3 AFLUENTES

Por favor, señorías —dijo él—. ¡Soy capaz,

por medio de un secreto encantamiento, de atraer

a todas las criaturas vivientes bajo el sol,

que se arrastran, corren o vuelan,

para que me sigan como nunca se ha visto!

ROBERT BROWNING

PELUCAS MONUMENTALES (1750–1760)

Moda capilar de la corte de Luis XVI inspirada por madame de Pompadour, que era aficionada a decorar su cabello de formas inusitadas. El pelo rodeaba un armazón relleno de algodón o paja y cementado con una pasta que se endurecía, y luego se cubría de polvos de talco y se decoraba con perlas y flores. La moda se salió rápidamente de madre. Los armazones llegaron a medir más de noventa centímetros, y los motivos se hicieron más elaborados y barrocos. Los peinados reproducían cascadas, cupidos, escenas de novelas. Batallas navales completas, con barcos y humo, se desarrollaban en lo alto de las cabezas de las mujeres, y una viuda, abrumada por el dolor tras la muerte de su esposo, hizo que le pusieran una lápida en el peinado. La moda pasó con la llegada de la Revolución francesa y la consiguiente escasez de cabezas donde poner pelucas.


Los ríos no son sólo anchas corrienes. Tienen acuíferos a docenas, a veces cientos de afluentes. El río Lena de Siberia, por ejemplo, se nutre de una zona de más de un millón de kilómetros cuadrados por donde corren los ríos Karenga, Olekma, Vitim y Aldan, y miles de corrientes más pequeñas y arroyos, algunos de los cuales siguen cursos tan distantes y convulsos que a nadie se le ocurriría asociarlos con el Lena, situado a miles de kilómetros de distancia.

Los acontecimientos que conducen a un logro científico frecuentemente son no sólo aleatorios, sino que poco tienen que ver con la ciencia. Pongamos por caso las paperas. Einstein las sufrió a los cuatro años y su padre intentaba distraer a un niñito enfermo cuando le dio su brújula de bolsillo para que jugara. Y las llaves del universo.

La vida de Fleming es un completo cúmulo de coincidencias, empezando por su padre, que era jardinero en la mansión de los Churchill. Cuando Winston, a los diez años, se cayó al lago, el padre de Fleming se lanzó de cabeza al agua y lo rescató. La agradecida familia lo recompensó enviando a su hijo Alexander a la facultad de medicina.

Vean a Penzias y Wilson. Robert Dicke, de la Universidad de Princeton, convenció a P. J. E. Peebles para que calculara la temperatura del Big Bang. Este lo hizo, advirtió que era lo bastante caliente para ser detectable como residuo de radiación, y le dijo a Peter G. Roll y David T. Wilkinson que deberían buscar microondas.

Peebles (¿se han perdido ya?) dio una conferencia en el John Hopkins donde mencionó el proyecto de Roll y Wilkinson. Ken Turner, del Instituto Carnegie, asistió a la conferencia y se lo mencionó a Bernard Burke del Instituto Tecnológico de Massachusets, que era amigo de Penzias. (¿Todavía me siguen?)

Cuando Penzias llamó a Burke para hablar de otra cosa (probablemente la fiesta de cumpleaños de su hija), le comentó su persistente ruido de fondo. Y Burke le dijo que llamara a Wilkinson y Roll.

Durante la semana siguiente pasaron varias cosas: Suministré datos al ordenador sobre las sentadas y el juego chino del mahjong, Dirección declaró HiTek edificio libre de humo, la hija de Gina, Brittany, cumplió cuatro años, y la doctora Turnbull, nada menos, vino a verme.

Llevaba una camisa de campamento de seda rosa pomo y vaqueros rosa y sonreía amistosa. Los vaqueros y la camisa indicaban que cumplía el edicto de HiTek para vestir de modo informal. No tenía ni idea de lo que significaba la sonrisa.

—Doctora Foster —dijo, acercándose a mí a toda máquina—, justo la persona que quería ver.

—Si está buscando un paquete, doctora Turnbull —dije, cansina—. Flip todavía no ha pasado por aquí.

Ella soltó una risita alegre y cantarina de la que no la había considerado capaz.

—Llámame Alicia —dijo—. Nada de paquetes. Simplemente, se me ocurrió pasar por aquí y charlar un rato. Verás, deberíamos conocernos mejor. La verdad es que sólo hemos hablado un par de veces.

«Una vez —pensé—, y me gritaste. ¿Qué pretendes en realidad?»

—Bien —dijo ella, sentándose en una de las mesas del laboratorio y cruzando las piernas—. ¿A qué universidad fuiste?

En HiTek, «conocerte mejor» significa preguntar «Oye, ¿sales con alguien?», o, en el caso de Elaine, «¿Te interesa el aerobic de alto impacto?»; pero tal vez éste era el concepto que tenía Alicia de una charla informal.

—Me doctoré en Baylor.

Ella sonrió aún más animosamente.

—Fue en sociología, ¿verdad?

—Y estadística.

—Un doctorado doble —aprobó ella—. ¿Fue allí donde hiciste tu trabajo de pregraduada?

No podía ser una espía industrial. Trabajábamos para la misma empresa. Y, en cualquier caso, los datos estaban en los registros de Personal.

—No —dije—. ¿Dónde hiciste tu trabajo de graduación?

Fin de la conversación.

—Indiana —dijo ella, como si hubiera preguntado algo que no era asunto mío, y levantó su culo rosado del asiento, pero no se marchó. Se quedó mirando la mesa llena de montañas de datos.

—Tienes mucho material aquí —dijo, examinando uno de los desórdenes.

Tal vez Dirección la había enviado a espiar nuestra organización de trabajo.

—Tengo previsto ordenar las cosas en cuanto termine con mis impresos de solicitud de fondos —dije.

Ella se acercó a mirar los montones dedicados a las sentadas.

—Yo ya he entregado el mío. Por supuesto.

—Y el desorden es bueno. Los laboratorios de Susan Holyrood y Dan Twofeathers estaban desordenados. R. C. Méndez dice que es un indicador de creatividad.

Yo no tenía ni idea de quiénes eran esos tipos ni de lo que estaba pasando allí. Algo, obviamente. Tal vez Dirección la había enviado a buscar rastros de fumadores. Alicia había olvidado su sonrisa amistosa y daba vueltas por el laboratorio como un tiburón.

—Bennett me dijo que estás trabajando analizando las fuentes de las modas. ¿Por qué decidiste trabajar en eso?

—Todo el mundo lo hacía.

—¿De veras? —dijo ansiosamente—. ¿Quiénes son los otros científicos?

—Ha sido un chiste —contesté mansamente, y me dispuse a explicarlo sin demasiada convicción—. Ya sabes, las modas, algo que la gente hace porque todo el mundo lo está haciendo.

—Oh, ya lo entiendo —dijo ella, lo que quería decir que no lo entendía, pero parecía más divertida que ofendida—. Ser ocurrente es también una señal de creatividad, ¿no? ¿Cuál crees que es la cualidad más importante en un científico?

—La suerte.

Ahora sí que pareció ofendida.

—¿La suerte?

—Y buenos ayudantes —dije—. Mira a Roy Plunkett.

El hecho de que su ayudante utilizara un relleno de plata en el tanque de carbonos clorofluorados fue lo que le llevó al descubrimiento del teflón. O Becquerel. Tuvo la buena suerte de contratar a una joven polaca para que le ayudara con su terapia de radiación. Se llamaba Marie Curie.

—Eso es muy interesante. ¿Dónde dijiste que hiciste tu trabajo de pregraduación?

—En la Universidad de Oregón.

—¿Qué edad tenías cuando te doctoraste?

Volvíamos al tercer grado.

—Veintiséis.

—¿Qué edad tienes ahora?

—Treinta y uno —dije, y al parecer eso fue la respuesta adecuada porque la sonrisa regresó.

—¿Te criaste en Oregón?

—No. En Nebraska.

Esta respuesta no lo fue. Alicia desconectó la sonrisa.

—Tengo un montón de trabajo que hacer —dijo, y se marchó sin mirar atrás. Quisiera lo que quisiese, al parecer el desorden y la inteligencia no le bastaban.

Me quedé allí sentada mirando la pantalla y preguntándome de qué había ido todo aquello, y Flip entró ataviada con cinta adhesiva y un par de zuecos sin talón.

