Ged despertó, y durante un largo rato sólo supo que era agradable despertar, pues no había esperado despertar otra vez, y era maravilloso ver la luz, la vasta y simple luz del día alrededor. Tenía la sensación de flotar en esa luz, o de navegar en una barca a la deriva en aguas apacibles. Al fin se dio cuenta de que estaba acostado en una cama, mas no una cama como los jergones en que siempre había dormido. Estaba montada sobre una armazón sostenida por cuatro altas patas talladas, y los colchones eran grandes sacos de seda rellenos de pluma, y por eso él pensaba ue estaba flotando. Y de lo alto del lecho colgaba un dosel de seda carmesí para proteger de las corrientes a quien allí durmiera. A ambos lados del lecho el cortinado estaba recogido y Ged pudo ver que se encontraba en una alcoba con paredes y suelo de piedra. Por tres altas ventanas veía el páramo, desnudo y pardusco, moteado de nieve aquí y allá a la pálida luz del sol del invierno. La estancia debía de estar situada a gran altura, pues miraba a una vasta extensión de tierra.
Un cobertor de raso resbaló a un costado cuando Ged se incorporó, descubriendo que estaba vestido con una túnica de brocado de plata y seda, como un señor. junto al lecho, sobre una silla, lo esperaban un par de botas de cuero flexible y una capa forrada con piel de pellawi. Permaneció un rato sentado, sereno y atontado a la vez, como bajo el efecto de un encantamiento; de pronto se levantó y buscó la vara. Pero no la tenía.
La mano derecha, aunque recubierta de bálsamos y vendajes, tenía la palma y los dedos quemados. Y ahora le dolía, y también todo el cuerpo.
Otra vez permaneció un momento inmóvil, de pie. Luego llamó en voz queda y sin esperanza: —Hoeg… Hoeg… —pues la pequeña criatura de insobornable lealtad también había desaparecido, la pequeña alma silenciosa que una vez lo rescatara del dominio de la muerte. ¿Había estado aún con él en la víspera, cuando escapaba? ¿Y había sido la víspera, o muchas noches atrás? No lo sabía. Todo le parecía borroso y oscuro, el gebbet, la vara en llamas, la fuga, los murmullos, el portal. No recordaba nada claramente, ni siquiera ahora. Murmuró una vez más el nombre del otak, pero sin esperanza de que le respondiera, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Una pequeña campana sono a lo lejos, y una segunda tintineó justo del otro lado de la pared de la alcoba. Una puerta se abrió a espaldas de Ged, y entro una mujer.
—Bienvenido, Gavilán —dijo, sonriendo.
Era joven y alta, y estaba vestida de blanco y plata; una red de plata le coronaba los cabellos que caían como una cascada de aguas negras.
Ged se inclinó en una tiesa reverencia.
—No te acuerdas de mí, parece.
—¿Acordarme de ti, Señora?
Sólo una vez había visto a una mujer hermosa y con atavíos adecuados: la Dama de O que había asistido con su Señor a la fiesta del Retorno del Sol en Roke. Ella había sido como la llama leve y vivaz de una bujía, pero esta mujer era como la blanca luna nueva.
—Pensé que no me recordarías —dijo ella, sonriendo—. Pero, aunque tengas poca memoria, eres bienvenido aquí, como un viejo amigo.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Ged, todavía tieso y torpe de lengua. Le costaba hablarle a esa mujer, y también le costaba dejar de mirarla. Las ropas principescas con que estaba vestido le eran extrañas, las piedras que pisaba no eran el suelo familiar, hasta el aire que respiraba le parecía distinto; él no era él, no el Ged que siempre había sido.
—Esta fortaleza es la Corte del Terrenón. Mi Señor, cuyo nombre es Benderesk, es soberano de esta comarca desde el confín de los Páramos de Keksemt, al,norte, hasta las Montañas de Os, y es él quien guarda la piedra preciosa llamada Terrenón. En cuanto a mí, aquí en Osskil me llaman Serret, que en la lengua del país significa Plata. Y en cuanto a ti, lo sé, a veces te llaman Gavilán, y te invistieron hechicero en la Isla de los Sabios.
Ged se miró la mano quemada y dijo:
—No sé qué soy yo. En otro tiempo tenía poder. Pero creo que lo he perdido.
—¡No! No lo has perdido, o acaso sólo para recobrarlo multiplicado diez veces. Aquí estás protegido de lo que te persiguió hasta esta corte, amigo mío. Hay murallas poderosas alrededor de esta torre, y no todas son de piedra. Aquí podrás descansar, recobrarte. Y quizá encuentres aquí, además, una fuerza diferente, y una vara que no se consuma en cenizas mientras la tienes en la mano. Al fin y al cabo, un camino nefasto puede conducir a un fin venturoso. Y ahora ven conmigo, quiero mostrarte nuestro dominio.
Tan dulcemente hablaba la mujer, que Ged apenas oía las palabras, y se dejó llevar sólo por la voz. La siguió. La alcoba de Ged estaba en verdad a gran altura en aquella torre que se elevaba como un diente acerado sobre la cresta de la colina. Descendiendo por una marmórea escalera de caracol fue detrás de Serret a través de ricos salones y aposentos, cuyas altas ventanas, orientadas hacia el norte, el sur, el este y el oeste, dominaban el monótono paisaje de las colinas bajas que se extendían sin casas ni árboles bajo el pálido sol de un cielo invernal. Sólo hacia el norte, en lontananza, algunos pequeños picos blancos se recortaban contra el azul, y en el horizonte austral podían adivinarse los reflejos espejeantes del mar.
Las puertas eran abiertas por sirvientes que se hacían a un lado para dar paso a Ged y la dama, osskillanos todos ellos, de rostros pálidos y hoscos.
