19 En la guarida del Dragón de las Tinieblas

Sentía vértigo. El olor de las montañas lo abrumaba: la piedra misma, la tierra y el polvo introducidos entre las grietas, las agujas de pino en descomposición de árboles muertos, las plumas mohosas de halcones que forraban nidos invisibles. Se dio cuenta de que habían pasado cabras por allí no hacía mucho, y al menos también un lobo que, sin duda, las seguía. También percibió el aroma de algún animal muerto dentro de una hendidura.

—Un conejo muerto que, tal vez, un búho ha subido hasta aquí —indicó Dhamon, y se dijo que olía incluso al búho, también, sorprendido por la intensidad del almizcleño olor—. El pájaro está devorando el conejo.

Dhamon oía ahora al búho y el raspar de las zarpas mientras desgarraban la carne, el sonido del pico mientras arrancaba los pedazos.

Oyó cómo la brisa removía las agujas de pino, aquéllas que se aferraban tozudamente a pequeños árboles incrustados en grietas rellenas de tierra, y también aquellas otras que habían caído y se arremolinaban sobre la superficie rocosa. Percibió unos débiles golpecitos, y al cabo de un instante se dio cuenta de que debían de ser las pezuñas de las cabras al golpear las rocas. ¿A qué distancia estaban? Sospechó que bastante lejos. ¿Hasta qué distancia podía oír? Chilló un ave, un arrendajo a juzgar por el característico sonido, y se oyó una violenta aspiración que fue más potente que ninguna otra cosa. El ruido vino acompañado de un repugnante olor a sudor y aceite.

—Maldred; me preguntaba cuánto tardarías en alcanzarme.

La respiración del mago ogro era irregular y profunda, y éste no dijo nada. Se dobló al frente, con las manos pegadas sobre las rodillas y el rostro de un azul más oscuro que de costumbre a causa del esfuerzo. Se irguió, por fin, y levantó la mirada para encontrarse con la de Dhamon.

Con los ojos muy abiertos, el ogro estudió a su compañero, luego desvió la vista, y encontró en la ladera de la montaña algo en lo que interesarse.

—Sí, Mal, la magia del dragón sigue cambiándome. —Dhamon alzó una mano al lado izquierdo del rostro; allí ya no quedaba piel humana, sólo escamas—. En el pecho siento como un fuego abrasador, y necesito hacer un gran esfuerzo para mantener a la bestia fuera de mi cabeza. —Elevó la mirada hacia las montañas—. Jamás he tenido miedo a morir, Mal. Ningún hombre escapa a ese destino, así que ¿por qué temerlo? Pero quería ver a mi hijo primero; también quería decir algunas cosas a Riki, disculparme con ella, y con Fiona también…

Maldred abrió la boca para decir algo, y luego se lo pensó mejor.

Dhamon echó a correr otra vez, pues sospechaba que había una entrada a la guarida del dragón por los alrededores. Comprendió que su instinto no lo engañaba a medida que aumentaba la velocidad y el olor de Maldred fue quedando atrás.

La entrada de la cueva era pequeña si se pensaba en el tamaño de un dragón, pero estaba muy bien camuflada, y resultó difícil distinguirla al principio, por lo que dudó de que pudieran descubrirla con facilidad las gentes o criaturas que viajaban hacia el norte desde Throt a Gaardlund o Foscaterra. Mercaderes y mercenarios pasarían ante ella, sin enterarse de su presencia. La ascensión resultó empinada y traicionera; incluso para alguien como él. Ocultando aún más la entrada había un saliente irregular que proyectaba una larga sombra sobre una amplia extensión de rocas afiladas y cuarteadas. En las profundidades de aquella sombra se encontraba la abertura.

