El Valle de los Reyes no está cerrado. Las tumbas, aberturas negras en la roca amarilla, se extienden a lo largo de un acantilado de arenisca y no hay cadenas que impidan el acceso a los escalones de piedra que descienden hasta ellas. En el extremo sur del valle, un grupo de turistas japoneses está por entrar en la última tumba.
—¿Por qué no están señalizadas las tumbas? —pregunta Lissa—. ¿Cuál es la de Tutankhamón?
Y Zoe nos guía hacia el extremo norte del valle, donde el acantilado se empequeñece hasta quedar convertido en una pared baja. Detrás de ésta, cruzando la arena, veo las Pirámides, nítidamente delineadas contra el fondo del cielo.
Zoe se detiene a la vera de un agujero de bordes irregulares cavado en la base de la roca. Hay unos escalones de piedra que conducen a su interior.
—La tumba de Tutankhamón se descubrió por accidente, cuando un obrero desenterró el primer escalón —dice Zoe.
Lissa mira la escalera. Todo salvo los dos primeros escalones está en penumbras y está muy oscuro para ver el fondo.
—¿Habrá serpientes? —pregunta.
—No —dice Zoe, la que todo lo sabe—. La tumba de Tutankhamón es la más pequeña de todas las tumbas de faraones que existen en el Valle. —Revuelve la cartera para buscar la linterna—. La tumba comprende tres cámaras: la Antecámara, la Cámara Mortuoria, que contiene el sarcófago de Tutankhamón, y la Sala del Juicio.
Hay un movimiento de algo que se arrastra en la oscuridad, allá abajo, como algo que se desenrolla lentamente, y Lissa se aleja un paso del borde.
—¿En qué cámara están las cosas?
—¿Las cosas? —dice Zoe con incertidumbre, todavía revolviendo la cartera. Abre la guía—. ¿Las cosas? —vuelve a decir, y va al final del libro, como si quisiera buscar “Las Cosas” en el índice.
—Las cosas —dice Lissa, con un dejo de miedo en la voz—. Todos los muebles, los jarrones y las cosas que se llevaban con ellos. Dijiste que a los egipcios los enterraban con sus pertenencias.
—El tesoro de Tutankhamón —dice Neil, servicial.
—Ah, el tesoro —dice Zoe, aliviada—. Los objetos enterrados junto con Tutankhamón para el viaje al otro mundo. No están aquí. Están en El Cairo, en el museo.
—¿En El Cairo? —dice Lissa—. ¿Están en El Cairo? ¿Qué están haciendo allá?
—Estamos muertos —digo—. Unos terroristas árabes hicieron explotar el avión y nos mataron a todos.
—Me tomé el trabajo de venir hasta aquí porque quería ver el tesoro —dice Lissa.
—El ataúd sí está —dice Zoe para aplacarla— y también están las pinturas murales de la Antecámara —pero Lissa ya alejó a Neil de los escalones y está hablando seriamente con él—. Las pinturas murales representan las distintas etapas: el juicio del alma, el pesaje del alma, el recitado de la confesión del difunto —dice Zoe.
La confesión del difunto. No he robado los bienes de mi prójimo. No he hecho sufrir a nadie. No he cometido adulterio.
Lissa y Neil regresan. Lissa se apoya pesadamente en el brazo de Neil.
—Creo que nosotros obviaremos este asunto de la tumba —dice Neil, en tono de disculpa—. Queremos llegar al museo antes de que cierre. Lissa tenía la ilusión de ver el tesoro.
—“El Museo Egipcio está abierto de 9:00 de la mañana a 4:00 de la tarde, todos los días, excepto el viernes, cuando abre de 9:00 a 11:15 de la mañana y de 1:30 a 4:00 de la tarde” —dice Zoe, leyendo la guía—. “La entrada vale tres libras egipcias”.
—Ya son las cuatro —digo, mirando mi reloj—. Cerrará antes de que lleguen. —Levanto la vista.
