Al nacer el día

Los planetas del sistema solar, explica G. P Kuiper, comenzaron a solidificarse en las tinieblas por la condensación de una nebulosa fluida y uniforme. Todo estaba frío y oscuro. Más tarde, el Sol empezó a concentrarse hasta reducirse casi a las dimensiones actuales, y en ese esfuerzo la temperatura subió a miles de grados y empezó a emitir radiaciones en el espacio.


Oscuridad cerrada -confirmó el viejo Qfwfq-, yo era chico todavía, apenas me acuerdo. Estábamos allí, como de costumbre, papá y mamá, la abuela Bb'b, unos tíos que habían venido de visita, el señor Hnw, aquel que después se convirtió en caballo, y nosotros los chicos. Encima de las nébulas, me parece que ya lo he contado otras veces, estábamos como quien dice acostados, en fin, achatados, quietos quietos, dejando que nos hiciera girar hacia donde girara. No es que yaciéramos en el exterior, ¿comprenden?, en la superficie de la nébula; no, allí hacía demasiado frío; estábamos debajo, como arrebujados en un estrato de materia fluida y granulosa. Modo de calcular el tiempo no había; cada vez que nos poníamos a contar las vueltas de la nébula empezaban las discusiones, porque en la oscuridad no había puntos de referencia; y terminábamos peleando. Por eso preferíamos dejar transcurrir los siglos como si fueran minutos; no quedaba más que esperar, permanecer a cubierto mientras se pudiera, dormitar, llamarse de vez en cuando para tener la seguridad de que estábamos todos, y -naturalmente- rascarse; porque, por mucho que se diga, todo aquel remolino de partículas el único efecto que producía era una picazón molesta.

Qué esperábamos, nadie hubiera podido decirlo; claro, la abuela Bb'b se acordaba todavía de cuando la materia estaba uniformemente dispersa en el espacio, y el calor, y la luz; con todas las exageraciones que habría en aquellas historias de los viejos, los tiempos habían sido en cierto modo mejores, o por lo menos distintos, y se trataba para nosotros de dejar pasar aquella enorme noche.

La que se encontraba mejor que nadie era mi hermana G'd (w)n por su carácter introvertido: era una chica esquiva y le gustaba la oscuridad. G'd (w)n elegía lugares un poco apartados, en el borde de la nébula, y contemplaba lo negro, y dejaba escurrir los granitos de polvillo en pequeñas cascadas, y hablaba para sí con risitas que eran como pequeñas cascadas de polvillo, y canturreaba, y se abandonaba -dormida o despierta- a sueños. No eran sueños como los nuestros -en medio de la oscuridad, nosotros soñábamos otra oscuridad porque no se nos ocurría otra cosa-; ella soñaba -por lo que podíamos entender de su desvarío- con una oscuridad cien veces más profunda y diversa y aterciopelada.

Mi padre fue el primero en darse cuenta de que algo estaba cambiando. Yo dormitaba y su grito me despertó:

– ¡Atención! ¡Aquí se toca!

Debajo de nosotros la materia de la nébula, que siempre había sido fluida, empezaba a condensarse.

En realidad, desde hacía algunas horas mi madre había comenzado a revolverse, a decir: -¡Uf! ¡No sé de qué lado ponerme!-, en fin, según ella había sentido un cambio en el lugar donde estaba acostada: el polvillo ya no era el de antes suave, elástico, uniforme, en el que uno podía removerse cuanto quería sin dejar huellas, sino que se iba formando como una hondonada o hundimiento, sobre todo donde ella solía apoyarse con todo su peso. Y le parecía sentir allí debajo algo como muchos granitos o espesamientos o protuberancias, que quizá estaban sepultos cientos de kilómetros más abajo y pujaban a través de todos aquellos estratos de polvillo tierno. No es que habitualmente hiciéramos mucho caso de estas premoniciones de mi madre; pobrecita, para una hipersensible como ella, y ya bastante entrada en años, la modalidad de entonces no era la más indicada para los nervios.

Y después a mi hermano Rwzfs, que por entonces era un niño, en cierto momento, sintiendo, ¿qué sé yo?, que tiraba, que cavaba, en fin, que se agitaba, le pregunté: -¿Pero qué haces? -y él me dijo-: Juego.

