La espiral

Para la mayoría de los moluscos, la forma orgánica no tiene mucha importancia en la vida de los miembros de una especie, dado que no pueden verse uno al otro o tienen sólo una vaga percepción de los demás individuos y del ambiente. Ello no excluye que estriados de colores vivos y formas que encuentra bellísimas nuestra mirada (como en muchas conchillas de gasterópodos) existan independientemente de toda relación con la visibilidad.

I

¿Como yo, cuando estaba pegado a aquel escollo, quieren decir preguntó Qfwfq-, con las olas que subían y bajaban, y yo quieto, chato chato, chupando lo que había para chupar y pensar en eso todo el tiempo? Si quieren saber de entonces, poco puedo decirles. Forma no tenía, es decir, no sabía que la tuviera, o sea no sabía que se pudiera tener. Crecía un poco por todas partes, como a mano viene; si a esto le llaman simetría radiada, quiere decir que tenía simetría radiada, pero en realidad nunca me fijé. ¿Por qué hubiera debido crecer más de un lado que de otro? No tenía ni ojos ni cabeza ni ninguna parte del cuerpo que fuera diferente de cualquier otra parte; ahora quieren convencerme de que de los dos agujeros que poseía uno era la boca y el otro el ano, y que por lo tanto ya entonces tenía simetría bilateral ni más ni menos que los trilobites y todos ustedes, pero en el recuerdo yo esos agujeros no los distingo para nada, hacía pasar las cosas por donde me daba la gana, adentro y afuera era lo mismo, las diferencias y los ascos vinieron mucho tiempo después. Cada tanto me daban antojos, eso sí; por ejemplo, de rascarme la axila, o de cruzar las piernas, una vez incluso de dejarme crecer los bigotes en cepillo. Uso estas palabras aquí con ustedes, para explicarme: en ese entonces tantos detalles no podía preverlos: tenía células, poco más o menos iguales entre sí, y que hacían siempre el mismo trabajo, tira y afloja. Pero como no tenía forma, sentía dentro de mí todas las formas posibles y todos los gestos y las posibilidades de hacer ruidos, incluso inconvenientes. En una palabra, no había límites para mis pensamientos, que además no eran pensamientos porque no tenía un cerebro en que pensarlos, y cada célula pensaba por su cuenta todo lo pensable de una vez, no a través de imágenes, que no teníamos a nuestra disposición de ninguna clase, sino sencillamente de esa manera indeterminada de sentirse allí que no excluía ninguna manera de sentirse allí de otra manera.

Era una condición rica y libre y satisfecha la mía de entonces, todo lo contrario de lo que ustedes pueden pensar. Era soltero (el sistema de reproducción de entonces no exigía acoplamientos, ni siquiera provisionales), sano, sin demasiadas pretensiones. Cuando uno es joven tiene por delante la evolución entera con todos los caminos abiertos, y al mismo tiempo puede disfrutar del hecho de estar ahí en el escollo, pulpa de molusco chata y húmeda y feliz. Si se compara con las limitaciones aparecidas después, si se piensa en las otras formas que obliga a excluir el tener una forma, en la rutina sin imprevistos en la cual en cierto momento uno termina por sentirse encajonado, bueno, puedo decir que la de entonces era una buena vida.

Indudablemente vivía un poco concentrado en mí mismo, eso es verdad, no se puede comparar con la vida de relación que se hace hoy; y admito también que he sido -un poco por la edad, un poco por influencia del ambiente- lo que se dice ligeramente narcisista; en una palabra, estaba allí observándome todo el tiempo, veía en mí todos los méritos y todos los defectos, y me complacía tanto en unos como en otros; términos de comparación no había, téngase en cuenta esto también.

