La posadera se negó a aceptar las monedas de Dhamon como pago al banquete que les ofreció. La corpulenta mujer se limitó a sonreírles de oreja a oreja y a depositar platos rebosantes de huevos, queso de cabra y pan caliente sobre la mesa. También se apresuró a llenar sus tazones de sidra.
Fiona atacó la comida sin hacer preguntas, a tal velocidad que apenas masticaba los alimentos. También Ragh comió con voracidad, sin detenerse a respirar siquiera hasta haber devorado el primer plato. Dhamon, sin embargo, picoteó los alimentos con cautela, sin dejar de observar a la posadera, al alcalde y a su ayudante hobgoblin. Los dos últimos estaban sentados a unas cuantas mesas de distancia, absortos en una conversación entre cuchicheos. Dhamon deseaba sentirse cómodo en aquel pueblo que, supuestamente, recibía con los brazos abiertos a todo el mundo, se decía a sí mismo que debía sentirse a gusto; como era evidente que así sucedía con Ragh y Fiona. Pero él no conseguía relajarse por completo y desechar toda aprensión, pues sabía por experiencia que la gente no era tan amistosa. Los hobgoblins no se mezclaban fácilmente con los humanos ni aceptaban entre ellos a desconocidos cubiertos de escamas. Lo mejor sería que consiguieran algo de ropa y se pusieran en camino hacia los muelles y Ergoth del Sur.
—Esto me da mala espina —susurró Dhamon a Ragh.
—¡Estás demasiado delgado! —regañó la mujer a Dhamon cuando regresó junto a la mesa con paso lento—. Tienes que poner más carne en esos huesos. —Le sirvió más huevos en el plato y agitó la cuchara ante él para subrayar sus palabras—. Pareces hambriento. Deberías comer más a menudo las cosas buenas que yo cocino.
El aludido asintió cortés.
—El alcalde dice —prosiguió ella— que el mar os arrojó a la playa durante la tormenta de la otra noche. Tenemos gente aquí procedente de otras tormentas, pero vosotros tres no os parecéis a ningún marinero que haya visto jamás.
—Gracias por la comida, señora —se limitó a contestar él, removiendo los huevos.
—Es lo mínimo que puedo hacer —respondió ella, y se encogió de hombros cuando él no le dio más conversación—. Aquí cuidamos a la gente.
Con la boca llena, Ragh farfulló también su agradecimiento, y la mujer le dio unas palmaditas afectuosas en la espalda.
Dhamon se comió casi la mitad de lo que le habían puesto delante, sin dejar de vigilar en todo momento a la mujer, al alcalde y al hobgoblin. La mujer ni siquiera había pestañeado al ver al draconiano sin alas, y no había dedicado más que una mirada pasajera a las llamativas escamas que Dhamon lucía en piernas y muñecas.
—Ragh…
El draconiano alzó los ojos y se limpió las migas de los labios.
—¿Te inquieta algo de todo esto, Ragh?
—¿El que no haya atraído más atención que vosotros dos? —El draconiano ladeó la cabeza.
—Exacto.
—Es un cambio agradable. Tal vez dejaré que me preocupe cuando haya terminado de comer.
Dhamon dedicó, entonces, toda su atención al alcalde. Se concentró, y su agudo oído empezó a captar voces entre el tintineo de los cuchillos contra los platos.
—Hablan de nosotros —susurró a Ragh.
—¿Por qué no tendrían que hacerlo?
El draconiano lanzó una risita divertida y levantó su jarra. La posadera se acercó presurosa y volvió a llenarla, a continuación terminó de colmar los vasos de Dhamon y Fiona por si acaso; tras ello, se retiró a la cocina.
—Se dedican a teorizar sobre de dónde venimos, quién somos, qué sabemos del mundo, y…
—¿Por qué no? Esto es un pueblo pequeño. Dhamon, come.
Pero su compañero apenas toco el resto de su comida, y apartó el plato a un lado cuando los huevos se enfriaron. Una vez que Fiona y Ragh hubieron comido hasta saciarse, Dhamon se puso en pie y dejó caer una moneda de acero sobre la mesa, ya que no deseaba sentirse demasiado en deuda con la propietaria. Iba a ordenar a sus compañeros que pusieran rumbo hacia el norte, dónde sabía que se hallaban los muelles, pero el alcalde lo arrastró al exterior, en dirección opuesta. Su ayudante hobgoblin se rezagó, para devorar un poco más de almuerzo.
—Dije que haríamos algo al respecto sobre esas ropas vuestras tan raídas —manifestó el alcalde—. Por aquí, Dhamon Fierolobo. Tu encantadora compañera también necesita ropas nuevas. ¿Es tu esposa?
