Al oeste de Roke, entre las dos grandes tierras de Hosk y Ensmer, se agrupan las Noventa Islas. La más cercana a Roke es Serd, y la más distante, Seppish, que está casi en el Mar Pelniano; y si suman en verdad noventa, es una cuestión que nunca ha llegado a dilucidarse, pues contando sólo las islas en que hay manantiales y ríos de agua dulce, se podrían nombrar setenta, en tanto que si se considera cada peñasco, cada roca, se llegaría a cien sin haber acabado el recuento; y la marea cambia, además. En los canales estrechos que hay entre las islas, las débiles mareas del Mar Interior, frustradas e irritadas, suben muy alto y caen muy bajo, y donde con la marea alta pueden verse tres islas, con la marea baja se verá quizá sólo una. No obstante, a pesar del peligro de las mareas, los niños que saben caminar, saben también remar, y todos tienen su pequeño bote de remos; las mujeres cruzan el canal para tomar una taza de té de juncovivo con la vecina; los buhoneros pregonan sus mercancías al ritmo de los golpes de remo. Todos los caminos y senderos son allí de agua salada, bloqueados sólo por las redes estrechas de casa a casa para atrapar unos pececillos llamados turbiñas, cuyo aceite constituye la riqueza de las Noventa Islas. Hay pocos puentes y ningún poblado grande. Cada islote es un tupido bosque de granjas y viviendas de pescadores, parte de una comunidad de diez o veinte islotes. Una de esas comunidades era la de Baja Torninga, la más occidental, pues no mira al Interior sino al océano desierto, ese solitario rincón del Archipiélago donde sólo asoma Pendor, la isla estragada por los dragones, y más allá, las desoladas aguas del Confin del Poniente.
Una casa esperaba allí al nuevo hechicero de la comuna. Se alzaba sobre una colina rodeada de verdes campos de cebada, y protegida el viento del oeste por un bosquecillo de píndicos, en esos días cubierto de flores rojas. Desde la puerta se veían otros tejados de paja y bosquecillos y jardines, y otras islas con tejados y campos y colinas, y entre unas y otras los incontables, laberínticos y refulgentes brazos de mar. Era una casa pobre, sin ventanas, con un suelo de tierra apisonada, pero mejor sin embargo que aquella en que Ged había nacido. Los isleños de Baja Torninga, de pie y sobrecogidos ante el hechicero de Roke, le pidieron perdón por la humildad de la vivienda.
—No tenemos piedras para edificar —dijo uno.
—No somos ricos, aunque no pasarnos hambre —dijo otro.
Y un tercero:
—Al menos será seca, porque yo mismo he puesto la paja del tejado, Señor.
Para Ged era tan buena como cualquier palacio. Agradeció con sinceridad a los delegados de la comuna, y los dieciocho partieron, cada uno a su isla, en barcas de remos a anunciar a los pescadores y las mujeres que el nuevo hechicero era un hombre joven de rostro extraño y sombrío, que hablaba poco pero bien, y sin orgullo.
No había quizá muchos motivos de orgullo para Ged en este primer magisterio. Los hechiceros instruidos en Roke iban por lo común a ciudades o castillos, donde servían a grandes señores que los tenían en muy alta estima. Esos pescadores de Baja Torninga no habrían tenido entre ellos, en tiempos normales, más que una bruja o un brujo de aldea para encontrar las redes de pesca y cantar ensalmos sobre las barcas y curar a bestias y hombres. Pero en los últimos años el viejo dragón de Pendor había tenido cría: nueve dragones, decían, se cobijaban ahora en las ruinosas torres de los Señores del Mar de Pendor, y arrastrando las panzas escamosas iban y venían por las escaleras de mármol y los portales en ruinas. Como en esa isla muerta no había alimentos, llegaría un año en el que ya más fuertes, y acosados por el hambre, los nueve dragones saldrían a volar. Ya se había visto un vuelo de cuatro sobre las costas suroccidentales de Hosk, no echando fuego sino espiando los rediles, graneros y aldeas. El hambre de un dragón tarda en despertar, pero luego es difícil saciarla. Asi pues, los Isleños de Baja Torninga habían ido a Roke a suplicar que les enviasen un hechicero, para protegerlos de las amenazas que ya asomaban en el horizonte occidental, y el Archimago había considerado que estos temores estaban bien fundados.
—No estarás muy cómodo allí —le había dicho a Ged el Archimago el día en que lo nombraron hechicero—, ni conquistarás fama ni riquezas, pero quizá tampoco corras ningún riesgo. ¿Quieres ir?
