Supongo que Dios podría haber creado un animal más tonto que la oveja, pero está muy claro que nunca lo hizo…
JITTERBUG (1938–1945)
Baile de moda durante la Segunda Guerra Mundial, que implicaba curiosos pasos y gestos atléticos. Bailando al son de las grandes orquestas de swing, los Jitterbuggers pasaban a su pareja por encima del hombro, bajo las piernas, y la lanzaban al aire. Los soldados llevaron el baile a ultramar, dondequiera que los destinaran. Fue sustituido por el cha-cha-cha.
Las catástrofes pueden conducir a veces a logros científicos. Un cultivo contaminado y una persona casi ahogada pueden llevar al descubrimiento de la penicilina, las placas fotográficas estropeadas al de los rayos X. Vean a Mendeléiev.
Su vida fue una sucesión de catástrofes: vivió en Siberia, su padre se quedó ciego y la fábrica de vidrio donde su madre empezó a trabajar tras la muerte de su padre se quemó hasta los cimientos. Pero ese incendio la obligó a trasladarse a San Petersburgo, donde Mendeléiev estudió con Bunsen y, con el tiempo, llegó a elaborar el sistema periódico de los elementos.
O vean si no a James Christy. Tuvo que enfrentarse a una catástrofe menor: una máquina Star Sean rota. Acababa de sacar una foto de Plutón y estaba a punto de tirarla por causa de un bulto raro en el borde del planeta cuando la Star Sean (construida obviamente por la misma compañía de las fotocopiadoras de HiTek) se estropeó.
En vez de tirar la foto al momento, Christy tuvo que llamar al reparador, que le pidió que esperara por si necesitaba ayuda. Christy se quedó por allí un rato y entonces echó otra mirada más atenta al bulto y decidió comprobar algunas de las fotografías anteriores. La primera que encontró estaba marcada «Imagen de Plutón. Alargada. Placa mala. Rechazada». La comparó con la que tenía en la mano. Las placas parecían iguales, y Christy se dio cuenta de que estaba mirando, no una foto estropeada, sino una luna de Plutón.
Pero en general, las catástrofes son sólo catástrofes. Como ésta.
A Dirección sólo le preocupa una cosa. El papeleo. Olvidarán casi todo lo demás (gastos desorbitados, incompetencia absoluta, denuncias criminales) mientras los impresos se rellenen adecuadamente. Y a tiempo.
—¿Le entregaste tu solicitud de concesión de fondos a Flip?—dije, y lo lamenté al instante.
Él se puso aún más pálido.
—Lo sé. Estúpido, ¿eh?
—Tus monos.
—Mis ex monos. No les enseñaré el hula-hoop. —Se acercó al montón que yo acababa de revisar y empezó a buscar.
—Ya los he repasado —dije—. No está ahí. ¿Le dijiste a Dirección que Flip lo perdió?
—Sí —contestó él, recogiendo los papeles de encima de la fotocopiadora—. Dirección dice que Flip entregó todas las solicitudes que le entregó la gente.
—¿Y la creyeron? —dije. Bueno, por supuesto que la creyeron. Lo hicieron cuando les dijo que necesitaba una ayudante—. ¿Falta el impreso de alguien más?
—No —contestó él, sombrío—. De las tres personas que fueron lo suficientemente estúpidas para entregarle a Flip sus impresos, soy la única cuyo impreso se ha perdido.
—Tal vez…
—Ya les he preguntado. No puedo rehacerlo y entregarlo fuera de plazo —soltó el montón, lo volvió a coger, y empezó de nuevo.
—Mira —dije, cogiéndoselo—. Seamos sistemáticos. Tú encárgate de esos montones —lo añadí al fajo que ya había repasado—. Lo que ya hemos mirado, a este lado de la habitación —le tendí uno de los montones que nos esperaban—. Lo que no, a este otro. ¿Vale?
—Vale —dijo él, y me pareció que recuperaba un poco de color. Se puso a trabajar en el montón.
Yo empecé por la papelera de reciclado, donde alguien (muy probablemente Flip) había tirado una lata medio llena de Coca-Cola. Saqué un puñado pegajoso de papeles, me senté en el suelo y empecé a separarlos. No estaba en el primer montón. Me agaché hacia la papelera y cogí un segundo, esperando que la Coca-Cola no hubiera llegado hasta el fondo. Lo había hecho.
—Sabía que no tenía que dárselo a Flip —dijo Bennett, empezando con otro montón—, pero estaba trabajando en los datos de mi teoría del caos, y me dijo que tenía que llevarlos a Dirección.
—Lo encontraremos —dije, sacando una página pringada de Coca-Cola del montón. A la mitad del trabajo, solté un grito.
—¿Lo encontraste? —preguntó él, esperanzado.
—No. Lo siento —le mostré las páginas pegajosas—. Son las notas sobre las ondas de agua que estaba buscando. Se las di a Flip para que las fotocopiara.
El color le desapareció por completo de la cara, con pecas y todo.
—Tiró la solicitud —dijo.
—No, no lo hizo —contesté, tratando de no pensar en todos aquellos recortes arrugados que había en mi papelera el día que conocí a Bennett—. Está por aquí, en alguna parte.
No estaba. Terminamos con los montones y los repasamos, aunque estaba claro que el impreso no andaba por allí.
—¿Podría haberlo dejado en tu laboratorio? —dije cuando llegué al fondo del último montón—. Tal vez nunca salió de allí con él.
Bennett sacudió la cabeza.
—Ya he buscado por todas partes. Dos veces —dijo, rebuscando en la papelera—. ¿Y en tu laboratorio? Te entregó el paquete. Tal vez…
Odié tener que decepcionarlo.
—Acabo de registrarlo. Buscando esto —agité mis recortes sobre las ondas de agua—. Pero podría estar en otro laboratorio. —Me levanté, envarada—. ¿Qué hay de Flip? ¿Le preguntaste qué hizo con él? ¿En qué estoy pensando? Estamos hablando de Flip. Él asintió.
—Dijo: «¿Qué impreso de solicitud?»
—Muy bien. Necesitamos un plan de ataque. Tú encárgate de la cafetería, yo del vestíbulo de personal.
—¿La cafetería?
—Sí, ya conoces a Flip. Probablemente lo entregó mal. Como aquel paquetead día que te conocí.
Y sentí que allí había una pista, algo significativo; no una explicación de dónde podría estar su impreso, sino de otra cosa. ¿De la causa del pelo corto? No, no era eso. Me quedé allí de pie, tratando de retener la sensación.
—¿Qué pasa? —preguntó Bennett—. ¿Crees que sabes dónde está?
La sensación se esfumó.
—No. Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Me reuniré contigo en la papelera de reciclaje de Química. No te preocupes. Lo encontraremos —dije alegremente, pero no tenía muchas esperanzas de que así fuera. Conociendo a Flip, podía haberlo dejado en cualquier parte. HiTek era grande. Podía estar en el laboratorio de cualquiera. O en Suministros con Desiderata, la santa patrona de los objetos perdidos. O en el aparcamiento—. Quedamos en la papelera de reciclaje.
Me dirigía al vestíbulo de Personal cuando tuve una idea mejor. Fui a buscar a Shirl. Estaba en el laboratorio de Alicia, introduciendo datos de la beca Niebnitz en su ordenador.
—Flip perdió el impreso de solicitud de fondos del doctor O'Reilly —dije sin más preámbulos.
De algún modo, esperaba que ella dijera: «Sé dónde está»; pero no lo hizo. Dijo: «Oh, cielos.» Parecía verdaderamente preocupada.
—Si se marcha, eso… —se detuvo—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Busque por aquí. Bennett viene mucho, y en cualquier otro sitio donde se le ocurra que ella puede haberlo dejado.
—Pero el plazo de entrega ya ha terminado, ¿no?
—Sí —contesté, furiosa de que sacara a relucir lo que yo había estado tratando de ignorar: en Dirección, puntillosos como siempre con las fechas de entrega, se negarían a aceptarlo aunque lo encontráramos, manchado de Coca-Cola y mal entregado—. Estaré en el vestíbulo —dije, y fui a buscar en las taquillas.
No estaba allí, ni en el montón de antiguos memorándums de la mesa de personal, ni en el microondas. Ni en el laboratorio de Alicia.
—He buscado por todas partes —dijo Shirl, asomando la cabeza—. ¿Qué día se lo dio a Flip el doctor O'Reilly?
—No lo sé —contesté—. Había que entregarlo el lunes.
Ella sacudió la cabeza sombríamente.
—Eso es lo que me temía. Recogen la basura los martes y los jueves.
Lamenté haberla metido en aquello. Bajé a la papelera de reciclaje. Bennett estaba casi metido dentro, las piernas agitándose al aire. Salió con un puñado de papeles y el corazón de una manzana.
Cogí la mitad de los papeles y los repasamos. No había ningún impreso.
—Muy bien —dije, tratando de parecer animosa—. Si no está aquí, estará en uno de los laboratorios. ¿Por dónde empezamos? ¿Física o Química?
—No tiene sentido —dijo Bennett, cansado. Se hundió contra la papelera—. No está aquí, y yo tampoco duraré mucho.
—¿No hay ninguna forma de llevar adelante el proyecto sin fondos? Tienes el hábitat y el ordenador y las cámaras y todo. ¿No podías sustituirlos por ratas de laboratorio o algo así?
Él sacudió la cabeza…
—Son demasiado independientes. Necesito un animal con un fuerte instinto de manada.
«¿Qué tal El flautista de Hamelín}», pensé.
—E incluso las ratas de laboratorio cuestan dinero —dijo él.
—¿Y la perrera municipal? Probablemente allí tienen gatos. No, gatos no. Perros. La conducta de los perros es gregaria, y en la perrera hay montones de perros.
Parecía casi tan irritado como Flip.
—Creía que eras una experta en modas. ¿Nunca has oído hablar de los derechos de los animales?
—Pero no vas a hacer nada con ellos. Sólo vas a observarlos —contesté, pero tenía razón. Me había olvidado del movimiento en favor de los derechos de los animales. Nunca nos dejarían usar animales de la perrera—. ¿Y los otros proyectos de Biología? Tal vez podrían prestarte algunos de sus animales de laboratorio.
—El doctor Kelly está trabajando con nematodos, y el doctor Riez con gusanos.
«Y la doctora Turnbull con formas de ganar la beca Niebnitz», pensé.
—Además —dijo él—, aunque tuviera los animales, no podría darles de comer. No entregué mi impreso de solicitud de fondos a tiempo, ¿recuerdas? No importa —dijo al ver la expresión de mi cara—. Esto me dará la oportunidad de volver a la teoría del caos.
«Para la cual no hay ninguna subvención —pensé—, aunque entregues a tiempo los impresos.»
—Bueno —añadió él, incorporándose—. Será mejor que empiece a redactar mi currículum.
Me miró muy serio.
—Gracias de nuevo por ayudarme. Lo digo de veras.
Se encaminó pasillo abajo.
—No te rindas todavía —dije yo—. Pensaré en algo.
Esto lo decía alguien incapaz de descubrir a qué se debía la moda de los ángeles, y mucho menos la del pelo corto.
Él sacudió la cabeza.
—Nos enfrentamos a Flip en este asunto. Puede más que los dos juntos.
CARTAS EN CADENA (primavera de 1935)
Moda para ganar dinero que consistía en enviar un centavo al último nombre de una lista, añadir el tuyo debajo, y enviar cinco copias de la carta a tus amigos con la esperanza de que fueran tan crédulos como tú. Promovida por la avaricia y el desconocimiento de la estadística, la moda se inició en Denver, cuya oficina de correos se colapso con la llegada de casi cien mil cartas diarias. Duró tres semanas y luego pasó a Springfield, donde cadenas de un dólar y de cinco dólares circularon con frenesí durante dos semanas antes del inevitable colapso. Mutó para convertirse en el Círculo de Oro en 1978 —ahora las cartas se entregaban en mano— y en varios esquemas piramidales.
Lo vi marchar y luego regresé a mi laboratorio. Flip estaba usando mi ordenador.
—¿Cómo se deletrea adorable?
Me hizo falta recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no sacudirla hasta que la i sonara.
—¿Qué has hecho con el impreso del doctor O'Reilly?
Ella agitó su conjunto de apéndices capilares.
—Le dije a Desiderata que se desquitaría conmigo por robarle su novio. Lo que no es justo. Ya tiene a ese tipo de las vacas.
—Ovejas —corregí automáticamente. Luego me la quedé mirando. Ovejas.
—Decir a un contacto de comunicaciones interdepartamentales a quién pueden escribir cartas es hostigamiento —dijo ella, pero no la escuché. Estaba marcando el número de Billy Ray.
—Chica, me alegro de oír tu voz —dijo Billy Ray—. He estado pensando mucho en ti últimamente.
—¿Podrías prestarme algunas ovejas? —dije, sin escucharle a él tampoco.
—Claro. ¿Para qué?
—Un experimento de aprendizaje.
—¿Cuántas necesitas?
—¿Cuántas hacen falta para que empiecen a comportarse como un rebaño?
—Tres. ¿Cuándo las quieres?
Era realmente un tipo muy agradable.
—Dentro de un par de semanas. No estoy segura. Tengo que comprobar algunas cosas primero. Como qué tamaño de rebaño podemos tener en el corral.
«Y necesito que Bennett esté de acuerdo. Y también Dirección.»
—Dibujar un círculo no convierte a nadie en propiedad de nadie —dijo Flip.
Volví corriendo a Biología. Bennett no estaba redactando su currículum. Estaba sentado en una roca en medio del hábitat, con aspecto deprimido.
—Ben, tengo una proposición que hacerte.
Él casi sonrió.
—Gracias, pero…
—Escucha, y no digas no hasta haberlo oído todo. Quiero que combinemos nuestros proyectos. No, espera, escúchame. Pedí dinero para un ordenador con más memoria, pero podría utilizar el tuyo. Flip usa siempre el mío, de todas formas. Y podríamos usar mis fondos para comprar la comida y los suministros.
—Eso sigue sin resolver el problema de los macacos. A menos que pidieras un ordenador carísimo.
