El tío acuático

Los primeros vertebrados que en el Carbonífero abandonaron la vida acuática por la terrestre, derivaban de los peces óseos pulmonados cuyas aletas podían girar debajo del cuerpo y utilizarse como patas en la tierra.


Era evidente que en adelante los tiempos del agua habían terminado -recordó el viejo Qfwfq-, los que se decidían a dar el gran paso eran cada vez más numerosos, no había familia que no tuviera alguno de los suyos en lugar seco, todos contaban cosas extraordinarias de lo que se podía hacer en tierra firme y llamaban a los parientes. Entonces a los peces jóvenes no había quien los contuviera, agitaban las aletas en las orillas de barro para ver si funcionaban como patas, como había sucedido a los más dotados. Pero justamente en aquellos tiempos se acentuaban las diferencias entre nosotros: había la familia que vivía en tierra desde varias generaciones atrás, y en la que los jóvenes ostentaban maneras que ya no eran ni siquiera de anfibios sino casi de reptiles; y había quien se demoraba todavía en hacerse el pez, e incluso se volvía más pez de lo que había sido ser pez en otro tiempo.

Nuestra familia, debo decirlo, con los abuelos a la cabeza, pataleaba en la playa sin faltar uno, como si nunca hubiéramos conocido otra vocación. De no ser por la obstinación del tío abuelo N'ba N'ga, los contactos con el mundo acuático se hubieran perdido hacía rato. Sí, teníamos un tío abuelo pez, y precisamente por parte de mi abuela paterna, nacida de los Celacantos del Devoniano (de los de agua dulce, los que al final serían primos de los otros, pero no quiero detenerme en los grados de parentesco, total nadie consigue seguirlos). Este tío abuelo habitaba, pues, ciertas aguas bajas y legamosas, entre raíces de protoconíferas, en el brazo de laguna donde habían nacido todos nuestros viejos. No se movía jamás de allí: en cualquier estación bastaba asomarse sobre los estratos de vegetación más fofos hasta sentir que uno se hundía en suelo mojado, y allí abajo, a pocos palmos de la orilla, veíamos la columna de burbujitas que mandaba arriba bufando, como hacen los individuos de edad, o la nubecilla de fango que raspaba con su hocico agudo, siempre hurgoneando, más por costumbre que por buscar algo.

– ¡Tío N'ba N'ga! ¡Venimos a verlo! ¿Nos esperaba? -gritábamos, chapoteando en el agua con las patas y la cola para atraer su atención-. ¡Le hemos traído insectos nuevos que crecen donde vivimos! ¡Tío N'ba N'ga! ¿Vio alguna vez cucarachas tan grandes? Pruebe, a ver si le gustan…

– ¡Con esas cucarachas hediondas pueden limpiarse las verrugas asquerosas que tienen en el lomo! -La respuesta del tío abuelo era siempre una frase de este tipo, o quizá más grosera todavía; siempre nos recibía así, pero no le hacíamos caso porque sabíamos que al cabo de un rato terminaba por calmarse, agradecer los regalos y conversar con tono más cortés.

– ¿Qué verrugas, tío N'ba N'ga? ¿Cuándo nos ha visto una verruga?

Esto de las verrugas era un prejuicio de los viejos peces: que a nosotros, que vivíamos en lugar seco, nos habían salido en todo el cuerpo muchísimas verrugas que rezumaban un líquido, lo cual era cierto, sí, pero sólo para los sapos, que nada tenían que ver con nosotros; al contrario, nuestra piel era lisa y resbalosa como jamás la había tenido ningún pez; y el tío abuelo lo sabía perfectamente, pero no renunciaba a enjaretar en sus discursos todas las calumnias y las prevenciones en que se había criado. Ibamos a visitar al tío abuelo una vez por año, toda la familia al mismo tiempo. Era también una ocasión para encontrarnos todos, dispersos como estábamos en el continente, intercambiar noticias e insectos comestibles, y discutir viejos asuntos de intereses que habían quedado en suspenso. El tío abuelo terciaba incluso en cuestiones que estaban de él a kilómetros y kilómetros de tierra firme, como por ejemplo el reparto de las zonas de caza de la libélula, y daba la razón a unos o a otros según criterios suyos, que eran también siempre acuáticos. -¿Pero no saben que el que caza en el fondo siempre lleva ventaja al que caza en la superficie? ¿De qué se quejan, entonces?

– Pero tío, mire, no es cuestión de superficie o de fondo: yo estoy al pie de la colina y él en mitad de la cuesta… Las colinas, recuerde, tío…

Y él: -Al pie de los escollos es donde hay siempre los mejores camarones. -No había manera de hacerle aceptar como posible una realidad diferente de la suya.

