Un hijo siempre deseado,
un hijo de la madurez,
la única hija
con los ojos del padre,
para vosotros, queridos hijos,
construimos estos castillos
y así los muros puedan cercar
vuestras vidas prestadas.
Rodeados de piedra,
de torres y murallas,
no existe coraje
que no sea piedra,
y puente levadizo y almena,
merlón y parapeto
ensamblados para manteneros
redimidos y solos.
Oh, hijo bienamado,
oh, hijo de la madurez,
¿quién medirá el tendón
con el palmo de tu mano?
E hija resplandente,
imagen del recuerdo,
¿está el corazón de tu florescencia
dividido igualmente y planeado?
¿Dónde está tu país
y donde está tu pueblo?
¿Dónde, el desdichado
descontento con murallas?
¿Dónde está la artimaña del asedio
de corazón y autonomía,
cercando el castillo
cuando caen las almenas?
Los últimos ecos vibrantes del carrillón, en la torre del reloj del Templo de Paladine, quedaron recalcados por el sonido de postigos y puertas cerrándose, llaves girando en cerraduras, y las chillonas protestas de kenders desilusionados, a los cuales se había sorprendido husmeando entre estanterías y que ahora eran arrojados a las calles. Seis toques de campana ponían fin a la jornada de comercio. Los tenderos se pusieron a cerrar sus negocios, mirando con impaciencia a los clientes de última hora y despidiéndolos con apremio tan pronto como tenían el dinero en la mano.
—Cierra, Markus —le dijo Jenna a su joven ayudante.
El muchacho abandonó prestamente su asiento junto a la entrada y empezó a echar los pesados postigos de madera que protegían los escaparates.
La oscuridad se adueñó del interior de la tienda. Jenna sonrió. Le gustaba su trabajo, pero ese momento del día le gustaba aún más, cuando todos los clientes se habían marchado, el sonido de sus voces cesaba y ella se encontraba sola. Se detuvo para escuchar el silencio, para aspirar los olores que le habrían revelado —si estuviese ciega y sorda— que se hallaba en una tienda de artículos de magia: el perfume de pétalos de rosa; el intenso aroma de la canela y el clavo; el tenue y nauseabundo hedor a descomposición, a alas de murciélago y caparazones de tortuga. A esa hora del día el olor era más intenso siempre. La luz del sol avivaba los distintos aromas, y la oscuridad los realzaba.
Markus apareció en el umbral.
—¿Me necesitáis para algo más, señora Jenna? —preguntó con tono anhelante.
Aunque recién contratado, ya estaba enamorado de ella, perdidamente, como sólo un muchacho de diecinueve años podía enamorarse de una mujer cinco años mayor que él. A todos los ayudantes de Jenna les ocurría lo mismo, y la mujer se había acostumbrado a que sucediera así, de manera que se habría sentido decepcionada —y probablemente enojada— en caso contrario. Con todo, no hacía nada para alentar a los jóvenes, más allá de ser ella misma, lo que, teniendo en cuenta que era bella, poderosa y misteriosa, bastaba y sobraba. Jenna amaba a otro hombre, y toda Palanthas lo sabía.
—No, Markus, puedes marcharte a La Cabeza de Jabalí para la jarana nocturna con tus amigos. —Jenna cogió una escoba y se puso a barrer enérgicamente el suelo.
—Son unos críos —comentó Markus, desdeñoso, mientras seguía con la mirada todos los movimientos de la mujer—. Preferiría quedarme y ayudaros a limpiar.
Jenna barrió el barro seco y unas pocas hojas de menta hacia la puerta, haciendo igual con el muchacho, en broma.
—No puedes ayudarme en la tienda, como ya te dije. Lo mejor para ambos es que te mantengas fuera. No quiero tener las manos manchadas con tu sangre.
—Señora Jenna, no me da miedo… —empezó él.
—Entonces es que eres tonto —lo interrumpió con una sonrisa para quitar hierro a sus palabras—. En esa caja hay un broche que te robaría el alma y te conduciría directamente al Abismo. Junto al broche hay un anillo que podría darte la vuelta del revés. ¿Ves esos libros de hechizos en la última estantería? Si se te ocurriera echar una ojeada a las inscripciones de las portadas, te volverías completamente loco.
Markus parecía un tanto intimidado, pero no pensaba dejar que se notara.
—¿De dónde vienen todas esas cosas? —inquirió mientras escudriñaba el interior de la tienda envuelta en la penumbra.
—De sitios diferentes. La Túnica Blanca que acaba de marcharse me trajo el broche que roba el alma. Es un objeto del Mal, ¿entiendes?, y ella ni siquiera se plantearía utilizarlo. Sin embargo me lo cambió por varios libros de hechizos que hacía tiempo que quería poseer, pero le faltaba dinero para pagarlos. ¿Recuerdas el enano que vino esta mañana? Me trajo estos cuchillos. —Jenna señaló con un ademán un expositor en el que se exhibía un gran número de cuchillos y dagas pequeños, colocados en forma de abanico.
—¿Son mágicos? Creía que a los hechiceros no se les permitía llevar armas.
—No podemos portar espadas, pero sí cuchillos y dagas. Y no, no son mágicos. Un mago puede lanzar un conjuro en un cuchillo si opta por hacerlo así.
—Vos no tenéis miedo, señora Jenna —insistió obstinadamente el joven—. ¿Por qué habría de tenerlo yo?
—Porque yo sé cómo manejar objetos arcanos. Soy una Túnica Roja. Me sometí a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y la superé. Cuando hagas lo mismo, entonces podrás entrar en mi tienda. Hasta entonces —añadió con una sonrisa encantadora que tuvo el mismo efecto que un vino con especias en la cabeza del muchacho—, te quedarás guardando la puerta.
—Lo haré, señora Jenna —prometió efusivamente—, y… y quizás estudie magia.
La mujer se encogió de hombros y asintió en silencio. Todos sus ayudantes decían lo mismo cuando empezaban a trabajar para ella, pero ninguno de ellos había seguido adelante con tal propósito. Jenna se encargaba de que fuera así. Jamás contrataba a nadie que tuviese la más ligera inclinación por la magia. Sus mercancías eran una tentación demasiado fuerte para que un mago joven la resistiera. Además, necesitaba músculos, no cerebro, para vigilar la puerta.
Sólo quienes vestían la túnica de hechicero o los contados mercaderes que comerciaban con artículos mágicos tenían permiso para entrar en su tienda, cuya puerta tenía pintados los símbolos de las tres lunas: la plateada, la roja y la negra. Los magos absorbían sus poderes de esas lunas, y los pocos establecimientos que comerciaban con objetos mágicos en Ansalon siempre marcaban sus puertas con esos símbolos.
La mayoría de los ciudadanos de Palanthas evitaban la tienda de Jenna; de hecho, muchos cruzaban la calle para pasar por la otra acera. Sin embargo siempre había unos cuantos —ya fuesen curiosos, borrachos o movidos por una apuesta— que intentaban entrar. Y, por supuesto, estaban los kenders. No pasaba un solo día sin que el ayudante de Jenna tuviera que actuar con mano dura o, en caso contrario, sacar por el cuello del recinto a los manos largas de los kenders. Todos los hechiceros de Ansalon sabían la historia de la tienda de objetos mágicos de Flotsam. Había desaparecido en circunstancias misteriosas y nunca más se la había vuelto a ver. Testigos aterrados informaron haber visto entrar a un kender justo unos segundos antes de que el edificio entero se desvaneciera en un abrir y cerrar de ojos.
Markus se fue arrastrando los pies calle abajo, con aire desconsolado, para ahogar en cerveza su amor no correspondido. El comerciante de telas de la tienda de al lado cerró la puerta y después la saludó con una respetuosa inclinación de cabeza cuando pasó ante ella, de camino a su casa. Al principio no le había hecho gracia que Jenna se instalara puerta con puerta a su negocio, pero cuando las ventas —en especial los paños blancos, negros y rojos— se incrementaron, sus protestas menguaron de manera proporcional.
Jenna le dio las buenas noches. Después entró en su tienda, cerró y echó la llave a la puerta, y le puso un conjuro de salvaguardia. Vivía encima de la tienda, vigilando así las mercancías durante la noche. Tras echar una última ojeada en derredor, se encaminó a la escalera que conducía a sus aposentos y empezó a subir los peldaños, pero una llamada a la puerta la detuvo.
—¡Vete a casa, Markus! —respondió, irritada.
Tres noches atrás, el joven había regresado para entonar canciones de amor bajo su ventana. Había sido un incidente de lo más embarazoso.
La llamada se repitió, esta vez con mayor urgencia. Jenna suspiró. Estaba cansada y hambrienta; era la hora de tomar una taza de té. Sin embargo, se volvió y bajó los escalones. Se esperaba de los dueños de tiendas de las Tres Lunas que abrieran sus establecimientos a cualquier mago que lo necesitara, fuera a la hora que fuera, de día o de noche.
Jenna abrió una ventanilla de la puerta y se asomó esperando ver a un Túnica Roja que se disculparía humildemente por molestarla pero si era posible le gustaría conseguir algo de tela de araña. O un Túnica Negra, exigiendo imperiosamente guano de murciélago. En consecuencia, Jenna se sorprendió y le desagradó el encontrar a dos hombres altos, cubiertos con gruesas capas y con las capuchas echadas, plantados ante su puerta. Los rayos del sol poniente se reflejaban en las espadas que ambos llevaban a la cadera.
—Os habéis equivocado de tienda, caballeros —dijo Jenna en un excelente elfo. Por sus esbeltas piernas, las caras botas de cuero de buena factura y las armaduras de cuero de caprichosos diseños, supuso que eran elfos, aunque sus rostros quedaban ocultos bajo las capuchas.
Iba a cerrar la mirilla cuando uno de los hombres habló en Común, de forma titubeante.
—Si sois Jenna, hija de Justarius, el jefe del Cónclave de Hechiceros, no nos hemos equivocado de tienda.
—Supongamos que lo soy —repuso altaneramente la mujer, aunque ahora se había despertado su curiosidad—. ¿Qué queréis de mí? Si tenéis un objeto mágico para vender —añadió, como si se le hubiese ocurrido la idea en el último momento—, regresad por la mañana, por favor.
Los dos hombres intercambiaron una mirada. Jenna alcanzó a atisbar el brillo de unos ojos almendrados en las sombras de las capuchas.
—Queremos hablar con vos —dijo uno de ellos.
—Pues decid lo que sea —replicó la mujer.
—En privado —abundó el otro.
—La calle está desierta a estas horas —dijo Jenna, que se encogió de hombros—. No quiero parecer descortés, pero debéis saber que los propietarios de las tiendas de las Tres Lunas son cautos respecto a quién dejan entrar en sus establecimientos. Es más por vuestra propia seguridad que por la mía.
—Los asuntos que nos traen son serios, y no pueden discutirse en la calle. Creedme, señora —añadió el elfo en voz baja—, esto nos gusta tan poco como a vos. ¡Tenéis nuestra palabra de que no tocaremos nada!
—¿Os envía mi padre? —inquirió Jenna para ganar tiempo.
Si los hubiese enviado él, se lo habría advertido antes, y hacía meses que no tenía noticias de él, desde la última pelea. A Justarius no le gustaba en absoluto su amante.
—No, señora —contestó el elfo—. Venimos por propia iniciativa.
«Qué extraño —pensó Jenna—. Uno es qualinesti y el otro Silvanesti». Los distinguía por el acento, aunque seguramente ningún otro humano de Solamnia habría sido capaz de notar esa diferencia. Sin embargo, Jenna había pasado mucho tiempo entre elfos; con uno en particular.
Hacía mucho, mucho tiempo, los elfos habían sido una única nación. Conflictos armados, la Guerra de Kinslayer, los había dividido en dos: Qualinesti y Silvanesti. Y no existía gran afecto entre ambas naciones. Incluso en la actualidad, después de que la Guerra de la Lanza hubiese unido a las demás razas y naciones de Ansalon, los dos estados elfos —aunque en apariencia uno solo— estaban en realidad más separados que nunca.
Despierta su curiosidad, Jenna abrió la puerta y se apartó para dejar entrar a los elfos. No estaba asustada ni por asomo. Eran elfos, lo que venía a significar que eran cabales, respetuosos de la ley, y buenos hasta el aburrimiento. Además, Jenna tenía preparado un conjuro que los lanzaría de vuelta a la calle si intentaban algo.
Los dos elfos se quedaron en el centro de la tienda, con los brazos pegados al cuerpo, temerosos incluso de rozar un expositor. Permanecían cerca el uno del otro —a la defensiva—, pero ponían gran cuidado en no tocarse. Aliados, pero unos aliados a la fuerza, dedujo Jenna. Su curiosidad había llegado a un punto casi irresistible.
—Creo que los dos, caballeros, os sentiríais mucho más cómodos en mis aposentos privados —dijo con una pícara sonrisa—. Estaba a punto de prepararme un poco de té. ¿Si gustáis?