—Ni siquiera somos amigos ya —respondió ella, negando con la cabeza—; voy a casarme dentro de poco, con un ergothiano.
—¿Ergothiano? ¿Qué es eso?
—Un hombre de un país situado muy lejos de aquí —susurró la mujer.
—Tienes que enseñármelo todo sobre Ergoth —dijo el alcalde—. En realidad…
Dhamon dejó de escuchar el resto de lo que explicaba el alcalde, y echó una mirada de reojo. La posadera estaba de pie en el umbral observándolos, con una sonrisa pegada aún a su rostro carnoso. La mujer saludó a Ragh con la mano. Unos cuantos habitantes de la ciudad pasaban por la calle en aquel momento, los tacones golpeando rítmicamente el suelo, y algunos miraron en dirección a Dhamon. Por las ropas que vestían, quedaba patente que la mayoría de aquellas personas eran trabajadores, pero todos tenían un aspecto limpio y saludable, y parecían de muy buen humor. Un vendedor ambulante de espalda encorvada, vestido un poco mejor que la mayoría, estaba instalando una pequeña carreta en la esquina y exponía gruesas tiras de carne, cerdo sazonado a juzgar por el aroma. El aire era fresco, y flotaban en él otros olores, también: a pan de canela y otros productos de la panadería, a pescado, que probablemente habrían dejado caer en los muelles las redes de los barcos de pesca, al perfume almizcleño que llevaba una mujer que pasó a poca distancia de ellos. Incluso notaba aún el sabor de los huevos y el queso de cabra, cuyos restos le recubrían los dientes.
—¿Cuántas personas viven en El Remo de Bev? —inquirió Dhamon interrumpiendo la conversación del alcalde con Fiona.
—No lo sé —respondió éste, mientras los conducía a un cuidado edificio de paneles de madera de abedul; un carrete de hilo de coser y unas agujas cruzadas aparecían en un letrero colgado sobre la puerta—. Pero habrá tres más si decidís quedaros. Me encantaría saber cosas sobre ese Ergoth.
Ragh los adelantó y se plantó en el porche, bajo la sombra de un alero, mientras estudiaba a los transeúntes. Si bien la mayoría le echaban una ojeada, ni uno solo se quedó parado por la sorpresa o lo miró boquiabierto.
—De acuerdo, empieza a preocuparme ahora —murmuró a Dhamon—. Sin prejuicios es una cosa; pero sin curiosidad…
—Mantente alerta —le advirtió su compañero en voz baja, mientras seguía a Fiona al interior de la pequeña tienda—. No nos quedaremos mucho más tiempo —indicó en voz alta al alcalde—. Debemos marchar hacia Ergoth del Sur lo antes posible. A lo mejor con la marea de la tarde.
—Espero que podamos haceros cambiar de idea —terció el alcalde, frunciendo el entrecejo—. Es una agradable novedad recibir visitantes como vosotros.
La tienda era más grande de lo que parecía, pero la mayor parte de ella estaba ocupada por estanterías. Había percheros en el centro, que sostenían o bien prendas terminadas o piezas dobladas de tela, y también había capas colgadas de unos ganchos del techo. Los pasillos eran pequeños, y el lugar daba sensación de agobio. De una pequeña jarra situada junto a una hilera de tijeras brotaba un olor mohoso y un leve aroma a aceite. Unas cuantas telarañas se aferraban a las esquinas, salpicadas de cascarones de insectos muertos. La tienda estaba ordenada pero sucia.
Fiona casi sonrió cuando la costurera le mostró vestidos y túnicas que podían sentarle bien.
—¿Eres…? —apuntó la mujer.
—Fiona. Soy una Dama de Solamnia.
La mujer empezó a deshacerse en atenciones con Fiona, a la que ayudó a ponerse una larga falda color ocre oscuro y una blusa color arena. Aunque sencillas, las prendas estaban bien hechas y resultaban un agradable cambio tras las ropas manchadas de sudor y desgarradas que la solámnica había llevado hasta ahora. La mujer envolvió una práctica túnica y unas polainas en una pieza de lona y se las entregó también a Fiona.
—Realmente no podemos quedarnos —repitió Dhamon al alcalde—. Tenéis una ciudad muy bonita, desde luego, y una que estoy seguro de que, en otras circunstancias, nos encantaría considerar nuestro hogar durante un tiempo. Sin embargo existen cuestiones acuciantes que…
—Al menos quedaos a pasar la noche. Os escoltaremos a los muelles y os pondremos en un barco por la mañana, si es que no habéis cambiado de idea. —El alcalde sostuvo una túnica junto a Dhamon, pero descubrió que era demasiado corta—. Nos podéis contar todo lo referente a la tormenta y al lugar del que venís. Habladnos de vuestras familias, vuestros amigos; sobre lo que pasa en el mundo. No hemos recibido noticias desde hace tiempo. Como dije, nos visitan pocos extranjeros.