Y sin embargo su juicio seguía teniendo autoridad sobre todos nosotros: terminábamos por pedirle consejo sobre hechos que no entendía, aunque supiéramos que podía cometer un error garrafal. Quizá su autoridad le venía justamente de ser un vestigio del pasado, de usar viejos modismos, como: -¡Y baja un poco las aletas, compadre! -cuyo significado ni siquiera entendíamos bien.

Tentativas de llevarlo a tierra con nosotros habíamos hecho varias y seguíamos haciéndolas; aun más, en este punto nunca se había extinguido la rivalidad entre las varias ramas de la familia, porque el que consiguiera llevarse al tío abuelo a su casa se encontraría en una posición digamos preeminente con respecto a toda la parentela. Era una rivalidad inútil, porque el tío abuelo ni soñaba con dejar la laguna.

– Tío, a sus años, si supiera qué poco nos gusta dejarlo así siempre solo, con esta humedad… Sabe, se nos ha ocurrido una idea… -empezábamos.

– Me esperaba que lo entendieran -interrumpía el viejo pez-. El gusto de patalear en tierra seca ya se lo han dado, es hora de que vuelvan a vivir como seres normales. Aquí hay agua para todos, y en cuanto a comer, la estación de las lombrices nunca ha sido mejor. Métanse en el agua en seguida y no se hable más.

– Pero no, tío N'ba N'ga, ¿qué está pensando? Nosotros queríamos llevarlo a un pradito… Verá qué bien se encuentra. Le hacemos un pocito húmedo, fresco: puede dar todas las vueltas que quiera igual que aquí; pero también dar unos pasos alrededor, verá qué bien le sienta. Y además a su edad el clima de tierra es más indicado. Vamos, tío N'ba N'ga, no se haga rogar más: ¿viene?

– ¡No! -era la respuesta seca del tío abuelo, y metiéndose de nariz en el agua desaparecía de nuestra vista.

En un bufido a flor de agua, antes de hundirse con un coletazo todavía ágil, nos llegaba la última respuesta del tío abuelo: -¡Nada de panza en el barro quien tiene pulgas entre las escamas! -que debía de ser un modo de decir de sus tiempos (del tipo de nuestro proverbio nuevo, y mucho más conciso: "Al que le pique, que se rasque"), con aquella expresión "barro" que seguía usando en todas las ocasiones en que nosotros decíamos "tierra".

Por aquella época me enamoré. Pasaba los días con Lll, persiguiéndonos; ágil como ella nunca se había visto ninguna; a los helechos, que en aquel tiempo eran tan altos como árboles, Lll subía hasta la cima de un envión, y las cimas se inclinaban casi hasta el suelo, y ella bajaba de un salto y proseguía su carrera; yo, con movimientos un poco más lentos y torpes, la seguía. Nos internábamos tierra adentro donde ninguna huella había marcado jamás el suelo seco y costroso; a veces me detenía espantado de haberme alejado banto de la zona de las lagunas. Pero nada parecía tan lejos de la vida acuática como ella, Lll: los desiertos de arena y piedra, las praderas, la espesura de los montes, los relieves rocosos, las montañas de cuarzo, ése era su mundo: un mundo como hecho a propósito para ser escrutado por sus ojos oblongos y recorrido por su paso sinuoso. Mirando su piel lisa parecía que nunca hubiesen existido placas y escamas.

Los parientes de Lll me cohibían un poco: eran una de esas familias que por haberse establecido en tierra en una época más antigua, habían terminado por convencerse de que estaban allí desde siempre; una de esas familias en las que hasta los huevos se ponían en lugar seco, protegidos por una cáscara resistente; y mirando a Lll en sus brincos, en sus movimientos fulminantes, se veía que había nacido tal como era ahora, de uno de aquellos huecos calientes de arena y de sol, saltándose a pies juntillas la fase nadante y remolona del renacuajo, todavía obligatoria en nuestras familias menos evolucionadas.

Había legado el momento de que LII conociese a los míos, y como el más anciano y autorizado de la familia era el tío abuelo N'ba N'ga, no podía dejar de hacerle una visita para presentarle a mi novia. Pero cada vez que se presentaba una oportunidad, la postergaba lleno de confusión: conociendo los prejuicios en que la habían criado, aún no me había atrevido a decir a Lll que mi tío abuelo era un pez.

