11 El reducto del Dragón de las Tinieblas

La hierba era blanda y fresca, y Dhamon hundió los dedos en ella hasta notar la húmeda tierra que había debajo. Así que no estaba muerto, aún no. Saberlo le provocó una cierta tristeza, ya que la muerte habría resuelto todos sus problemas.

La muerte habría puesto fin al terrible dolor que le provocaban las escamas.

Si existía un lugar donde los espíritus hallaran la paz, habría preferido encontrarse allí en aquellos momentos, ya que hacía mucho tiempo que no conocía lo que era la auténtica dicha.

Puesto que no estaba muerto, sus problemas persistían. Se dio cuenta de que había transcurrido algún tiempo desde el ataque sufrido en Shrentak, y aunque tenía los ojos cerrados, sabía que, probablemente, era mediodía, a juzgar por la luz que se filtraba a través de los párpados.

Le dolía todo el cuerpo por culpa de las escamas, y deseó tomar una jarra enorme de la cerveza que había bebido en la taberna la noche anterior. No recordaba que jamás hubiera sentido tanto dolor después de un ataque; era como si hubiera peleado con unas cuantas docenas de bakalis.

Tenía la garganta reseca, notaba la lengua hinchada, y le costaba segregar saliva para tragar. Mantuvo los ojos cerrados y la respiración tenue, tras decidir que necesitaba averiguar más cosas sobre qué lo rodeaba antes de permitir que nadie supiera que estaba despierto.

Notaba la brisa levemente cálida sobre el rostro, y captó el leve y revelador olor de Ragh, parecido al de una herrería. No olía muchas más cosas, a excepción de un olorcillo a achicoria, y a ovejas. El mismo apestaba aún, por culpa del agua y el lodo por el que había tenido que vadear y nadar para echar un vistazo a Sable.

Se dijo que seguía todavía en el pantano, en algún lugar situado fuera de Shrentak. Oyó el llamativo canto de la garza real y el lejano chasquear de las mandíbulas de un cocodrilo, pero no se oía ningún sonido relacionado con el bullicio de una ciudad o con personas, aunque sí el susurrar de innumerables hojas y ramas de sauces. Yacía parcialmente a la sombra, lo que indicaba que alguien se había tomado la molestia, tal vez Fiona, creyendo que se trataba de Rig, de mantenerlo apartado del sofocante calor.

Abrió los ojos apenas un centímetro, y vio que la luz del sol se derramaba, difusa, a través de un velo de hojas; amplió la abertura, y reconoció el semblante cubierto de escamas del draconiano; Ragh se inclinaba sobre él.

—No estaba muy seguro de que fueras a conseguirlo —declaró el sivak con rotundidad—. Ése ha sido el peor ataque, hasta el momento, pues no te has movido durante horas. Temí que tendría que ocuparme de la dama chiflada y del ogro de piel azul yo solo.

De modo que el draconiano no había matado a Maldred todavía. Era una pena. Dhamon se incorporó sobre los codos y volvió la cabeza para erradicar un dolorcillo que sentía en el cuello.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Ragh, inclinándose más sobre él.

Había auténtica preocupación en la voz del sivak, y aquello angustió a Dhamon.

—Estupendamente… —respondió; luego añadió con sinceridad—: Bastante dolorido. ¿Me sacaste tú de la ciudad? ¿Dónde está Fiona?

«Y ¿dónde está Maldred?», se preguntó también.

—Dolorido; te sientes dolorido. Sin embargo ¿te sientes bien aparte de eso?

Dhamon frunció el entrecejo y alzó la mano derecha para apartar a Ragh y levantarse; pero entonces se detuvo y tragó saliva. El dorso de la mano derecha estaba cubierto por completo de escamas, y también aparecían escamas del tamaño de perlas en la muñeca. Contempló boquiabierto el brazo, que estaba totalmente tapado por escamas del tamaño de monedas de acero; el brazo izquierdo estaba igual, aunque las escamas no se habían extendido aún a la mano. Tocó las placas del brazo, y sólo cuando apretó con fuerza sobre ellas percibió una muy ligera sensación.

—¡Por los dioses desaparecidos!

Se puso en pie de un salto, y descubrió a Fiona y a Maldred, no muy lejos, que lo observaban cautelosos. Se alejó de ellos para dirigirse al otro lado del tronco del sauce, y Ragh lo siguió.

Dhamon sabía que las escamas se estaban propagando, pero lo hacían a demasiada velocidad, y daba la impresión de que apenas le quedaban unas horas antes de que la transformación en ¿qué?, se hubiera completado. Puede que no tuviera ni tiempo de enfrentarse al Dragón de las Tinieblas. Comprobó el resto del cuerpo. Las piernas estaban cubiertas casi por completo de escamas; todas ellas del tamaño de monedas a excepción de la grande que lucía en el muslo. También tenía escamas en el estómago y el pecho, y al palparse el cuerpo, descubrió varias en la espalda.

—Tienes… más en el cuello —le indicó Ragh.

Dhamon levantó la mano y se tocó la garganta, donde las láminas eran como un collar de estrangulamiento que descendía hasta los hombros. Hizo corretear los dedos por el rostro, y localizó unas cuantas más en la mejilla, y una en la frente. ¿Acaso el Dragón de las Tinieblas había acelerado el maldito proceso mágico como venganza? ¿Se había enterado de que Dhamon se resistía a enfrentarse a la Negra?

Se recostó en el árbol y cerró los ojos, embargado por una sensación de impotencia. Siempre se había enorgullecido de ser fuerte. Solo en la vida, su única familia auténtica habían sido los Caballeros de Takhisis, y en aquel entorno no existían las carantoñas ni los arrumacos. Ser fuerte, independiente, intrépido y con empuje: eran las cualidades que habían determinado su vida; pero en ese momento, todas ellas lo habían abandonado.

Si Riki estuviera allí lo abrazaría, le diría que todo iba bien, que encontrarían un remedio a todo aquel sufrimiento. Le estaría mintiendo, pero él habría agradecido sus palabras y entusiasmo, como no lo había agradecido nunca antes, cuando ella estaba a su lado. Palin; ése era otro que se habría deshecho en atenciones para con él, habría hurgado y pinchado y realizado algún esfuerzo por remediar la situación, para a continuación empezar a estudiarlo como si se tratara de un ejemplar de su laboratorio. Maldred… el amigo que Maldred había sido… Maldred acostumbraba enfurecerse contra el mundo en su compañía. Pero ninguna de aquellas personas estaba allí en esos momentos, y tampoco los había apreciado mucho. Tenía que enfrentarse a esa crisis él solo.