También ella era clara de tez, pero hablaba bien la lengua hárdica, y hasta con el acento de Gont, le pareció a Ged. Un poco más tarde, ese día, le presentó a su esposo Benderesk, Señor del Terrenón Tres veces mayor que ella, esquelético, de una palidez cadavérica y mirada turbia, el Señor Benderesk recibió a Ged con una fría y recelosa cortesía, invitándolo a permanecer como huésped del torreón todo el tiempo que quisiera. Después de eso, poco más tuvo que decir: nada le preguntó a Ged acerca de sus viajes o del enemigo que había estado persiguiéndolo. Tampoco se lo había preguntado la Dama Serret.
Si eso era extraño, extraño era también aquel lugar, y no menos extraño que él estuviese allí. Nada aparecía del todo claro en la mente de Ged. No lo terminaba de entender. El azar lo había conducido a esa fortaleza, y sin embargo el azar era mero designio; o, si había llegado allí por algún designio, ese designio era obra del mero azar. Había partido rumbo o al norte: un desconocido en Orrirny le había aconsejado que viniese aquí, en busca de ayuda; un navío osskillano había estado esperándolo y Skior lo había guiado. ¿Cuánto de todo esto era obra de la sombra que lo perseguía? ¿Y si él y la sombra, presa y cazador, hubiesen sido atraídos allí por otra potestad, él tras el señuelo y ella tras él, adueñándose de Skior, llegado el momento, para utilizarlo como arma? Así tenía que ser porque la sombra, como había dicho Serret, jamás podría entrar en la Corte del Terrenón. Desde que despertara allá en la torre, Ged no había advertido ningún signo, ninguna amenaza de la insidiosa presencia. Pero ¿qué lo había conducido entonces hasta allí? Porque ése no era un sitio al que uno llega por casualidad; aun con la mente confusa, Ged empezaba a darse cuenta. Ningún extranjero llamaría a esos portales. La torre se alzaba solitaria y remota, de espaldas al camino que descendía a Neshum, el poblado más próximo. Nadie entraba en el castillo, nadie salía de él. Las altas ventanas daban a la desolación.
Ese era el mundo que contemplaba Ged, día tras día, desde las ventanas de la alta alcoba de la torre, solo, abatido y perplejo y temblando de frío. Siempre hacía frío en la torre, a pesar de las alfombras y tapices, de las espesas y ornamentadas colgaduras, a pesar de las ricas vestiduras forradas de pieles y de las grandes chimeneas de mármol. Era un frío que penetraba en los huesos y se aposentaba en la médula, y no había modo de expulsarlo. Y en el corazón de Ged se aposentaba a la vez una vergüenza fría que tampoco podía expulsar, pues continuaba pensando en cómo había enfrentado al enemigo, se había dejado derrotar por él, y había escapado. Imaginaba a todos los Maestros de Roke reunidos, Gensher el Archimago entre ellos, con la cara sombría, y Nemmerl, Ogión, y hasta la bruja que le había enseñado el primer sortilegio: todos estaban allí y lo miraban, y Ged sabía que había defraudado la confianza que habían puesto en él. Y él imploraba, diciendo: «Si no hubiese huido, la sombra se hubiera apoderado de mí: ya tenía toda la fuerza de Skior y parte de la mía, y yo no podía luchar con ella, pues sabía mi nombre. Tuve que huir. Un gebbet-hechicero hubiera sido una potestad terrible al servicio del mal y de la ruina. Tuve que huir». Pero nadie le respondía. Y mientras tanto miraba caer la nieve, fina e incesante, sobre los páramos desolados al pie de la alta torre, y sentía en él aquel frío entumecedor y creciente, hasta que no le quedaba otra sensación que la de una especie de fatiga.
Muchos días pasó así, a solas con su desgracia. Las raras veces que salía de la alcoba, estaba tieso y taciturno. La belleza de la Dama del Castillo le turbaba el corazón, y en esa Corte rica, decorosa, ordenada y extraña, se sentía un cabrerizo nato y de por vida.
Lo dejaban solo cuando él quería estar solo, y cuando ya estaba cansado de cavilar y miraba caer la nieve interminable, Serret iba a menudo a hacerle compañía en uno de los salones de paredes curvas, más abajo en la torre, entre los tapices ornamentados y a la luz de las llamas del hogar. No había alegría en a Dama del Castillo: jamás se reía, pero sonreía con frecuencia, y una de esas sonrisas bastaba casi para que Ged se sintiera mejor. Junto a ella Ged empezó a dejar de lado el recelo y la vergüenza, y pronto se encontraron todos los días para conversar, larga y apaciblemente, un poco aparte de las doncellas que siempre acompañaban a Serret, junto a la chimenea o a las ventanas de las altas salas de la torre.
El viejo señor estaba casi siempre recluido en sus aposentos, saliendo por las mañanas para pasearse de arriba abajo por los nevados patios interiores del castillo, como un viejo brujo que ha estado cociendo filtros y pócimas mágicas toda la noche. Cuando se reunía con Ged y Serret para la cena, permanecía silencioso y cabizbajo, y de vez en cuando miraba a su mujer con ojos duros, codiciosos. En esos momentos Ged sentía piedad por ella. Era como un ciervo blanco encerrado en una jaula, como una avecilla blanca con las alas cortadas, como un anillo de plata en el dedo de un hombre viejo. Era una de las joyas del tesoro de Benderesk. Cuando el Señor del Castillo se retiraba, Ged se quedaba con ella, tratando de alegrar la soledad de la Dama, como ella había alegrado la de él.
—¿Qué gema es esa que da nombre a vuestra corte? —le preguntó una noche mientras conversaban de sobremesa frente a los platos y cálices de oro vacíos, en el cavernoso salón comedor, a la luz de los candelabros.
—¿No te han hablado de ella? Es famosa.
—No. Sólo sé que los Señores de Osskil tienen grandes tesoros.
—Ah, es la más resplandeciente de las gemas. Ven, ¿te gustaría verla?