—Y como yo he dicho, tenemos prisa.
La costurera se ocupó entonces de Dhamon, al que facilitó un par de pantalones grises, un poco desgastados en las rodillas, y una túnica blanca que quedaba holgada sobre su cuerpo delgado y que también mostraba señales de uso. La mujer no prestó ninguna atención a las escamas de sus piernas, mientras giraba los extremos de las perneras de los pantalones para impedir que arrastraran por el suelo. Satisfecha con el aspecto del hombre, le colocó una fina capa de lana sobre el brazo, «para las noches en que sopla el viento de otoño». Luego lo equipó con un cinturón de piel elegantemente trabajada, en el que Dhamon se apresuró a guardar el cuchillo. La costurera le entregó también una segunda túnica, luego se apartó y volvió a ocuparse de Fiona.
—Tienes una herida muy fea en esa hermosa cabeza, Fiona —observó mientras daba a la mujer una cinta para los cabellos.
—¿Cuánto valen todas estas ropas? —intervino Dhamon.
—¿Cuánto? ¿Por qué debería cobraros por ellas?
—No podemos aceptar caridad —respondió Dhamon, categórico, mientras echaba un vistazo a un estante lleno de capas de invierno—. ¿Cuánto quieres por las capas gruesas?
Comida gratis. Ropa gratis. No, algo no iba bien allí; allí había algo que le provocaba una picazón en el cuerpo.
—Debo insistir en pagar por…
La costurera no le prestó la menor atención.
—Nos aseguraremos de que al alcalde haga que se ocupen de esa herida… Fiona. —La mujer apartó los rizos de la frente de la dama solámnica—. Una cicatriz muy fea en la mejilla, también. Y los cabellos están hechos una porquería. ¿Todo esto como consecuencia de haber sido arrastrados hasta la orilla durante esa terrible tormenta?
—Lo hizo un drac —respondió Fiona—. Lanzan bocanadas de ácido.
—Tengo monedas —indicó Dhamon con un carraspeo.
La costurera se volvió de nuevo hacia el hombre, y chocó contra un perchero al hacerlo, aunque sus rápidos reflejos impidieron que cayera al suelo.
—¡Nadie me paga por estas ropas!
A continuación hizo señas al alcalde y como si fuera ella quien mandara le ordenó que condujera inmediatamente a Fiona a ver al sanador del pueblo.
—No estoy dispuesta a perder a nadie más —masculló, mientras los empujaba a todos fuera de la tienda.
Dhamon se volvió y se encaró con ella.
—¿Perder gente? —empezó—. ¿A qué te refieres? Vinimos por el cementerio. No había nombres en…
Ella le dedicó una mirada sorprendida, luego emitió su peculiar cloqueo, y con una sonrisa le cerró la puerta en las narices.
A Dhamon el sanador no le pareció mucho mayor que un muchacho, pero sin embargo parecía saber lo que hacía. Seleccionó hierbas y raíces secas, muchas de las cuales Dhamon conocía, las trituró juntas, y creó una pasta que aplicó generosamente sobre la frente de Fiona. Mientras trabajaba, se echó hacia atrás los cabellos del rostro, lo que dejó al descubierto las orejas ligeramente puntiagudas de un semielfo, qualinesti a juzgar por su aspecto. Aquello hizo que Dhamon volviera a pensar al instante en Riki y en su hijo, y que decidiera que ya no habría más paradas inquietantes en esa peculiar población. Saltarían a bordo de un barco que zarpara con la marea de la tarde o incluso antes si era posible.
Dhamon observó que el semielfo creaba una mezcla distinta para tratar las quemaduras de ácido de la mejilla de la solámnica, aunque indicó a ésta con tristeza que jamás desaparecerían por completo. Luego insistió en arreglarle los cabellos.
Dhamon carraspeó para atraer la atención del semielfo.
—Supongo que no querrás que te paguen.
—Oh, ya lo creo que aceptaré gustoso vuestras monedas, señor.
«Por fin —pensó Dhamon—, hay alguien en esta ciudad que actúa de un modo normal». Le entregó rápidamente dos monedas de acero, bastante más de lo que valían sus servicios, luego echó un vistazo por la ventana de la tienda a una pareja de ancianos que paseaban cogidos del brazo. Sacudió la cabeza cuando dos goblins pasaron corriendo ante sus ojos; al cabo de un segundo un muchacho y una muchacha humanos y otro goblin aparecieron persiguiéndose alegremente.
