Capítulo 2 Llegada al Aeropuerto

—¿Así que esto es El Cairo? —dice el marido de Zoe, mirando a todos lados. El avión está parado al final de la pista y hemos bajado al asfalto por una escalera metálica.

La terminal está lejos, a la izquierda: es un edificio bajo rodeado de palmeras. Los turistas japoneses parten hacia allí inmediatamente, con sus bolsos de mano y sus cámaras al hombro.

Nosotros no llevamos bolsos de mano. Dado que siempre tenemos que esperar la descarga de equipaje para recuperar las guías de viaje de Zoe, despachamos también los bolsos de mano. Cada vez que lo hacemos, me convenzo de que irán a parar a Tokio o que directamente desaparecerán, pero ahora me alegro de que no tengamos que cargarlos hasta la terminal. Parece estar a kilómetros de distancia y los japoneses ya están disminuyendo el ritmo de marcha.

Zoe está leyendo la guía. Los demás estamos parados a su alrededor, impacientes. A Lissa se le trabó el taco de la sandalia en uno de los escalones de metal de la escalera y ahora se apoya contra Neil.

—¿Te lo torciste? —pregunta Neil con angustia.

Las azafatas bajan la escalera taconeando, cargando los maletines color azul marino donde llevan sus mudas de ropa. Todavía parecen nerviosas. Al pie de la escalera, despliegan los carritos de metal con ruedas, atan las valijas allí y parten hacia la terminal. Después de avanzar unos pocos pasos, se detienen y una de ellas se quita la chaqueta y la cuelga del carrito; luego comienzan a caminar de nuevo, rápidamente, con sus tacos altos.

No hace tanto calor como yo esperaba, aunque el aire caliente que sube del asfalto hace fluctuar la imagen de la lejana terminal. No hay señales de las nubes que atravesamos, sólo una ligera bruma blanca que dispersa la luz del sol y la convierte en un resplandor uniforme. Todos entrecerramos los ojos. Lissa suelta el brazo de Neil por un segundo para sacar los anteojos de sol de la cartera.

—¿Qué toman aquí? —pregunta el marido de Lissa, leyendo la guía por encima del hombro de Zoe con los ojos fruncidos—.Quiero un trago.

—“La bebida local es el zibib” —dice Zoe—. “Se parece al ouzo”. —Levanta la vista—.

Creo que deberíamos ir a ver las Pirámides.

La guía turística profesional ataca de nuevo.

—¿No crees que debemos empezar por el principio? —digo—. ¿Por la Aduana, por ejemplo? ¿Y por ir a recoger el equipaje?

—Y por buscar un trago de… ¿cómo se llama? ¿Zibab? —dice el marido de Lissa.

—No —dice Zoe—. Yo creo que primero tenemos que ir a las Pirámides. Vamos a demorar una hora en recoger el equipaje y pasar por la Aduana y no podemos ir a las Pirámides con todo el equipaje. Tendremos que ir al hotel, y a esas horas ya estarán todos allá. Creo que tendríamos que ir ahora mismo.-Hace un gesto hacia la terminal—. Podemos ir corriendo, verlas y volver aquí antes de que los turistas japoneses hayan pasado por la Aduana.

Se da media vuelta, comienza a caminar en dirección contraria a la terminal y los demás se arrastran obedientemente tras ella.

Miro hacia atrás, a la terminal. Las azafatas ya pasaron a los japoneses y están casi en las palmeras.

—Vas para el otro lado —le digo a Zoe—. Tenemos que llegar a la terminal para conseguir un taxi.

Zoe se detiene. —¿Un taxi? —dice—. ¿Para qué? No están lejos. Caminando, podemos llegar en quince minutos.

—¿Quince minutos? —digo—. Giza está a quince kilómetros de El Cairo. Hay que cruzar el Nilo para llegar.

—No seas tonta —dice—, ahí están —y señala en la dirección hacia donde va caminando, y allí, pasando el asfalto, en medio de una extensión de arena, tan cerca que la imagen no fluctúa, están las Pirámides.

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