Situado en la zona exterior de la Vía Láctea, el Sol tarda casi 200 millones de años en cumplir una revolución completa de la Galaxia.
Exacto, es el tiempo que se tarda, nada menos -dijo Qfwfq-, yo una vez al pasar hice un signo en un punto del espacio, a propósito, para poder encontrarlo doscientos millones de años después, cuando pasáramos por allí en la próxima vuelta. ¿Un signo cómo? Es difícil decirlo, porque si uno dice signo, ustedes piensan en seguida en algo que se distingue de algo, y allí no había nada que se distinguiese de nada; ustedes piensan en seguida en un signo marcado con cualquier instrumento o con las manos, instrumento o manos que después se quitan y en cambio el signo queda, pero en aquel tiempo no había instrumentos todavía, ni siquiera manos, ni dientes, ni narices, cosas todas que hubo luego, pero mucho tiempo después. Qué forma dar al signo, ustedes dicen que no es un problema, cualquiera que sea su forma, un signo basta que sirva de signo, es decir que sea distinto o igual a otros signos; también esto es fácil decirlo, pero yo en aquella época no tenía ejemplos a que remitirme para decir lo hago igual o diferente; cosas para copiar no había, y ni siquiera se sabía qué era una línea, recta o curva, o un punto, o una saliencia, o una entrada. Tenía intención de hacer un signo, eso sí, es decir, tenía intención de considerar signo cualquier cosa que me diera por hacer; así, habiendo hecho yo, en aquel punto del espacio y no en otro, algo con propósito de hacer un signo, resultó que había hecho un signo de veras.
En fin, por ser el primer signo que se hacía en el universo, o por lo menos en el circuito de la Vía Láctea, debo decir que salió muy bien. ¿Visible? Sí, muy bien, ¿y quién tenía ojos para ver, en aquellos tiempos? Nada había sido jamás visto por nada, ni siquiera se planteaba la cuestión. Que fuera reconocible con riesgo de equivocarse, eso sí, debido a que todos los otros puntos del espacio eran iguales e indistinguibles, y en cambio éste tenía el signo.
Así, prosiguiendo los planetas su giro y el Sistema Solar el suyo, pronto dejé el signo a mis espaldas, separados por campos interminables de espacio. Y yo no podía dejar de pensar cuándo volvería a encontrarlo, y cómo lo reconocería, y el placer que me daría, en aquella extensión anónima, después de cien mil años-luz recorridos sin tropezar con nada que me fuese familiar, nada por cientos de siglos, por miles de milenios, volver y que allí estuviera, en su lugar, tal como lo había dejado, mondo y lirondo, pero con aquel sello -digamos- inconfundible que yo le había dado.
Lentamente la Vía Láctea se volvía sobre sí misma con sus flecos de constelaciones y de planetas y de nubes, y el Sol, junto con el resto, hacia el borde. En todo aquel carrusel sólo el signo estaba quieto, en un punto cualquiera, al reparo de cualquier órbita (para hacerlo me había asomado un poco a los márgenes de la Galaxia, de manera que quedase fuera y el girar de todos aquellos mundos no se le fuese encima), en un punto cualquiera que ya no era cualquiera desde el momento que era el único punto que seguramente estaba allí, y en relación con el cual podían definirse los otros puntos.
Pensaba en él día y noche; es más, no podía pensar en otra cosa; es decir, era la primera ocasión que tenía de pensar en algo; o mejor, pensar en algo nunca había sido posible, primero porque faltaban cosas en qué pensar, y segundo porque faltaban los signos para pensarlas, pero desde el momento que había aquel signo, aparecía la posibilidad de que el que pensase, pensara en un signo, y por lo tanto en aquél, en el sentido de que el signo era la cosa que se podía pensar y el signo de la cosa pensada, o sea de sí mismo.
Por lo tanto la situación era ésta: el signo servía para señalar un punto, pero al mismo tiempo señalaba que allí había un signo, cosa todavía más importante porque puntos había muchos mientras que signos sólo había aquél, y al mismo tiempo el signo era mi signo, el signo de mí, porque era el único signo que yo jamás hubiera hecho y yo era el único que jamás hubiera hecho signos. Era como un nombre, el nombre de aquel punto, y también mi nombre que yo había signado en aquel mundo, en fin, el único nombre disponible para todo lo que reclamaba un nombre.
