La sombra en libertad

Raras veces, durante aquella primavera, tuvo Ged oportunidad de ver a Jaspe y a Algarrobo, ya que ambos, ahora hechiceros, estudiaban con el Maestro de las Formas en los arcanos del Bosquecillo Inmanente, donde ningún aprendiz ponía el pie. Ged permaneció en la Casa perfeccionándose en las artes de los hechiceros, aquellos que hacen magia mas no llevan la vara: los que manejan vientos y nubes, los que buscan y atan, los que forjan y modelan ilusiones, cantores y rapsodas y curalotodos y herboristas. Por las noches, a solas en la celda-alcoba, una pequeña esfera de luz fatua en vez de lámpara o bujía iluminando el libro, estudiaba las Runas Arcanas y las Runas de Ea, que se emplean en los Grandes Sortilegios. Todas esas artes eran para él asombrosamente fáciles, y se rumoreaba entre los estudiantes que tal o cual Maestro había asegurado que el muchacho gontesco era el alumno más brillante que había pisado jamás las aulas de Roke, y corrían historias sobre el otak, el cual, se decía, era un espíritu disfrazado que susurraba sabiduría al oído de Ged, y hasta se contaba que el cuervo del Archimago había dado la bienvenida a Ged llamándolo «futuro Archimago ». Creyeran o no en tales historias, gustaran o no de Ged, los aprendices lo admiraban y estaban siempre dispuestos a seguirlo cuando en algún raro momento Ged jugaba con ellos en los ya más largos atardeceres primaverales. Mas por lo general, Ged vivía dedicado al trabajo, reservado y orgulloso, aparte. Fuera de Algarrobo, no tenía solo amigo entre ellos, y nunca había deseado tenerlo.

A los quince anos, aunque muy joven aún para aprender las Altas Artes de los hechiceros o magos, los que llevan la vara, aprendió con tanta rapidez todos los recursos de la ilusión, que el Maestro de Transformaciones, también él un hombre joven, pronto empezó a instruirle aparte de los otros, y a hablarle de los verdaderos Sortilegios de la Forma. Le explicó por qué, si se quiere cambiar realmente una cosa en otra, es menester nombrarla y volverla a nombrar mientras dure el hechizo, y cómo ese hecho afecta los nombres y la naturaleza de las cosas próximas a la que ha sido transformada. Le habló de los peligros de la transformación, sobre todo cuando es el hechicero mismo el que se transmuta, corriendo el riesgo de quedar apresado en su propio encantamiento. Poco a poco, alentado por la clara comprensión del discípulo, el joven Maestro no se limito a hablarle a Ged de esos arcanos. Comenzó a enseñarle, primero uno y luego otro, los Grandes Sortilegios de Transformación, y al fin lo incitó a estudiar el Libro de las Formas. Lo hizo sin el consentimiento previo del Archimago, y fue una imprudencia, aunque sin mala intención.

En ese momento Ged trabajaba al mismo tiempo con el Maestro de Invocaciones, pero ese Maestro era un hombre severo, envejecido y endurecido por la magia tenebrosa y secreta que enseñaba. No trabajaba con ilusiones, sino con la magia verdadera, invocando energías como la luz y el calor, la fuerza que atrae el imán, y aquellas otras que los hombres perciben como peso, forma, color y sonido: poderes reales, extraídos de las inmensas e insondables energías del universo, que ni la magia ni la codicia de los hombres podrán agotar o desequilibrar alguna vez.

Los poderes del Maestro de Nubes y del Maestro de Mares sobre los vientos y las aguas eran artes ya conocidas por los alumnos, pero él enseñaba por qué razón el mago verdadero sólo recurre a esos sortilegios en casos de necesidad extrema, ya que invocar esas fuerzas altera la naturaleza misma del mundo terrestre.

—La lluvia en Roke puede ser sequía en Osskil —les dijo—, y un mar en calma en el Confín del Levante puede ser tempestad y ruina en el Poniente, a menos que sepáis lo que estáis haciendo.

En cuanto al arte de invocar cosas reales y personas vivas, y de despertar a los muertos, y de llamar a las puertas de lo Invisible, de esos portentos que son la cima del arte del Invocador y del poder del Mago, poco o nada decía. Una o dos veces Ged trató de que e hablara de esos misterios, pero el Maestro no le respondió, y le miro larga y sombríamente. Ged, inquieto, no volvió a insistir.

Y en verdad, a veces experimentaba cierta desazón, hasta cuando obraba los sortilegios menores que el Maestro Invocador enseñaba. Había ciertas runas, en ciertas páginas del Libro del Saber, que Ged creía haber visto alguna vez, pero no recordaba dónde. Ciertas frases necesarias para los sortilegios de Invocación, Ged se resistía a pronunciarlas. Le hacían pensar un instante en las sombras de una estancia oscura, en una puerta cerrada y en tinieblas que reptaban hacia él desde el rincón junto a la puerta. Rechazaba con presteza esos pensamientos o recuerdos y seguía con lo suyo. Esos momentos de terror y negrura, se decía, no eran más que las sombras de su propia ignorancia. Cuanto más aprendiera, menos tendría que temer, hasta que dueño ya de los poderes de un Mago, nada lo asustaría en el mundo, absolutamente nada.