Neil y Lissa ya han partido, no hacia el vapor, sino por la arena, en dirección a las Pirámides. La luz que está detrás de las Pirámides está comenzando a languidecer; el cielo está cambiando de color, de blanco a celeste grisáceo.
—Esperen —digo, y corro por la arena para alcanzarlos—. ¿Por qué no nos esperan y volvemos todos juntos? No tardaremos mucho en ver la tumba. Ya oyeron a Zoe: adentro no hay nada.
Los dos me miran.
—Creo que no tendríamos que separarnos —termino débilmente.
Lissa levanta la vista, en estado de alerta, y caigo en la cuenta de que ella piensa que estoy hablando de divorcio, que finalmente digo lo que lo que ella estaba esperando.
—Creo que no tendríamos que separarnos —repito con premura—. Esto es Egipto. Hay peligros de toda especie, cocodrilos, serpientes y… no tardaremos mucho en ver la tumba. Ya oyeron a Zoe: adentro no hay nada.
—Mejor no —dice Neil, mirándome—. El tobillo de Lissa empieza a hincharse. Mejor le ponemos hielo.
Le miro el tobillo. Donde estaba la lastimadura, ahora hay dos pequeños orificios, muy cerca uno del otro, como la mordedura de una serpiente, y alrededor de éstos el tobillo está comenzando a hincharse.
—No creo que a Lissa le interese la Sala del Juicio —me dice él, mirándome.
—Podrían esperarnos en la cima de la escalera —le digo—. No tendrían que entrar.
Lissa lo toma del brazo como si estuviera ansiosa de irse, pero él vacila.
—Esos que estaban en el barco de la película… —dice Neil—. ¿Al final qué les pasaba?
—Sólo quise asustarlos —digo—. Estoy segura de que hay una explicación lógica. Qué lástima que Hércules Poirot no esté aquí… Él sería capaz de explicarnos todo. Es probable que la Pirámides estén cerradas por algún feriado musulmán que Zoe no conoce y que por el mismo motivo tampoco hayamos tenido que pasar por la Aduana. Porque es feriado.
—¿Qué les pasaba a los del barco? —vuelve a decir Neil.
—Los juzgaban —digo—, pero no era tan grave como ellos esperaban. Todos tenían miedo de lo que iba a ocurrir, incluso el sacerdote, que no había cometido ningún pecado, pero el juez resultaba ser una persona que ellos conocían. Un obispo. Vestía un traje blanco y era muy amable y casi todos salían absueltos.
—Casi todos —dice Neil.
—Vamos —dice Lissa, tironeándole el brazo.
—Esa gente del barco… —dice Neil, ignorándola—. ¿Alguno había cometido un pecado terrible?
—Me duele el tobillo —dice Lissa—. Vamos.
—Tengo que irme —dice Neil, casi a desgano—. ¿Por qué no nos acompañas?
Me fijo en Lissa, suponiendo que debe estar apuñalando a Neil con la mirada, pero me está mirando a mí, con ojos brillantes, sin pestañas.
—Sí. Ven con nosotros —dice, y se queda esperando mi respuesta.
Le mentí a Lissa sobre cómo termina “Muerte en el Nilo”. La esposa es la víctima del asesinato. Fantaseo con la idea de que he cometido un pecado terrible, que estoy acostada en mi habitación de hotel, en Atenas, con la sien negra de sangre y quemaduras de pólvora. En ese caso, yo sería la única que está aquí y Lissa y Neil serían semidioses disfrazados. O monstruos.
—Mejor no —digo, y me alejo de ellos.
—Entonces vamos —le dice Lissa a Neil. Comienzan a caminar por la arena. Lissa renguea mucho y antes de que hayan llegado muy lejos Neil se detiene y se saca los zapatos.
El cielo que está detrás de las Pirámides es de color celeste violáceo y las Pirámides se elevan, planas y negras, contra él.
—Vamos —grita Zoe desde la cima de la escalinata. Tiene la linterna en la mano y mira la guía—. Quiero ver el pesaje del alma.