—¿Qué le sucede a esta gente? —musitó a Ragh—. ¿Estarán contagiados de alguna locura? Goblins que juegan con niños humanos. Algunos de los comerciantes no quieren aceptar dinero. Los hobgoblins pasean tranquilamente por aquí, parece incluso que ostentan cargos públicos, y…
—Dhamon —Fiona se colocó junto a él—; tú formaste pareja con un Dragón Azul cuando eras un caballero negro, y si la memoria no me falla, no hace mucho considerabas a un kobold llamado Trajín un amigo en quien podías confiar. Tu mejor amigo, Maldred, es un mentiroso mago ogro de piel azulada, y ahora tienes tratos con un sivak. —Indicó con la cabeza al draconiano que se encontraba de pie en el umbral—. Creo que miras a través de demasiadas ventanas —prosiguió ella—, cuando deberías estar contemplando espejos.
—Quizá tengas razón.
El sanador entregó a la solámnica un pequeño tarro de arcilla y le indicó que friccionara la herida con un poco de aquella mezcla por la mañana. La solámnica le dio las gracias y abandonó la tienda para salir al brillante sol del mediodía.
—Sí, gracias por tu ayuda —añadió Dhamon, y escudriñó los ojos del semielfo en busca de alguna respuesta al enigma que era aquella población.
El semielfo contempló con perplejidad la expresión del otro.
—¿Tu nombre? —inquirió Dhamon en tono inocente—. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
El semielfo contrajo las facciones consternado, y su rostro adoptó una expresión de terrible congoja.
—¿Nombre? No lo sé. Supongo que no tengo ninguno. No; ahora que lo pienso, jamás he tenido un nombre. ¿Tú tienes un nombre?
Desde luego eso resultaba sin duda alguna extraño. Dhamon pensó en el cementerio y decidió arriesgarse a hacer una pregunta, aunque sin estar muy seguro de querer conocer la respuesta.
—¿Tienen nombre otras personas de la ciudad?
El joven le dedicó una mirada pensativa, mientras el silencio entre ambos se tornaba más espeso.
—Ahora que lo mencionas —dijo, tras unos instantes—, no.
Fiona y Ragh se habían adelantado y aguardaban en el centro de la calle hablando con el ayudante del alcalde. Dhamon hizo una seña al draconiano y empezó a andar en dirección a los muelles. «¡Venid! ¡Ahora!», articuló en silencio.
El sivak agarró a la solámnica por la muñeca, y los dos apresuraron el paso para alcanzar a su compañero.
El hobgoblin se mantuvo a la altura del trío, discutiendo con ellos.
—No podéis iros —insistió—. El alcalde os convencerá para que os quedéis. Dadle una oportunidad de persuadiros.
—Tenemos prisa —dijo Dhamon al hobgoblin—, y nos vamos… ahora. —Este último comentario fue también dirigido a Ragh y a Fiona.
El hobgoblin masculló una maldición y marchó en dirección opuesta.
—No veo ningún barco —Ragh estaba de pie en el extremo del muelle más grande, que crujía a modo de protesta bajo el peso del draconiano—; ni siquiera veo una barca de remos.
Pero sí había pescadores. Tres de ellos estaban sentados al final de un largo y estrecho muelle, con varas en el agua y los ojos fijos en flotadores de corcho pintados.
Dhamon recorrió la orilla, sin perder de vista a Ragh. Fiona se rezagó, para recoger pequeñas conchas que guardaba en el bolsillo de la falda; la suya era una tarea difícil, ya que se negaba a depositar en el suelo el fardo de ropas nuevas.
—Ni un barco —escupió Dhamon.
Ni siquiera se veía la silueta de una nave, a lo lejos, en las cristalinas aguas azuladas del puerto. Dhamon supuso que tal vez todos los barcos estaban aún pescando, en alta mar, y que no regresarían hasta la puesta de sol. A lo mejor la población, por ser tan pequeña, no atraía veleros. Pero… Echó a correr por la orilla y ascendió al estrecho muelle para dirigirse hacia donde estaban los tres pescadores, que alzaron la vista al unísono cuando se acercó. Dhamon no quería perder más tiempo buscando otra ciudad costera en Nostar, ya que aquello podría llevarle días. A lo mejor aquellos pescadores conocían a alguien que tuviera un bote.