Un día nos habíamos internado en uno de aquellos aguanosos promontorios que rodean la laguna, donde el suelo más que de arena está formado por marañas de raíces y vegetación marchita. Y Lll me lanzó uno de sus habituales desafíos o pruebas de coraje:

– Qfwfq, ¿hasta dónde eres capaz de mantener el equilibrio? ¡A ver quién corre más por la orilla! -y se lanzó adelante con sus piruetas de tierra firme, pero un poco vacilante.

Esta vez me sentía capaz no sólo de emularla, sino de vencerla, porque en terreno húmedo mis patas encontraban mejor asidero. -¡Hasta la orilla cuanto quieras! -exclamé-, ¡y quizá todavía más allá!

– ¡No digas tonterías! -me contestó-. Más allá de la orilla, ¿cómo vas a correr? ¡Está el agua!

Tal vez era el momento favorable para sacar el tema de mi tío abuelo. -¿Y qué? -le dije-. Hay quien corre más allá de la orilla y quien más acá.

– ¡Estás diciendo cosas sin pies ni cabeza!

– ¡Digo que mi tío aquelo N'ba N'ga está en el agua como nosotros en tierra, y nunca ha salido de ella!

– ¡Ajá! ¡Quisiera conocer a ese N'ba N'ga!

No había terminado de decirlo y en la turbia superficie de la laguna gorgotearon burbubitas, se formaron algunos remolinos y afloró un hocico todo cubierto de escamas espinosas.

– Bueno, aquí estoy, ¿qué hay? -dijo el tío abuelo, mirando a Lll con ojos redondos e inexpresivos como piedras y haciendo latir las branquias a los lados del enorme gaznate. Jamás el tío abuelo me había parecido tan distinto de nosotros: un monstruo hecho y derecho.

– Tío, si me permite, esta… tengo el gusto de presentarle a… mi prometida, Lll -y señalé a mi novia, que quién sabe por qué se había incorporado sobre las patas de atrás, en una de sus actitudes más rebuscadas y por cierto menos gratas para aquel viejo zafio.

– ¿De modo, señorita, que ha venido a mojarse un poco la cola? -dijo el tío abuelo, una frase que en su tiempo quizá fuera una galantería, pero que a no sotros nos sonaba directamente indecente.

Miré a Lll, seguro de verla pegar media vuelta y largarse con un chillido escandalizado. Pero no había calculado cuán fuerte era en ella lo que le habían enseñado: ignorar toda vulgaridad del mundo circundante. -Escuche, esas plantitas -dice, desenvuelta, y señala ciertas juncias que crecían gigantescas en medio de la laguna-, dígame, las raíces, ¿dónde las hunden?

Una pregunta de las que se hacen para seguir la conversación, ¡qué podía importarle a ella de las juncias! Pero parecía que el tío abuelo no esperaba nada mejor para ponerse a explicar el porqué y el cómo de las raíces de los árboles flotantes y la forma en que se podía nadar entre ellas, más todavía: los mejores lugares para cazar estaban allí debajo.

No la terminaba nunca. Yo bufaba, trataba de interrumpirlo. Pero en cambio, ¿qué hace la impertinente? ¿No se pone a darle cuerda? -Ah, sí, ¿usted caza entre las raíces flotantes? ¡Qué interesante!

Yo quería que me tragara la tierra de vergüenza.

Y él: -No son cuentos: ¡allí hay lombrices como para darse un atracón! -Y sin pensarlo más, se zambulle. Una zambullida ágil, como nunca se la había visto; y un salto en alto: brinca fuera del agua cuan largo es, con las escamas todas manchadas, desplegando los abanicos espinosos de las aletas; después de describir en el aire un lindo semicírculo, vuelve a caer sumergiéndose de cabeza, y desaparece rápido con una especie de movimiento en espiral de la cola falcada.

Ante este espectáculo, el discursito que me había preparado para justificarme apresuradamente ante Lll, aprovechando el alejamiento del tío abuelo: "Sabes, hay que comprenderlo, con esa idea fija de vivir como un pez, ha terminado por parecerse a un pez de verdad…", se me atragantó. Ni yo mismo sabía hasta qué punto era pez el hermano de mi abuela. Dije apenas: -Lll, es tarde, vamos… -y ya el tío desaparecía sosteniendo entre sus labios de escualo un festón de lombrices y algas barrosas.

No podía creerlo cuando nos despedimos, pero trotando en silencio detrás de Lll pensaba que ahora ella comenzaría a hacer sus comentarios, es decir, que todavía no había llegado lo peor para mí. Y entonces Lll, sin detenerse se vuelve apenas hacia mí y: -¡Simpático tu tío! -dice, y nada más. Frente a su ironía, ya más de una vez me había sentido desarmado; pero el frío glacial que me dio esta respuesta fue tal que hubiera preferido no verla más antes de enfrentar nuevamente el tema.

