1 PRINCIPIO

Hermanos, hermanas, maridos, esposas…

siguieron al flautista.

De calle en calle él anduvo tocando,

y pasito a paso lo siguieron bailando.

ROBERT BROWNING


HULA-HOOP (marzo 1958–junio 1959)

El prototipo de todas las modas de mercado, cuyo fenomenal éxito no tiene parangón. El hula-hoop, originalmente un aro de madera para ejercicios gimnásticos utilizado en Australia, fue rediseñado en plástico brillante por Wham-O y vendido al precio de 1,98 dólares a niños y adultos por igual. Las monjas, Red Skelton, las geishas, Jane Russell y la reina de Jordania lo hacían girar sobre sus caderas, y la gente común se las dislocaba, se torcía el cuello, y sufría hernia discal por su culpa. Rusia y China lo prohibieron por «capitalista», un equipo de exploradores belgas se llevó veinte al polo Norte (¿para dárselo a los pingüinos?), y se vendieron más de cincuenta millones de unidades en todo el mundo. La moda pasó tan rápidamente como se extendió.


Es casi imposible señalar el comienzo de una moda. Para cuando empieza a reconocerse como tal, sus orígenes se pierden en el pasado, y tratar de localizarlos es exponencialmente más difícil que, pongamos por caso, buscar las fuentes del Nilo.

En primer lugar, probablemente haya más de una fuente. En segundo lugar, estás tratando con la conducta humana; Speke y Burton sólo tuvieron que enfrentarse a cocodrilos, rápidos, y la mosca tsetse. En tercer lugar, sabemos algunas cosas sobre los ríos (por ejemplo, que fluyen cuesta abajo), pero las modas parecen brotar creciditas de la nada y sin ningún motivo aparente. Vean si no el caso del puenting. O el de las lámparas de Java.

Lo mismo pasa con los descubrimientos científicos. A la gente le gusta considerar la ciencia como algo racional y razonable, que avanza paso a paso, de la hipótesis al experimento y por último a las conclusiones. El doctor Chin, el ganador de la beca Niebnitz del año pasado, escribió: «El proceso del descubrimiento científico es la extensión lógica de la observación mediante la experimentación.»

Nada más lejos de la verdad. El proceso científico es exactamente igual que cualquier otra empresa humana: complicado, azaroso y mal dirigido, y depende enormemente de la casualidad.

Fíjense en Alexander Fleming, que descubrió la penicilina cuando una espora entró por la ventana de su laboratorio y contaminó uno de sus cultivos.

O en Roentgen. Estaba trabajando con un tubo de rayos catódicos rodeado de planchas de cartón negro cuando vio un parpadeo de luz al otro lado de su laboratorio. Una hoja de papel cubierta de platinocianuro de bario fosforescía, aunque estaba aislada del tubo. Curioso; extendió la mano y la colocó entre el tubo y la pantalla. Y vio la sombra de los huesos de su mano.

Fíjense en Galvani, que estaba estudiando el sistema nervioso de las ranas cuando descubrió la corriente eléctrica. O Messier. No estaba buscando galaxias cuando las descubrió.

Buscaba cometas. Sólo las cartografió porque intentaba deshacerse de una molestia.

Nada de eso hace que el doctor Chin no merezca el millón de dólares de la beca Niebnitz. No es necesario comprender cómo funciona algo para hacerlo. Es el caso de conducir. Y del inicio de las modas. Y de enamorarse.

¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de cómo se producen los descubrimientos científicos. Normalmente la cadena de acontecimientos que conduce a ellos, como la que conduce a una moda, sigue un curso demasiado complicado y caótico para seguirlo. Pero yo sé exactamente dónde empezó una y quién la inició.

Era un lunes, dos de octubre. Las nueve de la mañana. Yo estaba en los laboratorios de estadística de HiTek, luchando con una caja de recortes sobre el pelo a lo gargon. Por cierto, me llamo Sandra Foster, y trabajo en I+D en HiTek. Me había pasado el fin de semana revisando periódicos amarillentos y números de los años veinte de The Saturday Evening Post y The Delineator, avanzando contracorriente hacia el principio de la moda del pelo corto, buscando a qué se debía que todas las mujeres de América se hubiesen cortado de repente su «corona de gloria», a pesar de la presión social, los sermones amenazantes, y cuatro mil años de pelo largo.

Había recortado infinitos reportajes, subrayado referencias, artículos de revistas, y anuncios; los había fechado y ordenado por categorías. Flip me había robado la grapadora, me había quedado sin clips y Desiderata no había podido encontrar más, así que tuve que contentarme con amontonar los recortes por orden, dentro de la caja que ahora intentaba llevar a mi laboratorio.

La caja era pesada y parecía hecha por la misma gente que fabrica las bolsas de papel de los supermercados, así que cuando la dejé caer ante la puerta del laboratorio para sacar la llave, ya se le había desgarrado un lado. Iba medio arrastrándola medio luchando con ella para acercarla a una de las mesas y así poder sacar los montones de recortes cuando ese lado empezó a ceder.

Una avalancha de páginas de revista y artículos de periódico cayó antes de que pudiera cerrar el boquete, y los estaba sujetando junto con la caja cuando Flip abrió la puerta y entró, con aspecto contrariado. Llevaba lápiz de labios negro, una camisa negra, sin mangas, y una microfalda negra, y portaba una caja del mismo tamaño que la mía.

—Se supone que no estoy para repartir paquetes —dijo—. Se supone que usted tiene que recogerlos en la sala del correo.

—No sabía que tuviera un paquete —respondí, tratando de retener el contenido de mi caja con una mano y coger con la otra un rollo de celo que había en medio de la mesa—. Déjalo en cualquier parte.

Ella puso los ojos en blanco.

—Se supone que debe recibir una nota diciendo que tiene un paquete.

«Sí, bien, y probablemente se supone que tú tienes que entregarla —pensé—, lo que explica por qué no la recibí nunca.»

—¿Podrías acercarme esa cinta adhesiva?

—Se supone que los empleados no pueden pedir a los asistentes interdepartamentales que les hagan recados personales ni café —dijo Flip.

—Acercarme una cinta adhesiva no es un recado personal —respondí yo.

Flip suspiró.

—Se supone que estoy repartiendo el correo interdepartamental. —Se agitó el pelo. Se había afeitado la cabeza la semana anterior pero dejándose adrede un largo mechón sobre la frente y a un lado para poder agitarlo cuando se sintiera ofendida.

Flip es mi castigo por haber intentado hacer despedir a Desiderata, su predecesora. Desiderata era tonta, aburrida y un ser completamente carente de iniciativa. Repartía mal el correo, escribía mal los mensajes y se pasaba todo su tiempo libre examinándose las puntas abiertas del cabello. Después de dos meses y una llamada telefónica equivocada que me costó una beca gubernamental, fui a Dirección y exigí que la despidieran y contrataran a otra persona, a cualquiera, creyendo que nadie habría peor que Desiderata. Me equivocaba.

Dirección trasladó a Desiderata a Suministros (jamás despiden a nadie en HiTek, excepto a los científicos, y ni siquiera a nosotros nos dan el pasaporte; simplemente cancelan nuestros proyectos por falta de fondos) y contrataron a Flip, que llevaba un aro en la nariz, un tatuaje de un búho blanco, y tenía la costumbre de suspirar y poner los ojos en blanco cuando le pedías que hiciera algo. Yo tenía miedo de hacer que la despidieran. A saber a quién contratarían a continuación.

Flip suspiró con fuerza.

—Este paquete es pesadísimo.

—Entonces suéltalo —dije yo, extendiendo la mano para coger la cinta. Estaba fuera de mi alcance. Alcé poquito a poco la mano que sujetaba el costado de la caja y me estiré hacia la mesa. Las yemas de mis dedos rozaron la cinta.

—Es delicado —dijo Flip, acercándose a mí, y soltó la caja. Traté de agarrarla con ambas manos. Chocó contra la mesa, el costado aplastó mi caja, y los recortes se dispersaron por el suelo.

—La próxima vez tendrá que recogerlo usted misma —dijo Flip, dirigiéndose hacia la puerta pisando los recortes.

Sacudí la caja, por si había algo roto. No había nada, y cuando miré la tapa no ponía FRÁGIL por ninguna parte. Ponía PERECEDERO. También ponía DOCTORA ALICIA TURNBULL.

—Esto no es mío —dije, pero Flip ya había salido por la puerta. Chapoteé en un mar de recortes y la llamé—. Este paquete no es mío. Es para la doctora Turnbull, de Biología.

Ella suspiró.

—Tienes que llevárselo a la doctora Turnbull.

Puso los ojos en blanco.

