Ursula K. Le Gui Un mago de Terramar

Guerreros en la niebla

La Isla de Gont, una montaña solitaria que se alza más de mil metros por encima del tormentoso Mar del Nordeste, es una famosa comarca de magos. De los poblados de los valles altos y los puertos de calas sombrías y estrechas más de un gontesco ha partido a servir como. hechicero o mago en las cortes, o en busca de aventuras, haciendo magias a los Señores del Archipiélago y yendo de isla en isla por toda Terramar. De entre ellos, hay quien dice que el más grande, y con seguridad el más viajero, fue el hombre llamado Gavilán, que en su época llegó a ser Señor de Dragones Archimago. La vida de Gavilán ha sido narrada en la Gesta de Ged y en numerosos cantares, pero éste es un relato del tiempo en que aún no era famoso, anterior a las canciones.

Gavilán nació en una aldea solitaria llamada Diez Alisos, en lo alto de la montaña, a la entrada del Valle Septentrional. Desde la aldea, las praderas y las tierras de labranza descienden en terrazas hacia el océano, y hay otros poblados en los recodos del río Ar; pero más arriba de la aldea sólo el bosque sube trepando hasta las rocas y las nieves de la cumbre.

Duny, el nombre con que lo llamaban de niño, se lo puso la madre, y no pudo darle otra cosa que ese nombre y la vida, pues ella murió antes que él cumpliera un año. El padre, el forjador de bronce de la aldea, era un hombre hosco y taciturno, y puesto que sus seis hermanos eran mucho mayores que él y se habían marchado uno a uno del hogar paterno, a labrar la tierra o navegar los mares o trabajar en las forjas de otros pueblos del Valle Septentrional, no quedó nadie que criase al niño con ternura. Creció salvaje, tenaz como la mala hierba, un chiquillo alto y ágil, fuerte y altanero, de temperamento fogoso. junto con los escasos chicuelos de la aldea pastoreaba las cabras en los prados empinados, sobre las fuentes del río; y cuando tuvo fuerzas para tirar y empujar de los fuelles, el padre lo obligó a trabajar en la fragua como aprendiz, con una elevada paga de golpes y azotes. Mas Duny no era lo que se dice un gran trabajador. Se pasaba los días a cielo abierto, adentrándose en las profundidades del bosque, nadando en los estanques del río Ar, que como todos los ríos de la isla corre rápido y frío, o escalando riscos y escarpas hasta las crestas que coronan los árboles, desde donde podía ver el mar azul, el ancho océano nórdico en el que no hay ninguna isla más allá de Perregal.

Una hermana de la madre vivía en la aldea. La mujer le había dado todo lo necesario en los primeros años, pero tenía sus propias obligaciones, y apenas Duny fue capaz de cuidarse solo, dejó de atenderlo. Mas aconteció que un día, cuando el niño tenía siete años, y era inocente y lo ignoraba todo sobre las artes y los poderes que hay en el mundo, oyó cómo su tía le gritaba a una cabra que se había trepado al tejado de una choza, y vio cómo el animal la obedecía bajando de un salto. Al día siguiente, mientras pastoreaba las cabras de pelaje largo en los prados del Gran Precipicio, Duny les gritó las palabras que había escuchado, sin saber para qué servían, ni qué significaban, ni siquiera qué clase de palabras eran:

Noz jierz mok man
jiok jan morz jan!

Gritó los versos, y las cabras vinieron a él, presurosas, todas juntas, y en silencio. Y lo miraron desde las negras ranuras de los ojos amarillos.

Duny se no y grito otra vez los versos que le daban, poder sobre las cabras. Se le acercaron más aún, amontonándose y empujándose alrededor. De repente tuvo miedo de aquellos cuernos gruesos y rugosos y las raras miradas y el raro silencio. Trató de librarse de ellas y escapar. Las cabras corrieron con él cerrando un nudo alrededor, y de este modo se precipitaron cuesta abajo y así llegaron por fin a la aldea, las cabras todas, juntas, —como atadas con una cuerda, y en medio el niño que lloraba y vociferaba. Los aldeanos salieron corriendo de las casas y les gritaron a las cabras y se rieron del muchacho. junto con ellos apareció la tía de Duny, y ella no se rió. Les dijo una palabra a las cabras, y las bestias se dispersaron y se pusieron a balar y a pastar mansamente, libres del sortilegio.