Tendría que haber empleado un poco de cinta adhesiva para los zuecos. Se le salían a cada paso, y tuvo que avanzar hasta mí casi arrastrando los pies. Los zuecos y la cinta adhesiva eran del mismo azul eléctrico bilioso que llevaba el otro día.

—¿Cómo se llama ese color? —pregunté.

—Azul Cerenkhov.

Por supuesto. Como la radiación azulina de los reactores nucleares. Qué apropiado. Pero, en justicia, tenía que admitir que no era la primera vez que a un color de moda se le daba un nombre espantoso.

En los días de Luis XVI, los nombres de los colores eran absolutamente nauseabundos. Alcantarilla, arsénico, viruela y español enfermo fueron nombres extendidos del amarillo verdoso.

Flip me tendió un papel.

—Tiene que firmar esto.

Era una petición para declarar el vestíbulo de personal zona de no fumadores.

—¿Dónde fumará la gente si no puede hacerlo en el vestíbulo? —pregunté.

—No debería fumar. Provoca cáncer —dijo ella firmemente—. Creo que a la gente que fuma no se le debería permitir tener trabajo. —Agitó su mechón de pelo—. Y tendrían que vivir en algún sitio donde su humo de segunda mano no pudiera hacernos daño a los demás.

—Desde luego, Herr Goebbels —dije, ignorando que la ignorancia es la moda mayor de todas, y le tendí de nuevo la petición.

—El humo de segunda mano es peligroso —rezongó ella.

—Y la mala uva —me volví hacia el ordenador.

—¿Cuánto cuesta una corona? —dijo ella.

Parecía el día de las preguntas absurdas.

—¿Una corona? —pregunté, asombrada—. ¿Quieres decir como una tiara?

—No-o-o. Una corona.

Traté de imaginar un corona sobre la cabeza de Flip, con el mechón colgando por un lado, y no lo conseguí. Pero fuera lo que fuese de lo que estaba hablando, sería mejor que le prestara atención porque probablemente sería la nueva moda. Flip podía ser incompetente, insubordinada, y generalmente insufrible, pero estaba justo en el meollo de la moda.

—Una corona —dije—. ¿Hecha de oro? —Hice la pantomima de ponerme una sobre la cabeza—. ¿Con puntas?

—¿Puntas? —dijo ella, furiosa—. Será mejor que no tenga puntas. Una corona.

—Lo siento, Flip. No sé…

—Usted es científica. Se supone que tiene que conocer los términos científicos.

Me pregunté si corona se había convertido en término científico igual que la cinta adhesiva se había convertido en un encargo personal.

—¡Una corona! —dijo ella, soltó un enorme suspiro y se marchó del laboratorio pasillo abajo.

Era mi día para los encuentros que consideraba sin pies ni cabeza, y mis datos sobre el pelo corto tampoco lo tenían. Lamentaba haber tenido la idea de incluir las otras modas de la época. Había demasiadas, y ninguna era lógica.

Los cacahuetes, por ejemplo, y las sentadas, y pintarse las rodillas de carmín. Los universitarios pintaban sus viejos Ford T con eslóganes como «Aceite de plátano» y «¡Oh, bromeas!»; las amas de casa de mediana edad se vestían como doncellas chinas y jugaban al mah-jong; y las modas parecían surgir de la nada, sucediéndose unas a otras en cuestión de meses y a veces de semanas. Un baile, el black bottom, sustituyó el mah-jong, que a su vez había sustituido el Rey Tut, y todo era tan caótico que resultaba imposible de rastrear.

Los crucigramas eran la única moda que resultaba medio razonable, e incluso así era un rompecabezas. La moda había empezado en el otoño de 1924, poco después del pelo corto, pero los crucigramas existían desde el siglo XIX, y el New York Herald había publicado un crucigrama semanal desde 1913.

Y razonable, pensándolo bien, no era la palabra. Un sacerdote había repartido crucigramas durante la misa: una vez resueltos, revelaban la lección de las escrituras. Las mujeres llevaban vestidos decorados con cuadritos blancos y negros, y sombreros y medias a juego, y en Broadway se estrenó una revista titulada Crucigramas de 1925. La gente citaba los crucigramas como causa de su divorcio, las secretarias llevaban diccionarios de bolsillo en la muñeca como si fueran brazaletes, los médico advertían del peligro de vista cansada, y en Budapest un escritor dejó una nota de suicidio en forma de crucigrama; un crucigrama, por cierto, que la policía jamás resolvió, probablemente porque estaban muy ocupados con la siguiente moda: el charlestón.

Bennett asomó la cabeza por la puerta.

—¿Tienes un minuto? Necesito hacerte una pregunta.

Entró. Había cambiado la camisa de cuadros por una lisa que no era de madras ni Ivy League, y traía un ejemplar del impreso simplificado de solicitud de fondos.

—¿Palabra de dos letras para un dios solar egipcio? —comenté—. Es Ra.

El sonrió.

—No, me estaba preguntando si Flip te había traído una copia del memorándum que Dirección dijo que iban a repartir. El que explicaba el impreso simplificado.

—Sí y no. Tuve que pedirle uno a Gina. —Lo pesqué de entre un montón de libros de los años veinte.

—Magnífico. Iré a hacer una copia y te lo devuelvo.

—No importa. Puedes quedártelo.

—¿Has terminado de rellenar tu impreso?

—No. De leer el memorándum.

Lo miró.

—Página diecinueve, pregunta cuarenta y cuatro-C. Para encontrar la fórmula primaria extensional de subvención, multiplicar el análisis de necesidades departamentales por el cociente de base fiscal, a menos que el proyecto implique estructuración calibrada, en cuyo caso el cociente debe ser calculado según la Sección W-A de las instrucciones adjuntas. —Le dio la vuelta al papel—. ¿Dónde están las instrucciones adjuntas?

—Nadie lo sabe.

Me devolvió el memorándum.

—Tal vez no tenga que ir a Francia para estudiar el caos. Tal vez pueda estudiarlo aquí mismo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Gracias —y se dispuso a marcharse.

—Por cierto —dije yo—, ¿cómo va tu proyecto de difusión de información?

—El laboratorio está preparado. Podré conseguir los macacos en cuanto termine con este estúpido impreso, cosa que deberá ser —sacó una calculadora de sus gastados pantalones y pulsó algunos números—, dentro de seis mil años.

Flip entró en la oficina y nos tendió a cada uno un fajo grapado de papeles.

—¿Qué es esto? —preguntó Bennett—. ¿Las instrucciones adjuntas?

—No-o-o —dijo Flip, sacudiendo la cabeza—. Es el informe del Ministerio de Salud sobre los riesgos del tabaco.

MARATÓN DE BAILE (1923–1933)

Popular prueba de resistencia que consistía en bailar tanto tiempo como fuese posible con el fin de ganar dinero. Los componentes de las parejas se daban pellizcos y patadas para permanecer despiertos, y cuando eso fallaba, se dormían por turnos sobre el hombro del compañero hasta llegar a aguantar ciento cincuenta días. Las maratones se convirtieron en un burdo deporte espectáculo; el público observaba a ver quién tenía alucinaciones provocadas por la privación del sueño, quién se desmayaba o, como el caso de Homer Moorhouse, se caía muerto, y la Sociedad Protectora de Animales de Nueva Jersey se quejó de que las maratones eran crueles con los animales (humanos). La moda se mantuvo durante los primeros años de la Depresión, simplemente porque la gente necesitaba dinero. La maratón salía a poco más de centavo por hora de beneficio. Si ganabas.


El martes conocí a la nueva ayudante de la contacto de comunicaciones interdepartamentales.

Había decidido que no podía esperar más las instrucciones adjuntas y estaba trabajando en el impreso de subvenciones cuando advertí que al final de la página 28 ponía «Liste todo», pero que la primera línea de la página siguiente ponía «al cociente de diversificación». Miré el número de página. Era la 42.

Fui a ver si Gina tenía las páginas que faltaban. Estaba sentada entre un montón de bolsas, papel de envolver y lazos.

—Vendrás a la fiesta de Brittany, ¿verdad? —dijo—. Tienes que hacerlo. Habrá seis niñas de cinco años y seis madres, y no sé qué es peor.

—Estaré allí —prometí, y le pregunté por las páginas perdidas.

—¿Hay páginas perdidas? Tengo mi impreso en casa. ¿Cuándo voy a poder rellenar las páginas que faltan? Todavía tengo que comprar platos y vasos y adornos y preparar los refrescos.