La Dama sonrió, con un aire de picardía y audacia, como. si estuviera un poco asustada de lo que hacía y salió del comedor. Ged fue detrás de ella y juntos cruzaron los estrechos corredores de la torre y descendieron por una escalera subterránea hasta una puerta aherrojada que él nunca había visto. La Dama abrió con una llave de plata, y miró a Ged con la misma sonrisa, como si lo desafiara a seguirla. Del otro lado de la puerta había un pasadizo corto y una segunda puerta, que Serret abrió con una llave de oro, y luego una tercera puerta, y ésta la abrió con una de las Grandes Palabras que desatan. Detrás de esa última puerta el candil ilumino un cuarto pequeño, como una celda, una mazmorra; suelo, paredes, techo: todo piedra tosca y desnuda.
—¿La ves? —preguintó Serret.
Ged miró alrededor del cuarto y su ojo de hechicero se detuvo en una piedra del suelo. Era tosca como todas las demás, y como ellas exudaba humedad, una pesada piedra de pavimento informe y en bruto. Pero Ged notó el poder de la piedra como si ella le hablara en voz alta. Y el aliento se le quedó en la garganta y durante un instante se sintió enfermo Aquella piedra era la piedra fundamental de la torre, y la celda era el centro, el corazón; y hacía frío allí, un frío cruel, glacial; nada podría calentar jamás aquel cuarto pequeño. Era algo que se remontaba a tiempos muy lejanos: un espíritu viejo y terrible estaba aprisionado en ese bloque de piedra. Ged inmóvil, no había contestado ni sí ni no. Al cabo de un momento, Serret, echándole una mirada rápida y curiosa, señaló la piedra:
—Aquí tienes el Terrenón. Te extraña que guardemos una joya tan preciosa en más profunda y secreta de nuestras cámaras?
Ged, pensativo y en guardia, tampoco esta vez respondió. Casi hubiera dicho que ella estaba probándolo; pero era posible que ella nada supiera de la naturaleza de la piedra, y por eso hablaba de ella con tanta volubilidad. No sabía bastante como para tenerle miedo.
—Dime qué poderes tiene —dijo Ged al fin.
—Fue hecha antes de que Segoy alzara las islas del mundo en el Mar Abierto. Fue hecha junto con el mundo, y perdurará hasta el fin del mundo. El tiempo no es nada para ella. Si pones la mano sobre ella y le haces una pregunta, te responderá, de acuerdo con el poder que haya en ti. Tiene una voz, si sabes escucharla. Hablará de las cosas que han sido, son y serán. Predijo tu venida mucho antes de que tú llegaras a esta comarca. ¿Quieres hacerle una pregunta ahora?
—No.
—Te contestará.
—No tengo nada que preguntar.
—Podría decirte —murmuró Serret con una voz dulce— cómo derrotar a tu enemigo.
Ged no despegó los labios.
—¿Le tienes miedo a la piedra? —preguntó ella como si no pudiera creerlo; y él respondió:
—Sí.
En el frío y el silencio de muerte de aquella celda defendida por muros y muros de sortilegios y piedra, y a la luz del único candil que llevaba en la mano, Serret lo observó una vez más con ojos centelleantes.
—Gavilán —dijo—, tú no tienes miedo.
—No, pero no quiero hablar con ese espíritu —respondió Ged, y mirándola de frente agregó con una grave temeridad—: Ese espíritu, mi Señora, está aprisionado en una piedra, y la piedra está ahí condenada por un sortilegio de atadura y ceguera, y un encantamiento de reclusión y guardia, y las triples murallas de una fortaleza en un páramo desolado y baldío, y está ahí no porque sea preciosa sino porque puede hacer mucho daño. Ignoro lo que te han dicho cuando viniste. Mas tú que eres joven y de corazón tierno, sería mejor que no la tocaras, y que ni siquiera la miraras. No te procurará ningún bien.
—La he tocado. Le he hablado y la he oído hablar. No me ha causado ningún mal.
La Dama dio media vuelta y regresaron por las puertas y pasadizos, y al llegar a la ancha escalera de la torre, a la luz de las antorchas, Serret sopló la llama del candil. Se separaron con pocas palabras.
Poco durmió Ged esa noche. No era el pensamiento de la sombra lo que lo mantenía despierto; ese pensamiento había sido casi desplazado or la imagen pertinaz, insistente de aquella piedra, la piedra fundamental de la torre, y por la visión del rostro de Serret, a la vez claro y sombrío, a la luz del candil. No podía olvidar aquellos ojos clavados en él y trataba de decidir qué expresión habían mostrado cuando él se negó a tocar la piedra. ¿Era desdén o dolor? Cuando por fin se acostó y se durmió, las sábanas de seda estaban frías como el hielo, y se despertaba una y otra vez en la oscuridad, siempre pensando en la piedra y en los ojos de Serret.
Al otro día la encontró en el curvo salón de mármol gris, iluminado ahora por la luz declinante del sol, y en el que ella acostumbraba a pasar las tardes jugando con las doncellas o hilando en la rueca. Le dijo:
—Dama Serret, he sido descortés. Te pido perdón.
—No… —respondió ella con aire pensativo, y repitió: —No… —Despidió a las doncellas que la acompañaban y cuando quedaron solos se volvió a Ged.— Mi huésped, mi amigo —le dijo—, tú eres muy clarividente pero acaso no veas todo lo que hay que ver. En Gont, en Roke, se enseña alta hechicería. Mas no toda la hechicería. Esto es Osskil, el País ,de los Cuervos: no es una comarca hárdica; no está por los magos, ni ellos saben mucho de ella. Acontecen cosas aquí que escapan al saber de los Maestros del Sur, y que no aparecen en las listas de Nombres. Uno teme siempre lo que ignora. Mas aquí, en la Corte M Terrenón, no tienes nada que temer. Por cierto, un hombre más débil podría tener miedo. Tú no. Tú eres el que ha nacido con el poder de dominar lo que está en el cuarto secreto. Lo sé. Y por eso estás ahora aqui.