El bajo techo habría dificultado bastante el acceso al Dragón de las Tinieblas, y sin duda habría provocado que perdiera unas cuantas escamas de la espalda y el vientre. Tal vez se tratara de una entrada que el leviatán utilizaba en raras ocasiones pero que mantenía en reserva, aunque, al conocer el dragón la existencia de aquel acceso, involuntariamente, había comunicado a Dhamon tal información.

El humano no sabía que, mediante un conjuro, el dragón podía convertirse en una sombra, tan delgada como una hoja de pergamino y que se deslizaba con la suavidad del agua. No sabía que el Dragón de las Tinieblas podía seguir a la mucho más pequeña Nura Bint-Drax, allí donde ésta fuera. Dhamon no sabía que el dragón en realidad prefería ese camino para entrar y salir debido a sus dimensiones reducidas y su lejanía.

—¿Lo ves? ¿Un modo de entrar?

Maldred había vuelto a alcanzarlo y atisbaba en las tinieblas sin ver nada. Se protegía los ojos del sol con una mano, mientras la otra permanecía bien cerrada alrededor del mango de la alabarda. Las manos de Dhamon habían cambiado radicalmente durante la última hora, y ahora eran zarpas, parecidas a las de Ragh, pero con garras más largas y curvas que hacían difícil asir nada. Por ese motivo, Dhamon no había protestado cuando el otro se adueñó del arma que él se había visto obligado a abandonar; tampoco parecía importarle que el mago ogro llevara también la bolsa con las mágicas tallas en miniatura, que él había desechado cuando las ropas le quedaron pequeñas, o más bien habría que decir, cuando su cuerpo las reventó.

—¿La cueva? —apremió Maldred—. ¿La ves?

—Sí —respondió él en un susurro, pero con la voz potente y extraña—. Hay una entrada pequeña. Creo que es la que más nos conviene. Parece demasiado pequeña para un ser así, pero percibo que no está abandonada, como había esperado.

—¿Hay vigilantes?

—Sí; dos, me parece. Eso es todo lo que percibo. Y son parientes tuyos.

En efecto, los centinelas eran una pareja de ogros de gran tamaño, unas bestias toscas y fornidas que montaban guardia en el exterior de la cueva, pero que, no obstante, se mostraban razonablemente aplicados, si se tenía en cuenta su retirado puesto de guardia. Enormes picas terminadas en una doble hacha descansaban apoyadas en la roca cerca de ellos, cada una más grande que la alabarda, y de la cintura de las criaturas colgaban espadones de gruesas hojas y cuchillos largos. Uno llevaba una ballesta. Atados a los enormes muslos había más cuchillos, y sujetas a la espalda llevaban largas aljabas repletas de jabalinas.

—Un arsenal andante —dijo Dhamon, pensativo.

Sabía que podía enfrentarse a los dos ogros, podía enfrentarse a una docena ya; pero podría resultar una pelea ruidosa y alertar al Dragón de las Tinieblas.

No obstante todo aquel armamento, lo que no llevaban era armadura, y ello los hacía vulnerables. No se veían escudos. Cada ogro exhibía un curioso tatuaje que le recorría el pecho desnudo, y cada uno se cubría con un taparrabos hecho con la piel de algún lagarto de gran tamaño.

«No se trata de un tatuaje —observó Dhamon al cabo de un momento—. Son escamas, me parece».

Sí, ahora estaba seguro; eran pequeños grupos de escamas.

—De modo que los ogros son peones del dragón —musitó Dhamon—. Igual que yo.

Se preguntó si acabarían convirtiéndose en dracs o en abominaciones como él. Era consciente de que seguía cambiando, de que se estaba volviendo increíblemente fuerte, y pensaba hacer que el Dragón de las Tinieblas se arrepintiera de aquel error, antes de que su alma abandonara aquel cuerpo grotesco. Se estremeció de sólo pensar en el aspecto que debía tener en aquellos momentos, y echó una ojeada a Maldred. El mago ogro se apresuró a desviar la mirada.

—¿Qué ves, Dhamon? —inquirió el ogro.