«¿Cuánto tiempo me queda antes de que mi alma desaparezca?».

Dhamon abrió los ojos y se regañó, y a continuación empezó a luchar contra la angustia y a sustituirla por cólera. Sería mejor que el condenado Dragón de las Tinieblas acelerara aún más la magia, se dijo, «¡será mejor que me mate deprisa antes de que llegue hasta él!». Sospechaba que ya no existía cura posible para su mal, pero al menos obligaría a la criatura a salvarle la vida a Riki y al niño… y luego se vengaría.

El draconiano se removía nervioso delante de él, deseoso de decir algo pero callado tras la barrera invisible que Dhamon había erigido con su mirada ardiente y reservada.

—Déjame solo, Ragh.

La criatura retrocedió un paso pero siguió allí de pie, estudiando a Dhamon, aunque acabó por desviar los ojos cuando la mirada del otro le resultó demasiado incómoda. Ragh apartó con la mano un enorme insecto que fue a posarse en su pecho, y Dhamon contempló cómo éste se alejaba, y era reemplazado de inmediato por otro.

Dhamon comprendió que el otro sentía las picaduras, en tanto que él no podía. En realidad, ya sólo podía sentir el soplo de la brisa sobre las partes del cuerpo donde no había escamas.

—¿A qué distancia estamos de Shrentak?

—A unos tres kilómetros diría yo, Dhamon, puede que a cinco. Vinimos aquí a toda prisa cuando era de noche, de modo que resulta difícil saber lo lejos que…

—¿Y Maldred?

Ragh cruzó los brazos sobre el pecho.

—Maldred te levantó del suelo cuando te quedaste inconsciente en la calle. Dijo que teníamos que darnos prisa y abandonar la ciudad antes de que Nura regresara con refuerzos. Fiona y yo empezamos a discutir con él, pero entonces… —El draconiano se removió inquieto—. Todo quedó en silencio. Quiero decir todo. Las luces que ardían en las ventanas empezaron a apagarse; los borrachos desaparecieron. No se movía ni una rata en el callejón. Maldred dijo que la naga tenía aliados en la ciudad y que no sería prudente quedarnos; así que dejamos de discutir y lo seguimos. Si he de decir la verdad, creo que Maldred te ayudó, nos ayudó a todos, a salir de un buen apuro.

Dhamon se frotó la espalda contra el tronco; allí no tenía tantas escamas. Echó una ojeada al dorso de la mano derecha, y abrió y cerró los dedos.

—Las… las escamas —empezó Ragh—, empezaron a crecer más deprisa aún, en cuanto quedaste inconsciente, y se propagaron como un negro sarpullido. Maldred intentó usar algo de magia para detenerlas, y creo que al menos, consiguió hacer algo para reducir la velocidad con que brotaban. No detectamos ninguna aparición más después de amanecer.

—¿Dónde está mi alabarda?

—La tiene Fiona, ahora —respondió el draconiano, mirando a su alrededor—. La recogí cuando la soltaste, y ella no la ha abandonado desde entonces.

—He oído a un cocodrilo. El río tiene que estar cerca.

—Un afluente —asintió el otro—. Mi nariz nos conducirá hasta él.

—Yo no huelo el agua.

—Qué raro.

Había una expresión irónica en el rostro cubierto de escamas de Ragh, cuando éste señaló hacia el nordeste.


Dhamon permaneció un buen rato en las limpias aguas, pues no sólo quería deshacerse del hedor, sino que también deseaba permanecer un tiempo lejos de los ojos fisgones de sus compañeros. Al quitarse las raídas ropas, descubrió más escamas: unas cuantas en el empeine de los pies, y bajo los brazos. Cada vez que tocaba una que no había detectado antes, maldecía en silencio al Dragón de las Tinieblas y el día en que se había tropezado por vez primera con la misteriosa criatura. Restregó las ropas y encontró una cierta gracia en el hecho de que, desde que había abandonado a los Caballeros de Takhisis, había tenido grandes problemas para mantener cualquiera de sus prendas intacta durante mucho tiempo. No cejó en su empeño hasta que logró hacer desaparecer de pantalones y túnica casi todo el olor. Entonces, volvió a vestirse, y salió del río.

El dolor persistía en las extremidades. A decir verdad, la sensación había empeorado, convertida en sordas punzadas que encontraban eco en el martilleo que sentía en la cabeza. Si bien resultaba fastidioso, el dolor lo mantendría alerta y enojado, y alimentaría su obsesión por el Dragón de las Tinieblas.

—¡Rig!

Fiona se le acercó corriendo, con la alabarda al hombro y una amplia sonrisa en el rostro.

—He tenido un sueño horrible, Rig. Soñé que morías en Shrentak.

Arrojó el arma a Dhamon, luego lo rodeó con los brazos, abrazándolo con fuerza a la vez que apretaba el rostro contra su pecho. El hombre se removió incómodo.

Detrás de ella apareció Maldred, con las gruesas cejas enarcadas mientras articulaba en silencio la palabra «¿Rig?».

Dhamon no estuvo seguro de por qué lo hizo, tal vez para confundir al mago ogro o quizá porque se le había pegado una parte de la demencia de la mujer a través del ser de Caos, pero lo cierto es que devolvió el abrazo de la dama, y la besó en la frente. Permanecieron abrazados hasta que Ragh empezó a dar vueltas a su alrededor, y Dhamon soltó a la solámnica poco a poco.

—Fue un sueño horrible —repitió Fiona sin resuello—. No puedo perderte jamás, Rig. No deberíamos regresar a esa ciudad espantosa.

—No vamos a regresar a Shrentak, Fiona. Lo prometo.

—Será mejor que cambies de idea —indicó Maldred con un carraspeo—. Échate un vistazo, contempla las escamas. Conozco un camino secreto para entrar en la ciudad, no es agradable, pero es lo mejor que tenemos. Vamos a tener que derrotar a la hembra Negra si es que deseas verte libre algún día de esas escamas. El Dragón de las Tinieblas…

—Va a recibir una sorpresa desagradable —terminó Dhamon—. Ahora vas a demostrar tu amistad llevándome hasta él.

