6 El Remo de Bev

—Llaman Nostar a este deprimente pedazo de barro. Es una isla grande, para las dimensiones de las islas, pero una enorme nada si me preguntan a mí.

Ragh andaba entre Dhamon y Fiona, sosteniendo un estropeado mapa entre las zarpas. El pergamino que había conseguido en la posada tenía unos bordes amarillentos que se resquebrajaban y desprendían cada vez que sus dedos cubiertos de escamas los rozaban.

—Puede decirse que he estado en casi todas partes de Krynn; y he visitado este lugar al menos en tres ocasiones. La última vez fue… vaya, diría que hará unos cuarenta o treinta años. Demasiado poco tiempo para mi gusto, si queréis saberlo.

»No lo reconocí al principio —prosiguió, al ver que ninguno de sus compañeros hacía comentarios—. Nostar no era así entonces. No es que esta isla fuera algo especial, pero al menos no intentaba convertirte en parte permanente del paisaje arrastrándote al interior de un sumidero. Había pastos en casi todas partes, muchos más árboles y colinas aquí y allí. —Esto último lo dijo mientras contemplaba con añoranza el terreno relativamente llano y recorrido por sumideros y motoncitos de rocas. Sacudió la cabeza—. Lo recuerdo mucho más verde.

Tras tomar como referencia una escarpada formación de rocas grises apodada los Tres Hermanos, situada al oeste, y del mar, situado al este, habían decidido seguir lo que el mapa mostraba como una calzada que discurría en dirección a un poblado minero de buen tamaño.

El plano sugería que la calzada era importante, pero lo que quedaba de ella estaba casi totalmente cubierto de aquella tosca vegetación parda, y había algunos lugares donde los sumideros habían destruido secciones completas de ella. Distinguieron surcos de ruedas de carretas, que indicaban los lugares por los que algunos carromatos habían rodeado los sumideros.

—Eso es una buena señal —indicó Ragh—; significa que hay alguien más, aparte de nosotros, alguien que sigue vivo en esta roca abandonada de los dioses.

El mapa mostraba que Nostar se extendía a lo largo de unos noventa y cinco kilómetros de este a oeste y sesenta y cinco de norte a sur. No había más de una docena de nombres de ciudades marcados en el pergamino, y éstas se hallaban apiñadas alrededor de la zona septentrional y oriental de la isla; todas, excepto dos, alejadas unos tres kilómetros de la costa. Decidieron encaminarse hacia la más cercana de las dos poblaciones situadas en la playa, un lugar llamado El Remo de Bev, aproximadamente a un kilómetro y medio al norte del misteriosamente abandonado poblado minero.

Al estudiar el mapa, Dhamon observó que el interior de la isla aparecía casi totalmente desprovisto de anotaciones, a excepción de un lago de forma ovoide y dos palabras garabateadas, añadidas por una mano distinta de la que había dibujado el mapa: Poblado Hobgoblin. Enarcó una ceja.

—Ése es el motivo de que no hubiera nunca muchas ciudades en Nostar y de que las que sí existen sean pequeñas —indicó Ragh—. La mayor parte de la población la forman goblins y hobgoblins, trasgos y seres de esa ralea. O al menos así era la última vez que pasé por aquí. No había demasiados humanos o elfos, y éstos siempre se mantenían cerca de las costas, pescando o trabajando en las minas. Por lo que recuerdo, los goblins no prestaban demasiada atención a los humanos. —El draconiano se frotó la barbilla—. Claro que las cosas pueden haber cambiado.

—Las cosas han cambiado —repuso Dhamon, categórico—. Piensa en ese lugar sin nombre del que acabamos de salir.

—Tiene un nombre. Slad —indicó Ragh—. Según el mapa se llama Los Rincones de Slad.

—Ahora se llama «lugar vacío». Esperemos que El Remo de Bev tenga una población amable y al menos unos cuantos barcos y un puerto. Quiero comprar un pasaje a Ergoth del Sur lo antes posible.

Dhamon había observado la aparición de más escamas desde que habían abandonado la ciudad vacía, unas cuantas en la pierna izquierda que Ragh y Fiona también habían advertido y una docena en el estómago, y temía que le quedara poco tiempo para reparar los errores cometidos durante su vida. Su intención era llevar a Fiona al puesto avanzado solámnico, encontrar a Maldred y asegurarse de que Riki y su hijo estaban a salvo. Pensar en todo ello le aceleraba el pulso.

