La sombra

Ged había imaginado que como aprendiz de un gran hechicero no tardaría en ser iniciado en los misterios y la maestría del poder; que comprendería el lenguaje de las bestias y el susurro de las hojas del bosque, y que con su sola palabra desviaría el rumbo de los vientos y aprendería a transformarse en cualquier cosa. Acaso él y su maestro correrían a la par convertidos en venados o volarían hasta Re Albi por encima de la montaña en alas de águila.

Mas no fue así. Erraron días y días por los caminos bajando primero al Valle y luego, poco a poco, yendo lacia el sur y el oeste, alrededor de la montaña, pidiendo albergue en las aldeas o pasando la noche a campo raso como pobres hechiceros trashumantes, o como caldereros o mendigos. No entraron en dominios misteriosos. Nada ocurría. La vara del mago, que en un principio Ged observara con temor y curiosidad, no era más que un recio báculo. Pasaron tres días, pasaron cuatro días, y Ogión aún no. había pronunciado una sola palabra mágica en presencia de Ged, ni le había enseñado un solo nombre, una runa, un sortilegio.

Aunque callado y taciturno, Ogión era un hombre tan apacible y sereno que Ged pronto perdió ese temor reverente que le inspirara al principio, y así al cabo de unos pocos días se atrevió a preguntarle:

—¿Cuándo comenzará mi aprendizaje, Señor?

—Ya ha comenzado —respondió Ogión.

Hubo un silencio, como si Ged estuviera callando algo. Al fin dijo: —¡Pero si aún no he aprendido nada!

—Porque no has descubierto lo que estoy enseñándote —replicó el mago, marchando con pasos largos y firmes a lo largo del camino, el alto desfiladero que une los burgos de Ovark y Wiss. Era un hombre moreno, como la mayoría de los gontescos, de oscura tez cobriza y cabellos grises, enjuto y recio como un lebrel, e infatigable. No hablaba casi nunca, comía poco y dormía todavía menos. Tenía ojos y oídos penetrantes, y muy a menudo una expresión de atención reconcentrada.

Ged no respondió; no siempre es fácil responderle a un mago.

—Tú quieres hacer magia —dijo Ogión al fin, marchando siempre—. Demasiada agua has sacado del pozo. Aguarda. Llegar a hombre requiere paciencia. Llegar a dominar los poderes requiere nueve veces paciencia. ¿Qué hierba es ésa, allá, a la vera del camino?

—Siempreviva.

—¿Y aquélla?

—No lo sé.

—La llaman cuatrifolía.

Ogión se había detenido y el taco de bronce del báculo apuntaba hacia la hierba; Ged se acercó a mirar la planta y le arrancó una cápsula seca llena de semillas, y al fin, como Ogión no decía nada más, le preguntó:

—¿Para qué sirve, maestro?

—Para nada que yo sepa.

Ged conservó un momento la cápsula de semillas en la mano, mientras reanudaban la marcha; luego la tiró.

—Cuando sepas reconocer la cuatrifolia en todas sus sazones, raíz, hoja y flor, por la vista y el olfato, y la semilla, podrás aprender el verdadero nombre de la planta, ya que entonces conocerás su esencia, que es más que su utilidad. ¿Para qué sirves tú, al fin y al cabo? ¿0 yo? ¿Qué utilidad prestan la montaña de Gont y el Mar Abierto? —Caminaron otro kilómetro y Ogión dijo por último: —Para oír, hay que callar.

El muchacho frunció el ceño. No le hacía ninguna gracia pasar por tonto. Ocultó su resentimiento y su impaciencia y trató de mostrarse obediente, para que Ogion consintiera al fin en enseñarle algo. Porque quería aprender, dominar los poderes. Aunque empezaba a sospechar que habría aprendido mucho más en compañía de un juntahierbas cualquiera o de un hechicero de aldea, y mientras bordeaban la montaña rumbo al oeste y se adentraban en los bosques solitarios más allá de Wiss, se preguntaba una y otra vez cuáles serían los poderes y la magia de este gran hechicero Ogión. Porque cuando llovía Ogión ni siquiera pronunciaba el conjuro con que cualquier hechicero de nubes aleja una tormenta. En una comarca pródiga en hechiceros, como Gont o las Enlandes, no es raro ver como una nube de agua se desplaza lentamente de un sitio a otro, desviada por hechicería, hasta que es empujada hacia el océano donde al fin puede deshacerse en lluvias. Pero Ogión había dejado que la lluvia cayera sin impedimentos, refugiándose bajo las ramas de un abeto robusto. Ged, acurrucado entre unos matorrales, mojado y melancólico se preguntaba de qué servia tener poder si una prudencia excesiva impedía utilizarlo, lamentaba no haber entrado de aprendiz del hechicero del Valle, donde al menos hubiera podido dormir en seco. No expresó en alta voz estos pensamientos. No dijo una sola palabra. El maestro sonrió y se durmió bajo la lluvia.