«Ahora poseo una buena arma —pensó a continuación, mientras se echaba la alabarda al hombro—. Una que es magnífica y mágica».

—Dhamon, tienes que avenirte a razones —insistió el ogro—. Vamos a tener que…

El hombre soltó la alabarda, y se arrojó sobre el mago ogro con los dedos bien abiertos. Las uñas se hundieron en Maldred como zarpas, y lo derribaron al tiempo que lo arañaban; antes de que el sorprendido Maldred reaccionara, Dhamon le clavó el codo en el pecho y lo dejó sin aliento. Luego, prosiguió con el ataque, hundiendo un puño en el estómago del adversario. Esto lo aplastó contra el suelo y le permitió seguir asestándole puñetazos una y otra vez.

Finalmente, Dhamon rodeó con las manos la garganta de su antiguo amigo, y los ojos de éste se desorbitaron aterrados.

Gotas de saliva salieron volando de la boca de Dhamon.

—Vas a conducirnos hasta el condenado Dragón de las Tinieblas, y vas a hacerlo ahora.

—Dhamon… —jadeó el mago ogro—, tengo que pensar en Blode.

—No tendrás nada en que pensar, ogro, si no cooperas; porque estarás muerto.

En los ojos del hombre se veía que lo decía en serio, a pesar de los buenos momentos que habían pasado juntos, a pesar de que en una ocasión había considerado a Maldred un hermano, y a pesar, también, de que el grandullón lo había sacado de un buen apuro o dos.

—No podrás hacer nada por tu repugnante y árido país si tu cadáver se está pudriendo en esta ciénaga.

Fiona había recuperado la alabarda, e intervino entonces, con determinación, mientras balanceaba el arma de un lado a otro, hasta apuntar con el extremo en forma de hacha directamente a Maldred.

—Monstruo de piel azulada. Harás lo que Rig quiere, o yo lo ayudaré a matarte.

Maldred miró alternativamente a los dos y asintió, con una clara expresión de dolida resignación en el rostro. Dhamon dejó que se pusiera en pie, y mientras el otro lo hacía, arrebató al ogro la espada de las manos y se la entregó a Ragh.

—Ya es bastante malo que poseas magia —le dijo Dhamon—, pero al menos no vas a tener un arma. Ragh, si le oyes hablar entre dientes o ves que retuerce los dedos, no te importe darle un toquecito con eso. —Alargó el brazo y recuperó la alabarda de las manos de Fiona—. Pongámonos en marcha. Maldred tiene prisa por conducirnos ante el Dragón de las Tinieblas.

—Así te podrás curar, Rig —indicó la solámnica con una sonrisa esperanzada.

—Sí, así me podré curar.

«Y también asegurarme de que mi hijo estará a salvo».

Dhamon la tomó de la mano, mientras Maldred iniciaba la marcha. Ragh se colocó justo detrás del mago ogro, con la espada extendida ante él, apuntando a la espalda del ogro.

Viajaron durante el resto del día en relativo silencio. Fiona hablaba sólo con Dhamon, pero dirigiéndose a él como si fuera Rig todo el tiempo, y el hombre se dijo que la demencia de la mujer también empeoraba. Se detuvieron antes de la puesta de sol en la orilla de un tentador arroyo de aguas claras, y allí, mientras Ragh rondaba amenazador junto a él, Maldred volvió a intentar hablar con Dhamon para convencerlo de que dieran media vuelta.

—El Dragón de las Tinieblas es muy poderoso, amigo mío.

—Sí —admitió él, mientras observaba cómo Fiona se arrodillaba junto a la corriente y se echaba agua al rostro—; todos los dragones lo son. Y yo no soy tu amigo.

—Creo que mantendrá su palabra de curarte y…

—Considero que todos los dragones son falsos, y creo que, en primer lugar, no debería haber aceptado llevar a cabo esta estúpida misión. Malgasté un tiempo precioso. Esa misma noche, debería haber encontrado un modo de atacarlo, conseguir que me curara y obtener una garantía de que dejaría a Riki y a mi hijo en paz.

—Dhamon…

—Tendrás que encontrar tu propio remedio para Sable, ogro. Cambiar un señor supremo dragón por otro es una temeridad. Una idiotez. ¡Oh, sí! El Dragón de las Tinieblas podría detener la propagación de la ciénaga, pero también podría hacer algo peor.

—Nunca es bueno estar bajo la zarpa de un dragón —interpuso Ragh.

Maldred inclinó la cabeza.

—Dhamon, mi gente está desesperada. Tenía que arriesgarme para salvarlos, y ahora me estás arrebatando esa única esperanza.

—Lo siento. —Dhamon contempló a Fiona, que había desenvainado la larga espada y le murmuraba cosas como enloquecida—; hace mucho me enseñaste a mirar sólo por mi bienestar, y fuiste un maestro muy bueno. —Calló, y contempló al mago ogro de los pies a la cabeza—. Pensar que en una ocasión te consideré un buen amigo. Qué estupidez por mi parte. —Su rostro mostró una expresión de repugnancia—. ¿Cuánto falta aún para la guarida, ogro?

—Una hora como mínimo.

—Entonces sigamos. No quiero viajar por el pantano cuando esté oscuro.

Dhamon volvió la mirada hacia el arroyo y vio que Fiona no estaba.


Buscaron a la dama solámnica hasta que ya no se podía ver, y entonces Dhamon obligó a Maldred a crear algo de luz mágica para que pudiera buscar durante un rato más.

Sabían que no se la había llevado ninguna bestia que rondara por la ciénaga, ya que no había señales de lucha cerca del arroyo. Las huellas de la mujer indicaban que ésta sencillamente se había alejado entre la maleza, pero desaparecían de repente al cabo de varios metros, como si la dama se hubiera desvanecido. No había nada que indicara que hubiera trepado a un árbol o vuelto sobre sus pasos, y no había otros rastros cerca de los suyos.

Descansaron brevemente aquella noche pero no encontraron más pistas ni siquiera cuando salió el sol. La llamaron a gritos, pero no recibieron respuesta. Dhamon esforzó al máximo sus intensificados sentidos, y aguzó el oído para intentar oírla, para oír cualquier cosa extraña. Trató de olfatear su aroma, forzó incluso la vista por si conseguía vislumbrarla entre la maleza.