—Lo que yo creo es que nos quedan por recorrer otros diez o doce kilómetros antes de que lleguemos a El Remo de Bev y…

Ragh se apresuró a señalar que el mapa era anterior a la guerra en el Abismo, durante la cual se habían alzado nuevos territorios de la corteza terrestre.

—La isla podría ser mayor ahora, lo que provocaría que existiera el doble de distancia hasta ese lugar. O más. Eso, siempre y cuando la ciudad no haya ido a parar al mar. Y hay un largo trecho después de eso hasta Ergoth del Sur —reflexionó en voz baja el draconiano—. Desde luego, es imposible saber realmente el tamaño de este condenado lugar y la distancia que debemos recorrer aún.

—No importa lo grande que sea, pongámonos en marcha —bramó Dhamon.

Nostar se encontraba al sur de Ergoth del Sur, y a una distancia de más de ciento treinta kilómetros según el mapa de Ragh, y aproximadamente, a la mitad de esa distancia de Enstar, una isla que era el doble de grande que ésta. Podrían tener que hacer parada en Enstar, pero «está demasiado lejos para ir a nado», indicó Fiona con tono ausente.

Dhamon le dedicó una mirada de reojo. En ocasiones no sabía si la mujer escuchaba o no, pues siempre tenía aquella expresión fija y aturdida en el rostro. Sus palabras tenían ahora un deje de enfado.

—No pienso nadar ni sesenta kilómetros ni ciento treinta kilómetros, Dhamon, y no sé por qué te pasas el tiempo insistiendo en Ergoth del Sur. Lo que debes hacer es encontrarnos un barco, para que puedas llevarme a Nuevo Mar. Rig y yo vamos a casarnos pronto en la costa situada frente a la isla de Schallsea.

Profirió un gruñido exasperado, pero, por un instante, los ojos centellearon llenos de vida, antes de que el rostro recuperara la inquietante expresión ausente. Aunque cansada y hambrienta, la mujer reanudó la marcha en dirección a El Remo de Bev, mientras Dhamon y Ragh se rezagaban a propósito.

—No se te permitirá asistir a la boda, Dhamon —le gritó ella por encima del hombro—, por ser tan fastidioso.

A Dhamon le dolía ver en lo que Fiona se había convertido, una parodia de sí misma, y se preguntó por qué el ser de Caos no podría haberle robado los recuerdos de Rig. De haberlo hecho, habría resultado más fácil tratar con ella. «¿Cuánto de la locura de Fiona ha ido a parar a mi interior? —pensó—. Y ¿qué me arrebató el ser?». Se sacudió de la cabeza aquellos pensamientos sin respuesta, y señaló con el dedo el mapa de Ragh.

—Sea como sea hemos de conseguir pasaje en una nave en El Remo de Bev. Pero primero tendremos que conseguir prendas de abrigo. Al menos Fiona y yo necesitamos ropas de abrigo.

—Yo también siento las dentelladas del invierno —respondió Ragh.

El dedo de Dhamon se movió un poco hacia el oeste, sobre el mapa.

—Ese río no está muy lejos de nuestra ruta, puede que unos quince o veinte minutos como máximo. Podemos almacenar agua. Y me iría bien un baño.

Odiaba la idea de retrasar el viaje a aquella población, pero también le preocupaba su aspecto. Las escamas ya eran bastante malo de por sí; pero las escamas y la porquería juntas le daban un aspecto realmente monstruoso, se dijo. Tenía que lavarse.

El río resultó ser un riachuelo de apenas treinta centímetros de profundidad, pero el agua era limpia y fría. Dhamon se desnudó para lavarse, en tanto que Fiona se alejaba un poco, con gesto impasible, para disfrutar de un poco de intimidad.

—Tienes aún más escamas —dijo Ragh, señalando con la cabeza las piernas de Dhamon.

La pierna derecha estaba toda cubierta de escamas, que brillaban oleosas por efecto del agua, mientras que la izquierda lucía sólo unas cuantas, desperdigadas.

Dhamon no respondió, y tampoco intentó taparlas, pues no tenía tela suficiente para hacerlo en sus andrajosas ropas. Evitó la mirada acusadora del draconiano y clavó los ojos en el agua. El hombre que lo miró desde allí tenía una expresión dura, y sus ojos oscuros ocultaban toda clase de misterios; el rostro era apuesto, con pómulos marcados y una barbilla firme, pero estaba demacrado por la falta de comida, y la barba desigual y la enmarañada melena le daban el aire de bandolero.