—Iré —había respondido Ged, y no sólo por obediencia. Desde la noche en el Collado de Roke, desdeñaba la gloria y la fama que tanto había ambicionado en otro tiempo. Ahora ya no confiaba en sus propias fuerzas y temía poner a prueba su poder. No obstante, la historia de los dragones lo había intrigado. En Gont no se veía un dragón desde hacía cientos de años, y ningún dragón se atrevía a volar jamás al alcance del olfato, la vista o los sortilegios de Roke, de modo que también allí sólo se los conocía por canciones y cuentos; se hablaba de ellos, pero nadie los había visto. Ged había aprendido en la Escuela todo lo que podía saberse de dragones, pero una cosa es leer sobre ellos y otra tenerlos delante. La oportunidad que se le presentaba era magnífica, y respondió con vehemencia: —Iré.
El Archimago Gensher había movido la cabeza asintiendo pero lo miró con una expresión sombría.
—Dime una cosa —le había preguntado al fin—, ¿temes marcharte de Roke, o estás ansioso por irte?
—Las dos cosas, mi señor.
Una vez más Gensher asintió.
—No sé si hago bien en sacarte de la seguridad que tienes aquí —dijo voz muy baja—. No alcanzo a ver tu camino. Está todo en tinieblas. Y hay una fuerza en el norte, algo que quiere destruirte, pero qué es y dónde está, si en el pasado o en tu camino futuro, no puedo decirlo: está todo en sombras. Cuando los hombres de Baja Torninga vinieron a verme pensé en seguida en ti, porque parecía un lugar seguro y apartado. Pero no hay para ti lugares seguros, ni hacia dónde va tu camino. Y no qiero enviarte a la oscuridad…
Le pareció al principio un lugar agradable y luminoso, la casa bajo los árboles en flor. Allí vivió escudriñando con frecuencia el cielo del oeste, y el oído de hechicero atento al crujido de unas alas escamosas. Mas no aparecía ningún dragón. Ged pescaba desde la escollera y cuidaba del jardín. Se pasaba días enteros meditando sobre una página, una línea, una palabra de los Libros del Saber que había traído de Roke, sentado bajo los árboles en flor y respirando el aire del estío, mientras el otak dormía junto a él o iba a cazar ratones en los bosquecillos de hierbas y margaritas. Y ayudaba a la gente de Baja Torninga como curalotodo o hechicero de vientos y nubes, cada vez que se lo pedían. Nunca se ocurrió pensar que un hechicero consumado pudiera avergonzarse de practicar esas artes tan simples, puesto que en su propia aldea había sido un brujo-niño entre gentes aun mas pobres. De todos modos, poco le pedían los aldeanos, ya que no se atrevían a hablarle, en parte porque era un hechicero de la Isla de Roke, y en parte porque no hablaba nunca y tenía la cara cubierta de cicatrices. Aunque Ged era joven, estas cosas inquietaban a los isleños.
A pesar de todo encontró un amigo, un carpintero de ribera que habitaba en la isla vecina, la del este. Se llamaba Pechvarry. Se habían conocido un día en que Ged se detuvo en el espigón a observar cómo montaba el mástil de un pequeño balandro. El hombre había levantado la cabeza para mirar al hechicero y le había dicho, sonriendo:
—He aquí un mes de trabajo casi terminado. Tú hubieras podido hacerlo en un minuto, ¡con una palabra, ¿eh, Señor?
—Hubiera podido —respondió Ged— pero se habría hundido al cabo de un minuto, a menos que repitiera el sortilegio una y otra vez. Sin embargo, si quieres… —Se interrumpió.
—¿Sí, Señor?
—Bueno, es una hermosa embarcación. No le falta nada. Pero si tú quieres, podría echarle un sortilegio de atadura, que la conservaría siempre sólida; o un sortilegio de encuentro, para que vuelva siempre del mar.
Hablaba con timidez, pues no quería ofender al artesano, pero el semblante de Pechvarry se iluminó.
—La barca es para mi hijo, Señor, y si le echaras esos sortilegios, sería de tu parte una enorme bondad y el don de un amigo. —Y saltó a la escollera para estrechar la mano a Ged y allí mismo darle las gracias.
Después de eso trabajaron juntos a menudo. Cuando Pechvarry construía o reparaba embarcaciones, Ged urdía sortilegios en la obra del carpintero, y mientras tanto aprendía cómo se construía una barca, y cómo se la gobernaba sin recursos mágicos, pues el arte simple de la navegación a vela poco o nada se practicaba en Roke. Ged, Pechvarry y su hijito loet salían con frecuencia a navegar a remo o a vela por los canales y lagunas, a bordo de una u otra embarcación. Y Ged terminó por convertirse en un buen marinero, y la amistad entre él y Pechvarry quedó sellada para siempre.
