Capítulo 7 Saliendo de las Rutas Conocidas

Cuando regreso, Zoe ya está a mitad de camino, descendiendo por la escalinata e iluminandocon la linterna la puerta de más abajo.

—Cuando descubrieron la tumba, la puerta tenía una tapa de yeso estampada con sellos que llevaban el emblema de Tutankhamón —dice.

—Pronto será de noche —le grito—. Quizás deberíamos volver al hotel con Lissa y Neil.

—Miro el desierto, pero ellos ya se perdieron de vista.

Zoe también ha desaparecido. Cuando vuelvo a mirar la escalinata, no veo nada salvo oscuridad.

—¡Zoe! —grito, y bajo corriendo los escalones cubiertos de arena—. ¡Espérame!

La puerta de la tumba está abierta y veo la luz de la linterna bailando en las paredes y el techo de roca, lejos, en un pasillo angosto.

—¡Zoe! —grito, y corro tras ella. El piso es desparejo; me resbalo y pongo la mano en la pared para no caerme—. ¡Vuelve! ¡Tienes el libro!

La luz ilumina un sector de una pared muy lejana, con cosas grabadas a cincel, y luego se esfuma, como si Zoe hubiera doblado una esquina.

—¡Espérame! —le grito y me detengo, porque no veo ni mi propia mano cuando la levantofrente a mi cara.

Ninguna luz me responde, ninguna voz me responde, ningún sonido. Me quedo muy quieta, con una mano todavía apoyada en la pared, alerta al sonido de pasos, de algo que camine a hurtadillas, de algo que se arrastre por el suelo, pero no oigo nada, ni siquiera los latidos de mi propio corazón.

—¡Zoe! —grito—. Te voy a esperar afuera —y me doy media vuelta, sosteniéndome de la pared para no desorientarme en la oscuridad, y regreso por donde vine.

El pasillo parece más largo que cuando entré y se me ocurre que continuará para siempre en medio de esta oscuridad, o que la puerta estará cerrada con llave, la abertura vuelta a tapiar con yeso y los antiguos sellos vueltos a estampar, pero hay una línea de luz debajo de la puerta y ésta se abre con facilidad cuando la empujo.

Estoy en la cima de una escalinata de piedra que desciende hacia una sala larga y ancha. A cada lado de la sala hay una hilera de pilares de piedra, y entre los pilares veo escenas pintadas en las paredes, en color siena, amarillo y azul chillón.

Debe ser la Antecámara, porque Zoe dijo que las paredes estaban pintadas con escenas del viaje del alma hacia la muerte, y está Anubis, pesando el alma, y detrás de él hay un mandril que devora algo, y enfrente de donde estoy parada hay una pintura de un barco cruzando el Nilo azul. Es de oro y en él se acuclillan cuatro almas en fila sus ojos delineados con kohl miran hacia adelante, hacia la costa. Junto a ellas, en el agua transparente, nada Sebeck, el semidiós con forma de cocodrilo.

Comienzo a bajar los escalones. Hay un umbral en el extremo más alejado de la sala; si esta es la Antecámara, entonces esa puerta debe conducir a la Cámara Mortuoria.

Zoe dijo que la tumba comprendía sólo tres cámaras y yo misma vi el plano en el avión: los escalones, el pasillo recto y luego las tres cámaras poco impresionantes, una tras otra; Antecámara, Cámara Mortuoria y Sala del Juicio, una tras otra.

Así que esta es la Antecámara, aunque sea más grande de lo que figuraba en el mapa, y Zoe obviamente ha avanzado hasta la Cámara Mortuoria y está parada junto al sarcófago de Tutankhamón, leyendo la guía de viaje en voz alta. Cuando entre, ella levantará la vista y dirá: “El sarcófago de cuarcita tiene grabados algunos pasajes del “Libro de los Muertos”.

He llegado a la mitad de la escalinata y desde aquí veo la pintura que representa el pesaje del alma. Anubis, con su cabeza de chacal, está parado a un costado de la balanza amarilla; el difunto está del otro lado, leyendo su confesión de un papiro. Bajo dos escalones más, hasta que estoy al mismo nivel que la balanza, y me siento.

Seguramente, Zoe no tardará en llegar —en la Cámara Mortuoria no hay nada salvo el sarcófago— y aunque haya seguido más adelante, hasta la Sala del Juicio, para regresar tendrá que pasar por aquí. A la tumba se entra por un solo lugar. Y no puedo dar media vuelta y dejarla aquí, porque ella tiene la linterna. Y el libro. Me abrazo las rodillas y espero.