—¡Fiona! —Dhamon oyó a la mujer chapoteando por el arroyo—. ¿Puedes prestarme uno de esos cuchillos?

La solámnica alzó los ojos con expresión ausente. Se había lavado escrupulosamente, aunque el rostro aparecía cubierto de cicatrices en carne viva, y el corte de la frente seguía inflamado y con mal aspecto.

—Un cuchillo, por favor.

Con un movimiento tan veloz que lo sorprendió, Fiona sacó uno de los cuchillos de su cinturón y se lo acercó de tal modo que la punta quedó a pocos centímetros del estómago del hombre.

—¿Servirá éste?

Los ojos de la mujer miraban sin ver, y la voz era gélida. Adelantó la hoja despacio, hasta tocar la carne con la punta, y se llevó la mano libre al segundo cuchillo.

—¿O quieres los dos?

Él no respondió y tampoco retrocedió. Se limitó a mirar con fijeza los ojos de la solámnica, con la esperanza de ver algo de cordura.

—¿Para qué quieres uno de estos cuchillos, Dhamon? ¿Quieres usar mis propias armas en mi contra? —Sacó el segundo cuchillo, pero lo sostuvo junto a la cadera—. O a lo mejor quieres…

—Cortarse los cabellos con él.

Ragh sujetó el amenazador cuchillo. El sivak había conseguido colocarse detrás de ella sin que la mujer lo advirtiera. Alargó el arma a Dhamon, con la empuñadura mirando al frente, y éste se apartó tras una leve vacilación.

—¡Bueno, pues córtale los cabellos!

La solámnica dio la vuelta y fue a arrodillarse a la orilla del riachuelo. Allí, se pasó el cuchillo que le quedaba a la mano derecha y ensartó con él un cangrejo que se movía por el fondo cubierto de guijarros; tras abrir el caparazón con la hoja, extrajo la carne y se la introdujo en la boca.

Al contemplarla, Dhamon sintió más lástima que enojo, y se afeitó y cortó los enredones de los cabellos tan deprisa como pudo. Aunque la melena quedaba desigual y le colgaba justo por encima de los hombros, ahora tenía un aspecto más presentable. Tras introducir el arma en su cinto, lo que le valió una mirada airada de la solámnica que él aceptó sin decir nada, condujo a sus dos compañeros de vuelta a lo que quedaba de la calzada, y ya no se detuvo para descansar o hablar hasta que, una hora más tarde, apareció ante ellos la silueta de una población.

Era una colonia minera situada al final del camino, tal y como aparecía indicado en el mapa de Ragh. El poblado estaba vacío, y se apresuraron a evitarlo por temor a que hubiera otro ser de Caos en aquel lugar. Continuaron siguiendo borrosas marcas de carros hasta justo antes de la puesta de sol, momento en el que acamparon a campo abierto, lejos de un grupo de sumideros de reciente formación. La puesta de sol era lo único que confería un toque de color al terreno, al pintar el suelo con un pálido tono anaranjado y dar a los bordes de las nubes bajas el color del oro líquido, y ellos se sumieron en la contemplación del hermoso espectáculo sin hablar. Fiona y Ragh se acomodaron para pasar la noche en cuanto se desvanecieron los últimos trazos de color.

Dhamon permaneció de guardia toda la noche, escuchando los apagados ronquidos del draconiano y el sonido de las olas al barrer sobre la cercana playa. Con los ojos fijos en la oscuridad, sintió que el calor empezaba a irradiar de la escama grande de la pierna, y tras apretar los dientes con fuerza para ahogar un grito de dolor, hundió los dedos en la tierra y soportó otro terrible ataque sin despertar a sus compañeros. Fue una noche de terrible agonía.

Durante todo ese tiempo no dejó de pensar en Riki y en su hijo; en su necesidad de verlos antes de morir, en la necesidad de saber que se encontraban bien. También estaba la cuestión de Maldred, y otras cosas que debía reparar si tenía tiempo para ello. Antes de que el dolor lo sumiera en un torbellino que acabó conduciéndolo a la inconsciencia, rezó a los dioses desaparecidos para que le concedieran tiempo suficiente para arreglar las cosas.


Había un cementerio en las afueras de El Remo de Bev, con la mayor parte de las tumbas indicadas mediante tablones de madera. Las hileras de postes se erguían tiesas como filas de soldados, y el terreno era duro e inhóspito, barrido continuamente por la arena que arrastraba el viento.