Hacia el final del otoño el hijo del carpintero cayó enfermo. La madre mandó llamar a la bruja de la Isla Tesk, que tenía fama de buena curandera, y durante un día o dos pareció andar bien. Pero una noche en medio de una violenta tempestad, Pechvarry fue a golpear la puerta de Ged, suplicándole que salvara a su hijo. Ged corrió con él a la barca y remaron de prisa a través de la lluvia y la oscuridad hasta. la casa del. carpintero. Al entrar, Ged vio al niño echado en un jergón, y a la madre acuclillada junto a él, en silencio, y a la bruja alimentando una humareda de raíz de corlio y entonando el Canto Nagio, pues no conocía remedio mejor. Pero le cuchicheo a Ged:
—Señor Hechicero, creo que esta fiebre es la peste roja, y que el niño morirá esta noche.
Cuando Ged se arrodilló y tocó al pequeño, pensó lo mismo, y se apartó un momento. Durante los últimos meses de la larga enfermedad de Ged, el Maestro de Hierbas le había enseñado buena parte del saber curalotodo, y la primera y última lección de ese saber era ésta: Restaña la herida y cura la enfermedad, pero deja que el espíritu moribundo se vaya, si quiere irse.
La madre advirtió el paso atrás de Ged, comprendió lo que esto significaba y se echó a llorar a gritos. Pechvarry se inclinó junto a ella y le dijo:
—El Señor Gavilán lo salvará, mujer. ¡No hay por qué llorar! Él está aquí ahora. Él puede hacerlo.
Oyendo los gemidos de la madre, y viendo la confianza que Pechvarry tenía en él, Ged pensó que no podía decepcionarlos. Desconfiaba de su propio juicio, y se le ocurrió que si conseguía bajarle la fiebre, quizá el niño se salvaría.
—Haré cuanto pueda, Pechvarry —dijo.
Empezó a bañar al niño con agua fría de lluvia y a recitar un sortilegio contra la fiebre. Pero el hechizo no obraba, no cristalizaba, y Ged pensó de pronto que el niño se le estaba muriendo en los brazos.
Uniendo entonces todos sus propios poderes en una sola fuerza y sin pensar un instante en sí mismo, se lanzó en busca del espíritu del niño, para traerlo de vuelta. Gritó el nombre del niño: —¡Ioet! —Le pareció que oía interiormente una débil respuesta e insistió, llamándolo una vez más. Y entonces vio al pequeño que corría a lo lejos, bajando rápidamente por una pendiente oscura, la ladera de una enorme montaña. No se oía ningún ruido. Las estrellas que brillaban sobre aquel monte eran estrellas que Ged no había visto nunca. Sin embargo conocía el nombre de las constelaciones: la Gavilla, la Puerta, el Tomo, el Árbol. Eran las estrellas que jamás se ocultan, las que no palidecen en ninguna aurora. Había seguido al niño moribundo demasiado lejos.
Lo supo y supo que estaba solo en el tenebroso flanco de la montaña. Era difícil, muy difícil desandar el camino.
Se volvió lentamente. Lentamente adelantó un pie para escalar la montaña, un pie y luego otro. Avanzó paso a paso, cada paso un esfuerzo. Y cada paso más penoso que el anterior.
Las estrellas estaban quietas. Ni un solo hálito de brisa soplaba en la ladera yerma y escarpada. En todo el vasto reino de las sombras, sólo él se movía, trepando lentamente. Llegó a la cima de la montaña y vio allí el bajo muro de piedras. Pero del otro lado del muro, enfrentándolo, había una sombra.
La sombra no tenía forma, ni de hombre, ni de bestia. Apenas visible, le murmuraba algo, pero sin palabras, y reptaba hacia él. Y estaban frente a frente, ella del lado de los vivos y él del lado de los muertos.
Tenía que bajar de la montaña hacia las comarcas desiertas y las ciudades oscuras de los muertos, o cruzar al otro lado del muro, de vuelta a la vida, donde lo esperaba aquella cosa maléfica e informe.
Alzó entonces la vara que llevaba en la mano. Y la fuerza volvió a él. Mas cuando se disponía a saltar el bajo muro de p piedra, justo enfrente de la sombra, la vara se encendió de repente y una luz blanca y enceguedora apartó las tinieblas. Ged saltó, se sintió caer, y no vio nada más.
