4 Gélida desesperación

—Esto no es buena señal.

El draconiano indicó la calle principal con la mano. Las diseminadas matas de maleza marrón tenían un aspecto triste y ralo, como los cabellos de alguien que se está quedando calvo.

—Nada buena.

Los postigos golpeaban a impulsos del viento, y las cortinas ondeaban en las abiertas ventanas. Unos letreros que anunciaban a un zapatero remendón y a un herrero aparecían deteriorados y casi ilegibles, y otros rótulos, calle abajo, estaban tan descoloridos que resultaban irreconocibles y colgaban torcidos, golpeando rítmicamente contra los postes.

Ni un solo edificio parecía bien cuidado. El tejado del establecimiento más cercano, la tienda de un tonelero a juzgar por los barriles podridos y partidos situados ante la fachada, estaba hundido. La pintura de aleros y marcos aparecía agrietada y desconchada, y recordaba las escamas de un pez. En las jardineras crecían malas hierbas, y todo estaba agujereado por la arena que arrastraba el viento, y que parecía una característica de la zona.

Dhamon señaló con el dedo un pozo ladeado situado no muy lejos de un edificio, igualmente torcido, de un solo piso.

—Te equivocas, Ragh. Este lugar tiene algo bueno, y es que al menos no creo que vayas a tener que preocuparte por la reacción de la población ante nuestras escamas.

—No te creía capaz de contar un chiste, Dhamon.

—No lo soy.

Dhamon y Fiona se encaminaron hacia el pozo. El edificio inclinado se cernía precariamente sobre un sumidero recién formado, en tanto que el aro de piedras del pozo se hallaba a punto de desmoronarse debido a la edad y a la falta de mantenimiento, motivo por el cual, cuando Dhamon apoyó una mano sobre una piedra, ésta cayó y él estuvo a punto de perder el equilibrio. El aire era extrañamente gélido en las inmediaciones del pozo.

Observó que Fiona tiritaba, pero la mujer se negó a quejarse. Su compañera no le había dirigido más de una docena de palabras en las últimas horas; aunque sí había conversado con Ragh. El silencioso trato que la solámnica le deparaba resultaba desconcertante, y consideró la posibilidad de intentar soltarle la lengua.

La sed que sentía se impuso, no obstante.

—Espero que el agua esté tan fría como el aire —dijo pensativo.

Olía el agua allá en el fondo, dulce y tentadora, y agarró con avidez la cuerda y el cubo.

—Apostaría a que estás sedienta, Fiona.

La mujer alargó la mano hacia el cubo, y sus ojos brillaron esperanzados al principio, pero enseguida sus labios se torcieron hacia abajo al descubrir que el recipiente carecía de fondo. Lo arrojó a un lado y éste se desprendió de la deshilachada cuerda.

—Encontraré un cubo —le indicó Dhamon—. Tiene que haber algo en esta ciudad que…

La solámnica dio media vuelta, y se dirigió a la tienda más próxima.

—De acuerdo —convino él—. Tú buscarás el cubo.

—Descendería ahí abajo para conseguir algo de beber —manifestó Ragh, ocupando el lugar de la mujer junto al pozo—, si estuviera seguro de que las piedras no iban a ceder.

El draconiano se inclinó sobre el borde y miró al fondo con anhelo. Rozó una piedra con la rodilla, y varias de las colindantes se movieron.

—Creo que un viento fuerte podría derribarlo. —Alzó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Dhamon—. Aquí no debe haber vivido nadie desde hace años.

—Sí, eso es seguro. —Su compañero indicó el sumidero situado detrás del edificio inclinado—. Es evidente que la gente se marchó cuando el terreno se tornó inestable.

—Tal vez. —La expresión del draconiano era dubitativa—. ¿Has echado una buena mirada a la entrada principal de la posada que hay allí?

Dhamon se apartó del pozo, movimiento que provocó que una piedra cayera al agua del fondo, y regresó a la calle principal. La posada mencionada por el draconiano se encontraba unos pocos edificios más allá y en una ocasión debió de resultar bastante impresionante, pues había tenido tres pisos de altura, aunque la mitad del superior había desaparecido. El edificio era una mezcla de madera y piedra, con la piedra pintada de color verde oscuro, si bien sólo quedaban partículas de aquel color. Un banco roto sobre el extenso porche estaba adornado con incrustaciones de trozos de conchas y cuentas de bronce. El letrero, caído y partido en dos sobre los peldaños, proclamaba que su nombre era Hostería La Esmeralda Hechizada. Unos pantalones aleteaban en los peldaños, con el cinturón enganchado en una rendija, lo que impedía que el viento se los llevara. La camisa que los acompañaba estaba atrapada bajo el banco, y también había zapatos y una pipa. Una bolsa de tabaco sobresalía de un bolsillo. Era como si alguien se hubiera quitado la ropa, la hubiera extendido en el suelo, y se hubiera marchado. Mientras Dhamon y Ragh echaban un vistazo, la brisa restalló helada a su alrededor, y el aliento empezó a desprenderse de sus bocas en forma de vaho blanquecino. A continuación, el viento se tornó ligeramente más cálido, lo que les provocó cierta inquietud.

—Tal vez no fueron los sumideros lo que hizo que la gente se marchara —comentó el draconiano, mientras comprobaba la resistencia de los peldaños y ascendía con precaución.