—Las tumbas son antiguas —declaró Ragh.

—La mayoría —repuso Dhamon.

Señaló más a su izquierda, donde dos sepulturas más recientes indicaban que aún quedaba alguien vivo en la ciudad para llevar a cabo los entierros; luego introdujo la mano en el bolsillo y palpó las monedas que había cogido al esqueleto. Sacó unas cuantas, y la luz centelleó sobre ellas.

—Conseguiremos algo de comer en la ciudad, también ropa, y un pasaje —dijo, y añadió para sí: «tengo que abandonar esta roca y hacer lo que tengo que hacer… cuanto antes».

Aspiró con fuerza, y sus sentidos captaron el olor a tierra, a la madera podrida de los postes que señalaban las tumbas, y también el tenue aroma del pan horneándose, y de la canela. Señaló con la mano un sendero que se dirigía a la hilera de edificios situada a poco menos de un kilómetro de distancia.

—Crucemos el cementerio y…

—Me pregunto quién estará enterrado aquí.

Fiona se había alejado y contemplaba con atención el tablón de la tumba que parecía más reciente. Dhamon y Ragh se reunieron con ella. El trozo de madera era una tabla de nogal encerada con el aspecto de haber sido el respaldo de una silla en el pasado, y llevaba grabadas las siguientes palabras: MURIÓ DESPUÉS DE PONERSE EL SOL.

Un escalofrío recorrió la espalda de Dhamon, y de repente el olor a pan recién hecho dejó de resultar tan tentador. Miró los otros tablones. Los más viejos eran los más difíciles de leer, pues la brisa marina y los años pasados a la intemperie los habían deteriorado. No obstante, eran éstos los que ofrecían más información, en forma de nombres y fechas: MAVELLE COLLING, AMADA ESPOSA Y HERMANA; WILGAN G. THRUPP, MURIÓ A CAUSA DE LAS FIEBRES; INTRÉPIDO BOLIVIR, ADORADO ESPOSO E HIJO; ANA MARÍA, ABUELA QUERIDA; y muchos más. Las sepulturas que parecían tener menos de dos o tres décadas de antigüedad carecían de detalles; no mostraban nombres, ni fechas. En una se leía: HOMBRE ALTO; en otra: MUJER ANCIANA. En algunas estaba escrito: MURIÓ HOY, si bien «hoy» tenía que haber sido hacía un año o más a juzgar por el estado de la tierra apisonada.

NIÑO, HOMBRE PELIRROJO, PESCADOR, ELFO DELGADO, GOBLIN CON UNA OREJA, MUJER CON DELANTAL, MUCHACHA HERMOSA, PROPIETARIO DE LA TABERNA y cosas parecidas.

—¡Por todos lo niveles del Abismo! —musitó Dhamon—. ¿Qué clase de enigmático cementerio es éste?

Ragh había localizado el mensaje que contenía más información en una piedra muy antigua y desportillada.

—«Beven Wilthup-Colling, orgulloso fundador de El Remo de Bev. Nació el verano del Año de las Tormentas, murió a la edad de sesenta el Año de las Grandes Tortugas».

—Yo ya he acabado de hacer turismo por este cementerio —anunció Fiona—. Toda esta muerte resulta deprimente. La muerte te rodea, Dhamon. Vayamos al pueblo.

—Sí, Fiona —contestó él, sujetándola del brazo—, vamos a ir al pueblo; pero este cementerio me ha producido una mala sensación. Tú y Ragh no deberíais entrar hasta que yo me haya asegurado de que es prudente hacerlo.

—Dhamon el héroe —repuso ella con voz inexpresiva.

—No soy ningún héroe.

—No, imagino que no. Un héroe habría salvado a Jaspe y a Shaon.

Dhamon lanzó un gruñido, y arrojó a Fiona a los brazos de Ragh.

—Mantenía aquí hasta que regrese.

—¿Quiénes eran Jaspe y Shaon? —quiso saber el draconiano.

«El enano Jaspe era un muy buen amigo mío —pensó Dhamon—. Estuve a punto de matarlo pero no fue culpa mía, la hembra Roja me controlaba. No pude salvarlo más tarde, en la Ventana a las Estrellas. Fiona lo sabe; ella conoce la lista. Jaspe, un nombre más en la lista de personas que murieron porque se aventuraron a acompañarme.

»Shaon… Un dragón que yo había montado en el pasado la mató».

—¿Quiénes eran Jaspe y Shaon?