– ¿Juegas? ¿Y con qué?

– Con una cosa -dijo.

¿Comprenden? Era la primera vez. Cosas con qué jugar nunca había habido. ¿Y cómo quieren que jugáramos? ¿Con aquella papilla de materia gaseosa? Vaya diversión; estaba bien para mi hermana G'd (w)n, y gracias. Si Rwzfs jugaba era señal de que había encontrado algo nuevo; tanto que en seguida se dijo, en una de sus habituales exageraciones, que había encontrado un guijarro. Guijarro no, pero seguramente un conjunto de materia más sólida o -digamos- menos gaseosa. Sobre este punto él nunca fue preciso, incluso contó patrañas según se le antojaba, y cuando llegó la época en que se formó el níquel y no se hablaba sino de níquel, dijo: -¡Eso, era níquel, jugaba con níquel! -por lo cual le quedó el sobrenombre "Rwzfs de níquel". (No como dicen ahora algunos, que lo llamamos así porque se volvió de níquel no consiguiendo, por ser lento, pasar del estadio mineral; las cosas son distintas, lo digo por amor a la verdad, no porque se trate de mi hermano; siempre había sido un poco lento, eso sí, pero no de tipo metálico, sino más bien coloidal; tanto que, siendo todavía muy joven, se casó con una alga, una de las primeras, y no se supo más de él.)

En fin, parece que todos habían sentido algo menos yo. Oí -no recuerdo si durante el sueño o ya despierto- la exclamación de nuestro padre: -¡Aquí se toca! -una expresión sin significado (porque hasta entonces nadie había tocado jamás nada, tengan la seguridad), pero que adquirió un significado en el mismo instante en que fue dicha, esto es, significó la sensación que empezábamos a experimentar, levemente nauseabunda, como una charca de fango que nos pasara debajo, de plano, y sobre la cual nos parecía que rebotábamos. Y yo dije, con tono de reprobación: -¡Oh, abuelita!

Me he preguntado muchas veces por qué mi primera reacción fue tomármelas con nuestra abuela. La abuela Bb'b, que había conservado sus costumbres de otros tiempos, tenía a menudo cosas fuera de propósito: seguía creyendo que la materia estaba en expansión uniforme y, por ejemplo, que bastaba tirar las basuras de cualquier manera para que se enrarecieran y desaparecieran lejos. Que el proceso de condensación hubiese comenzado hacía un tiempo, es decir, que la suciedad se espesase en las partículas de modo que no se consiguiera sacarla de alrededor, no le entraba en la cabeza. Por eso yo oscuramente relacioné aquel hecho nuevo del "¡se toca!" con algún error que podía haber cometido mi abuela y lancé esa exclamación.

Y entonces la abuela Bb'b: -¿Qué? ¿Encontraste el almohadón?

Este almohadón era un pequeño elipsoide de materia galáctica en forma de rosca que la abuela había descubierto quién sabe dónde en los primeros cataclismos del universo y había llevado siempre consigo para sentarse encima. En cierto momento, en la gran noche, se había perdido, y mi abuela me acusaba de habérselo escondido. Pero era cierto que yo había odiado siempre aquel almohadón, tan sin gracia y fuera de lugar en nuestra nébula, pero todo lo que podía reprochárseme es que no lo hubiera vigilado constantemente, como pretendía mi abuela.

Hasta mi padre, que con ella era muy respetuoso, no pudo menos de hacérselo notar: -¡Vamos, mamá, aquí esta ocurriendo quién sabe qué, y usted me viene con el almohadón!

– ¡Ah, yo decía que no podía dormir! -dijo mi mamá, con otra observación poco apropiada.

En ese momento se oye un gran: -¡Puach! ¡Uach! ¡Sgrr! -y comprendimos que al señor Hnw debía de haberle sucedido algo: escupía y expecioraba a todo vapor.

– ¡Señor Hnw! ¡Señor Hnw! ¡Venga arriba! ¿Dónde ha ido a parar? -empezó a decir mi padre, y en aquellas tinieblas todavía sin resquicio, a tientas, conseguimos atraparlo y alzarlo a la superficie de la nébula, para que recobrase el aliento. Lo extendimos sobre aquel estrato exterior, que iba asumiendo entonces una consistencia coagulada y resbalosa.