A cada momento se maldecía por no haber vigilado mejor a la solámnica, por no haberla mantenido a salvo, por no haber conseguido rescatar a Rig en Shrentak.

Era pasado el mediodía cuando Ragh, tirándole de la túnica, dijo:

—No vamos a encontrarla, Dhamon. O bien Fiona no desea que la encontremos o bien algo la ha devorado. En este lugar yo diría que lo último es lo más probable.

—No, la encontraremos, amigo mío.

Dhamon se interrumpió. Nunca antes había llamado «amigo» a Ragh, pero el draconiano no lo había traicionado, como Maldred, y, por lo tanto, el sivak era lo más parecido a un amigo que tenía en esos momentos.

—Tenemos que encontrarla, Ragh.

El draconiano agarró la muñeca izquierda del hombre y obligó a éste a contemplar su propia mano. Todo el dorso estaba cubierto de escamas, y otras más diminutas decoraban la mayoría de los dedos.

—¿Cuánto tiempo más te puedes demorar?

A Dhamon las extremidades le dolían aún terriblemente, y todo era por culpa de la infame magia del Dragón de las Tinieblas.

—No lo sé.

—Bueno, amigo mío, pues yo sí sé que si no seguimos tras el Dragón de las Tinieblas pronto, no le servirás de nada a Fiona; incluso aunque siga viva. No le servirás de nada a la criatura que no dejas de mencionar, y desde luego no podrás hacer nada por ti. Es posible que acabes teniendo el aspecto de un drac deforme, y el primer espadachín que se cruce en tu camino intentará partirte en dos.

Dhamon se sentía extrañamente más fuerte que el día anterior, y sus sentidos se habían vuelto más agudos aún. Hundió el extremo del asta de la alabarda en la tierra, miró a su alrededor para asegurarse de que podía ver a Maldred, y luego se pasó la mano por los cabellos húmedos de sudor.

—De acuerdo. No buscaremos más. Por ahora. Creo que seguiré tu consejo, Ragh. He descubierto que sigo a menudo tus consejos, amigo mío.

—Supongo que eso te molesta. —Ragh le dedicó una excepcional sonrisa torcida—. Llevo mucho tiempo por ahí, Dhamon. Tengo muchos consejos que puedo ofrecer, si lo deseo. Ahora, pues, vayamos en busca de ese Dragón de las Tinieblas antes de que siga el dictado de mi corazón y me separe de ti.


Debido a que habían recorrido varios kilómetros en búsqueda de la solámnica, tuvieron que andar hasta pasado el amanecer del día siguiente para regresar sobre sus pasos y llegar a la enorme entrada, oculta por hojas de sauce, de la cueva que Maldred identificó como la guarida favorita del Dragón de las Tinieblas. No le resultó especialmente familiar a Dhamon, pero también era cierto que había estado allí de noche la vez anterior. Un rápido registro descubrió huellas antiguas: de Dhamon, de Ragh, de Fiona y de Maldred. Sí, ése era el lugar. Pero había unas huellas mucho más recientes; eran pisadas más pequeñas, que correspondían a una criatura.

—La naga. —Dhamon se apresuró a entrar en las profundidades de la cueva—. Ragh, no pierdas de vista al ogro.

La caverna era muy oscura y la atmósfera estaba cargada de peculiares olores fétidos. El draconiano entró detrás de Dhamon, empujando a Maldred.

—Luz —ordenó el sivak—, y conozco cuáles son los ademanes propios de ese conjuro, de modo que no intentes nada más.

Maldred ahuecó la mano y agitó los dedos, mientras farfullaba unas cuantas palabras a toda prisa en una lengua antigua. Un globo de brillante luz hizo su aparición. El draconiano sostuvo la enorme espada en una mano, ahuecó la otra, e imitó a Maldred; otra reluciente esfera se materializó de la nada, y flotó sobre sus cabezas, siguiéndolos.

—Yo también poseo un poco de magia, ogro. De modo que ten cuidado. —Ragh esperó una reacción de sorpresa por parte de Maldred, pero no la obtuvo.

—Le enseñé ese conjuro a un kobold, Ragh. A un kobold. Es magia sencilla.

Ragh le dio un golpecito con la punta de la espalda.

—Muévete, ogro.

Alcanzaron a Dhamon, que se había adentrado aún más en la cueva, hasta un punto por el que no corría aire.

—Nura llegó aquí primero y advirtió al dragón. Ahora nos encontramos los dos en un aprieto, Dhamon. Tú no conseguirás que te curen, y el pantano engullirá mi país.

—Tal vez —repuso él, mientras escudriñaba las partes más recónditas de la cueva—; pero este lugar es mucho más extenso de lo que creí en un principio.

No detectaba ningún indicio de la presencia del dragón, ni el más ligero movimiento en el aire producido por el pernicioso aliento de la criatura, ni tampoco el menor resplandor de sus ojos opacos. Tampoco olía a la naga, que despedía un característico olor almizcleño que él había guardado en su memoria.

—Veamos hasta dónde llega.

—No va a ninguna parte —indicó Maldred.

El mago ogro había estado allí unas cuantas veces y creía conocer toda la extensión de la cueva, pero, de todos modos, dejó que el draconiano lo empujara.

La gruta serpenteaba, y se hundía cada vez más en la tierra. El aire se tornó más frío y más repulsivo, y llegaron a una sala repleta de esqueletos de cocodrilos gigantes, lagartos enormes y otros animales. Algunos estaban medio devorados y putrefactos, cubiertos por una alfombra de insectos que se daban todo un festín a su costa, otros no eran más que viejos huesos blanqueados por el tiempo.

La senda de la cueva siguió descendiendo en zigzag, cada vez más estrecha, y Dhamon no dejó de seguirla, a pesar de comprender que el dragón no podía de ningún modo pasar por allí.

—Dhamon, esto carece de sentido.

—Calla, ogro.

—Deja de llamarme así.

Dhamon giró en redondo. La luz que emanaba de la esfera luminosa que flotaba por encima de Maldred, proyectaba sombras ascendentes a lo largo de los planos y ángulos de su amplio rostro azul.