—Tengo un amigo que es dueño de un rancho de ovejas en Wyoming.
—Sí, lo sé.
—Está dispuesto a prestarnos tantas ovejas como nos hagan falta, sin coste; sólo tenemos que alimentarlas. —Me pareció que estaba a punto de rehusar, así que me adelanté—: Sé que las ovejas no tienen la misma organización social que los macacos, pero sí un fuerte instinto gregario. Lo que hace una, lo quieren hacer todas. Y soportan el frío, pueden estar fuera.
Él me miraba muy serio a través de sus gruesas gafas.
—Sé que no es el proyecto que querías hacer, pero sería algo. Te mantendría en HiTek, y probablemente pasarán sólo unos meses hasta que a Dirección se le ocurra un nuevo acrónimo y un nuevo procedimiento para solicitar fondos, y podrás volver a pedir macacos.
—No sé nada de ovejas.
—Podemos dedicarnos a la investigación básica mientras esperamos a que se resuelva el papeleo.
—¿Y qué consigues tú con todo eso, Sandy? —dijo Ben—. A las ovejas las esquilan.
No podía decirle que pensaba que en su inmunidad a las modas estaba en parte la clave para hallar el origen de éstas.
—Un ordenador con el que pueda manejar los nuevos diagramas que se me han ocurrido —dije—. Y una perspectiva diferente. No voy a ninguna parte con mi proyecto sobre el pelo corto. Richard Feynman decía que si te atascas en un problema científico, debes trabajar en otra cosa durante un tiempo. Eso te da una perspectiva distinta del problema. Él se puso a tocar los bongos. Y un montón de científicos consiguen sus logros más significativos mientras trabajan fuera de su campo. Mira a Alfred Wegener, que descubrió la deriva continental. Era meteorólogo, no geólogo. Y a Joseph Black, que descubrió el dióxido de carbono; no era químico, sino médico. Einstein trabajaba en una oficina de patentes. Trabajar fuera de su campo permite a los científicos establecer conexiones que de otro modo se les habrían escapado.
—Ummm —dijo Ben—. Y desde luego hay una conexión entre las ovejas y la gente que sigue las modas.
—Cierto. ¿Quién sabe? Tal vez las ovejas inicien una moda.
—¿Las sentadas?
—Los crucigramas. Palabra de cinco letras para animal de laboratorio —le sonreí—: oveja. Y aunque no sea así, será un alivio trabajar con ellas. A excepción de Mary y su corderito, las ovejas nunca han estado de moda. ¿Qué te parece?
Ben sonrió tristemente.
—Creo que Dirección no lo aceptará nunca.
—¿Y si lo hiciera?
—Si lo hiciera, no se me ocurre nada mejor que trabajar contigo. Pero no querrá. Y aunque quisiera, harán falta meses para terminar el papeleo, y todavía más para que lo apruebe.
—Entonces eso nos daría a ambos una perspectiva diferente. Recuerda a Mendeléiev y la conferencia sobre el queso.
—¿Cómo sugieres que presentemos tu propuesta a Dirección?
—Déjame a mí eso. Ponte a adaptar el proyecto para trabajar con ovejas. Yo iré a hablar con una experta —dije, y me fui a ver a Gina.
Estaba escribiendo direcciones en invitaciones rosa vivo de Barbie.
—Sigo sin encontrar una Barbie Novia Romántica por ninguna parte. He llamado a cinco jugueterías diferentes.
Le dije lo que había pasado.
Ella sacudió tristemente la cabeza.
—Lástima. Siempre me gustó… aunque no tuviera sentido de la moda.
—Necesito tu ayuda —dije, y le conté lo de nuestros proyectos combinados.
—Así que él recibe tu dinero y las ovejas de Billy Ray. ¿Y qué sacas tú?
—Una victoria menor sobre Flip y las fuerzas del caos. No es justo que pierda su subvención sólo porque Flip sea una incompetente.
Ella me dirigió una mirada larga y considerada, y luego sacudió la cabeza.
—Dirección nunca lo aceptará. Primero, se trata de una investigación con animales, que siempre es controvertida. Dirección odia la controversia. Segundo, es algo innovador, lo que significa que Dirección lo odiará por principio.
—Pensaba que una de las piedras angulares de GRIS era la innovación.
—¿Bromeas? Si es nuevo, Dirección no tiene un impreso para ello, y a Dirección le encantan los impresos casi tanto como odia la controversia. Lo siento. Sé que te gusta —dijo. Y volvió a escribir direcciones.
—Si me ayudas, te encontraré una Barbie Romántica.
Ella alzó la cabeza.
—Tiene que ser la Barbie Novia Romántica. No la Barbie Novia Campestre ni la Barbie Fantasía Nupcial.
Asentí.
—¿Trato hecho?
—No puedo garantizar que Dirección lo acepte aunque te ayude —dijo ella, haciendo a un lado las invitaciones y tendiéndome una libreta y un lápiz—. Muy bien, cuéntame qué ibas a decirle a Dirección.
—Bueno, pensaba empezar explicando lo que sucedió con el impreso de fondos…
—Error. Sabrán inmediatamente qué pretendes. Diles que has estado trabajando en este proyecto desde la penúltima reunión, cuando dijeron lo importante que era la interacción y la intervención del personal. Usa palabras como «optimizar» y «sistemas pautales».
—Muy bien —dije, tomando notas. —Cuéntales cualquier logro obtenido por científicos que trabajaran en equipo. Crick y Watson, Penzias y Wilson, Gilbert y Sullivan… Levanté la cabeza.
—Gilbert y Sullivan no eran científicos. —Dirección no lo sabrá. Y puede que le suene el nombre. Necesitarás un resumen de dos páginas de los objetivos del proyecto. Pon todo lo que pienses que vaya a representar algún problema en la segunda página. No la leen nunca.
—¿Quieres decir un esbozo del proyecto? —pregunté, sin parar de escribir—. ¿Explicar el método experimental que vamos a usar y describir la conexión entre el análisis de tendencias y la investigación sobre difusión de información? —No —dijo ella, y se volvió hacia el ordenador—. No importa, yo lo escribiré por ti —empezó a teclear rápidamente—. Di que los proyectos de equipos integrados interdisciplinarios son lo último en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Di que los proyectos individuales están pasados de moda.
Pulsó IMPRIMIR y una hoja empezó a rodar. —Y presta atención al lenguaje corporal de Dirección. Si da golpecitos sobre la mesa con el dedo, es que tienes problemas.
Me tendió el resumen. Se parecía sospechosamente a sus cinco objetivos para todo, lo que significaba que posiblemente funcionaría.
—Y no lleves eso —señaló mi falda y mi bata—. Se supone que hay que vestir informal.
—Gracias. ¿Crees que lo conseguiré?
—¿Tratándose de una investigación con animales vivos? ¿Bromeas? La Barbie Novia Romántica es la que lleva la redecilla de rosas —dijo—. Oh, y Bethany la quiere con el pelo castaño.
MAH-JONG (1922–1924)
Juego norteamericano de moda inspirado en el antiguo juego chino de los tejos. Según lo jugaban los norteamericanos, era una especie de cruce entre el rummy y el dominó: se construían murallas y luego se derribaban, y se «capturaba la Luna desde el fondo del mar». Había gritos entusiastas de «¡Pung!» y «¡Chow!», y mucho castañeteo de piezas de marfil. Los jugadores se vestían con túnicas orientales (a veces, si no tenían claro el concepto de China, eran kimonos japoneses) y tomaban té. Aunque fue reemplazado por la locura de los crucigramas y el bridge, el mah-jong continuó siendo popular entre las matronas judías hasta los años sesenta.
No había incluido todas las variables. Era cierto que Dirección valora el papeleo más que nada, aparte de la beca Niebnitz.
Apenas había empezado mi discurso en el blanco despacho alfombrado de Dirección cuando sus ojos se iluminaron.
—¿Sería un proyecto interdisciplinar? —dijo.
—Sí. Análisis de tendencias combinado con vectores de aprendizaje en mamíferos superiores. Y hay ciertos aspectos de la teoría del caos…
—¿Teoría del caos? —dijo él, dando un golpecito con el dedo sobre la cara mesa de teca.
—Sólo en el sentido de que se trata de sistemas no-lineales que requieren un experimento diseñado —contesté apresuradamente—. Pondríamos el énfasis principal en la difusión de información entre los mamíferos superiores, de los cuales las tendencias humanas son un subconjunto.
—¿Experimento diseñado? —dijo él, ansioso.
—Sí. El valor práctico para HiTek sería comprender mejor cómo se difunde la información en las sociedades humanas y…
—¿Cuál era su campo original? —cortó él.
—La estadística. Las ventajas de utilizar ovejas en vez de macacos son…
Y nunca llegué a terminar porque Dirección se había puesto ya en pie y me estrechaba la mano.
—Ése es exactamente el tipo de proyecto sobre el que se basa GRIS. Disciplinas científicas interrelacionadas; poner en práctica la iniciativa y la cooperación para crear nuevos paradigmas de trabajo.
Habla con acrónimos, pensé maravillada, y casi me perdí lo que dijo a continuación.
—… exactamente el tipo de proyecto que busca el Comité de Becas Niebnitz. Quiero que este proyecto se inicie de inmediato. ¿Cuándo puede tenerlo preparado y en marcha?
—Yo… esto… —tartamudeé—. Tenemos que hacer una investigación de base sobre la conducta de las ovejas. Y están las regulaciones sobre animales vivos, que tendrán que ser… Él agitó una mano.
—Nosotros nos ocuparemos de ese problema. Quiero que usted y el doctor O'Reilly se concentren en ese pensamiento divergente y esa sensibilidad científica. Espero grandes cosas —estrechó mi mano, entusiasmado—. HiTek va a hacer todo lo que podamos para encontrar atajos y poner en marcha este proyecto inmediatamente. Y lo hizo.
Se redactaron permisos, se sorteó el papeleo, y las aprobaciones para investigar con animales vivos llegaron casi antes de que yo pudiera bajar a Biología y decirle a Bennett que habían dado luz verde al proyecto.
—¿Qué significa «en marcha inmediatamente»? —dijo él, preocupado—. No hemos hecho ninguna investigación de base sobre la conducta de las ovejas, sobre cómo interactúan, qué habilidades son capaces de adquirir, qué comen…
—Tenemos tiempo de sobra —dije yo—. Hablamos de Dirección, ¿recuerdas?
Otro error. El viernes Dirección me llamó para darme otra vez carta blanca y me dijo que los permisos habían sido concedidos y los experimentos con animales vivos aprobados.
—¿Puede usted tener aquí las ovejas el lunes?
—Veré si el propietario puede lograrlo —dije, esperando que Billy Ray no pudiera.
Pudo, y lo hizo, aunque no las trajo en persona. Estaba asistiendo a un seminario virtual sobre ranchos en Lander. Envió en su lugar a Miguel, que llevaba un aro en la nariz, sombrero Aussie, auriculares, y no tenía ninguna intención de descargar las ovejas.
—¿Dónde las quiere? —dijo en un tono que me dio ganas de mirar debajo del ala del sombrero Aussie para ver si tenía una i en la frente.
Le mostramos la puerta del corral, y él suspiró pesadamente, movió marcha atrás el camión hasta más o menos chocar con ella, y luego se quedó apoyado contra la cabina del camión, tan tranquilo.
—¿No va a descargarlas? —dijo Ben por fin.
—Billy Ray me dijo que las trajera —respondió Miguel—. No dijo nada de descargarlas.
—Tendría que conocer a nuestra encargada del correo —le dije—. Obviamente, están ustedes hechos el uno para el otro.
Él se echó hacia delante el sombrero.
—¿Dónde vive?
Bennett había dado la vuelta al camión y estaba levantando la barra que cerraba la puerta.
—No saldrán todas corriendo a la vez y nos arrollarán, ¿no? —dijo.
No. Las treinta ovejas quedaron plantadas en el borde del camión, balando y con aspecto aterrorizado.
—Vamos —insistió Ben—. ¿Crees que están demasiado arriba para saltar?
—Saltaron un precipicio en Lejos del mundanal ruido —dije yo—. ¿Cómo pueden estar demasiado arriba?
Sin embargo, Ben extrajo una tabla de madera para improvisar una rampa, y yo fui a ver si el doctor Riez, que había hecho un experimento equino antes de pasarse a los gusanos, tenía un ronzal para prestarnos.
Tardó una eternidad en encontrar uno, y supuse que cuando volviera al laboratorio ya no haría falta, pero las ovejas seguían agazapadas en la parte trasera del camión.
Ben parecía frustrado, y Miguel, de pie en la parte delantera del camión, se mecía al ritmo de algo que los demás no podíamos oír.
—No vendrán —dijo Ben—. He intentado llamarlas, y silbarles, y asustarlas.
Le tendí el ronzal.
—Tal vez si conseguimos que una baje la rampa, las demás la sigan —dijo. Cogió el ronzal y subió por la rampa—. Quítate de en medio, por si salen de estampida.
Extendió la mano para colocar el ronzal en la cabeza de la oveja más cercana, y hubo una estampida, desde luego.
Hacia el fondo del camión.
—Tal vez puedes coger una y traerla —dije yo, pensando en la cubierta del libro de los ángeles, donde aparecía un ángel descalzo que sostenía un cordero perdido—. Una pequeña.
Ben asintió. Me tendió el ronzal y subió la rampa, moviéndose despacio para no asustarlas.
—Shh, shh —le decía en voz baja a un corderito—. No te haré daño. Shh, shh.La oveja no se movió. Ben Se arrodilló y pasó los brazos por debajo de las patas del animal y lo alzó. Se dirigió hacia la rampa.
El ángel, claramente, había drogado al cordero con cloroformo antes de cogerlo.
El animal pataleó con las cuatro patas en cuatro direcciones distintas, agitándose como un loco y empujando con el hocico la barbilla de Ben, que se tambaleó; entonces el cordero se giró y le pateó el estómago. Ben lo dejó caer de un golpe y el animal se lanzó al centro del camión, balando histérico.
El resto de las ovejas le siguió.
—¿Te encuentras bien?
—No —contestó él, tocándose la mandíbula—. ¿Qué hay de aquello de «corderito, tan manso y tan lindo»?