—Como te he dicho, veo a una pareja de tus feos compatriotas custodiando nuestro camino de acceso. —Los describió a toda prisa—. No creo que nos hayan visto aún, ya que nos encontramos muy lejos, y parecen muy relajados.

Sin embargo, Dhamon sí podía verlos con claridad merced a su extraordinaria capacidad visual.

»Hay otras dos entradas, la más próxima está al menos a un kilómetro y medio de aquí —siguió Dhamon.

—Probablemente custodiadas por alguien más.

—Sí, mejor custodiadas, apostaría, si son más accesibles. No quiero malgastar más tiempo buscando. Cuento mi vida en minutos ahora, Mal. —Calló unos instantes, mientras se frotaba la barbilla—. ¿Juras que jamás has estado aquí? ¿Que no conoces esta guarida?

Maldred negó con la cabeza, y la blanca melena se enredó alrededor de sus hombros.

—Ya te lo dije, Dhamon, no más mentiras. El dragón me convocó a su cueva en el pantano, y yo sabía que poseía más de un cubil. Se dice que todos los dragones los tienen, y Nura Bint-Drax alardeaba de aquéllos que había visitado. Pero yo jamás he estado aquí.

—Me pregunto si Nura Bint-Drax se encuentra aquí, también. El dragón la prefiere a ti.

—Nadie me prefiere a mí —convino Maldred con un movimiento de cabeza—. Excepto, a lo mejor, mi padre. En cuanto a los dos ogros…

—Supongo que insistirás en que se les perdone la vida, que toda vida ogra es sagrada. Hace unas semanas habría discrepado.

Pero los cambios que tenían lugar en su interior y todas las cosas que le habían sucedido habían hecho sentir a Dhamon que la vida era algo precioso.

—¿Incluso la vida de un ogro es sagrada? —siguió—. A lo mejor tienes razón. Supongo que podría atraerlos al exterior y…

—Son agentes del Dragón de las Tinieblas, como lo fui yo —respondió Maldred, que volvió a sacudir la cabeza—. Y dices que lucen sus escamas.

«Las escamas incurables», pensó Dhamon.

—Si llevan sus escamas, no hay esperanza para ellos.

«Lo que sucede es que no quieres que se conviertan en algo parecido a mí —se dijo Dhamon—. ¿Sabías desde el principio que el dragón no iba a curarme?»

—Vuelve a hablarme de la abertura de la cueva, Dhamon, y sobre el lugar donde se encuentran los ogros.

Mientras su compañero describía la cueva y a los centinelas, Maldred se arrodilló y depositó con cuidado la alabarda en el suelo, para, a continuación, apretar las manos sobre el reseco suelo, hundiendo los dedos. El mago ogro no tardó en empezar a canturrear, una cadencia que Dhamon había oído ya unas cuantas veces. La melodía era sencilla y obsesiva, y llegó acompañada de un resplandor que descendió por los brazos del mago ogro y se esparció por el suelo a su alrededor. La tierra se iluminó al instante y brilló como si fuera un espejo que reflejara el sol.

Dhamon observó mientras el resplandor se desvanecía y la dura tierra se ablandaba y empezaba a ondularse, igual que la superficie de un estanque alterada por una ráfaga de viento. Las ondulaciones eran débiles, pero pudo seguirlas con los ojos mientras, como una flecha, fluían hacia lo alto.

Maldred interrumpió el tarareo para tomar aire con fuerza y bajar el rostro hasta que la barbilla quedó apenas a unos centímetros del suelo. Alteró la melodía para convertirla en algo nuevo para Dhamon, más lenta y grave, discordante y claramente desagradable.

Con su aguda capacidad visual, Dhamon vigilaba la entrada de la cueva a medida que las ondulaciones se aproximaban a ella, inadvertidas, fluían alrededor de los ogros, y se estrellaban contra la pared de la montaña situada tras ellos. La piedra empezó a rizarse y a relucir. La roca se licuó, y entonces la roca líquida cayó sobre los sobresaltados ogros, a los que atrapó y ahogó en cuestión de momentos, antes de que tuvieran la oportunidad de gritar.

