En la oscura madrugada de invierno, antes de la salida del sol, Ged se había puesto en marcha por el camino de Re Albi, y no era aún mediodía cuando llegó al Puerto de Gont. Ogión le había proporcionado un par de sobrecalzas gontescas, una buena camisa y un chaleco de cuero y lino para reemplazar las elegantes ropas osskilianas, pero Ged había pensado que en este viaje invernal le convenía conservar la capa principesca forrada de piel de pellawi. Así ataviado, con las manos vacías, excepto la vara oscura tan alta como él, llegó a los Portales, y los soldados que holgazaneaban apoyados de espaldas contra los dragones esculpidos, no necesitaron mirarlo dos veces para reconocer al hechicero. Apartaron las lanzas y lo dejaron entrar sin hacerle preguntas, y lo siguieron con la mirada calle abajo.
En los muelles y en la Casa de la Fraternidad del Mar, Ged preguntó si había algún navío que estuviera por zarpar hacia el norte o el oeste, con destino a Enlade, Andrad, Oranea. Todos le respondieron que ningún navío se haría a la mar desde el Puerto de Gont en una época tan próxima al Retorno del Sol, y en la Fraternidad del Mar le dijeron que ni siquiera las barcas de pesca saldrían de los Promontorios Fortificados con un tiempo tan incierto.
En la cantina de la Fraternidad del Mar le ofrecieron la comida, algo que un hechicero rara vez necesita pedir. Pasó un buen rato con ellos, los estibadores y los carpinteros de ribera y los maestros del vientos y nubes, escuchando con placer la conversación parsimoniosa de esos hombres de la mar, la lengua gontesca que farfullaban corno entre dientes. Ged hubiera querido quedarse allí en Gont y renunciar para siempre a la hechicería y a la aventura, olvidar todo poder y todo horror y vivir pacíficamente como un hombre cualquiera en la tierra natal, conocida y amada. Tal era su deseo, pero no su voluntad. No se quedó mucho tiempo en la Fraternidad del Mar. Luego de saber que ninguna nave saldría del puerto, echó a andar por la costa de la bahía hasta que llegó a la primera de las pequeñas aldeas del norte de la Ciudad de Gont, y allí, preguntando a los pescadores, dio al fin con uno que tenía una barca en venta.
El pescador era un hombre viejo y testarudo. La barca, de doce pies de largo, con tablas montadas unas sobre otras, estaba tan combada y rendida que a duras penas era apta para la mar, y sin embargo pidió por ella un alto precio: un sortilegio de protección en la mar para su propia barca, para él y para su hijo. Pues los pescadores gontescos no temen a nada, ni siquiera a los hechiceros, sólo al mar.
Ese sortilegio de protección marina que tanto aprecian en el Archipiélago Septentrional jamás ha salvado a un hombre de la borrasca o del oleaje de una tempestad; pero echado por alguien que conoce los mares locales, las peculiaridades de una barca y el arte de la navegación, da al pescador una cierta seguridad cotidiana. Ged compuso el hechizo bien y con toda honestidad, trabajando toda la noche y el día siguiente, sin omitir nada, paciente y seguro pese a que durante todo ese tiempo el miedo le atenaceaba la mente y el pensamiento se le perdía por sendas oscuras, tratando de imaginar cómo, cuándo y dónde volvería a aparecersele la sombra. La tarea de componer, tramar y echar el sortilegio dejó a Ged muy fatigado. Pasó la noche en la cabaña del pescador, durmiendo en una hamaca de tripa de ballena, y se levantó al alba apestando a arenque seco, y bajó a la caleta al pie del Acantilado del Norte donde lo esperaba su nueva barca.
La empujó a las aguas tranquilas del embarcadero y al instante, con un murmullo lo sordo, la barca empezó a hacer agua. Ágil como un gato, Ged saltó a bordo y se puso a enderezar las tablas combadas, a reparar los espiches podridos, trabajando a la vez con herramientas y sortilegios, como solía hacerlo con Pechvarry en Baja Torninga. La gente de la aldea se había reunido en la playa, no demasiado cerca y miraba en silencio las manos ágiles de Ged, y escuchaba el canturreo con que le hablaba a la barca. También esta tarea la llevó a cabo con paciencia y a perfección, hasta que dispuso de una barca sólida y segura. Le colocó entonces a modo de mástil la vara que Ogión le había preparado, la aseguró con encantamientos y le puso de través una verga de madera resistente. Bajo esta verga tejió en el telar del viento una vela de sortilegios, una vela redonda, blanca como las nieves del Pico de Gont; y las mujeres la miraron y suspiraron de envidia. De pie junto al mástil, Ged alzó un viento de magia. La barca se deslizó sobre las aguas y ya en la bahía se volvió hacia los Promontorios Fortificados. Cuando los pescadores que lo observaban en silencio desde la orilla vieron como aquel bote de remos que siempre había hecho agua bogaba ahora a vela, rápido y sereno como un aguzanieves que echa a volar, prorrumpieron en vítores y se rieron y golpearon con los pies la arena de la playa barrida por el viento frío; y Ged, volviéndose un momento, los vio allí, aclamándolo, al pie de la mole dentada y sombría del Acantilado de Norte, donde los campos nevados de la montaña empezaban a trepar hacia las nubes.