El Silvanesti se había tapado la boca y la nariz con un pañuelo, en tanto que el qualinesti, que al girarse un poco casi había dado de narices con un frasco lleno de globos oculares que flotaban en un fluido protector, se puso pálido y retrocedió un paso.
—Mis aposentos os resultarán bastante cómodos —dijo Jenna mientras señalaba la escalera—. Y muy normales. Mi laboratorio está en el sótano —añadió para reforzar la confianza de los elfos.
Estos volvieron a intercambiar una mirada, tras lo cual asintieron con aire envarado y empezaron a subir la escalera detrás de su anfitriona. Los elfos parecieron tremendamente aliviados al ver que la pequeña sala de estar de Jenna tenía el mismo aspecto que la de cualquier humano, abarrotada con la mesa, sillas y sillones mullidos. Jenna atizó el fuego y preparó té, usando una mezcla de hojas importada de Qualinesti.
Los elfos se tomaron el té y mordisquearon una galleta por mera cortesía. Jenna inició una charla trivial; los elfos nunca discutían de negocios mientras comían o bebían.
Los dos elfos hicieron los pertinentes comentarios, pero sin participar realmente en la conversación, de manera que al final se quedaron callados los tres. Tan pronto como pudieron, sin insultar a su anfitriona, ambos dejaron las tazas, indicando que estaban preparados para entrar en materia. Sin embargo, llegados a ese punto, no parecían saber cómo empezar.
Jenna podía dejar que se pusieran nerviosos o facilitarles su tarea. Puesto que esperaba compañía más agradable un poco más avanzada la noche, deseaba que los elfos se fueran, de modo que les dio un pequeño empujón para que hablaran.
—Bien, caballeros, habéis acudido a mí, una hechicera Túnica Roja. ¿Qué queréis de mí? Os diré de antemano que no viajo fuera de la ciudad. Si queréis algún trabajo de magia, ha de ser uno que pueda realizarse desde aquí, dentro de los confines de mi laboratorio. Y no preparo pociones amorosas, si es lo que andáis buscando…
Jenna sabía de sobra que no era eso lo que querían, siendo dos enemigos acérrimos que acudían a su tienda en secreto, al crepúsculo. Sin embargo, nunca estaba de más fingir ignorancia.
—No seáis ridícula —repuso bruscamente el qualinesti—. Yo… —Cerró la boca de golpe, reflexionó un momento y volvió a empezar—. Esto es difícil para mí. Para los dos. Tenemos que hablar con… alguien. Alguien especial. Y nos dijeron que erais la persona que quizá podría ayudarnos a conseguirlo.
«Vaya —pensó Jenna—. Bien, bien, bien. Qué interesante». Les dedicó una sonrisa dulce y abierta.
—¿De veras? ¿Alguien que conozca? No imagino quién puede ser. Vosotros, caballeros, parecéis de alta cuna. Cualquier puerta de Ansalon se os abriría.
—No una puerta en particular —repuso el Silvanesti en tono duro—. No la que abre… —bajó la voz— la Torre de la Alta Hechicería.
—La torre oscura —añadió el qualinesti—. La que se alza aquí, en Palanthas. Queremos hablar con… con el Señor de la Torre.
Jenna los observó atentamente. Dos elfos de alta cuna; eso era obvio por sus ropas caras, sus espadas ornamentadas, las finas joyas que adornaban sus dedos y colgaban de sus cuellos. Y también ambos de edad, porque aunque a veces era difícil calcular los años de un elfo, esos dos eran obviamente maduros.
De alcurnia, posición elevada, enemigos ancestrales, aliados recientes.
Y querían hablar con el peor enemigo que podían tener en este mundo: el Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
—Queréis hablar con Dalamar —manifestó sosegadamente.
—Sí, señora. —La voz le falló al qualinesti, que tosió, enfadado consigo mismo.
Al parecer, al Silvanesti ni siquiera le salía voz. Tenía el gesto tenso y forzado, los labios tirantes, las manos enlazadas prietamente sobre la empuñadura de la espada. Saltaba a la vista que ambos detestaban tener que hacer aquello.
Jenna se mordió el labio para contener la risa. No era de extrañar que esos dos hubiesen buscado la privacidad con tanto empeño. Dalamar era de su raza, un elfo de Silvanesti, pero uno expulsado de la sociedad elfa con deshonor, un proscrito. Era lo que llamaban un «elfo oscuro», uno que ha sido desterrado de la luz. Su crimen había sido estudiar la magia del Mal, la disciplina de los Túnicas Negras. Una acción tan horrible nunca podría ser aprobada por la sociedad elfa. Incluso el hecho de que esos dos mirasen a Dalamar se consideraría un acto escandaloso. ¡Qué no sería hablar con él!
Jenna estaba impaciente por ver la reacción de Dalamar. No obstante, decidió hacer sufrir un poco más a esos dos.
—¿Y por qué razón pensáis que yo puedo facilitaros la entrevista? —inquirió con expresión de absoluta inocencia.
—Nos informaron que vos y… —El qualinesti se puso colorado—. Eh… el Señor de la Torre —dijo, incapaz de pronunciar el nombre—, sois amigos…
—Fue mi shalafi[1]. Y es mi amante —contestó, y disfrutó al ver encogerse a los elfos.
Éstos se miraron como si dijeran «¿qué puede esperarse de una humana?». Al parecer el Silvanesti había llegado a su límite, y se puso de pie.
—Acabemos con esto lo antes posible. ¿Podéis…? ¿Querréis… ponernos en contacto con el Señor de la Torre?
—Quizá —respondió Jenna, evasiva—. ¿Cuándo?
—Cuanto antes. El tiempo apremia.
—Una advertencia —dijo la mujer enarcando una ceja—. Si estáis pensando en tender una trampa a Dalamar…
—Os aseguro señora que no sufrirá ningún daño —manifestó con severidad el qualinesti.
—¡Qué no sufrirá ningún daño! —rió Jenna—. Vaya, ¿qué peligro podríais representar para él? Es el Túnica Negra más poderoso. Es jefe de su Orden, y, cuando mi padre se retire, ocupará el liderazgo del Cónclave de Hechiceros.
»Por favor, perdonadme. Os pido disculpas —añadió procurando ahogar la risa. Era obvio que los dos elfos se sentían profundamente ofendidos—. Pensaba en vuestra seguridad, caballeros. Era una advertencia amistosa. No intentéis ningún truco con Dalamar. No os gustarían las consecuencias.
—¡Qué insolencia! —El silvanesti estaba pálido de ira—. No tenemos por qué…
—Sí tenemos —le interrumpió su compañero en voz baja.
Al silvanesti casi lo ahogaba la ira, pero guardó silencio.
—¿Cuándo podemos reunimos con el Señor de la Torre? —preguntó fríamente el qualinesti.
—Si Dalamar accede a veros, lo encontraréis aquí, en mis aposentos, mañana por la noche. Confío en que este lugar sea de vuestra satisfacción. ¿O quizá preferís llevar a cabo la reunión en la Torre de la Alta Hechicería? Podría venderos un encantamiento para…
—No, señora. —Los elfos sabían que se estaba burlando de ellos—. Esta estancia será aceptable.
—Muy bien. —Jenna se puso de pie—. Os veré mañana por la noche, más o menos a esta hora. Que tengáis agradables sueños, caballeros.
El rostro del silvanesti enrojeció. Parecía dispuesto a golpearla, pero el qualinesti lo frenó.
—Agradables sueños… Qué comentario tan falto de tacto —murmuró Jenna mientras bajaba la mirada para ocultar su regocijo—, considerando la terrible tragedia que azota Silvanesti. Perdonadme.
Los escoltó escaleras abajo hasta la puerta, y los siguió con la mirada hasta que desaparecieron calle adelante. Después repuso el conjuro de salvaguardia y, riendo a carcajadas, subió a la vivienda a fin de prepararse para la llegada de su amante.
Los elfos fueron puntuales. Jenna los hizo pasar a la tienda. Seria, recatada, los condujo hasta la escalera. Al pie de la misma, sin embargo, los elfos se pararon. Ambos llevaban máscaras de seda verde que les cubrían la parte superior de la cara.
Jenna pensó que su aspecto era ridículo, como niños vestidos con disfraces para el Festival del Ojo.
—¿Está aquí? —preguntó el qualinesti con terrible solemnidad.
Su mirada se dirigió a lo alto de la escalera. Las sombras de la tarde eran densas allí arriba. Sin duda el elfo vio una forma distinta de oscuridad, una más sólida, más sustancial.
—Está, sí —contestó Jenna.
Los dos elfos vacilaron, presas de la agitación. Sólo por hablar con un elfo oscuro estaban cometiendo un crimen que muy bien podía conducirlos al mismo destino: el oprobio, el destierro, el exilio.
—No tenemos opción —dijo el silvanesti—. Ya lo discutimos.
El qualinesti asintió. La seda verde se le pegaba a la cara, y sobre el labio superior tenía gotitas de sudor.
Los dos subieron la escalera y Jenna empezó a seguirlos, pero el silvanesti se volvió hacia ella.
—Esta conversación es privada, señora —dijo bruscamente.
—Estáis en mi casa —le recordó ella.
—Perdonadnos, señora —se apresuró a ofrecerle disculpas el qualinesti, intentando enmendar el desliz del otro—, pero sin duda comprenderéis que…
—De acuerdo. —Jenna se encogió de hombros—. Si necesitáis algo, me encontraréis en el laboratorio.
Dalamar escuchó las voces elfas, el leve ruido de pisadas subiendo la escalera. Sonrió.
—Éste es mi momento de triunfo —susurró en la oscuridad—. Siempre supe que ocurriría. Que antes o después, vosotros, hipócritas farisaicos, que me expulsasteis cubierto de oprobio, os veríais obligados a acudir a mí arrastrándoos, suplicando mi ayuda. Os la daré, pero os la haré pagar. —La mano esbelta de Dalamar se cerró con fuerza—. ¡Oh, ya lo creo que tendréis que pagarla!
Los dos elfos aparecieron en el umbral. Ambos llevaban las máscaras —una precaución sensata, para evitar que los reconociera—, lo que, por supuesto, significaba que los conocía, o al menos al silvanesti.
—¿Cuánto ha pasado desde que me expulsaron de mi patria? —musitó Dalamar—. Veinte años, al menos. Mucho tiempo para los humanos, pero muy poco para los elfos.
el recuerdo le abrasaba la mente. Podrían pasar doscientos años, y él no lo habría olvidado.
—Por favor, caballeros —dijo, hablando en silvanesti, su lengua natal—, entrad y tomad asiento.
—No, gracias —contestó el qualinesti—. Esto no es una reunión social, señor, sino estrictamente negocios. Que quede claro desde el principio.
—Tengo nombre —dijo suavemente Dalamar, con los ojos prendidos en los elfos, para incomodidad de éstos.
Les resultaba difícil mirarlo, contemplar los ropajes negros decorados con símbolos arcanos de poder y protección; o los saquillos con ingredientes de conjuros colgando del cinturón; o su rostro, joven, atractivo, orgulloso, cruel. Era poderoso y dominaba la situación. Los dos hombres lo sabían, pero a ninguno le gustaba que fuera así.
—Teníais un nombre —dijo el silvanesti—. Un nombre que ya no pronunciamos.
—Lástima. —Dalamar entrelazó las manos bajo las mangas de la túnica. Saludó con la cabeza, dispuesto a partir—. Caballeros, al parecer habéis perdido vuestro tiempo…
—¡Esperad! —El qualinesti tragó saliva—. Esperad, D… Dalamar. —Se enjugó el sudor del labio—. ¡Esto no es fácil para nosotros!
—Para mí tampoco —replicó fríamente el hechicero—. ¿Cómo creéis que me siento al escuchar, por primera vez después de todos estos años, el sonido de la lengua de mi patria? —Sintió que se le cerraba la garganta. Tuvo que darse media vuelta y clavar la mirada en el Riego hasta que las repentinas e inesperadas lágrimas se evaporaron.
Ninguno de ellos contestó. Los oyó rebullir, intranquilos. Domeñadas las emociones no deseadas, Dalamar se volvió para mirarlos.
—Y bien, general, y vos, senador, ¿qué queréis de Dalamar el Oscuro? —demandó bruscamente.
Los dos lo contemplaron de hito en hito, estupefactos, consternados por haber sido reconocidos.
—Yo… No sé a quién os… referís… —intentó farolear el general silvanesti para escurrir el bulto.
Dalamar les lanzó una sonrisa irónica.
—La próxima vez que queráis viajar de incógnito, general, os sugiero que os desprendáis de vuestra espada ceremonial, y que vos, senador, os quitéis el anillo de vuestro cargo.
—Creo… creo que me sentaré —dijo el senador qualinesti, que se dejó caer en una silla.
El general silvanesti permaneció de pie, con la mano sobre la empuñadura de la espada que lo había traicionado.
—Hablad vos —le dijo el senador a su compañero.
El general se cruzó de brazos, con los pies bien separados.
