La lógica de la cibernética, aplicada a la historia del universo, está en camino de demostrar que las Galaxias, el Sistema Solar, la Tierra, la vida celular no podían dejar de nacer. Según la cibernética, el universo se forma a través de una serie de "retroacciones" positivas y negativus, en primer lugar por la fuerza de gravedad que concentra masas de hidrógeno en la nube primitiva, después por la fuerza nuclear y la fuerza centrífuga que se equilibran con la primera. A partir del momento en que el proceso se pone en movimiento, éste no puede sino seguir la lógica de esas "retroacciones" en cadena.
Sí, pero al principio no se sabía -precisó Qfwfq-, es decir, uno podía incluso predecirlo, pero así, un poco por olfato, adivinando. Yo, no es por alabarme, desde el principio aposté a que habría universo, y acerté, y también sobre cómo sería le gané varias apuestas al Decano (k)yK.
Cuando empezamos a apostar no había todavía nada que pudiese hacer prever nada, salvo un poco de partículas que giraban, electrones por aquí y por allá como venían, y protones subiendo y bajando cada uno por su cuenta. No sé qué siento, como si estuviera por cambiar el tiempo (en efecto, había empezado a refrescar) y digo: -¿Apostamos a que hoy se vienen los átomos?
Y el Decano (k)yK: -¡Pero, por favor, átomos! Yo apuesto a que no, todo lo que quieras.
Y yo: -¿Apostarías también equis?
Y el Decano: -¡Equis elevado a ene!
No había terminado de decirlo y ya alrededor de cada protón había empezado a girar su electrón, zumbando. Una enorme nube de hidrógeno se estaba condensando en el espacio. -¿Has visto? ¡Lleno de átomos!
– ¡Atomos de esos, bah, buena porquería! -decía (k)yK, porque tenía la mala costumbre de andar con vueltas en vez de reconocer que había perdido la apuesta.
Hacíamos siempre apuestas, el Decano y yo, porque no había otra cosa que hacer y también porque la única prueba de que yo existiese era el hecho de que apostaba con él, y la única prueba de que existiese él era el hecho de que apostaba conmigo. Apostábamos sobre los acontecinuentos que se producirían o no se producirían; la elección era prácticamente ilimitada, pues hasta ese momento no se había producido absolutamente nada. Pero como no había siquiera modo de imaginarse cómo podría ser un acontecimiento, lo designábamos de una manera convencional: acontecimiento A, acontecintiento B, acontecimiento C, etcétera, cosa de distinguirlos. Es decir, como entonces no existían alfabetos u otras series de signos convencionales, primero apostábamos sobre cómo podría ser una serie de signos y después acoplábamos esos posibles signos a posibles acontecimientos, de manera de designar con suficiente precisión cosas de las cuales no sabíamos lo que se dice nada.
Incluso la postura en las apuestas no se sabía qué era porque no había nada que pudiera hacer de postura y, por lo tanto, jugábamos de palabra, teniendo en cuenta las apuestas ganadas por cada uno, para hacer después la suma. Todas operaciones muy difíciles, porque entonces no existían números y ni siquiera teníamos el concepto de número para empezar a contar, ya que no se conseguía separar nada de nada.
Esta situación empezó a cambiar cuando en las Protogalaxias se fueron condensando las Protoestrellas, y yo comprendí en seguida cómo terminaría aquéllo, con la temperatura que aumentaba, y dije: -Ahora se encienden.
– ¡Pamplinas! -dijo el Decano.
– ¿Apostamos? -digo yo.
– Lo que quieras -contesta él y, ¡paf!, la oscuridad se abrió por obra de muchos globos incandescentes que se dilataban.
– Eh, pero encenderse no quiere decir eso… -empezaba (k)yK, con su acostumbrado sistema de desviar la cuestión a las palabras.
Yo entonces tenía el mío, me refiero al sistema, para hacerlo callar: -¿Ah, sí? ¿Y entonces qué quiere decir, para ti?
Se quedaba callado: como era pobre de imaginación, apenas una palabra empezaba a tener un significado, no se le ocurría que pudiera tener otro.
El Decano (k)yK, cuando uno estaba con él un rato, resultaba un tipo bastante aburrido, sin recursos, nunca tenía nada que contar. Tampoco yo, por lo demás, hubiera podido contar mucho, porque hechos dignos de ser contados no habían sucedido, o por lo menos así nos parecía. Lo único era enunciar hipótesis, más aún, enunciar hipótesis sobre la posibilidad de enunciar hipótesis. Pero en esto de enunciar hipótesis de hipótesis yo tenía más imaginación que el Decano, y eso era al mismo tiempo una ventaja y una desventaja, porque me llevaba a hacer apuestas más arriesgadas, así que puede decirse que las probabilidades de ganar eran iguales.