Escapé y volví al laboratorio. Una mujer de pelo canoso estaba sentada ante el ordenador, tecleando números rápidamente.

—Lo siento —dijo en cuanto entré por la puerta—. Flip dijo que podía utilizar su ordenador, pero no quiero molestaría. —Empezó a pulsar rápidamente teclas para salvar el archivo.

—¿Es usted la nueva ayudante de Flip? —pregunté, mirándola con curiosidad. Era delgada, de piel morena y curtida, como la que tendría Billy Ray al cabo de otros treinta años de galopar por las llanuras.

—Shirl Creets —dijo ella, estrechando mi mano. Apretaba como Billy Ray, y sus dedos estaban manchados de un marrón amarillento, lo que explicaba cómo Sara y Elaine supieron que era fumadora «nada más verla».

—Flip estaba utilizando el ordenador de la doctora Turnbull —dijo; su voz era ronca—, y me dijo que viniera aquí y usara el suyo, porque a usted no le importaría. Me marcharé en cuanto salve el archivo. No he fumado —añadió. —Puede fumar si quiere. Y puede usar el ordenador. Tengo que ir a Personal y recoger un impreso nuevo de solicitud de fondos. A éste le faltan páginas.

—Yo se lo traeré —dijo Shirl, levantándose de inmediato y quitándome el impreso—. ¿Qué páginas faltan?

—De la veintiocho a la cuarenta y uno, y tal vez algunas al final, no lo sé. El mío sólo llega hasta la página sesenta y ocho. Pero no tiene usted que…

—¿Para qué están las ayudantes? ¿Quiere que saque una copia extra para así poder hacer primero un borrador?

—Eso estaría muy bien, gracias —dije, sorprendida, y me senté ante el ordenador.

Había sido amable con Flip, y mira lo que me había conseguido. Me reafirmé en la idea de que Browning sabía algo de modas, con flautista de Hamelín o sin él.

Los datos que Shirl había estado tecleando seguían allí. Era una especie de tabla. «Carbanks-48, Twofeathers-34, —decía—. Holyrood-61, Chin-39.» Me pregunté en qué proyecto estaría trabajando Alicia.

Shirl volvió pasados apenas cinco minutos, con un fajo de folios bien grapados y ordenados.

—He añadido copia de las páginas que faltaban en su original, y he hecho dos copias de más por si acaso. —Las colocó con cuidado sobre la mesa del laboratorio y me tendió otro grueso fajo—. Mientras estaba en la copiadora, encontré estos recortes. Flip no sabía a quién pertenecían. He pensado que podrían ser suyos.

Me tendió un fajo de recortes sobre las maratones de baile, cogidos con clips a un juego de fotocopias.

—Supuse que querría copias —dijo.

—Gracias —contesté, anonadada—. Supongo que no podré convencer a Flip para que me la asignen.

—Lo dudo. Parece apreciarla. —Depositó los recortes sobre la mesa y empezó a ordenarlos.

Sacó el libro sobre teoría del caos del montón.

—Diagramas de Mandelbrot —dijo, interesada—. ¿Es eso lo que investiga?

—No. Los orígenes de las modas. Leía eso por curiosidad. Pero están conectados. Las modas son una faceta del sistema caótico de la sociedad: un montón de variables contribuye a ellas.

Colocó Un mundo feliz y Bien está lo que bien acaba encima del libro sobre teoría del caos sin hacer más comentarios y cogió Flappers, activistas y sentadas.

—¿Qué le hizo escoger las modas? —dijo con desaprobación.

—¿No le gustan?

—Creo que hay formas más directas de influir en la sociedad que empezando una moda. Tuve un maestro de física que solía decir: «No presten ninguna atención a lo que hacen los demás. Hagan lo que quieran ustedes, y podrán cambiar el mundo.»

—Oh, no quiero descubrir cómo iniciarlas —dije—. Supongo que HiTek sí, y por eso financian el proyecto, aunque si el mecanismo es tan complejo como empieza a parecerme, nunca podré aislar la variable crítica, y en ese punto probablemente dejarán de subvencionarme. —Miré las notas sobre las maratones de baile—. Lo que quiero es comprender qué las causa.

—¿Por qué? —dijo ella, con curiosidad.

—Porque quiero comprender. ¿Por qué actúa la gente de la forma en que lo hace? ¿Por qué de repente deciden jugar al mismo juego o llevar la misma ropa o creer en la misma cosa? En los años veinte fumar estaba de moda. Ahora lo está no fumar. ¿Por qué? ¿Se trata de una conducta instintiva o de influencias sociales? ¿O es que hay algo en el aire? Los juicios a las brujas de Salem se debieron al miedo y la avaricia, pero eso siempre está presente, y no seguimos quemando brujas, así que debe de haber algo más en danza.

»No comprendo qué es. Y no creo que lo descubra pronto. Me parece que no voy a ninguna parte. No sabrá usted por casualidad qué originó la moda del pelo corto, ¿verdad?

—¿Va despacio?

—Despacio no es la palabra —dije. Hice un gesto con las fotocopias de las maratones de baile—. Me siento como si estuviera en uno de estas maratones. La mayor parte del tiempo no es bailar ni nada, sólo es poner un pie delante del otro, tratar de aguantar y permanecer despierto. Tratar de recordar por qué te dio por inscribirte.

—Mi profesor de física solía decir que la ciencia era un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración.

—Y un cincuenta por ciento de rellenar impresos de financiación no simplificados —dije. Cogí una de las copias suplementarias—. Será mejor que le lleve esto a Gina.

—Ya le he llevado una a la doctora Damati —contestó ella—. Oh, y tengo que volver allí. Le prometí que le envolvería los regalos de Brittany.

—¿Está segura de que no puede convencer a Flip?

Cuando se marchó, empecé a leer la página 29, pero el conjunto no tenía más sentido que cuando faltaba; empezaba a sentirme vagamente irritada otra vez. Cogí una copia y fui a ver a Bennett a Biología.

Alicia estaba allí, cabeza con cabeza junto a Bennett ante el ordenador, pero él alzó la mirada inmediatamente y me sonrió.

—Hola —dijo—. Pasa.

—No, no importa. No pretendía interrumpir —contesté, sonriéndole a Alicia. Ella no me devolvió la sonrisa—. Sólo quería traerte un impreso completo. —Se lo tendí—. Había páginas de menos en el que repartió Flip.

—Incompetente —dijo él—. Incorregible. Incapacitada.

Alicia me miraba fijamente.

—«Interrumpidora» —dije—. Interrumpir es lo que yo estoy haciendo en vuestra reunión. Hablaré contigo más tarde —me dirigí hacia la puerta.

—No, espera. Te interesará esto. La doctora Turnbull me estaba hablando de su nuevo proyecto —miró a Alicia—. Cuéntale a la doctora Foster lo que has estado haciendo.

—He tomado los datos de todos los ganadores anteriores de la beca Niebnitz: disciplina científica, área de proyectos, trasfondo educativo…

Eso explicaba el tercer grado al que me había sometido el día anterior. Había estado tratando de decidir si yo encajaba en los parámetros, y por la mirada que me dirigía ahora, no me había clasificado.

—… edad, sexo, grupo étnico, filiación política. —Hizo pasar varías pantallas, y reconocí una tabla como aquella en la que estaba trabajando Shirl—. Estoy yendo hacia atrás para determinar las características relevantes y luego analizar las que constituyen el perfil del típico receptor de la beca Niebnitz y los criterios que el Comité de Becas Niebnitz aplica para hacer sus elecciones.

«Los criterios del comité serán la originalidad de pensamiento y la creatividad —pensé—Suponiendo que exista un comité.»

—Todavía no he completado el trabajo, pero ya se intuyen algunas pautas. —Hizo aparecer una página en pantalla—. La beca se da con un intervalo medio de uno coma nueve años de diferencia, pero las dos becas más cercanas que se han dado están a uno coma dos años, lo que significa que la beca no se concederá hasta mayo como muy pronto.

Eso no significaba nada, y se lo habría dicho, pero ella estaba ya lanzada.

—El reparto de los premios sigue una pauta cíclica; se conceden a instituciones académicas, laboratorios de investigación y compañías comerciales alternativamente. La siguiente beca será para una gran compañía, lo que nos da ventaja, y —cambió de página— hay una clara tendencia hacia los científicos situados al oeste del Misisipí, lo que también supone una ventaja para nosotros, y hacia las ciencias biológicas. No he determinado todavía el área específica, pero tendré esa parte del perfil mañana.