—En primer lugar he de contaros lo que creo que serán buenas noticias, incluso para vos, Dalamar. —Pronunció el nombre con la punta de la lengua pegada a los dientes, como si le diera miedo de que si el sonido se producía dentro de su boca pudiera envenenarlo—. Por fin se ha llamado de vuelta a los silvanestis. El maligno sueño de Lorac, que tenía sometida a nuestra tierra, ha sido derrotado. Los escasos focos de draconianos y goblins que retenían partes del país han sido erradicados. Nos ha costado veinte años, pero ahora Silvanesti es nuestro de nuevo. Su belleza ha retornado.
—Felicidades —dijo Dalamar con un frunce burlón en los labios—. Así que Porthios os ha conducido a la victoria. Sí, estoy al tanto de los asuntos de mi país. Porthios, un qualinesti, casado con Alhana, hija de Lorac, reina silvanesti. Un reino elfo unido, creo que es lo que ambos tienen en mente. Y en lo referente a los últimos veinte años, el Orador de los Soles, Porthios, ha arriesgado su vida para salvar la patria de los silvanestis. Y ha tenido éxito. ¿Lo habéis recompensado por sus servicios?
—Ha sido hecho prisionero —contestó gravemente el general.
Dalamar empezó a reírse.
—¡Qué propio de elfos! Encarcelar al hombre que salva vuestras miserables vidas. ¿Cuál fue su crimen? No, dejad que lo adivine. Conozco a Porthios, ¿comprendéis? No dejó que vosotros, los silvanestis, olvidaseis ni por un momento que era un qualinesti el que había acudido a rescataros. Hablaba a menudo de que Qualinesti y Silvanesti se unirían, pero dando a entender que sería un qualinesti quien gobernaría a sus parientes más débiles. ¿Me equivoco?
—Bastante aproximado a la verdad. —El general no parecía complacido. Percibía claramente el sarcasmo en la voz del elfo oscuro.
—¿Y qué pensáis vosotros, los qualinestis, de todo esto? —preguntó Dalamar al senador—. Me refiero a que vuestro Orador de los Soles esté prisionero.
El senador dio un respingo y propinó tironcitos a la máscara.
—Esto me está asfixiando. —Respiró hondo y después habló con sumo cuidado—. No tenemos nada en contra de los silvanestis. Su reina, la esposa de Porthios, Alhana Starbreeze, es mi invitada en Qualinost.
Dalamar ahogó una exclamación y después soltó el aire despacio.
—Las cosas que me he perdido, encerrado en esa aburrida Torre. Vuestra «invitada», decís. Una invitada que, sin duda, está cansada de vuestra hospitalidad, pero que encuentra difícil marcharse. ¿Cuál es su crimen?
—Esto no es de conocimiento público, pero Alhana Starbreeze está embarazada. —El senador hizo girar el anillo de su cargo una y otra vez en el dedo, con nerviosismo.
—Así que —Dalamar estaba intrigado—, después de veinte años, el matrimonio de conveniencia ha adquirido pasión, ¿eh? Me sorprende que Porthios tuviera tiempo. O inclinación.
—Si el niño nace en tierras elfas —prosiguió el senador, fingiendo que no había oído el comentario—, mientras sus padres gobiernan, será el heredero de ambos reinos. La unificación se completará.
—Y no puede permitirse que tal cosa ocurra —intervino el general, con la mano crispada sobre la empuñadura de la espada.
—¿Y cómo os proponéis impedirlo? —preguntó Dalamar—. Dando por sentado que el asesinato no es una opción tenida en cuenta.
El senador adoptó una tensa postura de dignidad ultrajada. La máscara de seda estaba húmeda en la frente y se le pegaba a la cara.
—El exilio. Para ambos.
—Entiendo —dijo Dalamar—. Como a mí. —Su tono era suave y amargo—. La muerte sería más piadosa.
—¿Estáis insinuando que…? —empezó el senador, fruncido el ceño.
—No insinúo nada. —Dalamar se encogió de hombros—. Simplemente hacía un comentario. Pero no acabo de entender dónde encajo yo en este ingenioso y traicionero complot vuestro. A menos que estéis pensando ofrecerme el liderazgo de los elfos, claro.
Los dos lo contemplaron horrorizados, con los ojos abiertos de par en par.
—¡Caballeros, por favor, os tomáis todo demasiado en serio! —rió Dalamar—. Sólo era una broma.
Ambos parecieron aliviados, pero todavía algo desconfiados.
—La Protectoría gobernará Silvanesti hasta el momento en que un miembro de la Casa Real esté preparado para hacerse cargo —dijo el general—. La Protectoría ha dirigido Silvanesti durante los últimos veinte años, mientras combatíamos el sueño. Mi pueblo está acostumbrado a la ley marcial. Y no le gusta Porthios.
—En cuanto a Qualinesti… —El senador vaciló y miró con inquietud hacia la escalera.
—No os preocupéis —lo tranquilizó el hechicero—. Jenna no es de las que escucha a escondidas. Y, creedme, le importa poco la política de los reinos elfos.
—Este es un asunto demasiado delicado para correr el riesgo de que se filtre una sola palabra —argumentó el senador, que hizo una seña para que Dalamar se acercara.
El elfo oscuro, con expresión divertida, se encogió de hombros y se aproximó. Inclinándose hacia Dalamar todo lo cerca que podía sin llegar a tocarlo, el qualinesti habló en un tono quedo y urgente. Dalamar escuchó, sonrió y sacudió la cabeza.
—Sabéis, por supuesto, que habrá problemas con los padres.
—Ahí es donde podéis ser de inestimable ayuda para nosotros —dijo el senador.
—Al ser amigo del padre —añadió el general.
Dalamar meditó el asunto. Su mirada pasó de un elfo a otro, sopesando su resolución. Ambos sostuvieron firmemente su mirada.
—De acuerdo —accedió el hechicero—. Me ocuparé de que mi amigo y su esposa no interfieran, pero mi ayuda tiene un precio.
El senador agitó la mano en un gesto despectivo.
—Nuestros cofres están llenos. Decid el precio…
—¿Y para qué necesito más riqueza de la que ya poseo? —se mofó el elfo oscuro—. ¡Probablemente podría comprar Qualinesti! No, mi precio es éste. —Hizo una pausa para hacerles sudar más, y luego dijo quedamente—. Pasar un mes en mi patria.
Al principio el senador se sobresaltó; después, al pensarlo mejor, sintió alivio. Dalamar era silvanesti, después de todo. Pasaría un mes en Silvanost.
El general pensó lo mismo. Empezó a abrir y a cerrar la boca, tan furioso que farfullaba.
—¡Ni pensarlo! —consiguió articular—. ¡Imposible! ¡Estáis loco si pedís algo así!
—Entonces, caballeros, no tenemos nada más que hablar. —Dalamar dio media vuelta.
El senador se incorporó con presteza y cogió al otro elfo por el hombro. Los dos iniciaron una acalorada discusión.
Dalamar, sonriente, se aproximó a la chimenea. En su memoria veía los maravillosos árboles de su tierra natal. Escuchaba el canto de los pájaros y caminaba entre flores maravillosas. Se tumbaba en la hierba fragante y sentía el cálido roce del sol en su cara. Respiraba el aire puro, corría por exuberantes praderas. Era joven, inocente, sin tacha ni sombra…
—Sólo un mes —dijo el senador—. Ni un día más.
—Lo juro por Nuitari —prometió Dalamar y se regocijó al ver que los dos hombres se encogían al oír el nombre del dios de la magia oscura.
—Iréis y os marcharéis en secreto —continuó el senador—. Nadie debe saberlo. Nadie debe veros. No hablaréis con nadie.
—Acepto.
El senador miró al general.
—Supongo que no queda más remedio —rezongó el general de mala manera.
—Excelente —dijo el hechicero—. Nuestro negocio ha concluido de manera satisfactoria. Sellémoslo, como exige la costumbre.
Se acercó, cogió por los hombros primero a un elfo y luego al otro y los besó en la mejilla. El general apenas logró contenerse. Se puso rígido al sentir el roce de los labios fríos y secos. El senador dio un respingo, como si lo hubiese mordido una serpiente. Sin embargo, ninguno de los dos se apartó; eran ellos los que había pedido esa alianza, y no osarían hacer nada que la rompiera.
—Y ahora, hermanos míos —continuó afablemente Dalamar—, contadme el plan.
Tanis Semielfo había buscado a su esposa por toda la casa. Finalmente la encontró en la biblioteca del segundo piso. Estaba sentada cerca de la ventana a fin de aprovechar los últimos rayos del sol de la tarde. Tanis oyó el sonido de la pluma deslizándose sobre el pergamino antes de verla a ella, y sonrió.
Esta vez la había pillado.
Caminando sin hacer ruido, se acercó a la puerta y se asomó. Estaba bañada por la luz del sol, inclinada la cabeza, trabajando con tanta concentración que el semielfo supo que podría haber subido corriendo la escalera y no lo habría oído llegar. Se detuvo un momento para admirarla, para repetirse —maravillado y sobrecogido— que lo quería tanto como él a ella, un amor que se había fortalecido con el paso de los años en lugar de debilitarse.
Llevaba suelto el largo cabello rubio, que se desparramaba sobre los hombros y la espalda. Por regla general, actualmente, se lo peinaba recogido, con los dorados mechones tejidos en un moño bajo. El severo estilo le iba bien; le daba un aire de dignidad e importancia muy útil en las negociaciones con los humanos, quienes (aquellos que no la conocían) a veces tendían a tratar a la elfa de aspecto juvenil como si fuera una chiquilla bienintencionada que interfería en los asuntos de los adultos.
Eso duraba generalmente sólo los primeros quince minutos, momento en que Laurana había conseguido que se sentaran y le prestaran atención. ¿Cómo podían olvidar que había sido general durante la Guerra de la Lanza? ¿Que había conducido hombres a la guerra? Bueno, habían pasado veintitantos años, y los humanos tenían mala memoria. No obstante, cuando se marchaban, lo habían recordado sin duda alguna.
Ella era la diplomática de la familia, mientras que su esposo era el que fraguaba los planes. Trabajaban bien como equipo, ya que Laurana era hábil para entrar deslizándose rápida y fluidamente allí donde Tanis habría irrumpido llevándose por delante cualquier obstáculo. Por su parte, él la ayudaba a comprender la mente y el corazón de los humanos, dos cosas que a veces a Laurana le resultaban desconcertantes.
Era hermosa, tanto que a Tanis le dolía el corazón al mirarla. Y estaban juntos. No por mucho tiempo. La sangre humana que corría por sus venas estaba consumiendo al elfo. Ya había vivido muchos más años que cualquier humano, pero no disfrutaría de la longeva existencia de los elfos. Algunos ya confundían a Laurana por su hija. Llegaría el día en que la tomarían por su nieta. Envejecería y moriría mientras ella seguiría siendo una mujer relativamente joven. Tal circunstancia podría haber ensombrecido su relación y, sin embargo, lo que hizo fue reforzarla.
Y, además, estaba Gil, su hijo, la nueva vida fruto del amor.
—¡Te pillé! —gritó Tanis triunfante mientras entraba de un salto en la habitación.
Laurana brincó al tiempo que daba un respingo. Un tenue rubor de culpabilidad tiñó su cara. Apresuradamente, con bastante confusión, trató de ocultar lo que escribía cubriéndolo con otra hoja en blanco.
—¿Qué es eso? —demandó Tanis, que la miraba con fingida severidad.
—Sólo una lista —contestó Laurana a la par que revolvía en otros papeles del escritorio—. Una lista de… cosas que tengo que hacer mientras estamos en casa… ¡No! ¡Tanis, déjalo!
El semielfo hizo un movimiento ágil y sacó el papel de debajo de su mano. Riendo, Laurana intentó recuperarlo agarrándolo a él, pero Tanis se escabulló.
—«Apreciado sir Thomas —leyó—, querría instaros de nuevo a que reconsideréis vuestra postura en contra del tratado de las Naciones Unificadas de las Tres Razas…».
—Sólo es una carta a sir Thomas —protestó Laurana, con la tez más enrojecida que antes—. Está vacilando, casi parece dispuesto a pasarse a nuestro bando. Pensé que quizás un pequeño empujón…
—Nada de empujones —manifestó Tanis, que escondió la carta a la espalda—. Lo prometiste. ¡Me hiciste una promesa! Nada de trabajo. Por fin estamos en casa, después de un mes de viaje. Este tiempo es para nosotros… Para ti, para mí y para Gil.
—Lo sé. —Laurana agachó la cabeza y el cabello se desparramó a su alrededor como una nube radiante—. Lo siento. —Se acercó a él, puso las manos en su pecho y le alisó el cuello de la camisa—. Lo prometo, no volveré a hacerlo.
Besó la barbuda mejilla, y Tanis empezó a besarla a ella, pero en ese momento Laurana alargó la mano por detrás de su espalda, cogió la carta, y se la quitó de un tirón. Por supuesto, él no podía rechazar tal reto, de modo que las cogió a ella y a la carta.
La misiva cayó al suelo, olvidada. Los dos permanecieron junto a la ventana, envueltos en el cálido abrazo.
—¡Maldita sea todo! —masculló Tanis, que frotó la barbilla contra el cabello dorado de su esposa—. Mira, un extraño se acerca por la calzada.