—No entiendo.
—No entiendes porque mi señor Benderesk no te ha hablado con franqueza. Yo seré franca contigo. Ven, siéntate a mi lado.
Ged fue a sentarse junto a ella en el alféizar bajo guarnecido de cojines mullidos. La luz de la e moribunda los envolvía en un frío resplandor; abajo, en los páramos que ya se hundían en las sombras, la nieve de la noche pasada era un palio blanco y opaco sobre la tierra.
Serret habló en voz queda:
—Benderesk es Señor y Heredero del Terrenón, pero no puede utilizarla, no consigue que ella le obedezca. Tampoco yo puedo, sola o con él. Ni él ni yo tenemos el don y el poder necesarios. Tú sí, tú tienes las dos cosas.
—¿Y cómo lo sabes?
—¡Por la Piedra misma! Te he dicho ya que habló de tu venida. Conoce a su amo. Ha estado esperando tu llegada. Te esperaba desde antes que tú nacieras, esperaba a aquel capaz de dominarla. Y aquél que consiga que el Terrenón responda y obedezca, ese hombre tiene poder sobre su propio destino: la fuerza de aplastar a cualquier contendiente mortal o de otro mundo, y clarividencia, y sabiduría, riqueza y poder, ¡y será hacedor de hechicerías capaces de humillar al Archimago mismo! Lo mucho o poco que quieras tomar de todo eso es tuyo; basta con que lo pidas.
Una vez más la Dama lo miro con ojos extraños y brillantes, y Ged se echó a temblar como transido de frío. Sin embargo había temor en el rostro de Serret, como si necesitara ayuda y fuese demasiado orgullosa para pedirla. Ged no sabía qué pensar. Mientras hablaba, Serret había puesto una mano sobre la de él; suave, y ligera, clara y menuda, contrastaba con la oscura y vigorosa mano de Ged. Ged dijo, suplicó:
—¡Serret! No tengo ese poder que me atribuyes… Si alguna vez lo tuve, he renunciado a él. Yo no puedo ayudarte, no, no puedo hacer nada por ti. Pero sé una cosa. Las Antiguas Potestades de la Tierra no están para servir a los hombres. jamás han sido puestas en nuestras manos, y en nuestras manos sólo engendrarán dolor y ruina. Lo maligno sólo puede obrar el mal. Yo no fui atraído a este sitio, he sido empujado, y la fuerza que me ha empujado hasta aquí trabaja para destruirme. No puedo ayudarte.
—Aquel que renuncia a su poder se ve a veces recompensado por un poder mucho más alto —dijo ella, y le sonrió, como si los temores y escrúpulos de Ged fuesen cosas de niño—. Quizá yo sepa más que tú de lo que te trajo aquí. ¿No te interpeló un hombre en las calles de Orrirny? Era un mensajero, un servidor del Terrenón. También él fue hechicero en un tiempo, y dejó la vara para servir a un poder más grande que el de la magia . Y viniste a Osskil y en los páramos trataste de luchar contra una sombra con la ayuda de tu vara de madera; y a duras penas pudimos saIvarte pues esa cosa que te persigue es demasiado astuta, y ya se había apoderado de una gran parte de tu fuerza… Sólo la sombra puede luchar contra la sombra. Sólo la oscuridad puede derrotar a la oscuridad. ¡Escúchame, Gavilán! ¿Qué necesitas, entonces, para derrotar a esa sombra que te aguarda fuera de estas murallas?
—Necesito lo que no puedo saber. Qué nombre tiene.
—El Terrenón, que conoce todos los nacimientos, las muertes, y todas las existencias antes y después de la muerte, los no-nacidos y los no mortales, el mundo de la luz y el de la oscuridad, te dirá ese nombre.
—¿Y el precio?
—No hay precio. Te obedecerá, te servirá como esclavo.
Tembloroso, atormentado, Ged no respondió. Ahora Serret le aferraba las dos manos y lo miraba a la cara. El sol se había hundido en las brumas que velaban el horizonte, y hasta el aire parecía empañado; sólo el rostro de Serret resplandecía triunfante, mirando a Ged y viendo como le flaqueaba la voluntad. Le susurró quedamente:
—Serás el más poderoso de los hombres, un rey de reyes. Reinarás y yo reinaré contigo…
Ged se levantó, y bastó un solo paso para que viera más allá, en la curva de la larga pared de la sala, al Señor del Terrenón: de pie junto a la puerta, escuchaba con una vaga sonrisa en los labios. A Ged se le aclararon los ojos y la mente. Miró a Serret.
—Es la luz lo que triunfa sobre la oscuridad —dijo, tartamudeando—, la luz.
Mientras hablaba vio, con tanta claridad como si las palabras mismas fuesen la luz que lo alumbraba, de qué modo lo habían arrastrado allí, con engaños, aprovechando el miedo que le tenía a la sombra para atraerlo; y una vez que le tuvieran allí nunca dejarían que se fuese. Lo habían salvado de la sombra, sí, pero porque no querían que la sombra se adueñara de él antes de que se hubiera convertido en esclavo de la Piedra. Una vez que el poder de la Piedra lo dominara, permitirían que la sombra entrara en la fortaleza porque un gebbet era mejor esclavo que un hombre. Si hubiese tocado la Piedra una sola vez, si le hubiese hablado, no habría habido salvación para él. Sin embargo, así como la sombra no había conseguido darle alcance y apoderarse de él, así tampoco la Piedra había podido utilizarlo… no del todo. Había estado a punto de ceder, pero no del todo No había consentido, y es muy difícil que el Mal tome posesión de un alma que no consiente.
De pie entre los dos que habían cedido, que habían consentido, miraba de uno a otro, mientras Benderesk avanzaba.