Todo lo cual sonaba sospechosamente a ciencia a la carta. Miré a Bennett para ver qué pensaba de todo aquello, pero él contemplaba la pantalla, abstraído, como si hubiera olvidado dónde estábamos.

Bueno, por supuesto que estaba interesado. ¿Por qué no iba a estarlo? De ganar la beca Niebnitz, podría volver al río Loue a trabajar en la teoría del caos y olvidarse de los impresos y de Flip y las incertidumbres de las subvenciones.

Excepto que la ciencia no funciona así. No puedes poner handicaps a los logros científicos significativos como si fueran un caballo de carreras.

Pero ésta no sería la primera vez que alguien se convencía de algo que no era cierto cuando había dinero de por medio. Miren la pasión por la bolsa de finales de los años veinte. O la locura por los tulipanes holandeses del siglo XVII. En 1634, el precio de los tulipanes más bonitos o más raros empezó a subir, y de repente todo el mundo (comerciantes, príncipes, campesinos, hermanos, hermanas, maridos, esposas), todos empezaron a comprar y vender bulbos como locos. Los precios se pusieron por las nubes, los especuladores hicieron fortunas de la mañana a la noche, y la gente empeñaba sus zapatos de madera y los diques para comprar un bulbo que costaba el sueldo de doce años. Y entonces, sin ningún motivo aparente, el mercado se colapso, y sucedió lo mismo que el 29 de octubre de 1929, sólo que sin ventanas de rascacielos para que los accionistas holandeses se lanzaran al vacío.

Por no mencionar las cartas en cadena, los planes piramidales y la explosión de terrenos en Florida.

—El otro factor que hay que tener en cuenta es el nombre de la beca —decía Alicia—. Niebnitz puede referirse a Ludwig Niebnitz, que fue un oscuro botánico del siglo XVIII, o a Karl Niebnitz von Drull, que vivió en la Bavaria del siglo XV. Si es Ludwig, eso explicaría la tendencia a la biología. Von Drull fue más famoso. Su campo era la alquimia.

—Tengo que irme —dije, poniéndome en pie—. Si voy a abandonar mi proyecto de modas para transmutar el plomo en oro, tengo que empezar a trabajar ya.

Me marché.

Bennett me siguió al pasillo.

—Gracias por traerme el impreso.

—Tenemos que permanecer unidos contra las fuerzas de Flip —dije yo—. ¿Has visto a su nueva ayudante?

—Sí, es magnífica. Me pregunto qué la empujó a aceptar un trabajo como éste.

—NlEBNITZ también podría ser un acrónimo —dijo Alicia desde la puerta—. En cuyo caso…

Aproveché la ocasión y volví a mi laboratorio.

Flip estaba allí, tecleando algo en mi ordenador.

—¿Cómo me describiría? —me preguntó.

Observé el laboratorio. Estaba inmaculado. Shirl había despejado las mesas y guardado todos mis recortes en clasificadores. Por orden alfabético.

«Como ineludible—pensé—. Impactante.»

—Inextricable —dije.

—Eso suena bien —dijo ella—. ¿Se escribe con b o con v?

EL DOCTOR SPOCK (1945–1965)

Moda pediátrica basada en el libro del pediatra del mismo nombre, Baby and Child Care, así como en el creciente interés por la psicología y la fragmentación de la familia. Spock abogaba en su obra por una política más permisiva que la recomendada en los tratados pediátricos publicados con anterioridad; aconsejaba además flexibilidad de horarios para las comidas y atención al desarrollo infantil (consejo que muchos padres interpretaron, equivocadamente, como dejar que el niño hiciera lo que se le antojara). La moda pasó cuando la primera generación de niños educados según proponía el doctor Spock se convirtieron en adolescentes, se dejaron crecer el pelo hasta los hombros, y empezaron a hacer volar edificios de la administración.


El miércoles asistí a la fiesta de cumpleaños. Había previsto salir temprano y me estaba poniendo el abrigo cuando llegó Flip, con un corpiño de encaje y vaqueros decorados con cinta adhesiva, y me tendió una hoja de papel.

—No tengo tiempo para peticiones —dije.

—No es una petición —contestó ella, agitando el pelo—. Es un memorándum sobre los impresos de fondos.

El memorándum decía que había que entregar los impresos antes del veintitrés, cosa que ya sabía.

—Se supone que tiene que entregarme el impreso.

Asentí y se lo di.

—Lleva esto al laboratorio del doctor O'Reilly —dije, poniéndome los guantes.

Ella suspiró.

—Nunca está allí. Siempre está en el laboratorio de la doctora Turnbull.

—Entonces llévalo al laboratorio de la doctora Turnbull.

—Siempre están juntos. Él está completamente pirado por ella, ya sabe.

«No», pensé. No lo sabía.

—Siempre están sentados juntos ante el ordenador. No sé qué ve en él. Es completamente suarb —dijo Flip, tirando de la cinta adhesiva del dorso de su mano—. Tal vez consiga que tenga un aspecto menos pasado de moda.

«Y si lo hace —pensé irritada—, se acabó su principal característica, y yo nunca averiguaré por qué era inmune a las modas.»

—¿Qué significa «sofisticada»? —preguntó Flip.

—Cosmopolita, pero tú no lo eres —dije, y me marché a la fiesta. Había refrescado. Normalmente cae una gran nevada en octubre, y al parecer se avecinaba.

Cuando llegué, Gina estaba al borde del histerismo.

—No te creerás lo que Brittany dijo que quería después de que le dijera que no podía ser Barney —dijo, señalando los adornos, que eran de un rosa que no tenía ninguna relación con el posmoderno.

—¡Barbie! —gritó Brittany. Llevaba un vestido de la Sirenita y un pasador rosa encendido—. ¿Me has traído un regalo?

Las otras niñas llevaban todas delantales de Pocahontas excepto una linda rubita llamada Peyton, que llevaba un jersey del Rey León y zapatillas con luces.

—¿Estás casada? —me preguntó la madre de Peyton. —No.

Ella sacudió la cabeza.

—Demasiados tipos tienen un asunto hoy en día. Peyton, no vamos a abrir los regalos todavía.

—¿Estás saliendo con alguien? —preguntó la madre de Lindsay.

—Vamos a abrir los regalos más tarde, Brittany —dijo Gina—. Primero vamos a jugar a un juego. Bethany, es el cumpleaños de Brittany.

Trató de hacer que las niñas jugaran a un juego donde había globos con Barbies rosa y luego renunció y dejó que Brittany abriera los regalos.

—Abre primero el de Sandy —dijo Gina, tendiéndole el libro—. No, Caitlin, los regalos son de Brittany.

Brittany rasgó el papel de Sapos y diamantes y lo miró sin reaccionar.

—Era mi cuento de hadas favorito cuando era niña —dije—. Trata de una niña que conoce a un hada buena, sólo que no lo sabe porque el hada va disfrazada…

Pero Brittany ya lo había apartado y estaba abriendo una muñeca Barbie con un vestido resplandeciente.

—¡Barbie Cabellos Mágicos! —chilló.

—Mía —dijo Peyton, y dio un tirón que dejó a Brittany con sólo el brazo de la Barbie en la mano.

—¡Ha roto a Barbie Cabellos Mágicos! —lloriqueó Brittany.

La madre de Peyton se levantó y dijo tranquilamente:

—Peyton, creo que necesitas una expulsión.

Pensé que Peyton necesitaba una buena tunda, o al menos que le quitaran la Barbie Cabellos Mágicos y se la devolvieran a Brittany, pero en cambio la madre la llevó a la puerta del dormitorio de Gina.

—Puedes volver cuando hayas controlado tus emociones —le dijo a Peyton, que a mí me parecía controlada.

—No puedo creer que todavía uses las expulsiones —dijo la madre de Chelsea—. Ahora todo el mundo usa las retenciones.

—¿Retenciones?—pregunté yo.

—Sujetas al niño inmovilizado contra tu regazo hasta que la conducta negativa cesa. Produce una sensación de seguridad interceptiva.

—Vaya —dije, mirando hacia la puerta del dormitorio—. Habría odiado tratar de retener a Peyton contra su voluntad.

—La retención está abandonada por completo —dijo la madre de Lindsey—. Nosotros usamos la AE.

—¿AE?