Eran jóvenes, humanos, puede que ni siquiera tuvieran veinte años, con las ropas desgastadas pero limpias, los rostros bien afeitados, los cabellos sujetos detrás de la nuca. A lo mejor los tres eran hermanos, pues existía una similitud en sus rostros, los ojos todos de color miel, la figura más o menos igual.
—Perdonadme —dijo Dhamon—; mis amigos y yo necesitamos encontrar pasaje en un barco. Un barco de pesca serviría. —Agitó la bolsa de monedas para que pudieran oír el tintineo del dinero.
Dos de los jóvenes se encogieron de hombros, pero el situado en el centro depositó la vara en el suelo y se puso en pie. Se limpió las manos en los pantalones y miró a la playa.
—Todos los barcos han desaparecido. Los desguazaron y los convirtieron en casas —explicó.
Dhamon recordó al instante los edificios hechos a base de cascos de barcos.
—¿Todos ellos?
—Tal y como iban llegando, la gente del pueblo venía y los desguazaba.
—¿Y los marineros les dejaron hacerlo?
El joven se detuvo para reflexionar.
—Los marineros no tenían alternativa, diría yo. Claro está que los marineros no protestaron durante mucho tiempo. Se quedaron en la ciudad. No tenían otro sitio al que ir, en mi opinión. Algunos incluso viven en sus viejos barcos.
Dhamon sintió que se le encendía el rostro, cómo la rabia, la frustración y el miedo crecían en su interior, al mismo tiempo que una docena de preguntas se formaban en su mente. No sabía qué preguntar primero, pero el joven le echó una mano.
—Verás, la gente que viene a El Remo de Bev… no se marcha jamás.
—Bueno, pues nosotros nos vamos —le respondió Dhamon—. Ragh, Fiona y yo nos vamos ahora.
—No lo creo, señor. La noticia de vuestra presencia ha corrido por todo el pueblo. Tenéis nombres, y eso os hace realmente importantes. Me alegro de que os unáis a nosotros, pues tengo entendido que nos vais a enseñar cosas del mundo.
—No nos vamos a unir a vosotros. —Dio media vuelta y corrió en dirección a la orilla, los pies golpeando con fuerza sobre los tablones—. ¡Ragh! —gritó—. ¡Fiona!
El draconiano y la dama alzaron la vista, luego los dos se volvieron en dirección opuesta, de cara a la ciudad, atraída la atención por la muchedumbre que se había materializado allí de repente, encabezada por el alcalde y su ayudante.
—¡Por la memoria de la Reina de la Oscuridad! —maldijo Dhamon.
Saltó del muelle a la arena justo en el momento en que la multitud envolvía a sus dos camaradas. La dama era alta, y sobresalía por encima de muchos de los aldeanos, pero en cuestión de minutos Dhamon ya no pudo ver su cabeza, pues habían conseguido arrollarla merced a su superioridad numérica.
El draconiano resistía, soltándose con brusquedad de los que querían sujetarlo y arrojándolos luego violentamente contra el suelo. Dhamon alcanzó la muchedumbre, aunque se sentía reacio a empuñar un cuchillo, ya que no había visto ni una sola arma desde su llegada.
—¡Maldita sea la idea que tuve de venir aquí! —maldijo, mientras se abría paso entre la masa de gente y encontraba a Fiona sin sentido y en los brazos del ayudante del alcalde.
Era evidente que la mujer se había resistido, ya que los dos aldeanos más próximos lucían labios y narices partidos, pero ni siquiera ella había podido resistir su superioridad numérica. La habían herido, y la sangre manaba de un corte en la parte superior del brazo, empapando la manga de la blusa nueva. Los antes amistosos ciudadanos se habían transformado en una turba, y sintió el martilleo de sus puños en la espalda.
—¡Debéis quedaros! —le gritó alguien—. Tenéis que enseñarnos.
Hizo caso omiso de los golpes y arrancó a la solámnica de las manos del hobgoblin, que empezó a arañarlo como protesta. Tras sujetar a la mujer contra el pecho con un brazo, bajó la mano libre y sacó el cuchillo.
—¡Atrás! —gritó, a la vez que blandía el arma—. Estáis todos locos, atrás…
La turba aumentó en número y cerró más el círculo, y el hobgoblin se agachó y hundió los dientes en el costado de Dhamon, que cambió de posición la mano que sujetaba el cuchillo y lanzó la hoja hacia abajo aunque sólo consiguió arañar el hombro del hobgoblin. Volvió a levantar el arma pero no encontró espacio para maniobrar. El aire era caliente debido al amontonamiento de cuerpos, impregnado de olor a sudor y a sangre, denso por el zumbido de las voces. Desde algún punto, Dhamon oyó que el draconiano lo llamaba.