Cruzó la bahía y entre los Promontorios Fortificados salió al Mar de Gont, rumbo al noroeste, a fin de pasar por el norte de Oranea, lo mismo que cuando había venido. No era un plan mi una estrategia pero rehaciendo en sentido contrario la ruta del halcón, desde Osskil, y a través de los días y los vientos, quizás encontrase a la sombra errante, o quizás ella le saliese directamente al paso. Pero a menos que se hubiese retirado una vez más y para siempre al reino de los sueños, no podía dejar de ver a Ged que estaba buscándola a plena luz, en la mar abierta.
Era en la mar donde quería encontrarla, si tenía que encontrarla. No sabía muy bien por qué, pero la idea de tropezar con ella una vez más en tierra firme lo aterrorizaba. De la mar emergen monstruos y tempestades, mas no poderes maléficos: el mal pertenece a la tierra. Y en la comarca tenebrosa en donde Ged estuviera una vez, no hay mares ni ríos ni arroyos. La muerte es tierra seca. Aunque el mar fuese en sí mismo un peligro, ese cambio y esa inestabilidad le parecían a Ged una defensa, una esperanza. Y cuando encontrara por fin a la sombra, en el desenlace de esa loca aventura, quizá pudiera al menos aferrarse a ella, mientras ella se aferraba a él, y arrastrarlo con el peso de su cuerpo y el peso de su propia muerte a los tenebrosos abismos del mar, del que quizá nunca más volviera a emerger. De este modo la muerte acabaría con el mal que él había liberado en vida.
La barca surcaba una mar gruesa y turbulenta sobre la que pendían unas nubes flotantes y lúgubres como velos mortuorios. Ged no había levantado el viento mágico, y navegaba ahora con el viento del mundo, que soplaba con fuerza desde el noroeste; y cuando daba sustancia a la vela, tejida de sortilegios, a menudo con una palabra susurrada, la vela misma se tendía y giraba para atrapar el viento. De no haber recurrido a esa magia, le hubiera costado mantener el rumbo de la frágil barquilla en un mar tan borrascoso. Seguía adelante mirando con atención a los costados. La mujer del pescador le había dado dos hogazas de pan y un cántaro de agua, y al cabo de unas horas, cuando avistó por vez primera el Peñasco de Cameber, la única isla entre Gont y Oranea, comió y bebió, y pensó con gratitud en la silenciosa mujer gontesca. Dejando atrás el borroso contorno de la isla, viró ahora un poco más hacia el oeste, bajo una llovizna débil y espesa que en tierra hubiera podido ser una ligera nevada. No se oía otro ruido que los breves crujidos de la barca y el chapoteo de las olas en la proa. No se vela ninguna embarcación, ningún pájaro. Nada se movía excepto el agua eternamente móvil, y las nubes, parecidas a aquellas que habían flotado alrededor de él, creía recordar, cuando había volado como halcón hacia el este por ese mismo camino que ahora seguía hacia el oeste; entonces había mirado allá abajo el océano gris; ahora miraba allá arriba el aire gris.
Nada veía frente a él cuando miraba hacia adelante. Por último se levantó, aterido de frío, cansado de ese eterno espiar y otear y escudriñar el vacío lóbrego.
—Ven pues —murmuró—, ven aquí, ¿que esperas, Sombra?
Ninguna respuesta, ningún movimiento más oscuro entre las brumas y las olas oscuras. Y sin embargo, él sabía ahora, con una certeza creciente, que la cosa no estaba lejos, y ya rastreaba a ciegas la estela fría de la barca. De pronto gritó:
—¡Aquí estoy, yo, Ged el Gavilán, y llamo a mi sombra!
La barca crujió, las olas cuchichearon, el viento silbó un instante sobre la vela blanca. Pasaban los minutos. Ged esperaba aún, una mano apoyada en el mástil de tejo, escudriñando la llovizna helada que en líneas lentas, dispersas, se desplazaba sobre el mar desde el norte. Pasaban los minutos. De pronto, a lo lejos, bajo la lluvia y sobre el agua, la vio venir.
Se había desprendido del cuerpo de Skior, el remero osskiliano, y ya no era aquel gebbet que lo había perseguido a través de los vientos y por encima de los mares. No tenía tampoco aquella forma de bestia que él había visto en el Collado de Roke, y en sueños. Y sin embargo, tenía una forma, aun a la luz del día. Persiguiendo a Ged, luchando con él en los páramos, había perdido parte de su poder: y el hecho de que Ged la llamara, de viva voz y a la luz del sol, le había dado o impuesto cierta forma, cierta apariencia humana. Y en verdad algo se parecía ahora a un hombre, aunque como sombra que era, no proyectaba ninguna sombra. Así avanzaba sobre el mar: salida de las Fauces de Enlade y hacia Gont, una forma indistinta, inconclusa, que caminaba con torpeza sobre las olas, escrutando el viento; y la lluvia fría soplaba atravesándola. Porque la luz del sol enceguecía a la sombra, y porque él la había llamado, Ged la vio antes de que ella pudiera verlo. La reconocía, así como ella lo reconocía a él, entre todos los seres, entre todas las sombras.