Cercano ya el Retorno del Sol, cuando en las altas cumbres de Gont empezaban a caer las primeras grandes nevadas, llegaron a Re Albi, la tierra natal del mago, una aldea encaramada en las rocas del Despeñadero y cuyo nombre significaba Nido de Halcón. Desde allí pueden verse, abajo y a lo lejos, el fondeadero y las torres del Puerto de Gont, y las naves que entran y salen por los canales de la bahía entre los Promontorios Fortificados, y más lejos, hacia el oeste y por encima del mar, las colinas azules de Oranea, la más oriental de las Islas Interiores.

La casa del mago, aunque amplia y sólidamente construida en madera, con hogar y chimenea en vez de fogón, se parecía a las cabañas de Diez Alisos: una sola habitación y a1 lado un cobertizo para las cabras. En la pared occidental se abría una especie de alcoba, y en ella dormía Ged. Arriba de esta yacija había una ventana que miraba al mar, pero los postigos y celosías estaban casi siempre cerrados contra los vientos invernales que soplaban del norte y el oeste. En la cálida penumbra de esa casa pasó Ged el invierno, escuchando el estrépito de la lluvia y el viento o el silencio de la nieve, aprendiendo a escribir y a leer las Seiscientas Runas Hárdicas. Y muy feliz se sentía de aprender esa ciencia, pues el mero recitado de conjuros y sortilegios no es lo que confiere poder a un hombre. La lengua hárdica del Archipiélago, aun cuando no haya en ella más magia que en cualquier otra lengua, procede del Habla Antigua, esa lengua en la que cada cosa tiene su nombre verdadero; y para comprenderla hay que estudiar primero las runas, que fueron escritas en los tiempos en que las islas del mundo emergieron del mar.

Nada maravilloso acontecía, sin embargo, ningún prodigio. Ged pasó el invierno volteando las pesadas páginas del Libro de las Runas, mientras llovía y nevaba, y Ogión volvía de los bosques helados o de los prados donde pastoreaban las cabras, y se sacudía la nieve de las botas y se sentaba en silencio junto al fuego. Y el largo y reconcentrado silencio del mago llenaba la estancia, y también la mente de Ged, que a veces tenía la impresión de haber olvidado cómo sonaban las palabras: y cuando al fin Ogión hablaba, era como si en ese instante y por primera vez estuviera inventando el lenguaje. Sin embargo, las palabras del mago no eran portentosas; se referían a las cosas más simples, el pan, el agua, el frío, el sueño.

Cuando llegó la primavera, vivaz y luminosa, Ogión mandaba a menudo a Ged a los prados altos de Re Albi en busca de hierbas, diciéndole que podía dedicar a esa tarea todo el tiempo que creyera conveniente, con la libertad de pasarse el día entero vagabundeando por los arroyos crecidos con las lluvias, y por los bosques y campos húmedos y verdes bajo el sol. Para Ged cada una de aquellas salidas era una fiesta y nunca regresaba antes del anochecer; pero no olvidaba las hierbas. Mientras trepaba y vagabundeaba, vadeando arroyos y explorando, no dejaba de buscarlas, y siempre volvía con algunas. Descubrió entre dos arroyos un prado donde la flor llamada santónica crecía en abundancia, y como esta planta es rara y muy apreciada por los curanderos, volvió allí al día siguiente. Alguien había llegado antes que él, una muchacha a quien Ged conocía de vista: era la hija del viejo Señor de Re Albi. Ged no le hubiera hablado, pero ella se le acercó y lo saludó con amabilidad.

—Te conozco —le dijo—, tú eres Gavilán, el discípulo de nuestro mago. ¡Me gustaría que me contaras cosas de brujería!