Y he aquí lo que vieron Pechvarry y su mujer y la bruja: el joven hechicero se había quedado inmóvil en medio del sortilegio, e inmóvil sostenía al niño en brazos. Luego, con suavidad, había depositado al pequeño Ioet en el jergón, y se había incorporado en silencio, esgrimiendo la vara. De pronto, había levantado la vara, que se había encendido con una luz blanquísima, como si Ged empuñase un relámpago, y todo lo que había en la cabaña centelleó al resplandor de ese fuego repentino. Y cuando se recobraron del momentáneo deslumbramiento, vieron al joven hechicero caído de bruces y acurrucado en el suelo de tierra, al lado del jergón donde yacía el cuerpo muerto del niño.
Pechvarry pensó que también el hechicero estaba muerto. La mujer de Pechvarry lloraba y él estaba perplejo, y no sabía qué hacer. Mas la bruja, que tenía de oídas algún conocimiento de lo que es la magia, y de los caminos que puede transitar un verdadero mago, se ocupó de que Ged, aunque frío y examine, no fuese tratado como un muerto sino como un hombre enfermo o en trance. Lo llevaron a su cabaña y le pidieron a una anciana que se quedase con él y observase si dormía para despertar o para siempre. El pequeño otak se había escondido en las vigas, como cada vez que entraban desconocidos. Allí estuvo un tiempo, mientras la lluvia tamborileaba contra las paredes y el fuego se extinguía. Por último, la mujer se puso a cabecear junto al fogón. Sólo entonces bajó el otak de su escondite y fue hasta el lecho donde yacía Ged, rígido e inmóvil. Empezó a lamerle las manos y las muñecas, con su lengua seca y cobriza, larga y pacientemente. Luego, echado junto a él, le lamió la mejilla estropeada, los ojos cerrados. Y poco a poco, bajo esa caricia suave, Ged despertó. Despertó sin saber de dónde había venido, ni dónde esta a ni qué era esa tenue luminosidad grisácea que lo envolvía: la luz de un nuevo amanecer del mundo. Entonces el otak se acurrucó como siempre contra el hombro de Ged y se quedó dormido.
Con el tiempo, cada vez que Ged evocaba aquella noche, sabía que si nadie lo hubiese tocado mientras así yacía, con el espíritu ausente, si nadie lo hubiese llamado de una u otra manera, nunca hubiera podido volver. Había sido sólo la muda sabiduría instintiva de la bestia, que lame a un compañero herido para reconfortarlo; y sin embargo Ged creía descubrir en esa sabiduría algo semejante a su propio poder, al de raíces tan profundas como la hechicería misma. supo a partir de entonces que el hombre sabio es aquel que jamás se aparta de las otras criaturas, tengan o no el don de la palabra, y con el correr de los años se esforzó por aprender todo lo que es posible aprender, en silencio, de la mirada de las bestias, del vuelo de los pájaros, de los lentos y majestuosos movimientos de los árboles.
Había regresado ileso, y por primera vez, de esa travesía que sólo un hechicero puede hacer con los ojos abiertos, y que ni el más grande de los magos puede emprender sin peligro. Pero al llegar había encontrado dolor y temor. El dolor era por su amigo Pechivarry, el temor por él mismo. Ahora sabía por qué el Archimago se había resistido a dejarlo partir y qué le había ensombrecido y oscurecido la visión cuando trataba de predecir el futuro. Porque era la oscuridad misma lo que lo había esperado allá, criatura innominada, el ser que no pertenecía a es mundo, la sombra que él había liberado o creado, junto al muro fronterizo, entre la muerte y la vida había estado esperándolo todos estos años. Y al fin lo había encontrado. Ahora lo seguiría siempre, trataría de acercarse a él una y otra vez para quitarle fuerza, consumirle la vida, y vestirse con su carne.
Poco tiempo después volvió a verla en sueños como un oso sin cara ni cabeza. Rondaba alrededor de la casa, le pareció, tanteando a ciegas las paredes. No había vuelto a tener esos sueños desde los días en que había estado al cuidado del Maestro de Hierbas, curándose de las heridas de la sombra. Cuando despertó, débil y tiritando de frío, sintió dolor en las cicatrices de la cara y el hombro.
Comenzó una mala época. Ahora, cada vez que soñaba con la sombra o simplemente pensaba en ella, el horror era siempre el mismo: la cordura y el poder lo abandonaban, y se sentía estúpido e indefenso. Se maldecía a sí mismo, pero no le servía de nada. Pensó en buscar alguna protección, y no la había: la criatura no era de carne y hueso, ni tampoco un espíritu; era una cosa innominada, y no tenía otra existencia que la que él mismo le había dado; un poder terrible que escapa a las leyes del mundo el sol. Todo cuanto salía de ella era que una fuerza la atraía hacia él, y que trataría de manifestarse a través de él, puesto que él la había creado. Pero en qué forma podía aparecer, ya que no tema aún forma propia, y cómo llegaría y cúando, eso Ged no lo sabía.
