Capítulo 8 Sucesos Especiales

Zoe no está en la Cámara Mortuoria. Es mucho más pequeña que la Antecámara y no hay pinturas en las ásperas paredes, ni tampoco encima de la puerta que conduce a la Sala del Juicio. El techo es apenas más alto que la puerta y tengo que encorvarme para no rasparme la cabeza.

Aquí dentro está más oscuro que en la Antecámara, pero a pesar de la penumbra puedo ver que Zoe no está. Tampoco el sarcófago de Tutankhamón, que tiene grabados pasajes del “Libro de los Muertos”. En esta sala no hay absolutamente nada, salvo una pila de valijas, en el rincón que está junto a la puerta que conduce a la Sala del Juicio.

Es nuestro equipaje. Reconozco mi vapuleada Samsonite y los bolsos de mano del grupo de turistas japoneses. Los maletines color azul marino de las azafatas están delante de la pila, atados, como víctimas, a los carritos.

Encima de mi valija hay un libro. Es la guía de viaje, pienso, aunque sé que Zoe jamás la hubiera abandonado, y me acerco apresuradamente para recogerla.

No es “Egipto Fácil. Es mi ejemplar de “Muerte en el Nilo”, abierto y boca abajo, igual que lo dejó Lissa cuando estábamos en el barco, pero igual lo levanto y lo abro en las últimas páginas, buscando el lugar donde Hércules Poirot explica todas las cosas raras que han estado ocurriendo, el lugar donde resuelve el misterio.

No lo encuentro. Hojeo el libro hasta el final, buscando un mapa. En los libros de Agatha Christie siempre hay un mapa que muestra qué camarote del barco corresponde a quién, que muestra las escaleras, las puertas y las cámaras poco impresionantes, una tras otra, pero tampoco lo encuentro. Las páginas están cubiertas de largas columnas de jeroglíficos imposibles de leer.

Cierro el libro.

—No tiene sentido esperar a Zoe —digo, mirando más allá del equipaje, a la puerta que lleva a la siguiente sala. Es más baja que la que acabo de atravesar y del otro lado está oscuro—. Obviamente, avanzo hasta la Sala del Juicio.

Me acerco a la puerta, sosteniendo el libro contra mi pecho. Hay unos escalones de piedra que conducen abajo. Veo el primero gracias a la escasa luz de la Cámara Mortuoria. Es empinado y muy angosto.

Brevemente, me demoro en la idea de que después de todo no será tan grave, de que estoy preocupándome por nada, igual que el sacerdote, y de que no será un juicio sino alguien que conozco, un obispo sonriente vestido de traje blanco, y que al final de cuentas la clemencia no es un refinamiento moderno.

—No he matado a nadie —digo, y no oigo ningún eco de mi voz—. No he cometido adulterio.

Con una mano, me sostengo del marco de la puerta para no caerme por la escalera. Con la otra mano, aprieto el libro contra mi cuerpo.

—Atrás, malvados —digo—. Retrocedan. Lo ordeno en nombre de Osiris y de Hércules Poirot. Mis hechizos me protegen. Conozco el camino.

Comienzo a descender.

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