En la terrible soledad del mar invernal, de pie en la barca, Ged la vio, vio aquello que temía. Tuvo la impresión de que el viento alejaba a la sombra de la barca; pero el rolar de las olas le confundía la vista, y por momentos la sombra parecia estar más cerca. No podía saber si ella avanzaba o no. Lo había visto, ahora. Aunque no sentía otra cosa que horror, miedo a un posible contacto, a ese dolor negro y frío que le sorbía la vida, Ged esperó, inmóvil. De pronto, en un arranque, llamó de viva voz al súbito y recio viento de la magia, y la barca saltó sobre las olas grises hacia la cosa que flotaba en el viento.
En completo silencio, la sombra, vacilante, dio media vuelta y huyó.
Huyó hacia el norte, remontando el viento. Remontando el viento la siguió la barca de Ged, rapidez de sombra contra arte de magia, y la lluviosa galerna contra ellos dos. Y el joven azuzó a la barca, a la vela y al viento y a las olas, como azuza un cazador a los mastines cuando el lobo huye, e hinchó aquel velamen tejido de sortilegios con un viento que habría desgarrado cualquier otra vela y que lanzó a la barca sobre las olas como una ráfaga de espuma, más cerca, siempre más cerca de la cosa que huía.
De repente la sombra dio media vuelta, y pareció más vaga e indistinta, menos un hombre y más un poco de humo llevado por el viento. Se volvió otra vez y se alejó en la galerna, junto con el viento, como si fuera hacia Gont. Ged cambió el rumbo y la barca saltó como un delfín rolando en la súbita maniobra. Más veloz que antes la siguió, pero la sombra se hacía cada vez más informe, más inconsistente. La lluvia punzante, mezclada ahora con nieve y aguanieve, le golpeaba la espalda y la mejilla izquierda, y Ged ya no alcanzaba a ver a más de cien metros. La tempestad arreció y pronto la sombra se perdió de vista. Y sin embargo, Ged sabía por dónde había ido, como si siguiera el rastro de una alimaña sobre la nieve y no a un espectro fugitivo sobre las aguas. Y aunque el viento soplaba ora de popa, mantuvo en el velamen el canturreante viento mágico, y la espuma saltó en copos alrededor, y la barca se adelantó golpeando el agua.
Durante largo tiempo presa y cazador prosiguieron aquella loca, fantasmagórica carrera, y la tarde cayó rápidamente. Ged sabía que a la velocidad con que había navegado en las últimas horas tenía que estar al sur de Gont, alejándose de la isla y yendo hacia Spevy o Torheven, o quizá ya había dejado atrás esas islas y estaba acercándose al desnudo Confín. No lo sabía y no le importaba. Él era el cazador, el perseguidor, y el terror huía delante de él.
De pronto vio a la sombra, un instante, no muy lejos. El viento del mundo había amainado y la tormenta de aguanieve se había transformado en unas nieblas cada vez más densas, frías, rasgadas. Entre esas nieblas divisó a la sombra, que huía un poco hacia la derecha. Le habló a la vela y al viento, dio un golpe de timón, y la cacería continuó, aunque era otra vez una persecución a ciegas: la niebla se espesaba rápidamente deshaciéndose en burbujas y andrajos cuando tropezaba con el viento mágico, cerrándose alrededor de la barca en un palio indefinido, mortecino, que cegaba la luz. En el instante mismo en que se pronunciaba la primera palabra del hechizo que ahuyenta las neblinas, vio de nuevo a la sombra, siempre a la derecha, pero esta vez muy próxima, y marchando lentamente. La niebla flotaba en la vaguedad sin rostro de la cabeza, y sin embargo tenía el aspecto de un hombre, aunque deformado y cambiante; la sombra de un hombre. Ged viró la barca una vez, pensando que había dado por tierra al fin con la resistencia del enemigo; en ese mismo instante la sombra se desvaneció y lo que fue a dar por tierra fue la barca, al encallar y estrellarse contra el bajío rocoso que la niebla envolvente había ocultado. A punto de ser arrojado por la borda, Ged logró aferrarse al mástil-vara antes que la rompiente golpeara obra vez. Una ola enorme sacó a la barca del agua y la lanzó sobre una roca, como un hombre que levantara y aplastara un caracol.
La vara que Ogión había tallado era mágica y sólida. No se rompió, y flotó en el agua como un tronco seco. Ged, siempre aferrado a ella, fue arrastrado por el reflujo a aguas más profundas, a salvo así, hasta la próxima ola, de estrellarse contra las rocas. Cegado por el salitre, sin aliento, trató de mantener a cabeza fuera del agua, de luchar contra el poderoso empuje del mar. Había una playa de arena un poco más allá de las rocas; la había visto un par de veces mientras nadaba alejándose de la rompiente. Esforzándose aún más y ayudado por el poder de la vara trató de acercarse a la orilla. No lo consiguió. El flujo y el reflujo de la marea lo sacudían de aquí para allá como un harapo, y las aguas profundas le sorbían rápidamente el calor del cuerpo, debilitándolo hasta que no pudo moverse. Había perdido de vista las rocas y la playa, y ya ni siquiera sabía para qué lado estaba mirando. Alrededor de él, de ajo de él, encima de él todo era un tumulto de agua que lo cegaba, lo estrangulaba, lo ahogaba.
Una ola se hinchó bajo la niebla desgarrada, lo envolvió y lo hizo rodar y rodar hasta arrojarlo como un trozo de madera sobre la arena.
Y allí quedó Ged abrazado siempre a la vara de tejo, acosado por las olas más débiles que en un precipitado reflujo trataban de arrastrarlo otra vez fuera de la arena, mientras la niebla se abría y se cerraba por encima de él. Poco después una lluvia de aguanieve empezó a golpearlo.