—Eso es lo que eres, ¿no es cierto, ogro? Por ese motivo me traicionaste, porque eres un ogro. Porque tenías que hallar un modo de salvar a tu precioso país de los ogros. Bien, ogro, como has dicho, no sirve de nada, y tus territorios no van a salvarse, ¿verdad?

«Y tampoco mi hijo si no consigo localizar al condenado Dragón de las Tinieblas», añadió mentalmente.

—Lo siento.

—A lo mejor, si hubieras venido a mí como un amigo, yo te habría ayudado. Quizá habría penetrado directamente en la guarida de Sable, con el contingente armado que hubiéramos conseguido reunir. Tal vez lo habría hecho por el Maldred que creía conocer; pero no por el ogro que no puedo soportar. No por el ogro que puso en peligro a mi hijo y que es, al menos, responsable en parte de que Fiona ande vagando a ciegas por alguna parte de este miserable pantano.

Finalizada la perorata, se dio la vuelta y empezó a desandar el camino.

—Dijiste que éste era el cubil favorito del Dragón de las Tinieblas. ¿Dónde se encuentran sus otros escondites? —prosiguió al poco.

Maldred no respondió hasta que Ragh le propinó un fuerte empujón con la espada.

—Nura me dio a entender que existen unos cuantos, pero nunca se me ha hecho ir a ningún otro.

—Así pues ¿adónde iría el dragón?

Dhamon recordó la cueva situada en lo alto de las montañas donde encontró por primera vez a la criatura. Tal vez estaría allí, pero esperaba que no fuera así. Había tropezado con el lugar por casualidad y no tenía modo de volver a encontrarlo.

—No lo sé.

—Eso no es suficiente. —Aquello lo dijo Ragh, que observaba a Dhamon con cautela.

Éste avanzaba a tientas, palpando una pared que era una mezcla de tierra y piedra. El draconiano dio un codazo a Maldred para que se aproximara, y las dos esferas de luz mostraron un pasillo lateral.

—Me ha parecido notar una corriente de aire.

El pasadizo era demasiado estrecho para que pasaran los tres a la vez, y al cabo de unos cuantos metros fue a dar a una escalera natural que ascendía hasta perderse en la oscuridad. Desde luego, el dragón no habría podido pasar por allí, decidió Dhamon, pero la naga podría haberlo hecho, y si ella había ido por allí, tal vez debería dejar que aquella criatura lo condujera hasta el dragón.

—Dhamon —advirtió Ragh.

—Lo sé, pero ¿se te ocurre una idea mejor en este momento?

Sin esperar una respuesta, Dhamon se introdujo en el pasadizo y empezó a ascender los peldaños. Los otros dos lo siguieron, en fila india, con el draconiano en la retaguardia para empujar a Maldred. A Dhamon le dolían las piernas con cada peldaño que subía y sentía una sensación abrasadora en la espalda, que sospechó la producía la aparición de más escamas.

—¡Malditos sean todos los dragones del mundo! —exclamó al sentir un martilleo en la cabeza.

Los escalones estaban desgastados en varios lugares, y un hilillo de agua discurría por ellos hasta desaparecer en el interior de una amplia grieta. Los globos de luz mostraban asideros aquí y allá, y también tallas y dibujos deteriorados. Dhamon recorrió el contorno de uno con el dedo. Parecía la imagen de una especie de draconiano o tal vez un bakali, y se veía a una criatura más pequeña de hocico bulboso que la sobrevolaba. Las otras criaturas resultaban demasiado borrosas para distinguirlas.

El tramo final resultó muy estrecho. Dhamon estaba a punto de salir a una estancia de roca tallada, cuando notó que el suelo cedía bajo sus pies, y con reflejos veloces como el rayo, dio un salto al frente, rodó y volvió a ponerse en pie justo en el mismo instante en que Maldred se abría paso a través del umbral y perdía el equilibrio, aunque extendió los brazos en el último minuto para sujetarse y no caer por una enorme abertura. El mago ogro miró al suelo y descubrió unas afiladas púas de hierro unos metros más abajo. Pasó deslizándose, mientras Ragh ponía los pies con cuidado en la estancia, sin despegar los hombros de la pared.

El suelo estaba cubierto de baldosas, alternativamente de pizarra y de mármol rosa con vetas negras, sobre las que se había depositado una gruesa capa de polvo que hacía que parecieran borrosas. Dhamon empujó a Maldred con el extremo del mango de la alabarda, y encontró otros dos puntos más que cedieron, y dejaron al descubierto púas al final de cada profunda sima.

—¿Por qué tendría que subir Nura aquí? —se preguntó Maldred en voz alta.

Con un veloz ademán y unas cuantas palabras alteró su esfera luminosa, que tornó mayor y más brillante. Detrás de él, Ragh hizo lo mismo, y la luz de ambos globos mostró una habitación hexagonal repleta de bancos y estanterías y con media docena de nichos en sombras.

Dhamon se acercó poco a poco, comprobando cada baldosa del suelo con la alabarda. Encontró otra que estaba suelta, pero ésta, en lugar de desplomarse al interior de un foso de estacas, dejó escapar una abrasadora llamarada azul en cuanto la tocó.

—La guarida de un hechicero —escupió Dhamon—. Un maldito hechicero diabólico si queréis mi opinión.

No obstante, siguió dando vueltas, sin dejar de estudiar el lugar.

Ragh se apartó de Maldred, sin perder de vista al mago ogro. Utilizaba la enorme espada para empujar las piedras, y empleaba los extraordinarios sentidos draconianos de que estaba dotado para detectar cualquier cosa extraña.

—Dhamon. Huelo a magia que sigue activa.

—¿Activa? —Maldred dedicó al sivak una mirada de incredulidad.

Ragh movió una zarpa en dirección a una mesa repleta de objetos.

—Es magia antigua pero todavía conserva algo de energía. Es una especie de protección, creo.

El mago ogro enarcó una ceja e hizo intención de decir algo, pero Dhamon lo interrumpió.

—Cállate. No confío en ti, ogro.

El aludido le dedicó una mirada furiosa.

—Deja que lance su hechizo —indicó Ragh—. No puede hacer daño, y a lo mejor servirá de ayuda.