Pienso en la gente del barco, esperando el juicio. “No era tan grave como ellos esperaban”, le dije a Neil, pero ahora, sentada aquí, en los escalones, recuerdo que el obispo, sonriendo amablemente, con su traje blanco, les imponía sentencias acordes con sus pecados. A una de las mujeres la sentenciaba a estar sola para siempre.

El difunto de la pintura, de pie junto a la balanza, parece asustado; me pregunto qué sentencia le impondrá Anubis, qué pecados habrá cometido.

Tal vez no ha cometido ningún pecado, igual que el sacerdote, y se preocupa por nada, o quizás está asustado sencillamente por encontrarse en este extraño lugar, solo. ¿Será la muerte lo que él esperaba?

“La muerte es igual en todas partes”, me dijo el marido de Zoe. “Inesperada”. Y nada es como uno cree que es. Fíjense en la Mona Lisa. Y en Neil. La gente del barco había planeado algo distinto: un portal de perlas, ángeles y nubes, todos los refinamientos modernos. Prepárese para la desilusión.

¿Y los egipcios, empacando la ropa, el vino y las sandalias para el viaje? ¿La muerte en el Nilo era lo que ellos esperaban? ¿O no era como la describía la guía de viaje? ¿Ellos seguían pensando que estaban vivos a pesar de todos los indicios que sugerían lo contrario?

El difunto aferra el papiro y me pregunto si habrá cometido algún pecado terrible. Adulterio. O asesinato. Me pregunto cómo habrá muerto.

La gente del barco moría por la explosión de una bomba, igual que nosotros. Trato de recordar el momento exacto del estallido: Zoe leyendo en voz alta, y luego un repentino golpe de luz y descompresión, la guía de viaje que sale volando de la mano de Zoe y Lissa que cae por el aire celeste. Pero no puedo. Tal vez no fue en el avión. Tal vez los terroristas volaron el aeropuerto de Atenas, mientras estábamos despachando el equipaje.

Fantaseo con la idea de que no fue una bomba, sino que yo asesiné a Lissa y luego me suicidé, igual que en “Muerte en el Nilo”. Tal vez metí la mano en mi cartera, pero no para buscar el libro de bolsillo sino la pistola que compré en Atenas, y le disparé a Lissa mientras ella miraba por la ventanilla. Y Neil se inclinó hacia Lissa, solícito, preocupado, y yo volví a levantar el arma, y el marido de Zoe trató de quitármela de la mano, y el disparo se desvió y le di al tanque de combustible del ala.

Sigo asustándome de mis propias ideas. Si hubiera asesinado a Lissa lo recordaría, y ni siquiera en Atenas, famosa por su falta de seguridad, hubiera podido subir al avión con un arma. Y no se podría cometer un crimen tan horrendo y no recordarlo, ¿verdad?

La gente del barco no recordaba haber muerto aunque les dijeran que era cierto, pero eso se debía a que el barco era muy parecido a un barco de verdad, con su baranda, el agua y el muelle. Y también se debía a lo de la bomba. Las víctimas de una explosión nunca recuerdan lo que pasó. Es por el golpe en la cabeza, o algo así, que se bloquea la memoria. Pero yo seguramente recordaría haber asesinado a alguien. O haber sido asesinada.

Me quedo sentada en la escalinata largo rato, vigilando para detectar la luz de la linterna de Zoe en el umbral. Afuera debe ser de noche, hora del espectáculo de Luz y Sonido de las Pirámides.

Aquí también parece estar más oscuro que antes. Tengo que forzar la vista para ver a Anubis, a la balanza amarilla y al difunto que espera ser juzgado. El papiro que tiene en la mano está cubierto de largas columnas de jeroglíficos; espero que sean hechizos mágicos que lo protejan y no la lista de todos los pecados que ha cometido.

No he matado a nadie, pienso. No he cometido adulterio. Pero hay otros pecados.

Pronto será de noche y no tengo linterna. Me pongo de pie.

—¡Zoe! —grito, y bajo la escalera y paso entre los pilares. Tienen grabados de animales: cobras, mandriles y cocodrilos—. ¡Está oscureciendo! —grito, y mi voz produce un eco hueco entre las columnas—. Se preguntarán qué nos habrá pasado.

Los dos últimos pilares tienen el grabado de un pájaro, con las alas de arenisca desplegadas. Un pájaro de los dioses. O un avión.

—¿Zoe? —digo, y me agacho para pasar por la puerta de poca altura—. ¿Estás aquí dentro?

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