—¡Oh, un invitado no! —suspiró Laurana.
—Un caballero, a juzgar por los arreos de la montura. Tendremos que atenderle. Debería bajar y…
—¡No, no vayas! —Laurana estrechó más fuerte a su marido—. Si lo recibes, lo invitarás a entrar obligado por la cortesía, y ese caballero se considerará obligado por la cortesía a quedarse. Mira, ya va Gil a recibirlo. Él se las arreglará.
—¿Segura? —Tanis parecía dudoso—. ¿Sabrá cómo actuar, qué decir? Sólo tiene dieciséis años…
—Dale una oportunidad —respondió Laurana, sonriente.
—No podemos permitirnos el lujo de ofender a los caballeros precisamente ahora… —Tanis retiró suavemente los brazos de su mujer—. Creo que será mejor que vaya.
—Demasiado tarde. Ya se marcha —informó Laurana.
—¿Ves? ¿Qué te decía yo? —El gesto de Tanis era sombrío.
—No parece ofendido. Y Gil entra en casa. Oh, Tanis, que no piense que lo estamos espiando. Sabes lo susceptible que está últimamente. ¡Rápido, haz algo!
Laurana se apresuró a sentarse de nuevo ante el escritorio, cogió un papel y se puso a escribir a toda velocidad. Tanis, sintiéndose estúpido, cruzó la estancia y contempló un mapa de Ansalon que había extendido sobre la mesa.
Se sobresaltó y se sintió incómodo cuando la palabra «Qualinesti» pareció saltarle a la vista.
Se dijo que era lógico. Cada vez que miraba a su hijo ahora no podía menos de evocar su infancia. Y ello le traía recuerdos de Qualinesti, su tierra natal… donde acaeció su ignominioso nacimiento.
Tantos años, tantos, y esos recuerdos todavía le hacían daño. De nuevo tenía dieciséis años y vivía en casa del hermano de su madre, un huérfano… Un huérfano bastardo.
Laurana había descrito a su hijo como «susceptible». A esa edad él también había estado «susceptible». O, más bien, había sido como un infernal ingenio mecánico de los gnomos, con la sangre humana hirviendo en su interior, acumulando vapor que tenía que encontrar salida o explotaría.
Tanis no se veía reflejado físicamente en su hijo. Él no había sido débil, como Gil, sino fuerte, robusto. Demasiado fuerte y robusto para encajar con el gusto y el estilo elfos. Sus anchos hombros y fuertes brazos eran un insulto para la mayoría de los elfos, un recordatorio constante de su origen humano. Alardeaba de su mitad humana; eso podía admitirlo ahora. Los había provocado para que lo expulsaran, y después se sintió herido cuando lo hicieron.
Era en otros detalles más sutiles en los que Tanis se veía a sí mismo en su hijo. La agitación interna, no saber quién era, dónde estaba su lugar. Aunque Gil no le había dicho nada —apenas hablaban el uno con el otro— Tanis imaginaba que así era como se sentía Gil últimamente. Había rezado para que su hijo se ahorrara tales dudas y autocríticas. Al parecer, sus plegarias no habían sido escuchadas.
Gilthas de la Casa Solostaran [2] era hijo de Tanis, pero también era hijo de Laurana, un hijo de los elfos. Se le había puesto ese nombre por Gilthanas, hermano de Laurana (de cuyo extraño y trágico destino nunca se hablaba en voz alta). Gil era alto, esbelto, de estructura ósea delicada, cabello rubio y ojos almendrados. Sólo era una cuarta parte humano —al ser semihumano su padre— e incluso esa sangre extraña había sido atenuada, aparentemente, por la ininterrumpida línea de la realeza elfa que le habían legado sus antepasados.
Tanis había esperado —por la paz mental de su hijo— que el chico creciese elfo, que la sangre humana que tenía fuera demasiado débil para causarle problemas. Y vio cómo esa esperanza se perdía. A los dieciséis años, Gil no era el típico chico elfo dócil y respetuoso, sino que era taciturno, irritable, rebelde.
Y Tanis —al recordar cómo se había desbocado él mismo— mantenía sujetas las riendas ceñidas al cuello de su hijo con más fuerza si cabe.
Fija la mirada en el mapa, Tanis fingió no darse cuenta cuando Gil entró en la estancia. Tampoco alzó la vista porque sabía lo que se encontraría. Se vería a sí mismo allí plantado. Y como se conocía, como sabía cómo había sido, temía descubrirse reflejado en su hijo.
Y como lo temía, era incapaz de hablar de ello, y menos de admitirlo.
De modo que guardó silencio, mantuvo gacha la cabeza, sin apartar los ojos del mapa, de un lugar llamado Qualinesti.
Desde el momento que entró en la habitación, Gilthas supo que sus padres lo habían estado observando desde la ventana. Lo supo por el tenue rubor de turbación en las mejillas de su madre, por el hecho de que su padre se mostraba extremadamente interesado en un mapa que el propio Tanis había calificado de obsoleto, y sobre todo porque ninguno de los dos alzó la vista hacia él.
No dijo nada; esperó a que sus padres se delataran por sí mismos. Finalmente, su madre alzó la cabeza y le sonrió.
—¿Con quién hablabas fuera, mapete? —preguntó Laurana.
El doloroso y conocido nudo de irritación contrajo el estómago de Gilthas. ¡Mapete! ¡Un término cariñoso en elfo que se utilizaba para dirigirse a los niños!
Al no recibir respuesta, la expresión de Laurana se tornó aún más turbada y comprendió que había cometido un error.
—Ummm… ¿Hablabas con alguien fuera? Oí ladrar a los perros…
—Era un caballero, sir «Noséquién» —repuso Gilthas—. No recuerdo su nombre. Dijo que…
Laurana soltó la pluma. Su actitud era sosegada, así como su voz.
—¿Lo invitaste a entrar?
—Por supuesto que sí —intervino bruscamente Tanis—. Gil sabe que no debe dar un trato descortés a un Caballero de Solamnia. ¿Dónde está, hijo?
«Admítelo. Viste marcharse al caballero. ¿Me tomas por un completo idiota?», decían los ojos de Gilthas.
—¡Padre, por favor! —Gil empezó a perder el control—. Deja que termine lo que estaba diciendo. Claro que invité al caballero a entrar. No soy un necio. Conozco las reglas de la etiqueta. Dijo que no podía quedarse, que iba camino de su casa y que sólo había parado para entregaros esto a madre y a ti. —Gil mostró un estuche de pergaminos.
»Es de Caramon Majere. El caballero estuvo hospedado en El Ultimo Hogar, y cuando Caramon se enteró que sir William viajaba en esta dirección, le pidió que trajera este mensaje.
Gil tendió el estuche a su padre con gesto frío.
Tanis lanzó una mirada preocupada a su hijo y después miró a Laurana, que se encogió de hombros y sonrió pacientemente, como diciendo, «hemos herido sus sentimientos… otra vez».
Gil estaba «susceptible», en palabras de su madre. Bien, lo cierto es que tenía razones para estarlo.
Enfermizo y débil, su nacimiento fue muy deseado y tardo en llegar, y después Gil había estado enfermo la mayor parte de su vida. Cuando tenía seis años estuvo a punto de morir. Después de aquello, sus amantes y preocupados padres lo habían tenido «envuelto entre algodones», como rezaba el dicho. Arropado y protegido, como en un capullo.
Había superado la enfermedad al ir creciendo, pero ahora sufría jaquecas dolorosas y debilitadoras. Se iniciaban como si viese chispazos y terminaban en un insoportable dolor que a menudo lo llevaba a un estado casi inconsciente. No podía hacerse nada para remediar la enfermedad; los clérigos de Mishakal lo habían intentado sin éxito.
Tanis y Laurana pasaban mucho tiempo fuera de casa, los dos trabajando con ahínco para preservar los finos hilos de alianzas que unieron a distintas razas y naciones después de la Guerra de la Lanza.
Demasiado débil para viajar, Gil se quedaba al cuidado de una amorosa ama de llaves que lo adoraba quizás incluso un poquito más que sus padres. Para todos ellos Gil seguía siendo el niño débil que casi había muerto consumido por la fiebre.
A causa de su enfermedad, a Gil no se le permitió jugar con otros niños, suponiendo que hubiese habido otros niños viviendo en los alrededores, que no era el caso. A Tanis Semielfo le gustaba su vida privada, y había construido la casa deliberadamente lejos de las de los vecinos. A menudo solo con sus pensamientos, Gil había desarrollado muchas fantasías extrañas. Una de ellas era que sus jaquecas eran producto de la sangre humana que corría por sus venas. Tenía la delirante sensación, provocada por el horrible dolor, de que si pudiera abrirse las venas y extraer esa sangre extraña, acabaría con el sufrimiento. Nunca habló de esas fantasías con nadie.
Laurana no se avergonzaba de haberse casado con un semihumano. A menudo le tomaba el pelo a Tanis por la barba que llevaba, una barba que a ningún elfo le crecería. Tanis no se avergonzaba de su ascendencia mestiza.
Su hijo sí.
Gil soñaba con la patria elfa que nunca había visto y que probablemente no vería jamás. Los árboles de Qualinesti eran más reales para él que los del jardín de su casa. Gil no entendía que sus padres visitaran Qualinesti en contadas ocasiones ni la razón de que no lo hubiesen llevado con ellos cuando lo hicieron. Lo que sí sabía (o creía saber) es que ese distanciamiento era culpa de su padre. Así que el joven acabó por estar resentido contra su padre con una intensidad que a veces lo asustaba.
«¡No hay nada de mi padre en mí!», se decía cada día mientras se miraba ansiosamente en el espejo, temeroso de que algún pelo antiestético pudiera empezar a crecer en su barbilla.
«¡Nada!», repetía con satisfacción, examinando su tez suave y limpia.
Nada excepto la sangre. Sangre humana.
Y puesto que Gilthas lo temía, era incapaz de hablar de ello ni de admitirlo.
Así pues, siguió callado.
El silencio entre padre e hijo se había ido construyendo ladrillo a ladrillo con el paso de los años. Ahora era un muro difícil de escalar.
—Bueno, ¿no vas a leer la carta, padre? —demandó.
Tanis frunció el entrecejo, molesto por el tono insolente de Gil.
El chico esperaba que lo reprendiera. No sabía muy bien por qué, pero quería provocar a su padre para que perdiera los estribos. Entonces se dirían cosas… Cosas que hacía falta que se dijeran…
Pero Tanis esbozó la sonrisa paciente que se había acostumbrado a adoptar delante de su hijo y sacó el pergamino del estuche.
Gil le dio la espalda, se encaminó a la ventana y contempló sin ver el exuberante y elaborado jardín que se extendía allá abajo. Había estado a punto de abandonar la habitación, pero quería saber lo que contaba Caramon Majere.
No le caían bien la mayoría de los humanos que conocía, los que venían a visitar a sus padres. Los consideraba toscos, vulgares y zafios. Pero le gustaba el jovial y corpulento Caramon, y su ancha y generosa sonrisa, sus carcajadas escandalosas. Disfrutaba oyendo hablar de los hijos del posadero, sobre todo de las proezas de los dos chicos mayores, Sturm y Tanin, que habían viajado por todo Ansalon en busca de aventuras. Ahora intentaban convertirse en los primeros hombres nacidos fuera de Solamnia admitidos en la caballería.
Gil no conocía a los hijos de Caramon. Unos años atrás, tras regresar de alguna misión secreta con Tanis, Caramon se había ofrecido a llevar a Gil a visitar la posada. Tanis y Laurana se habían negado incluso a considerar la oferta. Gil se había puesto tan furioso que se pasó una semana encerrado en su cuarto, abatido.
Tanis desenrolló el pergamino y repasó rápidamente el contenido.
—Espero que todo marche bien para Caramon —dijo Laurana. Parecía ansiosa. No se había puesto a escribir de nuevo y observaba el semblante de Tanis mientras éste leía la misiva.
Gil se volvió. Tanis parecía preocupado, pero cuando llegó al final, sonrió. Entonces sacudió la cabeza y suspiró.
—El hijo menor de Caramon, Palin, acaba de someterse a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y la ha pasado. Ahora es un Túnica Blanca.
—¡Paladine nos asista! —exclamó Laurana, estupefacta—. Sabía que ese joven estudiaba magia, pero jamás pensé que fuera en serio. Caramon decía siempre que era un capricho pasajero.
—Siempre confió en que fuera un capricho pasajero —corrigió Tanis.
—Me sorprende que Caramon se lo permitiera.
—No lo hizo. —Tanis le tendió la carta—. Como podrás leer, Dalamar lo dejó al margen del asunto, sin opción a decidir.
—¿Y por qué no habría dejado que Palin pasara la Prueba? —preguntó Gil.
—Porque, para empezar, la Prueba puede ser mortal —repuso secamente Tanis.
—Pero Caramon va a dejar que sus otros hijos se sometan a las pruebas para entrar en la caballería —argumentó Gil—. Y eso también puede ser fatal.