—Ven conmigo —le dijo a Duny.

Lo llevó a la cabaña donde ella vivía sola. Por lo común no dejaba entrar a ningún niño, y los niños tenían miedo del lugar. Era una estancia baja y sombría, sin ventanas, y con la fragancia de las hierbas que colgaban de la viga maestra del techo: menta, moli y tomillo, milenrama, juncovivo y paramal, hojas de reyes y becerra, tanaceto y laurel. Allí se sentó de piernas cruzadas junto al fuego, y mirando al niño e reojo a través de la maraña de cabellos negros le preguntó qué les había dicho a las cabras y si sabía que versos eran ésos. Cuando descubrió que el chico no sabía nada, y que sin embargo había hechizado a las cabras para que acudieran a él y le siguieran, comprendió que había en el muchacho poderes en ciernes.

Hasta entonces, y como hijo de su hermana, Duny no había significado nada para ella, pero ahora lo veía con ojos diferentes. Lo cubrió de alabanzas y le dijo que le enseñaría otros versos mejores aún, tales como la palabra que hace salir al caracol y otra que llama al halcón para que baje del cielo.

—¡Sí, sí! Enséñame esa palabra —rogó Duny, ya del todo repuesto del susto que le dieran las cabras, y engreído con las lisonjas de la tía.

—Si te la enseño —dijo la bruja—, nunca se la dirás a los otros niños.

—Lo prometo.

La ignorancia y precipitación de Duny hicieron sonreír a la mujer.

—Muy bien. Pero tendré que atar tu promesa. Te sujetaré la lengua hasta que decida desatarla, y aun entonces, aunque podrás hablar, no pronunciarás la palabra que yo te enseñaré allí donde otros puedan oírla. Hay que guardar los secretos del oficio.

—Bueno —respondió el muchacho. No tenía intención de decírselo a sus compañeros de juego, pues le gustaba saber y hacer cosas que ellos no conocían y que nunca llegarían a conocer.

Esperó sentado y muy quieto mientras su tía se recogía el cabello despeinado, y se anudaba el cinturón del vestido se volvía a sentar con las piernas cruzadas y arrojaba puñados de hojas al fuego, hasta que el humo se extendió por la oscuridad de la cabaña. Luego empezó a cantar. La voz cambiaba por momentos, de aguda a grave, como si otra voz cantase a través de ella, y el canto continuó y continuó hasta que Duny no supo si estaba dormido o despierto. Durante todo ese tiempo el viejo perro negro, que nunca ladraba, estuvo sentado junto a él con los ojos enrojecidos por el humo. De pronto la bruja le habló en una lengua que Duny no comprendía y le obligó a repetir versos y palabras, hasta que el hechizo obró sobre él y lo enmudeció.

—¡Habla! —ordenó ella, para probar el encantamiento.

El chico no pudo hablar, pero se rió.

La tía se asustó entonces un poco de la fortaleza del muchacho, pues éste era el sortilegio más poderoso del que ella era capaz; no sólo había pretendido dominar el habla y el silencio del niño, sino también obligarlo a que la sirviera en las artes de la brujería. No obstante, aunque el encantamiento había obrado, Duny se había reído. La mujer no dijo nada. Vertió agua clara sobre el fuego hasta despejar el humo y dio al niño un poco de beber; y cuando el aire estuvo límpido otra vez y el chiquillo hubo recobrado el habla le enseñó el nombre verdadero del halcón, el nombre al que el halcón acudiría.

Así fue como dio Duny los primeros pasos por el camino que seguiría toda la vida: el camino de la magia, el que por último lo lanzaría a perseguir una sombra por tierras y por mares hasta las playas tenebrosas del reino de la muerte. Pero en aquellos primeros pasos el camino parecía ancho y luminoso.