Por fin, después de mucho tiempo, Ged se movió. Se incorporó apoyándose sobre las rodillas y las manos, y se arrastró lentamente playa arriba, apartándose de la orilla del mar. Era ya de noche, pero susurró una palabra, y una pequeña luz fatua flotó alrededor de la vara. Guiado por esa luz, avanzó poco a poco hacia las dunas. Se sentía tan extenuado, tan des echo, tan transido de frío que ese arrastrarse por la arena mojada en la oscuridad sibilante, sacudida por el estruendo del mar, le pareció el trabajo más penoso de todos los que había hecho hasta entonces. Y una o dos veces le pareció que el ruido atronador del viento y el mar se extinguían, y que la arena mojada se convertía en polvo cuando la tocaba, y sintió detrás de él la mirada inmóvil de unas estrellas desconocidas; pero no levantó la cabeza, y siguió gateando, trepando, y al cabo de un rato oyó el jadeo de su propia respiración y sintió en la cara los latigazos inclementes del viento y la lluvia.
El movimiento le devolvió al fin un poco de calor, y cuando hubo trepado hasta las dunas, donde las ráfagas de viento y lluvia eran menos ásperas, consiguió ponerse de pie. Habló para que la vara diera más luz, pues el mundo era ahora completamente negro, y luego, apoyándose en la vara, siguió caminando, tambaleándose y deteniéndose, hasta recorrer cerca de un kilómetro tierra adentro. De pronto, desde la cresta de una duna oyó el ruido del mar, más fuerte, no detrás de él sino delante: las dunas descendían una vez más hacia otra orilla. No se encontraba en una isla sino en un arrecife, un pequeño montículo de arena en medio del océano.
Estaba demasiado agotado para desesperar, pero algo así como un sollozo le brotó de la garganta y Ged se quedó allí largo rato Inmóvil, perplejo, sosteniéndose con la vara. Luego, tercamente, echó a andar otra vez, hacia la izquierda, así al menos tendría el viento detrás, y arrastrando los pies descendió paso a paso por la duna, tratando de encontrar entre las encorvadas matas de sargadilla, estriadas de escarcha, un hueco que pudiera brindarle algún abrígo. Al levantar la vara para ver qué había delante de él., vio en el borde más lejano del círculo de luz fatua un mortecino reflejo: una pared de troncos mojados por la lluvia.
Era una choza o una cabaña, pequeña y destartalada como si la hubiera construido un niño. Ged golpeó con la vara en la puerta baja. Siguió cerrada. La abrió de un empujón, y para entrar tuvo que doblarse casi en dos. Dentro de la cabaña no podía enderezarse del todo. Había brasas encendidas en el fogón, y en el débil resplandor rojizo Ged distinguió a un hombre de cabellos blancos y largos. que se encogía, presa de terror, contra la pared del fondo, y alguien más, no supo si hombre o mujer, que lo espiaba desde el suelo por entre un montón de trapos o cueros.
—No os haré daño —murmuró Ged.
No obtuvo respuesta. Miró a uno y luego al otro. Tenían los ojos en blanco de terror. Cuando Ged apoyó la vara en el suelo, el que yacía bajo el montón e trapos se escondió con un gemido. Ged se quitó la capa pesada de agua y hielo, se desnudó y fue a acurrucarse junto al fogón.
—Dadme algo con qué cubrirme —dijo. Estaba ronco y apenas si podía hablar, a causa del castañeteo de los dientes y e los largos temblores que le recorrían el cuerpo. Si lo oyeron, ninguno de los dos le respondió. Ged extendió la mano y sacó un trapo del montón que hacía las veces de lecho; quizás había sido una piel de cabra años atrás, pero ahora era todo andrajos y grasa negra. El que estaba escondido debajo del camastro-montón dejó escapar un gemido de terror, pero Ged no le hizo caso. Se restregó el cuerpo hasta secárselo y luego murmuró:
—¿Tienes leña? Carga un poco el fuego, abuelo. Vengo a ti en necesidad, no quiero hacerte ningún daño.
El viejo no se movió, lo observaba aterrorizado y estupefacto.
—¿Me entiendes? ¿No hablas hárdico? —Ged hizo una pausa y luego preguntó— ¿Kargo?
El viejo asintió, un solo movimiento de cabeza, brusco, seco, como una triste y vieja marioneta. Pero como ésa era la única palabra que Ged conocía de la lengua karga, allí acabó la conversación. Encontró leña apilada contra una pared y él mismo alimentó el fogón y atizó las brasas, y luego, por medio de gestos, pidió agua, pues el agua salada que había tragado le había revuelto el estómago y ahora lo consumía la sed. Encogiéndose, el viejo le señaló una gran concha que contenía agua, y empujó hacia el fogón otra concha en la que había lonchas de pescado seco y ahumado. Así, cruzado de piernas junto al fuego, Ged bebió y comió un poco, y cuando hubo recobrado las fuerzas y el sentido de la realidad, se preguntó dónde estaba. Ni aun con el viento mágico podía haber navegado hasta los países kargos. Ese islote tenia que estar en el Confín, al este de Gont pero todavía al oeste de Karego-At. Parecía extraño que alguien pudiera vivir en un lugar tan pequeño, tan abandonado, un simple banco de arena; tal vez fueran náufragos; pero estaba demasiado extenuado para tratar de dilucidar ese misterio.