Dhamon oteó la calle, en la que se veían más prendas esparcidas por edificios, escaleras y carromatos volcados, allí donde el viento las había dejado.

—A lo mejor fue otra cosa. Echemos una rápida mirada, consigamos un poco de esa agua y algunas provisiones, y salgamos de aquí.

—Demuestras tener inteligencia para ser un humano. Tampoco yo quiero permanecer aquí más tiempo del necesario. —El sivak dio un suave empujoncito a la puerta para abrirla y asomó la cabeza al interior—. Primero pienso averiguar si esta ciudad tiene un nombre, para intentar descubrir dónde nos encontramos. Tiene que haber mapas en un lugar como éste, y con un poco de suerte encontraré uno. Luego, podemos buscar un modo de salir de aquí y proseguir nuestro camino… en pos de Nura Bint-Drax.

Dhamon siguió con la mirada a Ragh mientras éste se introducía en el edificio, cuya vieja puerta se cerró con un portazo tras el draconiano, y a continuación siguió la calle un poco más allá, en busca de una taberna. Esperaba encontrar jarras para agua, y quizás algunas botellas de bebidas alcohólicas con las que mantener alejado el frío otoñal. Mientras deambulaba, echó ojeadas a las ropas abandonadas y agujereadas por la arena que poblaban la calle. Su camino lo condujo hasta una panadería. Las hogazas de pan que vio tras el escaparate parecían ladrillos descansando sobre un lecho de arena; y si bien había indicios de que algunos insectos se habían dado un banquete con el pan, no había la menor señal de ratas o aves. Atisbando en las sombras, distinguió mostradores en el interior llenos de pastelillos endurecidos por el tiempo, así como un vestido y un delantal descoloridos, unas zapatillas y un sombrero que estaban tirados en el suelo en el centro de la habitación; no muy lejos se veía el vestido de una niña, una muñeca, y lo que parecía el collar de un perro.

—No hay gente, y no hay animales.

Se encaminó al siguiente edificio, uno que años atrás había sido vistosamente pintado con símbolos extraños, y resiguió uno de los dibujos con el dedo. Había visto algo parecido antes, puede que en un volumen arcano que le hubiera mostrado su amigo Maldred. Los restos de una cortina de cuentas tintineaban en el umbral, y el aroma de algo no desagradable surgía del interior. Se dijo que tal vez se trataba de la vivienda de un hechicero, y por lo tanto un lugar que contenía información sobre la extraña ciudad, de modo que olvidó momentáneamente la sed, el hambre y la cautela, y apartó las cuentas para pasar al interior.


Fiona se encontraba en el interior de una tienda de artículos para granjeros y había sujetado la puerta para que se mantuviera abierta y dejara pasar más luz. Las mercancías se hallaban pulcramente expuestas en estanterías que ocupaban tres de las paredes de la estancia, y, aunque en una primera ojeada no vio ningún cubo, sí descubrió una enorme jarra vidriada que se apresuró a coger. Apartó una telaraña y sopló el polvo de una sección de la parte superior del mostrador, depositó allí la jarra, y luego procedió a llenar una bolsa de cuero que había hurtado. En la estantería más próxima había una pequeña vajilla de plata deslustrada y también la añadió a su colecta.

—Dhamon debería estar haciendo esto, debería robar él, no yo —masculló en tono sombrío—. Él es el ladrón. Igual que su amigo ogro, Maldred. Un mentiroso. Mentiroso. Mentiroso.

Inspeccionó con más atención los estantes; había clavos de distintos tamaños, martillos, y todo un anaquel dedicado a utensilios de construcción. También había cuerdas. Eligió una para reemplazar la que estaba podrida en el pozo, y encontró asimismo media docena de faroles y una gran jarra de cristal llena de aceite. Tomó nota, mentalmente, de que debía regresar y llenar un par de los faroles de modo que tuvieran algo de luz cuando el sol desapareciera por completo; lo que sucedería muy pronto, a juzgar por la tenue luz anaranjada que se esfumaba ya de la tienda.

Había unas piezas de tela colocadas cerca del suelo, aunque ninguna le resultó atractiva; parecía un género ordinario y estaban cubiertas de polvo y telarañas. Descubrió un par de cuchillos de monte, y éstos fueron a parar rápidamente a su cinturón. Le servirían hasta que tuviera la suerte de tropezarse con una espada larga. De todos modos, no parecía haber ninguna arma auténtica o escudo allí dentro, por lo que tendría que buscar un armero cuando hubiera bebido hasta saciarse.

Palas, azadas y rastrillos estaban cuidadosamente apoyados tras el mostrador y en el centro de la pared trasera. Había recipientes con etiquetas en las que se leía «judías» «trigo» y «centeno», con cuyo contenido los insectos se habían dado todo un festín. Un barril contenía una masa de cebolletas, tan endurecidas y consumidas que podrían haber pasado por canicas.

Mientras miraba detrás del mostrador, Fiona se estremeció cuando una ráfaga de aire helado penetró en la tienda. Al cabo de unos instantes, el aire se tornó algo más cálido. En medio de la creciente oscuridad, la mujer contempló con fijeza un par de pantalones, una túnica negra y un guardapolvo, depositados, bien extendidos, sobre el suelo con unos zapatos situados en los extremos de los fruncidos dobleces de los pantalones. Un sombrero con alas estaba colocado a unos treinta centímetros del cuello de la túnica, y al final de la manga se veía un cálamo. Era como si el tendero, antes de partir para llevar a cabo algún misterioso recado, se hubiera quitado cuidadosamente las ropas y las hubiera dejado allí.