Dhamon casi sintió lástima por los ogros, que morían de aquel modo: asfixiados por la magia. No era precisamente un modo honroso de matarlos.

—Ha sido rápido —indicó Maldred, como si leyera sus pensamientos—, y necesario. Si hubieran visto algo…

—El Dragón de las Tinieblas también podría haberlo visto, a través de sus ojos de semi drac.

El mago ogro asintió, y se adelantó cauteloso.

—¿Hasta que parte del interior puedes ver?

—No muy adentro. —Tras un instante, Dhamon añadió—: Aún no, al menos.

Se acercó más y concentró los agudos sentidos en la negra boca y el tenebroso interior, esforzándose por captar cualquier sonido o movimiento.

—No hay nada en el interior.

Necesitaron unos pocos minutos para trepar hasta la entrada de la cueva, ya que Maldred usó su magia de la tierra para que la senda resultara más fácil. Algunos minutos más tarde, ya estaban dentro, y avanzando veloces y silenciosos a pesar del tamaño. No había demasiada luz allí dentro, pero Dhamon descubrió que ello no inhibía su aguda capacidad visual, en tanto que Maldred, que como todos los ogros, podía diferenciar objetos en la oscuridad por el calor que emitían, mantuvo los ojos fijos en la espalda de Dhamon, y siguió a la fiebre que ardía en él.

El olor a ogros era poderoso en el interior, y Dhamon supuso que los que habían eliminado habían estado apostados en la cueva durante bastante tiempo. También otros, decidió al cabo de un instante, ya que el olor a ogro estaba por todas partes. ¿Cuántos más? ¿Estaban en otra parte de ese complejo de cuevas? ¿O se encontraban muy lejos, llevando a cabo algún inicuo servicio en nombre del Dragón de las Tinieblas?

Recorrieron un largo pasillo que no dejaba de girar, y el olor a ogro fue menguando. Muy pronto, el único olor a ogro que Dhamon pudo oler con seguridad fue el de Maldred.

En dos ocasiones, Dhamon tuvo la impresión de que los seguían; oyó algo a su espalda, tal vez eran más centinelas del dragón acechando en escondrijos que él había detectado y despreciado, pero fuera lo que fuese lo que los seguía se mantenía tan atrás que aún no había conseguido captar su olor. Decidió que no podía esperar a hacerlo.

Descendieron más hacia las entrañas de la cueva, sin que Dhamon dejara de vigilar a Maldred de reojo.

De improviso, sintió la presencia del Dragón de las Tinieblas, como un golpecito suave en el fondo de la mente. La criatura intentaba volver a entrometerse en su consciencia, pero Dhamon consiguió repelerla. No creía que el dragón supiera que se hallaban cerca, pero tampoco quería correr riesgos.

—Más deprisa —masculló—. Mal, muévete.

Oyó cómo los pies del mago ogro se movían más veloces, y la respiración de su compañero se tornó más apresurada.

—Más deprisa —repitió, en voz más alta, luego lanzó un juramento al dar un traspié.

Las piernas le ardían y se sentía pesado; notó cómo volvían a crecerle, y se tornaban más gruesas y musculosas aún. Sintió cómo el pecho se tensaba otra vez, y la cabeza empezó a martillearle.

—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad! ¿Durante cuánto tiempo más va a durar este tormento?

¿Durante cuánto tiempo más permanecería su espíritu humano en aquel cuerpo extraño? ¿Le quedaba tiempo para encontrar al dragón? ¿Tiempo para enfrentarse a él? ¿Tiempo para averiguar si habían salvado a Riki y a su hijo?

—¿Cuánto tiempo aún? —musitó, mientras volvía a recuperar el equilibrio y reanudaba la agotadora marcha.