—Ampliación de Estima. La AE dirige la conducta periférica positiva no importa cuan negativa sea la conducta primaria.

—¿Conducta periférica positiva? —dijo Gina, dubitativa.

—Cuando Peyton le quitó la Barbie a Brittany hace un momento —dijo la madre de Lindsay, obviamente encantada de explicarlo—, tendrías que haber dicho: «Vaya, Peyton, qué conducta tan asertiva tienes.»

Brittany abrió la Barbie Buceadora, la Barbie Ama de Casa, la moto de Barbie Nocturna y una Barbie de peinado rebuscado con velo y traje de novia.

—La Barbie Novia Romántica —dijo Brittany, extasiada.

—¿Podemos tomar la tarta ahora? —preguntó Lindsay.

Peyton debía tener la orejita pegada a la puerta, porque la abrió, sin parecer especialmente contrita, y dijo:

—Ya me siento mejor respecto a mí misma.

Y se subió a la mesa.

—Nada de tarta —dijo Gina—. Demasiado colesterol. Helado de yogur y galletas.

Y las niñas acudieron corriendo como si hubieran oído al flautista de Hamelín.

Las madres y yo recogimos el papel de envolver y los lazos, buscando con cuidado zapatos de tacón de Barbie perdidos y accesorios microscópicos.

La madre de Danielle alisó el vestido de la Barbie Novia Romántica.

—Me pregunto si a Lisa le gustaría un vestido como éste —dijo—. Está tratando de convencer a Eric para casarse este verano.

—¿Vas a ser su dama de honor? —preguntó la madre de Chelsea—. ¿Qué color va a llevar?

—No lo ha decidido todavía. El blanco y negro está de moda, pero ya lo llevó la última vez que se casó.

—Rosa posmoderno —dije yo—. Es el nuevo color para la primavera.

—El rosa no me favorece —dijo la madre de Danielle—. Y todavía tiene que convencerlo. Él dice que por qué no pueden vivir juntos.

La madre de Lindsay cogió la Barbie Novia Romántica y empezó a arreglar sus mangas abombadas.

—Yo siempre digo que nunca me volveré a casar, después de ese capullo de Matt. Pero no sé, últimamente me siento un poco… no sé…

«Impaciente», pensé.

Sonó el teléfono; Gina entró en el dormitorio para atenderlo y las demás se dirigieron a la cocina.

Se oyó un grito procedente de allí, y todo el mundo aplicó la ampliación de estima. Cogí la Barbie Novia Romántica y miré los capullos rosa y los lazos de satén blanco, maravillada. La Barbie es una moda que tendría que haber durado, como mucho, dos temporadas. Incluso la muñeca de Shirley Temple sólo duró tres.

En cambio, la Barbie se mantenía desde hacía treinta años y estaba más de moda que nunca, incluso en estos días de feminismo y de educación no sexista. Habría sido perfecta para estudiar qué causa las modas, pero yo no estaba segura de querer saberlo. La Barbie es una de esas modas cuya popularidad te hace perder toda fe en la especie humana.

Gina salió del dormitorio.

—Es para ti —dijo, mirándome calculadora—. Puedes usarlo en el dormitorio.

Solté la Barbie Novia Romántica y me levanté.

—¡Es mi cumpleaños! —chilló Brittany.

—Vaya, Peyton —dijo la madre de Peyton—, qué cosa tan creativa has hecho con tu yogur congelado.

Gina corrió a la cocina, y yo entré en el dormitorio.

Estaba decorado con violetas, con un teléfono inalámbrico púrpura. Lo cogí.

—¿Qué tal? —dijo Billy Ray—. Adivina desde dónde te llamo.

—¿Cómo has sabido que estaba aquí?

—He llamado a HiTek y tu ayudante me lo ha dicho.

—¿Flip te ha dado el número? ¿Correctamente?

—No sé cómo se llamaba. Voz ronca. Tosía mucho.

Shirl. Debía de estar metiendo algunos de los datos de Alicia en mi ordenador.

—Bien, escucha, voy camino a las Rocosas ahora mismo y… espera. Paso por un túnel. Te llamaré en cuanto termine de atravesarlo.

Hubo un zumbido, y un chasquido.

Colgué el teléfono y me quedé allí sentada, sobre la cama violeta de Gina, preguntándome cómo llegaba a atender el rancho Billy Ray cuando nunca estaba allí. También reflexioné sobre el atractivo de la Barbie.

Parte de su éxito se debe a que se ha suscrito a otras modas a lo largo de los años. A mediados de los sesenta, Barbie llevaba el pelo liso y ropa de Carnaby Street, en los sesenta ropa del baúl de la abuela, en los ochenta leotardos y calentadores.

Hoy en día hay Barbies astronautas y Barbies ejecutivas, e incluso una doctora, aunque es difícil imaginar a la muñeca superando el instituto, no digamos ya la facultad de medicina.

Al parecer Billy Ray se había olvidado de mí, y lo mismo había hecho la madre de Peyton. Abrió la puerta, dijo: «… y quiero que permanezcas expulsada hasta que decidas relacionarte con tus semejantes», y empujó al interior a una Peyton cubierta de yogur.

Ninguna de las dos me vio, sobre todo Peyton, que se lanzó contra la puerta, la cara colorada y sollozando, y luego, cuando quedó claro que no iba a funcionar, se tumbó a cuatro patas junto a la cama y sacó una libreta y ceras de colores.

Se sentó cruzada de piernas en mitad del suelo, abrió la caja de las ceras, seleccionó una rosa, y empezó a dibujar. —Hola —dije, y me alegró ver que daba un salto de un palmo—. ¿Qué estás haciendo?

—No se puede hablar cuando estás expulsada —contestó ella.

«Tampoco puedes colorear», pensé, deseando que Billy Ray recordara que debía volver a llamarme.

Ella escogió una cera verde y se inclinó sobre la libreta, dibujando ansiosamente. Trasladé el teléfono al otro lado de la cama para poder ver el dibujo.

—¿Qué estás dibujando? ¿Una mariposa?

Ella puso los ojos en blanco.

—No-o-o. Es una historia.

—¿Una historia? —pregunté yo, ladeando la cabeza para verlo mejor—. ¿Sobre qué?

—Sobre Barbie —suspiró, clavadita a Flip, y escogió una cera azul claro.

«¿Por qué sólo las cosas horribles se convierten en moda? —pensé—. Poner los ojos en blanco, las Barbies y el pudín de pan. ¿Por qué nunca la tarta de chocolate y queso o pensar por ti misma?»

Miré con más atención el dibujo. Parecía más un diagrama de Mandelbrot que una historia. Era una especie de mapa, o tal vez un diagrama, con muchas líneas de diminutas estrellas lavanda y símbolos rosa en zigzag que se cruzaban por todo el papel. Obviamente, Peyton había trabajado en el tema durante bastantes expulsiones.

—¿Qué es esto? —dije, señalando una fila de zigzags púrpura.

—Mira —contestó ella, colocando la libreta y los lápices de cera sobre mi regazo—. Barbie fue a su casa de la playa de Malibú —trazó una línea de olitas azules sobre los zigzags—. Está muy lejos. Tuvieron que ir en su Jaguar.

—¿Y es esta línea? —le pregunté, señalando las olitas azules.

—No-o-o —contestó ella, irritada con tantas interrupciones—. Eso representa lo que llevaba puesto. Verás, cuando va a su casa de la playa de Malibú se pone el sombrero azul. Así que todos fueron a la casa de Malibú —dijo, haciendo caminar su lápiz sobre el papel como si fuera una muñeca—, y Barbie dijo «Vamos a nadar», y yo dije «Vale, vamos», y…

Hubo una pausa mientras Peyton buscaba una cera naranja.

—Y Barbie dijo, «¡Vamos!», y nos fuimos a nadar —y empezó a dibujar una fila de rápidos zigzags laterales.

—¿Eso es su bañador?

—No-o-o. Ésa es Barbie.

«¿Barbie? —pensé, preguntándome por el simbolismo de los zigzags—. Por supuesto. Los zapatos de tacón de Barbie.»

—Así que al día siguiente —dijo Peyton, seleccionando un amarillo anaranjado, y dibujó unos soles con puntas—, Barbie dijo, «Vamos de compras», y yo dije, «Vale, vamos», y ella dijo, «Vamos a montar en nuestras motos», y yo dije…

Billy Ray salió del túnel, y yo descolgué el teléfono casi antes de que sonara.