—La caballería es diferente, hijo. Caramon entiende la batalla con espada y escudo, pero no con pétalos de rosa y telas de araña.
—Y, además, está lo de Raistlin —añadió Laurana, como si eso pusiera punto final al asunto.
—¿Qué tiene que ver su tío con ello? —demandó Gil, aunque sabía perfectamente bien a lo que se refería su madre. Últimamente se sentía inclinado a discutir.
—Es lógico que Caramon tema que Palin siga los pasos de Raistlin por el camino oscuro que éste tomó. Aunque ahora parece poco verosímil.
«¿Y qué camino teméis que elija yo? ¿madre? ¿padre? —quiso gritar el joven—. ¿Cualquiera? ¿Tanto si es de oscuridad como si es de luz? ¿Cualquiera que me conduzca lejos de este lugar? Algún día, madre… Algún día, padre…».
—¿Puedo leerla? —preguntó, irascible.
Sin pronunciar palabra, su madre le tendió el pergamino. Gil lo leyó despacio. Sabía leer el lenguaje humano con tanta facilidad como el elfo, pero tuvo algunos problemas para descifrar la letra enorme, redondeada y alterada de Caramon.
—Caramon dice que cometió un error. Que debería haber respetado la decisión de Palin de estudiar magia, en lugar de intentar obligarlo a ser algo que no es. Y dice que está orgulloso de él por pasar la Prueba.
—Caramon dice eso ahora —replicó Tanis—. Habría dicho algo muy diferente si su hijo hubiese muerto en la Torre.
—Al menos le dio una oportunidad, que es más de lo que tú me darás —repuso Gil—. Me tenéis encerrado como una especie de pájaro enjaulado…
La expresión de Tanis se ensombreció.
—Vamos, Gil —se apresuró a intervenir Laurana—, no empieces. Casi es hora de cenar. Si tu padre y tú vais a asearos, le diré a la cocinera que…
—¡No, madre, no cambies de tema! ¡Esta vez no va a funcionar! —Gil apretó con fuerza el pergamino, como si la carta le diera confianza en sí mismo—. Palin no es mucho mayor que yo, y ahora viaja con sus hermanos. ¡Está viendo sitios, haciendo cosas! ¡Lo más lejos que he ido de casa ha sido la valla!
—No es lo mismo, Gil, y lo sabes —dijo quedamente Tanis—. Palin es humano…
—Yo soy humano en parte —repuso el joven en tono acusador.
Laurana se puso pálida y bajó los ojos. Tanis guardó silencio un momento, con los labios apretados. Cuando habló, lo hizo en aquel tono sosegado que enfurecía a Gil.
—Sí, Palin y tú sois casi de la misma edad, pero los humanos maduran antes que los elfos…
—¡No soy un niño!
El nudo dentro de Gil se retorció hasta que el joven temió que lo volvería del revés.
—Sabes bien, mapete, que con tus jaquecas, viajar sería… —empezó Laurana.
—¡Deja de llamarme eso! —le gritó Gilthas.
Los ojos de Laurana se abrieron mucho por la sorpresa, con expresión dolida, y Gil sintió remordimientos. No había sido su intención herirla, pero al mismo tiempo experimentaba un poco de satisfacción.
—Me has llamado así desde que era un bebé —prosiguió en voz baja.
—Sí, lo ha hecho. —El rostro de Tanis, bajo la barba, estaba crispado por la ira—. Porque te quiere. ¡Pide disculpas a tu madre!
—No, Tanis —intervino la elfa—. Soy yo quien debe disculparse. Tiene razón. —Esbozó una débil sonrisa—. Es un término absurdo para un joven que es más alto que yo. Lo lamento, hijo. No volveré a hacerlo.
Gil no se esperaba esta victoria, y no sabía muy bien cómo manejarla. Decidió seguir adelante, presionar aprovechando la ventaja contra un oponente debilitado.
—Hace meses que no sufro jaquecas. Quizá me he librado de ellas.
—Pero eso no lo sabes, hijo. —Tanis hacía un gran esfuerzo por controlarse—. ¿Qué ocurriría si te pusieras enfermo durante el viaje, lejos de casa?
—Pues vería cómo solucionarlo —repuso Gil—. Te he oído contar que en ocasiones Raistlin Majere estaba tan enfermo que su hermano tenía que cargar con él. Pero eso no frenó a Raistlin. ¡Fue un gran héroe!
Tanis iba a decir algo, pero Laurana le lanzó una mirada de advertencia y el semielfo guardó silencio.
—¿Y adonde quieres ir, hijo? —preguntó ella.
Gil vaciló. Había llegado el momento. No esperaba que el tema saliese así a colación, pero lo había hecho y el joven sabía que debía aprovechar la ocasión.
—A mi tierra natal. Qualinesti.
—Ni hablar.
—¿Por qué, padre? ¡Dame una buena razón!
—Podría darte una docena, pero dudo que las entendieses. Para empezar, Qualinesti no es tu tierra natal…
—¡Tanis, por favor! —Laurana se volvió hacia Gil—. ¿Por qué se te ha metido esa idea en la cabeza, mape…, hijo?
—Recibí una invitación, una invitación muy correcta y pertinente para mi condición de príncipe elfo. —Gil puso énfasis en esas palabras.
Sus padres intercambiaron una mirada alarmada, pero el joven hizo caso omiso y continuó.
—La invitación es de uno de los senadores del Thalas-Enthia. El pueblo prepara algún tipo de celebración para dar la bienvenida a tío Porthios, a su regreso de Silvanesti, y este senador cree que yo debería asistir. Afirma que mi ausencia en estos eventos oficiales ha llamado la atención, que la gente empieza a decir que me avergüenzo de mi ascendencia elfa.
—¿Cómo osan hacer esto? —Tanis habló con rabia mal disimulada—. ¿Cómo se atreven a interferir? ¿Quién es ese senador, ese imbécil entrometido? Yo le…
—Tanthalas, escúchame. —Laurana sólo lo llamaba por su nombre completo, en lugar del diminutivo, cuando el asunto era serio—. Me temo que en este asunto hay algo más de lo que parece a simple vista.
Se acercó a él y se pusieron a hablar en voz baja. Susurrando. Siempre lo mismo. Gil intentó disimular que no sentía el menor interés en lo que decían, pero escuchó con atención. Captó las palabras «política» y «actuar prudentemente», pero nada más.
—Esto me concierne a mí, ¿sabes, padre? —instó bruscamente—. A ti no te invitaron.
—¡No me hables con ese tono, joven!
—Gil, querido, éste es un asunto muy serio —intervino Laurana, que utilizó un tono tranquilizador con su hijo al tiempo que posaba la mano en el brazo de su marido con la misma intención—. ¿Cuándo recibiste esa invitación?
—Hace uno o dos días, cuando estabais en Palanthas. Si hubieseis estado en casa, os habríais enterado.
De nuevo, los dos intercambiaron una mirada.
—Ojalá nos lo hubieses dicho antes. ¿Qué respuesta enviaste?
Saltaba a la vista el nerviosismo de su madre, que tenía las manos entrelazadas con fuerza. Su padre estaba furioso, aunque guardaba silencio a duras penas.
De repente Gil se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, él controlaba la situación. Fue una sensación grata que aflojó el nudo en su estómago.
—Todavía no he contestado —repuso fríamente—. Sé que es un asunto político. Que es serio. Esperé para tratar el tema con los dos.
Tuvo la satisfacción de ver que sus padres se avergonzaban. Una vez más, lo habían subestimado.
—Hiciste bien, hijo. Lamento haberte juzgado mal. —Tanis suspiró y se rascó la barba en un gesto de frustración—. Y lo que es más, lamento que te hayas visto arrastrado a esto. Supongo que era de esperar. Debí prever que pasaría.
—Debimos preverlo los dos —agregó Laurana—. Tendríamos que haberte preparado para cuando ocurriera, Gil. —El tono de su voz bajó. De nuevo hablaba con Tanis—. Pero es que jamás imaginé que… Es parte humano, después de todo. No supuse que ellos…
—Pues claro que sí. Es obvio lo que pretenden…
—¿Qué? —demandó Gil—. ¿Qué es lo que pretenden?
Tanis no pareció escucharlo, ya que siguió hablando con Laurana.
—Había confiado en que no tendría que pasar por lo mismo que nosotros, que se ahorraría todo eso. Y si puedo evitarlo, no tendrá que aguantarlo. —Se volvió hacia Gil—. Tráenos la invitación, hijo. Tu madre elaborará la fórmula correcta para rehusarla.
—Y ya está todo dicho —argüyó Gilthas, que dirigió una mirada iracunda a ambos—. No me dejáis ir.
—Hijo, no lo entiendes… —empezó Tanis, que empezaba a perder los estribos.
—¡Desde luego que no lo entiendo! Yo… —Gil enmudeció de golpe.
¡Por supuesto! En realidad era muy sencillo. Pero tenía que ir con cuidado. No debía delatarse. Había dejado la frase a medias, un estúpido error. Podrían sospechar. ¿Cómo disimularlo? Diplomacia, como había aprendido de su madre.
—Siento haber gritado, padre —manifestó, contrito—. Sé que sólo deseas lo mejor para mí. Fue una necedad por mi parte querer ir, visitar la patria de mi madre.
—Algún día lo harás, hijo. —Tanis se rascó la barba—. Cuando seas mayor…
—Claro, padre. Bien, si me disculpáis, tengo que ocuparme de mis estudios. —Gil se volvió y salió dignamente de la estancia. Cerró la puerta tras él, y se quedó fuera para escuchar.
—Sabíamos que esto ocurriría —decía su madre—. Es lógico que quiera ir.
—Sí, ¿y cómo se sentirá cuando vea las miradas rebosantes de odio, los labios torcidos en un gesto de desprecio, los insultos velados…?
—Quizá no pase eso, Tanis. Los elfos han cambiado.
—¿De veras, cariño? —inquirió tristemente Tanis—. ¿Han cambiado realmente?
Laurana no contestó, al menos Gil no oyó ninguna respuesta. Su resolución vaciló. Después de todo, sólo intentaban protegerlo.
¡Protegerlo! Sí, igual que Caramon había intentado proteger a Palin. Se había sometido a la Prueba y la había superado, había demostrado su valía… Tanto a su padre como a sí mismo.
Afianzado en su resolución, Gil corrió pasillo adelante y subió de dos en dos los peldaños que conducían a su habitación. Una vez dentro, cerró con llave. Tenía la invitación guardada en una caja dorada de filigrana. Releyó la misiva y pasó las líneas hasta dar con lo que buscaba.
Estaré hospedado en El Cisne Negro, una posada que se encuentra a un día a caballo, más o menos, desde la casa de vuestros padres. Si tenéis a bien reuniros conmigo allí, podríamos viajar juntos a Qualinesti. Os aseguro, príncipe Gilthas, que me sentiré honrado por vuestra compañía y será un placer para mí presentaros en las más altas esferas de la sociedad elfa.
El nombre no significaba nada para Gil, y tampoco era importante. Soltó la invitación y miró por la ventana, hacia la calzada que conducía al sur.
Hacia El Cisne Negro.
Envuelto en la capa, Tanis Semielfo yacía tumbado en el duro y frío suelo. Dormía tranquila, profundamente. Pero la mano de Caramon lo agarraba por el hombro y lo sacudía. «¡Tanis, te necesitamos! ¡Tanis, despierta!».
«Lárgate —le contestó Tanis mientras se daba la vuelta y se hacía un ovillo—. No quiero despertarme. Estoy cansado, muy cansado. ¿Por qué no me dejáis en paz? Dejadme dormir…».
—¡Tanis!
Despertó sobresaltado. Había dormido más de lo habitual, más de lo que tenía pensado, pero no había sido un sueño reparador, sino que lo había dejado con los miembros agarrotados y la mente ofuscada. Parpadeó, y alzó los ojos esperando ver a Caramon.
Era Laurana.
—Gil se ha ido —dijo su mujer.
Tanis se debatió para despejarse del sueño, de la pesadez.
—¿Ido? —repitió tontamente—. ¿Adónde?
—No lo sé con certeza, pero creo que… —La voz se le quebró. En silencio, le tendió una hoja de papel hecho con fina pasta de hojas doradas.
Tanis se frotó los ojos y se sentó en la cama. Laurana lo hizo a su lado y lo rodeó con el brazo. Él leyó la invitación.
—¿Dónde lo encontraste?
—En… su cuarto. No tenía intención de husmear, sólo que… no bajó a desayunar. Pensé que podía estar enfermo y fui a comprobarlo. —Inclinó la cabeza; las lágrimas corrían por sus mejillas—. La cama no estaba deshecha, faltaban sus ropas y esto… se encontraba tirado en el suelo… junto a la ventana…
No pudo continuar. Tras un momento de silenciosa lucha logró recobrar el control de sí misma.
—Fui a los establos. También falta su caballo. El mozo de cuadra no oyó ni vio nada…
—El viejo Hastings está más sordo que una tapia. No habría oído ni el Cataclismo. Caramon trató de advertirme de que ocurriría esto, pero no quise escucharlo. —Tanis suspiró. En su subconsciente, sí lo había escuchado. Eso era lo que significaba el sueño.