Parecía haber al menos cincuenta o sesenta personas. Tal vez la ciudad entera había acudido allí. Dhamon distinguió a la corpulenta posadera que los había alimentado con tanta amabilidad aquella misma mañana, a la costurera que los había vestido, al sanador que se había ocupado de las heridas de Fiona. Este último era el único que parecía mantenerse al margen. Finalmente, descubrió a Ragh, que asestaba zarpazos a diestro y siniestro. Dhamon no tenía la intención de matar a ninguna de aquellas personas desarmadas, pero tampoco estaba dispuesto a permitir que lo capturaran y encarcelaran; y desde luego no pensaba permanecer en aquel condenado pueblo de rostros sin nombre.
Bajo una lluvia de puñetazos sobre su espalda y de patadas contra sus piernas, Dhamon consiguió liberar un brazo y hundió el cuchillo al frente y abajo, en el estómago del ayudante del alcalde.
—¡He dicho todo el mundo atrás!
El hobgoblin cayó de rodillas. Dhamon extrajo el arma y la clavó en un hombre de ojos hundidos y cansados. Unas manos forcejearon con la suya, y una serie de dedos consiguieron abrirle los suyos. Alguien le arrebató el cuchillo.
—¡No lo matéis! ¡No podrá enseñarnos si lo matáis!
—¿Está bien la muchacha? ¡Qué alguien me diga si la muchacha está bien!
—¡No uséis el cuchillo! ¡No les hagáis daño!
—¡Dejadnos marchar! —chilló Dhamon.
Cayó al frente, golpeado en la parte posterior de las rodillas con un tablón, y antes de que consiguiera recuperar el equilibrio, se vio empujado sobre Fiona. Sintió el peso de cuerpos que se amontonaban encima del suyo, y aunque su fuerza era extraordinaria, no fue suficiente para conseguir librarse de toda aquella gente.
Oyó rugir a Ragh, la respiración ronca de los que se encontraban más cerca de él, y también una voz conocida.
—¡Dhamon Fierolobo! —gritó el alcalde—. ¡Deja de resistirte! ¡No queremos haceros daño! ¡Solo queremos que os quedéis!
Intentó responder, pero le empujaron el rostro contra la arena, y su pecho se aplastó contra el cuerpo de Fiona. El olor de la sangre de la mujer y el de otros aromas sudor, perfumes, miedo resultaban agobiantes. Pensó en Riki y en el niño, y buscó en lo más profundo de su ser para reunir todas sus fuerzas por aquella criatura que necesitaba desesperadamente ver.
Durante un momento sintió esperanzas, notó cómo los brazos se tensaban, dejaban espacio a Fiona y levantaban a las personas que tenía encima. Pero ni siquiera sus músculos consiguieron sostener tan impresionante peso, y se desplomó sobre la solámnica, sin aliento.
Cuando despertó era de noche y la cabeza le martilleaba terriblemente. La luz de las estrellas se filtraba a través de una ventana estrecha y elevada. Se hallaba solo en una celda; Fiona y Ragh estaban en otro calabozo situado frente al suyo. La mujer llevaba un brazo vendado, y le habían puesto una nueva capa de pasta curativa en el rostro y el cuello. Estaba sentada sobre su fardo de ropas, inmóvil, pero tenía los ojos abiertos aunque sin expresión.
—¿Cómo está? —le preguntó Dhamon, señalando a Ragh.
—Vivo. Duerme.
Dhamon vio que el pecho del draconiano estaba cubierto de cortes, y la pierna vendada en dos lugares; la respiración del sivak era entrecortada.
En un principio, Dhamon se sorprendió de haber estado sin sentido tantas horas. Al comprobar las heridas sufridas, los dedos palparon nuevas escamas bajo las ropas; la pierna izquierda estaba cubierta casi por completo ya, y tenía algunas en los brazos. Se sentía algo febril y sospechó que había padecido otro ataque menor provocado por la escama, y que ése había sido el auténtico motivo de que permaneciera inconsciente tanto tiempo.
—Una cárcel —indicó con amargura—; nos han metido en la cárcel del pueblo.
—Sólo para convenceros de que os quedéis —oyó decir a una voz familiar e inoportuna.
El sonido de la voz del alcalde fue seguido por el chirrido del pedernal y el acero, y el encendido de una antorcha. El hombre recorrió con el hachón el reducido pasillo, y fue a detenerse entre las dos celdas.
—Queremos que os quedéis. Tenéis que enseñarnos cosas.
Dhamon agarró los barrotes y tiró de ellos para ponerlos a prueba. Se dijo que, con un poco de tiempo, podría conseguir soltarlos.