—Te lo dije, Serret —dijo el señor del Terrenón con voz seca—, te dije que se te escaparía de las manos. Serán locos tus hechiceros de Gont, pero son ladinos. Y tú también estás loca, mujer de Gont, si imaginas que nos engañarás a los dos, a él y a mi, que puedes dominamos a los dos con tu belleza, y utilizar el Terrenón para tus propios fines. Pero yo soy el Señor de la Piedra, y esto es lo que le hago a la esposa desleal: Ekabroe al oelwantar… —Era un sortilegio de transformación, y Benderesk había levantado. las largas manos para convertir a la temblorosa mujer en alguna cosa inmunda, una marrana, un perro, o una bruja vieja y babosa. Ged se adelantó y de un manotazo bajó las manos del señor, a la vez que pronunciaba una sola palabra. Y a pesar de que no tenía vara y se hallaba en tierra extranjera, en tierra maldita, en el dominio de las tinieblas, fue la voluntad de Ged la que prevaleció. Benderesk se había quedado inmóvil, los ojos turbios y coléricos clavaos en Serret.
—Ven —dijo ella con voz trémula—, Gavilán, ven pronto, antes que pueda llamar a los Servidores de la Piedra…
Y como en un eco, un murmullo recorrió la torre, a través de las piedras del suelo y de los muros, un murmullo seco y trepidante, como si la torre misma hablara.
Serret tomó la mano de Ged, y corriendo por pasadizos y salones bajó con él la larga espiral de la escalera. Salieron al patio del castillo, donde los reflejos plateados del sol vespertino flotaban aún sobre la nieve pisoteada y sucia. Tres de los servidores del castillo les cerraron el paso, hoscos e inquisitivos, como si sospecharan que aquellos dos planeaban algo contra el Señor.
—La noche cae, Señora —dijo uno, y otro—: No podéis salir a cabalgar en esta oscuridad.
—¡Fuera de mi camino, inmundicias! —gritó Serret, y dijo algo en la sibilante lengua osskiliana. Los hombres se apartaron de ella y cayeron al suelo. Uno de ellos no dejaba de gritar.
—Tendremos que salir por la puerta, no hay otra forma. ¿La ves tú? ¿Podrás encontrarla, Gavilán?
Le tironeó del brazo, mas Ged aún vacilaba.
—¿Qué les hiciste, qué sortilegio es ése?
—Les he echado plomo hirviente en la médula de los huesos, van a morir. Pronto, te digo, de prisa: lanzará sobre nosotros a los Servidores de la Piedra, y yo no encuentro la puerta… está defendida por un gran sortilegio. ¡Pronto!
Ged no entendía lo que Serret trataba de decirle, pues para él la puerta encantada era tan visible como la arcada del patio. Traspuso la arcada guiando a Serret, cruzó la nieve inmaculada del patio, y pronunciando un conjuro de apertura, atravesó con ella el portal de la muralla de sortilegios.
Cuando traspusieron esa última puerta, fuera ya del crepúsculo plateado de la Corte del Terrenón, ella se transfiguró. No porque fuera menos hermosa en la penumbra lóbrega de los páramos, mas su belleza tenía ahora un toque de brujesca ferocidad; y Ged la reconoció al fin: era la hija del Señor de Re Albi, hija de una bruja de Osskil, la que tiempo atrás, en los prados verdes de la casa de Ogión, se burlara de él incitándolo a leer el sortilegio que había liberado a la sombra. Pero no se demoró en estos pensamientos, pues ahora miraba atentamente alrededor, buscan o a aquel enemigo, la sombra que sin duda estaría esperándolo en alguna parte, fuera de las murallas mágicas. Quizá fuese todavía el gebbet, vestido con la muerte de Skior o escondido entre las sombras crecientes de la noche, informe y dispuesto a apoderarse de él y a ocupar la carne viviente de Ged. Ged no la veía, la sentía cerca.
De pronto vio una cosa pequeña y oscura, enterrada en la nieve, a pocos pasos de la puerta. Se inclinó, y la levantó con cuidado del suelo. Era el otak, el suave y corto pelaje cubierto de cuajarones de sangre y el cuerpecito menudo rígido, frío y sin peso.
—¡Transfórmate! ¡Transfórmate, ya llegan!… —gritó Serret aferrándole el brazo y señalando la torre que se alzaba a espaldas de ellos como un gigantesco diente blanco a la luz crepuscular. Unas criaturas negras salían reptando de las troneras cercanas al suelo, batían unas grandes alas y girando en círculos lentos se elevaban por encima de los muros y descendían hacia Ged y Serret, que esperaban inmóviles e indefensos en la ladera desnuda. El murmullo trepidante que habían escuchado dentro de la fortaleza era ahora mucho más fuerte, una queja, un estremecimiento de la tierra misma.
Una furia inconmensurable, un odio frenético contra todas las criaturas crueles y mortíferas que lo engañaban, le tendían celadas, lo perseguían sin tregua, estalló en el corazón de Ged.
—¡Transfórmate! — gritó Serret, y ella misma habló en un susurro rápido, casi sin aliento, y se convirtió en una gaviota blanca, y echó a volar. Pero Ged se agachó, arrancó una brizna de hierba seca y frágil que asomaba en la nieve, en el mismo sitio en que yaciera el pequeño otak. La levantó y le habló en voz alta en el Habla Verdadera; y mientras hablaba, la brizna se alargó y espesó; y cuando Ged calló al fin, tenía en la mano una gran vara, una vara de hechicero. Ningún fuego rojo y maléfico se encendió o consumió a lo largo de la vara cuando las negras criaturas voladoras de la Corte del Terrenón se abatieron sobre Ged y él las golpeó; ardió, sí, con el fuego mágico que no quema, pero que ahuyenta la oscuridad.