—Tengo que entregar primero el resto del correo interdepartamental —dijo, agitando su mechón de pelo. Se perdió pasillo abajo, dejando caer dos sobres de dicho correo mientras lo hacía.

—Asegúrate de volver y llevártelo en cuanto acabes de repartir el correo. Es perecedero —grité, y entonces, recordando que el analfabetismo está en boga hoy día y perecedero es una palabra polisilábica, añadí—: Quiere decir que se estropeará.

Su cabeza afeitada ni siquiera se volvió, pero una de las puertas del pasillo se abrió y Gina se asomó por ella.

—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó.

—Ahora la cinta adhesiva se considera un recado personal.

Gina se acercó.

—¿Has recibido uno de éstos? —dijo, tendiéndome un folleto azul. Era el anuncio de una reunión. Miércoles. En la cafetería. Todo el personal de HiTek, incluyendo I+D—. Flip tenía que entregar uno en cada despacho. —¿De qué va la reunión?

—Dirección ha preparado otro seminario. Lo que significa un ejercicio de sensibilidad, un nuevo acrónimo, y más papeleo para nosotros. Creo que pediré la baja. El cumpleaños de Brittany es dentro de dos semanas, y tengo que preparar toda la decoración de la fiesta. ¿Qué se lleva hoy en día en las fiestas de cumpleaños? ¿Circos? ¿El salvaje oeste?

—Los Power Rangers —dije yo—. ¿Crees que reorganizarán los departamentos?

En el último seminario preparado por Dirección se había creado el puesto de Flip como parte del DARC (Dirección de Activación de Reformas y Comunicaciones). Tal vez ahora eliminarán la figura del asistente interdepartamental; así yo podría volver a hacer mis propias copias, entregar mis propios mensajes y recoger mi correo. Total, ya lo hacía.

—Odio los Power Rangers —respondió Gina—. No me explico cómo se han hecho tan populares.

Volvió a su laboratorio, y yo a mi trabajo sobre el pelo corto. Era fácil entender que se hubiera puesto de moda.

No más cabellos largos que dominar con peines y horquillas y crepados; se acabó lavarlos y tener que esperar una semana a que se secaran. Las enfermeras que sirvieron en la Primera Guerra Mundial se cortaron el pelo a causa de los piojos, y les había gustado la libertad y la ligereza que les proporcionaba el pelo corto. Y tenía ventajas obvias cuando se trataba de apuntarse a las otras modas de la época: ir en bici y jugar a tenis.

¿Entonces por qué no se había puesto ya de moda en 1918? ¿Por qué había tardado cuatro años y luego, de pronto, sin ningún motivo aparente, se impuso con tal fuerza que las peluquerías se llenaron y las compañías de horquillas se arruinaron de la noche a la mañana? En 1921, el pelo corto era todavía lo bastante raro para que apareciera en las primeras planas y despidieran a las mujeres por su causa. Hacia 1925, era tan común que salía en todas las fotos de graduación y los anuncios y las ilustraciones de las revistas, y los únicos sombreros que se vendían eran bonetes en forma de campana, demasiado ajustados para llevarlos con el pelo largo. ¿Qué había ocurrido en el ínterin? ¿Cuál fue el motor impulsor?

Me pasé el resto del día reordenando los recortes. Se podría pensar que las páginas de las revistas de los años veinte se habrían vuelto amarillentas y ásperas, pero no. Resbalaban como anguilas por el suelo, solapándose, mezclándose con los recortes de periódico y desbaratando la ordenación. Incluso se habían soltado algunos clips.

Hice la reordenación en el suelo. Una de las mesas estaba cubierta de recortes que Flip tendría que haber llevado a fotocopiar, cosa que no había hecho, y en la otra tenía todas mis notas. Y ninguna de las dos era lo bastante grande para contener todos los montones que necesitaba, algunos de los cuales se entremezclaban: un artículo entero dedicado al pelo corto, referencia dentro de un artículo dedicado a las flappers, referencia cruzada, alusión casual, comentario desaprobador, alusión humorística, comentario de sorpresa y horror, ilustración en anuncio, adopción por parte de mujeres de mediana edad, adopción por parte de niñas, adopción por mujeres ancianas, artículos ordenados cronológicamente, artículos ordenados por estados, tema urbano, tema rural, discrepancia, completa aceptación, primeros signos de pasar de moda, fin de la moda.

A las 4.55 todo el suelo del laboratorio estaba cubierto de montones de papel y Flip aún no había vuelto. Pisando con cuidado entre los montones, me acerqué y miré otra vez la caja. Biología estaba al otro lado del complejo, pero no importaba. La caja decía PERECEDERO, y aunque la irresponsabilidad es la tendencia más fuerte de los noventa, todavía no se ha adueñado de toda la sociedad. Cogí la caja y se la llevé a la doctora Turnbull.

Pesaba una tonelada. Después de conseguir subir dos tramos de escaleras y recorrer cuatro pasillos, las razones de por qué la irresponsabilidad se había puesto de moda empezaron a resultarme muy claras. Al menos iba a ver una parte del edificio en la que normalmente no entraba, ni siquiera estaba muy segura de dónde se hallaba Biología, sólo sabía que se encontraba al fondo de la planta baja. Pero debía de ir bien encaminada: en el aire se notaba la humedad y el leve murmullo de un zoo. Seguí el sonido por otra escalera más y por un largo pasillo. La oficina de la doctora Turnbull estaba, naturalmente, al fondo.

La puerta estaba cerrada. Sostuve como pude la caja con los brazos, llamé y esperé. No hubo respuesta. Recoloqué la caja, sujetándola contra la pared con la cadera, y probé con el pomo. La puerta tenía echada la llave.

Lo último que quería era arrastrar la caja de vuelta a mi oficina y tratar de encontrar luego un frigorífico. Miré la fila de puertas pasillo abajo. Todas estaban cerradas y, presumiblemente, con llave; pero había una línea de luz bajo la del centro, a mano izquierda.

Volví a cargar con la caja, que se hacía más y más pesada por momentos, la llevé hasta la luz y llamé a la puerta.

No obtuve respuesta, pero cuando probé con el pomo, se abrió para dar paso a una jungla de videocámaras, equipo informático, cajas abiertas, y cables de seguimiento.

—Hola—dije—. ¿Hay alguien aquí?

Sonó un gruñido ahogado, y esperé que no proviniera de un inquilino del zoo. Miré la placa de la puerta.

—¿Doctor O'Reilly?

—¿Sí? —respondió la voz de un hombre desde debajo de lo que parecía un horno.

Lo rodeé y vi dos piernas enfundadas en pana marrón asomando de debajo, rodeadas de bastantes herramientas.

—Traigo una caja para la doctora Turnbull —dije en dirección a las piernas—. No está en su oficina. ¿Puede encargarse de ella?

—Déjela por ahí —dijo la voz, impaciente.

Busqué alrededor algún sitio donde dejarla y que no estuviera cubierto de equipo de vídeo o trozos de cable.

—Sobre el equipo no —dijo bruscamente la voz—. En el suelo. Con cuidado.

Aparté una cuerda y dos módems y solté la caja. Me agaché junto a las dos piernas y dije:

—Tiene una etiqueta de «perecedero». Hay que meterla en el frigorífico.

—Muy bien —replicó él. Apareció un brazo pecoso dentro de una manga blanca arrugada, que palpó el suelo alrededor de la base de la caja.

Había un rollo de cinta adhesiva más allá de su alcance.

—¿Cinta adhesiva? —dije, poniéndosela en la mano.

Su mano se cerró y luego se quedó allí.

—¿No quería la cinta? —busqué alrededor a ver qué otra cosa podía querer—. ¿Tenazas? ¿Destornillador?

Las piernas y el brazo desaparecieron bajo el horno y una cabeza sobresalió por el otro lado.

—Lo siento —dijo. Su cara era también pecosa, y llevaba unas gafas con cristales de culo de botella—. Creía que era la encargada del correo.

—Flip. No. Entregó la caja en mi oficina por error.

—No me extraña —salió de debajo del horno y se levantó—. Lo siento muchísimo —dijo, quitándose el polvo de encima—. No suelo ser tan rudo con la gente que intenta repartir cosas. Pero es que Flip…

—Lo sé —contesté, asintiendo.

Él se pasó la mano por el pelo pajizo.

—La última vez que me entregó una caja la dejó encima de uno de los monitores, y se cayó y rompió una videocámara.

—Eso es típico de Flip —dije yo, aunque realmente no le estaba escuchando. Le estaba mirando.

Cuando te pasas tanto tiempo como yo analizando modas y costumbres, acabas por detectarlas a primera vista: ecohippie, deportista, corredor de Wall Street, terrorista urbano. El doctor O'Reilly no era nada de eso. Era aproximadamente de mi edad y mi estatura. Llevaba una bata de laboratorio y pantalones de pana lavados tantas veces que la tela estaba completamente gastada en las rodillas. También se le habían encogido las perneras por encima de los tobillos y se veía claramente la marca a partir de donde se los había alargado.