Cuando llamaba por su nombre a los halcones salvajes y los veía bajar desde los vientos hasta él, y se le posaban en la muñeca con un aleteo atronador como si fueran el azor de un príncipe, le venían ganas de conocer muchos más de aquellos nombres, e iba a ver a su tía y le suplicaba que le enseñara los nombres del gavilán, del quebrantahuesos y del águila. Para aprender esas palabras poderosas hacía todo cuanto ella le pedía, y aprendía todo cuanto le enseñaba, aun cuando no todo fuera tan agradable de hacer ni de saber. Hay un dicho en Gont: Débil como magia de mujer; y hay otro aún: Maligno como magia de mujer. Ahora bien, la bruja de Diez Alisos nunca hacia magia negra, y no se entrometía tampoco con las Altas Artes ni traficaba con las Antiguas Potestades; mas siendo como era una mujer ignorante entre gentes ignorantes, a menudo utilizaba las artes para fines absurdos y equívocos. Nada sabía ella acerca del Equilibrio y la Norma que todo hechicero ha de servir y conocer y que le prohíben utilizar sortilegios excepto en casos de verdadera necesidad. Esta mujer tenía un hechizo para cada circunstancia y se pasaba la vida urdiendo encantamientos. Lo que ella creía saber era en parte mera patraña y charlatanería, y ni siquiera alcanzaba a distinguir los hechizos verdaderos de los falsos. Conocía, eso sí, numerosos maleficios, y quizás era más ducha en el arte de provocar enfermedades que en el de curarlas. Como cualquier bruja de aldea, sabía preparar un filtro de amor, pero también otros menos benignos, destinados a satisfacer la envidia y el odio de los hombres. Ocultaba, sin embargo, estas habilidades al joven aprendiz, y en tanto le era posible, sólo le enseñaba prácticas honestas.

Al principio, y tal como cabía esperar de un niño, lo que más complacía a Duny era el poder que las artes mágicas le daban sobre las aves y las bestias. Esta satisfacción lo acompañó en verdad toda la vida. Al verlo allá, en las tierras altas de pastoreo, a menudo con algún ave de rapiña revoloteando alrededor, los otros niños dieron en llamarlo Gavilán, y así tuvo el nombre con que sería conocido años más tarde, en sitios donde ignoraban su verdadero nombre.

Como la bruja no dejaba de hablar de la gloria, las riquezas y el enorme poder de los hechiceros, el muchacho se propuso aprender encantamientos más útiles. Y aprendía con una rapidez extraordinaria. La bruja no se cansaba de alabarlo, y mientras los niños de la aldea empezaban a tenerle miedo, él mismo se convencía de que muy pronto sería famoso entre los hombres.

De esta manera, palabra tras palabra y hechizo tras hechizo, estudió junto a la bruja hasta que cumplió los doce años y hubo aprendido casi todo lo que ella tenía para enseñarle. No mucho sin duda, pero suficiente para una bruja de aldea, y más que suficiente para un chiquillo de doce años. Le había enseñado todo lo que ella sabía en materia de hierbas y curaciones, y de las artes de encontrar y atar, enmendar, abrir y revelar. Todo cuanto ella conocía acerca de las historias de los trovadores y las grandes Gestas se lo había cantado a Duny; y le había enseñado todas las palabras de la Lengua Verdadera que había aprendido de su propio maestro. Y de los hacedores de lluvia y malabaristas trashumantes que iban de pueblo en pueblo por el Valle del Norte y el Bosque del Levante, Duny había aprendido trucos y habilidades, sortilegios ilusorios. Fue con uno de esos encantamientos baladíes como demostró por primera vez el gran poder que había en él.

En aquel entonces Kargad era un imperio poderoso. Las cuatro comarcas se extendían desde el Septentrión hasta el Levante: Karego-At, Atuán, Hur-at-Hur y Atnini. Los kargos hablaban una lengua muy distinta de las lenguas del Archipiélago o los otros Confines, y eran un pueblo salvaje, de tez blanca y cabellos rubios, feroces guerreros, que disfrutaban con el espectáculo de la sangre y el olor de las aldeas en llamas. El año anterior habían invadido las Toriclas y la isla fortificada de Torheven, atacándolas una y otra vez con navíos de velas rojas. Las nuevas de esas invasiones habían llegado a Gont, pero los Señores de Gont, ocupados en incursiones, poco se preocupaban por el infortunio de otras tierras. Luego cayó Spevy en manos de los kargos y fue saqueada y devastada, y esclavizada, y es aún hoy una isla en ruinas. En busca de nuevas conquistas, los. kargos navegaron luego hasta Gont, llegando en treinta galeras al Puerto del Este. Atacaron el burgo, lo tomaron e incendiaron; dejaron los navíos anclados y protegidos en el estuario del Ar, subieron por el Valle saqueando y destruyendo, matando a hombres y animales. A medida que avanzaban se dividían en bandas, y cada una de ellas depredaba y devastaba por cuenta propia. Algunos fugitivos llevaron la voz de alarma a los aldeanos de las montañas. Muy pronto los pobladores de Diez Alisos vieron cómo el humo oscurecía el cielo del Levante, y aquellos que esa noche escalaron el Gran Precipicio pudieron atisbar una bruma espesa y las rojas estrías de las llamas allí donde los campos de labranza ya listos para la cosecha eran consumidos por el fuego, y los huertos que ardían con los frutos asándose en las ramas, y las alquerías en ascuas y los graneros en ruinas.