—Vosotros tenéis nombres, Dhamon Fierolobo —prosiguió el alcalde—. Nosotros no. Carecemos de familias. Apenas tenemos recuerdos. Olvidamos cómo hacer las cosas. Olvidamos a nuestros amigos. Necesitamos que nos enseñéis.
—Seres de Caos —escupió Dhamon—. Condenados seres de Caos. Es como una epidemia.
—Me gustaría leer, creo. —El alcalde ladeó la cabeza—. Tengo varios libros, y espero que tú sepas leer y me puedas enseñar. A lo mejor te convertiré en mi nuevo ayudante. —Hizo una pausa—. Mataste al antiguo —indicó pesaroso.
Dhamon sacudió los barrotes enfurecido. Quería que el otro se marchara para empezar a soltar los barrotes y escabullirse al exterior.
—No puedes obligarnos a permanecer en esta condenada ciudad. Ninguno de vosotros debería quedarse, tampoco. Aquí hay no muertos, vestigios de la guerra en el Abismo. Reciben el nombre de seres de Caos, y os están robando los recuerdos.
—Sin duda te refieres a los seres de sombras —indicó el alcalde en voz baja.
—Sí, los seres de sombras. Son los seres de Caos.
—Ojos relucientes.
—Sí —respondió Dhamon—; déjanos salir de aquí y…
—Los seres de sombras vendrán aquí pronto. Siempre vienen de noche, con el frío. —El alcalde se colocó justo frente a Dhamon y mantuvo la antorcha pegada a él—. Me ocuparé de que te preparen una buena cena, Dhamon Fierolobo. A lo mejor mientras lo hago los seres de sombras vendrán y os harán una visita. Ellos os convencerán para que os quedéis en El Remo de Bev. Convencen a todo el mundo, ¿sabes?
—Probablemente porque consiguen que la gente olvide que tiene un sitio mejor al que ir —replicó Ragh, que acababa de despertar, uniéndose a la conversación—. Les roban los recuerdos hasta que no les queda nada, se beben su inteligencia como malditos vampiros.
—Los seres de sombras jamás han hecho daño a nadie. —El hombre se volvió hacia el draconiano y se dirigió a él entonces—: Lo único que los seres de sombras tomarán serán vuestros nombres. Os convencerán para que os quedéis en El Remo de Bev. Luego, empezando por la mañana, nos enseñaréis cosas del mundo, y me enseñaréis a leer mis libros. Ahora, iré a ocuparme de que os traigan algo de cenar.
Se llevó la antorcha con él al marchar, y sólo quedó la luz de las estrellas para iluminar el pasillo y las celdas.
—¡Por las cabezas de la Reina Oscura! —gimió Dhamon—. El ser me contó que los de su especie robaban recuerdos.
—Yo diría que hay más de uno en esta población —observó Ragh.
—La gente es incapaz de recordar su nombre. Ni siquiera recuerdan que hay que cobrar por las mercancías y los servicios.
«¿Qué, por todo lo que es más sagrado, me quitó el ser? —pensó—. Nada importante, sin duda, no tengo agujeros en la memoria. Estoy seguro de que expulsé al ser antes de que pudiera hacerme daño. Pero estas gentes al parecer no son capaces de resistirse a ellos».
—Hemos de salir de aquí.
—No, hemos de ayudar a estas gentes —declaró Fiona, poniéndose en pie, con las manos apoyadas en las caderas—. Hacer que se den cuenta de que pueden defenderse…
—Imposible. —Los ojos del draconiano despidieron un leve fulgor rojo en la oscuridad—. No te creerían. No les queda inteligencia suficiente en esas cabezotas suyas para poder creerte, para creer a cualquiera de nosotros. Todo lo que desean de ti, de mí y de Dhamon es que nos quedemos y les enseñemos cosas. Sólo que cuando los seres nos encuentren puede que no nos dejen con nada que valga la pena enseñar.
Dhamon agarró los barrotes con más fuerza y tiró, notando una tenue sensación de movimiento. Las barras estaban encajadas en la arcilla endurecida del techo y del suelo, y no necesitaría mucho tiempo para moverlas si era capaz de reunir todas sus fuerzas.
—No pienso tumbarme en el suelo y dejarme morir —declaró mientras trabajaba en los barrotes—. Tengo cosas que hacer, o sea, que vamos a salir de aquí.
Ragh profirió un gruñido desde lo más profundo de su pecho y agarró también los barrotes de su celda. Tras tensar al máximo los músculos, el draconiano se esforzó por moverlos.
—Vale la pena intentarlo.