Oyó la fatigosa y sonora respiración de Maldred a su espalda. Al mago ogro le estaba costando mantener su ritmo.

—No tan deprisa —se quejó Maldred, cuando Dhamon dobló veloz una esquina y descendió raudo por una empinada pendiente—. No puedo seguir tu paso.

A pesar de lo mucho que Dhamon prefería no perder de vista al traicionero mago ogro, en esa ocasión decidió que no podía esperar.

—¡Dhamon, ve más despacio!

Era posible, suponía Dhamon, que Maldred le dijera la verdad cuando afirmaba que jamás volvería a mentirle; pero si bien Dhamon quería creerlo, en honor a la íntima amistad que habían compartido en el pasado, no podía permitirse aquel lujo, aquel ansiado acto de fe. Cuando tal vez no le quedaran apenas más que algunos minutos de existencia, no.

El Dragón de las Tinieblas había utilizado sus malas artes en el mago ogro en una ocasión, y si Maldred mantenía aún la esperanza de salvar el territorio ogro, el dragón todavía podría convencerlo de nuevo para que se volviera en contra de Dhamon.

—Dhamon, ve más despacio.

—No puedo.

Dhamon no creía que le quedara tiempo suficiente para poder ir más despacio, ni tampoco era capaz de resignarse a confiar por completo en Maldred. De modo que prácticamente corría ahora, tanto como era posible dentro de los confines de los pétreos túneles, dejando atrás a su antiguo amigo con rapidez mientras avanzaba veloz en dirección a la estancia situada en la zona más inferior, donde sabía que tenía su guarida el adversario.

Debía doblar una esquina más, descender una pendiente más.

Se dijo que se encontraba muy por debajo de la superficie en aquellos instantes y que aún se hundía más en la tierra. El ambiente resultaba bastante más fresco allí, y el aire seco y el polvo del terreno más elevado quedaba sustituido por una humedad impregnada con el aroma del mantillo y el guano. Miró a la derecha, taladrando la oscuridad con los ojos, y vio gotas de humedad sobre la piedra, y también el brillo de una línea plateada. Sí, recordaba aquella línea de plata; la había observado durante su breve conexión con el Dragón de las Tinieblas.

—Me acerco —dijo—. Me estoy acercando.

Sólo le faltaba un corto trecho.

—En efecto —le llegó la respuesta que no había solicitado—; estás muy cerca.

A lo lejos, a la izquierda de Dhamon, irradió un apagado fulgor amarillo, que enseguida creció y adquirió más fuerza, hasta que la luz rebotó en un montículo de objetos con gemas incrustadas, esculturas de oro y armas doradas que se alzaba frente al Dragón de las Tinieblas, que aguardaba allí tumbado. La luz cegó momentáneamente a Dhamon, que había permanecido demasiado tiempo envuelto en una oscuridad total.

Se sintió aliviado, pero también presa de un temerario vértigo, un temor y una esperanza de que tal vez podría aún salvar a su hijo. También se encolerizó al pensar que toda su vida fuera a desembocar en ese final; que todo se redujera a ese único instante, a ese enfrentamiento con su Némesis.

Nura Bint-Drax, con el aspecto de una niña de cinco o seis años de cabellos cobrizos, se hallaban también allí, rondando cerca del Dragón de las Tinieblas. Las zarpas del leviatán estaban extendidas, casi como en una súplica, mientras que la niña Nura se hallaba en pleno proceso de lanzar un conjuro.

Dhamon empezó a avanzar hacia ella, luego vaciló. De pronto, percibió un retumbo bajo las escamas de los pies, y había palabras en el temblor, aunque no consiguió captar algunas.

—Eres hábil —ronroneó el Dragón de las Tinieblas—. Mis sirvientes ogros no se molestaron en advertirme de tu presencia, Dhamon Fierolobo. ¿Los mataste?

—Están mucho mejor muertos —replicó el aludido.