Maldred reanudó su farfullado conjuro. Había cierta melodía en las palabras, aunque se trataba de una discordante, y cuando esas palabras adquirieron velocidad, aparecieron unos dibujos refulgentes sobre un banco de trabajo, en el aire, frente a una estantería elevada, en una docena de puntos del suelo y a varias alturas en el interior de los nichos.

—Muchas protecciones —comentó el draconiano.

—Y ¿qué? —quiso saber Dhamon.

—Trampas mágicas —explicó Maldred—. Hechizos para atrapar intrusos; para herirlos o matarlos. A lo mejor son demasiado viejos. No han hecho nada de momento, pero no sé lo que se supone que deben hacer.

—¿Puedes destruir su magia? —preguntó Ragh.

—¿Pensaba que tú poseías algo de magia? —se mofó el mago ogro—. ¿Por qué no lo haces tú?

—Esto no aparecía en ninguno de los libros de conjuros que estudié —replicó el otro, malhumorado.

—Apostaría a que jamás has visto un solo libro de conjuros.

Maldred empezó a canturrear, y Dhamon se le acercó, listo para usar la alabarda si el hombretón intentaba cualquier cosa sospechosa. Aquella cancioncilla mágica era más compleja y dilatada; pero tras unos cuantos minutos, los refulgentes símbolos empezaron a desaparecer, y cuando Maldred finalizó, todos excepto tres habían desaparecido, y aquellos tres se encontraban muy altos en los nichos.

—No puedo romper ésos por algún motivo —murmuró el ogro, que tenía la frente empapada de sudor, lo que indicaba que el hechizo le había supuesto un considerable esfuerzo—. Apartaos de esos huecos. Ya os he dicho que no sé lo que hacen esas protecciones. A lo mejor producen más de esas llamas azules, o puede que cosas peores. Probablemente peores. No consigo identificar la magia.

—Porque es antigua —dijo Ragh.

—Y por lo tanto peligrosa —añadió Dhamon, que había perdido a un amigo, un desastrado kobold llamado Trajín, por culpa de la magia arcana, por culpa de un estanque hechizado que había pertenecido a hechiceros Túnicas Negras algunas décadas o siglos atrás—. Hemos perdido el tiempo. Vayamos…

—A lo mejor no.

Ragh ya no se acordaba de Maldred. El draconiano se había acercado y estaba absorto en la contemplación de unos pequeños objetos depositados en una estantería. Los tomó en la mano libre y los colocó sobre una mesa; luego, se inclinó sobre el tablero y sopló, en un intento de eliminar una parte del polvo, tras lo cual, regresó al estante y recogió más objetos.

Dhamon empujó al mago ogro hacia allí, aunque el enorme ladrón se mostró reacio a acercarse a los curiosos objetos.

—¿Qué has encontrado, Ragh?

—Esto y aquello. No conozco los nombres. Sin embargo, estoy seguro de que un hechicero sabría qué nombres darles. Son cosas; he encontrado cosas mágicas.

Empezó a extenderlas por la superficie. Eran estatuillas talladas en madera del tamaño del pulgar de un niño, y todas representaban a una mujer con una amplia túnica.

—Hay una palabra tallada en la parte inferior de cada una. «Sabar». Podría ser el nombre de quien las talló, aunque también podría tratarse del nombre de la mujer. Siento un cosquilleo en los dedos, de modo que puedo asegurar que hacen… algo mágico.

—Bien, y ¿qué hacen? —Dhamon empezaba a perder la paciencia, pues se le agotaba el tiempo.

El draconiano se encogió de hombros, y miró a su alrededor hasta que encontró una bolsa de cuero. Introdujo las figuras en su interior.

—Tendré que averiguar que hacen más tarde.

Hurgó entre el resto de objetos, que incluían un adorno para el pelo de marfil, un grueso anillo de jade, que deslizó en el más pequeño de sus afilados dedos, y varias esferas redondas de cristal y cerámica.

—De acuerdo, coge todo eso —indicó Dhamon—. A lo mejor resultarán útiles. —Localizó otra bolsa de cuero y metió un puñado de polvo dentro como protección para los objetos, por si eran frágiles—. Ponlos aquí dentro, y ten cuidado. Vi a Palin con algo parecido a esas cuentas de cristal. Si son las mismas cosas que recuerdo, estallaban en llamas cuando golpeaban contra algo.

Ragh llenó la bolsa y se la entregó a Dhamon.

—Podría haber otras cosas aquí, también, pero no sé cuánto tiempo deberíamos perder echando un vistazo. Y Maldred…

—¡Ogro!

La mano del hombre salió disparada al frente, pero Maldred estaba fuera de su alcance. El mago ogro se encontraba ante un armario estrecho, cuya puerta yacía rota en el suelo. En el interior había ropas mohosas, pero lo que había en la parte superior del armario lo intrigaba.

—¿Sabes usar un cristal? —preguntó Maldred.

El draconiano se apresuró a acudir, demasiado absorto para prestar atención sobre dónde pisaba, y estuvo a punto de caer por un agujero del suelo cuando cedió otra baldosa. El ogro gruñó y tiró de él hasta terreno más firme.

—A lo mejor puedo averiguar cómo usarlo —siguió Maldred, estirándose para alcanzar el cristal situado encima del armario—. Hace bastante que no veía uno de éstos. Un viejo amigo mío, un sanador de Bloten llamado Sombrío Kedar, había tenido uno. —Lo bajó con reverencia y lo colocó con cuidado sobre la mesa.

Dhamon había oído hablar de bolas de cristal, incluso había visto a Palin encorvado sobre una en una ocasión. Ésta era mucho más pequeña que la de Palin, aproximadamente del tamaño de una naranja, y descansaba sobre una base que tenía el aspecto de una corona en miniatura cubierta de alhajas. Fueron las gemas las que atrajeron su atención, pues refulgían incluso a través de las telarañas y el polvo: rubíes y jacintos, engastados todos en oro. Había una palabra escrita en filigrana de plata, en el punto donde la base tocaba la bola: «Sabar».

—Una vez más… Sabar —dijo Maldred mientras leía el nombre en voz alta.

—Pues sí, criatura sagaz —susurró una profunda voz lírica.

La voz los cogió a todos desprevenidos, y el mago ogro estuvo a punto de derribar la bola del pedestal en su asombro.

—¿Sabar? —repitió.

—Sí, criatura sagaz.