Pero no era tan atrasado como para no saber que además de mí existían otras cosas: el escollo al que estaba adherido, desde luego, y también el agua que me llegaba con cada ola, pero también otras cosas más allá, es decir, el mundo. El agua era un medio de información atendible y preciso: me traía sustancias comestibles que yo absorbía a través de toda mi superficie, y otras incomibles pero por las cuales me hacía una idea de lo que había alrededor. El sistema era éste: llegaba una ola, y yo, que estaba pegado al escollo, me levantaba un poquitito, pero algo imperceptible, me bastaba aflojar un poco la presión y, slaff, el agua me pasaba por debajo llena de sustancias y sensaciones y estímulos. Estos estímulos nunca sabías qué giro tomaban, a veces unas cosquillas de reventar de risa, otras veces un estremecimiento, un ardor, una picazón, de manera que era una continua alternariva de diversión y de emociones. Pero no crean que estaba allí pasivo, aceptando con la boca abierta todo lo que venía: desde hacía un tiempo me había formado mi experiencia y era rápido para analizar qué clase de cosa me estaba sucediendo y decidir cómo debía comportarme, para aprovechar del mejor modo o para evitar las consecuencias más desagradables. Todo estaba en el juego de contracciones con cada una de las células que tenía, o en relajarme en el momento justo; y podía hacer mi selección, rechazar, atraer e incluso escupir.

Así supe que había los otros, el elemento que me circundaba estaba repleto de huellas de ellos, otros hostilmente distintos de mí o si no desagradablemente semejantes. No, ahora les estoy dando de mí la idea de un carácter arisco, y no es cierto; desde luego, cada uno continuaba ocupándose de sus cosas, pero la presencia de los otros me tranquilizaba, describía en torno a mí un espacio habitado, me liberaba de la sospecha de constituir una excepción alarmante, por el hecho de que sólo a mí me tocara existir, como un exilio.

Y estaban las otras. El agua transmitía una vibración especial, como un frin-frin-frin, recuerdo cuando me di cuenta por primera vez, es decir, no la primera, recuerdo cuando me di cuenta de que me daba cuenta de algo que siempre había sabido. Al descubrir su existencia, me asaltó una gran curiosidad, no tanto de verlas, ni de hacerme ver por ellas -puesto que, primero, no teníamos vista, y segundo, los sexos todavía no estaban diferenciados, cada individuo era idéntico a cualquier otro individuo y mirar a otro o a otra me hubiera dado tanto gusto como mirarme a mí mismo-, sino una curiosidad de saber si entre yo y ellas sucedería algo. Una comezón, me dio, no por hacer algo especial, que no hubiera sido el caso sabiendo que no había realmente nada especial que hacer, y de no especial tampoco, sino en cierto modo de responder a aquella vibración con una vibración correspondiente, o mejor dicho: una vibración mía personal, porque ahí sí que resultaba una cosa que no era exactamente igual a otra, es decir, hoy ustedes pueden hablar de las hormonas pero para mí era realmente muy hermoso.

En resumen, hete aquí que una de ellas, sflif, sflif, sflif, ponía sus huevos, y yo, sfluff, sfluff, sfluff, los fecundaba: todo allí dentro del mar, mezclado, en el agua tibia bajo el sol, no les he dicho que el sol yo lo sentía, entibiaba el mar y calentaba la roca.

Una de ellas, dije. Porque, entre todos aquellos mensajes femeninos que el mar me echaba encima al principio como una sopa indiferenciada en la cual para mí todo era bueno y yo chapuzaba en ella sin fijarme en cómo era ésta y aquélla, en cierto momento había comprendido qué era lo que correspondía mejor a mis gustos, gustos que claro está no conocía antes de aquel momento. En una palabra, me había enamorado. Vale decir: había empezado a reconocer, a aislar, de las otras, los signos de una de aquéllas, incluso esperaba esos signos que había empezado a reconocer, los buscaba, incluso respondía a estos signos que esperaba con otros signos que hacía yo, incluso era yo el que provocaba esos signos de ella a los cuales yo respondía con otros signos míos, vale decir, yo estaba enamorado de ella y ella de mí, ¿qué más se podía pedir a la vida?