Las criaturas volvieron al ataque: bestias torpes, engendros que venían de eras remotas, antes de que existieran el ave, el dragón o el hombre, olvidadas a lo largo de milenios por la luz del día, mas recordadas y convocadas por el poder maléfico e inmemorial de la Piedra. Lo cercaron, y como aves de rapiña se .abatieron sobre él. Ged sintió las garras que hendían el aire como guadañas todo alrededor, y el olor inmundo de las bestias. Se defendió y golpeó con furia feroz, atacándolas con la vara llameante nacida de su cólera y de una brizna de hierba.
Y de pronto todas a la vez, como cuervos aterrorizados por la carroña, se elevaron y se alejaron, silenciosas, sacudiendo las alas, en la dirección en que había desaparecido Serret, convertida en gaviota. Las grandes alas se movían lentamente, pero las criaturas eran rápidas, ya que cada aleteo las desplazaba a gran distancia por el aire.
Ninguna gaviota podría adelantarse durante mucho tiempo a ese vuelo sostenido, pesado.
Con tanta presteza como lo hiciera antaño en Roke, Ged tomó la forma de un gran halcón: no el halcón-gavilán del que llevaba el nombre, sino el Halcon Peregrino, veloz como una flecha, veloz como el pensamiento. Remontándose sobre alas listadas, aceradas y vigorosas, voló persiguiendo a los perseguidores. Ya el aire se oscurecía y algunas estrellas asomaban brillantes entre las nubes. Delante de él, a cierta distancia, volaba la hueste negra, ahora descendiendo hacia un unto, un punto en el aire. ,Más allá de la abominable bandada negra se extendía el mar, pálido al último resplandor ceniciento de la tarde. Directa y rápidamente el halcón-Ged se lanzó sobre ellas, y las criaturas de la Piedra se dispersaron como gotas cuando se arroja un guijarro al agua. Mas ya habían dado caza a la presa. Había sangre en el risco de una de aquellas criaturas y plumas blancas en a garras de otra, y ninguna gaviota volaba ahora delante de ellas rozando la espuma del mar pálido.
Y cuando ya, rápidos y torpes, adelantando y abriendo los picos acerados, se precipitaban de nuevo sobre él, Ged se elevó con un solo movimiento y lanzó el grito del halcón, un grito de furia y desafío. Y sobrevolando como una flecha las playas bajas de Osskil, se remontó sobre las encrespadas olas del mar.
Las criaturas de la Piedra, graznando, volaron un momento en círculo, y luego, una por una, batiendo las pesadas alas, se alejaron tierra adentro, a través de los páramos. Las Antiguas Potestades jamás cruzarían las aguas del mar: cada una de ellas está ligada a una isla, un sitio, así sea caverna, piedra o manantial. Las negras emanaciones regresaban al castillo donde el Señor del Terrenón lloraría viéndolas volver, o quizá se reiría. Pero Ged, como una flecha infalible, como un pensamiento jamás olvidado, volaba y volaba, en alas de halcón con furia de halcón, sobre el Mar de Osskil, rumbo al levante, hacia los vientos del invierno, hacia la noche.
Ogión el Silencioso había regresado tarde a Re Albi de sus vagabundeos otoñales. Al filo de los años, se había vuelto más silencioso, más solitario que nunca. El nuevo Señor de Gont, que habitaba abajo en la ciudad, jamás había conseguido arrancarle una sola palabra, pese a que había escalado la montaña hasta el mismo Nido del Halcón, para que el mago lo ayudase a propósito de cierta aventura de piratería en las Andrades. Ogión, que hablaba con las arañas, y a quien se había visto saludando con cortesía a los árboles, rehusó decirle una sola palabra al Señor de la Isla, que se marchó muy descontento. Quizá también había cierto descontento o desazón en la mente del mago, pues había pasado todo el verano y el otoño solo, arriba en la montaña, y volvía tarde al hogar, cercano ya el Retorno del Sol.
Al día siguiente, se levantó ya entrada la mañana, y como quería beber una tisana de juncovivo, fue a buscar un poco de agua al arroyo que corría por la ladera, un poco más abajo. Las orillas del arroyo estaban escarchadas y unas flores de hielo estriaban el musgo marchito entre las rocas. Era pleno día, pero el sol no asomaría por detrás del espolón de la montaña antes de una hora; toda la vertiente occidental de Gont, desde las playas marinas hasta la cresta de la montaña, estaba sin sol, silenciosa y clara en la mañana de invierno. De pie junto al arroyo, el mago contemplaba las tierras en pendiente que descendían hacia el puerto y el inmenso piélago gris del mar cuando oyo por encima de él un batir de alas. Alzó los ojos y extendió un poco un brazo. Un gran halcón fue a posársele en la muñeca, aleteando con ruido. Y allí se quedó, como un ave de cetrería adiestrada, aunque no llevaba lonja rota, ni pihuelas m tampoco campanilla. Las garras se hundían con fuerza en la muñeca de Ogión; las alas listadas le temblaban; el ojo redondo, dorado, tenía una mirada opaca, extraviada.
—¿Eres mensajero o mensaje? —le dijo Ogión Con dulzura—. Ven conmigo… —Mientras hablaba, el halcón lo miraba. Ogión quedó un momento en silencio—. Yo a ti te he nombrado, una vez, creo —dijo , y se encaminó a la casa y entró, siempre con el ave en la muñeca. Hizo que el halcón se posara sobre el hogar, al calor del fuego, y le ofreció un poco de agua. El halcón no quiso beber. Entonces Ogión, muy tranquilo, empezó a componer un sortilegio, urdiendo la trama mágica más con las manos que con palabras. Cuando el sortilegio estuvo compuesto y tramado, dijo en voz baja: —Ged —sin mirar al halcón posado sobre el hogar. Esperó un momento, y. entonces se volvió, y se levantó, y fue hacia el joven que estaba de pie, tembloroso y con la mirada opaca delante del fuego.