Ged, tímido al principio y receloso, con la mirada fija en las flores blancas que rozaban la falda blanca de la muchacha, apenas le respondió. Pero ella siguió hablando en un tono franco, desenvuelto e insistente, y poco a poco fue ganando la confianza de Ged. Era una muchacha de la edad de él, alta y muy pálida, de tez blanquecina; se decía en la aldea que la madre era de Osskil o de algún otro país lejano. Los cabellos largos y lacios le caían como una cascada de agua negra. A Ged le pareció muy fea, pero de pronto, mientras conversaban, empezó a sentir el deseo de agradarle, de que ella lo admirase. Le contó la historia de los artilugios con la niebla, y cómo había vencido a los guerreros kargos, y ella lo escuchó como si todo aquello la asombrara y maravillara, pero sin alabanzas ni elogios. Y un momento después se interesaba en otra cosa:

—¿Puedes hacer que vengan a ti las aves y las bestias? —le preguntó.

—Puedo —dijo Ged.

Ged sabía que había un nido de halcón en lo alto de los acantilados que dominaban el prado, y llamó al ave por su nombre, El halcón acudió, mas esta vez no se posó en la muñeca de Ged, desconcertado quizá por la presencia de la joven. Lanzó un grito, batió el aire con las anchas alas listadas, y se elevó en el viento.

—¿Cómo se llama ese hechizo que trae al halcón?

—Es un sortilegio de llamada.

—¿Puedes traer también a los espectros de los muertos?

Ged en que se burlaba de él con esa pregunta, pues el halcón no había obedecido del todo a la llamada. No permitiría que se burlase de él.

—Podría si quisiera —respondió con voz calma.

—¿No es muy difícil, muy peligroso, llamar a un espectro?

—Difícil, sí lo es. ¿Peligroso? —Ged se encogió de hombros.

Esta vez estaba casi seguro de que los ojos de ella brillaban de admiración.

—¿Sabes echar un sortilegio de amor?

—Eso no requiere ninguna maestría.

—Es verdad —dijo ella—, cualquier bruja de aldea puede hacerlo. ¿Sabes echar sortilegios de transformación? ¿Puedes tú mismo cambiar de forma, como dicen que hacen los magos?

Tampoco esta vez estuvo seguro Ged de que no hubiera un dejo de burla en la pregunta, así que volvió a responder:

—Podría si quisiera.

Ella le suplicó entonces que se transformara en algo, en cualquier o halcón, en toro, en fuego, en árbol. Ged la disuadió recurriendo a las palabras misteriosas que usaba su maestro, pero ella insistía y él no sabía cómo negarse rotundamente. No sabía tampoco si él mismo creía o no aquello de que se jactaba. Se marchó, pues, diciendo que el mago, su maestro, estaba esperándolo, y no volvió al prado al día siguiente. Pero al otro día volvió, diciéndose que tenía que recoger más santónicas mientras estuviesen en flor. Ella ya estaba allí y los dos juntos vadearon descalzos las hierbas legamosas, arrancando los pesados capullos blancos. Resplandecía el sol primaveral y ella hablaba con él tan alegremente como cualquier pastora de cabras de su propia aldea. Volvió a hacerle preguntas sobre hechicería y magia y escuchaba todo con ojos tan asombrados que Ged se dejó llevar una vez más por la vanidad. Luego ella le pregunto si no haría un sortilegio de transformación y como él murmurara alguna excusa, ella lo miró, apartándose de la cara los cabellos negros, y le dijo:

—¿No será que tienes miedo?

—No, no tengo miedo.

Ella sonrió entonces con un ligero desdén.

—Tal vez eres demasiado joven.

Esto Ged no pudo soportarlo. No dijo mucho, pero resolvió que le probaría quién era. Le propuso que volviera al prado al día siguiente, si quería, y se despidió de ella para regresar a la casa mientras el mago estaba todavía ausente. Fue directamente al estante y bajó los dos Libros del Saber, que Ogión nunca le había mostrado.