Levantó alrededor de la casa y la isla tantas barreras mágicas como pudo, pero esas murallas de hechizos tienen que ser renovadas constantemente, y pronto comprendió que si se dedicaba a ellos por entero, nunca podría ayudar a los aldeanos. ¿Qué haría, cercado entre dos enemigos, si un dragón venía de Pendor?
Volvió a soñar, pero esta vez la sombra estaba en el suelo dentro de la cabaña, junto a la puerta, y reptaba hacia él en la penumbra, y susurraba palabras que él no entendía. Despertó aterrorizado e hizo que la luz fatua se desplazara por el cuarto, iluminando todos los rincones hasta cerciorarse de que no había allí ninguna sombra. Puso entonces algunos leños sobre las ascuas, y sentado a la luz de las llamas meditó largamente, escuchando el viento del otoño que tamborileaba en el techado de paja y gemía entre los grandes árboles desnudos. Una cólera antigua había despertado en su corazón. No podía soportar esa desesperada espera, atrapado en una pequeña isla y musitando sortilegios inútiles de resguardo y protección. Pero tampoco podía irse y escapar de la trampa: hacerlo sería traicionar la confianza de los isleños y abandonarlos indefensos a la inminente amenaza del dragón. La alternativa era obvia.
A la mañana siguiente bajó al amarradero de Baja Torninga, buscó entre los pescadores al jefe isleño, y le dijo:
—He de marcharme. Estoy en peligro y vosotros conmigo. Es preciso que me aleje. Solicito, pues, que me permitas ir ahora y acabar con los dragones de Pendor, de ese modo podré marcharme, cumplida ya a tarea que me habéis confiado. Si fracaso, también habría fracasado enfrentándolos aquí; y si ése ha de ser el desenlace, más vale conocerlo ahora que después.
El isleño lo miró, boquiabierto.
—Señor Gavilán —dijo—, ¡son nueve los dragones!
—Ocho de ellos todavía jóvenes, dicen.
—Pero el viejo…
—Te lo aseguro, es menester que me aleje. Mas primero, con vuestra licencia, iré a liberaros del peligro de los dragones, si puedo hacerlo.
—Como tú quieras, Señor —dijo el hombre, apesadumbrado, y todos los que escuchaban hablaron de la locura o temeridad del joven hechicero, y lo vieron partir con tristeza persuadidos de que nunca más volverían a saber de él. Algunos insinuaban que sólo se proponía regresar por la costa de Hosk al Mar Interior, dejándolos en la estacada; otros, Pechvarry entre ellos, sostenían que se había vuelto loco y que iba en busca de la muerte.
A lo largo de cuatro generaciones todos los navíos habían evitado acercarse a las costas de la Isla de Pendor. Ningún mago había ido allí a combatir contra el dragón, porque ninguna ruta marítima pasaba por la isla, y los antiguos Señores de Pendor, que habían sido piratas, traficantes de esclavos y guerreros odiados por todos los pueblos suroccidentales de Terrarnar. Por esta razón, nadie había ido al Señor de Pendor después de que el dragón, del oeste, cayera de improviso sobre él y sus hombres mientras estaban de festín en la torre, y los asara con el fuego de sus fauces y persiguiera a los aldeanos hasta que todos se arrojaron dando alaridos a las aguas del mar. Jamás reivindicada, la Isla de Pendor había quedado en poder del dragón, que ahora guardaba las osamentas y las torres, y las joyas robadas a los príncipes de las costas de Pa1n y Hosk, muertos hacía siglos.
Toda esta historia la conocía Ged, y sabía más aún, pues desde el día en que llegara a Baja Torninga no había dejado de pensar en todo lo que había aprendido acerca de dragones. Y mientras guiaba la pequeña embarcación hacia el oeste —no a remo ni utilizando los conocimientos de marinería que le enseñara Pechvarry, sino navegando como hechicero con el viento de magia en el velamen y un sortilegio en la proa y en la quilla para no perder el rumbo— oteaba el horizonte esperando a que la Isla asomara sobre las aguas del mar. Ganar tiempo era lo que necesitaba, y por eso recurría al viento de la magia, pues más temía lo que había dejado atrás que lo que esperaba adelante. Pero a medida que pasaban las horas, la impaciencia y el miedo se le trasformaron en una especie de furia satisfecha. Al menos corría hacia este peligro por propia voluntad, y cuanto mas se acercaba más tenía la certeza de que esta vez, aunque acaso sólo en ese tiempo que precede a la muerte, era un hombre libre. La sombra no se atrevería a seguirlo al interior de las de un dragón. Las olas se encrespaban con espumas blancas sobre las aguas grises, y el viento norte retorcía las nubes bajas y sombrías. Impulsado por el viento mágico, siguió adelante, y al fin avistó las rocas de Pendor, las calles muertas y las torres derruidas consumidas por el fuego.