Ged vestía pieles y sedas y plata, pero esas ropas de una extravagante riqueza estaban rotas y endurecidas por la sal marina y se mantenía en pie, flaco y encorvado, y los cabellos le caían sin vida alrededor de la cara marcada.
Ogión le quitó de los hombros la sucia capa principesca, lo condujo a la alcoba donde Ged durmiera antaño como aprendiz, hizo que se acostara en el jergón, y luego de musitar un sortilegio de sueño, lo dejó sólo. Ni una sola plalabra le había dicho a Ged, sabiendo que no había en él en ese momento ningún rastro de habla humana.
De joven, como todos los jóvenes, Ogión había pensado que era muy divertido adoptar por arte mágica cualquier forma que a uno se le antojase, hombre o bestia, árbol o nube, jugar a ser mil seres. Pero más tarde había conocido el precio de ese juego: el peligro de perder la pro ia identidad, de apartarse para siempre de la verdad. Cuanto más tiempo permanece un hombre en una forma que no es la suya, mayor es el riesgo. Todo aprendiz de mago conoce la historia del hechicero Bordger de Way, que se deleitaba en tomar la forma de un oso, y lo hizo tantísimas veces que al fin dejó de ser hombre y se transformó en oso; y en los bosques mató a su propio hijo, y fue cazado y muerto. Y nadie sabe cuántos de los delfines que saltan en las aguas del Mar Interior fueron en otros tiempos hombres, hombres sabios, que olvidaron su sabiduría y su nombre en la alegría de la mar turbulenta.
Ged había tomado la forma de un halcón en un momento de cólera y peligro, y cuando había huido de Osskil sólo había tenido un pensamiento: volar más rápido que la Piedra, más que la sombra, escapar para siempre de aquellos páramos glaciales y traicioneros, volver a casa. La furia y la ferocidad salvaje del halcón, comparables a las que él sentía, se habían adueñado de él, y la voluntad de volar era ahora la voluntad del halcón. De este modo había sobrevolado Enlade, posándose sólo una vez a beber en la laguna de un bosque solitario, pero en seguida había vuelto a volar, aterrorizado por la sombra que venía detrás de él y así había cruzado el ancho aso de mar llamado las Fauces de Enlade, volando siempre, siempre hacia el este y el sur, con los contornos indistintos de las montañas de Oranea a la derecha y los más imprecisos aun de las montañas de Andrade a la izquierda, y sólo la extensión del mar delante de él, hasta que al fin apareció en la lejanía una ola inmóvil entre las olas, y cada vez más alta: la blanca cima de Gont. Durante ese largo vuelo a la luz del sol y las sombras de la noche, había usado las alas del halcón, y mirado con los ojos del halcón, olvidando sus propios pensamientos, hasta no conocer al fin nada más que lo que conoce el halcón: el hambre, el viento, el vuelo.
En ese vuelo había llegado al mejor de los puertos. Pocos había en Roke y sólo uno en Gont que pudieran devolverle la forma humana.
Despertó huraño y silencioso. Ogión tampoco le habló ese día, pero le dio carne y agua y dejó que Ged se sentara junto al fuego, encorvado, hosco y taciturno, como un gran halcón extenuado. Y cuando llegó la noche, Ged durmió. En la mañana del tercer día, cuando el mago estaba sentado junto al fuego contemplando las llamas, se le acercó y dijo:
—Maestro…
—Bienvenido, muchacho —dijo Ogión.
—He vuelto a ti tan insensato como me fui —dijo el joven, la voz áspera, grave. El mago le sonrió e invitándolo con un gesto a sentarse frente a él, del otro lado del hogar, se dispuso a preparar una tisana.
Estaba nevando, la primera nevada del invierno en las laderas bajas de la montaña de Gont. En la cabaña de Ogión, las ventanas y postigos estaban cerrados, pero se oía el golpe de los copos de nieve sobre el tejado, y la calma profunda de la nieve en toda la casa. Y así estuvieron largas horas sentados junto al fuego, mientras Ged narraba al viejo maestro lo que había ocurrido en los últimos años, desde que partiera de Gont a bordo del navío llamado Sombra.
Ogión no hizo ninguna pregunta, y cuando Ged terminó de hablar guardó silencio durante un largo rato, sereno, pensativo. Luego se levantó, puso sobre la mesa pan, queso y vino) y comieron juntos. Una vez terminada la comida y ordenado el cuarto, Ogión habló:
—Crueles cicatrices son las que tienes, muchacho —dijo.
—No tengo ningún poder contra esa cosa —respondió Ged.
Ogión sacudió la cabeza. Al cabo de un tiempo, volvió a hablar:
—Extraño —dijo—. Allá, en Osskil, tuviste poder suficiente. para vencer a un hechicero en su propio dominio. Tuviste poder suficiente para no caer en celadas y detener los ataques de los servidores de una Antigua Potestad de la Tierra. Y en Pendor para hacer frente y dominar a un dragón.
—Fue suerte lo que tuve en Osskil, no fuerza —respondió Ged, y otra vez se estremeció al pensar en aquel frío misterioso, mortal de la Corte del Terrenón—. En cuanto al dragón, yo sabía cómo se llamaba. La cosa maligna, la sombra que me persigue, no tiene nombre.
—Todas las cosas tienen nombre —dijo Ogión, con tanta seguridad que Ged no se atrevió a repetir lo que había dicho el Archimago Gensher, que las fuerzas del mal como la que él había liberado no tenían nombre. El dragón de Pendor, en verdad, le había propuesto revelarle el nombre de la sombra, pero poco confiaba en la sinceridad de aquel ofrecimiento, ni creía tampoco en la promesa de Serret de que la Piedra le revelaría el nombre que necesitaba saber.