Debajo del mostrador había una jarra de monedas, casi llena por completo de monedas de acero. Fiona fue a coger el recipiente, pero vaciló.

—Soy una dama solámnica —dijo—; en nombre de Vinas Solamnus, ¿qué estoy haciendo? —Los dedos revolotearon dubitativos sobre la jarra—. Si al menos Rig estuviera aquí, él…

—Pero sí estoy aquí.

La mujer giró en redondo, buscando el origen de la voz.

—¡Rig! —El corazón le dio un salto de alegría—. ¡Sabía que me encontrarías! Yo… ¿dónde estás?

No vio a nadie; estaba totalmente sola en el establecimiento.

—Estoy en la trastienda. Detrás de la cortina. Te he echado mucho de menos, Fiona.

La dama soltó sin pensarlo la bolsa de cuero, apartó la cortina, y penetró precipitadamente en la oscuridad del otro lado.


—Esto no es la vivienda de un hechicero.

Dhamon estaba de pie en el centro de una habitación pequeña que, desde luego, no era la clase de habitación que habría sido decorada por ninguno de los hechiceros que él conocía. Las paredes estaban cubiertas de pieles de animales llamativamente teñidas, y por más de aquellos enigmáticos símbolos que había visto en el exterior del edificio; de colores más vivos éstos que los del exterior debido a que el sol no los había descolorido. Varios estantes estrechos exhibían cráneos de animales pequeños y cuencos de cristal con capas de arena de colores, lo que daba al lugar un aspecto, a la vez, bárbaro y llamativo. Había jarras llenas de sustancias secas, flores prensadas y hierbas, campanillas con símbolos pintados, colecciones de cuentas y bastones festoneados de plumas; todo ello, dispuesto de tal modo que parecía como si el local hubiera sido una tienda y todas aquellas curiosidades estuvieran a la venta. Había un impresionante tapiz, que mostraba un cuarteto de pegasos alzados sobre los cuartos traseros sobre el cuerpo de un oso de dos cabezas. Y también estaba el intrigante aroma que lo había atraído al interior. Emanaba de una bandeja repleta de raíces bulbosas: todas ellas en apariencia frescas y sin rastro del polvo que cubría todo lo demás.

—Hechicería, sí, pero no de algún camarada de Palin. Tal vez esas raíces sean comestibles, pero no estoy hambriento hasta ese punto.

Un registro reveló yesca y acero, y Dhamon encendió una recargada lámpara llena de un embriagador aceite almizcleño. La cabeza empezó a darle vueltas debido al sofocante aroma, que le producía la sensación de estar borracho, e hizo un movimiento para apagar la lámpara, pero se contuvo cuando la luz se propagó y bañó la estancia con un cálido resplandor. Descubrió, entonces, más curiosidades, incluidos algunos animales disecados: una serpiente enroscada, un lagarto de cola rizada y un erizo con seis patas, pero no consiguió encontrar un solo trozo de pergamino que le proporcionara alguna pista respecto a dónde se encontraban él y sus compañeros.

Cortinas y cuentas colgaban de una viga que recorría la parte trasera de la habitación, para separar, tal vez, la pequeña tienda de la vivienda del propietario. Quizás encontraría documentos allí.

Al aventurarse tras las ristras de cuentas, se encontró en una estancia mucho más grande con una mesa cubierta de arena que no le llegaba más arriba de las rodillas. Quitó el polvo y depositó la lámpara sobre la mesa, frunciendo el entrecejo al contemplar su aspecto desaliñado reflejado en la superficie. La mesa estaba hecha de nogal pulimentado y lucía incrustaciones de plata; se trataba, pues, de una auténtica obra maestra. Dispuestos alrededor de ella había unos cojines abullonados, todos con una capa de polvo y de caparazones de insectos, y en el centro de la mesa se veía un montón de huesos de dedos y patas de pollo fosilizadas, cubos de madera pintada y una copa que contenía hojas verdes secas.

Pañuelos y cintas colgaban del techo, y había hileras de estantes sobre los que reposaban diminutos animales disecados, cráneos de monos, esculturas de cristal de insectos, tarros con arena y polvos, y rollos de pergaminos de aspecto frágil. Los ojos de Dhamon se posaron en estos últimos. «A lo mejor sí hay un mapa aquí, después de todo», pensó.

Alargó la mano hacia el pergamino más grueso, y su mano rozó una talla de un oso del tamaño de una ciruela. Era uno de los innumerables animales tallados, cuyos tamaños iban desde el de una pequeña cereza al de una manzana grande, que se balanceaban de unas cuerdas desde las estanterías superiores. Unas cuñas de cristal de colores se balanceaban también en el aire y atrapaban la luz de la lámpara, que luego proyectaban en forma de figuras arremolinadas por toda la habitación. Observarlas le hacía sentirse mareado.