El efecto, sobre todo con las gafas de culo de botella, tendría que haber sido de empollón de ciencias, pero no lo era. Para empezar, tenía pecas. Además, llevaba un par de zapatillas de tenis blancas con agujeros en los dedos y descosidas.

Los empollones de ciencias llevan zapatos negros y calcetines blancos. Ni siquiera usaba un protector de bolsillo, aunque le hubiese convenido. Tenía dos manchas de tinta de boli y un borrón de marcador en el bolsillo del pecho de la bata, y uno de los bolsillos estaba descosido por abajo. Y había algo más, algo que no pude detectar, que me impedía encuadrarlo en ninguna categoría.

Lo miré fijamente tratando de averiguar qué era exactamente, tanto que él me miró con curiosidad.

—Quería dejar la caja en la oficina de la doctora Turnbull —dije rápidamente—, pero se ha marchado a casa.

—Tenía una reunión para tratar el tema de la beca. Es muy buena consiguiéndolas.

—Es la cualidad más importante de un científico hoy en día.

—Sí —dijo él, sonriendo amargamente—. Ojalá la tuviera yo.

—Me llamo Sandra Foster —dije, tendiéndole la mano—. Sociología.

Él se frotó la suya en la pana y me la estrechó.

—Bennett O'Reilly.

Eso también era extraño. Tenía mi edad. Tendría que haberse llamado Matt, o Mike o, Dios no lo quiera, Troy. Bennett.

Me lo quedé mirando otra vez.

—¿Y es usted biólogo?—dije.

—Teoría del caos.

—¿No es eso un oxímoron?

Él sonrió.

—Tal como lo planteé, sí. Por eso dejaron de financiar mi proyecto y tuve que venir a trabajar para HiTek.

Tal vez eso explicara la rareza; y quizá se llevaba la pana y las zapatillas blancas entre los teóricos del caos. No, el doctor Applegate, de Química, pertenecía al caos, y vestía como todos los de I+D: camisa de cuadros, gorra de béisbol, vaqueros, zapatillas Nike.

Y casi nadie en HiTek trabaja en su campo. La ciencia tiene sus modas y locuras, como todo lo demás: la teoría de cadenas, de la eugenesia, el mesmerismo. La teoría del caos estuvo en alza durante un par de años, a pesar de Utah y la fusión fría, o tal vez por eso, pero ambas cosas fueron sustituidas por la ingeniería genética. Si el doctor O'Reilly quería una beca, tendría que renunciar al caos y crear un ratón mejor.

Se acercó a la caja.

—No tengo frigorífico. Tendré que dejarla en el porche —la cogió, gruñendo un poco—. Vaya, sí que pesa. Flip probablemente se la entregó a usted a propósito para no tener que traerla hasta aquí. —La levantó con la rodilla cubierta de pana—. Bueno, gracias de parte de la doctora Turnbull y de todas las otras víctimas de Flip —dijo, y se internó en la maraña de equipo.

Era claramente una frase de despedida, y, hablando de becas, yo todavía tenía que clasificar todos aquellos artículos sobre el pelo corto antes de irme a casa. Pero seguía intrigada por saber qué le hacía parecer tan extraño. Le seguí por el laberinto de material.

—¿Flip es responsable de todo esto? —dije, escurriéndome entre dos pilas de cajas.

—No. Estoy preparando mi nuevo proyecto —pasó por encima de un montón de cuerdas.

—¿Cuál es? —aparté una red de plástico que colgaba. —Difusión de información —abrió una puerta y salió al porche—. Aquí se mantendrá lo suficientemente fría —dijo, soltando la caja.

—Sin duda —contesté; me froté los brazos porque el viento de octubre era gélido. El porche daba a un gran patio cerrado, rodeado por muros altos y cubierto de rejilla. Había una puerta al fondo.

—Se usa para los experimentos con animales grandes —informó el doctor O'Reilly—. Esperaba tener los monos en julio para que pudieran estar aquí fuera, pero el papeleo ha tardado más de lo previsto. —¿Monos?

—El proyecto consiste en estudiar las pautas de difusión de información en un grupo de macacos. Se le enseña una nueva habilidad a uno de los macacos y luego se estudia su difusión en el grupo. Estoy trabajando en el promedio de habilidades útiles contra las inútiles. Enseño a uno de los macacos una habilidad de escaso valor práctico que exija poca destreza y plantee múltiples niveles de dificultad…

—Como el hula-hoop —dije yo.

Él soltó la caja ante la puerta y se incorporó.

—¿El hula-hoop?

—El hula-hoop, el minigolf, el twist. Todas las modas requieren poca habilidad. Por eso el ajedrez nunca se convierte en una. Ni la esgrima.

Él se subió las gafas de culo de botella.

—Estoy trabajando en un proyecto sobre las modas. Qué las causa y de dónde vienen —dije.

—¿De dónde vienen?

—No tengo ni idea. Y si no vuelvo al trabajo, no lo sabré nunca. —Le tendí de nuevo la mano—. Encantada de conocerle, doctor O'Reilly.

Regresé por entre el laberinto. Él me siguió, diciendo pensativo:

—Nunca se me habría ocurrido enseñarles a bailar el hula-hoop.

Iba a decirle que no pensaba que allí hubiera espacio suficiente, pero eran casi las seis, y tenía que recoger montones de papeles del suelo y clasificarlos antes de volver a casa.

Le dije adiós al doctor O'Reilly y regresé a Sociología. Flip estaba en el pasillo, con las manos en las caderas sobre la falda de cuero.

—He vuelto y usted no estaba —lo dijo como si la hubiera dejado hundida en arenas movedizas.

—He bajado a Biología.

—He tenido que venir desde Personal —dijo ella, sacudiéndose el pelo—. Usted me dijo que volviera.

—Estaba cansada de esperarte, así que he entregado el paquete yo misma —le contesté, esperando que protestara y dijera que repartir el correo era trabajo suyo. Me equivocaba: eso habría implicado admitir que era responsable de algo.

—Lo he buscado por toda la oficina —dijo virtuosamente—. Mientras la esperaba, recogí todas esas cosas que dejó tiradas por el suelo y las eché a la basura.

LA VIEJA TIENDA DE CURIOSIDADES (1840–1841)

Moda literaria suscitada por el folletín basado en una historia de Dickens sobre una niña pequeña y su apurado padre, que son expulsados de su tienda y obligados a vagabundear por Inglaterra. El interés por la obra fue tan grande que, en América, la gente abarrotaba los muelles a la espera del barco procedente de Inglaterra que traía el siguiente capítulo; incapaces de esperar a que el barco atracara, quienes aguardaban gritaban a los pasajeros de a bordo: «¿Murió la pequeña Nell?» Lo hizo, y su muerte condenó a lectores de todas las edades, sexos y grados de dureza a agonías de pesar. Vaqueros y mineros del oeste lloraron sin disimulo leyendo las últimas páginas y un diputado irlandés tiró el libro por la ventanilla de un tren en marcha y estalló en lágrimas.


El nacimiento del Támesis no parece tal cosa, sino un pastizal, y ni siquiera abundante. Allí no crece ni una sola planta acuática. Si no fuera por un viejo pozo, lleno de piedras, sería imposible incluso localizar el lugar. Las vacas, sin prestar atención a las piedras, vagabundean perezosas por el prado, mordisqueando flores y hierbas, ajenas a que algo significativo comienza bajo sus patas.

La ciencia es algo aún menos obvio. Empieza con una manzana que cae, una tetera que hierve. Alex Fleming, al echar una última ojeada a su laboratorio cuando se marchaba para pasar fuera un fin de semana largo, podría no haber visto nada significativo en la ventana entreabierta por la que se colaba el aire cargado de hollín de la estación de Paddington. Mientras se preparaba para reunir sus notas e iba a decirle a su ayudante que no tocara nada, que cerrara con llave la puerta, podría no haber advertido que la tapa de una de las placas de petri se había deslizado una fracción de centímetro. Su mente tendría que haber estado centrada en las vacaciones, en los encargos que tenía que hacer, en irse a casa.

Igual que la mía. Sólo era consciente de que Flip había arrugado concienzudamente todos los recortes y había hecho una pelota con ellos antes de meterlos en la papelera, y que no había forma de que pudiera sacarlos y alisarlos todos esta noche, y, como resultado, no sólo pasé por alto el primer acontecimiento de una cadena que conduciría a un descubrimiento científico, sino que estuve también a punto de perderme el segundo. Y el tercero.