Pegó el rostro al cristal, y distinguió volutas de pálido color lavanda que se entrelazaban en ingeniosos dibujos.

—¿Qué clase de bola de cristal es? —Ragh se aproximó más.

Maldred encogió los inmensos hombros.

Dhamon también se inclinó sobre el objeto, curioso pero a la vez impaciente por ponerse en marcha. No creía que la mejor bola de cristal del mundo pudiera serle de mucha utilidad si tenía que enfrentarse al Dragón de las Tinieblas, y pensó que sería mucho más conveniente seguir tras las huellas de Nura.

Maldred alzó la cabeza, luego volvió a bajar la mirada rápidamente hacia el cristal.

—Las bolas de cristal las crearon hechiceros hace mucho tiempo para hacer toda clase de cosas. Se supone que algunas mostraban el futuro, pero Sombrío decía que eso era sólo una falacia. Algunas se podían usar para contemplar lugares lejanos, y otras podrían… —alzó los ojos, y esta vez atrajo deliberadamente hacia él la mirada de Dhamon— encontrar cosas perdidas.

Dhamon apuntó al cristal con un dedo.

—Úsala —exigió—. ¡Haz que localice a Fiona! Que encuentre a mi hijo. ¡Consigue que encuentre al Dragón de las Tinieblas!

—Si puedo.

—Será mejor que lo consigas, ogro. —La amenaza estaba bien presente en la voz de su antiguo amigo.

Maldred suspiró profundamente y juntó las yemas de los dedos de ambas manos, unas contra otras, frente a la esfera. Cerró los ojos y proyectó la mente, tocando el cristal sin tocarlo de un modo físico, aunque sintió su frialdad y oyó cómo zumbaba suavemente cada vez que acariciaba su piel. Entonces, sintió el contacto de los zarcillos de color lavanda, aspiró su aroma y percibió el perfume de la flor silvestre de aquel nombre. Era embriagador. Una mujer apareció en medio de las neblinas, ataviada con ropas de un morado oscuro y coronada por una tiara parecida a la que servía de base a la bola de cristal. Tenía un cierto parecido a las estatuillas, hermosa y exótica.

—Sabar —murmuró Maldred.

—Criatura sagaz, tú me llamas y yo acudo. —La mujer inclinó la cabeza—. ¿Qué puede mostrarte mi humilde persona?

Dhamon y Ragh observaban llenos de admiración, mientras que a Maldred le temblaban las rodillas debido a que el cristal le extraía energía para llevar a cabo su magia. El semblante de la mujer se fue iluminando a medida que el mago ogro se debilitaba. Los ojos de la figura centellearon como esmeraldas perfectamente talladas.

—Sabar, muéstrame…

En primer lugar quería ver Blode, comprobar la situación en el reino de su padre y cómo se propagaba la ciénaga que amenazaba con consumir su tierra natal, pero sabía que aquello tendría que esperar. Ya habría tiempo para eso más tarde, confiaba, cuando Dhamon estuviera ocupado.

—El Dragón de las Tinieblas —dijo el mago ogro—; la bestia que hizo su cubil en la cueva situada aquí abajo…

—… y que no conocía mi existencia en esta sala —finalizó la mujer.

—Sí —repuso Maldred, sorprendido ante aquella información—. Ese dragón.

La mujer giró sobre sí misma como una danzarina, y el oscuro color morado de sus ropas revoloteó en el aire para adoptar el aspecto de una flor en rotación, que removió la bruma color lavanda e inundó el cristal con un remolino de humo morado. Se produjo un fogonazo verde, los ojos de la mujer pestañearon, y entonces el humo desapareció y una caverna se materializó en el interior de la pequeña esfera.

Dhamon y Ragh empezaron a hablar muy nerviosos, pero Maldred empujó sus palabras a un lugar recóndito de su consciencia, para concentrarse en la magia de la bola. El cristal le seguía arrullando, y él le imploró que le mostrara más cosas.

La imagen de la esfera cambió, y la visión pasó al interior de la cueva, para mostrar zonas que estaban a oscuras pero sumamente distintas a la abertura de la cueva. La piedra allí era anaranjada y marrón, y también estaba seca. No había ni un atisbo de musgo y tampoco agua estancada. No tardaron en distinguir a un enorme Dragón de las Tinieblas tumbado en el fondo de una estancia de elevado techo abovedado. La criatura abrió los ojos con un parpadeo, y Maldred instó a la mujer de la bola de cristal a retroceder. No podía arriesgarse a que el dragón descubriera que lo espiaban, ya que los seres mágicos tenían la capacidad de usar la magia para averiguar quién los miraba a través de un cristal vidente.

La imagen volvió a cambiar, y mostró el exterior la cueva, para, a continuación, enseñar la montaña en la que estaba asentada ésta.

—¿Dónde se encuentra esa guarida? —preguntó Maldred.

Toda la cordillera apareció entonces, luego una cima en concreto, con un afluente de un río a lo lejos, y una hilera de árboles larguiruchos, todos ellos rasgos característicos del paisaje.

—Throt —añadió con voz ahogada—. El dragón tiene que estar en Throt.

—¿Puedes encontrar el lugar?

Dhamon se inclinó más cerca del mago ogro, y se sujetó a la parte superior de la mesa, con los ojos fijos en el cristal, mientras sentía cómo las piernas se le doblaban. Throt se hallaba muy lejos de donde estaban, y estaba seguro de que su cuerpo quedaría totalmente cubierto de escamas mucho antes de pudieran llegar a aquel otro cubil; también estaba seguro de que para entonces ya había muerto, y su alma se habría desvanecido.

—Sí. —Maldred se tambaleó, apoyado en la mesa, pues el cristal absorbía sus energías.

—Y mi hijo. Pregúntale por mi hijo.

El ogro recordó el estanque vidente de los Túnicas Negras que le había robado la vida a Trajín, y se preguntó por un instante si la bola de cristal no acabaría matándolo.

—El hijo de Dhamon —inquirió Maldred.

La mujer del cristal obedeció, y sus ojos brillaron con mayor intensidad mientras absorbía más fuerza vital del ogro. El ser de la bola mostró el mismo poblado que el Dragón de las Tinieblas les había enseñado en su pared de niebla, pero de día ahora, y se veía en él a humanos yendo de un lado a otro para atender las diferentes tareas de un día cualquiera. Había unos cuantos elfos mezclados con ellos, y Dhamon descubrió a Varek, el esposo de Riki, hablando con un joven elfo.