Transportado por los flancos de la Galaxia nuestro mundo navegaba más allá de espacios lejanísimos, y el signo estaba donde lo había dejado signando aquel punto, y al mismo tiempo me signaba, me lo llevaba conmigo, me habitaba enteramente, se entrometía entre yo y toda cosa con la que podía intentar una relación. Mientras esperaba volver a encontrarlo, podía tratar de derivar de él otros signos y combinaciones de signos, series de signos iguales y contraposiciones de signos diversos. Pero habían pasado ya decenas y decenas de millares de milenios desde el momento en que lo trazara (más todavía: desde los pocos segundos en que lo lanzaraa al continuo movimiento de la Vía Láctea) y justo ahora que necesitaba tenerlo presente en todos sus detalles (la mínima incertidumbre acerca de cómo era, volvía inciertas las posibles distinciones respecto a otros signos eventuales), me di cuenta de que, a pesar de tenerlo presente en su perfil sumario, en su apariencia general, algo se me escapaba, en fin, si trataba de descomponerlo en sus varios elementos no recordaba si entre uno y otro había esto o aquello. Hubiera debido tenerlo allí delante, estudiarlo, consultarlo, y en cambio estaba lejos, todavía no sabía cuánto porque lo había hecho justamente para saber el tiempo que tardaría en encontrarlo, y mientras no lo hubiese encontrado no lo sabría. Pero entonces lo que me importaba no era el motivo por el que lo había hecho, sino cómo era, y me puse a elaborar hipótesis sobre ese cómo y teorías según las cuales un signo determinado debía ser necesariamente de una manera determinada, o procediendo por exclusión trataba de eliminar todos los tipos de signos menos probables para llegar al justo, pero todos esos signos imaginarios se desvanecían con una labilidad incontenible porque no había aquel primer signo que sirviera de término de comparación. En este cavilar (mientras la Galaxia seguía dando vueltas insomne en su lecho de mullido vacío, como movida por el prurito de todos los mundos y los átomos que se encendían e irradiaban) comprendí que había perdido también aquella confusa noción de mi signo, y sólo conseguía concebir fragmentos de signos intercambiables entre sí, esto es, signos internos del signo, y cada cambio de esos signos en el interior del signo cambiaba el signo en un signo completamente distinto, es decir, había olvidado del todo cómo era mi signo y no había manera de hacérmelo recordar.
¿Me desesperé? No, el olvido era fastidioso pero no irremediable. Dondequiera que fuese, sabía que el signo estaba esperándome, quieto y callado. Llegaría, lo encontraría y podría reanudar el hilo de mis razonamientos. A ojo de buen cubero, habríamos llegado ya a la mitad del recorrido de nuestra revolución galáctica; era cosa de paciencia, la segunda mitad da siempre la impresión de pasar más rápido. Ahora no debía pensar sino en que el signo estaba y en que yo volvería a pasar por allí.
Pasaron los días, ahora debía de estar cerca. Temblaba de impaciencia porque podía toparme con el signo en cualquier momento. Estaba aquí, no, un poco más allá, ahora cuento hasta cien… ¿Y si no estuviera más? ¿Si lo hubiera pasado? Nada. Mi signo quién sabe dónde había quedado, atrás, completamente a trasmano de la órbita de revolución de nuestro sistema. No había contado con las oscilaciones a las que, sobre todo en aquellos tiempos, estaban sujetas las fuerzas de gravedad de los cuerpos celestes y que les hacían dibujar órbitas irregulares y quebradas como flores de dalia. Durante un centenar de milenios me quemé las pestañas rehaciendo mis cálculos; resultó que nuestro recorrido tocaba aquel punto no cada año galáctico sino solamente cada tres, es decir, cada seiscientos millones de años solares. El que ha esperado doscientos millones de años puede esperar seiscientos; y yo esperé; el camino era largo, pero no tenía que hacerlo a pie; en ancas de la Galaxia recorría los años-luz caracoleando en las órbitas planetarias y estelares como en la grupa de un caballo cuyos cascos salpicaban centellas; mi estado de exaltación era cada vez mayor; me parecía que avanzaba a la conquista de aquello que era lo único que contaba para mí, signo y reino y nombre…
Di la segunda vuelta, la tercera. Había llegado. Lancé un grito. En un punto que debía ser justo aquel punto, en el lugar de mi signo había un borrón informe, una raspadura del espacio mellada y machucada. Había perdido todo: el signo, el punto, eso que hacía que yo -siendo el de aquel signo en aquel punto- fuera yo. El espacio, sin signo, se había convertido en un abismo de vacío sin principio ni fin, nauseante, en el cual todo -incluso yo- se perdía. (Y no vengan a decirme que para señalar un punto, mi signo o la tachadura de mi signo daban exactamente lo mismo: la tachadura era la negación del signo, y por lo tanto no señalaba, es decir, no servía para destinguir un punto de los puntos precedentes y siguientes.)
