de Britania continuaba segura, pero los bárbaros causaban suficientes estragos como para que nadie cuestionada a un par de hombres que aparecían en Aquae Sulis o Augusta Londinium contando que habían huido. Dinero en mano, podrían comenzar de nuevo; y Lugo había enterrado una buena provisión de monedas fuertes en la isla, varias generaciones atrás.

—Si tan sólo pudieras quedarte —dijo Cordelia sin querer.

—Si pudiera.

Pero Rufus estaba marcado en Burdigala.

Rufus, el patán, el inmortal, quien sin duda perecería sin un hombre inteligente que lo cuidara. Y no debía morir. Por torpe que fuera, la suya era la única ayuda con que Lugo podría contar cuando se reuniera su raza.

Cordelia notó con qué dolor decía su esposo esas palabras.

—No lloraré —declaró—. Tenemos esta noche. Y muchas, muchas más cuando regreses. Te esperare, te esperaré por siempre jamás.

No, pensó Lugo, no lo harás. No tendrá sentido, una vez que consideres que eres viuda, aún joven pero con el tiempo pisándote los talones.

Tampoco podrías haber esperado por siempre jamás.

Busco a aquella que nunca tendrá que abandonarme.

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