Pero seguíamos viéndonos, saliendo juntos, y no volvió a hablar del episodio de la laguna. Yo me sentía inseguro: era inútil que tratara de convencerme de que ella se había olvidado; cada tanto me asaltaba la sospecha de que se callaba para poder avergonzarme de alguna manera clamorosa, delante de los suyos, o de que -y esta hipótesis era todavía peor para mí- sólo por compasión se esforzaba por hablar de otra cosa. Hasta que, de buenas a primeras, una buena mañana no sale diciéndome: -Oye, ¿no me llevas más a ver a tu tío?

Con un hilo de voz pregunté: -¿Estás bromeando?

Pero no, hablaba en serio, no veía la hora de volver a echar un parrafito con el viejo N'ba N'ga. Yo ya no entendía nada.

Aquella vez, la visita a la laguna fue más larga. Nos tendimos los tres en una orilla en declive, el tío abuelo más bien del lado del agua, pero también nosotros a medias sumergidos, tanto que viéndonos de lejos, estirados uno junto al otro, no se hubiera sabido quién era terrestre y quién acuático.

El pez empezó con su tema habitual: la superioridad de la respiración en el agua con respecto a la aérea, con todo su repertorio de vituperios: "¡Ahora Lll le salta encima y le devuelve la pelota!", pensaba yo. Pero se ve que aquel día Lll empleaba otra táctica: discutía con aplicación, defendiendo nuestros puntos de vista, pero como si tomara muy en serio los del viejo N'ba N'ga.

Las tierras emergidas, según el tío abuelo, eran un fenómeno limitado: desaparecían como habían aparecido o, en todo caso, sufrirían continuos cambios: volcanes, helamientos, terremotos, corrugaciones, mutaciones de clima y de vegetación. Y nuestra vida en medio de todo eso tendría que hacer frente a transformaciones continuas, en las cuales poblaciones enteras desaparecerían y sólo sobreviviría el que estaba dispuesto a cambiar las bases de la propia existencia tanto que las razones por las cuales valía la pena vivir serían completamente distintas y se olvidarían.

Una perspectiva que se daba de narices con el optimismo en que nosotros, hijos de la costa, habíamos sido criados y que yo rebatía con protestas escandalizadas. Pero para mí, la verdadera, viviente refutación de aquellos argumentos era Lll: veía en ella la forma perfecta, definitiva, nacida de la conquista de los territorios emergidos, la suma de las nuevas, ilimitadas posibilidades que se abrían. ¿Cómo podía el tío abuelo pretender negar la realidad encarnada por Lll? Yo ardía de pasión polémica y me parecía que mi compañera se mostraba demasiado paciente y comprensiva con nuestro contradictor.

Es cierto que aun para mí -que estaba habituado a oír de boca del tío abuelo sólo refunfuños e improperios- esta argumentación tan bien hilada sonaba como una novedad, aunque aderezada de expresiones anticuadas y enfáticas y con la comicidad que le daba su característica tonada. Pasmaba también oírle dar pruebas de una competencia minuciosa -aunque totalmente exterior- acerca de las tierras continentales.

Pero Lll, con sus preguntas, trataba de hacerle hablar lo más posible de la vida bajo el agua; y desde luego éste era el tema sobre el cual la argumentación del tío abuelo era más precisa y por momentos conmovida. Frente a las incertidumbres de la tierra y el aire, lagunas y mares y océanos representaban un futuro de segundad. Allí los cambios serían mínimos, los espacios y las provisiones sin límites, la temperatura encontraría siempre su equilibrio, en una palabra, la vida se conservaría como se había desenvuelto hasta ahora, en sus formas plenas y perfectas, sin metamorfosis o añadidos de dudoso éxito, y cada uno podría ahondar en la propia naturaleza, llegar a la esencia de sí mismo y de toda cosa. El tío abuelo hablaba del porvenir acuático sin adornos o ilusiones, no se le ocultaba los problemas incluso graves que se presentarían (el más inquietante de todos: el aumento de la salinidad); pero eran problemas que no trastornarían los valores y las proporciones en que él creía.

– ¡Pero nosotros ahora galopamos por valles y montañas, tío! -exclamé, en mi nombre y sobre todo en el de Lll, que en cambio estaba callada.

– ¡Anda, renacuajo, que en cuanto te pones en remojo te sientes como en tu casa! -me apostrofó, volviendo al tono que siempre le había oído emplear con nosotros.