Buscaba un sortilegio que le permitiera cambiar de forma, pero como era lento aún en la lectura de las runas, y entendía poco lo que leía, no lo encontró. Aquellos libros eran muy antiguos. Ogión mismo los había heredado de su maestro Heleth el Vidente, y Heleth de su maestro el Mago de Perregal, y así de maestro a discípulo desde tiempos inmemoriales. Menuda y extraña era la. escritura, con interlíneas y sobreescritos de numerosas manos, que ahora eran polvo. No obstante, algo lograba entender Ged de lo que leía, y acuciado todavía por las preguntas y el tono zumbón de la muchacha, se detuvo en una página que describía un conjuro para llamar a los muertos.

Mientras leía, descifrando uno por uno los símbolos y las runas, sintió que un horror estaba invadiéndolo. Tenía los ojos como magnetizados, y no pudo levantarlos hasta que hubo leído todo el conjuro.

Entonces, al alzar la cabeza, advirtió que la casa estaba a oscuras. Había estado leyendo sin ninguna luz, en la oscuridad. Cuando volvió a mirar el libro, ya no pudo distinguir las runas. Pero el horror crecía en él, parecía atarlo a la silla. Tenía frío. Espiando por encima del hombro vio algo agazapado junto a la puerta cerrada, un informe grumo de sombra más oscuro que la oscuridad. Parecía reptar hacia él, y susurrar llamándolo; pero las palabras eran incomprensibles para Ged.

La puerta se abrió de golpe. Un hombre entró envuelto en una luz blanca y resplandeciente, una gran figura luminosa que habló en voz alta y rotunda. La oscuridad y los murmullos se disiparon.

El horror abandonó a Ged, pero ahora tenía un miedo mortal, porque era Ogión el Mago quien estaba, allí en el vano de la puerta envuelto en una luz vivísima, y el báculo de encina que llevaba en la mano irradiaba un blanco resplandor.

Sin decir una palabra el mago pasó junto a Ged, encendió la lámpara y volvió a guardar los libros en el estante. Luego se volvió al muchacho y le dijo:

—Nunca podrás obrar este sortilegio sin poner en peligro tu poder y tu vida. ¿Fue por ese conjuro que abriste los libros?

—No, Maestro —murmuró el muchacho, y lleno de vergüenza confesó a Ogión lo que había ido a buscar y por qué motivo.

—¿Has olvidado entonces lo que te he dicho, que la madre de esa niña, la esposa del Señor de Re Albi, es una bruja?

En verdad el mago había dicho eso una vez, pero no le había hecho mucho caso; aunque ahora sabía que Ogión jamás le diría nada sin alguna buena.

—La niña misma es ya una bruja en ciernes. Quizá su madre la envió a hablar contigo. Quizá fue ella quien abrió el libro en la página que leíste. Los poderes a los que ella sirve no son los mismos a los que yo sirvo; Ignoro lo que pretende, mas sé que …no me desea ningún bien. Ged, escúchame ahora. Nunca ¿has pensado que así como hay oscuridad alrededor de la luz, también hay peligro alrededor del poder? Esta magia no es un juego al que nos dedicamos por placer o por halago. Piénsalo: en nuestro Arte, cada palabra que pronunciamos, cada acto que ejecutamos es para bien o para mal. ¡Antes de obrar o hablar hay que conocer el precio!

Avergonzado, Ged exclamó:

—¿Cómo puedo saber esas cosas cuando tú nada me enseñas? Desde el día en que vine a vivir contigo nada he hecho, nada he visto…

—Algo has visto ahora —dijo el mago—. junto a la puerta, en la oscuridad, cuando yo entré.

Ged no replicó.

Ogión se arrodilló en el suelo, preparó el fuego en el hogar y lo encendió, pues la casa estaba fría. Luego siempre de rodillas, dijo con voz apacible:

Ged mi joven halcón, no estás atado a mí ni a mi servicio. Tú no viniste a mi, yo fui hacia ti. Muy joven eres para hacer esta elección, mas yo no puedo hacerla en tu lugar. Si tal es tu deseo, te enviaré a la isla de Roke, donde se enseñan todas las Altas Artes. Cualquier arte que te propongas aprender, la aprenderás pues grande es tu poder. Más grande aún que tu orgullo, espero. Me gustaría retenerte conmigo, pues yo tengo lo que a ti te falta, mas no he de hacerlo contra tu voluntad. Escoge ahora entre Re Albi y Roke.