Ahora las costumbres han cambiado, y a ustedes les parece inconcebible que uno pudiera enamorarse así de cualquiera, sin haberla frecuentado. Y sin embargo, a través de lo suyo inconfundible que quedaba disuelto en el agua marina y que las olas ponían a mi disposición, recibía una cantidad de informaciones sobre ella que no pueden imaginarse, no las informaciones superficiales y genéricas que se tienen ahora cuando se ve y se huele y se toca y se oye la voz, sino informaciones de lo esencial, sobre las cuales podía luego trabajar largamente la imaginación. Podía pensarla con una precisión minuciosa, y no tanto pensar cómo era, que hubiera sido un modo trivial y grosero de pensarla, sino pensar en ella como si del ser sin forma que era se hubiese transformado, de haber adoptado una de las infinitas formas posibles, pero siendo siempre ella. O sea, no es que me imaginara las formas que ella podría adoptar, sino que me imaginaba la particular cualidad que ella, al adoptarla, daría a aquella forma.

La conocía bien, en una palabra. Y no estaba seguro de ella. Me asaltaban cada tanto sospechas, ansiedades, inquietudes. No dejaba traslucir nada, ustedes conocen mi carácter, pero bajo aquella máscara de impasibilidad pasaban suposiciones que ni siquiera hoy me atrevo a confesar. Más de una vez sospeché que me traicionaba, que dirigía mensajes no sólo a mí sino también a otros, más de una vez creí haber interceptado uno, o haber descubierto en uno dirigido a mí acentos insinceros. Era celoso, ahora puedo decirlo, celoso no tanto por desconfianza de ella, sino por inseguridad de mí mismo: ¿quién me garantizaba que ella hubiera entendido bien quién era yo? Esta relación que se cumplía entre nosotros dos por intermedio del agua marina -una relación plena, completa, ¿qué más podía pretender?- era para mí absolutamente personal, entre dos individualidades únicas y distintas, ¿pero para ella? ¿Quién me garantizaba que lo que ella podía encontrar en mí no lo encontrara también en otro, o en otros dos o tres o diez o cien como yo? ¿Quién me aseguraba que el abandono con que ella participaba de la relación conmigo no fuese un abandono indiscriminado, a la bartola, una juerga -cada uno a su turno- colectiva?

Que estas sospechas no correspondían a la realidad, me lo confirmaba la vibración sumisa, privada, por momentos todavía temblorosa de pudor que tenían nuestras relaciones; ¿pero si justamente por timidez e inexperiencia ella no prestara suficiente atención a mis características y aprovecharan otros para entremeterse? ¿Y si ella, novata, creyese que siempre yo, no distinguiera a uno de otro, y así nuestros juegos más íntimos se extendieran a un círculo de desconocidos…?

Fue entonces cuando me puse a segregar material calcáreo. Quería hacer algo que señalara mi presencia de manera inequívoca, que defendiera esa presencia mía individual de la labilidad indiferenciada de todo el resto. Ahora es inútil que trate de explicar acumulando palabras la novedad de esta intención mía, la primera palabra que he dicho basta y sobra: hacer, quería hacer, y considerando que nunca había hecho nada ni pensado que se pudiera hacer nada, éste era ya un gran acontecimiento. Así empecé a hacer la primera cosa que se me ocurrió, y era una conchilla. Del margen de aquel manto carnoso que tenía sobre mi cuerpo, mediante ciertas glándulas empecé a sacar secreciones que adoptaban una curvatura todo alrededor, hasta cubrirme de un escudo duro y abigarrado, áspero por fuera y liso y brillante por dentro. Naturalmente, yo no tenía manera de controlar qué forma adquiría lo que iba haciendo: estaba allí siempre acurrucado sobre mí mismo, callado y lento, y segregaba. Continué aún después de que la concha me hubiera recubierto todo el cuerpo, y así empecé otra vuelta; en una palabra, me salía una concha de esas todas atornilladas en espiral, que ustedes cuando las ven creen que son tan difíciles de hacer y en cambio basta insistir y sacar poquito a poco el mismo material sin interrupción, y crecen así una vuelta tras otra.