– ¡Uach! ¡Se te pega encima esta cosa! -trataba de decir el señor Hnw, cuya capacidad para expresarse nunca había sido muy notable-. ¡Uno baja, baja y ¡traga! ¡Scrach! -y escupía.

La novedad era ésta: ahora el que en la nébula no estaba atento, se hundía. Mi madre, con el instinto de las madres, fue la primera en comprenderlo. Y gritó: -Chicos, ¿estáis todos? ¿Dónde estáis?

En realidad éramos un poco distraídos, y si al principio, mientras todo se mantenía regularmente durante siglos, nos preocupábamos siempre de no dispersarnos, ahora ni se nos ocurría.

– Calma, calma. Nadie se aleje -dijo mi padre-. ¡G'd (w)n ¿Dónde estás? ¡El que haya visto a los mellizos que lo diga!

Nadie contestó. -¡Dios mío, se han perdido! -gritó nuestra madre. Mis hermanitos todavía no estaban en edad de saber transmitir un mensaje; por eso se perdían fácilmente y los vigilábamos continuamente. -¡Voy a buscarlos! -dije.

– ¡Sí, vé, valiente Qfwfq! -dijeron papá y mamá, y luego, súbitamente arrepentidos-: ¡Pero si te alejas te pierdes tú también! ¡Quédate aquí! Bueno, anda, pero avisa dónde estás: ¡silba!

Eché a andar en la oscuridad, en el pantano de aquella condensación de nébula, emitiendo un silbido continuo. Digo andar, esto es, un modo de moverse en la superficie, inimaginable pocos minutos antes, y que entonces apenas si se podía hablar de él porque la materia oponía tan poca resistencia que si no se prestaba atención, en vez de continuar sobre la superficie uno se hundía al sesgo o directamente en perpendicular y terminaba sepultado. Pero en cualquier dirección que se anduviera y en cualquier nivel, las probabilidades de encontrar a mis hermanitos eran iguales: quién sabe dónde se habían metido aquellos dos.

De pronto rodé; como si me hubieran hecho -se diría hoy- una zancadilla. Era la primera vez que me caía, no sabía siquiera qué era ese "caerse", pero todavía estábamos sobre lo mullido y no me hice nada.

– No pisar aquí -dijo una voz-, Qfwfq, no quiero -era la voz de mi hermana G'd (w)n.

– ¿Por qué? ¿Qué hay ahí?

– Hice algo con algo… -dijo. Me llevó un poco de tiempo darme cuenta, a tientas, de que mi hermana, frangollando con aquella especie de barro, había levantado una montañita toda pináculos, almenas y agujas.

– ¿Pero qué te has puesto a hacer?

G'd (w)n daba siempre respuestas sin pies ni cabeza: -Un afuera con un adentro dentro. Tzlll, tzlll, tzlll…

Seguí mi camino a tumbos. Tropecé bambién con el consabido señor Hnw, que había terminado nuevamente de cabeza dentro de la materia en condensación. -¡Arriba, señor Hnw, señor Hnw! ¡Es posible que no consiga estar de pie! -y tuve que ayudarlo de nuevo a salir, esta vez con un empujón de abajo arriba, porque yo también estaba completamente inmerso.

El señor Hnw, tosiendo, soplando y estornudando (hacía un frío nunca visto), desembocó en la superficie justo en el punto donde estaba sentada la abuela Bb'b. La abuela voló por el aire y de pronto gritó:

– ¡Mis nietitos! ¡Han vuelto mis nietitos!

– ¡Pero no, mamá, es el señor Hnw!

No se entendía nada.

– ¿Y mis nietitos?

– ¡Aquí están! -grité-, ¡y aquí está también el almohadón!

Los mellizos debían de haberse fabricado tiempo atrás un escondite secreto en el espesor de la nébula, y ellos eran los que habían ocultado allí el almohadón para jugar. Mientras la materia era fluida ellos suspendidos en el medio podían dar saltos mortales a través del almohadón en forma de rosca, pero ahora estaban aprisionados en una especie de requesón espumoso: el agujero del almohadón estaba cerrado y se sentían comprimidos por todas partes.