La puerta del pasillo se abrió con un chirrido, y la luz de una antorcha se derramó al interior.
—A lo mejor puedo ayudar.
—¡Maldred!
—Dhamon, amigo mío, ¿cómo consigues meterte en situaciones tan desesperadas?
Maldred agachó la cabeza para pasar por el marco de la puerta, y la luz de la antorcha mostró que lucía su auténtico aspecto de ogro. Los anchos hombros azules apenas cabían en el pasillo, y la parte superior de la blanca melena que coronaba la cabeza rozaba el techo. A pesar de sus ropas raídas, su visión resultaba de lo más agradable. La antorcha aparecía minúscula en su enorme puño.
—Pero… ¿cómo conseguiste salir de Shrentak, y cómo nos has encontrado aquí? —inquirió un Dhamon atónito.
—Poseo magia, ¿recuerdas?
Dhamon dirigió una veloz mirada a Ragh, que se encogió de hombros; Fiona tenía los ojos entrecerrados, pero no dijo nada. El mago ogro entregó la antorcha a Dhamon, luego se arrodilló en el suelo, y extendió por completo los dedos sobre la arcilla endurecida. La larga melena blanca le caía sobre los hombros, descendía por los brazos y le ocultaba el rostro, en tanto que la luz del hachón danzaba sobre su figura y exageraba los poderosos músculos y las gruesas venas que sobresalían de ellos.
—¿Qué haces? —La pregunta provino de Ragh.
—Magia. ¿Te importaría hablar más bajo?
Maldred empezó a canturrear en voz baja, era una cancioncilla sin una melodía identificable ni un ritmo previsible, y a medida que el ritmo se aceleraba, los dedos empezaron a cavar en la arcilla cada vez más blanda. Surgieron una especie de ondas de las manos, y la arcilla se tornó maleable.
Dhamon descubrió que podía mover con más facilidad los barrotes. Los de Ragh también cedieron un poco.
—Un poco más —instó Dhamon.
—Lo intento —respondió Maldred, mientras interrumpía su canturreo—. Es curioso —añadió—; está empezando a hacer frío aquí.
Se reanudó el mágico canturreo, y Dhamon soltó la antorcha y empezó a trabajar más deprisa con ambas manos, ya que el frío indicaba la presencia de los seres de Caos. Los ojos del hombre se movieron veloces de un lado a otro, para escudriñar las sombras en busca de ojos refulgentes de no muertos, y su aliento se tornó blanquecino cuando arrancó la pared de barrotes.
—Los seres de sombras se acercan —gruñó Ragh.
—Sí —dijo Dhamon, mientras se acercaba a la otra celda y ayudaba al draconiano con los barrotes.
Tras un fuerte tirón final, entre los dos consiguieron aflojar los barrotes lo suficiente para que Ragh y Fiona se abrieran paso entre ellos.
Fiona aferró el fardo de ropas contra su pecho y, mientras el aliento se le empañaba ante el rostro, clavó la mirada en Maldred.
—Mentiroso, mentiroso, mentiroso —le dijo.
Dhamon se estremeció al sentir cómo el aire se tornaba más gélido todavía.
—Mal, hemos de salir de aquí ya. Hay…
La palabras se ahogaron en su garganta al echar una ojeada al extremo opuesto del pasillo, donde tres sombras muy bien definidas se habían separado de la pared y adoptado forma humana. Los ojos de las criaturas brillaban con un resplandor sobrenatural, y las manos incorpóreas fueron hacia ellos, con las zarpas alargándose como serpientes reptantes.
—¡Por mi padre! —tronó Maldred—. ¿Qué son esas extrañas criaturas?
—Por aquí las llaman seres de sombras —respondió Ragh.
—Son repugnantes no-muertos —escupió Dhamon—. ¡Seres de Caos! ¡Y no tenemos nada con lo que luchar contra ellos!
Maldred fue a desenvainar la espada, y las sombras rieron ruidosamente.
—Eso no funcionará —indicó Dhamon, y empezó a hacer retroceder a sus compañeros hacia la puerta situada en el otro extremo del pasillo.
—A lo mejor esto sí funcionará. —Maldred sacó algo de debajo de la raída túnica, que acunó entre las manos frente a él para que los otros no pudieran verlo—. Conseguiré que salgamos todos de aquí —les anunció.
Concentró su energía mágica y física, sujetó con fuerza la escama de dragón, y la partió en dos.
—Mentiroso, mentiroso, mentiroso —repitió Fiona con tono malicioso, a la vez que una arremolinada neblina gris se alzaba a su alrededor y se los llevaba a todos fuera de la prisión.