En el segundo mes de aquel verano la escuela entera volvió a reunirse en la Casa para celebrar la Noche Lunar y la Larga Danza, que ese año caían en dos noches sucesivas, cosa que acontecía en verdad una vez cada cincuenta y dos años. Durante toda la noche, el plenilunio más corto del año, hubo música de flautas en los campos, y las callejuelas de Zuil se poblaron de tambores y antorchas, y los ecos de los cantos resonaron sobre las aguas bañadas por la luna de la Bahía de Roke. A la mañana siguiente, a la salida del sol, los cantores de Roke entonaron la larga Gesta de Erreth-Akbé, que narra cómo se construyeron las torres blancas de Havnor y los viajes de Erreth-Akbé desde Ea, la Isla Antigua, a través de todo el Archipiélago y los Confines, hasta que en el más —remoto Confín del Poniente, en el umbral del Mar Abierto, se encontró al fin con el Dragón Orm; y los huesos de Erreth-Akbé reposan en la armadura rota entre la osamenta del dragón sobre la playa de Selidor la solitaria, pero la espada enhiesta y purpúrea resplandece aún en la cumbrera de la torre más alta de Havnor, a la luz del crepúsculo por encima del Mar Interior. Concluido el canto, comenzó la Larga Danza. Lugareños y Maestros, estudiantes y granjeros, bailaron todos juntos, hombres y mujeres, en el caliente polvo crepuscular, por todos los caminos de Roke hasta las playas marinas, al compás del tambor y al son de las flautas y zampoñas. Hasta las mismas aguas del mar llegaron los bailarines, a la luz de esa segunda noche de plenilunio, y la música se perdió en el estruendo de las rompientes. Y cua cuando empezó a clarear en el Levante, volvieron cuesta a por playas y senderos; ya los tambores habían callado y sólo se oía el sonido de las flautas, dulce y agudo. Lo mismo había acontecido aquella noche en cada isla del Archipiélago una sola danza, una sola música que unía las tierras divididas por las aguas del mar.

Finalizada la Larga Danza, la mayor parte de la gente durmió durante el día y volvieron a reunirse a la caída de la noche, para comer y beber. Un grupo de jóvenes, tanto aprendices como hechiceros, había ido a buscar su cena al refectorio para llevarla a uno de los patios de la Casa: allí estaban Algarrobo, jaspe y Ged, junto con otros seis o siete, y algunos muchachos más jóvenes, eximidos para la ocasión de sus tareas en la Torre Solitaria, pues hasta Kurremkarmerruk había venido a la fiesta. Y mientras comían y reían, se entretenían con pequeños juegos de ilusión, que en la corte de un rey hubieran parecido verdaderos portentos. Uno de los muchachos había tendido sobre el patio una red de estrellas de luz fatua, que resplandecían como gemas y se balanceaban en una cadenciosa procesión entre ellos y las estrellas del cielo; y un par de muchachos jugaban a los bolos con unas bolas de llama verde y monigotes que se escabullían saltando y brincando cada vez que una bola se acercaba; y durante todo ese tiempo Algarrobo, sentado en cuclillas en el aire, comía pollo asado. Uno de los muchachos más jóvenes trató de hacerlo bajar al suelo de un tirón, pero él se elevó un poco más, fuera del alcance de los que estaban en tierra, y siguió levitando con una sonrisa ufana. De vez en cuando tiraba al aire un hueso de pollo, y el huesecillo se transformaba en un búho y remontaba el vuelo, ululando. Ged les arrojaba a los búhos flechas de corteza de pan, y los derribaba, pero apenas tocaban el suelo, desvanecida la ilusión, yacían allí como huesos y pan. Luego Ged intentó reunirse con Algarrobo, pero como no conocía el sortilegio tenía que mover los brazos para mantenerse en el aire y todos se reían a carcajadas viendo como saltaba, se sacudía y tropezaba. Continuó sin embargo con su bufonada porque hacía reír, y él se reía como los demás, ya que después de esas dos largas noches de danzas y luna llena y música y juegos de magia se sentía como trastornado y ebrio, dispuesto a cualquier cosa.

Al fin bajó lentamente hasta poner los pies en el suelo justo al lado de Jaspe, y Jaspe, que nunca se reía a carcajadas, se hizo a un lado diciendo:

—El Gavilán que no sabe volar…

—¿No es el jaspe una piedra preciosa? —replico Ged con una sonrisa-—. ¡Oh joya entre los hechiceros, oh Gema de Havnor, resplandece ahora para nosotros!

El muchacho que había tendido la red de luces fatuas lanzó una abajo, para que danzara y centelleara alrededor de la cabeza de Jaspe. No tan sereno como de costumbre, frunciendo el ceño, Jaspe apartó bruscamente la luz y la apagó como si fuese una vela.

—Estoy ya harto de niñerías y de alboroto y ridiculeces.

—Te estás volviendo viejo, amigo —observó Algarrobo siempre desde arriba.

—Si es silencio y oscuridad lo que quieres —terció uno de los muchachos más jóvenes—, puedes probar suerte en la Torre.

Ged le preguntó:

—¿Qué es lo que quieres, Jaspe?

—Quiero la compañía de mis pares —respondió Jaspe—. Ven, Algarrobo. Dejemos a estos aprendices con sus juguetes.

Ged se volvió para enfrentarse a Jaspe.

—¿Qué tienen los hechiceros que no tengan los aprendices? —inquirió. Había hablado con serenidad pero los otros muchachos callaron de pronto, como petrificados, pues en las voces de él y de Jaspe, límpidas y cortantes, como el filo del acero que sale de fa vaina, había odio ahora.

—Poder —dijo Jaspe.

—Mediré tu poder con el mío, acto por acto.

—¿Me desafías?

—Te desafío.

Algarrobo, que acababa de bajar al suelo, se interpuso entre ellos, con una cara sombría.

—Los duelos de hechicería no están permitidos, como bien sabéis. ¡Acabad con esto!

Ged y Jaspe callaron, pues en verdad conocían la ley de Roke, y sabían además que a Algarrobo lo guiaba el amor, y a ellos el odio. Mas la ira de los dos, aunque momentáneamente contenida, no se enfrió. Ya Jaspe, haciéndose un poco a un lado como para que sólo Algarrobo pudiese oírlo, dijo con su fría sonrisa:

—Creo que harías bien en recordarle una vez más a tu amigo el cabrerizo que hay una ley que lo protege. Parece abatido. Pero, me pregunto: ¿habrá imaginado que yo iba a aceptar un desafío? ¿De. un individuo que apesta a chivos, de un aprendiz que ni siquiera conoce la Primera Transformación?

—Jaspe —le dijo Ged—, ¿qué sabes tú de lo que yo sé?

Por un instante, sin que nadie le oyera pronunciar una palabra, Ged desapareció de la vista de todos, y en su lugar apareció un enorme halcón con las alas desplegadas, y abrió el corvo pico como si fuera a graznar: por un instante apenas, pues en seguida Ged reapareció a la trémula luz de las antorchas, observando a jaspe con una mirada sombría.