– ¡Agarráos al almohadón -traté de hacerles comprender-, que os saco afuera, pavos! -Tiré, tiré, en un momento, antes de que se dieran cuenta, ya estaban haciendo cabriolas en la superficie, ahora cubierta de una costra fina como clara de huevo. El almohadón, en cambio apenas afuera se había disuelto. Vaya uno a saber qué clase de fenómenos ocurrían en aquellos tiempos, y quién se los explicaba a la abuela Bb'b.

Justo entonces, como si no pudieran elegir un momento mejor, los tíos se levantaron lentamente y dijeron: -Bueno, se ha hecho tarde, quién sabe qué andarán haciendo los chicos, estamos un poco inquietos, ha sido un gusto vernos, pero es mejor que nos vayamos.

No se puede decir que se equivocaran; incluso hubiera sido lógico que se alarmaran y se fuesen antes, pero estos tíos, quizá por el lugar a trasmano en que vivían habitualmente, eran gentes un poco cohibidas. Tal vez habían estado en vilo hasta entonces y no se habían atrevido a decirlo.

Mi padre dice: -Si queréis iros yo no os retengo, pero pensad bien si no os conviene esperar a que se aclare un poco la situación, porque por el momento no se sabe con qué peligro puede uno toparse-. En una palabra, frases llenas de buen sentido.

Pero ellos: -No, no, gracias por preocuparte, la charla ha sido agradable pero no os molestamos más -y otras tonterías por el estilo. En fin, no es que nosotros entendiéramos mucho, pero ellos realmente no se daban cuenta de nada.

Estos úos eran tres, para ser exactos: una tía y dos tíos, los tres largos largos y prácticamente idénticos; nunca se entendió bien quién de ellos era marido o hermano de quién, ni tampoco cuál era exactamente su relación de parentesco con nosotros: en aquellos tiempos muchas eran las cosas que se mantenían en la vaguedad.

Comenzaron a irse uno por uno, los tíos, cada cual en una dirección diferente, hacia el cielo negro, de vez en cuando, como para mantener el contacto, decían: -¡O! ¡O! -Y todo lo hacían así: no sabían proceder con un mínimo de método.

Apenas se han ido los tres y sus ¡O! ¡O! ya se oyen desde puntos lejanísimos, cuando deberían estar todavía allí, a pocos pasos. Y se oyen también algunas exclamaciones que no sabíamos qué querían decir: -¡Pero aquí hay el vacío! -¡Pero por aquí no se pasa! -¿Y por qué no vienes aquí? -¿Dónde estás? -¡Salta, hombre! -¡Y qué es lo que salto, vamos! -¡Desde aquí se vuelve atrás! -En fin, no se entendía nada, salvo el hecho de que entre nosotros y aquellos tíos se iban ensanchando enormes distancias.

La tía, que había sido la última en irse, se desgañitaba en un discurso más razonado: -Y yo ahora me quedo sola encima de esta cosa que se ha separado…

Y las voces de los dos tíos, debilitadas ahora por la distancia, que repetían: -Tonta… Tonta… Tonta…

Estábamos escrutando esa oscuridad atravesada de voces, cuando sucedió el cambio: el único gran cambio verdadero al que me ha sido dado asistir, en comparación con el cual el resto no es nada. En resumen: eso que empezó en el horizonte, esa vibración que no se parecía a lo que entonces llamábamos sonidos, ni a las nombradas ahora con el "se toca", ni a otras; una especie de ebullición seguramente lejana y que al mismo tiempo acercaba lo que estaba lejos; en fin, de pronto toda la oscuridad fue oscuridad en contraste con otra cosa que no era oscuridad, es decir, la luz. Apenas se pudo hacer un examen más detenido del estado de cosas, resultó que había: primero, el cielo oscuro como siempre pero que empezaba a no serlo; segundo, la superficie en que nos encontrábamos, toda gibosa y encostrada, de un hielo sucio que daba asco y que iba derritiéndose rápido porque la temperatura subía a toda máquina; y tercero, aquello que después llamaríamos una fuente de luz, es decir, una masa que se iba poniendo incandescente, separada de nosotros por un enorme espacio vacío, y que parecía probar uno por uno todos los colores en vibraciones tornasoladas. Y además, allí en medio del cielo, entre nosotros y la masa incandescente, un par de islotes iluminados y vagos que giraban en el vacío llevando encima a nuestros tíos u otra gente, reducidos a sombras lejanas y que emitían una especie de gañido.