—¿Así que vas camino de Denver? —pregunté.

—No. En dirección contraria. Hacia Durango. Conferencia sobre teleconferencias. Estaba pensando en ti y pensé en llamarte. ¿Alguna vez te da por querer hacer algo aparte de lo que estás haciendo?

—Sí —dije fervientemente, leyendo los nombres de las barritas de cera que Peyton había descartado. Litorina. Verde gritón. Azul cerúleo.

—… así que Barbie dijo, «Hola, Ken», y Ken dijo, «Hola, Barbie, ¿quieres salir conmigo?» —dijo Peyton, muy ocupada dibujando rayas.

—Yo también —dijo Billy Ray—. He estado pensando, ¿es esto lo que realmente quiero?

—¿No salió lo de las ovejas?

—¿Las Targhees? No, van bien. Es todo esto del rancho. Es tan solitario.

«A pesar del fax e Internet y el teléfono móvil», pensé.

—… así que Barbie dijo, «No quiero estar expulsada» —dijo Peyton, empuñando un lápiz negro—. «Muy bien —dijo la madre de Barbie—, no tienes por qué».

—¿Tienes alguna vez la sensación… —dijo Billy Ray— de… no sé cómo llamarlo…?

«Yo sí —pensé—. Escozor.» ¿Y eso significa que esta sensación incómoda de insatisfacción es también una especie de moda, como los tatuajes y las violetas? Y si era así, ¿cómo empezaba?

Me enderecé en la cama.

—¿Cuándo empezaste exactamente a tener esa sensación? —le pregunté, pero el teléfono móvil empezó a emitir un desagradable zumbido.

—Otro túnel —contestó Billy Ray—. Ya hablaremos un poco más cuando vuelva. Hay algo que quiero… —y el teléfono se apagó.

La madre de Lindsay había comentado sentirse impaciente, y también Flip, aquel día en la cafetería, y yo había deseado vagamente salir con Billy Ray. ¿Le había transmitido la sensación, como una especie de virus, y era así como se transmitían las modas, por infección?

—Tu turno —dijo Peyton, tendiéndome una cera rojo fosforescente. Rojo radical.

—Muy bien —contesté, aceptándola—. Así que Barbie decidió ir a… —dibujé una raya de tacones rojo radical sobre las olitas azules—… al peluquero. «Quiero que me corte el pelo», le dijo al peluquero —empecé una raya de tijeras color aguamarina—. Y el peluquero dijo, «¿Por qué?». Y Barbie dijo, «Porque todo el mundo lo hace». Así que el peluquero le cortó el pelo a Barbie y…

—No-o-o —dijo Peyton, quitándome el color aguamarina y tendiéndome el limón láser— Ésa es la Barbie Rizado Mágico.

—Oh —dije yo—. Muy bien. Así que el peluquero dijo, «Pero alguien tuvo que hacerlo primero, y no pudieron hacerlo porque todo el mundo lo hacía, así que por qué…». Se oyó un ruido en la puerta, y Peyton me quitó de la mano el limón láser, cerró el cuaderno, lo metió todo debajo de la cama con sorprendente velocidad, y ya estaba sentada en el borde con las manos cruzadas sobre el regazo cuando su madre terminó de abrir la puerta.

—Peyton, estamos viendo un vídeo. ¿Qui…? —dijo, y se detuvo al verme—. No le hablaste a Peyton mientras estaba expulsada, ¿verdad?

—Ni una palabra.

Se volvió hacia Peyton.

—¿Crees que ahora puedes tener una conducta positiva con tus semejantes?

Peyton asintió sabiamente y salió de la habitación, seguida por su madre. Yo volví a colocar el teléfono sobre la mesita de noche y me dispuse a seguirlas, y entonces me detuve, saqué la libreta de su escondite y volví a mirarla.

Era un mapa, a pesar de lo que hubiera dicho Peyton. Una combinación de mapa, diagrama y dibujo, que reunía una sorprendente cantidad de información en una sola página: localización, tiempo transcurrido, trajes llevados. Una sorprendente cantidad de datos.

Y las líneas se cortaban de una forma también sorprendente, cruzándose y volviéndose a cruzar para crear complicadas intersecciones, el rojo radical cambiando al lavanda y naranja en superposición. Barbie sólo montaba en su moto en la mitad inferior del dibujo, y había un denso nudo de estrellas en una esquina. ¿Una anomalía estadística?

Me pregunté si un diagrama-mapa-historia como aquél daría resultado con mis datos de los años veinte. Había probado con mapas y esquemas estadísticos y modelos informáticos, pero nunca con las tres cosas juntas, coloreadas en códigos de fechas, vectores e incidencias. Si lo ponía todo junto, ¿qué clase de pautas surgirían?

Sonó un alarido en el salón.

—¡Es mi cumpleaños! —gimió Brittany.

Volví a guardar la libreta bajo la cama.

—Vaya, Peyton —dijo la madre de Lindsay—. Qué forma tan creativa tienes de demostrar tu necesidad de atención.

PIROGRABADO (1900–1905)

Técnica artesanal que fue de moda para grabar a fuego dibujos sobre madera o cuero con un hierro candente. Flores, pájaros, caballos y caballeros con armadura se marcaban en alfileteros, bandejas, cajas de lápices, de guantes, de cartas, de pipas, y otros artículos igualmente inservibles. Pasó porque requería un grado de habiliad demasiado alto. Todos los caballos parecían vacas.


El jueves el tiempo empeoró. Chispeaba nieve cuando llegué al trabajo, y a la hora del almuerzo era ya una tormenta en toda regla. Flip había conseguido estropear las dos fotocopiadoras, así que reuní todos mis recortes sobre las sentadas para copiarlos en Kinko's, pero cuando me dirigía al coche decidí que podían esperar, y corrí de vuelta al edificio, la cabeza agachada contra la nieve. Prácticamente, choqué con Shirl.

Estaba acurrucada junto a una furgoneta, fumando un cigarrillo.

Tenía un guante marrón en la mano con la que no sujetaba el cigarrillo, el cuello del abrigo vuelto, una bufanda alrededor de la barbilla, y estaba tiritando.

—¡Shirl! —grité contra el viento—. ¿Qué está haciendo aquí fuera?

Ella pescó torpemente un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta y me lo tendió con su mano enguantada. Era un memorándum que declaraba todo el edificio libre de humo.

—Flip —dije, sacudiendo el memorándum ya húmedo—. Ella está detrás de esto —arrugué el papel y lo tiré al suelo—. ¿No tiene usted coche?

Ella sacudió la cabeza, tiritando.

—Me traen al trabajo.

—Puede sentarse en el mío —dije, y entonces se me ocurrió un sitio mejor—. Venga —la cogí del brazo—. Conozco un sitio donde puede fumar.

—Todo el edificio ha sido declarado prohibido para los fumadores —dijo ella, resistiéndose.

—Ese sitio no está en el edificio.

Apagó el cigarrillo.

—Es usted muy amable con una vieja —dijo, y las dos corrimos hacia el edificio a través de la nieve.

Nos detuvimos tras la puerta para sacudirnos la nieve y quitarnos los sombreros. Su cara correosa estaba colorada de frío.

—No tiene que hacer esto —dijo, desliando lentamente su bufanda.

—Cuando una se pasa tanto tiempo como yo estudiando las modas, desarrollas una clara antipatía hacia ellas —contesté—. Sobre todo hacia las modas de aversión. Sacan a relucir lo peor de la gente. Y esto es el principio. Luego podría ser la tarta de queso y chocolate. O la lectura. Vamos. La guié pasillo abajo.

—El sitio no será cálido, pero no habrá viento, y no quedará cubierta de nieve, al menos. Y esta moda antitabaco habrá pasado para la primavera. Está llegando a la etapa extrema en que inevitablemente produce una sacudida.

—La prohibición duró trece años.

—La ley. La moda no. La fiebre de McCarthy sólo duró cuatro —empecé a bajar las escaleras hacia Biología.

—¿Dónde está exactamente ese sitio? —preguntó Shirl.

—Es el laboratorio del doctor O'Reilly. Tiene detrás un porche con alero.

—¿Y seguro que no le importará?

—Seguro. Nunca presta atención a lo que piensa la gente.

—Debe de ser un joven extraordinario —dijo Shirl, y yo pensé, «desde luego que sí».