No se trataba de un hechicero; aquello era el establecimiento de una pitonisa, decidió, algo decepcionado. Una que hacía tiempo que se había marchado de aquella ciudad. Introdujo el pergamino bajo el brazo y al alargar la mano para coger los otros, su mirada se fijó en el cojín de mayor tamaño. Una túnica de color morado recorrida por hilos metálicos descansaba sobre él; no muy lejos había brazaletes, también pendientes, y una especie de complejo sombrero. Unas delgadas cartas de madera surgían del extremo de una manga, y sobre dos de los otros cojines estaban esparcidas más prendas abandonadas.

—Clientes que también desaparecieron hace tiempo. Deberíamos hacer todo lo posible por marcharnos de aquí cuanto antes —murmuró para sí, inquieto.


—¡Rig! ¡Rig! No te encuentro; está demasiado oscuro aquí dentro.

Una parte cuerda de Fiona sabía que era imposible que el marinero estuviera en ninguna parte de ese lugar, y también sabía que debía marcharse e ir en busca de Dhamon; pero aquella parte de ella se veía aplastada por la locura que había echado raíces en la Dama de Solamnia.

—¡Rig! Es muy difícil ver aquí dentro. Sal fuera conmigo. Esto está demasiado oscuro. Y hace frío; hace mucho, mucho frío.

—Helado como una tumba.

—¿Qué has dicho, Rig?

Echó una ojeada a su espalda, donde las cortinas se agitaban, y consideró la posibilidad de retroceder hasta la tienda para coger uno de aquellos faroles. Tal vez el ergothiano se escondía, herido, desfigurado por los dracs y los draconianos contra los que habían luchado en Shrentak. Quizá no quería que ella lo viera con cicatrices y deformidades; pero a ella no le importaba qué aspecto tuviera, ya que lo amaba.

—No importa si estás desfigurado —dijo con dulzura, a la vez que sus dedos tocaban su propio rostro afeado por el ácido—. Siempre te querré.

Calló unos instantes y escuchó, luego repitió:

—No te veo, Rig. ¿Qué dijiste?

—Dije que estoy aquí, mi adorada dama, aguardándote. Te he echado mucho de menos.

—También yo te he echado de menos, y…

Un remolino negro se separó de las sombras y giró sobre sí mismo como si se tratara de un pequeño torbellino; el negro remolino no produjo ninguna brisa, pero de él surgió una repentina oleada de frío intenso.

—¡Rig! —Fiona contempló con fijeza la masa en movimiento, en un intento de ver detrás de ella y encontrar al marinero, para advertirle de la presencia del misterioso remolino—. ¡Rig! Ten cuidado, cariño…

—Querida Fiona, no sabes cómo he rezado para que vinieras a buscarme.

La voz era la del ergothiano, pero la mujer comprendió, horrorizada, que emanaba del negro torbellino.

—¿Rig? —Abrió los ojos de par en par, llena de incredulidad—. Tú… tú… tú no puedes ser Rig. No eres…

De improviso la habitación se iluminó y todas las sombras quedaron desterradas por un sobrenatural resplandor amarillo que surgió del centro del remolino. Mientras la solámnica observaba, el torbellino se convirtió en llamas negras que lamían el aire, y luego se transformó en humo que ascendía en espiral. Las volutas dejaron de girar y se entrelazaron hasta adoptar una forma humana; entre tanto, el espectral fulgor disminuyó pero sin desaparecer del todo. Aunque por algún don mágico Fiona esperaba ver aparecer a Rig, lo que vio en su lugar fue un duplicado de sí misma.

—He aguardado mucho tiempo —dijo la imagen de Fiona, adoptando todavía la voz del marinero—. Ha transcurrido casi un año desde la última vez que alguien pasó por aquí.

—N… n… no comprendo. —La mujer retrocedió un paso—. ¿Qué sucede? ¿Rig? ¿Dónde está Rig? ¿Qué…? —Dio medía vuelta para huir, pero la imagen de Fiona alargó veloz una mano para sujetarla de la muñeca.

La solámnica chilló, pues su duplicado tenía un tacto tan helado como el hielo más gélido.

—¡Suéltame!

—Pero, querida Fiona, de verdad te he estado esperando.

La imagen la hizo girar sobre sí misma, mientras sus dedos se hundían profundamente en la carne de la mujer y la hacían sangrar, y los alfileres al rojo vivo que eran los ojos se clavaban en su rostro.

Con la mano libre, Fiona sacó uno de los cuchillos de su cinturón y lo hundió en el pecho de su doble; la hoja penetró, pero no brotó sangre, y la criatura no pareció sentir nada.

—Hace tanto tiempo que no ha habido gente real aquí —repitió el duplicado de la solámnica.

La imagen de Fiona ya no exhibía la voz de Rig, sino que usaba una que era baja, musical e inhumana. Echó un vistazo al cuchillo que sobresalía de su pecho y sonrió maliciosa.

—Ha… ha… hablabas con la voz de Rig —tartamudeó Fiona—. Me engañaste, me hiciste creer que… ¿qué eres, en realidad?

—Tu mente hizo que mi voz sonara así, dulce Fiona.

El duplicado de la mujer abrió la boca de par en par, y allí donde debería haber habido dientes no había más que motas de luz centelleante.

—Tenías la misma voz de Rig, y tienes mi aspecto, y…

—Tengo el aspecto de mis víctimas, Fiona. Es lo que hago, es lo que todos los de mi especie hacen.

—Una vez que me hayas matado —declaró la mujer—, mis ropas yacerán también vacías.