Algunos aldeanos huían por las quebradas del monte se ocultaban en el bosque, otros se disponían luchar y otros no hacían otra cosa que dar vueltas y vueltas, lamentándose. Entre los fugitivos estaba la bruja. Se había ocultado en una cueva de la ladera del Kaperding, sellando la entrada con palabras mágicas. El padre de Duny, el forjador, se había quedado en la aldea pues no quería abandonar la fundición y la fragua, en las que trabajaba desde hacía cincuenta años. Estuvo ocupado toda la noche, forjando puntas de lanza con el metal de que disponía y otros trabajaron con él, atándolas a los mangos de azadas y rastrillos, pues no había tiempo para calzarlas e insertarlas adecuadamente. No había en la aldea otras armas que arcos de caza y cuchillos de monte, porque los montañeses de Gont no son belicosos; no es de guerreros de lo que tienen fama sino de ladrones de cabras, piratas y hechiceros.

Con el amanecer una densa niebla blanca descendió sobre el poblado, como ocurría con frecuencia durante el otoño en las partes más altas de la isla. Agazapados entre las chozas y casas diseminadas de la única calle de Diez Alisos, los aldeanos aguardaban en silencio, pertrechados, esgrimiendo los arcos de caza y las lanzas recién forjadas, sin saber si los kargos se encontraban lejos o cerca, y escudriñaban la niebla que ocultaba las formas, la distancia y los peligros.

Con ellos estaba Duny. Durante toda la noche había trabajado en los fuelles, bombeando con las largas mangas de piel de cabra los chorros de aire que alimentaban el fuego. Ahora los brazos le dolían y le temblaban de cansancio y ni siquiera podía empuñar la lanza que había elegido. No creía que pudiera combatir o al menos prestar alguna ayuda, a sí mismo o a los demás. Le enfurecía la idea de morir ensartado en una lanza karga a una edad tan temprana y de tener que penetrar en el reino de las sombras sin haber llegado a conocer su propio nombre, el nombre que en verdad le correspondía. Se miraba los brazos delgados, mojados por el rocío helado de la niebla y maldecía esa debilidad transitoria, pues sabía que el poder estaba en él. Sólo le faltaba saber cómo usarlo; y buscaba entre todos los sortilegios conocidos algún ardid que pudiera darles a él y a sus compañeros cierta ventaja, o al menos una oportunidad. Pero la mera necesidad no basta para liberar el poder: el conocimiento es indispensable.

Ya la niebla se disipaba al calor de un sol que resplandecía desnudo sobre la cima de un cielo luminoso. Cuando la bruma se fue alejando a la deriva en grandes copos y celajes de humo, los aldeanos divisaron una horda de guerreros que avanzaba montaña arriba. Acorazados con cascos de bronce, grebas y petos de cuero, y escudos de madera y bronce, y empuñando la espada y la larga lanza karga, subían con estrépito siguiendo los meandros de la empinada ribera de Ar, empenachados, en una fila desordenada, y estaban ya bastante cerca como para que se les distinguieran las caras blancas y se oyeran las palabras extrañas que se gritaban unos a otros. Esta cuadrilla de las huestes invasoras contaría con unos cien hombres, lo cual no es mucho; pero en la aldea no había más que dieciocho, entre hombres y muchachos.