Jaspe, tomado por sorpresa, había dado un paso atrás; pero ahora se encogió de hombros y dijo una sola palabra:

—Ilusión.

Los otros murmuraban. Algarrobo dijo:

—No fue una ilusión. Fue una transformación verdadera. Y ahora, basta. Escúchame, Jaspe…

—Basta, sí, para demostrar que ha estado espiando en el Libro de las Formas a espaldas del Maestro. ¿Y qué? Adelante, cabrerizo. Me gusta esta trampa que tú mismo te estás tendiendo. Cuanto más pretendas mostrarte como un igual, más a las claras mostrarás lo que eres.

Al oír esto, Algarrobo se apartó de Jaspe y le habló a Ged en voz muy queda:

—Gavilán, pórtate como un hombre y deja este juego… ven conmigo.

Ged miró a su amigo y le sonrió.

—Cuídame un ratito a Hoeg, ¿quieres? —Y puso en las manos de Algarrobo al pequeño otak, que como de costumbre había estado encaramado en el hombro de Ged.

El animalito, que nunca dejaba que nadie lo tocase excepto Ged, esta vez trepó dócilmente por el brazo y se le acurrucó en el hombro, los grandes ojos relucientes siempre fijos en Ged.

—Bien —dijo Ged hablándole a Jaspe, con una voz tan serena como la de antes—. ¿Qué harás ahora, Jaspe, para demostrar que eres superior?

—No es necesario que haga nada, cabrerizo. Sin embargo algo haré. Te daré una oportunidad… una posibilidad. La envidia te carcome como un gusano en una manzana. Hagamos salir al gusano. Una vez en el Collado de Roke te jactaste de que los hechiceros gontescos no hacen magias por juego. Vayamos allí al Collado, y muéstranos al qué hacen en verdad. Y quizá luego te haré una pequeña demostración de hechicería.

—Sí, me gustaría verlo —respondió Ged.

Los muchachos más jóvenes, acostumbrados a que la furia de Ged estallase al menor asomo de injuria o menosprecio, admiraban ahora su sangre fría. También Algarrobo lo observaba, pero no con admiración, sino con un miedo creciente. Trató de intervenir una vez más, pero Jaspe le dijo:

—Vamos, Algarrobo, no te metas. ¿Y qué harás tú, cabrerizo, con la oportunidad que te doy? ¿Nos mostrarás una ilusión, una bola de fuego, un ensalmo que cura la sarna de las cabras?

—¿Qué te gustaría a ti, Jaspe?

El otro se encogió de hombros.

—Llama a un espectro de entre los muertos, ¡por lo que a mí me importa!

—Lo haré.

—No lo harás. —Jaspe lo miró directamente a los ojos, con una furia que ardió de pronto como una llama por encima de un frío desdén.— No lo harás. No podrás hacerlo. Fanfarroneas…

—¡Por mi nombre, lo haré!

Durante un momento todos se quedaron completamente inmóviles.

Apartándose bruscamente de Algarrobo, que lo había retenido por la fuerza, Ged salió del patio a grandes trancos, sin volver la cabeza una sola vez. Las luces fatuas que danzaban en el aire se apagaron y cayeron. Jaspe vaciló un instante, luego echó. a andar detrás de Ged. Y los demás lo siguieron, en silencioso desorden, curiosos y atemorizados.

Aún no había salido la luna y los flancos sombríos del Collado de Roke trepaban hacia la oscuridad de la noche estival. La presencia de esa colina, en la que tantos portentos se habían obrado, gravitaba alrededor de ellos, era como un peso en el aire. Llegaron al pie de la colina, de raíces profundas, más profundas que el océano, y que se hundían hasta tocar los fuegos antiguos, ciegos y secretos que arden en el corazón del mundo. Se detuvieron en la ladera oriental. Más allá de las hierbas negras que coronaban la cresta, brillaban las estrellas. No había viento.

Ged siguió unos pasos ladera arriba alejándose de los otros, y al fin se volvió y dijo con voz clara:

—¡Jaspe! ¿Qué espectro he de llamar?

—Llama al que quieras. Ninguno te escuchará.

La voz de Jaspe temblaba ligeramente, tal vez de cólera. Ged le respondió con calma, burlón:

—¿Tienes miedo?

Pero ni siquiera escuchó la respuesta de Jaspe, si la hubo. Jaspe ya no le interesaba. Ahora que estaban allí, en el Collado, el odio y la furia se habían desvanecido, reemplazados por una absoluta certeza. No tenía por qué envidiar a nadie. Sabía que su poder, esa noche, en ese lugar oscuro y encantado, era más grande que nunca, tan enorme que la sensación de esa fuerza a duras penas retenida lo estremecía de pies a cabeza. Ahora sabía que Jaspe estaba muy por debajo de él, y acaso le había sido enviado para que lo llevara allí esa noche, no un rival, sino un simple servidor del destino de Ged. Sentía bajo los pies las raíces del cerro que se. hundían en la insondable oscuridad de la tierra, y veía en lo alto los fuegos secos y distantes de los astros. Todo cuanto había entre los fuegos del cielo y de la tierra estaba allí para que él ordenase, mandase, de pie en el centro del mundo.

—No tengas miedo —dijo, con una sonrisa—. Llamaré al espíritu de una mujer. No tienes por qué temer a una mujer. A Elfarran llamaré, la bella dama de la Gesta de Enlade.

—Mil años hace que está muerta, y sus huesos reposan lejos de aquí, bajo el Mar de Ea, y quizá nunca haya existido.

—¿Qué son los años y las distancias para los muertos? ¿Y acaso mienten los Cantares? —dijo Ged con la misma leve ironía, y luego añadió—: Observa el aire entre mis manos —y se apartó de los otros y se detuvo, inmóvil.