El duplicado de la dama asintió con la cabeza, y los cabellos flotaron en el aire como hilillos de humo teñido de rojo.

—Cierto, mis hermanos y yo matamos a toda la gente que vivía aquí, éramos muy codiciosos, entonces. Y estúpidos. Diezmamos la población en exceso, y por eso ahora no matamos muy a menudo. Sólo nos alimentamos, y hace mucho tiempo que no me he alimentado. Viene tan poca gente a esta isla ahora, Fiona. Debemos proteger a nuestro ganado y permitir que la manada se multiplique.

—¿Sois una especie de vampiros, entonces? —El color desapareció del rostro de la solámnica, que había oído leyendas sobre esos espantosos no muertos—. Por el aliento de Vinas Solamnus, ¿sois…?

—No somos vampiros —la imagen de Fiona lanzó una risita—; somos productos de Caos.

El duplicado estudió a la dama, y los refulgentes ojos acariciaron su figura y ahondaron en su mente, para intentar, sin éxito, comprender a su última víctima.

—Eres de lo más interesante… Fiona. Tu memoria es turbulenta, nombres y rostros que se intercambian sin parar. No obstante, Rig es el nombre más importante para ti. Ese hombre parece ser el centro de todo. —La imagen de Fiona calló un instante, luego siguió hablando con la voz del marinero—: Resultas más clara y se te puede estudiar mejor cuando piensas en Rig, pero el resto de tus pensamientos guerrean entre sí y son imprecisos. Crecen y menguan como el mar.

—¿Eres una criatura de Caos? ¿El dios?

—Un engendro de Caos, nacido en el Abismo más profundo. Soy muerte y poder, y me encuentro solo ahora en esta ciudad. Mis hermanos se marcharon después de que nos alimentáramos en exceso de la gente del lugar. Los devoramos a todos, también a sus niños y mascotas, y a los que vinieron a buscarlos. Cuando no quedó nadie, los míos siguieron su camino, pero yo me quedé, y ahora me alimento de los pocos que de cuando en cuando pasan por aquí.

—¡Matasteis… a todos los habitantes de esta ciudad!

—Eso fue hace mucho tiempo ya. Nos alimentamos de sus recuerdos, y cuando no les quedó ninguno ya no tuvieron futuro. Se convirtieron en nada hace muchos, muchos años —respondió la criatura usando la voz de Rig—. Dejaron de existir.

—Es peor que el asesinato.

—Dejaron sus atavíos tras ellos. Patéticas ropas y pertenencias que dejaban constancia de su breve existencia.

—¡Repugnantes no muertos!

Fiona luchó contra la dominación de su diabólica imagen, pero su cuerpo se negó a responder; intentó coger el otro cuchillo, pero los dedos ya no cooperaron.

—Soy muerte y poder —repitió el duplicado de la solámnica con la voz de Rig—. Soy hambre, y debo saciarme. —Se inclinó al frente, y mientras los ojos cegaban a su víctima, los labios se separaron y motas de luz centellearon.

—No —replicó desafiante la auténtica Fiona—. ¡No lo conseguirás! —Pero se sentía impotente, vencida ya—. Por favor, no.

La imagen duplicada de la dama sostuvo con suavidad la cabeza de la solámnica entre las manos, se acercó más, y la besó.


La atmósfera se había tornado repentinamente fría, y Dhamon podía contemplar su propio aliento congelado. Soltó los pergaminos que había estado examinando y dio media vuelta, sin ver nada alarmante, aunque oyó algo que en un principio le pareció curiosamente similar al arrullo de una paloma. Escuchó con más atención, y comprendió que eran las risas suaves y lejanas de una mujer. Y él conocía la voz de aquella mujer.

«¿Feril? ¿Se trataba de Feril?». Abrió los ojos de par en par y su pulso se aceleró. Feril era la primera y única mujer que había amado realmente, una kalanesti de Ergoth del Sur que había sido uno de los pocos que sobrevivieron a la maldición de relacionarse con él. La joven, muy sensatamente, lo había abandonado hacía mucho, y aunque él no había visto a la muchacha en bastante tiempo, su amor por ella seguía siendo intenso.

—Feril —la palabra sonó en forma de susurro esperanzado.

Las risas se convirtieron en frágiles risitas, y la voz cambió, se metamorfoseó, pero siguió siendo dolorosamente parecida a la de Feril. En su expectación, Dhamon no advirtió que la temperatura de la estancia descendía a medida que las cantarinas risas se acercaban.

—¿Feril?

«Por favor, por todos los dioses desaparecidos, que se trate de ella», pensó.

Las risitas persistieron, pero ahora entendió algunas palabras: «Dhamon, amante mío, abrázame, te echo de menos». No, estaba equivocado, no se trataba de Feril, le habían engañado; pero se trataba de otra persona a la que amaba.

—¿Riki?

Podía tratarse de ella. La voz era fina y agradable y tenía un cierto dejo elfo.

«Amante mío. Amante mío. Amante mío», oyó Dhamon.

—Riki.

Estuvo seguro entonces de que era la semielfa, y el alivio anegó sus emociones. Necesitaba hablar con Riki, tenía la imperiosa necesidad de hablarle para poder arreglar algunas cosas, para asegurarse de que ella estaba bien y bien cuidada.