Desde el momento en que la hubo, esta concha fue también un lugar necesario e indispensable para estar adentro, una defensa para mi supervivencia que ay de mí si no la hubiera hecho, pero mientras la hacía no se me ocurría hacerla porque me sirviera, sino al contrario, como a uno se le ocurre lanzar una exclamación que muy bien podría no lanzar y sin embargo la lanza, como quien dice "¡bah!" o "¡eh!", así hacía yo la concha, es decir, sólo para expresarme. Y en este expresarme ponía todos los pensamientos que me inspiraba aquélla, el desahogo de la rabia que me daba, el modo amoroso de pensarla, la voluntad de ser para ella, de ser yo el que era yo, y para ella que era ella, y el amor por mí mismo que ponía en el amor por ella, todas las cosas que se podían decir solamente en aquel caparazón de concha enroscada en espiral.

A intervalos regulares la materia calcárea que segregaba me salía coloreada, así se formaban muchas hermosas rayas que seguían derechas a través de las espirales, y esta concha era algo distinto de mí pero también la parte más verdadera de mí, la explicación de quién era yo, mi retrato traducido a un sistema rítmico de volúmenes y rayas y colores y materia dura, y era también el retrato de ella traducido a aquel sistema, pero también el verdadero idéntico retrato de ella tal como era, porque al mismo tiempo ella estaba fabricándose una concha idéntica a la mía y yo sin saberlo estaba copiando lo que hacía ella y ella sin saberlo copiaba lo que hacía yo, y todos los demás estaban copiando a todos los demás y construyéndose conchas todas iguales, de tal modo que hubiéramos seguido en el mismo punto de antes si no fuera por el hecho de que es fácil decir que esas conchas son iguales, y si las miras descubres tantas pequeñas diferencias que podrían en seguida volverse grandísimas.

Puedo decir, pues, que mi concha se hacía por sí sola, sin que yo pusiese particular atención en que me saliera bien de una manera más que de otra, pero esto no quiere decir que entretanto yo estuviera distraído, con la cabeza vacía; me aplicaba, en cambio, a aquel acto de segregar, sin distraerme un segundo, sin pensar jamás en otra cosa, es decir: pensando siempre en otra cosa, puesto que la concha no sabía pensarla, como por lo demás no sabía pensar en ninguna otra cosa, sino acompañando el esfuerzo de hacer la concha con el esfuerzo de pensar en hacer algo, o sea cualquier cosa, o sea todas las cosas que después se podrían hacer. De modo que no era siquiera un trabajo monótono, porque el esfuerzo de pensamiento que lo acompañaba se ramificaba en innumerables tipos de pensamientos que se ramificaban cada uno en innumerables tipos de acciones que podían servir para hacer cada uno innumerables cosas, y el hacer cada una de estas cosas estaba implícito en el hacer crecer la concha, vuelta tras vuelta…

II

(Hasta que ahora, pasados quinientos millones de años, miro a mi alrededor y veo sobre el escollo el terraplén del ferrocarril y el tren que pasa por encima con una comitiva de muchachas holandesas asomadas a la ventanilla y en el último compartimiento un viajero solo que lee Heródoto en una edición bilingüe, y desaparece en la galería sobre la cual corre el camino para camiones con el gran cartel "Visite la Rau" que representa las pirámides, y un triciclo de heladero trata de pasar a un camión cargado de ejemplares del fascículo "Rh-Stijl" de una enciclopedia en fascículos pero después frena y vuelve a la cola porque la visibilidad está obstruida por una nube de abejas que cruza la carretera procedente de una fila de colmenas situada en un campo del que seguramente una abeja reina se va llevándose detrás todo un enjambre en sentido contrario al humo del tren que vuelve a aparecer en la extremidad del túnel, de modo que no se ve nada debido a ese estrato nebuloso de abejas y humo de carbón como no sea unos metros más arriba un campesino que rompe la tierra a golpes de zapa y sin darse cuenta saca a la luz y vuelve a enterrar un fragmento de zapa neolítica semejante a la suya, en un huerto que circunda un observatorio astronómico con los telescopios apuntando al cielo y en cuyo umbral la hija del guardián está sentada leyendo los horóscopos en un semanario que tiene en la cubierta la cara de la protagonista del film Cleopatra, veo todo esto y no me siento nada maravillado porque hacer la concha implicaba también hacer la miel en el panal de cera y el carbón y los telescopios y el reino de Cleopatra y los films sobre Cleopatra y las pirámides y el diseño del zodíaco de los astrólogos caldeos y las guerras y los imperios de que habla Heródoto y las palabras escritas por Heródoto y las obras escritas en todas las lenguas incluso las de Spinoza en holandés y el resumen en catorce líneas de la vida y las obras de Spinoza en el fascículo "Rh-Stijl" de la enciclopedia en el camión que el triciclo del heladero pasó, y así al hacer la concha me parece que he hecho también el resto.