El dragón enarcó la cresta situada sobre uno de los ojos, con expresión curiosa.

Dhamon se aproximó, despacio, con cautela, sin perder de vista a Nura y sin dejar de mantener al dragón a raya, mentalmente.

—Ya he dejado de llamarme Dhamon Fierolobo. Dejé de ser Dhamon Fierolobo cuando desaparecieron los últimos vestigios de mi piel. Ahora no soy más que una criatura repugnante que creaste para destruirla. Un drac, aunque no tan bien formado como los que engendró Sable. No tengo alas, dragón. Sólo muñones. Tu creación ha resultado defectuosa. Soy una abominación.

El dragón rugió, el sonido discordante y metálico como un millar de campanas que repiquetearan, y Dhamon no supo si la criatura reía o expresaba su furia.

—Pero tu creación defectuosa y horrible es fuerte —prosiguió Dhamon, avanzando poco a poco—, y pienso mostrarte hasta qué punto.

Tensó con rapidez los músculos y saltó, pero no consiguió recorrer más que unos cuantos metros antes de estrellarse contra una barrera invisible. Por la amplia sonrisa pintada en el rostro de Nura Bint-Drax, sospechó que ésta había sido levantada por el hechizo de la naga. Sin resuello, Dhamon no pudo hacer nada contra el siguiente conjuro que la criatura le lanzó a toda velocidad.

Un puño inmenso e invisible se abatió sobre él desde las alturas, y lo aplastó contra el suelo de roca, donde lo inmovilizó al tiempo que le extraía el aire de los pulmones.

—Deprisa, amo —indicó Nura, nerviosa—. No puedo retenerlo mucho tiempo, pues realmente es muy fuerte, y parece capaz de combatir mi magia más poderosa.

—Sólo necesito un poco de tiempo Nura Bint-Drax —tronó el dragón en respuesta—. Mantenlo inmóvil, y dominaré su espíritu.

—¡No puedes retenerme! —gritó Dhamon a la naga—, y tú no puedes vencerme.

Apretó las manos en forma de zarpas contra el suelo de piedra y recurrió al odio que sentía, así como a sus energías, para ejercer presión contra aquella fuerza, que cedió sólo ligeramente. Redobló los esfuerzos.

—¡No permitiré que me doblegues, serpiente maldita!

Oyó cómo la roca se agrietaba bajo las zarpas, oyó cómo Nura musitaba palabras de ánimo al dragón, oyó cómo éste pronunciaba alargadas sílabas que le eran desconocidas, y oyó, también, el sonido de unas pisadas. Aspiró con fuerza, y captó el olor del mago ogro a poca distancia. Incluso aunque el ogro llegara a tiempo, ¿lo ayudaría?, se preguntaba Dhamon mientras ejercía más presión aún contra la fuerza invisible de la naga.

¿Conseguiría él mismo alguna cosa?

El dragón proseguía con su extraña recitación. El ruido vibraba contra las palmas correosas de las zarpas de Dhamon, mientras éste intentaba comprender las palabras, que, evidentemente, formaban parte de un conjuro. Dhamon alzó un poco la cabeza y, al volverla, consiguió ver cómo brillaban, misteriosos, los enormes ojos de la criatura. Puntos luminosos centelleaban en las partes centrales, igual que estrellas que se encendían. Al cabo de un instante, el mágico brillo se derramó cómo lágrimas para recubrir el tesoro instalado entre las garras del dragón.

—Deprisa, amo —instó Nura—. ¡Todavía lo tengo sujeto!

—No —gruñó Dhamon, negándose a rendirse.

Consiguió hacer más progresos en su lucha contra aquella fuerza y logró por fin ponerse de rodillas.

—No conseguirás inmovilizarme.