«¿Había tenido al niño ya? ¿Estaba éste bien? ¡Su hijo! No; no podía haberlo tenido —pensó—, aún no. Era demasiado pronto; aunque no tardaría en suceder, puede que dentro de unos cuantos días, una semana, en menos de un mes».

«Amante mío. Amante mío. Amante mío».

Sí, Riki lo llamaba así a menudo, cuando se encontraban juntos. Amante mío.

—Riki, ¿dónde estás? ¡Riki, soy yo, Dhamon! ¡Estoy aquí, Riki!

Sin embargo, tras pronunciar su nombre se reprendió a sí mismo. Aunque la semielfa incluso después de casada había seguido a Dhamon numerosas veces, no podía haberío seguido hasta allí… dondequiera que aquello estuviera. Sencillamente no era posible. ¿O sí lo era?

Las risas y las amorosas palabras eran sin lugar a dudas de Riki.

—Imposible.

—Nada es imposible, Dhamon. Estoy aquí, y te he echado de menos. ¿Me has echado de menos tú también?

La voz y la risa aumentaron de volumen, y el aire se tornó más frío aún. Un frío como el que había notado junto al pozo y en los escalones de la posada donde había dejado a Ragh. Un frío como el del invierno más crudo.

De repente, Dhamon percibió una presencia en el frío, y en ese instante la risa volvió a cambiar, para adoptar un tono masculino que al principio se parecía a Maldred, y que a continuación, rápidamente, se tornó sombrío y amenazador y del todo desconocido. Inhumano. Dhamon comprendió que la voz estaba pensada para asustarlo; pero en su lugar, sólo sirvió para enfurecerlo. La voz no pertenecía a Feril, y tampoco a Rikali.

Se llevó la mano instintivamente al costado, y los dedos se cerraron en el vacío. ¡La espada! La había dejado caer en el mar durante la tormenta.

«¿Cómo podía ser tan estúpido para haber olvidado que se hallaba desarmado? ¿Acaso se veía afectado por el aceite drogado de la lámpara? ¿Le provocaba éste alucinaciones? Todos ellos estaban desarmados. ¿Dónde estaban Ragh y Fiona?».

—¡Fiona!

¿Dónde estaba la solámnica? Se concentró unos instantes, y recordó que la dama se había alejado de él en el pozo cuando marchó en busca de un cubo. ¡Y Ragh! El draconiano se hallaba en la posada abandonada.

En una ciudad desconocida sin señales de vida, ¿por qué había permitido que sus dos compañeros marcharan cada uno por su cuenta? No era seguro, en especial con toda la zona afectada por sumideros. No era propio de él mostrarse tan distraído y descuidado. Como antiguo caballero negro, por lo general sabía mantener su unidad junta; por lo tanto, ¿qué, por la memoria de la Reina Oscura, le estaba pasando? ¿Se hallaba bajo alguna especie de hechizo?

—¡Fiona! ¡Ragh!

—Ha sido obra mía, Dhamon Fierolobo. Con apenas una sugestión, aparté a tus compañeros de tu lado. Separados, resulta mucho más fácil ocuparse de vosotros.

Dhamon se volvió en busca de la voz y, sin esperar, exactamente, encontrarse con una persona. Con un drac, tal vez, o con el espíritu de la pitonisa que había regentado esa tienda, o con algún ser mágico. ¡Entonces! Una sombra emergió de debajo de la mesa, cruzó veloz el suelo, y fue a concentrarse como si fuera aceite unos metros más allá. De ella surgieron unos zarcillos humeantes, que se retorcieron y espesaron, y por fin formaron una imagen que recordaba vagamente a los hombres lagarto que habían poblado la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. Pero a diferencia de aquellos seres, esa imagen poseía unos incandescentes ojos de un blanco amarillento y unas astas deformes que brotaban de lo alto de la cabeza. Dhamon dudó que ésta fuera la auténtica forma de la criatura, pero era lo bastante horrenda como para inquietarlo incluso a él.

La criatura abrió el hocico parecido al de un cocodrilo, y una lengua fina como un zarcillo chasqueó al exterior y golpeó el aire a pocos centímetros del rostro del hombre. Al ver que Dhamon no se acobardaba, el zarcillo retrocedió al interior de una boca que, en aquellos momentos, relucía, cambiaba y se reducía poco a poco para moldear un rostro humano. En unos instantes, la criatura adoptó primero el aspecto de Feril, la elfa kalanesti, luego el de una embarazada Rikali, a continuación el de Maldred, y por fin, el del asesinado marinero, Rig.

—¿Quién o qué eres? —exigió Dhamon, sin mostrarse en absoluto intimidado.

—Una criatura de Caos —respondió el ser con tranquilidad, y entonces su aliento creó nieve que centelleó y cayó, para fundirse en el charco de sustancia negra que seguía en el suelo discurriendo alrededor de sus pies.

—Un no muerto.

—Tal vez —respondió la criatura con la voz de Rig, pues parecía disfrutar con el sonoro acento del ergothiano muerto—. No muerto, vivo, no he conocido ninguna otra clase de existencia. La gente de este lugar me llamaba un ser de Caos.

—Todos los ciudadanos que mataste.