Acercó la capa al calor del fuego. La plateada piel de pellawi se secó rápidamente, y ni bien la lana que la recubría estuvo al menos tibia, Ged se envolvió en ella y se acostó junto al fogón.
—Dormid, buena gente —les dijo a sus silenciosos anfitriones, y apoyando la cabeza en el suelo de arena, se quedó dormido.
Tres noches pasó en la isla innominada, porque la primera mañana, cuando despertó, le dolían todos los músculos, y estaba afiebrado y enfermo. Todo ese día y la noche siguiente los pasó acostado al lado del fogón, como un leño que el mar había arrojado a la playa. Cuando despertó al día siguiente, tenía aún los miembros rígidos y doloridos, pero se sentía mejor. Se puso las ropas todavía con grumos de sal, pues no había agua dulce suficiente para lavarlas, y saliendo al viento de la mañana gris exploró el lugar al que había sido atraído por los ardides de la sombra.
Era un banco de arena rocoso de no más de un kilómetro de ancho y poco más de largo, rodeado de rocas y bajíos. Ningún árbol, ningún arbusto crecía allí, ninguna planta excepto la combada sargadilla. La cabaña estaba construida en un hueco de las dunas, y los dos viejos, el hombre y la mujer, vivían allí solos, en medio de la total desolación del mar desierto. Más que construida, estaba hecha de tablas y ramas secas, encontradas a orillas del mar. El agua provenía de un pequeño pozo salobre cercano a la cabaña; se alimentaban de pescados y moluscos, frescos o secos, y de algas. Los cueros andrajosos ue había en la cabaña, así como un pequeño surtido de agujas y anzuelos de hueso, y los tendones que utilizaban como líneas para pescar y como hurgones para despabilar el fuego, no provenían de cabras, como Ged había pensado al principio, sino de focas de piel manchada; y en verdad en lugares como ese se reunían las focas para tener cría en el verano. Pero nadie más va a un sitio semejante. Los dos viejos temían a Ged no porque lo creyeran un espíritu, ni porque fuera un hechicero: le temían porque era un hombre. Se habían olvidado de que había en el mundo otros seres humanos.
El hosco terror del viejo era constante. Cuando le parecía que Ged se acercaba demasiado, retrocedía de un salto, espiándolo a hurtadillas por detrás de la mata de delo, canosa y sucia. Al principio, la mujer lloriqueaba y se escondía bajo su montón de andrajos cada vez que Ged se movía, pero durante las largas horas que había pasado en la cabaña oscura, dormitando y delirando de fiebre, la había visto agacharse junto a él y mirarlo con ojos extraños, con una mirada vacía y a la vez anhelante; y poco después ella le había traído un poco de agua. Cuando Ged se había sentado para tomar la concha de las manos de la mujer, ella se había asustado y la había dejado caer, derramando toda el agua, y luego se había, echado a llorar, y se había enjugado las lágrimas con los largos cabellos cenicientos.
Ahora lo observaba mientras él trabajaba en la playa, tallando maderos traídos por la corriente y tablas de su propia barca que la marea había arrojado a la orilla, para hacer una nueva barca, con la ayuda de la tosca azuela de piedra del vicio y de un sortilegio de atar. No se trataba de una reparación, ni de la construcción de una barca, pues no contaba con madera suficiente, y le faltaban muchas cosas, que sólo podía obtener por medios mágicos. Sin embargo la vieja no observaba tanto su obra maravillosa como lo observaba a él, con esa misma expresión anhelante en los ojos. Al cabo de un rato se marchó, y un momento después volvió con un regalo: un puñado de mejillones que había juntado en las rocas. Ged los comió allí mismo, tal como ella los había traído, crudos y empapados en agua de mar, y le dio las gracias. Como si de pronto hubiese cobrado ánimo, la vieja fue a la cabaña y cuando volvió traía algo otra vez, un paquete envuelto en un trapo.
Tímidamente, sin apartar un solo instante los ojos del rostro de Ged, desenvolvió su tesoro y lo levantó para que él lo viera.
Era un vestidito de niña, de brocado de seda, enteramente recamado, rígido, de perlas diminutas, sucio de sal y amarillo por los años. En el pequeño corpiño las perlas trazaban una figura que Ged conocía: la doble fecha de los Hermanos de Dios del Imperio Kargo, y sobre ella una corona real.
La vieja, arrugada, sucia, toscamente vestida con un saco de piel de foca mal cosido, señaló primero el pequeño vestido de seda y luego se señaló a sí misma, y sonrió: una sonrisa dulce, inexpresiva, como la de un bebé. De algún bolsillo secreto cosido a la falda del vestido, extrajo un objeto pequeño y se lo tendió a Ged. Era un trocito de metal oscuro, quizás el resto de una joya, el semicírculo de un anillo roto. Ged lo miró, pero ella le indicó que se quedara con él, y no quedó satisfecha hasta que él lo tomó; entonces ella sacudió la cabeza y volvió a sonreír: le había hecho un regalo. El vestido lo envolvió otra vez con mucho cuidado en el harapo grasiento, y arrastrando los pies volvió a la cabaña a esconder su tesoro.