—Está claro que Blake nunca había visto una oveja —dije yo, ayudándole a bajar la rampa y llegar al abrevadero—. ¿Y ahora qué?
Él se apoyó contra el abrevadero, respirando con dificultad.
—Al final acabarán por tener sed —dijo, palpándose torpemente la barbilla—. Esperaremos a que bajen.
Miguel se nos acercó.
—No tengo todo el día, ¿saben? —gritó por encima de lo que fuese que estuviera tronando en sus auriculares, y volvió a la parte delantera del camión.
—Tengo que llamar a Billy Ray —dije, y lo hice. Su teléfono móvil estaba fuera de cobertura.
—Tal vez si las azuzamos con el ronzal… —dijo Ben cuando regresé.
Lo intentamos. Y también ponernos detrás y empujar, y amenazar a Miguel, y pasamos más de un rato apoyados contra el abrevadero, respirando con dificultad.
—Bueno, desde luego hay una difusión de información en marcha —dijo Ben, frotándose el brazo—. Todas han decidido no bajar del camión.
Llegó Alicia.
—Tengo un perfil del candidato óptimo para la beca Niebnitz —le dijo a Ben, ignorándome—. Y he encontrado otro Niebnitz. Un industrial. Hizo su fortuna refinando minerales y fundó varias organizaciones benéficas. Estoy buscando en los criterios de selección de sus comités. Quiero que vengas a ver el perfil.
—Adelante —dije yo—. Está claro que no te perderás nada. Lo intentaré de nuevo con Billy Ray.
Lo hice.
—Lo que tienes que hacer es… —dijo él, y se quedó de nuevo sin cobertura.
Regresé al corral. Las ovejas habían salido del camión y estaban mordisqueando la hierba seca.
—¿Qué hiciste? —dijo Ben, que llegó detrás de mí.
—Nada. Miguel debe de haberse cansado de esperar.
Pero estaba todavía en la parte delantera del camión, moviéndose al ritmo de Groupthink o de quienquiera que estuviese escuchando.
Miré las ovejas. Estaban pastando pacíficamente, deambulando felices por el corral como si siempre hubieran pertenecido a aquel lugar. Ni siquiera cuando Miguel, todavía con los auriculares puestos, arrancó el camión y se marchó, se dejaron llevar por el pánico. Uno de ellas, próxima a la verja, me dirigió una mirada larga e inteligente.
«Esto va a funcionar», pensé.
La oveja me miró un ratito más, bajó la cabeza para pastar, y se quedó atascada en la cerca.
QIAO PAI (1977–1995)
Juego chino de moda inspirado en el juego de cartas americano del bridge (una moda de los años treinta). Popularizado por Deng Xiaoping, que aprendió a jugar en Francia, el qiao pal atrajo rápidamente a más de un millón de aficionados, que jugaban principalmente en el trabajo. Al contrario que en el bridge americano, las apuestas son silenciosas, los jugadores no ordenan las manos y el juego es extremadamente formal. Sustituyó al ping-pong.
A lo largo de los siguientes días quedó claro que prácticamente no había difusión de información en un rebaño de ovejas. Apenas había tampoco ninguna moda.
—Quiero observarlas durante unos cuantos días —dijo Ben—. Necesitamos establecer cuáles son sus pautas normales de difusión de información.
Observamos. Las ovejas pastaban en la hierba seca, daban un paso o dos, pastaban un poco más, daban otros pocos pasitos, seguían pastando. Habría parecido un cuadro pastoral de no ser por sus caras largas de mirada vacía, y por la lana.
No sé quién fomentó la creencia de que las ovejas son blancas como nubes. Tenían más bien el color de una fregona vieja y la misma cantidad de tierra.
Pastaron un poco más. Periódicamente una de ellas dejaba de mordisquear y trotaba por el borde del corral, buscando un precipicio del que caerse, y luego volvía a pastar. Una vez, una de ellas vomitó. Algunas pastaban siguiendo la cerca. Cuando llegaban a una esquina se quedaban allí, incapaces de imaginar cómo volverse, y seguían pastando, comiéndose la hierba hasta la tierra. Luego, a falta de ideas mejores, se comían la tierra.
—¿Estás segura de que las ovejas son un mamífero superior? —preguntó Ben, apoyado en la cerca con la barbilla sobre las manos, observándolas.
—Lo siento mucho. No tenía ni idea de que las ovejas fueran tan estúpidas.
—Bueno, en realidad una estructura simple de conducta podría jugar a nuestro favor. El problema de los macacos es que son listos. Su conducta es complicada, con un montón de cosas actuando simultáneamente: dominio, interacción familiar, galanteo, comunicación, aprendizaje, estructura de atención. Hay tantos factores operando de forma simultánea que el problema es tratar de separar la difusión de información de las otras conductas. Con menos conductas, será más fácil ver la difusión de información.
«Si es que hay alguna», pensé yo, observando las ovejas. Una de ellas dio un paso, pastó, dio dos pasos más, y luego aparentemente se olvidó de lo que estaba haciendo y se quedó mirando la nada.
Llegó Flip. Llevaba un uniforme de camarera con un cordoncillo rojo en el cuello, las palabras «Don's Diner» bordadas en rojo en el bolsillo, y un papel en la mano.
—¿Encontraste trabajo? —preguntó Ben, esperanzado. Ojos en blanco. Suspiro. Meneo de pelo.
—No-o-o.
—Entonces ¿por qué llevas un uniforme? —pregunté yo.
—No es un uniforme. Es un vestido diseñado para parecer un uniforme. Porque tengo que hacer todo el trabajo aquí. Es una declaración. Tienen que firmar esto —dijo, tendiéndome el papel y asomándose a la cerca—. ¿Éstas son las ovejas?
El papel era una petición para que prohibieran fumar en el aparcamiento.
—Una persona que fuma un cigarrillo al día en un aparcamiento de mil metros no produce humo de segunda mano en concentración suficiente para preocuparse —dijo Ben.
Flip agitó el pelo, los cordoncillos se sacudieron salvajemente.
—Humo de segunda mano no —dijo, disgustada—. Contaminación atmosférica.
Se marchó, y nosotros continuamos observando. Al menos la falta de actividad nos daba tiempo de sobra para establecer nuestros programas de observación y revisar la bibliografía.
No había mucha. Un biólogo de William and Mary había observado un rebaño de quinientas y llegó a la conclusión de que tenían un «fuerte instinto de rebaño», y un investigador de Indiana había identificado cinco formas distintas de comunicación merina (los bees estaban listados fonéticamente), pero nadie había hecho experimentos activos de aprendizaje. Sólo habían hecho lo que hacíamos nosotros: observarlas morder, trotar, cagar y vomitar.
Tuvimos tiempo de sobra para charlar sobre el pelo corto y la teoría del caos.
—Lo sorprendente es que los sistemas caóticos no siempre permanecen siendo caóticos —dijo Ben, apoyándose en la cerca—. A veces se reorganizan espontáneamente para formar una estructura ordenada.
—¿De pronto se vuelven menos caóticos? —dije yo, deseando que eso sucediera en HiTek.
—No, ésa es la cuestión. Se vuelven más y más caóticos, hasta que llegan a una especie de masa crítica caótica. Cuando eso sucede, se reorganizan espontáneamente en un nivel de equilibrio superior. Se llama estado crítico auto-organizado.
Por lo visto, teníamos una buena racha. Dirección promulgaba memorandos, las ovejas se enganchaban la cabeza en la cerca, la puerta y bajo el abrevadero, y Flip venía periódicamente a colgarse de la verja entre el corral y el laboratorio para menear el pestillo monótonamente arriba y abajo y poner cara de enferma de amor.
Al tercer día quedó claro que las ovejas no iban a iniciar ninguna moda. Ni a aprender a pulsar un botón para alimentarse. Ben había emplazado el aparato a la mañana siguiente de que consiguiéramos las ovejas e hizo varias demostraciones; se puso a cuatro patas y pulsó el botón ancho y plano con la nariz. Cada vez cayeron bolitas de comida, y Ben metió la cabeza en el pesebre e hizo ruidos como de masticar. Las ovejas lo observaron impasibles.
—Vamos a tener que obligarlas a hacerlo —dije. Habíamos mirado los vídeos del día en que llegaron y vimos cómo habían bajado del camión. Las ovejas se habían apretujado y retrocedido hasta que una acabó por caerse de la rampa. Las otras cayeron inmediatamente a toda prisa—. Si podemos enseñárselo a una, sabemos que las demás la seguirán.
Resignado, Ben fue a buscar el ronzal.
—¿Cuál?
—Esa no —dije, señalando la oveja que había vomitado. Las miré, buscando en ellas signos de inteligencia y viveza. No parecía haber muchos—. Ésa, supongo.
Ben asintió, y nos encaminamos hacia ella con el ronzal. La oveja masticó pensativa un momento y luego corrió hacia el rincón más lejano. Todo el rebaño la siguió, saltando unas sobre otras en su ansia por llegar a la pared.
—«Y las ratas salieron corriendo de las casas» —murmuré.
—Bueno, al menos están todas en una esquina —dijo Ben—. Podré ponerle el ronzal a una.
Ni hablar, aunque pudo agarrarse a un puñado de lana y llegar hasta casi la mitad del corral.
—Creo que las está asustando —dijo Flip desde la verja. Se había pasado allí colgada media mañana, meneando amorosamente el pestillo arriba y abajo y hablándonos de Darrell el dentista.
—Ellas me están asustando a mí —contestó Ben, sacudiéndose los pantalones de pana—, así que estamos en paz.
—Tal vez deberíamos intentar engatusarlas —comenté yo. Me agaché—. Ven aquí —dije, con la voz infantil que la gente utiliza con los perros—. Vamos. No te haré daño.
La oveja me miró desde la esquina, masticando impasible.
—¿Qué hacen los pastores cuando guían sus rebaños? —preguntó Ben.
Traté de recordarlo de las películas.
—No lo sé. Se limitan a caminar delante y las ovejas los siguen.
Probamos con eso. También tratamos de colocarnos a ambos lados de una oveja y empujar el rebaño desde el extremo opuesto, por si los animales corrían en sentido contrario y uno de ellos chocaba accidentalmente con el botón.
—Tal vez no les gusten esas bolitas de comida —dijo Flip.
—Tiene razón, ¿sabes? —dije yo, y Ben me miró, incrédulo—. Necesitamos saber más sobre sus hábitos alimenticios y sus habilidades. Llamaré a Billy Ray a ver cómo son.
Contacté con el servicio de mensajes de Billy Ray.
—Pulse el uno si quiere el rancho, pulse el dos si quiere el granero, pulse el tres si quiere el corral de las ovejas.
Billy Ray no estaba en ninguno de los tres sitios. Iba camino de Casper.
Volví al laboratorio, les dije a Bennett y a Flip que me iba a la biblioteca, y me marché.
El clon de Flip estaba en el mostrador, con una banda de cinta adhesiva en la cabeza y la marca de una i.
—¿Tienen libros sobre ovejas? —le pregunté.
—¿Cómo se escribe?
—Sin hache. —Ella siguió en blanco—. Con uve.
—El enjambre —leyó ella en la pantalla—. Los zánganos y la miel de…
—Ovejas —repetí—. Con uve.
—Oh —ella tecleó el nombre, corrigiéndolo varias veces—. El misterio de la oveja perdida —leyó—. Seis ovejas tontas van de compras, El síndrome de la oveja negra…
—Libros sobre ovejas —dije—. Cómo se crían y se entrenan.
Ella puso los ojos en blanco.
—No me lo había dicho.
Finalmente conseguí que me dijera en qué estante se encontraban y saqué: Cría de ovejas como diversión y negocio; Historias de un pastor australiano; Nueve sastres, de Dorothy Sayer, Nueve sastres que, según recordaba, hablaba de ovejas; Tratamiento y cuidado de las ovejas; y, recordando la sarna de las ovejas de Billy Ray, Enfermedades de las ovejas comunes. Los llevé al mostrador.
—Aquí consta que debe un libro —dijo—. Sobras completas de Robert Browning.
—Obras —dije yo—. Obras completas. Ya pasamos por esto la última vez. Lo devolví.
—Aquí no pone eso. Dice que tiene una multa de dieciséis cincuenta. Dice que lo sacó usted el pasado marzo. No pueden sacarse más libros cuando la multa sobrepasa los cinco dólares.
—Devolví el libro —contesté, y puse sobre el mostrador veinte dólares.
—Además, tiene que pagar el coste del nuevo libro —dijo ella—. Son cincuenta y cinco con noventa y nueve.
Sé cuándo darme por vencida. Le firmé un cheque y le llevé los libros a Ben. Los repasamos.
No nos dieron muchos ánimos. «Con el calor, las ovejas se acurrucan juntas y se mueren sofocadas», decía Cría de ovejas como diversión y etcétera, y «En ocasiones, las ovejas se tumban de espaldas y no son capaces de levantarse».
—Escucha esto —dijo Ben—. «Cuando se asustan, las ovejas pueden chocar contra los árboles y otros obstáculos.»
No había nada sobre estrategias excepto: «Mantener las ovejas dentro de una cerca es mucho más fácil que volverlas a meter.»
Pero había un montón de información sobre su manejo que nos habría venido bien antes.
Nunca hay que tocar la cara de una oveja ni rascarla tras las orejas, y el pastor australiano comentaba: «Tirar el sombrero al suelo y pisotearlo no sirve para otra cosa que para estropear el sombrero.»
—«Lo que más temen las ovejas es estar atrapadas» —le leí a Ben.
—Y ahora me lo dices.
Y algunos de los consejos, al parecer, no eran nada dignos de confianza.
«Quédate sentado y quieto —decía Tratamiento y cuidado—, y las ovejas sentirán curiosidad y vendrán a ver qué estás haciendo.»
No lo hicieron, pero el pastor australiano tenía un método práctico para llevar una oveja a donde querías.
—«Apóyate sobre una rodilla junto a la oveja» —leí.
Ben obedeció.
—«Coloca una mano sobre la grupa» —leí—. Es la zona de la cola.
—¿Sobre la cola?