Puse la papelera encima de la mesa, sellé la tapa con cinta adhesiva, coloqué un cartel que decía: «No tocar. Esto va por ti, Flip», y me dirigí a mi coche. A medio camino del aparcamiento, reflexioné sobre la capacidad de lectura de Flip, me di la vuelta, y regresé a mi oficina para recuperar la papelera.

El teléfono sonaba cuando abrí la puerta.

—¿Qué tal? —dijo Billy Ray cuando lo descolgué—. Adivina dónde estoy.

—¿En Wyoming? —pregunté. Billy Ray era un ranchero de Laramie con el que había salido hacía tiempo, cuando estudiaba los bailes regionales.

—En Montana. A mitad de camino entre Lodge Grass y Billings —lo que significaba que me llamaba desde su teléfono móvil—. Voy a echarles un vistazo a unas Targhees. Son de lo más auténtico.

Supuse que también eran vacas. Durante mi fase de bailes regionales, lo que más se llevaba eran las Aberdeen Longhorns. Billy Ray es un tío muy majo y un compendio ambulante de modas country-western. Dos pájaros de un tiro.

—Voy a estar en Denver el sábado —dijo a través del chisporroteo que indicaba que su teléfono móvil empezaba a quedarse sin cobertura—, para un seminario sobre ranchos informatizados.

Me pregunté cuál sería el nombre y su acrónimo. ¿Ranchos Operativos Informatizados?[1]

—Así que me preguntaba si podríamos comer juntos. Hay un nuevo restaurante de la pradera en Boulder.

Un restaurante de la pradera era lo último en cocina.

—Lo siento —dije, mirando la papelera de la mesa—. He tenido un contratiempo. Voy a tener que trabajar este fin de semana.

—Tendrías que introducirlo todo en tu ordenador y dejarle hacer el trabajo. Yo tengo el rancho entero dentro de mi PC.

—Lo sé —dije, deseando que fuera tan sencillo.

—Necesitas uno de esos escáners de texto —dijo Billy Ray; el zumbido era cada vez más insistente—. Así ni siquiera tienes que teclear.

Me pregunté si un escáner de texto podría leer papeles arrugados.

El zumbido se convertía en un estrépito.

—Bueno, quizá la próxima vez —dijo él, más o menos, y su voz se perdió.

Colgué mi teléfono fijo y recogí la papelera. Debajo, medio enterrados bajo los datos de mi investigación, estaban los libros de la biblioteca que tendría que haber devuelto hacía dos días. Los puse encima de la cinta adhesiva, aguantaron, y me los llevé junto con la papelera al coche; luego fui a la biblioteca.

Ya que me paso los días de trabajo estudiando modas, muchas de las cuales son completamente repulsivas, considero que es mi deber animar después del trabajo las modas que me gustaría que cundieran, como poner el intermitente cuando se cambia de carril, y la tarta de queso y chocolate. Y la lectura. Además, las bibliotecas son lugares magníficos para observar las modas en best-sellers y en gestión. Y en el vestir de las bibliotecarias.

—¿Qué hay esta semana en la lista de reservas, Lorraine? —pregunté a la bibliotecaria. Llevaba una camiseta con manchas blancas y negras con el lema COMPLETAMENTE FANTÁSTICA, y un par de pendientes blancos y negros de vacas Holstein.

Llevada por el destino —dijo ella—. Todavía. La lista de reservas tiene un palmo de longitud. Eres… —contó en la pantalla de su ordenador—, la quinta en la cola. Eras la sexta, pero la señora Roxbury se ha dado de baja.

—¿De veras? —pregunté, interesada. Los libros normalmente están de moda hasta que sale una segunda parte y los lectores se dan cuenta de que les han tomado el pelo. Vean si no Oliver Story y Vals lento en Cedar Bend. Por eso la moda de Lo que el viento se llevó consiguió durar casi seis años, y por su culpa miles de desafortunados niños tuvieron que vivir con el nombre de Rhett, o peor todavía, Ashley. Si Margaret Mitchell hubiera sacado Vals lento en Tara Bend todo se habría acabado. Lo que me recordó que tenía que comprobar si había habido alguna merma en la popularidad de Lo que el viento se llevó desde la publicación de Scarlett.

—No pongas muchas esperanzas en Destino —dijo Lorraine—. La señora Roxbury se dio de baja porque dijo que no podía esperar y compró su propio ejemplar. —Sacudió la cabeza, y las vacas oscilaron de un lado a otro—. ¿Qué es lo que le ve la gente?

Sí, bien, ¿y qué veían en El pequeño lord, el meloso relato de Francés Hodgson Burnett sobre un niño pequeño de largos rizos que hereda un castillo inglés, allá por 1890?

Fuera lo que fuese, convirtió la novela en un éxito de ventas y luego, la película protagonizada por Mary Pickford (que ya tenía los rizos) inició la moda de los trajes de terciopelo y se convirtió en la pesadilla de una generación de niños pequeños a quienes sus madres cargaron de cuellos de organdí, rizos y pusieron por nombre Cedric aunque sin duda se habrían sentido contentísimos de poderse llamar Ashley.

—¿Qué más hay en la lista de reservas?

—El nuevo John Grisham, el nuevo Stephen King, Angeles desde arriba, Mecido por las alas de los ángeles, Encuentros angelicales en la tercera fase, Ángeles junto a ti, Ángeles, ángeles por todas partes, Pon a trabajar por ti a tu ángel de la guarda y Angeles en el internado.

Ninguno de ésos contaba. El de Grisham y el de Stephen King eran sólo éxitos de ventas, y la moda de los ángeles llevaba en alza más o menos un año.

—¿Quieres que te ponga en la lista de espera de alguno de ésos? —preguntó Lorraine—. Ángeles en el internado es magnífico.

—No, gracias —contesté—. Nada nuevo, ¿eh?

Ella frunció el ceño.

—Creía que había algo… —comprobó en la pantalla de su ordenador—. La novelización de Mujer citas —dijo—, pero no.

Le di las gracias y regresé a los estantes. Cogí Bernice se corta el pelo de F. Scott Fitzgerald y un par de libros de misterio, que siempre plantean problemas sencillos y solubles del tipo «¿Cómo entró el asesino en la habitación cerrada?» en vez de difíciles como «¿A qué se deben las modas?» y «¿Qué he hecho yo para merecerme a Flip?»; luego pasé a la sección dedicada al siglo XIX.

Una de las modas más desagradables en el mantenimiento de las bibliotecas de los últimos años es la idea de que éstas deben «satisfacer las demandas de sus clientes». Esto significa tener docenas de ejemplares de Los puentes de Madison County y Danielle Steel, con la consiguiente falta de espacio en los estantes, que obliga a los bibliotecarios a purgar los libros que no han sido consultados recientemente.

—¿Por qué estás expulsando a Dickens? —le pregunté a Lorraine el año pasado en la venta de libros de la biblioteca, agitando ante ella un ejemplar de Grandes esperanzas—. No puedes expulsar a Dickens.

—Nadie lo ha sacado —dijo ella—. Y si nadie saca un libro durante un año, hay que quitarlo de los estantes.

Llevaba una camiseta que decía UN OSITO DE PELUCHE ES PARA SIEMPRE, y un par de pendientes con gordos ositos.

—Es evidente que nadie lo leyó.

—Y nadie lo leerá jamás porque no estará aquí para que lo saquen —dije—. Grandes esperanzas es un libro maravilloso.

—Entonces es tu oportunidad para comprarlo.

Bueno, era una moda como cualquier otra, y como socióloga debería haber tomado buena nota para tratar de determinar sus orígenes. No lo hice, sino que empecé a sacar libros. Todos mis favoritos, que nunca sacaba porque ya tenía ejemplares en casa, y todos los clásicos, y todo lo que estuviera encuadernado en tela y alguien pueda querer leer algún día, cuando se acaben las actuales tendencias de sentimentalismo y sangre.

Ese día saqué La caja equivocada, en honor a los acontecimientos de la jornada, y como había visto por primera vez al doctor O'Reilly con las piernas asomando de debajo de un objeto grande, El mago de Oz, y luego me pasé a la B y busqué Bennett. El relato de las comadres no estaba (probablemente había acabado ya en la reventa de libros), pero al lado de Beckett estaba El camino de toda la carne, de Butler, lo que significaba que quizás El relato de las comadres estaba únicamente mal colocado.

Repasé los estantes, buscando algo antiguo, encuadernado en tela, e intacto. Borges; Cumbres borrascosas, que ya había sacado este año; Rupert Brooke. Las Obras completas de Robert Browning. No era Arnold Bennett, pero el tomo estaba encuadernado en tela y era grueso, y todavía tenía un anticuado bolsillo dentro con su tarjeta y todo. Lo cogí, junto con el Borges, y los llevé al mostrador.