Ged se deslizó el anillo en el bolsillo de la túnica casi con el mismo cuidado. Sospechaba ahora que quizás aquellos dos desdichados eran hijos de una familia real del Imperio Kargo; un tirano o un usurpador que temía derramar sangre real los había desterrado a una isleta innominada, para que vivieran o perecieran lejos de Karego-At. Él sería acaso, en ese entonces, un niño de ocho o diez años y ella una preciosa y saludable princesita, con vestido de seda y perlas; y habían v vivido y sobrevivido solos, cuarenta, cuarenta y cinco años, en un peñasco en medio del océano, príncipe y princesa de la Desolación.
Pero la verdad de esta sospecha no la conoció hasta años más tarde, cuando la búsqueda del Anillo de Erreth-Akbé lo llevó a las Comarcas Kargas, y a las Tumbas de Atuán.
La tercera noche de Ged en la isla terminó en un amanecer pálido y sereno. Era el día del Retorno del Sol, el día más corto del año. La pequeña barca de madera y magia, de resaca y sortilegios, estaba ya pronta. Había intentado explicar a los viejos que podía llevarlos a cualquier isla, a Gont o Spevy o las Toriclas, hasta los hubiera desembarcado en una playa solitaria de Karego-At si ellos se lo hubiesen pedido, pese a que las aguas kargas no eran lugar seguro para un archipielagiano. Pero no querían abandonar aquella isla desolada. La vieja parecía no comprender lo que Ged trataba de decir con palabras y gestos: el viejo comprendía, y rehusaba. Todo el recuerdo que tenía de otras tierras y otros hombres era una pesadilla infantil, una pesadilla de sangre, de gigantes y gritos. Ged leía todo eso en el rostro arrugado, mientras el viejo meneaba y volvía a menear la cabeza.
De modo que esa mañana Ged llenó un odre de piel de foca con agua del pozo, y como no podía agradecer a los viejos el fuego y la comida, y no tenía ningún regalo que pudiera darle a la vieja, hizo lo que pudo y echó un sortilegio en aquel insalubre surtidor de agua salada. El agua brotó de la arena dulce y límpida come, la de cualquier manantial de montaña en las alturas de Gont. Y nunca dejó de manar. Y es por eso que ese lugar de dunas y rocas ha sido incluido en los mapas y tiene un nombre: los navegantes lo llaman la Isla del Manantial. Pero la cabaña ha desaparecido, y las tempestades de numerosos inviernos no han dejado ningún rastro de los dos seres que allí vivieron y que allí murieron solos.
Permanecieron encerrados en la cabaña, como si temieran mirar, cuando Ged botó la barca en la punta arenosa del sur de la isla. Dejó que el viento del mundo, que soplaba constante desde el norte, hinchara el velamen de lienzo mágico, y la barca se deslizó veloz sobre las aguas.
Extraña era por cierto aquella travesía, aquella búsqueda a través de los mares, pues como bien lo sabía Ged, aunque él era el cazador no sólo ignoraba qué presa perseguía sino también en qué región de toda Terramar podría encontrarla. Tenía que dejarse guiar por la intuición, por corazonadas, por la suerte, como si la presa fuese el cazador. Confundido Ged por las sombras impalpables, confundida la sombra por la luz del día y las cosas sólidas, ninguno veía el ser del otro. Ged sabía al menos que él era ahora el cazador, ya no la presa. Pues la sombra, después de haberle atraído con ardides al arrecife, hubiera podido echarse sobre él mientras yacía medio muerto en la playa mientras gateaba a ciegas por las dunas en la oscuridad, Izad, en el corazón de la tormenta; sin embargo, no había aprovechado esa oportunidad. Lo había atraído a una celada y había partido al instante, en fuga precipitada: ahora no se atrevía a enfrentarlo. En eso veía Ged que Ogión había dicho la verdad: mientras él la enfrentase, la sombra no podría destruirlo. Tenía pues que continuar enfrentándola, persiguiéndola, aunque el rastro ya se hubiera enfriado en la helada inmensidad de los mares , aunque no tuviese nada que lo guiara salvo el azar de, que el viento del mundo soplara hacia el sur, y una vaga sospecha, un presentimiento de que el sur, o quizás el este, era el rumbo adecuado.
No había caído aún la noche cuando vio a lo lejos y a la izquierda la línea larga y borrosa de una costa, una tierra extensa, probablemente Karego-At. Cruzaba ahora las rutas marítimas de ese bárbaro pueblo de hombres blancos. Mirando con atención, por si aparecía a la vista alguna galera o un galeón kargo, recordó, mientras navegaba en el bermejo atardecer, aquella mañana de su infancia en la aldea de Diez Alisos los guerreros empenachados, el fuego, la bruma… Y al pensar en ese día vio de pronto, con un sobresalto en el corazón, de qué modo la sombra había querido engañarlo con la misma estratagema que él había utilizado antes, levantando aquella niebla alrededor en pleno mar, como si la hubiese traído desde el pasado, para que no viera el peligro y así llevarlo engañado a la muerte.
Continuó navegando hacia el sureste, y cuando la noche cayó en la orilla oriental del mundo, la línea de tierra se hundió y desapareció. Los últimos resplandores del poniente iluminaban aún las crestas de espuma con un brillo rojizo, pero los huecos entre las olas eran pozos de oscuridad. Ged cantó en voz alta el Villancico del Invierno, y los cantos que recordaba de la Gesta del Joven Rey, pues eso es lo que se canta en la fiesta del Retorno del Sol. La voz de Ged era clara, pero no tenía ninguna resonancia en el vasto silencio del mar. Pronto llegó la noche, y con ella llegaron las estrellas.