—Tu compañera… —La criatura con aspecto de Rig calló, y ladeó la cabeza como si buscara las palabras correctas, mientras la fina lengua le culebreaba fuera de la boca y rodeaba sus labios—. Tu compañera…, Fiona…, me acusó de hacer lo mismo. En realidad, ella…

Dhamon se alejó de un salto de la criatura, lanzándose hacia la pared, de la que arrancó un estrecho estante. Cráneos de monos y frascos de arena se estrellaron contra el suelo. Se abalanzó entonces hacia el ser y blandió la estantería de madera como si fuera una espada, gruñendo, nada sorprendido, al observar que atravesaba la imagen de Rig como si allí no hubiera nada.

—¡Demonio! —exclamó, mientras blandía el estante una y otra vez, y la fuerza de sus golpes hacía ondear pañuelos y cortinas, y alzarse las cintas, sin que el ser de Caos sufriera daño alguno.

—Idiota —replicó su adversario, y alargó un brazo, que estrelló con fuerza en el pecho de Dhamon, lanzándolo hacia atrás varios metros.

Desde luego, la mano había parecido muy sólida; y gélida. Dhamon se adelantó, mareado, e intentó golpear el brazo del ser con la estantería. La criatura lanzó una sonora carcajada cuando el objeto lo atravesó.

—Careces de la capacidad para hacerme daño.

Dhamon soltó el estante y alzó las manos, cerrando los dedos con fuerza sobre el cuello del oponente. La boca abierta de la criatura era amplia y negra como una cueva, y la risa resonaba en sus profundidades. El hombre apretó con más fuerza, y, por un breve instante, creyó estar causando realmente daño a aquel ser de otro mundo; sintió cómo el ente se estremecía, pero no fue más que el efecto de un nuevo cambio de aspecto.

—Te he dicho que no puedes hacerme daño. No dispones de magia. —En esta ocasión adoptó el rostro de Dhamon, y habló con la voz de éste.

Dhamon se movió a un lado, para mantenerse al nivel de su doble, y sus ojos escudriñaron estantes y paredes, en busca de un arma. «Dices que no puedo hacerte daño —pensó—, sin embargo eso podría ser falso».

—No, es cierto, Dhamon Fierolobo. Tus pensamientos son un libro abierto para mí —respondió la imagen del hombre—. No puedes infligirme dolor.

«Pues si eres capaz de leer mi mente, veamos si puedes predecir esto». Dhamon bajó las manos, cerró con fuerza los puños y los hundió en el estómago de su doble. Las manos atravesaron limpiamente a la criatura y salieron por el otro lado. Tuvo la sensación de haber sumergido los brazos en un helado arroyo de montaña, y cuando los retiró observó que tenían un brillante color rosado debido al frío. Siguió fintando con su doble, mientras le arrojaba objetos diversos, y mientras danzaba en dirección a una pared, recogió cráneos de animales y los lanzó contra su adversario; también probó con frascos de arena y polvos, con grupos de palillos atados, con cualquier cosa que pudiera alcanzar, tomar y arrojar.

La criatura lo siguió al interior de la otra habitación de la tienda, donde Dhamon siguió acribillándola con objetos; más cráneos, campanas, las raíces de olor desagradable. Aquellas raíces realmente hicieron vacilar al ser, aunque no recibió auténtico daño.

«Magia —pensó Dhamon—. Las raíces son mágicas».

—Sí; sólo la magia puede hacerme daño. Y te lo cuento sólo porque careces de magia.

«Es probable que no haya nada mágico en toda la tienda».

—Nada puede hacerme daño. Años atrás destruí aquellas cosas que podían producirme dolor.

Dhamon arrancó otro estante de la pared y lo blandió con toda la fuerza de que fue capaz. Hubo ocasiones en que había deseado morir cuando la escama de la pierna le producía tal sufrimiento que ya no podía soportarlo más pero no podía dejar que esa insignificante creación de Caos lo matara. Tenía que encontrar a Riki y a su hijo, y a Maldred; también estaba Fiona, que necesitaba que se ocupasen de ella. El ser había mencionado a la mujer; ¿había matado el ente a la dama solámnica?

—Apenas le hice nada a la mujer trastornada —manifestó el duplicado de Dhamon—. Se halla físicamente ilesa.

Una vez más, Dhamon atacó con el estante a su imagen, y repitió el ataque una y otra vez en un enloquecido frenesí de golpes que destruían la tienda.

—No le hice gran cosa a la bestia desfigurada que responde a tres nombres.

Dhamon siguió descargando sus violentos mandobles, pero sin causar ningún daño.

—Tres nombres: draconiano, sivak y Ragh. La bestia te tiene en mucho, humano…, y eso parece preocuparlo.

No obstante el frío que exudaba su adversario, Dhamon sudaba por el esfuerzo, y la lluvia de golpes que lanzaba fue perdiendo velocidad. «¡Tenía que existir un punto débil!», aulló su mente.

—También yo te valoro en mucho. No te has dado por vencido, a pesar de que en lo más profundo de tu ser te das cuenta de que no puedes derrotarme. En el fondo, sabes que no se puede acabar conmigo fácilmente. Buscas armas con la mirada, urdes tretas. Tu cerebro no para. Resulta impresionante.

—¡No tengo intención de parar! ¡No me matarás!

Esta vez, cuando Dhamon blandió su arma, la estantería salió disparada de sus sudorosos dedos y se estrelló contra una pared. Más cráneos de monos y tarros cayeron con estrépito al suelo.

—No tengo el menor deseo de matarte.

El hombre retrocedió, jadeante, con los ojos entrecerrados y clavados en los ardientes puntos de luz que servían de ojos a su doble.