– ¿No cree, tío, que si ahora quisiéramos aprender a respirar bajo el agua sería demasiado tarde? -preguntó Lll, seria, y yo no sabía si sentirme halagado porque había llamado tío a mi viejo pariente, o desorientado porque ciertas preguntas (por lo menos así estaba acostumbrado a pensar yo) no se planteaban siquiera.

– ¡Si te interesa, estrella -dijo el pez-, te enseño en seguida!

Lll lanzó una carcajada extraña y finalmente se echó a correr, a correr tanto que yo no podía seguirla.

La busqué por llanuras y colinas, llegué a la cima de un espolón de basalto que dominaba en torno el paisaje de desiertos y bosques circundado por las aguas. Lll estaba allí. Claro, era esto lo que había querido decirme -¡yo lo había entendido!- cuando escuchaba a N'ba N'ga y después al escapar y refugiarse allí arriba: que había que estar en nuestro mundo con la misma fuerza con que el viejo pez estaba en el suyo.

– Yo estaré como el tío allá -grité, farfullando un poco, después me corregí-: ¡Estaremos los dos, juntos! -porque era cierto que sin ella no me sentía seguro.

Y entonces Lll ¿qué me contestó? Todavía hoy, a tantas eras geológicas de distancia, me ruborizo al recordarlo. Respondió: -¡Anda, renacuajo, te faltan uñas para guitarrero! -y yo no sabía si quería remedar al tío abuelo para burlarse de él y de mí al mismo tiempo, o si de veras había adoptado como suya la actitud de aquel viejo carcamal hacia el sobrino nieto, y tanto una como otra hipótesis eran desalentadoras, porque las dos significaban que ella me consideraba a mitad de camino, alguien que no estaba cómodo ni en un mundo ni en el otro.

¿La había perdido? En la duda me precipité a reconquistarla. Empecé con las proezas: en la caza de insectos voladores, en el salto, en la excavación de cuevas subterráneas, en la lucha con los más fuertes de los nuestros. Me enorgullecía de mí mismo, pero cada vez que hacía algo esforzado, ella no estaba presente para verme: desaparecía continuamente, no se sabía dónde iba a esconderse.

– ¡Sabes -me dijo, contenta, al verme-, las patas funcionan perfectamente como aletas!

– Qué inteligente, lindo paso adelante -no pude menos de comentar con sarcasmo.

Era un juego para ella, yo comprendía. Pero un juego que no me gustaba. Debía llamarla a la realidad, al futuro que nos aguardaba.

Un día la esperé en medio de un bosque de altos helechos que se desplomaba en el agua.

– Lll, tengo que hablarte -dije apenas la vi-, ya te has divertido bastante. Tenemos cosas más importantes por delante. He descubierto un pasaje en la cadena de montes: del otro lado se extiende una inmensa llanura de piedra, hace poco abandonada por las aguas. Seremos los primeros en establecernos allí, poblaremos territorios ilimitados, nosotros y nuestros hijos.

– El mar es ilimitado -dijo Lll.

– Déjate de repetir las patrañas de ese viejo chocho. El mundo es del que tiene piernas, no de los peces, lo sabes.

– Lo que sé es que él es alguien -dijo Lll.

– ¿Y yo?

– No hay nadie con piernas que sea como él.

– ¿Y tu familia?

– Nos hemos peleado. No han entendido nunca nada.

– ¡Estás loca! ¡No se puede volver atrás!

– Yo sí.

– ¿Y qué vas a hacer, sola con un viejo pez?

– Casarme con él. Volverme pez con él. Y echar al mundo otros peces. Adiós.

Y gateando como solía, subió hasta la cima de una alta hoja de helecho, la inclinó hacia la laguna y se dejó caer, zambulléndose. Reapareció, pero no estaba sola: la robusta cola falcada del tío abuelo N'ba N'ga afloró junto a la suya y juntos hendieron el agua.

Fue un duro revés para mí. Pero al fin, ¿qué hacerle? Seguí mi camino en medio de las transformaciones del mundo, también yo transformándome. Cada tanto, entre las muchas formas de los seres vivientes encontraba alguno que "era alguien" en mayor medida que yo: uno que anunciaba el futuro, ornitorrinco que amamanta al pichón salido del huevo, jirafa desvaída en medio de la vegetación todavía baja; o que testimoniaba un pasado sin retorno, dinosaurio superviviente después de comenzado el Cenozoico, o bien -cocodrilo- un pasado que había encontrado la manera de mantenerse inmóvil a través de los siglos. Todos tenían algo, lo sé, que los hacía de algún modo superiores a mí, sublimes, y que hacía de mí, por comparación, un mediocre. Y sin embargo no me hubiera cambiado por ninguno de ellos.

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