—Quedaos los dos aquí hasta que yo regrese —se limitó a responder Dhamon, que no estaba dispuesto a añadir a Fiona a la lista, ni tampoco al draconiano.

—¿Y si no regresas? —preguntó el sivak.

Dhamon descendió a toda prisa por el sendero que conducía a El Remo de Bev.

Suspiró aliviado cuando dejó el cementerio atrás y se encontró en las afueras de la población. Los primeros edificios que vio eran relativamente nuevos y estaban bien conservados, con aleros y contraventanas pintados de colores brillantes y flores secas dispuestas en macetas frente a las puertas. Colgaban letreros sobre los establecimientos, y los dibujos pintados en ellos indicaban una taberna, una pescadería, una posada y un tejedor. Hasta ahora todo bien; las cosas parecían normales.

—¡Demos gracias a la memoria de la Reina Oscura! —musitó—. Hay gente.

No estaba seguro de qué era lo que había esperado ver, pero una parte de él no esperaba encontrarse con la docena, aproximadamente, de hombres y mujeres que deambulaban por la calle de adoquines que servía de vía pública principal; el taconeo de los pies, que le llegaba con total claridad, le resultaba un sonido grato. Un perro ladró mientras perseguía, juguetón, a un joven larguirucho que dobló una esquina y echó a correr por una callejuela. Una mujer de aspecto venerable parloteaba con un chiquillo que la acompañaba, mientras transportaba un cesto lleno de panes. Dhamon dio unos pasos calle adelante, y sus propios tacones resonaron también en los adoquines; un sonido muy agradable, se dijo, después de todo lo que habían padecido él y sus compañeros. Pensó en hacer señas con el brazo para llamar la atención de Ragh, y hacer que sus compañeros fueran hacia la ciudad inmediatamente, pero no sabía cómo reaccionaría la gente ante sus escamas. Si no lo aceptaban a él, no aceptarían al draconiano. Debía hacer unas cuantas comprobaciones más.

«Sólo una manzana o dos más», pensó. Hasta el momento nadie lo había señalado con el dedo y gritado atemorizado. Recorrería una manzana más… Dhamon se detuvo en seco. En tanto que los edificios de aquel extremo de la ciudad aparecían bien construidos y conservados, los que discurrían por la primera calle lateral daban la impresión de haber sido levantados de cualquier modo. Unos cuantos estaban hechos de cascos de barcos, a uno incluso le sobresalía un mástil del tejado. Otro estaba hecho a base de cajas de verduras amontonadas hasta alcanzar un metro noventa o dos metros de altura, con una vela sujeta sobre la parte superior para impedir el paso a la lluvia; junto a éste había una vivienda pequeña construida a base de estacas y frondas entretejidas, que recordaba las chozas que podían encontrarse en la selva.

Lleno de curiosidad y aprensión, siguió adelante, descubriendo una residencia hecha de piedra; construida con la misma maestría con que la podría haber edificado un enano. Junto a ella, sin embargo, se veía un montículo de tierra con una puerta insertada en él y una portilla de barco colocada en un lateral para servir de ventana.

Había viviendas que parecía como si se hubieran construido con los restos de edificios demolidos, y también una media docena de cobertizos, en cuyo interior dos hobgoblins estaban sentados devorando roedores carbonizados. Las criaturas contemplaron con tranquilidad a Dhamon unos instantes, luego uno le dedicó una amplia sonrisa y un cabeceo a modo de saludo.

—Hobgoblins —masculló; no era extraño, pues, que nadie lo mirara a él con extrañeza.

A cada paso que daba, una parte de Dhamon le decía que regresara junto a Ragh y Fiona y buscaran otra ciudad como refugio. Pero localizar otra población requeriría tiempo. Acarició una escama que hacía poco había aparecido en su muñeca; no tenía demasiado tiempo.

Un trío de elfos se dedicaba a remendar el techo de paja de un edificio estrecho de dos pisos, mientras que al otro lado de la calle, un goblin observaba y ofrecía sugerencias en un chapurreado Común. Al cabo de unos instantes, Dhamon se dio cuenta de que los elfos seguían los consejos del goblin.

—Algo que comer —se dijo en voz baja—. Ropas, pasajes. Eso es todo lo que queremos, y no es mucho. Luego nos marcharemos de esta condenada roca tan rápido como podamos.

Necesitaba algunas hierbas, también, para la herida de Fiona, pero la herida no amenazaba la vida de la mujer, y se preguntó si no sería mejor dejar que los caballeros de Ergoth del Sur se ocuparan de ella en lugar de perder más tiempo en aquel lugar.