«Dejadme dormir…».
—Todo saldrá bien, cariño —dijo animadamente Tanis, que besó a su esposa y la estrechó contra sí—. Gil dejó esto sabiendo que lo encontraríamos. Quiere que vayamos tras él, quiere que lo detengamos. Esto no es más que un cacareo jactancioso de independencia. Lo encontraré en El Cisne Negro, exhausto, pero demasiado orgulloso para admitirlo, fingiendo que va a seguir viajando y esperando para sus adentros que discuta con él hasta convencerlo para que no lo haga.
—No pensarás regañarlo —argumentó ansiosamente Laurana.
—No, claro que no. Tendremos una conversación de hombre a hombre. Será extensa. Quizás incluso pasemos la noche fuera de casa, y nos pongamos en camino por la mañana para regresar.
La idea le resultó muy grata a Tanis. Ahora que lo pensaba, nunca había pasado un día solo con su hijo. Charlarían, hablarían en serio. Le haría ver que lo comprendía.
—De hecho, esto puede resultar positivo para el chico, querida.
Tanis salió de la cama y se vistió con ropa de viaje.
—Quizá debería ir yo también…
—No, Laurana —se opuso firmemente Tanis—. Esto es entre Gil y yo. —Hizo una pausa en los preparativos—. No entiendes realmente por qué ha hecho esto, ¿verdad?
—Ningún joven elfo haría algo así —contestó quedamente ella, con las lágrimas brillándole en los ojos.
Tanis se inclinó y le besó el lustroso cabello. Recordaba a un joven semielfo que huyó de su hogar, de su gente; un joven semielfo que había huido de ella. Imaginó que su mujer debía de estar recordando lo mismo.
El ansia de cambio… la maldición de la raza humana.
O la bendición.
—No te preocupes —dijo—. Lo traeré de vuelta, sano y salvo.
Laurana siguió hablando, pero Tanis no la escuchaba. Estaba oyendo la voz de otra mujer, de otra madre.
«¿Qué sacrificaríais por vuestro hijo? ¿Vuestra salud? ¿Vuestro honor? ¿Vuestra propia vida?». Eran las palabras de Sara… Sara, madre adoptiva de Steel Brightblade.
Asustado, helado, Tanis recordó la visión. No había pensado en ello hacía años, lo había apartado de su mente. De nuevo se encontró en la maligna fortaleza de lord Ariakan, Caballero de Takhisis. Los negros nubarrones se apartaron, y la luz plateada de Solinari brilló entre el resquicio, ofreciéndole a Tanis una fugaz visión del peligro que envolvía a su débil hijo como un aguacero. Y entonces las negras nubes ocultaron a Solinari y la visión desapareció. Y él la había olvidado.
Hasta ahora.
—¿Qué ocurre? —Laurana lo miraba asustada.
¡Qué bien lo conocía! Demasiado bien…
—Nada —mintió, obligándose a esbozar una sonrisa tranquilizadora—. Tuve un mal sueño anoche, eso es todo. Supongo que aún me afecta. Sobre la guerra, ya sabes…
Sí, Laurana lo sabía porque ella también tenía esos sueños. Y sabía que no estaba diciendo la verdad, no porque no la amara o no confiara en ella o no la respetara, sino simplemente porque no era capaz. Había aprendido desde una edad temprana a mantener bien ocultos sus sufrimientos, pesares y temores internos. Demostrar alguna debilidad daría ventaja a cualquiera sobre él. Laurana no le culpaba por ello; había visto cómo había crecido. Un semihumano en la sociedad elfa, se le permitía vivir en Qualinesti por caridad y compasión. Pero él nunca lo había aceptado. Los elfos no habían dejado de mostrarle de un modo u otro que era —que sería siempre— un intruso.
—¿Y qué pasará con Rashas? —preguntó, teniendo el tacto de cambiar de tema.
—Me ocuparé de él —dijo Tanis, sombrío—. Debí adivinar que él estaría detrás de todo esto. Siempre conspirando. Me pregunto por qué lo aguantará Porthios.
—Porthios tiene otras preocupaciones, querido, pero ahora que Silvanesti ha quedado libre de la pesadilla de Lorac, podrá regresar a casa por fin y ocuparse de los asuntos de su patria.
La pesadilla de Lorac. Lorac había sido el anterior monarca silvanesti que dirigía la nación cuando estalló la Guerra de la Lanza. Temeroso de que su tierra fuese a caer víctima de los ejércitos invasores de la Reina Oscura, Lorac había intentado utilizar uno de los poderosos Orbes de los Dragones para salvar a su pueblo, a su reino. Por el contrario, trágicamente, Lorac había caído víctima del Orbe. El dragón del Mal, Cyan Bloodbane, se había apoderado de Silvanesti y había susurrado sueños horribles al oído del rey elfo.
Los sueños se habían convertido en realidad, y Silvanesti se transformó en una tierra devastada y encantada por la que pululaban criaturas malignas que eran, al mismo tiempo, reales y producto de la visión de Lorac desfigurada por el miedo.
Incluso después de su muerte y de la derrota de la Reina Oscura, Silvanesti no se había librado por completo de las tinieblas. Durante largos años, los elfos habían luchado contra lo que quedaba de la pesadilla, contra criaturas malignas que seguían merodeando por el país. Sólo ahora las habían derrotado finalmente.
Tanis pensó en la historia de Lorac y le encontró una relevancia especial en este día. Una vez más, algunos elfos actuaban de manera irracional, llevados por el miedo. Algunos elfos mayores, aferrados a las viejas costumbres, como el senador Rashas…
—Por lo menos Porthios tiene algo que le aparta la mente de las preocupaciones, ahora que Alhana está embarazada —comentó el semielfo con fingida alegría, que sólo era una fachada, mientras se abrochaba la armadura de cuero.
Laurana miró la armadura, que su marido nunca se ponía a menos que esperara topar con problemas. Se mordió el labio inferior, pero no hizo comentario alguno. Siguió el tema de conversación que él había iniciado.
—Sé que Alhana está muy complacida. Hace mucho que deseaba un hijo. Y creo que Porthios también siente lo mismo, aunque intenta actuar como si la paternidad no fuese nada especial, sólo un deber que cumplir para con su pueblo. Veo una calidez en su trato que no ha habido en todos estos años. Realmente creo que empiezan a sentir afecto el uno por el otro.
—Iba siendo hora —rezongó Tanis. Nunca le había gustado mucho su cuñado. Se echó la capa, la abrochó, cogió una mochila y se inclinó para besar la mejilla a su esposa—. Adiós, cariño. No te inquietes si no volvemos de inmediato.
—¡Oh, Tanis! —Laurana lo miró, interrogante.
—No temas. El chico y yo necesitamos hablar, ahora lo comprendo. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo, pero esperaba que… —Se calló y después dijo—. Te mandaré noticias.
Se ciñó la espada, volvió a besar a Laurana, y se marchó.
No fue difícil seguir el rastro de su hijo. Las lluvias primaverales habían anegado Solamnia durante un mes; el terreno estaba embarrado, y en él se marcaban, profundas y claras, las huellas de cascos de caballo. La única otra persona que había recorrido esa calzada últimamente era sir William, para entregar el mensaje de Caramon, y el caballero había marchado en dirección contraria, hacia Solamnia, mientras que El Cisne Negro se encontraba en la calzada que se dirigía al sur, a Qualinesti.
Tanis cabalgó sin forzar el paso. El sol matinal era una rendija de fuego en el cielo, y el rocío resplandecía en la hierba. La noche había estado despejada, y la temperatura era lo bastante fresca para agradecer la capa, pero no fría en exceso.
—Gil tiene que haber disfrutado de la cabalgada —se dijo Tanis. Recordó, con culpable placer, a otro joven y otro viaje a medianoche—. Yo no tenía caballo cuando me fui. Fui a pie desde Qualinesti hasta Solace buscando a Flint. No tenía dinero ni cuidado ni sentido común. Es un milagro que llegara vivo. —Tanis rió de buena gana y sacudió la cabeza.
»Pero iba lo bastante raído para que ningún asaltante me mirara dos veces. No podía permitirme el lujo de dormir en una posada, de modo que no me metí en peleas. Pasaba las noches paseando bajo las estrellas, sintiendo que por fin podía respirar profundamente.
»Oh, Gil —suspiró Tanis—. Hice justo lo que me prometí cien veces que no haría jamás. Te até y te encadené. Eran unas cadenas de seda, forjadas por el amor, pero no por ello dejaban de ser cadenas. Mas, ¿de qué otra cosa podrían haber sido? ¡Eres tan importante para mí, hijo! Te quiero tanto. Si te ocurriese algo…
»¡Basta, Tanis! —se reprendió severamente—. Estás pidiendo prestados problemas y sabes el interés que esa deuda puede cobrarte. Hace un día precioso, Gil tendrá un buen viaje, y hablaremos esta noche. Pero hablar de verdad. Es decir, hablarás tú, hijo. Y yo te escucharé. Lo prometo».
Tanis continuó, siguiendo las huellas del caballo. Vio donde Gilthas había dado rienda suelta al animal, las señales de un galope alocado, tanto corcel como jinete borrachos de libertad. Pero después el joven había calmado al caballo y continuó a un paso razonable para no cansar al animal.
—Bien hecho, muchacho —dijo Tanis con orgullo.
Para olvidar sus preocupaciones, empezó a plantearse qué le diría a Rashas, del Thalas-Enthia. Tanis lo conocía bien. Más o menos de la edad de Porthios, Rashas era un enamorado del poder, y no había nada con lo que disfrutara más que con una buena intriga política. Había sido el elfo más joven que se había sentado en el senado. Corría el rumor de que había acosado a su padre hasta que éste cedió finalmente a la presión y renunció a su asiento en favor de su hijo. Durante la Guerra de la Lanza, Rashas había sido un cardo bajo la silla de montar de Solostaran, el Orador de los Soles. Y ahora le tocaba aguantar esa irritación al sucesor de Solostaran, Porthios.
Rashas abogaba persistentemente por el aislamiento elfo del resto del mundo. No ocultaba el hecho de que, en su opinión, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había hecho bien al ofrecer recompensas por enanos y kenders. Sin embargo, de ser por él, habría realizado un cambio: habría añadido los humanos a la lista.
Lo cual hacía que todo este asunto fuera inexplicable. ¿Por qué esa vieja araña cautelosa quería atraer a Gilthas, nada menos un cuarterón humano, a su tela?
—En cualquier caso —masculló Tanis—, esto me dará una oportunidad para arreglar mis propias cuentas contigo, Rashas, viejo amigo de la infancia. Recuerdo todos tus comentarios insidiosos, los insultos susurrados, las pequeñas bromas crueles. Los golpes que recibí de ti y de tu pandilla de matones. Entonces tenía prohibido devolvértelos, pero ¡por Paladine que ahora no habrá nadie que me lo impida!
La agradable idea de imaginar por anticipado que estrellaría el puño en la puntiaguda barbilla de Rashas mantuvo entretenido a Tanis gran parte de la mañana. No tenía idea de qué era lo que quería de su hijo, pero suponía que nada bueno.
—Hice mal en no hablarle a Gil de Rashas —reflexionó Tanis—. Y en no contarle casi nada de cómo fue mi vida en Qualinesti. Tal vez haya sido un error mantenerlo apartado de allí. Si no lo hubiésemos hecho, habría conocido a Rashas y a los que piensan como él. No habría caído en sean cuales sean las argucias de ese conspirador. Pero quería protegerte, Gil. No quería que sufrieras lo que yo sufrí… —Tanis hizo parar a su caballo y le hizo dar media vuelta—. Maldito sea el Abismo.
Observó fijamente la calzada de tierra, sintiendo el corazón en un puño. Desmontó para ver mejor. El barro, que se iba endureciendo poco a poco con el brillante sol, mostraba claramente lo ocurrido. Sólo había una criatura en Krynn que dejara ese tipo de huellas, con tres garras delanteras y una trasera, así como la sinuosa marca de una cola de reptil.
—Draconianos… Cuatro.
Tanis examinó las huellas. Su caballo las olisqueó y se apartó relinchando, con repulsión.
Agarró al animal y le sujetó la cabeza cerca de las huellas hasta que se hubo acostumbrado al olor. Volvió a montar y siguió el rastro. Podía ser una coincidencia, se dijo. Tal vez los draconianos viajaban en la misma dirección que Gil, simplemente.
Pero, al cabo de un par de kilómetros, Tanis estaba convencido de que aquellos seres iban siguiendo a su hijo, al acecho.
En cierto momento, Gil había desviado a su caballo, saliendo de la calzada, para conducirlo hasta la orilla de un arroyo. También allí los draconianos habían dejado el camino. Rastreando tenazmente las huellas del caballo arroyo abajo, los draconianos lo habían seguido a lo largo del borde del agua, y posteriormente de vuelta a la calzada.
Además, Tanis advirtió que las criaturas llevaban cuidado de mantenerse ocultas. En distintos puntos, las pisadas de tres garras dejaban el camino y buscaban la seguridad de la espesura.