—Ya me he acordado de qué más había en la lista de reservas —dijo Lorraine—. Un libro nuevo: Guía de las hadas.

—¿Qué es, un libro para niños?

—No —lo sacó del estante de las reservas—. Trata de la presencia de las hadas en nuestra vida cotidiana.

Me lo mostró. En la portada tenía un dibujo de un hada asomándose por detrás de un ordenador, y encajaba con uno de los criteros de la moda de libros: sólo contaba con ochenta páginas. Los puentes de Madison County tenía 192. Juan Salvador Gaviota tenía 93, y Adiós, Mr. Chips, muy de moda en 1934, sólo 84.

También estaba lleno de tonterías. Los títulos de los capítulos eran «Cómo ponerse en contacto con su hada interna», «Cómo pueden ayudarnos las hadas en el mundo corporativo» y «Por qué no hay que prestar atención a los incrédulos».

—Será mejor que me pongas en la lista —dije. Le tendí el Browning.

—No han sacado éste desde hace casi un año.

—¿De veras? —dije—. Bueno, pues ahora ya lo han sacado.

Y cogí mi Borges, mi Browning, y mi Baum y me fui a cenar al Madre Tierra.

ZAPATOS DE PUNTA RETORCIDA (1350–1480)

Zapatos puntiagudos de cuero blando o tela. Originarios de Polonia (de ahí su nombre francés poulaine; los ingleses los llamaron crackowes por Cracovia), o más probablemente traídos de Oriente Medio por los cruzados, se convirtieron en la locura de todas las cortes europeas. Las punteras se fueron sofisticando —rellenas de musgo, con forma de garra de león o pico de águila—, y se hicieron progresivamente más largas, hasta el punto de que era imposible caminar o arrodillarse sin pisárselas, y había que unirlas con cadenitas de oro o de plata a las rodillas para sujetar los extremos. Aplicada a las armaduras, la moda de las polainas resultaba enormemente peligrosa: los caballeros austríacos de la batalla de Sempach, en 1386, se quedaron clavados al suelo por sus alargados zapatos de hierro y se vieron obligados a cortar las puntas con la espada para que no los pillaran «plantados», como si dijéramos. Fueron desplazadas por el zapato de horma cuadrada, atado al tobillo y en forma de pico de pato, que no tardó en ensancharse hasta lo ridículo.


El Madre Tierra tiene comida aceptable y un té helado tan bueno que yo lo pido durante todo el año. Además, es un lugar magnífico para estudiar las modas. No sólo el menú está a la última (actualmente vegetariano muy variado), sino que también lo están sus camareros. Además, hay un kiosco fuera con todos los periódicos alternativos.

Los recogí y entré. La puerta y el vestíbulo estaban repletos de gente. El té helado tenía que estar poniéndose de moda. Me presenté a la camarera, que llevaba el pelo rapado estilo penitenciaría, pantalones de footing, y Tevas.

Ésa es otra moda, la de las camareras vestidas para no parecer ni de lejos camareras, probablemente para que no puedas encontrarlas cuando quieres la cuenta.

—¿Nombre y número de su grupo? —dijo la camarera. Sujetaba una tablilla con al menos veinte nombres.

—Una, Foster —dije—. Fumadores o no fumadores, lo que sea más rápido.

Se lo tomó a mal.

—No tenemos sección de fumadores —dijo—. ¿No sabe el daño que puede causarle el tabaco?

Normalmente si fumas te sientas más pronto, pensé, pero como ya parecía dispuesta a tachar mi nombre, dije:

—No fumo. Simplemente no me importa sentarme junto a gente que lo hace.

—El humo de segunda mano es igual de letal —dijo ella, y puso una X junto a mi nombre, lo que probablemente significaba que seguiría allí esperando después de que el infierno se congelara—. Ya la llamaré —dijo, poniendo los ojos en blanco, y desde luego esperé que eso no fuera una moda.

Me senté en el banco junto a la puerta y repasé los periódicos. Estaban llenos de artículos sobre los derechos de los animales y anuncios para quitar tatuajes. Pasé a los contactos. No son una moda. Lo fueron, a finales de los ochenta, y entonces, como un montón de modas, en vez de desvanecerse, pasaron a ocupar un pequeño pero permanente lugar en la sociedad.

Sucede con un montón de modas. Las bicis, el monopoly, los crucigramas, todos fueron modas que se asentaron en la corriente principal. Los anuncios de contactos se instalaron en los periódicos alternativos.

Pero puede haber modas dentro de las modas, y los contactos atraviesan modas propias. Las variantes sexuales estuvieron en alza durante un tiempo. Ahora son las actividades al aire libre.

La camarera, con aspecto muy irritado, dijo:

—Foster, grupo de uno —y me condujo a una mesa situada delante de la cocina—. Prohibimos fumar hace dos años —dijo, y me arrojó la carta.

La cogí, le eché un vistazo para ver si todavía tenían el milhojas de coles y tomates secados al sol, y volví a los contactos. El footing estaba pasado, y las bicis de montaña y los kayaks eran la última. Y los ángeles. Uno de los anuncios estaba encabezado con las palabras MENSAJERO CELESTIAL y otro decía: «¿Te dicen tus ángeles que me llames? El mío me dijo que escribiera este anuncio», cosa que encontré bastante improbable.

Las almas caritativas también estaban de moda, y la espiritualidad, y los látigos. «Se busca S/MBD» y «Desarrollo personal/oriental/nativo americano», y «Busco diversión/ posible compañero de por vida». Bueno, ¿no lo hacemos todos?

Apareció un camarero, también con pantalones de correr, Tevas, y pajarita. Al parecer, había visto la X. Antes de que pudiera soltarme un sermón sobre los peligros de la nicotina, dije:

—Tomaré el milhojas de coles y té helado.

—Ya no tenemos de eso.

—¿Coles?

—Té —abrió la carta y señaló la página de la derecha—. Nuestras bebidas están aquí.

Desde luego. La página entera estaba dedicada a ellas: café exprés, capuchino, café con leche, moca, café, cacao. Pero nada de té.

—Me gustaba su té helado.

—Ya nadie bebe té.

Porque lo habéis quitado de la carta, menú, pensé, preguntándome si habían aplicado el mismo principio que en la biblioteca, y si no debería haber comido allí con más frecuencia, o pedido más de un té cada vez, para salvarlo del hacha. También me sentía culpable porque, al parecer, me había pasado por alto el principio de una moda, o al menos una nueva etapa.

La moda del exprés lleva vigente unos cuantos años, sobre todo en la costa oeste y en Seattle, donde empezó. Un montón de modas han nacido en Seattle últimamente: bandas de garaje, el grunge, el café con leche. Antes, las modas solían comenzar en Los Ángeles y, aún antes, en Nueva York. Desde hace poco, Boulder muestra signos de convertirse en el nuevo centro de las modas, pero la llegada del café exprés probablemente tiene más que ver con las últimas consecuencias que con las leyes científicas de las modas. Con todo, deseé haber estado cerca para ver cómo sucedía y localizar su detonante.

—Tomaré un café con leche —dije.

—¿Sencillo o doble?

—Doble.

—¿Largo o corto?

—Largo.

—¿Chocolate o canela por encima?

—Chocolate.

—¿Semidulce o sin azúcar?

Me equivocaba cuando le dije al doctor O'Reilly que todas las modas requieren escasa habilidad.

Después de varias preguntas más, referidas a si quería terrones de azúcar blanco o azúcar moreno y leche desnatada o al dos por ciento, el camarero se marchó, y yo volví a los contactos.

La sinceridad no estaba de moda, como de costumbre. Todos los hombres eran «altos, guapos y económicamente solventes seguros», y todas las mujeres eran «hermosas, esbeltas y sensibles». Los solterones eran todos «atractivos, sofisticados y atentos». Todo el mundo tenía un «magnífico sentido del humor», cosa que también consideré improbable. Todos buscaban personas sensibles, inteligentes, ecológicas, románticas, y NF declaradas.

NF. ¿Qué era NF? ¿Nórdicos de fiordo? ¿Nativos franceses? ¿Naturales fornicadores? ¿Nada de fornicadores? Y. uno decía NFS. ¿Nada de fornicadores solicitados? Pasé a la guía de traducción. Por supuesto. No fumadores solamente.

La gente jovial, guapa y atenta que coloca estos anuncios parece haber confundido los contactos con el catálogo de teletienda. Me gustaría el Artículo D2481 en rojo pasión; talla pequeña. Y frecuentemente especifican color, forma, y nada de animales. Pero el número de no fumadores parece haber aumentado radicalmente desde la última vez que los conté. Saqué un boli rojo del bolso y empecé a marcarlos.