En general yo apuntaba a la posibilidad de que un acontecimiento dado sucediera, mientras que el Decano apostaba casi siempre en contra. Tenía un sentido estático de la realidad, (k)yK, si puedo expresarme de esta manera, dado que entre estático y dinámico no había entonces la diferencia que hay ahora, o por lo menos había que estar atentos para pescar esa diferencia.
Por ejemplo, las estrellas se agrandaban, y yo: -¿Cuánto? -digo. Trataba de hacer el pronóstico en números porque así él tenía menos motivos de discusión.
En aquel tiempo números había sólo dos: el número e y el pi griego. El Decano hace un cálculo apresurado y responde: -Aumenta e elevado a te.
¡Buen zorro! Hasta allí llegaban todos. Pero las cosas no eran tan sencillas, yo me había dado cuenta.
– Te apuesto a que se detiene en cierto momento.
– Apostemos. ¿Y cuándo tendría que detenerse?
Y yo, o le acierto o todo se va al diablo, le disparo mi pi griega. Le acerté. El Decano se quedó de una pieza.
Desde aquel momento empezamos a apostar a base de e y de pi griega.
– ¡Pi griega! -gritaba el Decano, en medio de la oscuridad sembrada de resplandores. En cambio esa vez era e.
Lo hacíamos para divertirnos, desde luego, porque como ganancia no había ninguna. Cuando empezaron a formarse los elementos, nos pusimos a calcular las posturas en átomos de los elementos más raros y ahí cometí un error. Había visto que el más raro de todos era el tecnecio, y empecé a apostar tecnecio, y a ganar y a cobrar: acumulé un capital de tecnecio. No había previsto que era un elemento inestable y se iba todo en radiaciones: terminé teniendo que empezar de nuevo desde cero.
Es cierto que también yo erraba algunos golpes, pero después volvía a sacar ventaja y podía permitirme algún pronóstico arriesgado.
– ¡Ahora aparece un isótopo de bismuto! -me apresuraba a decir, mirando los elementos apenas nacidos que salían crepitando del recalentamiento de una estrella "supernova"-. ¡Te apuesto!
Pero no: era un átomo de polonio, sano, sano. En estos casos (k)yK se reía, se reía, burlón, como si sus victorias fueran un gran mérito, cuando sólo un movimiento demasiado arriesgado de mi parte le había favorecido. En cambio, cuanto más avanzaba, más entendía yo el mecanismo, y frente a cualquier fenómeno nuevo, después de algunas apuestas un poco a tientas, calculaba mis pronósticos considerando todos los datos. La regla por la cual una galaxia se fijaba a tantos millones de años-luz de otra, ni más ni menos, llegaba a entenderla siempre antes yo que él.
Poco después resultaba tan fácil que ya no le encontraba gusto siquiera.
Así, de los datos de que disponía trataba de deducir mentalmente otros datos, y de estos otros más hasta que conseguía proponer eventualidades que en apariencia no tenían nada que ver con lo que estábamos discutiendo. Y los soltaba allí, como si nada.
Por ejemplo, estábamos haciendo pronósticos sobre la curvatura de las espirales galácticas, y de pronto salgo diciendo: -Oye, (k)yK, ¿qué te parece: los asirios invadirán la Mesopotamia?
Se quedó desorientado. -¿La… qué? ¿Cuándo?
Calculé apresuradamente y le disparé una fecha, naturalmente no en años y siglos, porque entonces las unidades de medida del tiempo no eran apreciables en magnitudes de ese tipo, y para indicar una fecha precisa teníamos que recurrir a fórmulas tan complicadas que hubiéramos necesitado un pizarrón para escribirlas.
– ¿Y cómo saberlo?
– Rápido, (k)yK, ¿y la invaden o no? Para mí, la invaden; para ti, no. ¿Estamos? Dale, no te duermas.
Estábamos todavía en el vacío sin límites, estriado aquí y allá por algún garabato de hidrógeno alrededor de los torbellinos de las primeras constelaciones. Admito que hacían falta deducciones muy complicadas para prever las llanuras de la Mesopotamia, hormigueantes de hombres y caballos y flechas y trompas, pero no habiendo otra cosa que hacer era posible conseguirlo.
En cambio, en estos casos el Decano apostaba siempre a que no, y no porque pensara que los asirios no se habrían salido con la suya, sino simplemente porque excluía que hubiera jamás asirios y Mesopotamia y Tierra y género humano.