Miro a mi alrededor ¿y a quién busco? Siempre a ella, la busco enamorado desde hace quinientos millones de años y veo en la playa a una bañista holandesa a la que un bañero con cadenita de oro muestra para asustarla el enjambre de abejas en el cielo, y la reconozco, es ella, la reconozco por el modo inconfundible de alzar el hombro basta tocarse casi una mejilla, estoy casi seguro, hasta diría absolutamente seguro si no fuera por cierta semejanza que encuentro también en la hija del guardián del observatorio astronómico, y en la fotografía de la actriz caracterizada de Cleopatra tal como era realmente, por aquello de la verdadera Cleopatra que según dicen continúa en cada representación de Cleopatra, o en la reina de las abejas que vuela a la cabeza del enjambre por el impulso inflexible con que avanza, o era la mujer de papel recortado y pegado en el parabrisas de plástico del triciclo de los helados, con un traje de baño igual al de la bañista en la playa que ahora escucha por una radio de transistores una voz de mujer que canta, la misma voz que escucha por su radio el camionero de la enciclopedia, y también la misma que ahora estoy seguro de haber escuchado durante quinientos millones de años, es segurarnente la que escucho cantar y de la que busco una imagen y no veo más que gaviotas planeando sobre la superficie del mar donde aflora el centelleo de un cardumen de anchoas y por un momento estoy convencido de reconocerla en una gaviota y un momento después dudo de que en cambio sea una anchoa, pero podría ser igualmente una reina cualquiera o una esclava nombrada por Heródoto o solamente aludida en las páginas del volumen que ha puesto para señalar su asiento el lector que ha salido al pasillo del tren para trabar conversación con las turistas holandesas, o cualquiera de las turistas holandesas, de cada una de ellas puedo decirme enamorado y al mismo tiempo estoy seguro de estar siempre enamorado solamente de ella.

Y cuanto más enloquezco de amor por cada una de ellas, menos me decido a decirles: "¡Soy yo!" temiendo equivocarme y más aún temiendo que sea ella la que se equivoque, me tome por algún otro, por alguno que a juzgar por lo que ella sabe de mí podría también ser intercambiado conmigo, por ejemplo, el bañero de la cadenita de oro, o el director del observatorio astronómico, o una gaviota macho, o una anchoa macho, o el lector de Heródoto, o Heródoto en persona, o el heladero ciclista que ahora ha bajado a la playa por un caminito polvoriento en medio de los higos chumbos y está rodeado por las turistas holandesas en traje de baño, o Spinoza, o el camionero que lleva en su carga la vida y las obras de Spinoza resumidas y repetidas dos mil veces, o uno de los zánganos que agonizan en el fondo de la colmena después de haber cumplido su acto de continuación de la especie.)

III

…Esto no quita que la concha fuera sobre todo concha, con su forma particular que no podía ser diferente porque era exactamente la forma que yo le había dado, es decir, la única que yo sabía y quería darle. Al tener la concha una forma, también la forma del mundo había cambiado, en el sentido de que ahora comprendía la forma del mundo tal como era sin la concha más la forma de la concha.