No sabía lo que el Dragón de las Tinieblas intentaba hacer, pero tenía que ser bastante peligroso si requería magia externa, y estaba claro que el montón de tesoros mágicos daba más fuerza al hechizo de la criatura. Dhamon lo había visto hacer en innumerables ocasiones estando con Maldred, con Palin y también la vez en que la señora suprema Roja, Malys, intentó utilizar la energía sobrenatural de objetos arcanos para alimentar su ascensión a la categoría de diosa.

—No puedo dejar que venzas.

—El amo vencerá. —Nura hablaba ahora con su voz de mujer—. Vivirá para siempre, y yo viviré a su lado.

Dhamon no había advertido que se había acercado a él, pero allí estaba ella, a unos centímetros de distancia, con su aspecto de querubín inocente y con las manos ahuecadas como si lo sostuviera en la palma.

—No puedes vencer a mi amo, Dhamon Fierolobo. Harías bien en rendirte y evitarte sufrimientos. La inconsciencia pondría fin a todo tu dolor.

—¡Jamás! —El ahogado grito resonó en las paredes de la caverna—. ¡No me robará el espíritu y me transformará en una infame abominación! ¡No lo hará!

—Ya eres una abominación, Dhamon. Es una lástima que no puedas verte. ¡Resultas mucho más impresionante que bajo tu endeble forma humana, pero eres una abominación! —El rostro de la niña adoptó una curiosa dulzura—. Descansa, Dhamon. Deja que tu espíritu encuentre la inconsciencia. Hazlo más fácil para nosotros y para ti mismo.

—¡Moriré antes de permitir que eso suceda!

Nura lanzó una carcajada, que sonó igual que unas campanillas agitadas por el viento.

—¡Una abominación! Pero, Dhamon Fierolobo, mi amo es misericordioso y no te dejará morir… por completo no. Ocupará tu cuerpo y desplazará tu espíritu, no importa lo mucho que te resistas.

Volvió a reír, con una risa larga y dulce, y cuando se detuvo esta vez los ojos centellearon con una malicia divertida que provocó un estremecimiento involuntario en Dhamon.

Éste siguió luchando contra el invisible campo de fuerza a la vez que rebuscaba en su interior. El horno de su pecho llameaba, y el calor se extendía desde el pecho y el estómago hasta los brazos y las piernas. El calor marcó una cadencia, y mientras Dhamon se concentraba y buscaba en su interior, el latido se convirtió en un tronar en sus oídos.

Clavó las zarpas en la piedra. En la piedra, observó con asombro, pues la fuerza sola de las garras había partido la roca.

—Lo sientes, ¿no es cierto, Dhamon Fierolobo? ¿Lo comprendes por fin? Sabes lo que mi amo está haciendo. Lo que debería haber hecho hace semanas, si tu cuerpo hubiera progresado más deprisa, si hubieras aceptado los cambios antes. Si hubieras conseguido matar a Sable…

—… lo que habría permitido que la energía mágica dispersada por la muerte de la señora suprema Negra alimentara el hechizo del Dragón de las Tinieblas.

Aquellas palabras las pronunció Maldred, de pie en la entrada de la sala, sin dejar de observar con precaución al dragón y a Nura, que rondaba alrededor de Dhamon.

El mago ogro intentó desviar la mirada, reacio a fijar la vista en lo que era la forma definitiva de su compañero, pero no pudo evitar sentirse fascinado por ella. Sus ojos no dejaban de regresar a su antiguo amigo, convertido ahora en una criatura patética y deforme, en una abominación.

—Bien, príncipe —ronroneó Nura—, ya veo que Dhamon se te ha vuelto a escapar. No se te da bien controlar a tu pupilo.

Con un rugido, Maldred se abalanzó al frente, pero también él se golpeó contra una pared invisible. La niña alzó la mano, cuyos dedos centellearon igual que los ojos, mientras la boca pronunciaba palabras que no podía oír. La alabarda mágica se desprendió de la mano del mago ogro, y se elevó por los aires hasta aterrizar en el montón de tesoros que se fundía frente al Dragón de las Tinieblas.