—Si la sombra tiene nombre —dijo al fin—, no creo que se detenga a decírmelo.-…
—No —respondió Ogión—. Pero tampoco tú te detuviste para decirle el tuyo. Y sin embargo ella lo sabía. En los páramos de Osskil te llamó por tu nombre, el nombre que yo te di. Es extraño, muy extraño…
Ogión calló, pensativo. Al cabo de un rato, Ged explicó:
—He venido aquí en busca de consejo, no de asilo, Maestro. No quiero atraer a esa sombra sobre ti, y si me quedase llegaría muy pronto. Una vez tú la echaste de este mismo cuarto…
—No; aquél no era más que! el presagio, la sombra de una sombra. Ahora no podría echarla. Sólo tú puedes hacerlo.
—Pero no tengo poder ante ella. Hay quizás algún lugar… —La voz se le apagó antes de concluir la pregunta.
—No hay ningún lugar donde puedas estar a salvo —dijo Ogión con dulzura—. No vuelvas a cambiar de forma, Ged. Lo que la sombra quiere es destruir tu ser verdadero. A punto estuvo de lograrlo, al inducirte a que tomaras la forma de un halcón. No, a dónde has de ir, lo ignoro. Pero alguna idea tengo de lo que te convendría hacer. Me es muy difícil decírtelo.
El silencio de Ged exigía la verdad, y Ogión dijo al fin:
—Tienes que regresar.
—¿Regresar?
—Si continúas así, si sigues huyendo, dondequiera que huyas siempre encontrarás el peligro y el mal, porque es ella la que te lleva, la que elige tu camino. Eres tú quien ha de elegir. Tienes que hostigar a quien te hostiga. Tienes que perseguir al cazador.
Ged callaba.
—En la fuente del río Ar —prosiguió el mago—, donde el torrente cae de la montaña hasta el océano, te di tu nombre. Un hombre puede saber a dónde va, mas nunca podrá saberlo si no regresa y vuelve a su origen, y atesora ese origen. Si no quiere ser una rama desgajada que va y viene y se hunde a merced de la corriente, entonces tendrá que ser el torrente mismo, todo él desde el nacimiento hasta la desembocadura en las aguas del mar. Tú, Ged, has vuelto a Gont, has vuelto a mí. Vuélvete ahora, da la vuelta entera y busca la fuente misma, la fuente verdadera, y lo que está antes de la fuente. Sólo allí tendrás poder.
—¿Allí, Maestro? —dijo Ged con terror en la voz—. ¿Dónde?
Ogión no respondió.
—Si doy la vuelta —dijo Ged al cabo de un momento—, si como tú dices persigo al cazador, creo que la cacería no durará mucho. Todo cuanto la sombra desea es enfrentarme, cara a cara. Dos veces lo ha conseguido y dos me ha derrotado.
—La tercera es la de la magia —dijo Ogión.
Ged recorría el cuarto de arriba abajo, del hogar a la puerta, de la puerta al hogar.
—Y si me vence, si me derrota definitivamente —dijo, arguyendo tal vez con Ogión, tal vez consigo mismo—, se adueñará de mi saber y mi poder, y lo utilizará. Ahora sólo es peligrosa para mi. Pero si entra en mi y me posee, hará un mal enorme valiéndose de mí.
—Eso es cierto. Si te derrota.
—Y si huyo otra vez, volverá a encontrarme… Y en esa huida estoy consumiendo todas mis fuerzas. —Ged siguió yendo y viniendo por el cuarto un momento más. De pronto se volvió, y dijo arrodillándose a los pies del mago—: He acompañado a grandes hechiceros y he vivido en la Isla de los Sabios, mas tú, Ogión, eres mi verdadero maestro. —Hablaba con amor y con un júbilo sombrío.
—Bien —dijo Ogión—. Ahora lo sabes. Más vale tarde que nunca. Pero al final, tú serás mi maestro. —Se puso de pie, removió y atizó las ascuas en el hogar, y colgó la marmita sobre el fuego. En seguida, mientras se ponía el gabán de piel de cordero le dijo a Ged—: Tengo que llevar mis cabras al prado. Vigila el caldero.
Cuando regresó salpicado de nieve y pisoteando con fuerza, desprendiendo la nieve de las botas de piel de cabra, traía en la mano una rama de tejo larga y tosca. Durante todo el resto de la corta tarde, y después de la cena, trabajó en la vara a la luz de la lámpara, utilizando el cuchillo, la piedra de esmeril, y encantamientos. Muchas veces pasó las manos a lo largo de la madera como tratando de descubrir alguna imperfección. Ogión cantaba a menudo mientras trabajaba, Ged escuchaba todavía extenuado, y poco a poco el sueño empezaba a vencerlo, y de pronto se veía de niño en la cabaña de la bruja, en la aldea de Diez Alisos, una noche de nieve en la oscuridad, a la luz incierta de las llamas, y en el aire denso de humo, impregnado de la fragancia de las hierbas; y la mente de Ged flotaba a la deriva mientras escuchaba aquel largo canturreo que hablaba de sortilegios y de gestas de héroes en islas distantes, en tiempos remotos, en lucha contra potestades tenebrosas, vencedores o vencidos.
—Ya está —dijo Ogión, y le tendió a Ged la vara concluida—. El Archimago te dio madera de tejo, una buena elección, y yo me atengo a ella. Esta vara estaba destinada a un arco largo, pero es mejor así. Buenas noches, hijo mío.
Ged no supo cómo darle las gracias y se retiró a la alcoba. Ogión lo siguió con la mirada y dijo, en voz demasiado baja para que Ged pudiese oírlo:
—Oh mi joven halcón, ¡vuela bien!
Cuando Ogión despertó, con el frío del alba, Ged había desaparecido. Sólo había dejado, a la manera de los hechiceros, trazado en runas de plata sobre la piedra del hogar, un mensaje que se desvaneció a medida que Ogión lo leía: «Maestro, salgo de caza».