Para cuando llegaron mi sandwich y mi complicado café, la página estaba cubierta de rojo. Me comí el sandwich, me tomé la bebida y marqué.

La moda de los no fumadores se remonta a finales de los setenta, y hasta ahora había seguido la típica pauta de las modas de aversión, pero me pregunté si estaba alcanzando otro nivel más volátil. «No importa raza, religión, partido político, preferencia sexual», decía uno de los anuncios. «NO FUMADORES.»

En mayúsculas.

Y «Debe ser aventurero, osado, valiente no fumador», y «Yo: con éxito pero cansado de estar solo. Tú: compasiva, cariñosa, no fumadora, sin hijos». Y mi favorito: «Busco desesperadamente alguien que marche al ritmo de un tambor distinto, huya de las convenciones, no le importe lo que está de moda o no. Abstenerse fumadores.»

Había alguien de pie a mi lado. El camarero, probablemente, para darme un parche antinicotina. Alcé la cabeza.

—No sabía que venía usted aquí —dijo Flip, poniendo los ojos en blanco.

—Yo tampoco sabía que venías tú —dije. «Y ahora nunca volveré a venir», pensé. «Sobre todo porque ya no sirven té helado.»

—Los contactos, ¿en? —dijo ella, girando el cuello para ver qué había marcado—. Están bien, supongo, si está desesperada.

Lo estoy, pensé, preguntándome angustiada si ella se habría detenido al entrar para vaciar la papelera y si yo había cerrado el coche con llave.

—Yo no necesito ayudas artificiales. Tengo a Brine —dijo, señalando a un tipo con la cabeza afeitada, botas con correajes y aros en la nariz, cejas y labio inferior; pero yo no le miraba: estaba mirando el brazo extendido de Flip, que tenía tres anchos brazaletes grises en la muñeca, a mitad del antebrazo y por debajo del codo. Cinta adhesiva.

Lo que explicaba su observación de que lo de aquella tarde era un encargo personal. «Si ésta es la última moda —pensé—, dimito.»

—Tengo que irme —dije, recogiendo mis periódicos y el bolso, y buscando frenéticamente al camarero, a quien no pude encontrar porque iba vestido como todo el mundo. Dejé sobre la mesa un billete de veinte y prácticamente corrí hacia la salida.

—No me aprecia para nada —oí que Flip le decía a Brine mientras yo huía—. Al menos podría haberme dado las gracias por limpiarle la oficina.

Había cerrado mi coche, y, de vuelta a casa, empecé a sentirme casi alegre por los brazaletes de cinta adhesiva. Después de todo, Flip tendría que quitárselos. También pensé en Brine y en Billy Ray, que lleva Stetson y vaqueros ceñidos y un busca; y en el logro que era la falta de moda definida en el doctor O'Reilly.

Casi todo lo que llevan hoy en día los hombres pertenece a alguna moda definida: chaquetas anchas, mallas de ciclista, trajes, vaqueros demasiado grandes, camisetas demasiado pequeñas, zapatos de tacón, botas de caña, calcetines de ejecutivo.

Y ahora, con la incorporación de las camisas de cuadros del grunge y la ropa interior térmica, es difícil encontrar algo lo bastante feo para que no esté de moda. Pero el doctor O'Reilly lo había conseguido.

Llevaba el pelo demasiado largo y los pantalones demasiado cortos, pero era más que eso. El batería de una de las bandas de garaje llevaba en escena trenzas y zapatillas de ciclista, y parecía ir a la última. Y no era por las gafas, tampoco. Miren a Elton John. Miren a Buddy Holly.

Era algo más, algo que me había estado mortificando toda la tarde. Tal vez, me convenía regresar a Biología y preguntarle si podía estudiarlo. Tal vez, si le seguía mientras enseñaba a sus monos a bailar el hula-hoop o lo que fuera a hacer, podría averiguar cómo se las arreglaba para eludir toda moda. Y estudiando la no-tendencia, quizás encontrara alguna pista de la tendencia. O tal vez era mejor que me fuera a casa, planchara mis recortes y tratara de comprender por qué de pronto dos millones de mujeres empuñaron sus tijeras al unísono y acabaron con los rizos del Pequeño Lord Fauntleroy.

No hice nada de eso, sino que llegué a casa y me puse a leer a Browning. Leí El flautista de Hamelín, un poema que, curiosamente, trataba sobre la moda, y empecé Pippa Pasa: un largo poema sobre una chica italiana de una fábrica de Asoló que sólo tenía un día libre al año (seguramente trabajaba para la HiTek italiana) y se lo pasaba deambulando ante las ventanas y cantando, entre otras cosas: «La alondra está en el alero,/el caracol en la espina» e inspirando a todo el mundo que la escuchaba.

Deseé que apareciera ante mi ventana y me inspirara, pero no parecía probable. La inspiración iba a tener que venir, como suele hacerlo, en el campo de la ciencia, tras alisar todos aquellos recortes y suministrar los datos al ordenador: experimentando, fracasando y volviéndolo a intentar. Me equivocaba. La inspiración ya había llegado. Simplemente, aún no lo sabía.

CÍRCULOS DE CALIDAD (1980–1985)

Moda del mundo de los negocios inspirada por el éxito de las prácticas corporativas japonesas. Un comité de empleados de todas ¡as áreas de la compañía se reúne una vez al mes, normalmente después del trabajo, para compartir experiencias, intercambiar ¡deas y hacer sugerencias sobre cómo mejorar el funcionamiento de la empresa. Desapareció cuando quedó claro que ninguna de esas sugerencias era tomada en cuenta. Fue sustituida por los grupos de discusión.


El miércoles tuvimos la reunión de todo el personal. A punto estuve de llegar tarde. Había pasado por Suministros para tratar de arrancarle una caja de clips a Desiderata, que no sabía dónde estaban (ni qué eran), y como resultado todas las mesas de la cafetería estaban llenas cuando llegué allí.

Gina me saludó desde el otro lado de la habitación y señaló una silla vacía que tenía al lado; la ocupé justo cuando Dirección decía:

—En HiTek nunca hemos dejado de luchar por la excelencia.

—¿Qué pasa? —le susurré a Gina.

—Dirección está demostrando más allá de toda duda que no tienen suficiente trabajo —murmuró—. Así que han inventado un nuevo acrónimo. Están en ello ahora mismo.

—… principio de nuestro excitante nuevo programa de dirección es Iniciativa —trazó con un marcador una gran I mayúscula en una pizarra móvil—. La iniciativa es la piedra angular de toda gran compañía.

Eché un vistazo a la sala, tratando de localizar al doctor O'Reilly. Flip estaba apoyada en la pared del fondo, con los brazos cubiertos de cinta adhesiva y expresión sombría.

—La piedra angular de Inciativa es Recursos —dijo Dirección. Dibujó una R delante de la I—. ¿Y cuál es el recurso más valioso de HiTek? ¡Vosotros!

Finalmente, divisé al doctor O'Reilly de pie junto a las bandejas y la cubertería, con las manos metidas en los bolsillos. Hoy su aspecto era un poco más presentable, pero no mucho más. Llevaba una chaqueta de poliéster marrón, aunque no del mismo tono marrón que sus pantalones de pana y una camisa de cuadros blancos y marrones que no pegaba ni con una cosa ni con la otra.

—Recursos e Inciativa no sirven de nada a menos que sean guiados —dijo Dirección, plantando una G delante de la R y de la I—. Dirección Guiada de Recursos e Inciativas —dijo triunfante, señalando cada letra por turnos—. GRIS.[2]

—Nada más cierto —murmuró Gina. —La piedra angular de GRIS es Intervención del Personal —Dirección escribió las iniciales en la pizarra—. Quiero que os dividáis en grupos de ideas y enumeréis cinco objetivos —escribió un gran 5 en la pizarra.

Miré al doctor O'Reilly, que seguía de pie junto a la cubertería, preguntándome si debería invitarlo a nuestro grupo de ideas, pero Gina ya había traído a Sara de Química y a una mujer de Personal llamada Elaine que llevaba una cinta en la cabeza y mallas de ciclista.

—Cinco objetivos —dijo Dirección, y Elaine sacó inmediatamente una libreta y numeró una página del uno al cinco—, para mejorar el entorno de trabajo en HiTek. —Que despidan a Flip —dije yo. —¿Sabes lo que me hizo el otro día? —preguntó Sara—. Archivó todos mis trabajos en la L de laboratorio. —¿Debo anotar eso? —dijo Elaine. —No —dijo Gina—, pero quiero que apuntéis esto. El cumpleaños de Brittany es el dieciocho y todas estáis invitadas. A las dos. Regalos, tarta y nada de Power Rangers. Me puse firme. Puedes tener el tipo de fiesta que quieras, le dije a Brittany, pero no Power Rangers.