—No. Un poco por detrás de las caderas.
Shirl salió al porche, encendió un cigarrillo, y luego se acercó a la verja para observarnos.
—«Colócale la otra mano bajo el morro. Cuando tengas la oveja sujeta de esta forma, no podrá escapar, ni avanzar o retroceder.»
—Hasta ahora, muy bien —dijo Ben.
—Ahora, «agarra el morro firmemente y empuja la grupa con cuidado para que avance la oveja.» —Bajé el libro y observé—. «Se consigue que pare tirando con la mano que está bajo el morro.»
—Muy bien —dijo Ben, incorporándose lentamente—. Allá va.
Dio un suave empujón al culito lanudo. La oveja no se movió.
Shirl dio una larga calada a su cigarrillo, sin dejar de toser, y sacudió la cabeza…
—¿Qué estamos haciendo mal? —preguntó Ben.
—Eso depende —contestó ella—. ¿Qué intentan hacer?
—Bueno, lo que quiero es enseñarle a la oveja a pulsar un botón para comer —dijo él—. Por ahora me conformaría con que alguna estuviera en la misma zona del corral que el dispensador de comida.
Había estado agarrando a la oveja y empujado todo el tiempo, pero la oveja al parecer funcionaba con algún tipo de mecanismo retardado. Dio dos pasos dóciles hacia delante y empezó a cabecear.
—No le sueltes el morro —dije yo, cosa que era más fácil de decir que de hacer.
Los dos nos lanzamos al cuello. Solté el libro y agarré un puñado de lana. Ben recibió una patada en el brazo. La oveja dio un salto tremendo y se plantó en mitad del rebaño.
—Suelen hacer eso —dijo Shirl, exhalando humo—. Cada vez que se las separa del rebaño; se lanzan de cabeza a él. El instinto gregario se impone. Pensar por uno mismo es demasiado aterrador.
Los dos nos acercamos a la verja.
—¿Entiende de ovejas?—preguntó Ben.
Ella asintió, chupando su cigarrillo.
—Sé que son los bichos más tontos, testarudos y pesados del planeta.
—Eso ya lo hemos descubierto.
—¿Cómo es que entiende de ovejas? —pregunté yo.
—Me crié en un rancho de ovejas, en Montana.
Ben dio un suspiro de alivio.
—¿Puede decirnos qué tenemos que hacer? —le pregunté—. No podemos conseguir que estas ovejas hagan nada.
Ella dio una larga calada.
—Necesitan una mansa —dijo.
—¿Una mansa? —preguntó Ben—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo especial de ronzal?
Ella sacudió la cabeza.
—Una líder.
—¿Como un perro pastor? —dije yo.
—No. Un perro puede acosar y guiar y mantener las ovejas a raya, pero no puede hacer que le sigan. Una mansa es una oveja.
—¿De una raza especial?
—No. De la misma raza. La misma clase de oveja, aunque con algo que hace que el resto del rebaño la siga. Normalmente es una vieja hembra, y algunos creen que ese algo tiene que ver con las hormonas, otros piensan que con su aspecto. Un maestro mío decía que nacen con capacidad para el liderato.
—Estructura de atención —dijo Ben—. Los monos machos dominantes la tienen.
—¿Qué le parece? —dije yo.
—¿A mí? —dijo ella, mirando cómo el humo de su cigarrillo se levantaba en volutas—. Creo que una mansa es igual que cualquier otra oveja, pero peor. Un poco más hambrienta, un poco más rápida, un poco más ansiosa. Quiere comer, refugiarse y aparearse primero, así que siempre va delante —se detuvo para darle una calada al cigarrillo—. No mucho. Si va muy por delante, el rebaño tendrá que buscar a otra, y eso significa pensar por sí mismos. Sólo un poquito, porque ni siquiera saben que las están guiando. Y la mansa no sabe que las guía.
Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó.
—Si le enseña a una mansa a pulsar un botón, el resto del rebaño lo hará también.
—¿Dónde podemos conseguir una? —dijo Ben ansioso.
—¿Dónde consiguieron sus ovejas? El rebaño probablemente tenía una, y no les tocó en este lote. Éstas no formaban un rebaño entero, ¿verdad?
—No —dije yo—. Billy Ray tiene doscientas cabezas.
Ella asintió.
—Un rebaño tan grande casi siempre tiene una mansa.
Miré a Ben.
—Voy a llamar a Billy Ray.
—Buena idea —dijo él, pero parecía haber perdido su entusiasmo.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿No crees que una mansa es una buena idea? ¿Temes que interfiera con tu experimento?
—¿Qué experimento? No, no, es una buena idea. La estructura de atención y su efecto sobre la tasa de aprendizaje es una de las variables que quería estudiar. Ve y llámalo.
—Muy bien —dije, y entré en el laboratorio. Mientras abría la puerta la del pasillo se cerró. Recorrí al hábitat y me asomé.
Flip, vestida con un mono y botas de montar blancas y azul Cerenkhov, desaparecía por las escaleras. Debía de habernos traído el correo. Me sorprendió que no se hubiera asomado al corral para preguntarnos si pensábamos que estaba cautivadora.
Volví al laboratorio. Flip había dejado el correo en la mesa de Ben. Dos paquetes para el doctor Ravenwood de Física, y una carta de Gina a los laboratorios Bell.
BODAS DE LOS NIÑOS DE LAS FLORES (1968–1975)
Rebelión popularizada por gente que no quería rebelarse totalmente contra la tradición y no casarse. En la ceremonia, celebrada en un prado o en lo alto de una colina, sonaba Feelings, tocada con un sitar, y los contrayentes leían votos escritos con una pequeña ayudita de Kahlil Gibran. Normalmente, la novia llevaba flores en el pelo e iba descalza. El novio llevaba el símbolo de la paz y patillas. Fue sustituida en los setenta por vivir ¡untos y la falta de compromiso.
Billy Ray trajo la mansa en persona.
—La he metido en el corral —dijo cuando entró en el laboratorio de estadística—. La chica que había allí me ha dicho que la pusiera con el resto del rebaño.
Debía referirse a Alicia. Se había pasado toda la tarde acurrucada con Ben, discutiendo sobre el perfil Niebnitz, en vista de lo cual yo subí al laboratorio a introducir datos sobre los años veinte en el ordenador. Me pregunté por qué Ben no estaría allí.
—¿Bonita? —dije—. ¿Tipo ejecutiva? ¿Vestida de rosa?
—¿La mansa?
—No, la persona con la que hablaste. ¿Pelo oscuro? ¿Carpetas?
—No. Un tatuaje en la frente.
—Una marca —dije, ausente—. Será mejor que vayamos a comprobar cómo está la mansa.
—Estará bien. Yo mismo la traje para poder llevarte a esa cena que nos perdimos la semana pasada.
—Oh, bien —dije. Aquello me daría la oportunidad de conseguir algunas ideas sobre umbrales de habilidad bajos que pudiéramos enseñar a las ovejas—. Voy por mi abrigo.
—Magnífico —sonrió él—. Hay un sitio nuevo al que quiero llevarte.
—¿De la pradera?
—No, es un restaurante siberiano. Se supone que la cocina siberiana es lo que está más de moda, lo más candente.
Esperé que por candente quisiera decir calentita. En el aparcamiento nevaba, y hacía un viento gélido. Me alegré de que Shirl no tuviera que irse allí a fumar un cigarrillo.
Billy Ray me acompañó hasta la camioneta y me ayudó a subir. Empezaba a salir del aparcamiento cuando lo cogí por el brazo.
—Espera —dije, recordando lo que Flip había hecho con mis recortes—. Tal vez deberíamos comprobar antes de marcharnos que la mansa esté bien. ¿Qué te dijo exactamente la muchacha que estaba en el laboratorio? No estaría fuera, en el corral, ¿verdad?
—No. Yo andaba buscando a alguien a quien entregar la mansa, y ella vino con algunas cartas y dijo que estaban en el laboratorio de la doctora Turnbull, y que dejara la mansa en el corral, así que lo hice. Estará bien. La saqué del camión y empezó a pastar.
Lo que debía significar que era realmente una mansa. Las cosas mejoraban.
—No seguía allí cuando te marchaste, ¿verdad? —dije—. La muchacha, no la mansa.
—No. Me preguntó si me parecía que tenía sentido del humor, y cuando le dije que no lo sabía, no me contestó nada gracioso; sólo suspiró, puso los ojos en blanco y se marchó.
—Bien —contesté.
Eran ya las cinco y media. Flip no se habría quedado cinco minutos más allá de las cinco, y normalmente se marchaba temprano, así que las posibilidades de que volviera al laboratorio para hacer cualquier barrabasada eran prácticamente nulas. Y Ben seguía allí; habría vuelto del laboratorio de Alicia para comprobar las cosas antes de irse a casa. Si no estaba demasiado enamorado de Alicia y la beca Niebnitz para recordar que tenía un rebaño de ovejas.
—Este lugar es magnífico —dijo Billy Ray—. Tendremos que hacer una hora de cola para entrar.
—Parece prometedor —dije yo—. Vamos.
En realidad fueron un hora y veinte minutos, y durante la última media hora el viento arreció y empezó a nevar. Billy Ray me dio su chaqueta forrada de piel de oveja para que me la pusiera sobre los hombros. Llevaba una camisa sin cuello y pantalones de montar. Se había dejado crecer el pelo y puesto guantes, también de montar, amarillos. El look de Brad Pitt. Como no paraba de tiritar, dejé que me prestara además los guantes.
—Te encantará este sitio —dijo—. La comida siberiana es magnífica. Me alegro muchísimo de que hayamos podido venir juntos. Hay algo de lo que quiero hablarte.
—Yo también quería hablar contigo —dije, con los labios entumecidos—. ¿Qué trucos se les puede enseñar a las ovejas?
—¿Trucos? —preguntó él, aturdido—. ¿Como qué?
—Ya sabes, como asociar un color con un regalo o correr por un laberinto. Preferiblemente algo que requiera poca habilidad y tenga varios niveles de dificultad.
—¿Enseñar a las ovejas? —repitió él. Hubo una larga pausa mientras el viento ululaba a nuestro alrededor—. Son muy buenas saliéndose de los cercados donde se supone que tienen que estar metidas.
Eso no era exactamente lo que yo tenía en mente.
—Te diré una cosa. Conectaré con Internet y veré si hay alguien que haya enseñado alguna vez un truco a una oveja. —Se quitó el sombrero, a pesar de la nieve, y lo hizo girar entre sus manos—. Te dije que había algo de lo que quería hablar contigo. He tenido un montón de tiempo para pensar últimamente, mientras conducía a Durango y todo eso, y he estado pensando mucho en la vida del rancho. Es una vida solitaria, siempre fuera de cobertura, sin ver nunca a nadie, sin ir a ningún sitio.
«Excepto a Lodge Grass y Lander y Durango», pensé.
—Y últimamente me he estado preguntando si todo eso merece la pena y para qué lo hago. He estado pensando en ti.
—Barbara Rose —dijo el camarero siberiano.
—Somos nosotros —dije yo. Le devolví a Billy Ray el abrigo y los guantes, él se puso el sombrero, y seguimos al camarero hasta nuestra mesa. Tenía un hornillo en el centro, y me calenté las manos en él.
—Creo que te dije el otro día que me sentía incómodo, como insatisfecho —dijo Billy Ray después de que recibiéramos nuestros menús.
—Inquieto.
—Es una buena palabra. Inquieto, sí. Y mientras regresaba de Lodgepole finalmente comprendí por qué —me cogió la mano.
—¿Qué?
—Tú.
Retiré la mano involuntariamente.
—Sé que esto es una sorpresa para ti —dijo él—. Fue una sorpresa para mí. Conducía por las Rocosas, sintiéndome vacío y como si nada importara, y pensé, voy a llamar a Sandy; y después de hablar contigo, me puse a pensar: tal vez deberíamos casarnos.
—¿Casarnos? —exclamé.
—Quiero decirte antes que nada que, sea cual sea tu respuesta, podrás quedarte con las ovejas todo el tiempo que quieras. Sin compromisos. Y sé que tienes una carrera a la que no quieres renunciar. No tendríamos que casarnos hasta que acabes con eso del pelo corto, y luego podrías instalarte en el rancho con fax y módem y e-mail. No te darías ni cuenta de que no estás en HiTek.
«Excepto que Flip no estaría allí —pensé absurdamente—, ni Alicia. Y no tendría que asistir a reuniones ni hacer ejercicios de sensibilidad. ¡Pero casarme!»
—No tienes que darme la respuesta ahora mismo —dijo Billy Ray—. Tómate todo el tiempo que quieras. Yo he tenido un par de miles de kilómetros para pensármelo. Puedes hacérmelo saber después del postre. Hasta entonces, te dejaré en paz.
Cogió una carta de menú roja con un gran oso ruso grabado y empezó a leerla, y yo me quedé sentada mirándolo, tratando de asimilar todo aquello. Casarme. Quería que me casara con él.
Y, bueno, ¿por qué no? Era un tipo agradable que estaba dispuesto a conducir cientos de kilómetros para verme, y yo tenía, como le había dicho a Alicia, treinta y uno, ¿y dónde iba a conocer a nadie más? ¿En los anuncios de contactos, con sus atléticos y preocupados NF que ni siquiera estaban dispuestos a cruzar la calle para conocer a alguien?
Billy Ray había estado dispuesto a venir en coche desde cualquiera sabía qué sitio por si podía llevarme a cenar. Y me había prestado un rebaño de ovejas y una mansa. Y sus guantes. ¿Dónde iba a conocer a alguien tan amable? Nadie en HiTek se me iba a declarar, eso seguro.
—¿Qué quieres? —me preguntó Billy Ray—. Creo que voy a tomar las patatas rellenas.
Yo tomé borscht sazonado con albahaca (no recordaba que fuera un plato de la cocina siberiana) y patatas rellenas, y traté de pensar. ¿Qué quería?
Averiguar de dónde venía el pelo corto, pensé, y sabía que eso era tan probable como ganar la beca Niebnitz. A pesar de la teoría de Feynman de que trabajar en un campo totalmente distinto favorecía los descubrimientos científicos, no estaba más cerca que antes de hallar el origen de las modas. Tal vez lo que necesitaba era irme por completo de Hi-Tek, a respirar aire puro, en un rancho aislado de Wyoming.