Fue entonces cuando la necesidad trajo sabiduría: Duny, viendo que la niebla volaba y se disipaba, y descubría así el camino ante los kargos, recordó un encantamiento que podría serle útil. Un viejo mago del Valle, que había querido ganarse al muchacho como aprendiz, le había enseñado varios encantamientos. Uno de éstos era el truco llamado tramanieblas, que congrega las nieblas en un lugar determinado durante un breve lapso. Mediante este truco un ilusionista avezado puede modelar la niebla y transformarla en apariciones fantasmales que duran un tiem y luego se desvanecen. El muchacho no tenía esa habilidad, pero sí la fuerza necesaria para que el hechizo sirviera a lo que él se proponía. De prisa y en voz muy alta nombró los distintos sitios y los límites de la aldea, y luego recitó el conjuro tramanieblas, pero enlazando las palabras con las de un hechizo de ocultamiento, y por último gritó la palabra que movía toda esta magia.

No había acabado aún cuando su padre, apareciendo de improviso detrás de él, le asestó un fuerte golpe en el costado de la cabeza, tirándolo al suelo.

—¡Cállate, imbécil! ¡Deja de dar voces y escóndete si no te atreves a pelear!

Duny se puso de pie. Podía oír a los kargos a la entrada de la aldea, no más lejos del añoso tejo que crecía junto a los corrales del curtidor. Las voces se oían, claras, y también los golpes y crujidos de las armas y los arneses, mas no se los veía. La niebla se había cerrado alrededor de la aldea; la luz se había vuelto gris y el mundo borroso, a tal punto que los hombres a duras penas alcanzaban a distinguir sus propias manos.

—Los he escondido a todos —dijo Duny con voz hosca, porque le dolía la cabeza a causa del golpe que le propinara el padre, y el esfuerzo del doble hechizo lo había agotado—. Mantendré esta niebla todo el tiempo que pueda. Haz que los otros los guíen hacia el Gran Precipicio.

El forjador miró con asombro a su hijo, como si fuese un fantasma salido de aquella bruma densa y misteriosa. Tardó un momento en comprender lo que Duny decía, pero al fin echó a correr sin hacer ruido, buen conocedor como era de cada cerca y de cada esquina del poblado, y fue en busca de los otros para decirles lo que tenían que hacer. Ahora, a través de la bruma gris, florecía un manchón encarnado: era el techo de paja de una cabaña que ardía, incendiada por el invasor. Pero los kargos aún no habían entrado en la aldea y esperaban abajo, a la entrada, a que la niebla se levantase y descubriera la presa y el botín.

El curtidor, a quien pertenecía la casa incendiada, envió a un par de muchachos a que pasaran haciendo cabriolas ante las mismas narices de los kargos, los provocaran con burlas y desaparecieran al instante como humo en el humo. Mientras tanto, arrastrándose or detrás de las cercas y corriendo de casa en casa, los mayores se aproximaron por el otro lado y descargaron una lluvia de flechas y lanzas sobre los guerreros que esperaban amontonados en un solo racimo. Un kargo rodó por tierra retorciéndose, el cuerpo traspasado por una lanza que aún conservaba el calor de la fragua. Otros fueron alcanzados por las flechas. Entonces, cegados por la ira, arremetieron decididos a aplastar a aquellos agresores insignificantes, pero sólo encontraron niebla, una niebla poblada de voces. Guiados por ellas, se lanzaron al ataque, hendiendo el aire con las largas lanzas empenachadas y ensangrentadas. Recorrieron a gritos la calle, sin ni siquiera enterarse de que habían atravesado la aldea entera, cuyas chozas y casas vacías aparecían y desaparecían entre los celajes grises de la bruma. Los aldeanos se dispersaban a todo correr, la mayoría ganando distancia, ya que conocían el terreno palmo a palmo, pero algunos, los niños y los ancianos, era más lentos. Cuando tropezaban con ellos los kargos les clavaban las lanzas y blandían furiosos las espadas mientras lanzaban el grito de guerra —¡Vulúa! ¡Attvúa!— invocando a la Hermandad Blanca de Atuán.