El doctor O'Reilly por fin se había sentado en una mesa situada en el centro de la sala y se había quitado la chaqueta.

No supuso ninguna mejora; la única diferencia era que podías verle toda la corbata, notablemente pasada de moda.

—¿Habéis visto alguna vez los Power Rangers? —preguntó Gina.

—No puedo ir —dijo Sara—. Voy a correr una maratón de diez kilómetros con Paul Ottermeyer.

—¿De Seguridad? Creía que estabas saliendo con Ted.

—Ted tiene un asunto —dijo Sara—. Y hasta que lo resuelva, no tiene sentido tratar de mantener una relación estable.

—¿Entonces vas a dedicarte a correr? —preguntó Gina.

—Tendrías que probar lo de subir escaleras —dijo Elaine, de Personal—. Afina mucho más la silueta que correr.

Con la barbilla apoyada en la mano, estudié la corbata del doctor O'Reilly. Las corbatas son como el resto de la ropa de hombre. Casi todo vale. Eso no era así hasta hace muy poco. Cada época ha tenido su propia moda en corbatas.

Las corbatas a rayas hacían furor en la década de 1860 y las de color lavanda en la de 1890. Las corbatas de lazo eran la última moda en los años veinte, las que tenían bailarinas de huía pintadas a mano lo fueron en los cuarenta, las de margaritas en los sesenta, y todo lo que no estaba a la moda no valía. Pero ahora todas lo están, junto con los pañuelos, las pajaritas y la siempre popular ausencia de corbata. La de Bennet no encajaba con nada de eso: era simplemente fea.

—¿Qué estás mirando? —quiso saber Gina.

—Al doctor O'Reilly —contesté, preguntándome si era lo bastante mayor para haber comprado la corbata nueva.

—¿El empollón de Biología? —dijo Elaine, torciendo el cuello.

—Vaya corbata —comentó Gina.

—Y esas gafas —dijo Sara—. ¡Son tan gruesas que ni siquiera se ve de qué color tiene los ojos!

—Grises —dije yo, pero Elaine y Sara volvían a discutir sobre el noble deporte de subir escaleras.

—Las mejores escaleras están en el campus —dijo Elaine—. En el edificio de ingeniería. Sesenta y ocho peldaños, pero siempre llenos de gente. Así que normalmente opto por las que hay en Clover.

—Ted vive de Iris —dijo Sara—. Tiene que reconocer su espíritu guerrero masculino, o nunca podrá abrazar su lado femenino.

—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—. ¿Tenéis los cinco objetivos? Flip, ¿quieres recogerlos?


Elaine puso cara de aterrada. Gina le quitó la lista y escribió rápidamente:

1. Optimizar potencial.

2. Facilitar potenciación.

3. Aportar puntos de vista.

4. Seguir una estrategia de prioridades.

5. Aumentar estructuras nucleares.


—¿Cómo has hecho eso? —pregunté, admirada.

—Son las cinco cosas que escribo siempre —respondió, y le tendió a Flip la lista cuando pasó por nuestro lado.

—Antes de continuar —dijo Dirección—, quiero que todos os levantéis.

—Pausa para ir al baño —murmuró Gina.

—Vamos a hacer un ejercicio de sensibilidad —dijo Dirección—. Que todo el mundo busque un compañero.

Me di la vuelta. Sara y Elaine ya se habían escogido mutuamente, y no se veía a Gina por ninguna parte. Vacilé, preguntándome si me daría tiempo de llegar hasta el doctor O'Reilly, y vi a una mujer con un bonito corte de pelo y un traje rojo acercarse hacia mí por entre la multitud.

—Soy la doctora Alicia Turnbull —dijo.

—Oh, bien —contesté, sonriendo—. ¿Recibió su caja?

—¿Todo el mundo tiene una pareja? —gritó Dirección—. Bien, ahora poneos unos frente a otros y alzad ambas manos con las palmas hacia fuera.

Lo hicimos.

—Están todos detenidos —bromeé.

La doctora Turnbull alzó una ceja.

—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—, ahora colocad las palmas contra las de vuestra pareja.

La estupidez ha sido desde siempre una tendencia dominante en América, pero hace poco que ha invadido el lugar de trabajo, aunque tiene sus orígenes en los expertos de eficiencia de los años veinte. Frank y Lillian Gilbreth, los fundadores del clan Más barato por docena, quienes indudablemente no se pasaban todo el tiempo en la fábrica (doce hijos, doce), popularizaron los estudios de movimiento, la psicología en el puesto de trabajo y el experto externo; y los negocios americanos han ido cuesta abajo desde entonces.

—Ahora, mirad con intensidad a vuestra pareja a los ojos —dijo Dirección—, y decidle tres cosas que os gustan de él… o de ella. Muy bien. Una.

—¿De dónde sacan estas cosas? —dije, mirando con intensidad los ojos de la doctora Turnbull.

—Los estudios han demostrado que la formación sensitiva mejora significativamente las relaciones en el lugar de trabajo —dijo ella fríamente.

—Muy bien. Usted primero.

—El paquete ponía bien claro «perecedero» —dijo, presionando sus palmas contra las mías—. Tendría que habérmelo entregado inmediatamente.

—No estaba usted allí.

—Entonces tendría que haber averiguado dónde estaba.

—Dos —dijo Dirección.

—El paquete contenía unos cultivos muy valiosos. Podrían haberse estropeado.

Parecía no tener en cuenta un punto importante.

Flip es quien tenía que habérselo llevado, ¿sabe?

—¿Entonces qué hacía en su oficina?

—Tres —dijo Dirección.

—La próxima vez, le agradeceré que me mande un mensaje por correo electrónico —dijo ella—. ¿Bueno? ¿No va a decirme lo que le gusta de mí? Es su turno.

«Me gusta que trabajes en Biología y que esté al otro lado del complejo», pensé.

—Me gusta su traje —dije—, aunque las hombreras están terriblemente pasadas de moda. Y además es rojo. Demasiado amenazador. Se lleva lo femenino.

—¿No os sentís mejor? —preguntó Dirección—. ¿No os sentís más cerca de vuestros compañeros de trabajo?

Demasiado cerca, desde luego. Inicié una apresurada retirada hacia mi mesa y Gina.

—¿Adonde has ido? —le reproché.

—Al cuarto de baño —respondió ella—. Regla de Supervivencia en las Reuniones Número Uno. Ve siempre al cuarto de baño durante los ejercicios de sensibilidad.

—Antes de que continuemos —dijo Dirección, y me preparé para escaparme al baño por si se trataba de otro ejercicio, pero Dirección se refirió a los numerosos papeles de nuestro programa, que resultó ser un montón de impresos. —Hemos tenido algunas quejas sobre Suministros —dijo—, así que promovemos una nueva política que aumentará la eficacia en ese departamento. En vez de los antiguos impresos departamentales, usarán un nuevo impreso interdepartamental. También hemos reestructurado el procedimiento para conceder becas. Uno de los aspectos más revolucionarios del GRIS es la forma en que coordina la financiación. Todas las solicitudes de fondos para proyectos serán estudiadas por un Comité de Revisión de Concesiones, incluyendo los proyectos que fueron previamente aprobados. Todos los impresos deben estar entregados el lunes 23. Todas las solicitudes deben ser cursadas en los nuevos impresos simplificados de solicitud de becas.

Los cuales, si el fajo de papeles que Flip sostenía en sus brazos envueltos en cinta adhesiva mientras paseaba entre la multitud era una muestra, eran más largos que los antiguos impresos de solicitud, que ya tenían treinta y dos páginas.

—Mientras la ayudante interdepartamental distribuye los impresos, quiero oír vuestras sugerencias. ¿Qué más podemos hacer para convertir HiTek en un sitio mejor?

Eliminar las reuniones de personal, pensé, pero no lo dije. Puede que no esté tan versada como Gina en Supervivencia a las Reuniones, pero sé lo bastante como para no levantar la mano. Lo único que consigues con eso es que te metan en un comité.

Aparentemente, todos los demás lo sabían también.

—Las sugerencias del personal son la piedra angular de HiTek—dijo. Nada.

—¿Alguien? —preguntó Dirección, con aspecto sombrío. Sonrió—. Ah, al fin, alguien que no teme destacar de la multitud.

Todo el mundo se volvió. Era Flip.

—La ayudante interdepartamental tiene demasiadas funciones —dijo, agitando su mechón de pelo.

—¿Veis? —dijo Dirección, señalándola—. Ése es el tipo de actitud para resolver problemas que pretende fomentar GRIS. ¿Qué solución sugieres?

—Un nombre diferente para el trabajo —dijo Flip—. Y una ayudante.