—Lejos del mundanal ruido —murmuré.
—¿Qué?
—Nada —contesté, y él siguió cenando.
Le observé comerse las patatas rellenas. De verdad que se parecía un poco a Brad Pitt. Era horriblemente moderno, pero tal vez eso sería una ventaja para mi proyecto, y no tendríamos que casarnos inmediatamente. Había dicho que podría esperar a que terminara mi investigación.
Y, contrariamente al dentista de Flip, no le importaría que fuera geográficamente incompatible mientras trabajaba en él.
«Flip y su dentista», pensé, preguntándome incómoda si todo aquello no era más que otra moda. Aquel artículo decía que el matrimonio estaba a la última, y todas las niñas pequeñas andaban locas por la Barbie Novia Romántica. La madre de Lindsay pensaba en casarse de nuevo a pesar de aquel capullo de Mark, Sara intentaba convencer a Ted para que se declarara, y Bennett dejaba que Alicia le escogiera las corbatas. ¿Y si todos formaban parte de una moda de compromisos?
Estaba siendo injusta con Billy Ray. Le encantaba todo lo que estaba de moda, incluso podía aguantar hora y media de cola en plena tormenta, pero no se casaría con alguien sólo porque se llevara el matrimonio. ¿Y qué si era una moda? Las modas no son tan malas. Mira el reciclado y el movimiento en favor de los derechos civiles. Y el vals. Y, de todas formas, ¿qué tenía de malo seguir la moda de vez en cuando?
—Hora de tomar el postre —dijo Billy Ray, mirándome desde debajo del ala de su sombrero.
Llamó a la camarera, y ella trajo a rastras los sospechosos habituales: áreme brülée, tiramisú, pudín de pan.
—¿No hay tarta de chocolate y queso? —pregunté.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Qué quieres tú? —dijo Billy Ray.
—Un minuto —dije, resoplando—. Pide tú.
Billy Ray le sonrió a la camarera.
—Tomaré el pudín de pan.
—Es nuestro postre de más éxito —comentó la camarera.
—Creía que no te gustaba el pudín de pan —dije yo.
Él alzó la cabeza, aturdido.
—¿Cuándo he dicho eso?
—En aquel lugar de comida de la pradera al que me llevaste. El Rosa de Kansas. Tomaste tiramisú.
—Ya nadie toma tiramisú —dijo él—. Me encanta el pudín de pan.
MASCOTAS VIRTUALES (otoño 1994–primavera 1996)
Juego de ordenador japonés de moda en el que aparecía una mascota programada. El cachorrito o el gatito crecía y jugaba, aprendía trucos (los perros, se sobreentiende, no los gatos) y se escapaba si no se le cuidaba bien. Su éxito se debió al amor de los japoneses por los animales y al problema del exceso de población que hace que tenerlos en casa sea imposible.
Ben se encontró conmigo en el aparcamiento a la mañana siguiente.
—¿Dónde está la mansa? —preguntó.
—¿No está con las otras ovejas? —Salí del coche. Sabía que no tendría que haberme fiado de Flip—. Billy Ray dijo que la había metido en el corral.
—Bueno, si está allí, es igual que cualquier otra oveja.
Tenía razón. Lo era. Hicimos un rápido conteo, y había una más que antes, pero resultaba imposible adivinar cuál era la mansa.
—¿Qué aspecto tenía cuando tu amigo la metió en el corral?
—Yo no estaba aquí —dije, mirando las ovejas, tratando de detectar una que fuese diferente—. Sabía que tendría que haber bajado a comprobarlo, pero íbamos a cenar y…
—Ya —me cortó él—. Será mejor que busquemos a Shirl.
Shirl no estaba por ninguna parte. Busqué en la sala de fotocopias y en Suministros, donde Desiderata estaba examinando sus puntas abiertas, que había extendido cortadas sobre el mostrador, delante de ella.
—¿Qué te ha pasado, Desiderata? —pregunté, mirando su pelo trasquilado.
—No he podido quitarme la cinta adhesiva —dijo tristemente, mostrándome uno de los mechones, todavía envuelto—. Ha sido peor que la goma arábiga.
Di un respingo.
—¿Has visto a Shirl?
—Probablemente estará fumando por alguna parte —comentó con desaprobación—. ¿Sabe usted lo malo que es el humo de segunda mano?
—Casi tanto como la cinta adhesiva —dije, y bajé al laboratorio de Alicia por si Shirl estaba trabajando en sus estadísticas.
No estaba allí, pero Alicia sí, vestida con una blusa de seda rosa pomo y pantalones palazzo.
—Ninguno de los ganadores de la beca Niebnitz fumaba —dijo, cuando le pregunté si había visto a Shirl.
Pensé en explicarle que, dado el porcentaje de no fumadores en la población general y el exiguo número de receptores de la beca Niebnitz, la probabilidad de que fueran no fumadores (o cualquier otra cosa) era estadísticamente insignificante, pero todavía había que identificar a la oveja mansa.
—¿Sabes dónde puede estar Shirl?
—La envié a Dirección con un informe.
Pero tampoco estaba allí. Regresé al laboratorio. Bennett no la había encontrado.
—Estamos solos —dijo.
—Muy bien. Es una mansa, así que es una líder. Pongamos un poco de heno a ver qué pasa.
Lo hicimos.
No pasó nada. Las ovejas cercanas a Ben se escabulleron cuando introdujo el heno y luego se pusieron a pastar. Una de ellas se acercó al abrevadero y acabó con la cabeza enganchada entre la pared y éste, y se quedó allí balando.
—Tal vez nos trajo la oveja equivocada —dijo Ben.
—¿Tienes las cintas de vídeo de anoche?
—Sí —contestó él, animado—. Estará grabado el momento en que tu amigo la trajo.
Lo estaba. Billy Ray la sacó del camión, y la mansa lo siguió tranquilamente rampa abajo hasta el centro del rebaño; simplemente, era cuestión de seguir su progreso fotograma a fotograma hasta el momento presente.
O lo habría sido si Flip no se hubiera plantado delante de la cámara. Bloqueó completamente la visión del rebaño durante al menos diez minutos, y cuando finalmente se apartó la colocación de las ovejas era completamente distinta.
—Quería saber si Billy Ray pensaba que tenía sentido del humor —dije yo.
—Por supuesto. ¿Y ahora qué?
—Vuelve atrás. Y congela la imagen justo antes de que la mansa salga del camión. Tal vez tenga alguna característica distintiva.
Rebobinó, y contemplamos la imagen. La mansa era exactamente igual que las demás. Si tenía alguna característica distintiva, sólo la apreciaban las ovejas.
—Parece un poco bizca —dijo Ben por fin, señalando la pantalla—.¿Ves?
Pasamos la siguiente media hora abriéndonos paso entre el rebaño, cogiendo las ovejas por el morro y mirándolas a los ojos. Todas eran un poco bizcas y con la mirada tan vacía que bien podrían haber tenido estampada en la frente de color blanco sucio una i de impenetrable.
—Tiene que haber una forma mejor de hacer esto —dije después de que una oveja falsamente debilucha me hubiera aplastado contra la cerca y estuviera a punto de romperme las dos piernas—. Probemos otra vez con las cintas.
—¿Las de anoche?
—No, las de esta mañana. Y sigue grabando. Vuelvo ahora mismo.
Subí corriendo al laboratorio de estadística, buscando a Shirl por el camino, pero no había ni rastro de ella. Agarré el disco donde estaban mis programas vector y luego empecé a rebuscar entre mi colección de modas.
Se me había ocurrido mientras subía que, si conseguíamos identificar la oveja mansa, necesitábamos algo para marcarla. Saqué el lazo rosa pomo que había comprado en Boulder y volví al laboratorio.
Las ovejas estaban congregadas alrededor del heno, masticando con sus grandes dientes cuadrados.
—¿Has visto cuál las ha guiado hasta aquí? —le pregunté a Ben.
Él sacudió la cabeza.
—Todas se han acercado al mismo tiempo. Mira.
Conectó el vídeo y me lo mostró.
Tenía razón. En el monitor, las ovejas deambulaban sin rumbo por el corral, deteniéndose a pastar un paso sí un paso no, sin prestarse atención unas a otras ni al heno, hasta que, al parecer por accidente, todas estuvieron con las patas metidas en el heno, dando bocaditos.
—Muy bien —dije yo, sentándome ante el ordenador—. Conecta otra vez la cinta, a ver si podemos aislar a la mansa. ¿Sigues grabando?
Él asintió.
—En continuo y en copia. —Bien.
Rebobiné y detuve la imagen diez fotogramas antes de que Ben sacara el heno. Luego hice un diagrama, asignando un punto de color distinto a cada una de las ovejas, e hice lo mismo con los siguientes veinte fotogramas para establecer un vector. Luego empecé a experimentar para ver cuántos fotogramas podía saltarme sin perder la pista de cuál era cada oveja.
Cuarenta. Pastaban durante poco más de dos minutos y luego daban una media de tres pasos antes de detenerse y volver a comer.
Empecé con cuarenta, perdí la pista de tres ovejas al segundo intento, reduje a treinta, y avancé.
Cuando tuve diez puntos para cada oveja, conecté un programa de análisis para calcular proximidades y dirección prevista, y seguí trazando vectores.
En la pantalla el movimiento seguía siendo aleatorio, determinado por la longitud de la hierba y la dirección del viento o lo que fuera que hubiese en sus diminutos procesos de pensamiento para hacer que las ovejas se movieran en un sentido o en otro.
Había un vector que se dirigía al heno, y lo aislé y lo seguí durante los cien fotogramas siguientes, pero sólo era una oveja moteada decidida a quedarse atascada en un rincón. Volví a repasar todos los vectores.
Seguía sin aparecer nada en la pantalla, pero en los números de encima empezaba a dibujarse una pauta. Azul cerúleo. Lo seguí, todavía sin convencimiento. Parecía que la oveja pastaba en un amplio círculo, pero las proximidades indicaban que se movía errática pero decididamente hacia el heno.
Aislé su vector y la contemplé en la cinta de vídeo. Parecía completamente ordinaria y totalmente ajena al heno. Daba un par de pasos, pastaba, daba otro paso, se volvía un poco, pastaba otra vez, terminando cada vez un poquito más cerca del heno, y en la mitad de los fotogramas la regresión indicaba que las demás ovejas la seguían.
Quise asegurarme.
—Ben —dije—. Cubre el abrevadero y pon un barreño con agua en la puerta trasera. Espera, déjame preparar la cinta para seguir lo que ocurra. Vale —dije al cabo de un minuto—. Camina por un lado para no bloquear la cámara.
Contemplé en el monitor cómo colocaba una plancha de madera sobre el abrevadero, sacaba un barreño y lo lienaba con una manguera, sin quitar ojo a las ovejas para ver si alguna de ellas se daba cuenta.
No lo hicieron.
Permanecieron junto al heno. Hubo un breve aleteo de actividad cuando Ben retiró la manguera y alzó el pestillo de la puerta, y luego las ovejas volvieron a lo suyo como de costumbre.
Seguí a la azul cerúleo en tiempo real, observando los números.
—La tengo —le dije a Bennett. Él se acercó y miró por encima de mi hombro.
—¿Estás segura? No parece demasiado inteligente.
—Si lo fuera, las demás no la seguirían.
—Los he buscado arriba, pero no estaban en ninguna parte —dijo Flip.
—Estamos ocupados, Flip —dije sin apartar los ojos de la pantalla.
—Traeré el ronzal y un collar —se ofreció Ben—. Dirígeme.
—Sólo tardaré un minuto —insistió Flip—. Quiero que miren una cosa.
—Tendrá que esperar —contesté, los ojos todavía clavados en la pantalla.
Al cabo de un minuto, Ben apareció en la imagen, sujetando el collar y el ronzal.
—¿Cuál? —gritó.
—Ve a la izquierda —grité yo a mi vez—. Tres, no, cuatro ovejas. Muy bien. Ahora gira hacia la pared oeste.
—Esto es por Darrell, ¿verdad? —dijo Flip—. Estaba en un periódico. Cualquiera que lo leyera tenía derecho a contestarle.
—Una más a la izquierda —grité—. No, ésa no. La que está delante. Muy bien, ahora no la asustes. Ponle la mano en los cuartos traseros.
—Además, decía «sofisticada y elegante». Las científicas no son elegantes, excepto la doctora Turnbull.
—¡Cuidado! —grité—. No la espantes. —Me levanté para ayudarlo.
Flip me bloqueó el paso.
—Lo único que quiero es que miren una cosa. Sólo será un minuto.
—Rápido —llamó Ben—. No puedo sujetarla.
—No tengo un minuto —repuse, y dejé atrás a Flip, rezando para que Ben no hubiera perdido la oveja mansa.
Todavía la tenía, pero por los pelos. Colgaba de su cola agarrado con ambas manos, y todavía sujetaba el ronzal y el collar. No había forma de que pudiera soltarlos para dármelos. Me saqué el lazo del bolsillo, lo pasé alrededor del tenso cuello de la mansa, y se lo até con un nudo.
—Muy bien —dije, separando los pies—, puedes soltarla.
El brinco casi me arrojó al suelo, y la oveja mansa inmediatamente empezó a tirar de mí y del lazo, todavía no demasiado bien atado; pero Ben ya le estaba poniendo el ronzal.
Me lo tendió para que lo agarrara y le puso el collar, justo cuando el lazo cedía y se rasgaba con un fuerte chasquido.
Se agarró al ronzal, y los dos nos aferramos a él como niños que hacen volar una cometa.
—Él collar… está… puesto —dijo él, jadeando.
Pero no se veía: lo cubría completamente la densa lana de la mansa.
—Sujétala un momento —dije, y pasé lo que quedaba de lazo por debajo del collar—. Aguanta —insistí, atando un lazo grande y flaccido—. El rosa pomo es el color del otoño. —Ajusté los extremos—. Ya está, oveja, vas a la última.