Durante toda esa noche, la más larga del año, Ged permaneció en vela, observando las estrellas, viendo cómo aparecían a la izquierda de él, surcaban el cielo y se hundían a la derecha en lejanas aguas negras. Mientras, el largo viento del invierno lo llevaba siempre hacia el sur, sobre un mar invisible. De vez en cuando dormía. un momento, para despertarse de golpe, con un sobresalto. Esa barca en que navegaba no era una barca, más de la mitad era magia y sortilegio, y el resto tablas viejas y madera de resaca: si se descuidaba por un momento los hechizos de forma y atadura que la sostenían, pronto se desarmaría y se dispersaría flotando a la deriva como un pequeño despojo. Y la vela, tejida de magia y aire, no resistiría mucho tiempo contra el viento si él se dormía: ella misma se transformaría en un soplo de viento. Los sortilegios de Ged eran eficaces y poderosos, pero cuando la materia sobre la que obran tales sortilegios es escasa, el poder que los mantiene ha de ser renovado constantemente: por esa causa Ged no durmió aquella noche. Más seguro y más rápido habría sido atravesar aquellas extensiones como halcón o delfín, pero Ogión le había aconsejado no cambiar de forma, y él conocía el valor de los consejos de Ogión. Siguió pues navegando rumbo al sur, bajo las estrellas que iban hacia el oeste, y la noche fue larga y lenta, hasta que el primer día del año nuevo brilló sobre todo el mar.
Poco después de la salida del sol vio tierra adelante, pero poco o nada avanzaba la barca. El viento del mundo había cesado en el amanecer. Levantó hasta la vela un ligero viento de magia, que lo condujera hacia esa orilla. Desde que la había visto allá a lo lejos, el miedo había vuelto a dominarlo, un terror insondable que lo empujaba a dar media vuelta, a huir. Y siguió detrás de ese miedo como el cazador sigue una pista, la huella ancha y pesada de las zarpas de un oso, que en cualquier momento puede abalanzarse sobre él desde la espesura. Porque ahora estaba cerca: lo sabía.
Era una tierra muy extraña en verdad la que veía asomar sobre el mar a medida que iba aproximándose. Lo que de lejos parecía ser la muralla escarpada de una sola montaña, estaba dividido en varios riscos largos y abruptos, una serie de islas quizás, entre las que el mar penetraba formando estrechos y canales. En Roke, en la Torre del Maestro de Nombres, Ged había estudiado largamente numerosos mapas y cartas de navegación, pero casi todas eran del Archipiélago y de los mares interiores. Ahora estaba más allá, en el Confín del Levante, e ignoraba qué isla podía ser aquélla. Aunque esto no le preocupaba. Era miedo lo que lo esperaba allí delante, un miedo que lo acechaba escondido entre las laderas y los bosques de la isla, y directamente hacia él enfiló Ged la barca.
Ahora los negros acantilados erizados de bosques se cernían altos, sombríos y amenazantes, y la espuma de las olas que rompían contra los promontorios rocosos rebotaba y salpicaba con violencia la vela, mientras el viento de magia empujaba la barca entre dos grandes cabos separados por un brazo de mar, un estrecho no más ancho que el largo de dos galeras y que penetraba en las profundidades de la isla. El mar, confinado en el estrecho, se agitaba hostigando las orillas escarpadas. No había playas, pues los acantilados caían a pique, y ensombrecían las aguas con el reflejo frío de las cimas. Era una mañana sin viento, y muy silenciosa.
Ya la sombra lo había hecho caer en una trampa en los páramos de Osskil y en otra arrastrándolo en la niebla hacia las rocas. ¿Habría ahora una tercera trampa? ¿Era él quien la había seguido hasta allí, o lo había atraído ella, a otra celada?
Ged lo ignoraba. Sólo conocía dos cosas: aquel miedo atormentador y la necesidad de seguir adelante y llevar a cabo lo que se había propuesto: perseguir al mal sin sosiego, acorralarlo, ir detrás del terror hasta su fuente misma. Timoneaba la barca con infinita cautela, escrutando atrás y adelante, y de arriba abajo, los acantilados que lo flanqueaban. Había dejado atrás, en alta mar, la luz del nuevo día. Allí todo era oscuridad. Cuando volvía la cabeza, la entrada del estrecho entre los promontorios le parecía una puerta ancha y lejana brillantemente iluminada. Los acantilados eran cada vez más altos a medida que se aproximaban al corazón de los montes, y el brazo de mar cada vez más estrecho. Ged escrutaba delante de él la grieta oscura, y a derecha e izquierda las enormes laderas cavernosas, desmoronadas, de donde colgaban árboles contrahechos, con la mitad de las raíces al aire. Nada se movía. Ahora estaba llegando al final del pasadizo, una mole de roca desnuda y rugosa, que las últimas olas, aprisionadas entre las dos orillas de un canal no más ancho que un arroyo, lamían débilmente. Las piedras despeñadas, los troncos podridos y las raíces de los árboles contrahechos dejaban un espacio a duras penas suficiente para maniobrar. Una trampa: una trampa siniestra bajo las raíces de la montaña silenciosa, y Ged había caído en esa trampa. Nada se movía, ni delante de él ni por encima de él. Todo estaba mortalmente quieto. No podía seguir.