—¿Dónde estarán los muelles? —musitó pensativo.

Decidió que seguiría adelante un poco más, que exploraría algunas de las callejuelas que discurrían en dirección norte. Si había una pescadería, tendrían que haber, al menos, barcas de pesca; y todo lo que necesitaban para que los condujera a Ergoth del Sur era un gran barco pesquero y alguien que supiera cómo capitanearlo. Cualquier cosa que flotara serviría.

—Tiene que haber…

—¡Buenos días!

Dhamon dio media vuelta y se encontró con un humano de aspecto desgarbado, que lucía una pelambrera de color parduzco y un bigote fino como un rastrojo. El hombre llevaba una túnica blanca con una insignia sobre la parte derecha del pecho, y un largo fajín rojo alrededor de la cintura, cuyo remate aleteaba contra sus rodillas a impulsos de la tenue brisa. Lo acompañaba un hobgoblin que lucía la bandera de un barco a modo de esclavina.

—¡Te doy los buenos días! —repitió el hombre, tendiéndole la mano.

—Yo también te los doy —respondió Dhamon con cautela, y su inquietud se multiplicaba mientras estudiaba a la pareja.

El hobgoblin ataviado con la curiosa esclavina le dedicó una sonrisa de oreja a oreja, y un hilillo de baba se derramó del labio inferior, alargándose hasta tocar el suelo.

—Eres un desconocido para El Remo de Bev.

Aquellas palabras las pronunció el hombre, que dirigió una mirada indiferente a las piernas cubiertas de escamas de Dhamon, y luego, dejándolas de lado, sostuvo la mirada al recién llegado.

«Es evidente que soy un desconocido», pensó Dhamon, y, en voz alta añadió:

—Sí —estrechó finalmente la mano que el otro le tendía sin pasar por alto la firmeza del apretón—; soy nuevo en esta parte de Nostar.

El hobgoblin sonrió más ampliamente si cabe y dio un codazo al hombre desgarbado.

—Oh, sí. Perdona mis modales. ¡Bienvenido a nuestra humilde ciudad! —El hombre palmeó a Dhamon en el hombro—. Siempre me gusta ver una cara nueva. Tienes un aspecto muy cansado. Debes haber recorrido una buena distancia para llegar hasta aquí.

«Evidentemente», se dijo él.

—La tormenta de la otra noche —empezó a decir Dhamon en un esfuerzo por parecer simpático—. Me arrojó a la playa y…

—Arrancó el tejado de la tienda de cebos. Menuda tremolina, no es cierto… ¿señor…?

—Fierolobo.

El hombre frunció el entrecejo, mientras daba tironcitos a un botón de la túnica.

—Qué nombre tan… feroz.

Dhamon no había decidido aún si debía mencionar que tenía compañeros.

—Escucha, yo…

—Apuesto a que estás hambriento, también. Seguro que te iría bien dormir un poco y unas ropas nuevas. Desde luego un poco de comida, sí, y desde luego, también, ropa. Tienes aspecto de no haber comido en días. Estás muy delgado. Nos ocuparemos de ti… señor Fierolobo. En El Remo de Bev cuidamos bien a la gente.

—No haber desconocidos aquí. —El curioso comentario brotó de los labios del hobgoblin.

Dhamon paseó la mirada del uno al otro.

—En ese caso, si no hay desconocidos, ¿quién…?

—Soy el alcalde de El Remo de Bev —repuso el hombre desgarbado con una amplia sonrisa—. Éste es mi ayudante.

El hobgoblin asintió, y nuevos hilillos de baba se derramaron de sus labios para formar un charco a sus pies.

—Ayudante. —El rostro de Dhamon se nubló.

El alcalde captó la expresión y sacudió la cabeza entristecido.

—Mi muy listo ayudante. Las gentes de El Remo de Bev carecen de prejuicios… señor Fierolobo. —Señaló con el dedo las escamas de la pierna de Dhamon—. Aceptamos a todo el mundo, incluido tú. —Hecha la declaración, volvió a alzar los ojos para encontrarse con los de Dhamon—. Ahora, ocupémonos de la comida y las ropas.

—Tengo dos compañeros que aguardan en las afueras del pueblo —indicó Dhamon, aprovechando la oportunidad.

—Bien, corre a buscarlos. No estoy seguro de que la posada siga sirviendo desayunos durante mucho más tiempo.

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