Y esto tenía grandes consecuencias: porque las vibraciones ondulatorias de la luz, al golpear los cuerpos, les extraen particulares efectos, el color sobre todo, es decir, aquella materia que usaba para hacer las rayas y que vibraba de otra manera que el resto, pero también el hecho de que un volumen traba una relación especial de volúmenes con los otros volúmenes, todos fenómenos de los cuales yo no podía darme cuenta y que sin embargo existían.

La concha también estaba en condiciones de producir imágenes visuales de conchas, que son cosas muy similares -a juzgar por lo que se sabe- a la concha misma, sólo que mientras la concha está aquí ellas se forman en otra parte, posiblemente en una retina. Una imagen presuponía, pues, una retina, la cual a su vez presupone un sistema complicado que remata en un encéfalo. Es decir, yo al producir la concha producía también la imagen -y no una, sino muchísimas, porque con una concha sola se pueden hacer todas las imágenes de concha que se quiera-, pero sólo imágenes potenciales porque para formar una imagen se precisa todo lo necesario, como decía antes: un encéfalo con sus respectivos ganglios ópticos, y un nervio óptico que lleve las vibraciones de afuera hasta adentro, cuyo nervio óptico en la otra punta termina en algo hecho a propósito para ver lo que hay afuera, que sería el ojo. Ahora es ridículo pensar que teniendo el encéfalo uno mande un nervio como si fuera un sedal lanzado a la oscuridad y mientras no le despuntan los ojos no pueda saber si afuera hay algo que ver o no. Yo de este material no tenía nada; por lo tanto, era el menos autorizado para hablar de él; pero me había hecho una idea personal, esto es, que lo importante era constituir imágenes visuales y después los ojos vendrían como consecuencia. Por lo tanto, me concentraba para hacer de manera que lo que de mí estaba afuera (y también lo que de mí en el interior condicionaba lo exterior) pudiera dar lugar a una imagen, es más, a la que posteriormente se hubiera considerado una bella imagen (comparándola con otras imágenes definidas menos bellas, feúchas, o feas de dar miedo).

Un cuerpo que consigue emitir o reflejar vibraciones luminosas en un orden distinto y reconocible -pensaba yo-, ¿qué hace con esas vibraciones? ¿Se las mete en el bolsillo? No, las descarga en el primero que pasa cerca. ¿Y cómo se comportará éste frente a vibraciones que no puede utilizar y que tomadas así quizás fastidian un poco? ¿Esconderá la cabeza en un agujero? No, las proyectará en aquella dirección hasta que el punto más expuesto a las vibraciones ópticas se sensibilice y desarrolle el dispositivo para disfrutar de ellas en forma de imágenes. En una palabra, el enlace ojo-encéfalo yo lo pensaba como un túnel excavado desde afuera, por la fuerza de lo que estaba listo para convertirse en imagen, más que desde adentro, o sea desde la intención de captar una imagen cualquiera.

Y no me equivocaba: todavía hoy estoy seguro de que el esquema -en sus grandes líneas- era justo. Pero mi error estaba en pensar que la vista nos vendría a nosotros, es decir, a ella y a mí. Elaboraba una imagen de mí armoniosa y coloreada para poder entrar en la receptividad visual de ella, ocupar su centro, establecerme allí, para que ella pudiera disfrutar de mí continuamente, con el sueño y con el recuerdo y con la idea, además de con la vista. Y yo sentía que al mismo tiempo ella irradiaba una imagen de sí misma tan perfecta que se impondría a mis sentidos brumosos y lentos, desarrollando en mí un campo visual interno donde definitivamente fulguraría.

Así nuestros esfuerzos nos llevaban a convertirnos en esos perfectos objetos de un sentido que no se sabía bien aún qué era y que después llegó a ser perfecto justamente en función de la perfección de su objeto que éramos justamente nosotros. Digo la vista, digo los ojos; una sola cosa no había previsto: los ojos que finalmente se abrieron para vernos eran, no nuestros, sino de otros.