Ged seguía mudo, apabullado, el corazón en tumultuosa confusión. Había aprendido a querer a Ogión, a ese hombre que con un solo toque lo había curado, a ese hombre que no conocía la cólera; lo amaba y hasta ese momento no lo había sabido. Miró la vara apoyada contra la pared en el rincón de la chimenea, recordando la luz que había irradiado en la oscuridad, ahuyentando el mal, y sintió el deseo de quedarse junto a Ogión, de errar con él por los bosques, en largas caminatas, aprendiendo el silencio. Pero también había en él otros anhelos irreprimibles, la ambición de la gloria, el deseo de actuar. El camino de Ogión hacia la Maestría le parecía lento, un rodeo demasiado largo cuando él podía partir llevado por los vientos marinos hacia el Mar Interior, hasta la Isla de los Sabios, donde el aire brillaba de encantamientos, donde el Archimago se paseaba entre prodigios.

—Maestro —dijo—, quiero ir a Roke.

Así fue como pocos días más tarde, en una mañana de sol primaveral, Ogión bajó con Ged por el escarpado que a lo largo de veinte kilómetros descendía en pronunciada pendiente desde el Despeñadero hasta el Gran Puerto de Gont. Allí, entre los dragones esculpidos de las puertas del embarcadero, los guardias se arrodillaron a la vista del mago y con la espada desnuda le dieron la bienvenida. Conocían al mago y lo honraban por orden del Príncipe, y por propia gratitud, ya que diez años antes Ogión había salvado a la ciudad de un terremoto que amenazaba desmoronar las torres de los ricos y obstruir el Canal de los Promontorios Fortificados. Ogión le había hablado a la Montaña de Gont y la había apaciguado, había calmado el temblor de los precipicios como quien tranquiliza a una bestia aterrorizada. Ged conocía de oídas aquella proeza. La recordó ahora al ver a los guardias postrados ante el apacible maestro. Alzó la vista y miró casi con temor a ese hombre que había domesticado el terremoto; pero el rostro de Ogión estaba tan sereno como siempre.

Bajaron a los muelles, y el Capitán de Puerto acudió presuroso a dar la bienvenida a Ogión y a preguntarle qué podía hacer para servirlo. El mago se lo dijo y el hombre mencionó una nave que pronto partiría hacia el Mar Interior y en la que Ged podría viajar como pasajero.

—O quizá lo tomen para que llame a los vientos —añadió—, si tiene ese don. No llevan a bordo ningún hechicero de nubes.

—Tiene cierta habilidad con las brumas y las nieblas, pero ninguna con los vientos marinos —respondió el mago, posando la mano en el hombro de Ged—. No intentes níngún artilugio con la mar y los vientos de la mar, Gavilán; todavía eres hombre de tierra. Capiitan, ¿como se llama esa nave?

—Sombra, de las Andrades, y zarpa para Hortburgo con un cargamento de pieles y marfiles. Una buena nave, Maestro Ogión.

Al oír el nombre de la nave el rostro del mago pareció oscurecerse, pero dijo:

—Así sea. Entrega este mensaje al Decano de la Escuela de Roke, Gavilán. Que los vientos te sean propicios. ¡Adiós!

Y ésa fue toda su despedida. Dio media vuelta y echó a andar a largos trancos por los muelles. Y allí, parado, quedó Ged, viendo cómo su maestro desaparecía calle arriba.

—Ven conmigo, muchacho —dijo el Capitán de Puerto, y lo condujo a lo largo de los muelles hasta el embarcadero donde el Sombra se aprontaba a soltar amarras.

Quizá parezca extraño que en una isla de ochenta kilómetros de extensión, en una aldea rodeada de acantilados que contemplan el mar eternamente, un niño pueda llegar a hombre sin haber pisado una embarcación, o haber mojado un dedo en agua salada, y sin embargo es así. Granjero, pastor de cabras o vacas, cazador o artesano, el hombre de tierra imagina el océano como un reino salado e inestable con el que no tiene ninguna relación. La aldea a dos días de camino de su propia aldea es una comarca extraña, y la isla a un día de navegación desde su propia isla es apenas un rumor, unas colinas brumosas apenas visibles más allá de las aguas, no la tierra firme por la que él camina.