Hizo que la barca diera media vuelta, maniobrando con prudencia y utilizando sortilegios y un remo improvisado para evitar que chocase debajo del agua contra las rocas o se enredase en las raíces y ramas, largas y enroscadas como tentáculos. Estaba ya de proa hacia la salida, y se disponía a levantar un viento que lo llevase por el canal en sentido contrario, cuando de pronto las palabras del sortilegio se le helaron en los labios, y se le enfrió el corazón. Volvió la cabeza por encima del hombro. La sombra estaba allí, en la barca, detrás de él.
La pérdida de un solo instante hubiera sido la pérdida de Ged, pero no titubeó, y se precipitó para asir y retener aquella cosa que flotaba y temblaba, allí al alcance del brazo. Ninguna magia lo ayudaría ahora; sólo con su carne, con su vida podía luchar contra la no-vida. No pronunció una sola palabra, pero atacó, y la barca se hundió y cabeceó con la violencia de Ged. Y un dolor le corrió desde los brazos al pecho, quitándole el aliento, y un frío glacial lo atravesó, y lo encegueció; pero en las manos que sujetaban a la sombra no había nada… sólo oscuridad, aire.
Tropezó, y se aferró al mástil para detener la caída, y la luz le volvió a los ojos como un rayo. Vio a la sombra que se alejaba, temblorosa y encogida, y que luego se extendía por encima de él, por encima de la vela apenas un instante. De pronto, como una negra bocanada de humo al viento, se replegó y huyó, informe, a ras del agua, hacia la puerta Iluminada entre los promontorios.
Ged cayó de rodillas. La pequeña barca hecha de sortilegios y remiendos volvió a cabecear, se meció un momento, y luego bogó a la deriva, llevada por las olas. Ged, que seguía acurrucado, aturdido y con la mente en blanco, tratando sólo de respirar, sintió de pronto bajo las manos un chorro de agua fría, y comprendió que tenía que ocuparse de la barca pues los sortilegios que la mantenían unida se estaban debilitando. Se levantó, y sosteniéndose en la vara que hacía las veces de mástil, volvió a tramar lo mejor que pudo el sortilegio de atadura. Estaba exhausto y transido de frío; sentía un dolor lacerante en las manos y los brazos y no había en él ningún poder. Hubiera deseado echarse allí, en ese oscuro paraje en que se unían el mar y la montaña, y dormir, dormir acunado por el movimiento incesante de las olas.
No sabía si ese agotamiento súbito era algún maleficio que le había echado la sombra al huir, o consecuencia del frío espeluznante del contacto con ella; o si no era más que hambre, o necesidad de dormir y de recuperar las energías perdidas; pero luchó contra ese cansancio, se esforzó por levantar un ligero viento de magia que hinchara la vela y por seguir navegando en el oscuro brazo de mar por donde había huido la sombra.
Ya no había terror. Ya no había alegría. Ahora él no era ni el cazador ni la presa. La aventura ya no era un episodio de caza. Por tercera vez la sombra y él se habían encontrado y se habían tocado: por su propia voluntad él había corrido detrás de ella, había tratado de echarle las manos encima y atraparla. No había podido retenerla, pero había forjado un vínculo entre ellos, un lazo indestructible. Ya ni siquiera era necesario que la persiguiera, que le siguiera la pista, que la acorralara; ni de nada le valdría a ella, además, que tratara de huir de él. Para ellos no había escapatoria. Cuando llegaran al lugar preciso y a la hora de encontrarse por última vez, se encontrarían.
Pero hasta ese momento, y en cualquier otra parte que no fuese ese lugar, no habría para Ged paz ni sosiego, de día y de noche, en mar y en tierra. Ahora sabía, y era cruel saberlo, que su tarea nunca había consistido en tratar de deshacer lo que había hecho sino en terminar lo que había empezado.
Salió al fin del canal entre los acantilados negros, y el vasto cielo de la mañana resplandecía sobre el mar, y un viento de bonanza soplaba del norte.
Bebió el agua que le quedaba en el odre de piel de foca y bordeando la costa más occidental desembocó en un ancho estrecho que separaba el promontorio de una segunda isla, más hacia el oeste. Entonces, recordando las cartas de navegación del Confín del Levante, reconoció el paraje. Eran las Manos, un par de islas solitarias cuyos montes se extienden como dedos que apuntaran hacia el norte, señalando a los países Kargos. Continuó navegando entre las Manos, y cuando unas nubes de borrasca empezaron a oscurecer la tarde, recaló en la costa sur de la isla occidental. Había divisado allí, no lejos de la orilla, una pequeña aldea y un río que descendía turbulento para volcarse en el océano; y poco le importaba que lo acogieran bien o mal, con tal de conseguir un poco de agua, el calor de un fuego, y dormir.
Los aldeanos eran gentes rústicas y tímidas, y aunque les impresionaba la vara de hechicero, y no les gustaban las caras extrañas, se mostraron hospitalarios con alguien que llegaba solo del océano, y antes de una tempestad. Le ofrecieron carne y bebida en abundancia, y el calor del fuego y la compañía reconfortante de las voces humanas que hablaban su misma lengua hárdica. Y más aún, le dieron agua caliente para que se quitara el frío y la sal del mar, y una cama para dormir.