Seres informes, incoloros, sacos de vísceras puestas como cayeran, poblaban el ambiente que nos rodeaba, sin tener la más mínima idea de lo que harían de sí mismos, de cómo expresarse y representarse en una forma estable y acabada y tal que enriqueciera las posibilidades visuales del que la viese. Van, vienen, se hunden un poco, emergen un poco en aquel espacio entre aire y agua y escollo, giran distraídos, dan vuelta; y, entretanto, nosotros yo y ella y todos los que nos empeñábamos en expresar una forma de nosotros mismos, estamos allí atareados en nuestra oscura faena. Por mérito nuestro, aquel espacio mal diferenciado se convierte en un campo visual, ¿y quién aprovecha? Los intrusos, los que nunca habían pensado en la posibilidad de la vista (porque, como eran feos, nada hubieran ganado viéndose entre ellos), los que habían sido más sordos a la vocación de la forma. Mientras nosotros agobiados cargábamos con el trabajo pesado, es decir, hacer que hubiera algo que ver, ellos bien calladitos se quedaban con la parte más cómoda: adaptar sus perezosos, embrionarios órganos receptivos a lo que había que recibir, es decir, nuestras imágenes. Y no me vengan con que fue una brega laboriosa también la de ellos: de aquella papilla mucilaginosa que les llenaba la cabeza podía salir todo, y no hace falta mucho para sacar un dispositivo fotosensible. Pero para perfeccionarlo, ¡te quiero ver! ¿Cómo hacer si no tienes objetos visibles que ver, y vistosos, y que se impongan a la vista? En una palabra se hicieron los ojos a costa nuestra.

Así, la vista, nuestra vista, que oscuramente esperábamos, fue la vista que los otros tuvieron de nosotros. De cualquier manera, la gran revolución se había producido: de pronto en torno a nosotros se abrieron ojos y córneas, iris y pupilas: ojos túmidos y descoloridos de pulpos y sepias, ojos atónitos y gelatinosos de dorados y salmonetes, ojos protuberantes y pedunculados de camarones y langostas, ojos salientes y facetados de moscas y de hormigas. Una foca avanza negra y brillante guiñando sus ojos pequeños como cabezas de alfiler. Un caracol proyecta las bolas de los ojos en la punta de largas antenas. Los ojos inexpresivos de una gaviota escrutan la superficie del agua. Del otro lado de una máscara de vidrio los ojos fruncidos de un pescador submarino exploran el fondo. Detrás de un largavista los ojos de un capitán de altura y detrás de gafas negras negras los ojos de una bañista convergen sus miradas en mi concha, después las cruzan entre sí, olvidándome. Enmarcados por lentes de présbita siento sobre mí los ojos présbitas de un zoólogo que trata de encuadrarme en el ojo de una Rolleiflex. En ese momento un cardumen de menudísimas anchoas recién nacidas pasa delante de mí, tan pequeñas que en cada pececito blanco parece que sólo hubiera lugar para el puntito negro del ojo, y es un polvillo de ojos que atraviesa el mar.

Todos esos ojos eran los míos. Los había hecho posibles yo; yo había tenido la parte activa; yo les proporcionaba la materia prima, la imagen. Con los ojos había venido todo lo demás; por lo tanto, todo lo que los otros, teniendo los ojos habían llegado a ser, en todas sus formas y funciones, y la cantidad de cosas que teniendo los ojos habían logrado hacer en todas sus formas y funciones, salía de lo que había hecho yo. No por nada estaban implícitas en mi estar allí, en mi tener relaciones con los otros y con las otras, etcétera, en mi ponerme a hacer la concha, etcétera. En una palabra, había previsto realmente todo.

Y en el fondo de cada uno de esos ojos habitaba yo, es decir, habitaba otro yo, una de las imágenes de mí mismo, y se encontraba con la imagen de ella, la más fiel imagen de ella, en el ultramundo que se abre atravesando la esfera semilíquida del iris, la oscuridad de las pupilas, el palacio de espejos de la retina, en nuestro verdadero elemento que se extiende sin orillas ni confines.


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