Así, para Ged, que jamás había bajado de las alturas de la montaña, el Puerto de Gont era un mundo sobrecogedor y maravilloso: las casas enormes y las torres de piedra labrada, los muelles con embarcaderos, diques, espigones y amarraderos, el puerto marítimo donde medio centenar de navíos y galeras se bamboleaban a lo largo de los muelles o yacían en la playa con las quillas apuntando al cielo, o estaban anclados en la rada con las velas replegadas portalones cerrados, mientras los marineros hablaban a gritos en dialectos extraños y los estibadores corrían llevando unas cargas pesadas entre barriles y cajones y rollos de cable, y los mercaderes barbudos vestidos con togas de pieles conversaban apaciblemente mientras caminaban cuidando el paso para no resbalar en las piedras bañadas por las aguas, y los pescadores descargaban las barcas, los carenadores calafateaban los cascos, los carpinteros martilleaban lleaban, los vendedores de almejas cantaban pregones y los capitanes vociferaban órdenes; y más allá la bahía silenciosa, resplandeciente a la luz del sol. Con los ojos, los oídos y la mente confundidos, Ged siguió al Capitán de Puerto hasta el ancho muelle donde estaba amarrado el Sombra, y el Capitán de Puerto lo llevó a ver al capitán del barco.

Pocas palabras bastaron para que el capitán aceptara a Ged en calidad de pasajero hasta Roke, puesto que era un mago quien lo pedía; y el Capitán de Puerto se marchó, ejando allí al muchacho. El capitán del Sombra era un hombre gordo y corpulento, vestido con una capa carmesí orlada de piel de pellawi, como las capas de los mercaderes andradianos. Sin echarle una sola mirada, preguntó a Ged con voz tonante:

—¿Sabes mover las nubes, muchacho?

—Sí.

—¿Sabes atraer los vientos?

Ged tuvo que contestar que no sabía, y eso bastó para que el capitán le ordenase que se buscara un rincón donde no estorbara el paso y que no se moviera de allí.

Los remeros ya estaban subiendo a bordo, porque el navío saldría a la rada antes que cayera la noche, para levar velas con la marea menguante hacia el amanecer. No había ningún sitio donde Ged no estorbara, pero se encaramó lo mejor que pudo sobre los fardos de carga acordonados y cubiertos de piel en la popa del navío, y desde allí observó todo lo que ocurría. Los remeros, hombres robustos, de grandes brazos, saltaban a bordo, mientras los estibadores atronaban el muelle haciendo rodar barricas de agua y las ponían bajo los bancos de los remeros. La sólida nave se hundió bajo el peso de la carga, danzando suavemente sobre las rizadas olas de la orilla, lista para partir. El timonel ocupó su puesto a la derecha del codaste y esperó las instrucciones del capitán, de pie sobre una traviesa en la juntura de la quilla con el mascarón de proa, que representaba a la Antigua Serpiente de Andrade. El capitán rugió y el Sombra soltó amarras y fue remolcado fuera del embarcadero por dos laboriosos botes de remos. El capitán volvió a bramar: —¡Abrid los toletes!—, y los grandes remos emergieron restallando, quince en cada banda. Los remeros encorvaron las recias espaldas en tanto un muchacho de pie junto al capitán marcaba la cadencia con un tambor. Ligera como una gaviota se deslizó la nave. Los ruidos y el bullicio de la ciudad se apagaron de pronto detrás de ellos. Habían entrado en las aguas silenciosas de la bahía, dominadas por el blanco pico de la montaña, que parecía suspendido sobre el mar. En una cala poco profunda a sotavento del Promontorio Fortificado echaron anclas, y allí esperaron a que pasara la noche.

De los setenta tripulantes del navío algunos eran, como Ged, muy jóvenes en años, pero ya todos habían entrado en la Mayoridad. Invitaron a Ged a que compartiera con ellos la comida y la bebida; eran muchachos afables, aunque traviesos y aficionados a las burlas. Lo llamaron Cabrerizo, es cierto, puesto que venía de Gont, pero no fueron más allá. Ged era tan alto fuerte como los de quince y siempre tenía una rep ica a flor de labios tanto para una broma como para una burla, y de ese modo se ganó un lugar entre ellos y ya desde la primera noche empezó a vivir como un tripulante y a aprender el oficio. Esto les pareció bien a los oficiales de a bordo, ya que no había lugar en la nave para pasajeros ociosos.