A la entrada del puerto, una bahía curva y no muy profunda, Ged aplacó el viento mágico y dejó que la barca se meciera en las olas. Y desafió al dragón:
—¡Usurpador de Pendor, sal a defender tu tesoro!
La voz de Ged se perdió en el estrépito de las rompientes que se estrellaban sobre las playas cenicientas; pero los dragones tienen el oído fino. Ya uno salía aleteando de las ruinas sin techo de la ciudad, como un enorme murciélago negro, las alas delgadas y el lomo erizado de espinas, elevándose en círculos en el viento del norte, y volaba hacia Ged . A la vista de esa criatura que era un mito entre las gentes de pueblo, Ged sintió que se le henchía el corazón; se echó a reír y gritó:
—¡Ve y dile al viejo que salga, gusano volador!
Porque éste era uno de los cachorros, echado al mundo años atrás por una dragona del Confín del Poniente, que había puesto los enormes huevos coriáceos, como se dice que acostumbran a hacerlo las dragonas, en una de as estancias asoleadas de la ruinosa torre, y luego había remontado el vuelo otra vez, dejando que el viejo dragón de Pendor cuidara de la prole cuando salieran del cascarón arrastrándose como lagartos venenosos.
El joven dragón no respondió. No era un ejemplar grande, no más largo quizá que un navío de cuarenta remos, y flaco como un gusano pese a la envergadura de las negras alas membranosas. No tenía aún ni el tamaño ni la malicia de un dragón adulto. Raudo como una flecha, abriendo las largas mandíbulas erizadas de dientes, se lanzó desde el aire sobre Ged y la frágil barquilla. Ged sólo tuvo que paralizarle las alas y los miembros con un poderoso sortilegio, y arrojarlo al mar como si fuese una piedra. Y las aguas lo engulleron y se cerraron sobre él.
Dos dragones semejantes al primero echaron a volar desde la base de la torre más alta. Lo mismo que el anterior, se lanzaron sobre Ged, y de la misma manera Ged los paralizó arrojándolos al mar. Y aún no había levantado ni una sola vez su vara de hechicero.
Pasó un rato, y otros tres se lanzaron contra él desde la isla. Uno de ellos era mucho más grande, y el fuego le brotaba de las fauces en llamas encrespadas. Dos se abatieron sobre él con un trepidante batir de alas, pero el más grande se acercaba en círculos desde atrás, dispuesto a consumirlo a él y a la barca, con su aliento de fuego. Dos venían del norte y uno del sur, y ningún sortilegio hubiera podido inmovilizar a los tres a la vez. Al darse cuenta, Ged urdió en ese mismo instante un sortilegio de trasformación, y en un abrir y cerrar de ojos volaba ya desde la barca convertido en dragón de fuego.
Desplegando unas alas enormes unas garras largas y erizadas, salió al encuentro de los más pequeños, y los consumió con el fuego de las fauces; se volvió entonces al tercero, más grande que él y como él armado de llamas. Por encima de las olas grises, girando en el viento, combatieron a dentelladas, golpes y zarpazos, hasta quedar envueltos en una densa humareda enrojecida por las llamaradas que brotaban de las bocas. De improviso, Ged se elevó en el aire, y el otro lo persiguió. En pleno vuelo, Ged-dragón se detuvo, desplegó las alas y, ahuecándolas como un halcón, cayó sobre su adversario, clavándole las arras en la garganta y los flancos. En medio de un horrendo batir de alas negras, unos goterones de sangre negra cayeron en el mar. El dragón de Pendor consiguió liberarse, y volando apenas, casi tocando el agua, llegó a la isla y fue a esconderse como un gusano en algún foso de la ciudad en ruinas.
Ged recobró al instante la forma humana y el sitio que ocupaba en la barca, pues era muy peligroso conservar esa forma de dragón más tiempo que el necesario. Tenía las manos negras de la sangre del gusano, y algunas quemaduras en la cabeza, mas poco le importaba eso ahora. Esperó sólo hasta que hubo recobrado el aliento y entonces gritó:
—Seis he visto y cinco he matado, mas se dice que son nueve. ¡Salid, gusanos!