Me ganó el desaliento y me dejé arrastrar durante muchos años-luz como insensible. Cuando finalmente alcé los ojos (entre tanto la vista había empezado en nuestro mundo, y por consiguiente también la vida), cuando alcé los ojos vi aquello que nunca hubiera esperado ver. Vi el signo, pero no aquél, un signo semejante, un signo indudablemente copiado del mío, pero que se veía en seguida que no podía ser mío por lo grosero y descuidado y torpemente pretencioso, una ruin falsificación de lo que yo había pretendido señalar con aquel signo y cuya indecible pureza sólo ahora lograba por contraste evocar. ¿Quién me había jugado esa mala pasada? No conseguía explicármelo. Finalmente, una plurimilenaria cadena de inducciones me llevó a la solución: en otro sistema planetario que cumplía su revolución galáctica delante de nosotros precediéndonos, había un tal Kgwgk (el nombre fue deducido posteriormente, en la época más tardía de los nombres), un tipo despechado y carcomido por la envidia que en un impulso vandálico había borrado mi signo y después se había puesto con descarado artificio a tratar de marcar otro.
Era claro que aquel signo no tenía nada que señalar como no fuera la intención de Kgwgk de imitar mi signo, por lo cual no se trataba siquiera de compararlos. Pero en aquel momento el deseo de no ceder al rival fue en mí más fuerte que cualquier otra consideración: quise en seguida trazar un nuevo signo en el espacio que fuera un verdadero signo e hiciese morir de envidia a Kgwgk. Hacía casi setecientos millones de años que no intentaba hacer un signo, después del primero; me apliqué con empeño. Pero ahora las cosas eran distintas, porque el mundo, como les he explicado, estaba empezando a dar una imagen de sí mismo, y en cada cosa a la función comenzaba a corresponder una forma, y se creía que las formas de entonces tendrían un largo porvenir por delante (en cambio no era cierto: vean -para citar un caso relativamente reciente- los dinosaurios), y por lo tanto en este nuevo signo mío era perceptible la influencia de la manera en que por entonces se veían las cosas, llamémosle el estilo, ese modo especial que tenía cada cosa de estar ahí de cierto modo. Debo decir que quedé realmente satisfecho, y ya no se me ocurría lamentar aquel primer signo borrado, porque éste me parecía infinitamente más hermoso.
Pero durante aquel año galáctico empezamos a comprender que hasta aquel momento las formas del mundo habían sido provisionales y que irían cambiando una por una. Y esta conciencia iba acompañada de un hartazgo tal de las viejas imágenes que no se podía soportar siquiera su recuerdo. Y empezó a atormentarme un pensamiento: había dejado aquel signo en el espacio, aquel signo que me había parecido tan hermoso y original y adecuado a su función, que ahora se presentaba a mi memoria en toda su jactancia fuera de lugar, como signo ante todo de un modo anticuado de concebir los signos, y de mi necia complicidad con una disposición de las cosas de la que hubiera debido saber separarme a tiempo. En una palabra, me avergonzaba de aquel signo que los mundos en vuelo seguían costeando durante siglos, dando un ridículo espectáculo de sí mismo y de mí y de aquel modo nuestro provisional de ver. Me subían ondas de rubor cuando lo recordaba (y lo recordaba continuamente), que duraban eras geológicas enteras; para esconder mi vergüenza me hundía en los cráteres de los volcanes, clavaba los dientes de remordimiento en las calotas de los glaciares que cubrían los continentes. Me carcomía pensando que Kgwgk, precediéndome siempre en el periplo de la Vía Láaea, vería el signo antes de que yo pudiese borrarlo, y como era un patán se burlaría de mí y me remedaría, repitiendo por desprecio el signo en torpes caricaturas en cada rincón de la esfera circungaláctica.
En cambio esta vez la complicada relojería astral me fue propicia. La constelación de Kgwgk no encontró el signo, mientras nuestro sistema solar volvió a caerle encima puntualmente al término del primer giro, tan cerca que pude borrar todo con el mayor cuidado.
Ahora signos míos en el espacio no había ni uno. Podía ponerme a trazar otro, pero en adelante sabía que los signos sirven también para juzgar a quien los traza y que en un año galáctico los gustos y las ideas tienen tiempo de cambiar, y el modo de considerar los de antes depende del que viene después, en fin, tenía miedo de que lo que podía parecerme ahora signo perfecto, dentro de doscientos o seiscientos millones de años me hiciera hacer mal papel. En cambio, en mi añoranza, el primer signo vandálicamente borrado por Kgwgk seguía siendo inatacable por la mudanza de los tiempos, pues había nacido antes de todo comienzo de las formas y contenía algo que sobreviviría a todas las forrnas, es decir, el hecho de ser un signo y nada más.
Hacer signos que no fueran aquel signo no tenía interés para mí; y aquel signo lo había olvidado hacía millares de millones de años. Por eso, como no podía hacer verdaderos signos, pero quería de algún modo fastidiar a Kgwgk, me puse a trazar signos fingidos, muescas en el espacio, agujeros, manchas, engañifas que sólo un incompetente como Kgwgk podía tomar por signos. Y, sin embargo, él se empecinaba en hacerlos desaparecer borrándolos (como comprobaba yo en los giros subsiguientes) con un empeño que debía de darle buen trabajo. (Entonces yo sembraba esos signos fingidos en el espacio para ver hasta dónde llegaba su necedad.)