Al parecer, la oveja estaba de acuerdo. Dejó de debatirse y se quedó quieta. Ben se arrodilló a mi lado y le quitó el ronzal.
—Formamos un gran equipo —dijo, sonriéndome.
—Sí que es verdad.
—Bien —dijo Flip desde la puerta. Meneaba el pestillo arriba y abajo—. ¿Tienen un minuto ahora?
—Sí —contesté, riéndome. Me levanté—. Tengo un minuto. ¿Qué es lo que querías que mirara?
Pero ahora que la observaba, era obvio.
Se había teñido el pelo… el mechón, los hilos de tela, incluso la pelusilla de su cráneo rapado, de un brillante y bilioso azul cerúleo.
—¿Y bien? —dijo Flip—. ¿Cree que le gustará?
—No lo sé, Flip. Los dentistas tienden a ser bastante conservadores.
—Lo sé —contestó ella, poniendo los ojos en blanco—. Por eso me lo teñí de azul. El azul es un color conservador —agitó su mechón azul—. No me ayuda usted en nada —dijo, y se marchó.
Me volví hacia Ben y la mansa, que seguía completamente inmóvil.
—¿Y ahora qué?
Ben se agachó junto a la oveja y la cogió por el morro.
—Vamos a enseñarte cosas que requieran poca habilidad —dijo—, y tú se las enseñarás a tus amigas. ¿Comprendido?
La mansa masticó pensativa.
—¿Qué sugieres, doctora Foster? ¿Scrabble? ¿Ping-pong? —Se volvió hacia la mansa—. ¿Te gustaría empezar una cadena de cartas?
—Creo que será mejor que nos contentemos con pulsar un botón para que abra un abrevadero. Como dijiste, no parece demasiado inteligente.
Él volvió la cabeza a un lado y luego a otro, con el ceño fruncido.
—Se parece a Flip —me sonrió—. Muy bien, será el Trivial Pursuit. Pero primero tengo que traer mantequilla de cacahuete. En Tratamiento y cuidado de las ovejas pone que les encanta.
Y se marchó.
Até con un doble nudo el lazo de la mansa y luego me apoyé sobre la cerca y las observé.
Sus movimientos parecían tan aleatorios y faltos de dirección como siempre. Pastaban y daban un paso y volvían a pastar, y lo mismo hacía la mansa, distinguible del resto sólo por el lazo rosa pálido, indiferenciada e indistinguible. Y liderando.
Arrancó un trozo de hierba, lo masticó, dio dos pasos, y contempló el vacío un buen rato, ¿pensando en qué? ¿En ponerse un pendiente en la nariz? ¿En la moda de ejercicios para el otoño?
—Aquí tiene —dijo Shirl, que traía un fajo de papeles y parecía enfadada—. No estará prometida a ese Billy Ray, ¿verdad? Porque si lo está, eso cambia toda… —se detuvo—. Bueno, ¿lo está?
—No. ¿Quién le ha dicho que sí?
—Flip —contestó, disgustada. Soltó los papeles y encendió un cigarrillo—. Le dijo a Sara que iba usted a casarse y mudarse a Nevada.
—Wyoming —dije—, pero no.
—Bien —dijo Shirl, dando una enfática calada al cigarrillo—. Es usted una científica con mucho talento y un futuro muy brillante. Con su talento, le sucederán cosas muy buenas dentro de poco, y no tiene sentido echarlo todo por la borda.
—No voy a casarme —dije, e hice un esfuerzo por cambiar de tema—. ¿Quería verme por algo?
—Sí —contestó, señalando el corral—. Cuando llegue la mansa, asegúrese de marcarla antes de meterla con las demás ovejas; así podrá distinguirla. Y hay una reunión de todo el personal mañana —cogió los memorandos y me tendió uno—. A las dos.
—Otra reunión no.
Ella apagó su cigarrillo y se marchó, y yo volví a apoyarme en la cerca para observar las ovejas. Pastaban pacíficamente, la mansa en medio de todas, distinguible únicamente por el lazo rosa.
«Tendría que quitar la tapa del abrevadero y comprobar los circuitos, para que todo esté preparado cuando Ben regrese», pensé, pero volví al ordenador, tracé vectores durante un rato, y permanecí sentada contemplando la pantalla, viéndolas moverse, viendo cómo la mansa se movía entre ellas, y pensando en Robert Browning y el pelo corto.
ANILLOS DE ESTADO DE ÁNIMO (1975)
Joya de moda. Consistía en un anillo con una gran «piedra» que en realidad era cristal líquido sensible a la temperatura. Los anillos de estado de ánimo supuestamente reflejaban el de quien los llevaba y daban a conocer sus pensamientos. Azul significaba tranquilidad; rojo significaba mal humor; negro, depresión. Como el anillo respondía a la temperatura, y al cabo de un tiempo ni siquiera a eso, nadie que no tuviera fiebre conseguía el ideal tono púrpura «bendición»; pero todo el mundo acababa desesperado y deprimido cuando el anillo se volvía permanentemente negro. La moda fue sustituida por las piedras amuleto, que no respondían a nada.
Decididamente, la mansa conseguía que el rebaño hiciera lo que ella quería. Lograr que la mansa hiciera lo que nosotros queríamos era harina de otro costal.
Nos observaba mientras untábamos con mantequilla de cacahuete el botón que supuestamente iba a pulsar, y luego conducía todo el rebaño para que se quedara atascado en la esquina del fondo.
Lo intentamos otra vez. Ben la tentó con una manzana podrida, porque el autor de Cría de ovejas como diversión y negocio juraba que les gustaban, y ella trotó detrás de él hasta el pesebre.
—Buena chica —dijo Ben, y se inclinó para darle la manzana; la oveja le dio un buen golpe en el estómago que lo dejó sin aliento.
Luego probamos con lechuga pasada y después con brécol fresco, sin obtener resultado alguno.
—Al menos no te ha embestido —dije, y lo dejamos por aquel día.
Cuando llegué al trabajo al día siguiente con una bolsa llena de repollo y kiwis (por Historias de un pastor australiano), Ben untaba con melaza el fondo del pesebre.
—Bueno, no cabe duda de que ha habido difusión de información —dijo—. Otras tres ovejas me han embestido esta mañana.
Condujimos a la mansa hasta el pesebre aplicando el método de tirar del morro y sujetar por el rabo, además de una pistola de agua, según sugería Tratamiento y cuidado de las ovejas.
—Se supone que eso impide que embistan.
No lo impidió.
Le ayudé a levantarse.
—Historias de un pastor australiano se refería sólo a las embestidas de las cabras, no a las de las ovejas —le sacudí el polvo—. Es suficiente para hacerte perder la fe en la literatura.
—No —contestó él, sujetándose el estómago—. El poeta tenía razón. «La oveja es una bestia peligrosa.»
Al quinto intento conseguimos que lamiera la melaza. Al instante, las bolitas de comida cayeron al pesebre. La mansa las miró interesada un buen rato, durante el cual Ben me miró y cruzó los dedos, y luego embistió y me golpeó con acierto ambos tobillos, haciéndome soltar el ronzal. Se abalanzó contra el rebaño, espantándolo. Una de las ovejas chocó contra el pie de Ben.
—Míralo por la parte positiva —dije, frotándome los tobillos—. Hay una reunión de personal a las dos.
Ben se acercó cojeando y recogió el ronzal suelto.
—Se supone que les gustan los cacahuetes.
A la mansa no le gustaban; ni el apio, ni pisar sombreros. Sin embargo, sí le gustaba salir de estampida y recular y tratar de librarse del collar. A la una menos cuarto Ben consultó el reloj y dijo:
—Ya casi es la hora de la reunión. Y yo no lo contradije.
Fui cojeando al laboratorio de estadística, me sacudí tanta lana y polvo como pude y acudí a la reunión, esperando que Dirección pensara que estaba haciendo ímprobos esfuerzos por vestir de manera informal.
Sarán se reunió conmigo en la puerta de la cafetería.
—¿No es emocionante?—dijo, plantándome en la cara la mano izquierda—. ¡Ted me ha pedido que me case con él! «¿Ted el de la aversión al compromiso?—pensé—. ¿El que tenía graves problemas íntimos y no era en el fondo más que un niño malcriado?»
—Fuimos a escalar sobre hielo, y él clavó su pitón y dijo: «¡Toma, sé que querías esto!», y me tendió un anillo. Ni siquiera lo alcancé. ¡Fue tan romántico!
—¡Gina, mira! —añadió, cargando contra su próxima víctima—. ¿No es emocionante?
Entré en la cafetería. Dirección se encontraba en la parte delantera de la sala, junto a Flip. Llevaba vaqueros con raya. Ella iba vestida con pantalones azul Cerenkhov de torero y un sombrerito informe calado hasta las orejas. Los dos vestían una camiseta con las letras DSAJ delante.
—Oh, no —murmuré, preguntándome qué significaría eso para nuestro proyecto—, otro acrónimo no.
—Dirección Sistematizada de Avances Jerárquicos —dijo Ben, sentándose a mi lado—. Es el estilo de dirección que usaba el noventa y nueve por ciento de las empresas cuyos científicos ganaron la beca Niebnitz.
—¿Y cuántas son?
—Una. Y sólo lo emplearon tres días.
—¿Significa esto que tendremos que volver a solicitar fondos para nuestro proyecto?
Él sacudió la cabeza.
—Se lo pregunté a Shirl. No han impreso todavía los nuevos folletos.
—Tenemos muchas cosas en la agenda de hoy —tronó Dirección—, así que empecemos. Primero, ha habido algunos problemas con Suministros, y para rectificar eso hemos ideado un nuevo impreso de solicitud. La directora de suministro de mensajes de trabajo —hizo una seña a Flip, que sostenía un montón enorme de clasificadores— los repartirá.
—¿La directora de suministro de mensajes de trabajo? —murmuré.
—Alégrate de que no la nombraran vicepresidenta.
—En segundo lugar—dijo Dirección—, tengo excelentes noticias que compartir con vosotros referidas a la beca Niebnitz. La doctora Alicia Turnbull ha estado elaborando con nosotros un plan que vamos a poner hoy en marcha. Pero primero quiero que todos elijáis una pareja…
Ben me agarró la mano.
—… y os coloquéis uno frente al otro.
Nos pusimos de pie y yo alcé las manos, las palmas hacia fuera.
—Si tenemos que decir tres cosas que nos gustan sobre las ovejas, dimito.
—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—, ahora quiero que deis a vuestra pareja un gran abrazo.
—La próxima moda en HiTek será el acoso sexual —dije animadamente, y Ben me tomó en sus brazos.
—Vamos —dijo Dirección—. No todo el mundo está participando. Un gran abrazo.
Los brazos de Ben me atrajeron, me envolvieron dentro de sus mangas de cuadros. Mis manos, pilladas en aquel tonto gesto de palmas hacia afuera, rodearon su cuello. Mi corazón empezó a redoblar.
—Un abrazo dice: «Gracias por trabajar conmigo» —anunció Dirección—. Un abrazo dice: «Aprecio tu disposición.»
Mi mejilla estaba apoyada en la oreja de Ben. Olía levemente a oveja. Pude sentir su corazón latiendo, el calor de su aliento sobre mi cuello. Mi respiración se cortó, como un motor con hipo.
—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—. Quiero que miréis a vuestra pareja… todavía abrazados, no os soltéis… y le digáis lo mucho que significa para vosotros.
Ben alzó la cabeza, la boca rozando mi pelo, y me miró. Sus ojos grises estaban serios tras las gruesas gafas.
—Yo… —dije, y me solté de su abrazo.
—¿Adonde vas?
—Tengo que… se me acaba de ocurrir algo que encaja en mi teoría del pelo corto —dije, desesperada—. Tengo que introducirlo en el ordenador antes de que se me olvide. Es sobre las maratones de baile.
—Espera —dijo él, y me agarró la mano—. Creía que las maratones de baile no empezaron hasta los años treinta.
—Empezaron en 1927 —dije, y me libré de su mano.
—¿Eso no fue después de la locura del pelo corto? —preguntó él; pero yo había salido ya por la puerta y corría escaleras arriba.
GUIRNALDAS DE PELO (1870–1890)
Productos de artesanía victoriana muy tétricos fabricados con el pelo de un ser amado (o de varios, preferiblemente de distintos colores). El pelo (obtenido de un modo u otro) era trenzado y tejido en forma de coronas y ramos, y colocado luego bajo una cúpula de cristal o enmarcado y colgado de la pared. La moda fue sustituida por el movimiento sufragista, el croquet y Elinor Glyn. La moda de las coronas de pelo puede que fuera uno de los factores que favorecieron la moda del pelo corto de los años veinte.
Cosas muy diversas han conducido a logros significativos: manzanas, ancas de rana, placas fotográficas, pájaros. Pero el mío debe de ser el único debido a uno de los estúpidos ejercicios de sensibilidad de Dirección.
No paré hasta llegar al laboratorio de Estadística. Me abracé con las manos contra el pecho y me apoyé en la puerta, jadeando y murmurando una y otra vez:
—Estúpida, estúpida, estúpida.
Se suponía que era una experta detectando tendencias, pero había tardado semanas en ver adonde conducía ésta. Y durante todo ese tiempo había creído que era su inmunidad a las modas lo que me interesaba de él.
Había tomado notas sobre sus zapatillas de lino y sus corbatas.
Incluso había considerado en serio la propuesta de Billy Ray. Y todo ese tiempo…
Alguien venía por el pasillo. Me senté rápidamente ante el ordenador, cargué un programa, y me quedé allí, mirándolo sin ver.
—¿Ocupada?—dijo Gina al entrar.
—Sí.
—Oh —y su expresión decía claramente: «No pareces ocupada»—. No te encontraba después de la reunión. Me he ido al cuarto de baño antes de que empezaran el ejercicio de sensibilidad, y cuando he vuelto te habías ido. Quería traerte la lista de jugueterías donde ya he buscado para que no pierdas el tiempo con ellas.
—Muy bien. Iré este fin de semana.