En un ademán amplio y lento abrió y extendió los brazos, el gesto de bienvenida que abre una invocación. Y empezó a hablar. Había leído las runas de ese sortilegio en el Libro de Ogión, hacía más de dos años, pero sólo esa vez. Las había leído entonces en la oscuridad. En esta oscuridad de ahora era como si volviese a leerlas otra vez en la página abierta de la noche. Y esta vez comprendía lo que leía, mientras recitaba en voz alta palabra tras palabra, y veía las acotaciones: cómo había que unir el sortilegio al sonido de la voz y los movimientos del cuerpo y de la mano.

Los otros muchachos lo observaban, mudos e inmóviles, aunque temblaban a veces, pues el gran sortilegio empezaba a operar. Ged seguía hablando con una voz dulce y queda, pero era distinta ahora, había en ella una entonación grave, y nadie entendía las palabras. De pronto calló. Y de súbito el viento se levantó rugiendo entre las hierbas. Ged cayó de rodillas y llamó. Luego se echó de bruces como si quisiera abarcar la tierra entre los brazos extendidos, y cuando se levantó tenía algo oscuro entre las manos y los brazos abiertos, algo tan pesado que el esfuerzo lo sacudió mientras trataba de levantarse. El viento caliente gemía entre las hierbas altas de la colina. Si en ese momento brillaban las estrellas, nadie las vio.

Los labios de Ged sisearon y musitaron las palabras y de pronto gritaron en voz alta y clara:

—¡Elfarran!

Una vez más gritó el nombre:

—¡Elfarran!

Una tercera vez:

—¡Elfarran!

La informe masa de oscuridad que había levantado se desprendió de él, y un pálido huso de luz brilló entre los brazos abiertos, un óvalo borroso que subía del suelo hacia las manos levantadas. En ese óvalo de luz una forma se movió un instante, una forma humana: una mujer alta que miraba hacia atrás por encima del hombro. El rostro era hermoso, y triste, y había miedo en él.

Un instante apenas centelleó allí el espectro. Luego el óvalo lívido se encendió entre los brazos de Ged, creció y se extendió, una fisura en la oscuridad de la tierra y la noche, una herida abierta en la urdimbre del mundo. En ella brillaba una luz incandescente y aterradora. Y por esa brecha informe y luminosa trepaba reptando una cosa semejante a un terrón de sombra negra: rápida y repugnante, se lanzó directamente a la cara de Ged.

Ged retrocedió, tambaleándose bajo el peso de la aparición, y dejó escapar un grito breve y ronco. El pequeño otak, el animal encaramado en el hombro de Algarrobo, que no tenía voz, gritó también y saltó como para atacar.

Ged cayó, luchando y debatiéndose, mientras por encima de él la grieta de luz en la oscuridad del mundo se ensanchaba y alargaba. Los muchachos que observaban la escena huyeron despavoridos y Jaspe se encorvó hasta el suelo para no ver el terrible resplandor de aquella luz . Sólo Algarrobo corrió a ayudar a su amigo, y sólo él vio el terrón de sombra que se prendía a Ged, desgarrándole la carne. Era como una alimaña negra, del tamaño de un niño pequeño, aunque parecía dilatarse y encogerse; y no tenía cabeza ni rostro, sólo las cuatro patas provistas de garras con que arañaba y despedazaba. Algarrobo lloraba de horror, y sin embargo extendió los brazos para tratar de arrancar de Ged aquella cosa. Antes que pudiera tocarla, quedó paralizado, incapaz de todo movimiento.

La intolerable luminosidad empezó a disiparse, y poco a poco los bordes desgarrados del mundo volvieron a unirse. En algún lugar cercano hablaba una voz, tan suave como los murmullos de un árbol o el canturreo de una fuente.

Las estrellas empezaron a brillar otra vez y la luna apareció y blanqueó las hierbas en la ladera de la colina. Restañada la herida de la noche, el equilibrio entre la luz y la oscuridad había sido restaurado. La sombra-bestia se había desvanecido. Ged yacía tendido de espaldas, los brazos abiertos aún en aquel ademán de bienvenida e invocación. La sangre le ennegrecía la cara y unas manchas negras le cubrían la camisa. El pequeño otak temblaba apretado contra el hombro de Ged. Junto a Ged se alzaba la figura de un hombre viejo con una capa que resplandecía, pálida a la luz de la luna: el Archimago Nemmerle.

El extremo del báculo de Nemmerle, un reflejo plateado, revoloteó sobre el pecho de Ged, rozándole una vez el corazón, una vez los labios, mientras Nemmerle murmuraba. Ged se agitó y los labios se le abrieron como buscando aire. Entonces el Archimago alzó el báculo y posándolo en el suelo se apoyó en él pesadamente con la cabeza gacha, como si no le quedaran fuerzas para mantenerse en pie.

Algarrobo descubrió entonces que podía moverse. Miró alrededor y vio que ya había otros allí, los Maestros de Invocaciones y Transformaciones. Un acto de alta magia no opera sin atraer a hombres como ellos, y en casos de necesidad tienen medios que les permiten acudir con extraordinaria rapidez, aunque ninguno había sido tan rápido como el Archimago. Enviaron a unos aprendices en busca de ayuda, y algunos de ellos regresaron en seguida con el Archimago, y otros, entre ellos Algarrobo, trasladaron a Ged a las cámaras Maestro de Hierbas.

El Invocador permaneció toda esa noche en el collado, alerta y vigilante. Mas todo era quietud y silencio ahí en la ladera, donde la sustancia del mundo había sido desgarrada. Ninguna sombra reptó a la luz de la luna buscando la grieta por la que podía retomar a su propio dominio. Había huido de Nernmerle y de las poderosas murallas de magia que circundaban y protegían la Isla de Roke, pero ahora estaba en el mundo. Escondida, acechaba en algún lugar. Si Ged hubiese muerto esa noche, el espectro hubiese intentado reencontrar la puerta que él había abierto, y seguirlo hasta el reino de las sombras o regresar a quién sabe qué mundo misterioso del que había venido. Por eso el Invocador veló la noche entera en el Collado de Roke. Pero Ged no había muerto.