Algunos de los guerreros se detenían al descubrir que el terreno que pisaban se hacía más escarpado, pero los demás proseguían en ciega carrera en busca —del poblado fantasma y a la caza de las formas vagas y flotantes que se les escapaban de las manos. La niebla misma había cobrado vida con aquellas siluetas fantasmales y fugaces que se desvanecían en todas direcciones. Un grupo de kargos persiguió a los espectros hasta el Gran Precipicio, un acantilado de treinta metros de altura que se alzaba por encima de las fuentes del Ar. Las figuras flotaron en el aire un momento y se desvanecieron junto con la niebla que en aquel paraje empezaba a disiparse, en tanto los perseguidores se precipitaban al vacío dando alaridos, al principio lo entre las brumas, y de improviso a plena luz sol E ara ir a estrellarse contra los charcos del rocoso echo del río. Y los que venían detrás no cayeron, se detuvieron allí, al borde mismo del abismo, y escucharon.

Y el pavor dominó de pronto a los kargos, y se buscaron unos a otros, no ya a los campesinos, en aquella niebla fantasmagórica. Se congregaron en la ladera pero también allí estaban las apariciones, las formas espectrales y otras que corrían fugaces como sombras y golpeaban desde atrás con lanzas y cuchillos y luego se desvanecían. Los kargos se precipitaron cuesta abajo; iban todos juntos y atropellándose, pero en silencio, hasta que se encontraron de pronto fuera de la niebla cerrada y pudieron ver el río a los les de la aldea y las quebradas resplandecientes a la luz descarnada del sol matutino. Entonces se detuvieron y reagrupándose miraron atrás. Un muro de niebla ondulante retorcida, cruzaba el sendero, ocultando lo que había del otro lado. De pronto, de esa cortina impenetrable emergieron dos o tres rezagados, con las largas lanzas balanceándose sobre los hombros. Ni uno solo volvió la cabeza para mirar atrás por segunda vez. Continuaron descendiendo, de prisa, procurando alejarse de aquel sitio embrujado.

La verdadera lucha comenzó más adelante, en el Valle del Norte. Los poblados del Bosque del Levante, desde Ovark hasta la costa, habían congregado a sus gentes y los enviaban a enfrentar a los invasores. Cuadrilla tras cuadrilla bajaban de los cerros, y durante ese día y el siguiente la invasión fue rechazada y los kargos tuvieron que replegarse a las playas del Puerto del Este, donde descubrieron que les habían quemado todas las naves. Y así continuaron luchando, de espaldas al mar, y al fin todos murieron, y las arenas del estuario del Ar estuvieron teñidas de rojo hasta que subió la marea.

Aquella mañana en la aldea de Diez Alisos, y hasta las alturas del Gran Precipicio, la niebla húmeda y gris persistio todavía un tiempo, y de repente echó a volar, dispersándose d y disolviéndose. Alguno que otro hombre se levantaba del suelo y miraba en torno con asombro, en medio de las ráfagas de viento y al resplandor del sol de la mañana. Aquí yacía el cadáver de un kargo, la larga cabellera amarilla suelta y ensangrentada; más allá yacía el curtidor de la aldea, muerto en combate como un rey.

Abajo, en la aldea, la casa que incendiaran los kargos aún ardía en llamas. Corrieron a apagar el fuego; la batalla había concluido. En la calle cerca del gran tejo, encontraron a Duny, el hijo del forjador de pie, solo e ileso, pero mudo y atontado como quien ha sufrido un gran golpe. Todos sabían lo que había hecho; lo llevaron a casa de su padre y fueron a buscar a la bruja y a pedirle que saliera de la cueva y bajase a sanar al chiquillo que había salvado las vidas y las posesiones de todos, salvo cuatro vecinos que habían muerto a manos de los kargos, y la casa que había sido quemada.

Ningún arma había tocado al muchacho, pero no comía ni dormía ni hablaba: parecía no oír lo que le decían, ni ver a quienes iban a visitarlo. Y en aquellos parajes no había nadie que fuera capaz de quitarle ese mal. La tía dijo: —Ha abusado del poder—. Pero ella no sabía cómo ayudarlo.