Miré al doctor O'Reilly. Se sujetaba la cabeza con las manos.

—¿Muy bien? ¿Otras ideas?

Cuarenta manos se dispararon. Las miré y pensé en el Flautista de Hamelín y sus ratas. Y en el pelo corto. La mayoría de las modas referidas al pelo son un claro caso de seguir al flautista. BC Derek, Dorothy Hamill, Jackie Kennedy, todas habían impuesto modas de peinado, y no fueron en modo alguno las primeras. Madame de Pompapodour había sido la responsable de aquellas enormes pelucas empolvadas con barcos de vela y famosas batallas de artillería, y Verónica Lake de que millones de mujeres americanas fueran incapaces de ver por un ojo.

Así que era lógico que la del pelo corto hubiera sido una moda iniciada por alguien, ¿pero por quién? Isadora Duncan se lo había cortado a principios de siglo, y varias sufragistas habían hecho lo mismo (y se habían puesto ropa de hombre) mucho antes, pero ninguna atrajo suficientes seguidoras para ser tenida en cuenta.

Las sufragistas, obviamente, fueron unas adelantadas para su tiempo (y bastante temibles y formidables). Isadora, que saltaba a los escenarios con túnicas transparentes y descalza, era demasiado extraña. Un caso obvio era el de la bailarina Irene Castle. Junto con su marido Vernon (más niños miserables), habían iniciado varias modas de baile: el one-step, el maxixe, el tango, el fox-trot (literalmente: trote del pavo) y, por supuesto, el paso Castle.

Irene era bonita, y casi todo lo que se ponía se convertía en moda, desde los zapatos de satén blanco hasta las gorras holandesas. En 1913, estando en la cima de su popularidad, se cortó el pelo mientras convalecía en el hospital de una operación de apendicitis; se lo dejó corto una vez recuperada y lo llevaba con un turbante ancho, claro precursor del de las flappers.

Era. una conocida creadora de modas, y desde luego tenía seguidoras. Pero si Irene era la fuente de ésta, ¿por qué tardó tanto tiempo en calar? Cuando las trencitas de BC Derek aparecieron en las pantallas en 1979, antes de una semana aparecieron por todas partes mujeres con el pelo trenzado. ¿Por qué entonces el pelo corto no se había puesto de moda en 1913? ¿Por qué habían tenido que pasar nueve años y una guerra mundial?

Tal vez las películas eran la clave. No, Mary Pickford no se cortó los rizos hasta 1928. ¿Habían hecho Irene y Vernon Castle una película muda allá por, digamos, 1921?

Dirección seguía señalando las manos levantadas.

—Creo que deberíamos tener una carta de café exprés en el edificio —dijo la doctora Applegate.

—Yo creo que deberíamos tener un gimnasio —dijo Elaine.

—Y más escaleras.

Aquello podía continuar todo el día, y yo quería comprobar qué películas se habían estrenado en 1922. Me levanté procurando llamar la atención lo menos posible, le quité un impreso a Flip, que se había saltado nuestra mesa, y me escapé por la puerta de atrás, hojeando el impreso para ver qué longitud tenía.

Maravilla de maravillas, era de verdad más breve que el original: sólo veintidós páginas; y la letra era sólo ligeramente más pequeña que… choqué con alguien y alcé la cabeza.

Era el doctor O'Reilly, que debía estar haciendo lo mismo.

—Lo siento —dijo—. Estaba pensando en este asunto de volver a solicitar fondos —levantó las dos manos, todavía.sosteniendo el impreso con la derecha, y extendió las palmas—. Dígale a su pareja tres cosas que no le gusten de Dirección.

—¿Pueden ser más de tres? Supongo que esto significa que no conseguirá sus macacos inmediatamente, doctor O'Reilly.

—Llámeme Bennett —dijo él—. Flip es la única que tiene título. Se suponía que iba a recibirlos esta semana. Ahora tendré que esperar hasta el día veinte. ¿Y usted? ¿Afecta esto a su proyecto del hula-hoop?

—Del pelo corto. El único efecto es que no tendré tiempo para trabajar en él porque estaré rellenando este estúpido impreso. Ojalá Dirección encontrara otra cosa en que pensar además de elaborar nuevos impresos.

—Shh —dijo ferozmente alguien desde la puerta.

Nos encaminamos pasillo abajo, hacia donde no pudieran oírnos.

—El papeleo es la piedra angular de Dirección —susurró Bennett—. Piensan que reducirlo todo a impresos es la clave de los descubrimientos científicos. Por desgracia, la ciencia no funciona de esa forma. Mire a Newton. Mire a Arquímedes.

—Dirección nunca habría aprobado la subvención para un huerto —coincidí—, ni para una bañera.

—Ni para un río —dijo Bennett—. Por eso perdimos nuestra subvención para la teoría del caos y tuve que venir a trabajar para GRIS.

—¿En qué estaba trabajando? —pregunté. —En el Loue. Es un río de Francia. Nace en una gruta, lo que significa que es un sistema pequeño y acotado con un número relativamente limitado de variables. Los sistemas que los científicos han tratado de estudiar hasta ahora eran grandes: el clima, el cuerpo humano, los ríos. Tenían miles, incluso millones de variables, lo que hacía que fueran imposibles de predecir, así que encontramos…

De cerca su corbata era aún más indescriptible que de lejos. Parecía tener algún tipo de dibujo, aunque no se distinguía claramente. No era de rayitas (tan populares en 1988), ni de puntitos (1970), pero alguna pauta seguía.

—… y medimos la temperatura del aire, la temperatura del agua, las dimensiones de la gruta, la composición del agua, la vida vegetal en las riberas… —dijo, y se detuvo—. Probablemente está usted ocupada y no tiene tiempo para escuchar todo esto.

—No importa. Tengo que volver a mi oficina, pero le acompañaré hasta las escaleras.

—Muy bien. Así que mi idea fue que, midiendo con exactitud cada factor de un sistema caótico, podría aislar las causas del caos.

—Flip —dije yo— es la causa del caos.

Él se echó a reír.

—Las otras causas del caos. Sé que hablar de las causas del caos parece un contrasentido, ya que en principio un sistema es caótico si no respeta la relación ordinaria de causa y efecto. Los sistemas caóticos son no-lineales, lo que significa que hay tantos factores interconectados que resulta imposible predecir su funcionamiento. «Como pasa con las modas», pensé. —Pero hay leyes que los gobiernan. Hemos definido matemáticamente algunas: la entropía, las inestabilidades interiores, y la iteración que es…

—El efecto mariposa —dije yo.

—Exacto. Una variable diminuta se introduce en el sistema y luego la realimentación se realimenta a su vez, hasta que influye en todo el sistema de forma inversamente proporcional a su tamaño. Asentí.

—Una mariposa que mueve las alas en Los Ángeles puede causar un tifón en Hong Kong. O una reunión de todo el personal en HiTek. El pareció encantado.

—¿Sabe usted algo del caos? —Sólo por experiencia personal.

—Sí, parece estar a la orden del día por aquí. Bien, pues mi proyecto consistía en calcular los efectos de iteración y entropía y ver si explicaban el caos o si había algún otro factor implicado. —¿Lo había? Él pareció reflexionar.

—Los teóricos del caos piensan que el principio de incertidumbre de Heisenberg significa que los sistemas caóticos son inherentemente impredecibles. Verhoest cree que la predicción es posible, pero ha propuesto que hay otra fuerza impulsando el caos, un factor X que determina su conducta.

—Las polillas —dije yo.

—¿Qué?

—O las langostas. Algo distinto a las mariposas.

—Oh. Cierto. Pero está equivocado. Mi teoría es que la iteración explica todo lo que sucede en un sistema caótico si se conocen todos los factores y han sido adecuadamente medidos. No tuve la oportunidad de averiguarlo. Sólo tuvimos tiempo de hacer dos pruebas antes de que me retiraran la subvención. No demostraron un aumento de la capacidad de predicción, lo que significa que yo estaba en un error o que no tenía todas las variables.

Se detuvo, la mano en el picaporte, y me di cuenta de que nos encontrábamos ante su puerta. Al parecer le había acompañado todo el camino hasta Biología.

—Bueno —dije, deseando tener más tiempo para analizar su corbata—. Será mejor que vuelva al trabajo. Tengo que prepararme para la nueva ayudante de Flip y rellenar el impreso de solicitud de fondos. —Él lo miró tristemente—. Al menos es corto.

Me miró inexpresivamente a través de sus gruesas gafas.

—Sólo tiene veintidós páginas —dije, mostrándoselo.

—Los impresos no están listos todavía —dijo él—. Se supone que los tendremos mañana —señaló el que yo sostenía—. Eso es el nuevo impreso simplificado para solicitar suministros. Para pedir clips.

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