Poco sitio había en verdad para la tripulación, y nada que pudiera hacer la vida algo más cómoda, en una galera desprovista de puente y atiborrada de hombres, aparejos y mercancías; mas, ¿qué le importaba todo eso a Ged? Esa noche se acostó entre los fardos de pieles de las islas septentrionales y contempló las estrellas de la primavera que brillaban sobre las aguas del puerto y las tenues luces amarillas de la ciudad a popa, y se durmió y despertó complacido y satisfecho. Antes del alba, la marea cambió. Levaron anclas y se deslizaron entre los Promontorios Fortificados remando despacio. Cuando el sol del amanecer tiñó de rojo la Montaña de Gont a popa del navío, izaron la vela mayor y navegando por el mar de Gont fueron rumbo al sudoeste.

Entre Barnisk y Torheven navegaron con viento flojo, y al segundo día avistaron la Isla Grande, Havnor, corazón y cuna del Archipiélago. Durante tres días tuvieron a la vista las verdes colinas de Havnor mientras recalaban en la costa oriental sin tocar la orilla. Muchos años habrían de pasar antes de que Ged visitara esas tierras o viera las blancas torres del Gran Puerto de Havnor en el centro del mundo.

Pasaron una noche en Kemberburgo, el puerto septentrional de la Isla de Way, y la siguiente en una ciudad pequeña a la entrada de la Bahía de Felkway; al otro día, después de rodear el cabo septentrional de O, se internaron en los Estrechos de Ebavnor. Allí arriaron la vela y prosiguieron a remo, siempre con la tierra a cada lado y otros navíos al alcance de la voz, grandes y pequeños, mercantes y de cabotaje, algunos de regreso de los Confines Lejanos con extraños cargamentos, al cabo de un viaje de varios años, otros que saltaban como gorriones de isla en isla por el Mar Interior. Virando luego al sur de los citados estrechos dejaron Havnor a popa y navegaron entre las dos hermosas islas de Ark e Ilien, coronadas y escalonadas de ciudades, y luego, en medio de una lluvia y un viento creciente, empezaron a cruzar el Mar Interior rumbo a la Isla de Roke.

Por la noche, viendo que el viento refrescaba y se huracanaba, bajaron la vela y el mástil, y durante todo el día siguiente navegaron a remo. La galera se mantenía a flote sobre las olas y avanzaba con valentía, pero en la popa el timonel que maniobraba el largo remo de espadilla miraba la lluvia que azotaba el mar y no veía nada más que lluvia. De acuerdo con la brújula navegaban rumbo al sudoeste, y sabían así en qué dirección iban, pero no qué aguas eran aquéllas. Ged oyó que los hombres hablaban de bajíos en las aguas al norte de Roke, y de las Rocas Borilas en el este; otros sostenían que ya navegaban a la deriva por las aguas desiertas del sur de Kamery. Y el viento soplaba cada vez más, desgarrando las crestas de las enormes olas en andrajos de espuma volante; y los hombres no dejaban de remar hacia el sudoeste, viento en popa. Los turnos de remo se multiplicaron; la faena era dura, y a los muchachos más jóvenes los ponían en parejas en cada remo, y Ged se esforzaba junto con ellos, como había hecho desde que zarparan de Gont. Cuando no remaban achicaban el agua, pues las olas irrumpían con violencia en el navío. Así trabajaban en medio de las olas que se precipitaban en montañas humeantes bajo el viento, mientras la lluvia dura y fría les azotaba las espaldas y los golpes de tambor resonaban en el estrépito de la tempestad como los latidos de un corazón.

Un hombre fue a reemplazar a Ged en el remo, y lo mandó a ver al capitán en la proa. La lluvia le chorreaba de la orla de piel de la capa, pero el capitán se mantenía tan tieso como un barril de vino sobre el puente minúsculo. Bajó la vista para mirar a Ged y le Preguntó:

—¿Puedes abatir este viento, muchacho?

—No, capitán.

—¿Eres ducho con el acero?

Lo que quería saber era si Ged podía hacer que la brújula señalase el camino a Roke, que el imán no señalara su propio norte sino el que ellos necesitaban. Esa es una de las artes secretas de los Maestros de la Mar, y una vez más Ged dijo que no.