—Si no quieres matarme, entonces ¿qué es todo esto?

—Si te elimino, Dhamon Fierolobo, desaparecerás para siempre; igual que la gente de esta ciudad. Ya cometí ese error en una ocasión. Si me limito a alimentarme de ti, puede llegar un día en que pases de nuevo por esta ciudad, y vuelvas a servirme de alimento.

El doble de Dhamon alzó una mano, y la carne se tornó negra y fina, con zarcillos a modo de dedos que brotaban de ella y se posaban sobre el pecho del hombre.

Dhamon sintió una desesperación total. No deseaba presentar más batalla, pues se sentía impotente, perdido y a merced de aquella criatura.

—Ríndete a mí —indicó el ser con aspecto de Dhamon—. Ríndete por completo.

Dhamon se relajó y notó cómo los dedos-zarcillos se deslizaban por su pecho; sin embargo, una parte de él se rebeló contra la idea de rendición, de derrota abyecta. «No puedo rendirme», se dijo.

—No puedes vencer, Dhamon Fierolobo.

«No puedo rendirme», repitió mentalmente, al mismo tiempo que caía de rodillas.

—A pesar de lo fuerte que eres, no puedes vencerme.

Una lágrima resbaló por el rostro de Dhamon y las manos le temblaron.

«¡Lucha!», pensó.

—Debo poseerte, igual que poseo esta ciudad, pero sólo tomaré de ti lo que tomé de tus compañeros. —Los dedos negros y delgados de la criatura recorrieron con suavidad la frente de Dhamon.

«¡No permitas que venza! ¡Lucha contra él con todo lo que tengas!».

Los dedos del ser siguieron moviéndose, luego, de repente, las manos retrocedieron, y la criatura alzó la barbilla y rugió. La forma de Dhamon se fundió como mantequilla, y en cuestión de segundos el ser adoptó el aspecto de una criatura parecida a un lagarto con una intrincada cornamenta.

—¡No luches contra mí! —se enfureció—. ¡No puedes vencer! No haces más que posponer mi sustento, Dhamon; pero ¡no puedes posponerlo eternamente!

Dhamon aspiró con fuerza y se puso en pie con paso inseguro. Tiritaba debido a los efectos del hechizo de la criatura y al frío que ésta generaba, y tuvo que hacer un gran esfuerzo sólo para hablar.

—La hembra de Dragón Rojo no consiguió derrotarme —replicó, totalmente consciente de que su adversario le estaba leyendo los pensamientos y enterándose de su enfrentamiento con Malys y de todo lo referente a la escama de la pierna—, y tampoco lo conseguirá un criatura insignificante como tú. Lo que sea que intentes hacer a mi mente, ¡no dejaré que lo hagas!

La criatura retrocedió, y flotó por encima del suelo mientras escudriñaba a Dhamon como no había hecho con ninguna de sus víctimas anteriores.

—Tu mente es fuerte, humano, y, con gran sorpresa por mi parte, debo admitir que me siento incapaz de robar una parte de ella… en este momento.

—Puedo ganar —declaró él—. Puedo no ser capaz de hacerte daño, pero puedo impedir que me lo inflijas a mí.

El ser lanzó una cruel carcajada, y entonces sus ojos se tornaron más brillantes.

—No te dejaré ganar. Dame lo que quiero, Dhamon. Baja tus defensas y haz que esto resulte fácil e indoloro para ambos.

Dhamon sacudió la cabeza con gesto desafiante.

»Si no me lo entregas —agregó su oponente, y cada palabra surgió lenta y dilatada—. Mataré a aquéllos que llamas Ragh y Fiona.

Dhamon aspiró con fuerza.

»Sabes que puedo hacerlo y lo haré, ya que ellos no son tan formidables como tú. Desecaré sus mentes y en venganza te dejaré totalmente solo en este lugar sin nombre. Cuando nuestros caminos vuelvan a cruzarse, volveré a atacarte. Iré por tu mente una y otra vez hasta que te agote y tenga éxito. No puedes resistirte a mí eternamente. Ríndete si quieres que tus compañeros vivan.

Se produjo un tenso silencio durante varios minutos.

»Nada —repitió la criatura—; no puedes hacer nada al respecto. Nada, si quieres que tus camaradas, tus amigos, vivan.

—¿Qué… qué es exactamente lo que quieres de mí?

Los labios de la figura con aspecto de lagarto se abrieron, para mostrar relucientes dientes amarillos y una lengua viperina que se desenrolló despacio y fue hacia Dhamon.

—Un recuerdo —contestó el ser—. Eso es todo lo que requiero. Me alimento de los recuerdos de los vivos. Tomaré solamente uno de ti. Esta vez.

La lengua se enroscó al cuello de Dhamon y lo atrajo más cerca; luego, unos dedos filamentosos se alzaron y acariciaron las sienes del hombre.

—Sólo uno, luego tú y tus compañeros podéis abandonar la ciudad. Pero si nuestros caminos se vuelven a cruzar, tomaré otro recuerdo. Y otro. Aunque jamás los tomaré todos.

Dhamon se resistió durante unos instantes más.

—Es la muerte para tus amigos —le recordó el ser— o uno de tus recuerdos.

Dhamon aspiró con fuerza, cerró los ojos, y la criatura entró en su mente.

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