Lo habían acostado en la cámara de curación, y el Maestro de Hierbas le atendía las heridas de la cara, el cuello y el hombro. Eran heridas profundas, desgarradas, malignas. La sangre negra manaba a borbotones y no restañaba, ni aun con la ayuda de los ensalmos y de las hojas de perriote recubiertas de telaraña que los curadores aplicaban sobre las heridas. Ged yacía ciego y mudo, temblando de fiebre como leña menuda que ardiera a fuego lento, y no había hechizo capaz de aplacar ese fuego.

No lejos de allí, en el patio a cielo abierto donde canturreaba la fuente, yacía el Archimago también inmóvil, y frío, muy frío: sólo en los ojos parecía tener vida, y a la luz de la luna contemplaba las pequeñas cascadas y el leve movimiento de las hojas. Los que estaban junto a él no lo atendían ni recitaban ensalmos. De vez en cuando hablaban entre ellos en voz baja y luego observaban al Señor. Nemmerle yacía inmóvil: la nariz a aguileña, la frente alta y los cabellos blanqueados por la claridad lunar, tenían todos el color del hueso. El esfuerzo de dominar el sortilegio desbocado y apartar la sombra de Ged había agotado a Nemmerle. Yacía moribundo. Pero la muerte de un gran mago, que ya ha transitado tantas veces por las áridas y escarpadas laderas del reino de la muerte, es una cosa extraña: pues el mago no parte a ciegas, sino con confianza, ya que conoce el camino. Cuando la mirada de Nemmerle se elevó a través de las hojas del árbol, los que estaban con él no supieron si contemplaba las estrellas del estío que desaparecían a la claridad del alba, o esos otros astros que jamás se ocultan sobre las colinas de la noche eterna.

El cuervo de Osskil, que lo acompañara durante treinta años, había desaparecido. Nadie lo había visto partir.

—Ha querido precederlo en el vuelo —dijo el Maestro de las Formas, que velaba junto a los otros.

Llego el día, cálido y luminoso. En la Casa y en las calles de Zuil reinaba el silencio. Ninguna voz se alzo hasta cerca del mediodía cuando las campanas de hierro tocaron a rebato en la Torre del Cantor, tañendo con voces ásperas.

Al día siguiente los Nueve Maestros de Roke se reunieron en algún lugar secreto bajo los árboles umbríos del Bosquecillo Inmanente. Incluso allí levantaron alrededor nueve muros de silencio, para que nadie, persona o otestad, pudiese hablarles 0 escucharlos mientras elegían entre los magos de Terramar al nuevo Archimago. Gensher de Way fue el elegido. Un navío fue enviado en seguida a través del Mar Interior a la Isla de Way para que llevase el Archimago a Roke. El Maestro de Vientos se instaló en la popa, levantó un viento de magia, y la nave partió rápidamente y desapareció.

Nada supo Ged de todos estos acontecimientos. Durante cuatro semanas de aquel estío bochornoso permaneció acostado, ciego, sordo y mudo, aunque a veces gemía y aullaba como un animal. Al fin, a medida que obraban los pacientes cuidados del Maestro de Hierbas, las heridas se le cerraron y la fiebre lo abandonó. Poco a poco parecía oír otra vez, pero continuaba sin poder hablar. En un claro día de otoño el Maestro de Hierbas abrió las persianas del cuarto. Desde la oscuridad de aquella noche en el Collado de Roke, Ged había estado envuelto en tinieblas. Aquella mañana vio la luz del día, el sol radiante. Escondió entre las manos la cara cubierta de cicatrices, y lloró.

Cuando llegó el invierno hablaba todavía con lengua torpe, tartamudeando. El Maestro de Hierbas lo retuvo en las cámaras de curación, tratando de que el cuerpo y la mente de Ged se recobraran del todo. Había comenzado ya la primavera cuando el Maestro le dejó abandonar la celda, diciéndole que fuera a ver al Archimago Gensher y le prometiera lealtad. Pues Ged no había podido hacerlo junto con los otros de la Escuela cuando Gensher había llegado a Roke.

Durante los largos meses de enfermedad no habían permitido que los aprendices lo visitaran, y ahora viendo a Ged entre ellos algunos se preguntaban: —¿Quién es? — Ged había sido un joven vivaz, ágil, y vigoroso. Ahora, lisiado por el dolor, caminaba con paso vacilante, y escondiendo la cara, cuyo lado izquierdo estaba blanco de cicatrices. Esquivó a los que conocía y a los que no conocía y se encaminó en línea recta al patio de la Fuente. Allí, donde una vez él esperara a Nemmerle, Gensher lo esperaba a él.

Como el antiguo Archimago, Gensher estaba envuelto en una capa blanca; pero como la mayoría de los hombres de Way y del Confín del Levante, Gensher era negro de tez, también los ojos eran negros, bajo las cejas pobladas.

Ged se hincó de rodillas y prometió lealtad y obediencia. Gensher permaneció un momento en silencio.

—Sé lo que has hecho —dijo al fin—, pero no qué eres. No puedo aceptar tu lealtad.

Ged se levantó y se sostuvo apoyando la mano contra el tronco del árbol junto a la fuente. Todavía era muy lento para encontrar las palabras.

—¿He de irme de Roke, mi señor?

—¿Quieres irte de Roke?

—No.

—¿Qué quieres?

—Quedarme. Aprender. Deshacer… el mal…

—No el propio Nemmerle pudo hacerlo. No, yo no te dejaría partir de Roke. Nada te protege salvo los Maestros de aquí y las murallas que defienden esta isla alejan a las criaturas malignas. Si te marcharas ahora, la cosa que dejaste en libertad te encontraría en seguida y entraría en ti, y te dominaría. No serías un hombre sino un gebbet, un títere sometido a la voluntad de esa sombra maléfica que has traído a la luz del sol. Te quedarás aquí hasta que tengas fuerza y sabiduría para defenderte de la sombra… si las tienes alguna vez. En este mismo instante está acechándote. Te espera sin duda. ¿La has vuelto a ver después de aquella noche?