No encajaba en ninguna de las pautas habituales. No era un rebelde que se negara a seguir las modas para asegurar su individualismo. La rebelión también puede ser una moda, como ocurrió con los Ángeles del Infierno y los símbolos de la paz. Y sin embargo tampoco era tan olvidado. Era gracioso, inteligente y observador.

Traté de explicárselo a Shirl mientras bajábamos las escaleras camino de Biología.

—No es que no le importe lo que piensa la gente. Es que no ve qué tiene eso que ver con él.

—Mi profesor de física solía decir que Diógenes no tendría que haber perdido el tiempo buscando a un hombre honrado —dijo Shirl—. Tendría que haber buscado a alguno que tuviera criterio propio.

Llegamos al pasillo de Biología, y de repente se me ocurrió que quizás Alicia estuviera en el laboratorio.

—Espere aquí un segundo —le dije a Shirl, y me asomé a la puerta—. ¿Bennett?

Él estaba agazapado tras su mesa, prácticamente oculto por los papeles.

—¿Puede fumar Shirl aquí en el porche?

—Claro —dijo él, sin levantar la cabeza.

Salí y volví con Shirl.

—Puede fumar aquí si quiere —dijo Bennett cuando entramos.

—No, no puede. HiTek ha declarado todo el edificio libre de tabaco. Le dije que podría fumar fuera, en el porche.

—Claro —él se puso en pie—. Siéntase libre de bajar cuando quiera. Siempre estoy aquí.

—¿Sí? —dijo Shirl—. ¿Trabaja en su proyecto incluso durante el almuerzo?

Le dijo que no tenía ningún proyecto en el que trabajar y que tenía que esperar a que aprobaran su subvención antes de poder obtener sus macacos, pero yo no le prestaba atención. Estaba mirando lo que llevaba puesto.

Flip tenía razón respecto a Bennett. Llevaba una camisa blanca y una corbata azul Cerenkhov.

—¿Decidió Alicia que la teoría del caos era el proyecto óptimo para ganar la beca Niebnitz? —dije, y no pude evitar que mi voz sonara agria.

—No —contestó él, mirándome con el ceño fruncido—. Cuando habló el otro día de las variables, me dio una idea de por qué mi promedio de predicción no mejoraba. Así que repasé los datos. —¿Y sirvió de algo?

—No —dijo él, con aspecto abstraído, como cuando Alicia charlaba—. Cuanto más trabajo en el tema, más me parece que Verhoest tenía razón y hay una fuerza externa actuando sobre el sistema. Se volvió hacia Shirl.

—Probablemente no le interesará esto. Venga, déjeme mostrarle dónde está el porche —la acompañó a través de la sala hasta la puerta trasera—. Cuando lleguen mis macacos, tendrá que dar la vuelta.

Abrió la puerta y por ella entró viento y nieve.

—¿Seguro que no quiere fumar aquí dentro? Podría quedarse en la puerta. Déjela abierta al menos, para tener un poco de calor.

—Nací en Montana —respondió ella, cubriéndose el cuello con la bufanda mientras salía—. Esto es una suave brisa de verano —pero advertí que dejaba la puerta abierta.

Bennett volvió a entrar, frotándose los brazos.

—Uf, sí que hace frío ahí fuera. ¿Qué le pasa a la gente? Enviar a una señora mayor a la nieve en nombre de la rectitud moral. Supongo que Flip anda detrás de esto.

—Flip anda detrás de todo. —Miré el suelo cubierto de basura—. Supongo que será mejor que te deje volver al trabajo. Gracias por dejar a Shirl fumar aquí.

—No, espera. Había un par de cosas que quería preguntarte sobre el impreso de solicitud de fondos. —Rebuscó en su mesa hasta que encontró el papel. Lo hojeó—. Página cincuenta y uno, sección ocho. ¿Qué significa Método de Dispersión de Documentación?

—Se supone que tienes que poner KLA-Aumentado.

—¿Y eso qué significa?

—Ni idea. Es lo que Gina me dijo que pusiera.

Lo escribió a lápiz, sacudiendo la cabeza.

—Estos impresos de fondos van a ser mi perdición. Podría haber terminado el proyecto en el tiempo que se tarda en rellenar este formulario. HiTek quiere que ganemos la beca Niebnitz, que consigamos logros científicos. Pero dime un sólo científico que consiguiera un logro significativo mientras rellenaba un impreso. O asistía a una reunión.

—Mendeléiev —dijo Shirl.

Los dos nos volvimos. Shirl estaba junto a la puerta, sacudiéndose la nieve del sombrero.

—Mendeléiev iba de camino a una conferencia sobre la fabricación de queso cuando resolvió el problema de la tabla periódica —dijo.

—Es verdad, sí —dijo Bennett—. Se subió al tren y la solución se le ocurrió de golpe.

—Como a Poincaré —apunté yo—. Sólo que él se subió al autobús.

—Y descubrió las funciones fuchsianas —dijo Bennett.

—Kekulé también iba en autobús cuando descubrió el anillo del benceno —dijo Shirl, reflexiva.

—Cierto —contesté yo, sorprendida—. ¿Cómo sabe tanto de ciencia, Shirl?

—Tengo que hacer copias de tantos informes científicos, que pensé que bien podía leerlos. ¿No miraba Einstein el reloj del pueblo desde el autobús mientras trabajaba en la relatividad?

—Un autobús —dije—. Puede que eso sea lo que tú y yo necesitamos, Bennett. Cogemos un autobús que nos lleve a alguna parte y de pronto todo está claro… tú sabes qué va mal con tus datos sobre el caos y yo sé cuál fue el origen del pelo corto.

—Eso parece una gran idea. Vamos a…

—Oh, bien, estás aquí, Bennett —dijo Alicia—. Tengo que hablar contigo sobre el perfil de la beca. Shirl, haga cinco copias de esto —dejó caer un fajo de papeles en los brazos de Shirl—. Cotejadas y grapadas. Y esta vez no las ponga sobre mi mesa. Póngalas en mi buzón. —Se volvió hacia Bennett—. Necesito que me ayudes a hallar factores adicionales relevantes.

—Transporte —dije yo, y me encaminé hacia la puerta—. Y queso.

PELO PLANCHADO (1965–1968)

Moda capilar inspirada por Joan Baez, Mary Travers y oirás cantantes folk. El aspecto lánguido del pelo, largo y liso, de la moda hippie, era más difícil de conseguir que el desaliño masculino generalizado. En los salones de belleza aplicaban tratamientos de alisado, pero el método preferido entre las adolescentes era colocar la cabeza sobre la tabla de planchar y aplastar los rizos con la plancha. El planchado, que se hacía pocos centímetros cada vez, corría a cargo de una amiga (con la esperanza de que supiera lo que estaba haciendo), y las universitarias hacían cola en los colegios mayores a la espera de turno.


Durante los días siguientes no pasó gran cosa. Los impresos simplificados de solicitud de fondos tenían que estar entregados el veintitrés, y, después de dedicar otro fin de semana a rellenarlos, le di el mío a Flip y luego me lo pensé mejor y lo recuperé y lo entregué en persona.

El tiempo volvió a mejorar. Elaine trató de convencerme para que la acompañara a hacer rafting por los rápidos para aliviar el estrés; Sara me contó que su novio, Ted, sentía aversión por los compromisos; Gina me preguntó si sabía dónde encontrar la Barbie Novia Romántica para Bethany (había decidido que quería una igual que Brittany y su cumpleaños era en noviembre); y yo recibí tres notificaciones de retraso en la devolución de las Obras completas de Browning.

Entretanto, terminé de introducir todos mis datos sobre el Rey Tut y el black bottom y empecé a dibujar una Barbie.

No tenía una caja de sesenta y cuatro barritas de cera, pero había un programa cromático en el ordenador. Lo cargué, junto con mis programas estadísticos y de ecuaciones diferenciales, y empecé a codificar las correlaciones y a trazarlas.

Pinté la longitud de faldas en azul cerúleo, las ventas de cigarrillos en gris, el color lavanda fue para Isadora Duncan y el amarillo para las temperaturas de más de cuarenta grados. Blanco para Irene Castle, rojo radical para las referencias al carmín, marrón para Bemice se corta el pelo.

Flip entraba periódicamente para tenderme solicitudes y hacerme preguntas como:

—Si tuviera un hada madrina, ¿cómo sería?