—Bien —rugió el capitán en medio de la lluvia y el viento—. En ese caso cuando estemos en Hortburgo buscarás algún navío que te lleve de regreso a Roke. Roke ha de estar ahora muy al oeste y sólo la magia podría llevarnos allí con una mar semejante. Tendremos que continuar rumbo al sur.

Nada le gustó a Ged esta noticia, pues los marineros le habían hablado ya de Hortburgo, un lugar de desenfreno donde prosperaban los tráficos más abyectos, donde a menudo capturaban a los hombres para venderlos como esclavos en el Confín Austral. Volvió al banco y remó junto con su compañero, un robusto mozalbete andradiano, mientras escuchaba los golpes del tambor y veía la linterna de popa que parpadeaba y se sacudía con el viento, un atormentado punto de luz en el anochecer lacerado por la lluvia. Miraba con atención al oeste, cuando se lo permitía la pesada cadencia de los remos.

De pronto el navío se elevó sobre la cresta de una ola, y Ged alcanzó a ver, por un instante, sobre las aguas humeantes y oscuras, un resplandor de luz entre las nubes, que acaso fuera el último rayo del sol poniente: pero no, porque la luz era clara, no purpúrea.

Los otros no la habían visto, pero Ged anunció a voces lo que acababa de descubrir. El timonel oteo el horizonte, buscándola cada vez que la nave se empinaba sobre una ola montañosa, y la vio, como la volvió a ver Ged, pero le respondió a gritos que era el sol poniente. Ged pidió a uno de los que achicaban la nave que lo sustituyese un momento en el banco, y abriéndose paso por la abarrotada crujía fue hasta la proa; una vez allí, aferrándose con ambas manos al mascarón, le grito al capitán:

—¡Esa luz, Señor, en el oeste, es la isla de Roke!

—No he visto ninguna luz —bramó el capitán, pero ya Ged la señalaba con el brazo extendido, y todos pudieron ver aquella luz que brillaba, límpida, por encima de las nieblas y el tumulto del mar.

No para complacer a su pasajero, sino para salvar el navío de los peligros de la tempestad, el capitán ordenó al timonel que pusiera rumbo al oeste, hacia luz, mas no sin prevenir a Ged:

—Muchacho, hablas como un Maestro de la Mar, pero te prometo que si en esta tempestad nos conduces mal ¡te haré arrojar por la borda y tendrás que nadar hasta Roke!

Ahora, en vez de navegar a favor de la galerna, iban a contraviento, y no era una tarea leve: las olas que azotaban de costado los apartaban de la nueva ruta y la nave rolaba y hacía agua, obligando a los achicadores a trabajar sin tregua y a los remeros a estar atentos, pues los tumbos y volteretas del navío podían arrancarles los remos de las manos y derribarlos a todos. Bajo las nubes tempestuosas era casi noche cerrada, pero ya atisbaban una y otra vez la luz en el oeste, bastante clara como para señalarles el rumbo, y así continuaron, remando a contraviento. Al fin el viento amainó y la luz se agrandó a proa.

Remando, siempre remando, y como quien pasa a través de una cortina, saliendo de la tormenta, entre golpe de remo y el siguiente, se encontraron de pronto en una atmósfera límpida; los resplandores postreros del crepúsculo iluminaban el cielo y el mar. Y por encima de las olas empenachadas de espuma, vieron no lejos de allí una colina verde, alta y redonda, y debajo una ciudad, construida sobre una pequeña bahía, y una multitud de embarcaciones ancladas, en reposo, todo en paz.

El timonel, inclinado sobre la barra, volvió la cabeza y exclamó:

—¡Capitán! ¿Qué es esto, tierra de verdad o arte de hechicería?

—¡Tú mantén el rumbo, cabeza de alcornoque! ¡Y vosotros remad, hijos de esclavos sin sangre! ¡Esta es la Bahía de Zuil y aquél el Collado de Roke, como podría verlo cualquier imbécil! ¡Remad!

Y así, remando fatigosamente al compás del tambor, entraron en la bahía. Allí todo era calma. Podían oír las voces de los habitantes de la ciudad y hasta el tintineo de una campanilla, y sólo tenues y a lo lejos los silbidos y rugidos de la tempestad. Unas nubes negras se cernían en el norte, en el este y el sur, a un kilómetro de distancia alrededor de la isla, pero en Roke, en un cielo límpido y sereno, aparecían una a una las estrellas.

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