—En sueños, señor. —Y al cabo de un momento, Ged prosiguió, hablando con dolor y verguenza—: Señor Gensher, no sé qué era … esa cosa que nació del hechizo y se lanzó sobre mí …

—Tampoco yo lo sé. No tiene nombre. Hay en ti Un enorme poder, y lo has usado de mal modo, obrando un sortilegio que no eras capas de dominar, sin saber hasta qué punto ese sortilegio afecta el equilibrio de la luz y las tinieblas, de la vida y la muerte, del bien y el mal. Y lo hiciste movido por el odio y el orgullo. ¿Es de extrañar acaso que las consecuencias hayan sido terribles? Invocaste a un espíritu de entre los muertos, pero con él vino una de las Potestades de la no-vida. Vino, sin ser llamada, de un lugar donde no hay nombres. Maligna, pretende utilizarte para obrar el mal. El poder que usaste para llamarla le da poder sobre u : estás atado a ella. Es la sombra de tu orgullo, la sombra de tu ignorancia, tu propia sombra. ¿Tiene nombre una sombra?

Enfermo y desfigurado, Ged calló. Al fin dijo:

—Ojalá hubiera muerto.

—¿Quién eres tú para decirlo, tú por quien Nemmerle dio la vida? Aquí no tienes nada que temer. Vivirás en Roke y continuarás estudiando. Me dicen que eres inteligente. Ve, pues, y pon manos a la obra. Y hazlo bien. No hay alternativa.

Con estas palabras concluyó Gensher, y desapareció de pronto, como es costumbre entre los magos. El manantial centelleaba a la luz del sol, y Ged lo observó un momento y escuchó, pensando en Nemmerle. Un día, en ese mismo patio, había tenido la impresión de ser una palabra, que la luz del sol había pronunciado. Ahora habían hablado las tinieblas, profiriendo una palabra que ya nada podía borrar.

Salió del patio, y fue a la vieja celda de la Torre del Sur, que permanecía vacía, reservada para él. Y allí se quedó, a solas. Cuando el gong llamó para la cena, fue a sentarse a la Mesa Larga, pero casi no les habló a sus compañeros, ni levantó la cabeza para mirarlos, ni siquiera a aquellos que lo saludaron cordialmente. De modo que al cabo de un día o dos, todos lo dejaron solo. Y eso era lo que él deseaba, pues temía el mal que pudiera hacer o decir por ignorancia.

Ni Algarrobo ni Jaspe estaban en la Escuela, y no preguntó por ellos. Los muchachos sobre los que había sobresalido antes, ahora lo aventajaban, a causa de los meses perdidos, y durante esa primavera y ese verano estudió con muchachos más jóvenes. Y ni siquiera entre ellos se destacaba, pues las palabras de cualquier sortilegio, aun el juego de ilusión mas simple, se le trababan en la lengua, y las manos no se le movían con la destreza de antes.

En el otoño tuvo que ir una vez, más a la Torre solitaria a estudiar con el Maestro de Nombres. Esta tarea, que en un tiempo había temido, lo complacía ahora, porque era el silencio lo que buscaba, y un largo aprendizaje en el que no tuviera que urdir ningún sortilegio, ni practicar el poder que aún sentía en él.

La víspera de su partida para la Torre un visitante entró en el cuarto: vestía una oscura capa de viaje y llevaba una vara de encina con calce de hierro. Al ver el báculo del hechicero, Ged se puso de pie.

—Gavilán…

Al oír esa voz, Ged alzó los ojos: allí frente a él estaba Algarrobo: corpulento y macizo como siempre, la cara negra y tosca un poco envejecida, pero con la misma sonrisa. Llevaba acurrucada en el hombro una bestezuela pequeña, de pelaje moteado y ojos relucientes.

—Se ha quedado conmigo mientras estuviste enfermo, y ahora me apena separarme de él. Y más aún me apena separarme de ti, Gavilán. Pero vuelvo al terruño. ¡A ver, Hoeg! ¡Ve con tu verdadero amo! —Algarrobo acarició al otak y lo depositó en el suelo. El animalito fue a sentarse sobre el jergón de Ged, y se lamió el pelaje con una lengua seca y cobriza que parecía la hoja de una planta. Algarrobo se rió, pero Ged ni siquiera alcanzó a sonreír. Se inclinó para ocultar la cara y acarició al otak.

—Pensé que nunca más vendrías a verme, Algarrobo —dijo.

No era un reproche, pero Algarrobo respondió:

—No pude. El Maestro de Hierbas me lo prohibió; y desde que llegó el invierno he estado con el Maestro en el Bosquecillo, recluido yo también. No me dejaron salir del bosque hasta que obtuve mi vara. Escucha Ged: cuando tú también estés libre, ve al Confín del Levante. Te esperaré. Allí, en las aldeas pequeñas hay alegría y los hechiceros son muy bien recibidos por los pobladores.

—Libre… —murmuró Ged, y se encogió ligeramente de hombros, tratando de sonreír.

Algarrobo lo miró, no exactamente como solía mirarlo antes, no con menos amor, pero tal vez con algo más de hechicería. Le dijo con dulzura:

—No pensarás quedarte encerrado para siempre en Roke.

—Bueno… He pensado… tal vez podría ir a trabajar con el Maestro de la Torre, llegar a ser uno de los que buscan en los libros y en las estrellas los nom res perdidos, y así… así no hacer más daño, aunque tampoco mucho bien…

—Puede ser —dijo Algarrobo—. No soy vidente, pero lo que veo en ti no son celdas y libros sino mares remotos, el fuego de los dragones, y las torres de las ciudades, y todas las cosas que ve un halcón cuando vuela muy alto y muy lejos.

—Y detrás de mí… ¿qué ves detrás de mí? —preguntó, Ged, y se levantó mientras hablaba, y la luz fatua que brillaba en lo alto entre los dos amigos proyectó la sombra de Ged en la pared y en el suelo. Ged volvió la cara y dijo, tartamudeando:

—Pero cuéntame a dónde irás, qué harás.

—Iré a casa, a ver a mis hermanos y a la hermana de que te he hablado. Era una niñita cuando la dejé, y pronto tendrá Nombre… ¡Me parece tan extraño, cuando lo pienso! Así que me buscaré un trabajo de hechicero en alguna parte, en las islas pequeñas. Olí, me gustaría mucho quedarme y hablar contigo, pero no puedo, mi nave zarpa esta misma noche y ha cambiado la marea. Gavilán, si alguna vez tu camino te lleva al Este, ve a verme. Y si algún día necesitas de mí, llámame, llámame por mi nombre: Estarriol.