Durante un largo rato ninguna criatura se movió en la isla ni se oyó voz alguna, sólo el estruendo de las olas contra la orilla. De pronto advirtió Ged que la torre más alta cambiaba lentamente de forma, que en un costado aparecía una protuberancia, como si le estuviese creciendo un brazo. Ged temía a la magia dragontina, porque los dragones viejos son muy ladinos y poderosos, y poseen artes semejantes y muy distintas a las de los hombres: un momento más, y se dio cuenta de que no se trataba de un ardid del dragón. Lo que había tomado por una arte de la torre era el hombro del dragón de Pendor, que se desenroscaba y erguía lentamente.
Cuando estuvo de pie, la cabeza cubierta de escamas, coronada de púas y provista de una triple lengua, se levantó por encima de la torre en ruinas; las patas delanteras erizadas de garras y zarpas se apoyaban abajo, en los escombros al pie de la ciudad. Las escamas de un negro grisáceo reflejaban la luz del día como piedras talladas. Ged contemplaba sobrecogido de horror a aquella bestia enjuta como un lebrel y enorme como una montaña. Ningún cantar, ninguna leyenda hubiese podido prepararlo para una visión semejante. A punto estuvo de mirarlo de frente y quedar atrapado, pues no hay quien pueda mirar a un dragón a los ojos. Esquivó la mirada verde y viscosa clavada en él, y alzó la vara, que ahora parecía una astilla, una ramita frágil.
—Ocho hijos tenía, pequeño hechicero —tronó la voz seca del dragón—. Cinco han muerto, uno agoniza. ¡Basta! Matándolos uno a uno no te adueñarás del tesoro.
—No quiero tu tesoro.
Un humo amarillo brotó, sibilante, de los ollares del dragón: era risa.
—¿No te gustaría bajar a tierra y echarle una mirada, pequeño hechicero? Vale la pena.
—No, dragón.
Los aliados de los dragones son el viento y el fuego, y no combaten de buen grado sobre los mare Esa había sido hasta entonces la ventaja de Ged, y la conservaba; pero la pequeña franja de agua de mar que ahora lo separaba de las zarpas grises, ya no parecía una ventaja.
Y era difícil desviar la mirada de aquellos ojos verdes, vigilantes.
—Eres un hechicero muy joven —dijo el dragón—. Yo no sabía que los hombres adquirieran los poderes a una edad tan temprana. —Hablaba, lo mismo que Ged, en el Habla Antigua, pues ésa es la lengua que aun hablan los dragones. Y aunque el Habla Antigua obliga al hombre a decir la verdad, no ocurre lo mismo con los dragones. Es la lengua que hablan desde pequeños, y pueden mentir en ella, tergiversando las palabras, para fines tortuosos, atrapando al oyente incauto en un laberinto de espejos-palabras, cada uno de los cuales refleja la verdad y no conduce a ninguna parte. De ese peligro, habían advertido a Ged más de una vez, y ahora, cuando el dragón hablaba, él escuchaba atentamente, desconfiado y escéptico. Mas las palabras parecían claras y llanas: —¿Es a pedir mi ayuda a lo que has venido, pequeño hechicero?
—No, dragón.
—Sin embargo yo podría ayudarte. Pronto necesitarás ayuda, contra eso que te acecha en la oscuridad.
Ged quedó mudo de asombro.
—¿Qué es esa cosa que te acecha? Dime qué nombre tiene.
—Si yo lo supiera… —Ged calló de golpe.
El humo amarillo trepó en volutas por encima de la larga cabeza del dragón, desde los ollares que eran dos redondos fosos de fuego.
.-Sí supieras qué nombre tiene, conseguirías dominarla, pequeño hechicero. Quizá pueda decírtelo, cuando la vea de cerca. Vendrá por aquí, te lo aseguro, si te quedas un tiempo en mi isla. Irá a donde tú vayas. Si no quieres que te alcance, tienes que escapar y escapar y escapar. Y aun entonces siempre irá detrás de ti. ¿Te gustaría saber cómo se llama?
Ged no respondió. No podía imaginar cómo habría llegado a enterarse el dragón de la sombra que él había liberado ni cómo podía conocer el nombre de esa sombra. El Archimago había dicho que era una sombra anónima. Pero los dragones tienen su propia sabiduría; y son una raza más antigua que la del hombre. Pocos hombres pueden adivinar lo que sabe un dragón, y de qué modo ha llegado a saberlo, y esos pocos son los Señores de Dragones. De una sola cosa estaba seguro Ged: aunque el dragón dijese la verdad, aunque pudiera revelarle a Ged la naturaleza y el nombre de la cosa-sombra, y darle así poder sobre ella, aun entonces, incluso si lo que decía era cierto, lo hacía sólo para conseguir sus propios fines.
—No suele suceder —dijo Ged— que los dragones pidan favores a los hombres.