Esta calzada no estaba muy frecuentada, pero los granjeros la usaban, así como algún que otro caballero. Si los draconianos fueran merodeadores corrientes que se marchaban de la zona, no habrían dudado en atacar a un solitario granjero para robarle la carreta y los caballos. Estos draconianos se escondían de la gente que pasaba por la calzada; obviamente tenían una misión.
Mas ¿qué conexión podía haber entre Rashas y unos draconianos? El elfo tenía sus defectos, cierto, pero conspirar con criaturas de la oscuridad no era uno de ellos.
Asustado, Tanis espoleó al caballo. Las huellas tenían horas, pero no se encontraba lejos de El Cisne Negro. La posada estaba localizada en una villa de buen tamaño, llamada Campogentil. Cuatro draconianos no se atreverían nunca a aventurarse en una zona poblada. Fuera cual fuese su intención, tendrían que atacar antes de que Gil llegase a la posada.
Lo que significaba que Tanis podría llegar demasiado tarde.
Cabalgó por la calzada a una velocidad moderada, sin perder de vista las huellas, tanto de las criaturas como las del caballo de Gil. Obviamente, el joven no tenía ni idea de que lo estaban siguiendo. Marchaba a un tranquilo trote, disfrutando del paisaje, regocijándose con su recién descubierta libertad. Los draconianos no se desviaban de su curso.
Y entonces Tanis supo dónde atacarían.
A unos pocos kilómetros de Campogentil, la calzada atravesaba un área muy boscosa. Robles y castaños crecían apiñados, con las ramas entrelazándose por encima del camino, tapando la luz del sol y manteniendo la calzada en sombras. En los días posteriores al Cataclismo, ese bosque tenía fama de haber sido el refugio de ladrones, y en la actualidad se lo conocía extraoficialmente como Acres de Ladrones. Las cuevas horadaban las laderas de las colinas, proporcionando escondrijos donde los hombres podían ocultarse y regodearse con su botín. Era el lugar perfecto para tender una emboscada.
Muerto de miedo, Tanis dejó de seguir las huellas y puso a galope a su caballo. Casi arrolló a un sobresaltado granjero, que le gritó preguntándole qué demonios le pasaba. Tanis no perdió tiempo en responder. El bosque estaba a la vista, una amplia extensión verde oscuro que bordeaba la calzada al frente.
Las sombras de los árboles se cerraron sobre él; el día se convirtió en oscuridad en un abrir y cerrar de ojos. La temperatura bajó de manera notable. Aquí y allí parches de luz solar se filtraban a través del dosel de ramas. Comparada con la oscuridad que la rodeaba, la luz resultaba casi cegadora. Pero a no tardar incluso esos atisbos de luz se terminaron a medida que la floresta se volvía más densa.
Tanis hizo que el caballo frenara un poco la marcha. Aunque detestaba perder tiempo, no quería pasar por alto cualquier pista que hubiese quedado marcada en el suelo.
No tardó en hallar el final de la historia.
No le habría pasado inadvertido aunque hubiese ido a galope tendido. La calzada de tierra estaba removida hasta tal punto que a Tanis le resultó imposible descifrar qué había ocurrido exactamente. Las huellas de los cascos del caballo se confundían con las de los draconianos; aquí y allí le pareció vislumbrar la esbelta huella de un pie elfo. Además, se sumaban otras huellas con garras distintas. Ésas le resultaron vagamente familiares, pero no alcanzó a identificarlas de inmediato.
Gil había llegado hasta allí, y no había seguido.
Pero, por todo lo más sagrado, ¿qué le había ocurrido?
Tanis retrocedió sobre sus pasos, extendiendo la búsqueda entre los árboles. Su paciencia se vio recompensada.
Huellas de cascos de caballo se metían en el bosque, flanqueadas por las de los draconianos.
Tanis juró entre dientes. Regresó hasta su animal, lo ató a un lado de la calzada, y cogió el arco largo y la aljaba con flechas atados a la silla. Soltó la correílla que sujetaba la espada a la vaina y se metió en el bosque.
Toda su habilidad como rastreador y cazador volvió de nuevo a él. Bendijo la previsión —¿o quizá fue la visión en el alcázar de las Tormentas?— que lo había inducido a ponerse las botas de flexible cuero, así como llevarse el arco y las flechas, que rara vez cogía en estos tiempos de paz. Su mirada barría el suelo. Se movía entre árboles y arbustos sin hacer ruido, pisando con ligereza, cuidando de no hacer chascar una ramita o que una rama se agitara a su paso.
La fronda se hizo más densa, más oscura. Se encontraba bastante lejos de la calzada, rastreando a cuatro draconianos, y él iba solo. No era una maniobra particularmente inteligente.
Siguió adelante. Tenían a su hijo.
El sonido de voces guturales, hablando un lenguaje que le erizó la piel y le trajo desagradables recuerdos, hizo que Tanis aflojara el paso. Conteniendo el aliento, avanzó sigiloso, moviéndose de árbol en árbol, aproximándose a su presa.
Y allí estaban, o al menos, parte de ellos. Tres draconianos se encontraban delante de una cueva y conversaban en su horrible lenguaje. Y estaba el caballo de Gil, con los finos arreos y las cintas de seda tejidas en las crines. El animal temblaba de miedo, y tenía marcas de golpes. No era un caballo de batalla entrenado, pero al parecer había luchado contra sus captores. Uno de los draconianos maldecía al animal y señalaba un corte ensangrentado en el escamoso brazo.
Pero no había señales de Gilthas. Probablemente lo tenían en la cueva, vigilado por el cuarto draconiano. Pero ¿por qué? ¿Qué cosas horribles le estaban haciendo?
¿Qué le habían hecho?
Al menos Tanis tenía el magro consuelo de que la única sangre visible en el suelo era de color verde.
Eligió su blanco: se trataba del draconiano que estaba más cerca de él. Moviéndose más silencioso que el viento, Tanis tomó el arco, encajó una flecha en él, lo alzó hasta su mejilla y a continuación disparó. La flecha se hundió en la espalda del draconiano, entre las alas. La criatura soltó un gorgoteo de dolor y sorpresa y después cayó de bruces, muerta. El cuerpo se convirtió en piedra, reteniendo firmemente la flecha. No había que atacar nunca a un baaz con la espada si podía evitarse.
Rápidamente, Tanis tenía preparada otra flecha. El segundo draconiano, desenvainada la espada, se volvía en su dirección. Tanis disparó. La flecha alcanzó al draconiano en el pecho. El ser dejó caer la espada y sus manos con garras asieron el astil; después, también se desplomó muerto en el suelo.
—¡No te muevas! —ordenó secamente el semielfo, hablando en Común, lenguaje que sabía que los draconianos entendían.
La tercera criatura se quedó paralizada, con la espada a medio desenvainar y los ojillos lanzando rápidas miradas a un lado y a otro.
—Tengo una flecha con tu asqueroso nombre escrito —continuó Tanis—. Está apuntando directamente a lo que vosotros, basura, llamáis corazón. ¿Dónde está el chico que habéis capturado allá atrás? ¿Qué habéis hecho con él? Tienes diez segundos para contestar o sufrirás la misma suerte de tus compañeros.
El draconiano dijo algo en su propia lengua.
—No me vengas con ésas —gruñó el semielfo—. Hablas el Común mejor que yo, probablemente. ¿Dónde está el chico? Los diez segundos casi han pasado. Si no me…
—¡Tanis, amigo mío! Qué grato volver a verte —dijo una voz—. Ha pasado mucho tiempo.
Un elfo alto, apuesto, de cabello oscuro y ojos castaños, vestido con ropajes negros, salió de la cueva.
Tanis luchó para mantener tenso el arco y la flecha apuntada, aunque las manos le temblaban, los dedos estaban sudorosos y el miedo le estrujaba el estómago.
—¿Dónde está mi hijo, Dalamar? —gritó con voz ronca—. ¿Qué le habéis hecho?
—Baja el arco, amigo mío —dijo suavemente el hechicero—. No los obligues a matarte. No me obligues.
Lágrimas de rabia, miedo y frustración lo cegaron, pero Tanis mantuvo levantado el arco, dispuesto a disparar la flecha sin importarle dónde se hundía.
Unas garras se clavaron en su espalda y lo empujaron al suelo. Un objeto pesado lo golpeó. El dolor estalló en la cabeza de Tanis y, aunque luchó para no perder el sentido, la oscuridad lo envolvió.
Gil cabalgaba a través de una zona del bosque particularmente umbría, pensando con inquietud que aquél sería el lugar perfecto para una emboscada, cuando el grifo descendió entre una abertura en el denso dosel de árboles y se posó en la calzada, justo delante de él.
El joven nunca había visto una de esas extraordinarias bestias, que eran amigas de los elfos y de ninguna otra raza de Krynn. Se alarmó y se sobresaltó ante su aparición. El animal tenía la cabeza y las alas de un águila, pero su parte posterior era la de un león. Sus ojos relucían feroces, y su pico, terriblemente afilado, podía —según la leyenda— atravesar las escamas de los dragones.
Su corcel estaba aterrorizado; la carne de caballo era una de las comidas favoritas de los grifos. El animal relinchó y se encabritó, ciego de pánico, y a punto estuvo de desmontar a Gil. El joven era un experto jinete, ya que la equitación había sido un ejercicio recomendado por considerarse beneficioso para su salud, y de inmediato sofrenó al caballo y lo tranquilizó con suaves palmadas en el cuello y quedas palabras de sosiego.
El jinete del grifo —un elfo maduro, vestido con ricas ropas— lo observó con aprobación. Cuando el caballo de Gil estuvo de nuevo bajo control, el otro elfo desmontó y se aproximó a él. Un segundo elfo, uno cuyo aspecto era lo más extraño que Gil había visto nunca, se quedó esperando detrás. Ese elfo extraño casi no llevaba ropa, de manera que quedaba a la vista gran parte de un cuerpo musculoso y decorado con dibujos fantásticos y de colores muy vivos.
El elfo mayor se presentó.
—Soy Rashas del Thalas-Enthia. Y vos, supongo, debéis de ser el príncipe Gilthas. Bien hallado, nieto de Solostaran, es un placer.
Gil desmontó y respondió con palabras corteses como le habían enseñado. Los dos intercambiaron el beso formal de saludo y siguieron con el ritual de presentación. Durante dicho proceso, el grifo no dejó de lanzar feroces miradas en derredor, sus fieros ojos penetrando las sombras del bosque. En cierto momento chasqueó el pico y sus garras se hincaron y desmenuzaron el suelo de tierra, en tanto que la cola leonina se agitaba con desagrado.
El elfo que acompañaba a Rashas dirigió unas cuantas palabras al grifo, que giró la cabeza, flexionó las alas y pareció apaciguarse, bien que de un modo hosco.
Gil observaba al grifo, intentaba mantener tranquilo a su caballo, echaba miradas de reojo al sirviente elfo pintado, y trataba, al mismo tiempo, dar la réplica correcta y adecuada al senador. No era de extrañar pues que se sintiera un tanto confuso. Rashas reparó en las dificultades que pasaba el joven.
—Permitid que me disculpe por asustar a vuestro caballo. Ha sido una falta de consideración por mi parte. Tendría que haberme dado cuenta de que vuestro animal no estaba acostumbrado a nuestros grifos. Los caballos de Qualinesti están entrenados para moverse entre ellos, ¿comprendéis? No se me pasó por la cabeza que los caballos de Tanthalas Semielfo no lo estuvieran.
Gil se sintió avergonzado. Los grifos habían sido las monturas de los elfos desde hacía muchos siglos. No estar familiarizado con esas bestias magníficas le parecía equivalente a no estar familiarizado con los de la propia raza. Su intención era balbucir una disculpa en nombre de su padre, pero para su sorpresa se encontró diciendo algo completamente distinto.
—Los grifos vienen a visitarnos —manifestó con orgullo—. Mis padres intercambian regalos con ellos anualmente. El caballo de mi padre está bien entrenado, pero el mío es joven aún…
Rashas lo interrumpió cortésmente.
—Creedme, príncipe Gilthas, lo entiendo —dijo en tono serio y con una mirada de fría piedad que hizo enrojecer al joven.
—Creedme, señor —empezó Gil—, creo que os equivocáis…
—Pensé que sería placentero para vos, príncipe Gilthas —prosiguió Rashas como si no hubiese oído—, al igual que instructivo, vislumbrar Qualinesti por primera vez desde el aire. En consecuencia, y actuando impulsivamente, salí a vuestro encuentro volando en grifo. Me sentiría muy honrado si aceptáis volar conmigo a Qualinost. No os preocupéis, el grifo puede transportarnos a ambos con facilidad.
Gil olvidó la ira que sentía por el insulto. Miró a la magnífica bestia con ansiedad y admiración. ¡Volar! ¡Parecía que todos sus sueños se estuviesen haciendo realidad al mismo tiempo! Pero su entusiasmo se desvaneció rápidamente. Su interés principal era el bienestar de su caballo.