—Oh, no hay prisa. El cumpleaños de Bethany no es hasta dentro de otras dos semanas, pero me pone un poco nerviosa que en Toys «R» Us se hayan quedado sin ella. Ahí es donde la madre de Chelsea encontró la de Brittany, y dijo que era el único sitio donde pudo encontrar una. —Frunció el ceño—. ¿Estás bien? Tienes la cara de alguien a quien han castigado en su habitación.
Una expulsión. Tienes que quedarte aquí sentada y calladita hasta que puedas controlar tus emociones, jovencita.
—Estoy bien —dije—. Tendría que haber escuchado tu consejo e irme al cuarto de baño, eso es todo.
Ella asintió.
—Esos ejercicios de sensibilidad acaban haciéndote polvo. Bueno, dejaré que vuelvas al trabajo. O lo que sea —me palmeó en el hombro.
—Y yo te traeré la Barbie Novia Romántica. No tienes que preocuparte. La encontraré —dije, y empecé a rebuscar a ciegas en un grupo de recortes.
En cuanto se fue cerré la puerta, y luego me senté otra vez ante el ordenador y contemplé la pantalla.
El archivo que había recuperado era mi gráfico sobre el pelo corto. Estaba allí, con sus líneas de colores entrecruzadas y aquel anómalo grupo en Marydale, Ohio, como un reproche.
¿Cómo podía tener la esperanza de comprender lo que había motivado que las mujeres se cortaran el pelo setenta años atrás cuando ni siquiera comprendía lo que me movía a mí a actuar?
No había tenido ni una sola pista hasta que Ben me rodeó con sus brazos. Hasta que me atrajo hacia sí, pensaba sinceramente que intentaba salvar su proyecto porque no podía soportar a Flip. Incluso creía que estaba irritada con Alicia simplemente porque intentaba producir ciencia a la carta. Y todo el tiempo…
Oí un ruido en el pasillo y coloqué las manos sobre el teclado. Necesitaba parecer ocupada para que nadie más viniera a hablar conmigo.
Contemplé el gráfico con sus líneas entrelazadas y sus curvas intercaladas, cada una influyendo sobre las.otras, reiterándose y conduciendo inevitablemente a un Resultado.
Como mi caída. Y tal vez debería dibujar eso: señalar los hechos e interacciones que me habían conducido a aquella situación. Recuperé el programa cromático y un archivo vacío y empecé a reconstruirla.
Había pedido prestadas las ovejas de Billy Ray. No, había empezado antes, con Dirección y GRIS. Dirección había entregado un nuevo impreso de solicitud de fondos, y el de Ben se había perdido, y yo había sugerido que trabajáramos juntos. Y Dirección había dicho que sí porque querían que uno de los científicos de HiTek obtuviera la beca Niebnitz.
Empecé a dibujar las líneas que se conectaban, de las reuniones de Dirección a los impresos de fondos, a Shirl, la nueva ayudante, que me había traído copias extra de las páginas que faltaban y que yo había llevado a Ben, a Alicia, la cual quería colaborar con Bennett para ganar la beca Niebnitz. Y otra vez de vuelta a Dirección y GRIS. Y a Flip.
—Se ha marchado de la reunión temprano —me reprochó Flip, abriendo la puerta. Todavía llevaba el sombrero encasquetado, pero se había quitado la camiseta DSAS; ahora lucía un vestido transparente sobre unas mallas que parecían hechas de cinta adhesiva azul Cerenkhov.
—No recogió el impreso mejorado para la obtención de suministros —dijo, y me tendió una carpeta—. Y yo quería hacerle una pregunta.
—Estoy ocupada, Flip.
—Sólo será un minuto. Sé que todavía está enfadada porque contesté al anuncio de contactos, pero es la única a la que puedo preguntárselo. Desiderata y Shirl están cabreadas conmigo.
«Me pregunto por qué», pensé.
—De verdad que estoy muy ocupada, Flip.
—Sólo será un minuto. —Acercó un taburete al ordenador y se encaramó en él—. ¿Hasta dónde debe llegar una persona cuando está realmente desequilibrada por alguien?
Justo lo que necesitaba, discutir sobre la vida sexual de una persona que lleva una anilla en la nariz y ropa interior de cinta adhesiva.
—Quiero decir, si pensara que nunca iba a volver a ver a ese alguien. ¿Piensa que es estúpido hacer algo realmente suarb?
Había hablado con Ben para unir nuestros proyectos. Había pedido prestado un rebaño de ovejas. Estúpida, estúpida, estúpida.
—Es sobre mi pelo —dijo, y se quitó el sombrero—. Me lo rapé.
Desde luego, lo había hecho. Tenía el pelo a menos de un centímetro de su casco azul. Por un segundo pensé que había tenido el mismo problema con la cinta adhesiva que Desiderata, pero también había eliminado su mechón colgante.
Parecía un pollito desplumado muerto de frío.
Sentí una súbita punzada de piedad por ella, enamorada de un dentista, nada menos, que no sabía que existía, y que probablemente ya estaba prometido.
—Así que me pregunté si estaba bien así o si debería añadir otra marca —señaló su sien derecha, justo debajo de la zona rapada.
—¿De qué? —dije débilmente.
Ella suspiró.
—De una tira de cinta adhesiva, por supuesto.
Por supuesto.
—Creo que depende de cómo vayas a dejarte crecer el pelo —dije, esperando que fuera a hacerlo.
Al parecer así era, porque volvió a ponerse el sombrero y dijo:
—¿Así que entonces no cree que será una estupidez?
—Flip, ¿quieres hacerme un favor? ¿Quieres bajar a Biología y decirle al doctor O'Reilly que voy a marcharme temprano, y que hablaré con él mañana?
—Biología está justo al otro lado del edificio —dijo ella, enfadada—. De todas formas, dudo que esté allí. Cuando dejé la reunión, estaba hablando con la doctora Turnbull. Como siempre. Apuesto que desea haberla tenido por compañera en todo eso de los abrazos.
—Estoy realmente ocupada, Flip —dije, y empecé a teclear para demostrarlo. Flip. Todo era culpa de Flip Había perdido los impresos de Bennett y robado mis anuncios de contactos, y por eso yo estaba en la sala de fotocopias cuando entró él.
—¿Sabía que la doctora Patton se ha prometido? —dijo Flip buscando conversación—. ¿Con ese tipo que no quería casarse?
—Sí.
—Apuesto que el doctor O'Reilly y la doctora Turnbull se casarán muy pronto.
Seguí tecleando obstinadamente, y al cabo de un ratito Flip se aburrió y se marchó; pero no paré. No bromeanba al decir que todo aquel lío era culpa de Flip. No sólo había perdido los impresos y robado los anuncios. Lo había empezado todo. Si no me hubiera entregado a mí en primer lugar el paquete de la doctora Turnbull, nunca habría conocido a Ben. Nunca habría bajado a Biología, y en aquella primera reunión él estaba al otro lado de la sala.
Seguí añadiendo líneas, siguiendo los hechos interconectados. Ella había echado a perder seis semanas de investigación y me había robado la grapadora. Y había perdido las páginas del impreso de fondos. Yo había tenido que llevarle a Ben las páginas que faltaban. Las huellas de sus Mary Janes y sus zuecos sin talón estaban por todas partes, denunciando sus tropelías.
Era como una especie de Yago. O algún ángel de la guarda maligno. «Siempre allí, a tu lado, adondequiera que vayas», era lo que ponía en Ángeles, ángeles por todas partes. Y era verdad. Estaba en todas partes, como una horrible anti-Pippa, deambulando ante ventanas insospechadas y sembrando la destrucción dondequiera que estuviese.
Añadí más líneas. Flip alzando la mano y consiguiendo una ayudante, Flip promoviendo la campaña antitabaco que me había hecho sugerirle el corral a Shirl, quien nos había hablado de la oveja mansa. Flip deprimiéndome aquel día en Boiklder. De no haber sido por su charla sobre sentirse inquieta, nunca habría salido con Billy Ray, nunca habría sabido que las Targhees eran ovejas, y nunca se me habría ocurrido la idea de pedirlas prestadas.
«Y Ben estaría en algún lugar de Francia, estudiando la teoría del caos», pensé, enfadada. Sabía que nada de aquello era culpa de Flip. Yo era quien había ideado excusas para ver a Ben, para hablar con él, desde el primer día en que lo seguí en el porche.
Flip no era la causa. Podía haber precipitado las cosas, pero e! resultado era culpa mía. Había seguido la tendencia más antigua de todas. Justo al borde del precipicio.
Flip volvió, y se puso a mirar interesada por encima de mi hombro.
—Sigo ocupada, Flip.
Ella agitó su mechón inexistente.
—El doctor O'Reilly se ha marchado. Apuesto a que tiene una cita con la doctora Turnbull.
Un ángel de la guardia espectral, ineludible.
—¿No tienes que ir a ningún sitio?
—Eso es lo que venía a decirle. Adiós.
Y se marchó. Contemplé la pantalla, preguntándome cómo incluir en mi gráfica ese breve encuentro, pero ya había vuelto.
—¿Hay sombreros en Texas? —preguntó.
—De diez kilos.
Se marchó otra vez, esta vez al parecer definitivamente. Añadí unas cuantas líneas más a mi gráfico, y luego me quedé allí sentada, contemplando las curvas entrecruzadas, las regresiones tan claramente trazadas.
—Las siete —dijo Gina, asomando la cabeza por la puerta. Llevaba puesto el abrigo—. Puedes salir ya de tu castigo. Sonreí.
—Gracias, mamá —dije, pero no me marché. Esperé hasta asegurarme de que todo el mundo se había ido y luego bajé y me colgué de la cerca, observando las ovejas que se movían y pastaban y volvían a moverse, balando de vez en cuando, perdiéndose ocasionalmente, impulsadas por una mansa que no reconocían, por un instinto que no sabían que tenían.
KEWPIES (1909–1915)
Muñeca de moda inspirada en los poemas ilustrados del Ladies' Home Journal. Las muñecas kewpie tenían aspecto de querubín de mejillas sonrosadas, con una barriguita redonda y un rizo rubio en la cabeza. Eran muy apreciadas tanto por niñas pequeñas como por mujeres adultas. Las kewpies aparecieron en forma de muñecas de papel, saleros, tarjetas, motivos para decorar pasteles de boda y premio de feria.
Durante los dos días siguientes me mantuve apartada del laboratorio y de Ben arreglando mi propio laboratorio e introduciendo kilómetros de datos sobre el mah-jong y el vuelo de Lindberg sobre el Atlántico.
«Esto es ridículo —me dije a mí misma el jueves—. No eres Peyton. Tienes que verlo alguna vez. Crece.»
Pero cuando llegué al laboratorio Alicia estaba allí, apoyada en la verja. Ben tenía sujeta la mansa por el lazo rosa pomo y explicaba el principio de la estructura de atención. Llevaba la corbata azul.
—Esto tiene auténticas posibilidades —decía Alicia—. El treinta y uno por ciento de los proyectos de los receptores de la beca Niebtniz eran, en el momento de concederse el premio, colaboraciones interdisciplinarias. La clave está en conseguir la colaboración adecuada. Obviamente el comité busca un equilibrio de géneros, cosa en la que encajáis, pero la teoría del caos y la estadística son disciplinas basadas en las matemáticas. Necesitáis un biólogo.
—¿Os hago falta?
Los dos me miraron.
—Si no, tengo un poco de trabajo de investigación en la biblioteca.
—No, adelante —dijo Ben—. La mansa no está de humor para aprender nada esta mañana. —Se frotó la rodilla—. Ya me ha embestido dos veces. Mientras estás en la biblioteca, mira a ver si tienen algo sobre cómo conseguir un líder para que le sigan.
—Lo haré —contesté, y me encaminé pasillo abajo.
—Espera —dijo Ben, corriendo para alcanzarme—. Quería hablar contigo. ¿Fue un logro? ¿Lo de la maratón de baile?
«Sí—pensé, mirándole fijamente—. Un logro.»
—No —contesté—. Creí que habría una conexión, pero no la había.
Y me fui a Boulder a buscar la Barbie Novia Romántica.
Gina me había dado una lista de jugueterías; en ella aparecían marcadas aquellas donde ya lo había intentado, lo que no me dejaba muchas. Empecé por arriba, decidida a abrirme paso hacia abajo.
Yo pensaba que comprendía la moda de las Barbies. Ni siquiera la fiesta de cumpleaños de Brittany me había preparado para lo que encontré.
Había Barbies Moda Alegre, Barbies Fiesta de Disfraces, Barbies Ángeles de Burbujas, Barbies Girasol, e incluso una Barbie Sorpresa a la que se le abría el pecho y dentro llevaba carmín y brillo de labios. Había Barbies multiculturales, Barbies que se encendían, Barbies por control remoto, Barbies cuyo pelo podía cortarse.
Barbie tenía un Porsche, un Jaguar, un Corvette, un Mustang, una lancha motora, un todoterreno y un caballo. También un baño de belleza, una sauna, un gimnasio y un McDonald's. Por no mencionar los cofres para joyas, para el almuerzo, cintas de ejercicios, audios, vídeos y laca rosa para uñas.
Pero no había ninguna Barbie Novia Romántica. En el Palacio de los Juguetes tenían la Barbie Novia Campestre, con un delantal rosa y un ramo de margaritas. En Toys «R» Us tenían la Barbie Novia Ensoñadora y la Barbie Fantasía Nupcial, y consideré seriamente la posibilidad de decidirme por alguna de ellas a pesar de las instrucciones de Gina.
En Cabbage Patch tenían cuatro pasillos llenos de Barbies y una empleada con una i estampada en la frente.
—Tenemos la Barbie Troll —dijo cuando le pregunté por la Novia Romántica—. Y Pocahontas.
Recorrí cuatro jugueterías y tres tiendas de saldos y luego me acerqué al café Krakatoa para ver si había alguna Barbie en los anuncios personales de los periódicos.
Ahora se llamaba Kepler's Quark, mala señal.
—No me diga. Ya no tienen café con leche —le dije al camarero, que llevaba un jersey negro de cuello alto, vaqueros negros y gafas de sol.
—La cafeína es mala —dijo, tendiéndome la carta, que ya ocupaba hasta diez páginas—. Le sugiero una bebida inteligente.