Estas, se sobreentiende, eran apuestas a plazo más largo que las otras, no como en ciertos casos en que el resultado se sabía en seguida. -¿Ves aquel Sol que se forma con un elipsoide alrededor? Rápido, antes de que se formen los planetas, dime a qué distancia estarán las órbitas una de otra…
Apenas habíamos terminado de decirlo y ya al cabo de ocho o nueve, ¿qué digo?, de seis o siete centenares de millones de años, los planetas echaban a girar cada uno en su órbita, ni más ancha ni más angosta.
Mucha mayor satisfacción me daban en cambio las apuestas que debíamos tener presentes durante miles de millones de años, sin olvidar lo que habíamos apostado y cuánto, acordándonos al mismo tiempo de las apuestas a plazo más próximo, y el número (había empezado la época de los números enteros, y esto complicaba un poco las cosas) de las apuestas ganadas por uno y por otro, el monto de la postura (mis ganancias seguían creciendo; el Decano estaba endeudado hasta el cuello). Y encima de todo esto debía lucubrar apuestas nuevas, avanzando siempre en la cadena de las deducciones.
– E 18 de febrero de 1926, en Santhiá, provincia de Vercelli, ¿de acuerdo?, en vía Garibaldi número 18, ¿me sigues?, la señorita Giuseppina Pensotti, de veintidós años, sale de su casa a las seis menos cuano de la tarde: ¿toma a la derecha o a la izquierda?
– Eeeh… -decía (k)yK.
– Dale, rápido. Yo digo que toma a la derecha. -Y a través de las nebulosas de polvillo trazadas por las órbitas de las constelaciones veía ya subir la neblina de la noche en las calles de Santhiá, encenderse pálido un farol que apenas llegaba a señalar la línea de la acera en la nieve e iluminaba por un momento la sombra espigada de Giuseppina Pensotti que daba vuelta a la esquina después de la oficina de impuestos y desaparecía.
Sobre lo que sucedería a los cuerpos celestes yo podría dejar de hacer nuevas apuestas y esperar tranquilamente a embolsarme las posturas de (k)yK a medida que mis previsiones se cumplían. Pero la pasión del juego me llevaba, de cada acontecimiento posible, a prever la serie interminable de acontecimientos que de él derivaban, hasta los más marginales y aleatorios. Comencé a acoplar pronósticos sobre hechos más inmediatos y fácilmente calculables con otros que exigían operaciones extremadamente complejas.
– Pronto, mira cómo se condensan los planetas: dime un poco en cuál se formará una atmósfera: ¿En Mercurio? ¿Venus? ¿Tierra? ¿Marte? Anda, decídete; y además, ya que estás, calcúlame el índice de incremento demográfico de la península india durante la dominación inglesa. ¿Qué necesidad tienes de pensar tanto? Date prisa.
Había embocado un canal, una espiral más allá de la cual los acontecimientos hormigueaban con multiplicada densidad, no había más que tomarlos a puñados y arrojárselos a la cara a mi competidor que jamás había supuesto su existencia. La vez que se me ocurrió dejar caer casi distraídamente la pregunta: -Arsenal-Real Madrid, en semifinal, Arsenal juega en su campo, ¿quién gana?-, en un instante comprendí que con esto que parecía un revoltijo casual de palabras había tocado una reserva infinita de nuevas combinaciones entre los signos de los cuales se serviría la realidad compacta y opaca y uniforme para disfrazar su monotonía, y quizá la carrera hacia el futuro, aquella carrera que yo por primera vez había previsto y auspiciado, no tendía sino a través del tiempo y del espacio a desmenuzarse en alternativas como ésta, hasta disolverse en una geometría de invisibles triángulos y rebotes como el recorrido de la pelota entre las líneas blancas de la cancha que yo trataba de imaginarme trazadas en el fondo del vórtice luminoso del sistema planetario, descifrando los números marcados en el pecho y la espalda de los jugadores nocturnos irreconocibles en lontananza.
Ahora me había lanzado en este nuevo campo de lo posible jugándole todas mis ganancias precedentes. ¿Quién podía detenerme? La habitual incredulidad perpleja del Decano sólo servía para incitarme a arriesgar. Cuando me percaté de que me había metido en una trampa era tarde. Todavía tuve la satisfacción -flaca satisfacción esta vez- de ser el primero en darme cuenta: (k)yK no parecía notar que la fortuna se había puesto de su parte, pero yo contaba sus carcajadas, en un tiempo escasas y cuya frecuencia ahora aumentaba, aumentaba…
– Qfwfq, ¿has visto que el Faraón Amenhotep IV no tuvo hijos varones? ¡Gané yo!