Pero observando esos borrones un giro tras otro (las revoluciones de la Galaxia se habían convertido para mí en un navegar indolente y aburrido, sin finalidad ni expectativa), me di cuenta de una cosa: con el paso de los años galácticos tendían a desteñirse en el espacio, y debajo reaparecía el que había marcado yo en aquel punto, como decía, mi falso signo. El abrimiento, lejos de desagradarme, reavivó mis esperanzas. ¡Si los borrones de Kgwgk se borraban, el primero que había hecho en aquel punto debía de haber desaparecido ya y mi signo habría recobrado su primitiva evidencia!
Así la expectativa devolvió el ansia a mis días. La Galaxia se daba vuelta como una tortilla en su sartén inflamada, ella misma sartén chirriante y dorada fritura; y yo me freía con ella de impaciencia.
Pero con el paso de los años galácticos el espacio ya no era aquella extensión uniformemente despojada y enjalbegada. La idea de marcar con signos los puntos por donde pasábamos, así como se nos había ocurndo a mí y a Kgwgk, la habían tenido muchos, dispersos en millones de planetas de otros sistemas solares, y continuamente tropezaba con una de esas cosas, o con un par, o directamente con una docena, simples garabatos bidimensionales, o bien sólidos de tres dimensiones (por ejemplo, poliedros) y hasta cosas hechas con más cuidado, con la cuarta dimensión y todo. ¡El caso es que llego al punto de mi signo y me encuentro cinco, todos allí! Y el mío no soy capaz de reconocerlo. Es éste, no, es este otro, pero vamos, éste tiene un aire demasiado moderno y, sin embargo, podría ser también el más antiguo, aquí no reconozco mi mano, como si pudiera ocurrírseme hacerlo así… Y entre tanto la Galaba se deslizaba en el espacio y dejaba tras sí signos viejos y signos nuevos y yo no había encontrado el mío.
No exagero si digo que los siguientes años galácticos fueron los peores que viví jamás. Seguía buscando, y en el espacio se espesaban los signos, en todos los mundos el que tuviera la posibilidad no dejaba ya de marcar su huella en el espacio de alguna manera, y nuestro mundo, pues, cada vez que me volvía a mirarlo, lo encontraba más atestado, tanto que mundo y espacio parecían uno el espejo del otro, uno y otro prolijamente historiados de jeroglíficos e ideogramas, cada uno de los cuales podía ser un signo y no serlo: una concreción calcárea en el basalto, una cresta levantada por el viento en la arena cuajada del desierto, la disposición de los ojos en las plumas del pavo real (poco a poco de vivir entre los signos se había llegado a ver como signos las innumerables cosas que antes estaban allí sin signar nada más que su propia presencia, se las había transformado en el signo de sí mismas y sumado a la serie de signos hechos a propósito por quien quería hacer un signo), las estrías del fuego en una pared de roca esquistosa, la cuadragesimovigesimoséptima acanaladura -un poco oblicua- de la cornisa del frontón de un mausoleo, una secuencia de estriaduras en un video durante una tormenta magnética (la serie de signos se multiplicaba en la serie de los signos de signos, de signos repetidos innumerables veces siempre iguales y siempre en cierto modo diferentes porque el signo hecho a propósito se sumaba al signo advenido allí por casualidad), la patita mal entintada de la letra R que en un ejemplar de un diario de la tarde se encontraba con una escoria filamentosa del papel, uno de los ochocientos mil desconchados de una pared alquitranada en un callejón entre los docks de Melbourne, la curva de una estadística, una frenada en el asfalto, un cromosoma… Cada tanto, un sobresalto: ¡Es aquél! Y por un segundo estaba seguro de haber encontrado mi signo, en la tierra o en el espacio, daba lo mismo, porque a través de los signos se había establecido una continuidad sin límite definido.
En el universo ya no había un continente y un contenido, sino sólo un espesor general de signos superpuestos y aglutinados que ocupaba todo el volumen del espacio, era una salpicadura continua, menudísima, una retícula de líneas y arañazos y relieves y cortaduras, el universo estaba garabateado en todas partes, a lo largo de todas las dimensiones. No había ya modo de establecer un punto de referencia: la Galaxia continuaba dando vueltas, pero yo ya no conseguía contar los giros, cualquier punto podía ser el de partida, cualquier signo sobrepuesto a los otros podía ser el mío, pero descubrirlo no hubiese servido de nada, tan claro era que independientemente de los signos el espacio no existía y quizá no había existido nunca.