Lo más, entonces, estaba hecho: el corazón de la nébula, al contraerse, había desarrollado calor y luz, y ahora había el Sol. Todo el resto seguía rodando alrededor dividido y agrumado en varios pedazos: Mercurio, Venus, la Tierra, otros más allá, y lo que estaba, estaba. Y además, hacía un calor de reventar.

Nosotros, allí, con la boca abierta, de pie, menos el señor Hnw que aún seguía en cuatro patas, por prudencia. Y mi abuela, riéndose. Ya lo dije: la abuela Bb'b era de la época de la luminosidad difusa, y durante todo aquel tiempo oscuro había seguido hablando como si de un momento a otro las cosas tuvieran que volver a ser iguales que antes. Ahora le parecía que había llegado su momento; por un instante había querido hacerse la indiferente, la persona para la cual todo lo que sucede es perfectamente natural; después, como no le hacíamos caso, había empezado a reírse y a apostrofarnos: -Ignorantes… Más que ignorantes…

Pero no era de buena fe, a menos que la memoria ya no le funcionase tan bien. Mi padre, basándose en lo poco que entendía, le dijo, siempre con cautela:

– Mamá, ya sé en qué está pensando, pero éste parece realmente un fenómeno distinto… -Y señalando el suelo-: ¡Mirad abajo! -exclamó.

Bajamos los ojos. La Tierra que nos sostenía aún era un amasijo gelatinoso, diáfano, que se iba poniendo cada vez más sólido y opaco, empezando por el centro, donde iba espesándose una especie de yema de huevo; pero nuestras miradas conseguían todavía atravesarla de lado a lado, iluminada por aquel Sol primero. Y en medio de esa especie de burbuja transparente veíamos una sombra que se movía como nadando y volando. Y nuestra madre dijo:

– ¡Hija mía!

Todos reconocimos a G'd (w)n: espantada quizá por el incendio del Sol, en un arrebato de su alma esquiva se había precipitado dentro de la materia de la Tierra en condensación, y ahora trataba de abrirse paso en la profundidad del planeta, y parecía una mariposa de oro y de plata cada vez que pasaba por una zona todavía ilununada y diáfana, o bien desaparecía en la esfera de sombra que se dilataba y dilataba. -¡G d (w)n! JG'd (w)n! -gritábamos, y nos echábamos al suelo tratando de abrirnos camino también nosotros, para alcanzarla. Pero la superficie terrestre se iba cuajando en una corteza porosa, y mi hermano Rwzfs, que había conseguido hundir la cabeza en una grieta, por poco queda destrozado.

Después no se la vio más: la zona sólida ocupaba ahora toda la parte central del planeta. Mi hermana había quedado del otro lado y no supe nada más de ella, si había permanecido sepulta en la profundidad o se había puesto a salvo del otro lado, hasta que la encontré mucho después, en Canberra, en 1912, casada con un tal Sullivan, jubilado de ferrocarriles, tan cambiada que casi no la reconocí.

Nos incorporamos. El señor Hnw y la abuela estaban adelante, llorando, envueltos en llamas azules y oro.

– ¡Rwzfs! ¿Por qué has prendido fuego a la abuela? -había empezado ya a gritar nuestro padre, pero al volverse hacia mi hermano vio que también él estaba envuelto en llamas. Y además, mi padre, y mi madre, y yo, todos nos quemábamos en el fuego. Es decir, no nos quemábamos, estábamos inmersos en él como en un bosque deslumbrante, las llamas se alzaban en toda la superficie del planeta, era un aire de fuego en el cual podíamos correr y cernirnos y volar, tanto que nos dio como una nueva alegría.

Las radiaciones del Sol iban quemando la envoltura de los planetas, hecha de helio y de hidrógeno; en el cielo, donde estaban nuestros tíos, giraban globos inflamados que arrastraban largas barbas de oro y turquesa, como el cometa su propia cola.

Volvió la oscuridad. Creíamos ahora que todo lo que podía suceder había sucedido, y: -Ahora sí que es el fin -dijo la abuela-, haced caso a los viejos-. En cambio la Tierra apenas había dado una de sus vueltas habituales. Era la noche. Todo acababa de empezar.

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