Mientras yacía así, ciego y mudo, la historia del muchacho que había domado la niebla y ahuyentado a los guerreros kargos con una confusión de sombras corrió de boca en boca por todo el Valle del Norte y por el Bosque del Levante y lo alto de la montaña, y por la otra ladera de la montaña hasta el Gran Puerto de Gont. Y aconteció que al quinto día de la matanza en el estuario, llegó a la aldea de Diez Alisos un desconocido, un hombre ni joven ni viejo, que venía envuelto en una capa y a cabeza descubierta, y que blandía como si fuese una pluma una gran vara de madera de encina tan alta como él. No había subido hasta la aldea, como el común de la gente, siguiendo los meandros del Ar; este desconocido, por el contrario, había bajado desde los bosques, en las alturas de las montañas. Las comadres de la aldea advirtieron en seguida que era un hechicero, y cuando les dijo que conocía el arte —de curar lo llevaron sin demora a casa del forjador. Luego de hacer salir a todos de la casa, con excepción del padre y la tía del muchacho, el forastero se incIinó sobre el camastro en que Duny yacía con los ojos perdidos en la oscuridad, y le puso la mano sobre la frente, y le tocó los labios una sola vez.

Duny se incorporó y miró alrededor. Al cabo de un rato ya podía hablar había recobrado las fuerzas y el apetito. Le dieron algo de beber y de comer y entonces volvió a recostarse, pero observando siempre al extraño con una mirada enigmática y maravillada.

El forjador interpeló al forastero:

—No eres un hombre común —le dijo.

—Ni tampoco lo será este muchacho —repuso el otro—. El cuento de lo que hizo con las nieblas ha llegado hasta Re Albi, donde habito. He venido a darle su nombre, si es verdad lo que dicen, que no ha llegado aún a la mayoría de edad.

La bruja le susurró al forjador:

—Hermano, éste ha de ser sin duda el mago de Re Albi, Ogión el Silencioso, aquel que una vez domó el terremoto…

—Señor —dijo el forjador, a quien no intimidaban los títulos-—. Mi hijo cumplirá trece años el mes próximo, pero habíamos pensado celebrar el Pasaje en la fiesta del Retorno del Sol, este invierno.

—Haz que este muchacho reciba su nombre cuanto antes —dijo el mago—, pues lo necesitará. Ahora tengo otros asuntos que atender, pero estaré de vuelta el día que decidáis. Y si os parece bien, luego lo llevare conmigo, cuando parta, y si él demostrara tener condiciones permanecerá a mi lado como aprendiz, o me encargaré de que reciba la instrucción adecuada; pues mantener en tinieblas la mente de aquel que ha nacido mago es cosa peligrosa.

Ogión había hablado en voz queda pero firme, y aun el forjador, que era bastante testarudo, aceptó todo lo que le dijo.

El día en que Duny cumplió los trece años, un luminoso día de principios de otoño, cuando las hojas aún centellean en las ramas de los árboles, Ogion regresó de la montaña de Gont y celebraron la ceremonia del Pasaje. La bruja despojó al muchacho del nombre que la madre le diera al nacer. Innominado y desnudo, el muchacho entró en las heladas donde el río nace entre aguas del lecho del Ar, allí donde el río nace entre rocas, al pie de los altos acantilados. En ese mismo instante unas nubes de lluvia velaron la faz del sol y unas grandes sombras se deslizaron y unieron sobre el agua del estanque. Temblando de frío pero a paso lento y muy erguido, como hay que atravesar esas aguas gélidas y turbulentas, el muchacho llegó a la otra orilla.

Ogión, que lo esperaba, extendió la mano y aferrándole el brazo le susurró el nombre verdadero: Ged.

Así fue como el muchacho tuvo al fin su nombre por boca de alguien muy versado en los usos del poder.

Lejano estaba aún el fin de los festejos, y toda la aldea se divertía y disfrutaba de la comida y la cerveza mientras un trovador que había subido del Valle cantaba la gesta de los Señores de los Dragones, cuando el mago, con su voz queda, le habló a Ged:

—Ven, muchacho. Di adiós a tu gente y partamos mientras ellos festejan.

Ged fue en busca de su equipaje: un buen cuchillo de bronce que su padre le había forjado, un gabán de piel que la viuda del curtidor había cortado a su medida, y una vara de aliso que su tía había hechizado para él. Éstos eran todos sus bienes, aparte de la camisa y el jubón que llevaba puestos. Se despidió de ellos, de toda la gente que conocía en el mundo, y contempló la aldea de casas dispersas, acurrucada al pie de los acantilados, por encima de las cascadas del río. Y se puso en camino con su nuevo maestro hacia los empinados bosques de la isla-montaña, a través del follaje y las sombras del otoño luminoso.

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