Al oírlo Ged alzó la cara cubierta de cicatrices, y encontró la mirada de Algarrobo.

—Estarriol —dijo—, mi nombre es Ged.

Entonces, tranquilos los dos, se despidieron, y Algarrobo dio media vuelta y se alejó por el corredor. de piedra, y se marchó de Roke.

Ged se quedó un momento de pie, inmóvil, como alguien que ha recibido una gran noticia y tarda tiempo en darse cuenta. Era un gran regalo el que Algarrobo acababa de hacerle, al revelarle su verdadero nombre.

Nadie conoce el verdadero nombre de alguien excepto él mismo y quien le dio ese nombre. Puede, si con el tiempo quiere hacerlo, revelárselo a un hermano, o a su mujer, o a un amigo, y ni aun estos pocos podrán decirlo en presencia de un tercero. En esas ocasiones lo llamarán como los otros por el nombre común, o un sobrenombre, como por ejemplo Gavilán o Algarrobo, y Ogión, que significaba «piña». Si los hombres ordinarios ocultan su verdadero nombre a todo el mundo, excepto a unos pocos a quienes aman y en quienes confían, con mucha más razón tienen que hacerlo los magos y hechiceros, por ser mas peligrosos y estar a la vez más expuestos al peligro. El que conoce el nombre de una criatura, tiene en sus manos la vida de esa criatura. Y a Ged, que había perdido la fe en sí mismo, Algarrobo le había regalado algo que sólo un amigo puede dar, una prueba de una confianza completa e inquebrantable.

Ged se sentó en el jergón y dejó que el globo de luz se extinguiera, exhalando una vaharada de gas de los pantanos. Acarició al otak, que se desperezó voluptuosamente y se le durmió sobre la rodilla como si nunca hubiese dormido en ninguna otra parte. La Casa estaba en silencio. Ged recordó de pronto que al día siguiente cumplía cuatro años de Mayoridad. Tanto tiempo había pasado desde que Ogión le diera un nombre. Recordó el frío en las aguas del torrente de la montaña que había cruzado desnudo y sin nombre. Y evocó otros remansos límpidos del río Ar, donde había nadado con frecuencia; y la aldea de Diez Alisos al pie de los inmensos y escarpados bosques de la montaña; y las sombras matutinas en la polvorienta callejuela de la aldea, las llamas que saltaban atizadas por los fuelles en la fragua del forjador en una tarde de invierno, la oscura y fragante choza de la bruja donde el aire denso estaba cargado de humo y encantamiento entrelazados. Hacía largo tiempo que no recordaba esas cosas. Y ahora volvía a recordarlas, en esa noche en que cumplía diecisiete años. Todos los años de la breve y ahora rota existencia aparecían allí, al alcance de su memoria, y formaban otra vez un todo. Una vez más sabía, al fin, después de esa larga tregua de amargura, de tiempo perdido, quién era él y dónde estaba.

Pero hacia dónde tendría que ir en los años próximos, eso no podía verlo; y temía verlo.

A la mañana siguiente se puso en camino, llevando otra vez al otak en un hombro. Esta vez tardó tres días, no dos, en llegar a la Torre Solitaria, y cuando al fin la divisó, dominando los mares sibilantes y encrespados del cabo septentrional, estaba cansado hasta los huesos. Dentro de la Torre había la misma oscuridad, el mismo frío de aquella otra vez, y Kurremkarmerruk, sentado en el alto taburete, inscribía las listas de nombres. Le echó una mirada y sin darle la bienvenida, como si nunca hubiese estado ausente, le dijo:

—Ve a acostarte; el hombre cansado es estúpido. Mañana abrirás el Libro de los Hacedores, y aprenderás los nombres.

Al final del invierno volvió a la Casa. Fue nombrado hechicero, y esta vez el Archimago Gensher aceptó la promesa de lealtad. A partir de entonces pudo (o dejar atrás las artes de la ilusión para consagrarse a la magia verdadera, a las artes y encantamientos superiores, aprendiendo lo que necesitaba saber para merecer la vara de mago. Los tartamudeos con que pronunciaba los encantamientos se desvanecieron al cabo de unos meses, y movía las manos con la vieja destreza; pero ya nunca aprendió con la rapidez de antes; el miedo le había dado una inolvidable y dura lección. No hubo sin embargo presagios ni signos nefastos que se manifestaran, cuando obraba los grandes sortilegios, aun los de Creación y Forma, que son los más peligrosos. Se preguntaba a veces, si la sombra que había liberado no se habría debilitado con el paso de los días, o no habría escapado del mundo, puesto que ya no se le aparecía en sueños. Pero sabía dentro de él que eso era sólo una insensata esperanza.

De los Maestros y de los libros antiguos Ged aprendió lo poco que podía saber de la sombra que el mismo había liberado. Ninguna criatura semejante aparecía descrita o mencionada directamente. Había a lo sumo vagas alusiones, aquí y allá en los viejos volúmenes, a cosas que podían parecerse a la sombra-bestia. No era el espectro de un ser humano, ni una criatura de las Antiguas Potestades terrestres, aunque parecía tener algún vínculo con ellas. En el tomo intitulado De los Dragones, que Ged leyó muy atentamente, se narraba la historia de un Señor de Dragones que había caído bajo el dominio de una Antigua Potestad, una piedra parlante que moraba en una lejana comarca del norte. A una orden de la Piedra decía el libro, habló para despertar a un espectro del reino de la muerte; pero la piedra trastocó la intención del sortilegio, y junto con el espectro acudió una cosa no invocada, que devoró al Señor por dentro y lo obligó a ir por el mundo destruyendo a los hombres. Pero el libro no decía qué cosa era ésa, ni contaba el final de la historia. Y los maestros no sabían de dónde podían venir esas sombras malignas de la no-vida, había dicho el Archimago; del mal del mundo, dijo el Maestro de Transformaciones, y el Maestro de Invocaciones le dijo: —No lo sé. —El Maestro de Invocaciones había ido a menudo a sentarse a la cabecera de Ged. Era tan sombrío y grave como siempre, pero ahora Ged lo conocía, y lo quería de verdad.