– Qfwfq, ¿has visto que Pompeyo no pudo con César? ¡Te lo dije!
Y, sin embargo, yo había seguido mis cálculos hasta el fondo, no había descuidado ninguna componente. Aunque tuviera que empezar nuevamente desde el principio, habría vuelto a apostar como antes.
– Qfwfq, bajo el emperador Justiniano se importó de la China a Constantinopla el gusano de seda, no la pólvora… ¿O soy yo el que se confunde?
– No, hombre, has ganado tú, has ganado tú…
Es cierto que me había dejado arrastrar a hacer pronósticos sobre acontecimientos fugaces, impalpables, y había hecho muchos, muchísimos, y ahora ya no podía echarme atrás, no podía rectificarme. Y por lo demás, ¿rectificarme cómo, sobre qué base?
– Entonces Balzac no hace suicidar a Lucien de Rubempré al final de las Illusions perdues -decía el Decano, con una vocecita triunfante que le había aparecido de un tiempo a esta parte-, pero lo hace salvarse de Carlos Herrera, alias Vautrin, ¿sabes?, aquel que aparecía ya en el Père Goriot… Bueno, Qfwfq, ¿en cuánto estamos?
Mi ventaja retrocedía. Había puesto a cubierto mis ganancias, convertidas en valores seguros, en un banco suizo, pero tenía que retirar continuamente grandes sumas para hacer frente a las pérdidas. No es que perdiese siempre. Algunas apuestas las ganaba todavía, a veces importantes, pero los papeles se habían cambiado; cuando ganaba ya no estaba seguro de que no hubiera sido una casualidad, y que la vez siguiente no me tocara un nuevo desmentido a mis cálculos.
En el punto en que estábamos, hacía falta una biblioteca de obras de consulta, suscripciones a revistas especializadas, amén de un equipo de computadoras para nuestros cálculos: todo, como ustedes saben, ha sido puesto a nuestra disposición por una Research Foundation a la cual, establecidos en este planeta, nos dirigimos para que subvencionase nuestros estudios. Naturalmente, las apuestas pasan por ser un juego inocente entre nosotros y ninguno sospecha las grandes sumas que se arriesgan en ellas. Oficialmente nos arreglamos con nuestro modesto sueldo de investigadores del Centro de Previsiones Electrónicas, más, para (k)yK, el subsidio por su cargo de Decano que ha logrado obtener de la Facultad siempre con su aire de no mover un dedo. (Su predilección por la estasis ha seguido agravándose, tanto que se ha presentado bajo la apariencia de un paralítico, en una silla de ruedas.) Este título de Decano, dicho sea entre paréntesis, con la antigüedad no tiene nada que ver, si no yo tendría por lo menos tanto derecho como él, sólo que a mí no me interesa.
Así hemos llegado a esta situación. EI Decano (k)yK, desde la galería de su casa, sentado en la silla de ruedas, con las piernas cubiertas por una capa de diarios de todo el mundo llegados en el correo de la mañana, grita como para hacerse oír de una punta a la otra del campus:
– Qfwfq, el tratado atómico entre Turquía y Japón no ha sido firmado hoy, ni siquiera se han iniciado las tratativas, ¿viste? ¡Qfwfq, el uxoricida de Termini Imerese fue condenado a tres años, como decía yo, no a cadena perpetua!
Y enarbola las páginas de los diarios, blancas y negras como el espacio cuando se estaban formando las galaxias, y atestadas -como entonces el espacio- de corpúsculos aislados, circundados de vacío, privados en sí mismos de destino y de sentido. Y yo pienso qué hermoso era entonces, a través de aquel vacío, trazar redes y parábolas, individualizar el punto exacto, la intersección entre espacio y tiempo en que saltaría el acontecimiento, indiscutible en el ápice de su resplandor; mientras que ahora los acontecimientos se caen ininterrumpidos, como una coladura de cemento, en columna uno sobre el otro, uno encastrado en el otro, separados por títulos negros e incongruentes, legibles en más sentidos pero intrínsecamente ilegibles, una masa de acontecimientos sin forma ni dirección, que circunda, sumerge, aplasta todo razonamiento.
– ¿Sabes, Qfwfq? ¡Las corizaciones de cierre hoy en Wall Street bajaron un 2%, no un 6! ¡Y mira, el inmueble construido abusivamente en la Via Cassia es de doce pisos, no de nueve! Nearco IV gana en Longchamps por dos largos. ¿En cuánto estamos, Qfwfq?