—Pero es muy común —respondió el dragón— que los gatos jueguen con los ratones antes de darles muerte.
—Pero yo no he venido aquí a jugar, ni a que jueguen conmigo. He venido a cerrar un trato.
Cual una filosa espada, pero cinco veces más larga que una espada, la cola se arqueó como un escorpión sobre el lomo acorazado, por encima de la torre. El dragón habló con sequedad:
—Yo no cierro tratos. Yo tomo. ¿Qué tienes para ofrecer que yo no pueda tomar cuando se me antoje?
—Seguridad. Tu seguridad. jura que nunca volarás al oeste de Pendor, y yo juraré irme sin hacerte daño.
Un ruido fragoroso brotó de las fauces del dragón, como un desprendimiento de piedras en montañas lejanas. Las llamas danzaron a lo largo de la lengua trífida. Se irguió todavía más, alzándose sobre las ruinas.
—¡Tú me ofreces seguridad! ¡Tú me amenazas! ¿Con qué?
—Con tu nombre, Yevaud.
La voz de Ged tembló al pronunciar el nombre, pero sonó alta y clara. Al oírlo, el viejo dragón quedó inmóvil, como petrificado. Pasó un minuto, otro; y al fin Ged sonrió en la frágil barquichuela.
Había decidido aventurarse en esta empresa mortal apoyándose en una sospecha. Por lo que había leído de Roke en las viejas historias de dragones, era posible que este dragón de Pendor fuese el mismo que asolara el oeste de Osskil en tiempos de Elfarran y Morred, y que luego fuera desterrado de Osskil por Elt, un hechicero muy versado en materia de nombres. La sospecha había sido cierta.
—Estamos en pie de igualdad, Yevaud. Tú tienes fuerza, yo tengo tu nombre. ¿Aceptas el trato?
El dragón seguía sin responder.
Largos años ociosos había morado el dragón en la isla donde yacían diseminados los petos de oro y las esmeraldas entre polvo, ladrillos y osamentas; había visto cómo la prole de lagartos negros jugaba entre las casas derruidas y probaba las alas en los acantilados junto al mar; había dormido largamente al sol, sin que ninguna voz, ningún navío viniese a despertarlo. Y ahora se había puesto viejo, y le costaba salir de aquella pesada modorra y enfrentarse a este mago-niño, este enemigo frágil, cuya vara acobardaba a Yevaud, el viejo dragón.
—Puedes elegir nueve piedras de mi tesoro —dijo al fin, y la voz le silbó y rechinó en las largas mandíbulas—. Las mejores; escoge las que quieras. ¡Y luego vete!
—No quiero tus piedras, Yevaud.
—¿Qué se ha hecho de la codicia de los hombres? En los días de antaño, los hombres del Norte adoraban las piedras brillantes… Sé lo que buscas, hechicero. También puedo ofrecerte seguridad, porque sé cómo salvarte Hay un horror que te persigue. Te diré su nombre.
El corazón de Ged dio un salto; apretó con fuerza la vara, y tan inmóvil como el dragón, luchó un momento con una esperanza súbita, inquietante.
No era su propia vida lo que había ido a proponer. Un poder, y sólo uno, podía darle dominio sobre el dragón. Dejó de lado la esperanza e hizo lo que tenía que hacer.
—No es eso lo que pido, Yevaud.
Cuando pronunció el nombre, Yevaud, fue como si tuviera a la criatura sujeta con una cuerda delgada y fina que le apretaba la garganta. Sentía, en la mirada del dragón, siempre clavada en él, la secreta y antigua malicia y la experiencia de los hombres; veía las garras aceradas, tan largas cada una como un antebrazo humano; el caparazón duro como la piedra, y el fuego encrespado que acechaba en las fauces del dragón; y el lazo seguía apretando, apretando.
Habló otra vez:
—¡Yevaud! jura por tu nombre que ni tú ni tus hijos iréis jamás al Archipiélago.
Las llamas saltaron de pronto, brillantes y crepitantes, de las mandíbulas del dragón. Al fin dijo:
—¡Lo juro por mi nombre!
Un silencio se extendió sobre la isla, y Yevaud agachó la enorme cabeza.
Cuando la volvió a levantar, el hechicero había desaparecido, y el velamen de la barca era un punto blanco que se alejaba sobre las olas del este hacia las islas enjoyadas y prosperas de los mares interiores. Enfurecido, el viejo dragón de Pendor se elevó en contorsiones destrozando la torre, y batió las alas que cubrían todo el ancho de la ruinosa ciudad. Pero estaba atado por su juramento y ni entonces ni nunca voló al Archipiélago.