—¿Adónde ha ido a parar tu inapreciable espada, príncipe? ¿Tu maravilloso espadón mágico? ¿El que tu padre te entregó? Y Fiona… ¿dónde está esa arma? ¿La espada que yo había forjado especialmente? ¡Quiero todas esas armas mágicas, y las quiero ahora!

Maldred golpeó con los puños la barrera invisible, luego echó la cabeza atrás y aulló de rabia.

—No dejaré que el dragón venza —masculló Dhamon para sí, sin dejar de empujar.

—Oh, pero sí lo harás. No tienes elección, Dhamon —repuso Nura, devolviendo la atención a éste, al tiempo que se acuclillaba junto a él, fuera de la barrera—. A través de la muerte de Sable o de la magia contenida en los tesoros, en realidad no importa cuál, el amo no tardará en poseer la energía necesaria para hacerse con tu cuerpo.

—Lucha contra ello, Dhamon —gritó Maldred—. ¡Lucha con todo lo que poseas!

Nura agachó el rostro para acercarlo al de Dhamon, y su cálido aliento se filtró a través de la barrera.

—Alimentará el conjuro y desplazará tu espíritu rebelde… y además colocará su esencia en el interior de tu nuevo y hermoso cuerpo de escamas.

—¡No! —chilló Dhamon, tensando los músculos de las piernas.

—El amo se muere, Dhamon Fierolobo —insistió la naga—. La energía de Caos que lo engendró y sustentó se desvanece, pero se renovará a través de tu persona. Vivirá mucho tiempo, porque yo tenía razón al fin y al cabo: tú eres el elegido.

—¡Jamás!

Dhamon presionó heroicamente, y consiguió ponerse en pie. Permaneció allí erguido, mareado y sin fuerzas; y la fuerza invisible siguió apretando, inmovilizándolo.

—Empiezas a comprender, ¿no es cierto? —El tono de Nura era casi conmiserativo mientras echaba la cabeza hacia atrás—. ¿Lo comprendes todo?

—Sí —balbuceó Dhamon, y la voz sonaba cada vez más extraña—. Soy el elegido, ¿no es eso? ¿El único recipiente que tu hinchado amo pudo encontrar para cambiarlo con su magia?

La expresión complacida de la niña titubeó de modo casi imperceptible.

—El único. ¿Verdad? ¿Con cuántos otros hizo la prueba? ¿A cuántos otros manipuló, con cuántos fracasó, qué número de ellos destruyó con su repugnante ambición?

La naga hizo un breve gesto de asentimiento.

—Nuestras pruebas demostraron que eras el único lo bastante fuerte para dominar la magia, Dhamon, gracias a la magia de dragón que ya existía en tu interior.

Debido a la maldita escama que la Roja le había colocado a la fuerza unos años atrás. Dhamon lo comprendió entonces. Gracias a la magia que el Dragón de las Tinieblas y el Dragón Plateado habían usado para romper el control de la Roja. ¡Oh!, claro que sí, poseía gran cantidad de la maldita magia de dragón en su interior.

Nura sonrió mientras observaba cómo su adversario forcejeaba bajo la presión.

—El amo siempre dijo que tu mente era más fuerte que tu cuerpo, pero yo no estaba de acuerdo, aunque realmente eres perspicaz y listo. Es una lástima que tu mente vaya a dejar de pertenecerte. Un pena que toda esa inteligencia…

Las palabras quedaron ahogadas por el poderoso rugido del Dragón de las Tinieblas, que hizo estremecer la caverna. El conjuro se había completado, y los mágicos tesoros se convirtieron en una pálida luz multicolor antes de desvanecerse en la nada. La cueva se iluminó con un estallido de luz, con la fuerza de la nueva magia, y Dhamon sintió cómo una oleada de energía penetraba a raudales a través de la pared invisible, y lo envolvía.

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