—¿No es eso un oxímoron? —dije yo—. ¿Creer que una bebida puede aumentar su cociente intelectual?
Él ladeó la cabeza, enseñando la una i de la frente.
Por supuesto.
—Las bebidas inteligentes son refrescos sin alcohol con neurotransmisores para aumentar la memoria y la atención y potenciar la función cerebral. Le sugiero el Estallido Cerebral, que aumenta la habilidad matemática, o el Levántate y Van Gogh, que aumenta la habilidad artística.
—Tomaré el Comprobante de Realidad —dije, esperando que aumentara mi capacidad para aceptar los hechos.
Traté de leer los anuncios, pero eran demasiado deprimentes: «A la rubia que almuerza todos los días en Jane's Java. No me conoces pero estoy locamente enamorado de ti. Por favor, responde.»
Me pasé a los artículos.
Un terapeuta de «lazos armónicos» ofrecía alineamientos de alma con cinta adhesiva.
Dos hombres habían sido detenidos en la ciudad de Nueva York por trabajar en la nueva moda, una «tabacalera clandestina».
El rosa pomo había fracasado como moda. Un diseñador de ropa decía: «El gusto del público es inexplicable».
«Sabias palabras», pensé; y era hora de que también yo aceptara eso.
Nunca iba a descubrir la fuente de la moda del pelo corto, no importaba cuántos datos introdujera en el gráfico de mi ordenador. No importaba cuántas líneas de colores dibujara.
Porque no tenía nada que ver con el sufragismo ni con la Primera Guerra Mundial ni con el clima. Y aunque pudiera preguntarles a Bernice e Irene y a todas las demás por qué se lo habían cortado, seguiría sin servir de nada. Porque no lo sabrían.
Fueron tan confiadas y ciegas como lo había sido yo; se dejaron llevar por sentimientos de los que no eran conscientes, por fuerzas que no comprendían. De cabeza al río.
Llegó mi bebida inteligente. Era de un color verdoso pálido, el chartreuse, un color que había estado de moda a finales de los años veinte.
—¿Qué es lo que tiene?
El camarero suspiró, un pesado suspiro surgido de un personaje de Dostoyevsky.
—Tirosina, L-fenilamina y cofactores sinérgicos —dijo—. Y zumo de pina.
Di un sorbo. No me sentí más inteligente.
—¿Por qué se marcó la frente? —pregunté.
Al parecer, él no se había acabado su bebida inteligente.
Me miró, sin entender.
—¿Su marca con la ¿? —dije, señalándola—. ¿Por qué decidió hacerse eso?
—Todo el mundo lo lleva —contestó, y se dio media vuelta.
Me pregunté si se había hecho la marca para complacer a su novia o si se rebelaba contra el antiintelectualismo o contra sus padres, o si estaba enamorado de alguien que no reparaba en él. Me tomé la bebida y seguí leyendo. No me sentía más inteligente. Bantam Books había pagado una cifra de ocho ceros como anticipo por Para ponerse en contacto con tu Hada Madrina interna. El azul Cerenkhov era el color de moda para el invierno y, en Los Ángeles, hombres y mujeres fumaban puros, inspirados por Rush Limbaugh o por David Letterman o fuerzas que no comprendían. Como las ovejas. Como las ratas.
Nada de todo eso resolvía el problema de cómo iba yo a volver a trabajar con Bennett. O dónde iba a encontrar la Barbie Novia Romántica. Me acerqué a la biblioteca y saqué Anna Karenina y Cyrano de Bergerac y cogí la guía telefónica de Denver de la sección de referencias. Anoté todas las tiendas de juguetes que no estaban en la lista de Gina y todos los grandes almacenes y los de saldos, le expliqué al clon de Flip que ya había pagado la multa por las Obras Completas de Browning y me marché, y fui tachando tiendas a medida que las iba visitando.
Acabé encontrando la Barbie Novia Romántica en un Target de Aurora… caída detrás de un club hípico de Barbie, y la llevé al mostrador. La empleada intentaba darle el cambio al hombre que me precedía en la cola.
—Son dieciocho setenta y ocho —dijo.
—Lo sé —contestó el hombre—. Le he dado un billete de veinte dólares y después de que lo marcara como dieciocho setenta y ocho, le di tres centavos. Me debe un dólar y veinticinco.
Ella se echó el pelo atrás, irritada, revelando una i.
«Ríndase —pensé—. No hay esperanza.»
—La registradora dice que son uno veintidós —dijo.
—Lo sé —contestó él—. Por eso le di los tres centavos. Veintidós más tres hacen un cuarto.
—¿Un cuarto de qué?
Coloqué la Barbie Novia Romántica en el final del mostrador. Leí los titulares de los periódicos sensacionalistas y miré los caprichitos de última hora colocados junto a la caja. Cinta adhesiva de varias anchuras, y paquetitos de zapatos de tacón alto para Barbie en diversos colores.
—Muy bien —dijo el hombre—. Devuélvame los tres centavos y déme veintidós.
Cogí un paquete de zapatos. «¡Nuevo! Azul Cerenkhov», decía. Lo dejé junto a la cinta adhesiva y al hacerlo sentí una extraña sensación, como si estuviera a punto de lograr algo importante, como la última cara de un cubo de Rubik que encaja en su sitio.
—Esto no tiene precio —dijo la empleada. Sostenía la Barbie Novia Romántica—. No puedo vender nada que no tenga precio.
—Son treinta y ocho noventa y nueve —dije—. El encargado dijo que lo marcara como Artículos Varios.
—Oh —dijo ella, y lo marcó.
«Ésta es una moda que puede acabar por gustarme —pensé, sonriendo al ver su i—. Quien avisa no es traidor.»
—Eso hace cuarenta y uno treinta y tres —dijo ella.
Me quedé allí de pie, la cartera en la mano, mirando las cajas de lápices de colores, tratando de recuperar la sensación que había experimentado. Algo sobre el azul Cerenkhov, y la cinta adhesiva o…
Fuera lo que fuese, lo había perdido. Esperé que no fuera la cura para el cólera.
—Cuarenta y uno treinta y tres —dijo la empleada.
Conté con cuidado el cambio exacto y me marché con la Barbie Novia Romántica. Al salir, pisé algo y miré al suelo. Era un centavo. Más allá había otros dos. Parecía que alguien los había arrojado con cierta fuerza.
PROHIBICIÓN (1895–16 de enero de 1920)
Aversión por el alcohol promovida por la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza, los destrozos en los bares y los tristes efectos del alcoholismo. Se instaba a los niños en edad escolar a «firmar el juramento» y a las mujeres a prometer no besar labios que hubieran tocado el licor. El movimiento ganó ímpetu y apoyo político durante los primeros años del siglo XX; cuando los candidatos electorales brindaban con vasos de agua y varios estados se declararon contrarios a la bebida. El proceso culminó con el acta Volstead. La moda pasó en cuanto la Prohibición entró en vigor. Fue sustituida por los contrabandistas, las licorerías clandestinas, las petacas, el crimen organizado y la Revocación.
Gina no podía creer que hubiera encontrado la Barbie Novia Romántica.
Me abrazó dos veces.
—Eres maravillosa. ¡Una hacedora de milagros!
—No tanto —dije, tratando de sonreír—. Parece que no tengo ninguna suerte tratando de encontrar el origen del pelo corto.
—Hablando de Roma —dijo ella, todavía admirando la Barbie Novia Romántica—. El doctor O'Reilly estuvo aquí antes, buscándote. Parecía preocupado.
«¿Qué habrá perdido Flip ahora? —me pregunté—. ¿La oveja mansa?» Me encaminé hacia Biología. A medio camino, me topé con Ben. Me agarró por el brazo.
—Se supone que teníamos que estar en el despacho de Dirección hace diez minutos.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa? —dije, tratando de seguir su paso—. ¿Tenemos problemas?
Bueno, claro que teníamos problemas. Nadie entraba en el despacho de Dirección, dejando aparte los de Impulso de Personal, a no ser que estuviera a punto de ser trasladado a Suministros. O cuando te cortaban los fondos.
—Espero que no sean los activistas en favor de los derechos de los animales —dijo Ben, deteniéndose ante la puerta de Dirección—. ¿Crees que tendría que haberme puesto una chaqueta?
—No —contesté, recordando cómo eran las suyas—. Tal vez sea por algo sin importancia. Tal vez no somos lo bastante informales vistiendo.
La secretaria de la antesala nos dijo que entráramos.
—No es por algo sin importancia —susurró Ben, y alargó la mano hacia el pomo de la puerta.
—Tal vez no sea nada malo —dije—. A lo mejor Dirección quiere felicitarnos por nuestra cooperación interdisciplinaria.
Abrió la puerta. Dirección se encontraba de pie tras su mesa, cruzado de brazos.
—No lo creo —murmuró Ben, y entramos.
Dirección nos dijo que nos sentáramos, otra mal señal. Una de las Ocho Máximas de Eficacia de DSAJ era: «Celebrar reuniones de pie favorece la concisión.»
Nos sentamos.
Dirección permaneció de pie.
—Un asunto extremadamente serio referente a ustedes y su proyecto me ha llamado la atención.
«Son los defensores de los derechos de los animales», pensé, y me preparé para lo que iba a decir a continuación.
—La ayudante de la facilitadora de mensajes en el trabajo fue vista fumando en la zona del corral. Dice que tenía permiso para hacerlo. ¿Es cierto?
Fumar. Todo aquello era por el hábito de fumar de Shirl.
—¿Quién dio ese permiso? —preguntó Dirección.
—Yo —dijimos los dos.
—Fue idea mía —añadí yo—. Le pregunté al doctor O'Reilly si no le importaba.
—¿Es usted consciente de que el edificio HiTek es una zona libre de humo?
—Era al aire libre —dije, y entonces recordé Berkeley—. No me parecía bien que tuviera que soportar una nevada para fumar.
—A mí tampoco —dijo Ben—. No fumaba dentro. Sólo en el corral.
Dirección parecía aún más sombrío.
—¿Son conscientes de las directrices de HiTek para la investigación con animales vivos?
—Sí—contestó Ben, asombrado—. Las seguimos…
—Los animales vivos deben tener un entorno sano —dijo Dirección—. ¿Están al corriente de los peligros de los carcinógenos atmosféricos, del informe del Ministerio de Salud sobre los peligros del humo para el fumador pasivo? Puede causar cáncer de pulmón, enfisema, tensión alta y ataques cardíacos.
Ben parecía aún más confundido.
—No fumaba cerca de nosotros, y era al aire libre. Yo…
—Se requiere que los animales vivos tengan un entorno sano —dijo Dirección—. ¿Llamarían al humo del tabaco un entorno sano?
«Nunca subestimes el poder de una moda contraria a algo», pensé. La última de este país condujo a un montón de acusaciones por comunismo, reputaciones arruinadas, carreras destruidas.
—«¡… y de las casas salieron las ratas en tropel!» —murmuré.
—¿Qué? —dijo Dirección, mirándome fijamente.
—Nada.
—¿Sabe usted cuáles son los efectos del humo sobre las ovejas? —dijo Dirección.
«No —pensé—, ni tú tampoco. Sólo estás siguiendo al rebaño.»
—Su patente despreocupación por la salud de las ovejas impide que este proyecto sea tenido en cuenta como serio aspirante a la concesión de becas.
—Ella sólo fuma un cigarrillo al día —dijo Ben—. El corral de las ovejas mide treinta metros por veinticinco. La densidad del humo de un solo cigarrillo sería de menos de una parte por mil millones.
«Déjalo, Ben», pensé. Las tendencias de aversión no tienen nada que ver con la lógica científica, y no sólo hemos expuesto las ovejas al humo de segunda mano: HiTek piensa que hemos puesto en peligro sus posibilidades de obtener lo que desea su corazón: la beca Niebnitz.
Miré a Dirección. «HiTek va a despedir por fin a alguien, —pensé—, y seremos nosotros.» Me equivocaba.
—Doctora Foster, usted consiguió las ovejas, ¿verdad? —Sí —contesté, resistiendo la tentación de añadir «señor»—. De un ranchero de Wyoming.
—¿Y es él consciente de que intentó exponer sus ovejas a dañinos carcinógenos?
—No, pero no pondrá pegas —dije, y entonces recordé el pudín de pan. Nunca le había preguntado su punto de vista sobre el tabaco, pero sabía cuál era: lo que todo el mundo pensara.
—Según recuerdo, este proyecto también fue idea suya, doctora Foster. Fue idea suya usar ovejas, a pesar de las objeciones de Dirección.
—Sólo intentaba ayudarme a salvar mi proyecto —dijo Ben, pero Dirección no le escuchaba.
—Doctor O'Reilly, esta desafortunada situación no es, evidentemente, culpa suya. Habrá que cancelar el proyecto, me temo; pero la doctora Turnbull necesita un colega para el proyecto en el que está trabajando, y se refirió en concreto a usted.
—¿Qué proyecto? —preguntó Ben.
—Eso no está decidido todavía —contestó Dirección—. La doctora estudia varias posibilidades. Sea cual fuere, estoy seguro de que será un excelente proyecto en el que participar. Consideramos que tiene un setenta y ocho por ciento de probabilidades de ganar la beca Niebnitz. —Se volvió hacia mí—. Doctora Foster, encárguese de devolver las ovejas a su dueño inmediatamente.
Entonces entró la secretaria.
—Lamento interrumpir, señor…
—Habrá una reprimenda en su expediente, doctora Foster —dijo Dirección, ignorándola—, y reevaluaremos en profundidad su proyecto en el próximo período de adjudicación de fondos. Mientras tanto…
—Señor, tiene usted que salir —dijo la secretaría.
—Estoy en mitad de una reunión —cortó Dirección—. Quiero un informe completo detallando sus avances en la investigación de tendencias —me dijo.
—Espere un momento —dijo Ben—. La doctora Foster sólo estaba…
—Discúlpeme, señor…
—¿Qué pasa, señorita Shepard? —dijo Dirección.
—Las ovejas…
—¿Ha llamado el propietario para quejarse? —dijo él, dirigiéndome una mirada venenosa.
—No, señor. Son las ovejas. Están en el pasillo.