—No lo sé. De esa cosa sólo sé que quizá vino traída por un poder inmenso, y que acaso un solo poder una sola voz, tu voz, pudo llamarla. Pero lo que eso significa, no lo sé. Algún día lo descubrirás. Tendrás que enfrentarte a la muerte, o a algo peor que la muerte. —Hablaba en voz baja y observaba a Ged con una mirada sombría—. Tú pensabas, de niño, que es mago aquel que puede hacer cualquier cosa. Eso pensé yo, alguna vez. Y todos nosotros. Y la verdad es que a medida que un hombre adquiere más poder y sabiduría, se le estrecha el camino, hasta que al fin no elige, y hace pura y simplemente lo que tiene que hacer…

Cuando Ged cumplió dieciocho años, el Archimago lo envió a trabajar con el Maestro de las Formas. De lo que se aprende en el Bosquecillo Inmanente, poco y nada se habla fuera de él. Se dice que allí no se obran encantamientos, y sin embargo el lugar mismo es un encantamiento. A veces los árboles del Bosquecillo son visibles y otras invisibles, y no siempre están en el mismo lugar o región de la Isla de Roke. Dícese que los árboles mismos son sabios. Y que el Maestro. de las Formas aprende allí la magia suprema, dentro del Bosquecillo, y que si alguna vez los árboles llegaran a morir, con ellos se moriría también la sabiduría del lugar, y que entonces las aguas crecerían y anegarían las islas de Terramar que Segoy había sacado de los abismos en tiempos inmemoriales, y asimismo todas las tierras en que habitan los hombres y los dragones.

Pero ésas son voces que corren; los magos nunca dicen nada.

Pasaron los meses y al fin, en un día de primavera, Ged volvió a la Casa; no sabía qué le pedirían ahora. junto a la puerta, donde empieza el sendero que cruza los campos y lleva al Collado de Roke, lo esperaba un hombre anciano, de pie en el umbral. En el primer momento Ged no lo reconoció, pero luego recordó quién era: el hombre que le había permitido entrar en la Casa, el primer día, cinco años atrás .

El viejo le sonrió, lo saludó llamándolo por el nombre verdadero y le pregunto:

—¿Sabes quién soy?

Ahora bien, Ged ya había pensado más de una vez por qué, si siempre se hablaba de los Nueve Maestros de Roke, él sólo conocía ocho: el de Vientos y Nubes, el Malabar, el de Hierbas, el de Cantos, el de Transformaciones, el de Invocaciones, el de Nombres y el de Formas. Tenía la impresión de que cuando la gente hablaba del Archimago se refería al noveno. Sin embargo, cuando eligieron al nuevo Archimago, se habían reunido nueve Maestros.

—Creo que eres el Maestro Portero —dijo Ged.

—Así es, Ged. Y así como entraste en Roke diciendo tu nombre, ahora puedes ganar tu libertad diciendo el mío.

Así le habló el viejo, sonriendo, y esperó. Ged lo miró, inmóvil, perplejo.

Conocía mil maneras y ardides y medios para descubrir los nombres de las cosas y de los seres humanos: una habilidad que era parte de cuanto había aprendido en Roke, pues no es posible sin ella ninguna magia útil. Pero descubrir el nombre de un Mago y Maestro era otra cuestión. El nombre de un Mago está más escondido que un arenque en el mar, mejor custodiado que la guarida de un dragón.

Un encantamiento escudriñador será enfrentado por otro más poderoso; las artimañas sutiles fracasarán, las preguntas capciosas tendrán respuestas capciosas, y la fuerza se volverá ruinosamente contra sí misma.

—Estrecha es la puerta que guardas, Maestro —dijo Ged al fin—. Creo que me sentaré por aquí, en los prados, y ayunaré hasta que adelgace y pueda escurrirme dentro.

—Todo el tiempo que quieras —dijo el Portero, y sonrió.

Ged fue a sentarse entonces a la sombra de un aliso, a la orilla del Arroyo Zuil, dejando que el otak bajara a jugar a las aguas y correteara por la fangosa ribera cazando cangrejos. El sol se ponía, tardío y brillante, porque ya la primavera avanzaba hacia el verano. En las ventanas de la Casa centelleaban las linternas y las luces fatuas, y las calles del poblado de Zuil eran allá abajo un pozo de sombra. Los búhos ululaban en los tejados y los murciélagos revoloteaban sobre el riacho en la brisa crepuscular, y Ged seguía aún sentado, pensando de qué manera, si por la fuerza, la astucia o la hechicería, llegaría a averiguar el nombre del Portero. Cuanto más pensaba menos veía, entre todas las artes de hechicería que aprendiera en esos cinco años en Roke, algo que pudiese servirle para arrancar semejante secreto a semejante mago.

Se tendió sobre la hierba y durmió bajo las estrellas, con el otak en el bolsillo. Cuando salió el sol se levantó y todavía en ayunas fue a la Casa y golpeó la puerta. El Portero le abrió.

—Maestro —dijo Ged—, no soy tan vigoroso como para arrancarte el nombre por la fuerza, ni tan sabio como para sacártelo por la astucia. Me contento, pues, con quedarme aquí y aprender a servir, lo que tú prefieras: a menos que consintieras por ventura en responder a una pregunta mía.

—Hazla.

—¿Qué nombre tienes?

El Portero sonrió y le dijo el nombre; y Ged, mientras lo repetía, entró en la Casa por última vez.

Cuando salió vestía una pesada capa de viaje azul noche, un presente de la comunidad de Baja Torninga, que era el lugar al que había sido destinado, pues la población necesitaba un hechicero. Llevaba también un báculo alto como él; de madera de tejo y calza de bronce. El Portero lo despidió cuando le abrió la puerta de la Casa, la puerta de cuerno y de marfil, y Ged echó a caminar por las calles de Zull hacia el navío que lo esperaba en las luminosas aguas matinales.

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