—Riki y mi hijo —insistió.

Maldred hizo rechinar los dientes y volvió a preguntar al cristal. Su propia mente lo impulsó entonces a través de la bruma color lavándula al interior de un pequeño edificio donde la semielfa de cabellos plateados estaba sentada en una silla de respaldo recto, amamantando a una criatura.

Dhamon sujetó con más fuerza el borde de la mesa y observó la escena con atención, deseoso de memorizar cada detalle del rostro del bebé; de la criatura inocente a la que tal vez no llegaría a conocer jamás. A diferencia de él, el niño tendría una familia, una madre y un padre… incluso aunque Varek no fuera su auténtico padre.

—¿Están a salvo? ¿Dónde están los hobgoblins?

Maldred volvió a transmitir el mensaje y sus energías al cristal, y la visión se trasladó a las afueras de la población, donde estaban acampados los hobgoblins. No se veía a tantos, pero esta vez Dhamon localizó a tres caballeros negros.

—El dragón podría haberse tirado un farol —indicó Dhamon.

No estaba seguro de que la criatura estuviera aliada con los caballeros negros, porque de ser eso cierto, el ser podría haber desplegado a una legión de aquellos caballeros contra Sable, o al menos ofrecer un contingente de ellos para que acompañaran a Dhamon.

—Los hobgoblins están con los caballeros negros, no con el Dragón de las Tinieblas —continuó.

—¿Así que el dragón mentía? —dijo Ragh pensativo—. ¿No podía amenazar realmente a tu hijo?

—Tal vez —intervino Maldred, con voz débil—. Quizá no sean los ejércitos del dragón, pero puede que tengan algún acuerdo con él para ayudarlo en sus siniestros propósitos.

—Pero todavía están vivos —repuso Dhamon—. Riki y mi hijo. Pregunta… ¿dónde está ese pueblo?

El mago ogro pasó el ruego a la mujer de la bola de cristal. El pueblo encogió, y entonces les dio la impresión de estar volando por encima de la población.

—Este lugar se encuentra también en Throt… —explicó Maldred al cabo de unos instantes; la visión se elevó más por encima del terreno, y él añadió—: En Haltigoth, creo. A muchos kilómetros de distancia de la nueva guarida del Dragón de las Tinieblas.

Hizo intención de apartarse de la mesa, pero Dhamon lo sujetó, apretando una mano contra la parte central de su espalda.

—Una cosa más —dijo—. También quiero que preguntes a la bola de cristal dónde está Fiona.

Maldred lanzó una exclamación ahogada, pero cedió, en parte debido a su propio afecto por la Dama de Solamnia. Era cierto que había jugado con ella, pero no deseaba verla morir por culpa de la locura que la dominaba. Transmitió la pregunta a la mujer de la túnica morada, quien volvió a girar en redondo al mismo tiempo que la imagen cambiaba. En esta ocasión los zarcillos color lavanda perdieron intensidad, luego se quedaron blancos mientras se arremolinaban como nubes; los ojos de la mujer se nublaron y pestañearon, y la esfera no mostró nada.

—Muerta —declaró el mago ogro entristecido—; Fiona debe estar muerta.

Dhamon descargó el puño sobre la mesa, y la bola de cristal vibró violentamente. El hechizo se rompió, y Maldred impidió que la esfera rodara fuera de su pedestal en forma de corona.

—No es culpa tuya —dijo Ragh a Dhamon.

—Sabar —susurró Maldred.

—Criatura sagaz, nos volveremos a ver.

La mujer se perfiló más grande por un instante, extendió las manos en además caritativo, y el ogro se sintió recuperado de inmediato, con toda la energía que se le había quitado devuelta de golpe. El cristal se tornó transparente.

—Muerta —refunfuñó Dhamon.

Fiona, Rig, Trajín, Jaspe, Shaon, Raph, y todos aquellos otros con los que había servido estando con los Caballeros de Takhisis. Camaradas muertos todos ellos. De haber actuado de otro modo en momentos importantes, probablemente habría podido salvar a cada uno de ellos. «Conocerme es arriesgarse a morir», pensó Dhamon.

Pero su hijo no moriría, Dhamon no cometería más errores.

—Vamos a ir a Throt —anunció—. Ahora. Mientras todavía soy capaz de pensar. Mientras todavía mantengo el control de mí mismo.

Registró el armario, y examinó las prendas que contenía hasta que encontró una túnica que le iba bien, y un par de calzas; la túnica la cortó de modo que le llegara justo por encima de las rodillas. Sólo los hados sabían cómo se las arreglaban los hechiceros para moverse dentro de una prenda tan voluminosa. Se vistió a toda prisa e hizo una bolsa con una capa que partió en dos. Esto último se lo arrojó a Maldred.

—Para esa bola de cristal —explicó—. No vamos a dejarla aquí, porque podríamos volver a necesitarla.

El mago ogro depositó con cuidado la esfera en la improvisada bolsa y la ató a su cinto. Finalmente, tendría una oportunidad de averiguar qué sucedía en Blode.

—De acuerdo, Dhamon, iremos a Throt. Haremos todo lo que podamos… ¡Dhamon!

El hombre estaba doblado sobre sí mismo, y se sujetaba el estómago con ambas manos mientras lanzaba boqueadas. A los pocos instantes, caía de rodillas, presa de violentas convulsiones.

Ragh apuntó a Maldred con el espadón.

—No te muevas. No te muevas hasta que Dhamon se haya levantado y vuelva a estar en movimiento —advirtió el draconiano.

Fue un ataque corto, en esta ocasión, pero terrible; fueron minutos interminables durante los cuales Ragh y Maldred contemplaron cómo Dhamon se retorcía en el suelo por culpa del dolor. El ogro permaneció inmóvil todo aquel tiempo, con la enorme espada apuntando a su corazón. Por fin, un Dhamon tembloroso se puso en pie, y, sin que los tres cruzaran otra palabra más, el trío abandonó con cuidado la estancia llena de vieja hechicería, descendieron despacio por la escalera y atravesaron la apestosa caverna, hasta volver a encontrarse en el exterior, en medio del pantano.

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