—Una viejecita —dije, pensando en Sapos y diamantes—, o un pájaro, o algo feo, como un sapo. Las hadas madrinas se disfrazan para saber si mereces ayuda cuando eres amable con ellas. ¿Para qué necesitas una? Ella puso los ojos en blanco.

—No está permitido hacer preguntas personales a los contactos de comunicaciones interdepartamentales. Si van disfrazadas, ¿cómo sabes que hay que ser amable con ellas?

—Se supone que tienes que ser amable en general —dije, y advertí que no tenía sentido—. ¿Para qué es la solicitud?

—Para que HiTek nos conceda un seguro dental, por supuesto.

Por supuesto.

—No creerá que es mi ayudante, ¿verdad? —dijo Flip—. Es una mujer mayor. Le devolví la solicitud. —Dudo mucho que Shirl sea tu hada madrina disfrazada.

—Bien. Es imposible que yo sea amable con alguien que fuma.

No vi a Bennett, que estaba ocupado preparándose para la llegada de sus macacos, ni a Shirl, que estaba haciendo todo el trabajo de Flip, pero sí vi a Alicia. Se acercó al laboratorio, vestida de rosa pomo, y me pidió prestado el ordenador.

—Flip está utilizando el mío —dijo, molesta—, y cuando le dije que se largara, se negó. ¿Has conocido alguna vez a alguien tan maleducado?

Esa pregunta era de difícil respuesta.

—¿Cómo te va la búsqueda de la Piedra Filosofal?

—He eliminado definitivamente la predisposición circunstancial como criterio —dijo ella, quitando mis datos de encima de la mesa—. Sólo dos receptores de la beca Niebnitz han conseguido un logro científico significativo tras obtener la beca. Y he estrechado el acercamiento al proyecto a un experimento diseñado de disciplinas cruzadas, pero aún no he determinado el perfil personal. Sigo evaluando las variables.

Sacó mi disco e introdujo el suyo.

—¿Has tenido en cuenta las enfermedades? —dije.

Ella pareció molesta.

—¿Las enfermedades?

—Han jugado un papel importantísimo en los logros científicos. Las paperas de Einstein, los problemas de pulmón de Mendeléiev, la hipocondría de Darwin. La peste bubónica. Cerraron Cambridge por su causa, y Newton tuvo que volver a casa, al huerto de manzanos.

—No veo…

—¿Y en sus habilidades como tiradores?

—Si estás tratando de hacerte la graciosa…

—La habilidad de Fleming para disparar con rifle fue lo que hizo que St. Mary's quisiera que se quedara después de graduarse como cirujano. Le necesitaban para el equipo de tiro del hospital y, como no había plaza en cirugía, le ofrecieron trabajo en microbiología.

—¿Y qué tiene exactamente que ver Fleming con la beca Niebnitz?

—Tenía predisposición a logros científicos significativos. ¿Qué hay de los hábitos de ejercicio? James Watt resolvió el problema del motor de vapor mientras daba un paseo, y William Rowan Hamilton…

Alicia recogió sus papeles y sacó el disco.

—Usaré otro ordenador —dijo—. Puede que te interese saber que, estadísticamente, la investigación sobre las modas no tiene absolutamente ninguna posibilidad.

Sí, bueno, lo sabía. Sobre todo tal como iba ahora mismo. No sólo mi diagrama no parecía ni la mitad de bueno que el de Peyton, sino que no había aparecido en él el perfil de ninguna mariposa. Excepto lo de Marydale, Ohio, que seguía allí, reforzado además por los calcetines remangados y los datos sobre los crucigramas.

Pero no había nada que hacer sino seguir chapoteando entre los afluentes infestados de cocodrilos y moscas tsetse. Calculé intervalos de predicción sobre el hipnotismo de Coué y los crucigramas, y luego empecé a introducir los datos sobre los peinados relacionados.

No pude encontrar los recortes sobre las ondas de agua. Se los había dado a Flip hacía casi una semana, junto con los datos sobre los ángeles y los anuncios de contactos. Y no había vuelto a saber de ellos desde entonces.

Rebusqué entre los montones, junto al ordenador, por si casualmente los había traído y los había dejado caer por alguna parte, y luego busqué a Flip en Suministros; allí estaba, cogiéndole a Desiderata largos mechones de pelo para hacerle trenzas de hilo.

—El otro día te di unas cuantas cosas para que las fotocopiaras —le dije a Flip—. Eran artículos sobre ángeles y un puñado de recortes sobre el pelo. ¿Qué has hecho con ellos?

Flip puso los ojos en blanco.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Porque te los di para que los fotocopiaras. Porque los necesito, y no están en mi laboratorio. Había unos recortes sobre las ondas de agua —insistí—. ¿Recuerdas? ¿El corte de pelo ondulado que te gustaba?

Hice una serie de movimientos ondulatorios sobre mi pelo, esperando que lo recordase, pero ella estaba envolviendo las guedejas de Desiderata con papel adhesivo.

—Había también una página de anuncios de contactos.

Eso le sonó a algo. Desiderata y ella intercambiaron una mirada.

—¿Ahora me está acusando de robar?

—¿Robar? —dije, aturdida.

¿Artículos sobre ángeles y recortes sobre las ondas de agua?

—Son públicos, ya sabe. Cualquiera puede escribir.

No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo. ¿Públicos?

—Sólo porque lo haya marcado con un círculo no significa que sea suyo. —Dio un tirón al pelo de Desiderata, que soltó un alarido—. Además, ya tiene a ese tipo del rodeo.

Los anuncios personales, pensé, viendo la luz. Estábamos hablando de los anuncios personales. Lo que explicaba que me hubiera preguntado por el significado de elegante y sofisticada.

—¿Respondiste a uno de los anuncios?

—Como si no lo supiera. Como si Darrell y usted no se estuvieran riendo juntos —dijo ella, y cogió el rollo de cinta adhesiva y salió corriendo de la habitación.

Miré a Desiderata, que estaba recogiendo un extremo de cinta de su mechón.

—¿De qué estaba hablando? —pregunté.

—Él vive en Valmont.

—¿Y? —dije, deseando comprender al menos lo que me decían.

—Flip vive al sur de Baseline.

Todavía nada.

Desiderata suspiró.

—¿No lo comprende? Ella es geográficamente incompatible.

«También lleva una i en la frente —pensé—, cosa que alguien que busca gente elegante y sofisticada debe haber encontrado chocante.»

—¿Se llama Darrell? —pregunté.

Desiderata asintió, tratando de envolver el extremo de cinta en su pelo.

—Es dentista.

—Creo que es totalmente suarb, pero a Flip le gusta de veras.

Era difícil imaginar a Flip apreciando a alguien, y nos estábamos desviando del tema principal. Había cogido los anuncios de contactos, ¿y qué había hecho con el resto de los artículos?

—No sabrás dónde puede haber puesto mis recortes sobre las ondas de agua, ¿no?

—Cielos, no —dijo Desiderata—. ¿Ha mirado en su laboratorio?

Decidí dejarlo y bajé a la sala de fotocopias para tratar de encontrarlos yo sola. Al parecer, Flip nunca copiaba nada. Había enormes montañas a ambos lados de la fotocopiadora, encima de la tapa, y en todas las superficies planas de la habitación, además de dos montones en el suelo que llegaban hasta la cintura, dispuestos en capas como formaciones rocosas sedimentarías.

Me senté en el suelo y empecé a buscar: memorándums, informes, un centenar de copias sobre un ejercicio de sensibilidad que empezaba con «Listar cinco cosas que os gusten de HiTek», una carta que ponía URGENTE fechada el 8 de julio de 1988.

Encontré algunas notas que había tomado sobre las piedras amuleto y el recibo de la nómina de alguien, pero nada sobre las ondas de agua. Lo recogí todo y empecé por el siguiente montón.

—Sandy —dijo una voz de hombre desde la puerta.

Alcé la cabeza. Bennett se encontraba allí. Evidentemente, algo iba mal. Llevaba el pelo arenoso revuelto y tenía la cara pecosa macilenta.

—¿Qué ocurre? —pregunté, poniéndome en pie.

Él señaló, un poco aturdido, al fajo de papeles que sostenía en la mano.

—No encontrarías ahí mi solicitud de concesión de fondos, ¿verdad?

—¿Tu solicitud de concesión de fondos? —dije, asombrada—. Tedrías que haberla entregado el lunes.

—Lo sé —dijo él, pasándose la mano por el pelo—. La entregué. Se la di a Flip.

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