—Gracias por vuestra amable oferta, senador…
—Llamadme Rashas, mi príncipe —lo interrumpió el elfo mayor.
Gil hizo una inclinación de cabeza, correspondiendo al cumplido.
—No puedo dejar solo a mi caballo, sin atención. —Palmeó el cuello del animal—. Espero que no os ofendáis.
Sin embargo Rashas parecía complacido.
—Tolo lo contrario, mi príncipe. Me alegra ver que os tomáis esa responsabilidad seriamente. ¡Hay tantos jóvenes que no lo hacen hoy en día! Pero no tenéis que perderos el viaje por eso. Mi sirviente kalanesti —Rashas agitó una mano hacia el elfo de aspecto extraño— llevará de vuelta el caballo a los establos de vuestro padre.
¡Kalanesti! Ahora lo entendía. Así que ése era uno de los famosos Elfos Salvajes de leyendas y canciones. Nunca había visto uno.
El kalanesti inclinó la cabeza, indicando en silencio que nada le complacería más que hacer tal cosa. Gil respondió de igual modo, incómodo, preguntándose qué decisión tomar.
—Veo que dudáis. ¿Os encontráis bien? He oído que vuestra salud es precaria. Quizá deberíais regresar a casa —dijo Rashas solícitamente—. Los rigores del vuelo podrían resultar perjudiciales para vos.
El comentario, ni que decir tiene, zanjó el asunto.
Sintiendo arderle las mejillas, Gil manifestó que le encantaría acompañar al senador en el grifo.
Sin pensarlo más, el joven ordenó al sirviente kalanesti que se ocupara del caballo, y sólo cuando se encontró bien afianzado en la silla del grifo se le ocurrió preguntarse cómo sabía el senador que había decidido viajar a Qualinesti; y también dónde encontrarse con él.
Gil tuvo la pregunta en la punta de la lengua, pero estaba impresionado por el elfo mayor, por su aire elegante y digno. Laurana había enseñado bien a su hijo, le había inculcado ser diplomático. Hacer tal pregunta sería una descortesía, daría a entender que Gil no confiaba en el elfo. Sin duda había una explicación lógica.
El joven se puso cómodo, dispuesto a disfrutar del viaje.
Mientras viviera, Gil no olvidaría la primera vez que avistó la legendaria ciudad de Qualinost. El primer atisbo, pero aun así, una imagen familiar para él.
Rashas se volvió para ver la reacción del joven, y reparó en que las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Gil. Asintió con aprobación. Incluso le desaconsejó que se las limpiara.
—La belleza inunda el corazón hasta casi hacerlo estallar, y la emoción ha de encontrar una válvula de escape. Dejad que se descargue por vuestros ojos. No consideréis una vergüenza esas lágrimas, mi príncipe, sino más bien un gran mérito. Es lógico que lloréis la primera vez que contempláis vuestro verdadero hogar.
A Gil no le pasó inadvertido el énfasis puesto por el senador en la palabra «verdadero», y no pudo estar más de acuerdo con él.
«¡Sí, éste es mi lugar, formo parte de él! Ahora lo sé. Lo he sabido toda mi vida. Porque no es la primera vez que veo Qualinost. La he visto en sueños muchas veces».
Cuatro esbeltas torres hechas de piedra blanca y revestidas con reluciente plata se elevaban por encima de las copas de los álamos, que crecían copiosos en la ciudad. Una torre más alta, construida con oro bruñido, que resplandecía a la luz del sol, se alzaba al norte de la ciudad rodeada de otros edificios hechos de chispeante cuarzo rosa. Calles tranquilas serpenteaban como cintas de seda entre alamedas y jardines de flores silvestres. Una sensación de paz se apoderó del alma de Gilthas; de paz y de pertenencia.
Cierto, había llegado a casa.
El grifo aterrizó en el patio central de una casa construida de cuarzo rosa y decorada con verde jade. La propia casa parecía delicada, frágil y, sin embargo, había aguantado —como Rashas alardeó con orgullo— los temblores y los huracanes del Cataclismo. Gil contempló las torres, el trabajo de filigrana de los rasteles, las columnas estriadas y los esbeltos arcos, y comparó mentalmente aquello con el palacete de sus padres. La mansión, a la que Laurana había dado el nombre de Final del Viaje, era rectangular, de pronunciados ángulos, ventanas rematadas en gablete y tejado de vertientes en ángulo agudo. Comparada con los hermosos y gráciles hogares elfos, la recordaba como una construcción amazacotada, sólida y fea. Parecía… humana.
Rashas le dio cortésmente las gracias al grifo por los servicios prestados, le entregó varios regalos de calidad y se despidió de él. Después condujo a Gilthas al interior de la casa. Por dentro era aún más hermosa que por fuera, si tal cosa era posible. A los elfos les encantaba el aire libre, de modo que, como rezaba el dicho, sus hogares eran más ventanas que paredes. La luz del sol penetraba por las filigranas talladas y se entretejía con las sombras para formar dibujos sobre el suelo, unos dibujos que parecían estar vivos, ya que cambiaban constantemente con los movimientos del sol y las nubes. Dentro de la casa crecían flores, y del suelo se alzaban árboles. Los pájaros entraban y salían volando, libremente, llenando las estancias con sus musicales trinos. Desde fuentes interiores el agua corría y salpicaba entonando su canto semejante a dulces nanas, creando un contrapunto con la alegre música de las aves.
Varios elfos kalanestis —altos y musculosos, con las extrañas marcas en la piel— recibieron a Rashas con reverencias y muestras de deferencia.
—Éstos son mis Elfos Salvajes —le explicó el senador a Gilthas—. Antaño fueron esclavos. Ahora, de acuerdo con los decretos recientes, se me exige pagarles por sus servicios.
Gil no estaba seguro, pero tuvo la incómoda sensación de que el tono de Rashas sonaba muy molesto. El elfo mayor lo miró de soslayo y sonrió, y Gil llegó a la conclusión de que el senador sólo había bromeado. Nadie, en los tiempos actuales y en esta era, podía aprobar la esclavitud.
—Ahora sólo vivimos aquí mis sirvientes y yo —continuó Rashas—. Soy viudo. Mi esposa murió durante la guerra, y mi hijo pereció combatiendo en los ejércitos de la Piedra Blanca, que estaban dirigidos por vuestra madre, Gilthas. —Lanzó una extraña mirada al joven—. Mi hija está casada y tiene casa y familia propias. La mayoría del tiempo me encuentro solo.
»Pero hoy tengo compañía, un honorable huésped que me visita. Espero que también vos, mi príncipe, consideréis vuestra mi casa. Confío en que honréis mi morada con vuestra presencia. —Parecía anhelante, ansioso de que Gilthas respondiera afirmativamente.
—Soy yo quien se siente honrado, senador —dijo el joven, rojo de placer—. Vuestra amabilidad me abruma.
—Dentro de un momento os mostraré vuestro cuarto. Los sirvientes lo están preparando ahora. La dama que es mi invitada está deseosa de conoceros. Sería descortés por nuestra parte hacerla esperar. Ha oído hablar mucho de vos. Es, creo, una íntima amiga de vuestra madre.
Gil estaba perplejo. A raíz de su matrimonio, su madre había conservado contados amigos entre los elfos. Quizás esta persona había sido una de las compañeras de infancia de Laurana.
Rashas subió, precediendo a Gil, tres tramos de una escalera de grácil trazado sinuoso. Una puerta situada en lo alto se abría a un espacioso corredor; en éste había tres puertas, una al fondo y las otras dos, una a cada lado. Una pareja de silenciosos sirvientes kalanestis se encontraba junto a la puerta del fondo. Hicieron una reverencia a Rashas, y a una señal de éste, uno de los Elfos Salvajes llamó respetuosamente a la puerta.
—Adelante —respondió una voz femenina, baja y musical, queda e imperiosa.
Gil se quedó atrás para dejar pasar a Rashas, pero el senador hizo una reverencia y un ademán, invitándolo a adelantarse.
—Mi príncipe —dijo.
Azorado, pero complacido, Gilthas entró en la habitación seguido de Rashas. Los sirvientes cerraron la puerta.
La mujer estaba de espaldas a ellos, de pie junto a un ventanal. El cuarto tenía forma octogonal, y era un pequeño vivero. En el centro crecían árboles, con las ramas cuidadosamente guiadas para formar un techo vivo de verdor. En las paredes había altos y estrechos ventanales. Gil reparó en que no estaban abiertos, sino cerrados y cubiertos con seda. Supuso que a la ocupante de la estancia no le gustaba el aire fresco.
Dos puertas, una a cada lado del cuarto, conducían a habitaciones privadas. Los muebles, un sofá, una mesa y varias sillas, eran cómodos y elegantes.
—Milady —saludó respetuosamente Rashas—, tenéis una visita.
La mujer continuó en la misma postura un momento más. Sus hombros parecieron ponerse tensos, como si se preparase para algo. Después se volvió lentamente hacia ellos.
Gil soltó una exclamación de ahogada admiración. Nunca había visto o imaginado que existiese una belleza igual, que pudiera encarnarse en un ser vivo. El cabello de la mujer era de un tono tan oscuro como el cielo en la medianoche más profunda, sus ojos poseían el profundo color violeta de las amatistas. Era grácil, encantadora, etérea, efímera, y a su vez la envolvía un halo de tristeza que igualaba la de los dioses.
Si Rashas la hubiese presentado como Mishakal, compasiva deidad de la curación, Gil no se habría sorprendido lo más mínimo. Se sintió fuertemente impelido a postrarse de rodillas en señal de reverencia.
Pero esa mujer no era una diosa.
—Mi príncipe, os presento a Alhana Starbreeze… —empezó el senador.
—La reina Alhana Starbreeze —lo corrigió suave, altaneramente. Se mostraba orgullosa y, curiosamente, desafiante.
—La reina Alhana Starbreeze —rectificó Rashas con una sonrisa, como quien consiente el capricho de un niño—. Permitidme que os presente a Gilthas, hijo de Lauralanthalasa de la Casa de Solostaran… y de su esposo, Tanthalas Semielfo. —Lo último lo añadió como si acabara de ocurrírsele.
Gil advirtió la ligera pausa en la frase del senador, una pausa que separaba de manera muy efectiva a su padre de su madre. Gil sintió arderle las mejillas de azoramiento y vergüenza. No podía mirar a esa orgullosa y altanera mujer, que debía sentir lástima y desprecio por él. Ella habló, pero no a Gil, sino a Rashas, y tal era la confusión del joven que al principio no entendió lo que decía. Cuando lo hizo, levantó la cabeza y la miró con complacida estupefacción.
—… Tanis Semielfo es uno de los grandes hombres de nuestro tiempo. Es conocido y respetado en todo Ansalon. Se le han conferido los mayores galardones que cada nación puede ofrecer, incluidas las elfas, senador. Los orgullosos Caballeros de Solamnia se inclinan ante él con respeto. La Hija Venerable Crysania, del Templo de Paladine de Palanthas, lo considera un amigo. El rey enano de Thorbardin llama hermano a Tanis Semielfo…
El senador tosió.
—Sí, majestad —dijo secamente—. Tengo entendido que el semielfo también cuenta con amigos entre los kenders.
—Sí, en efecto —repuso fríamente Alhana—. Y se considera afortunado de haberse ganado su inocente consideración.
—Hay gustos para todo —comentó Rashas, curvando los labios.
Alhana no contestó. Miraba a Gil y ahora fruncía el entrecejo, como si una idea nueva y desagradable se le hubiese ocurrido de repente.
Gil no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Todavía se sentía demasiado aturdido, demasiado nervioso. ¡Oír tan grandes elogios de su padre, y de boca de la reina de Qualinesti y Silvanesti! Su padre uno de los grandes hombres de la época… Caballeros orgullosos inclinándose ante él… El rey enano llamándole hermano… Los mayores honores de cada nación…
Él no había sabido nada de eso. Nunca.
Comprendió de repente que un silencio ensordecedor se había apoderado por completo de la estancia. Se sintió terriblemente incómodo y deseó que alguien dijera algo. Y entonces se alarmó.
«¡Quizá sea yo! —se dijo para sus adentros, presa del pánico, e intentando recordar las lecciones de su madre sobre cómo tratar y agasajar a la realeza—. Quizá se espera que sea yo quien inicie una conversación».
Alhana lo observaba con gran atención. Sus adorables ojos, clavados en él, lo privaron de cualquier alocución coherente. Gil intentó decir algo, pero se encontró sin voz. Miró alternativamente al senador y a la reina y supo que algo iba mal.
El sol no podía entrar en aquella estancia; las cortinas estaban echadas en los ventanales. Las sombras, que al principio parecían frescas y relajantes, ahora resultaban ominosas, inquietantes, como el sudario que envuelve al mundo antes de estallar una violenta tormenta. Hasta el aire transmitía peligro, cargado de tensión.
Alhana rompió el silencio. Sus ojos violeta se oscurecieron hasta casi tornarse negros.
—Así que éste es vuestro plan —le dijo a Rashas, hablando qualinesti con un ligero acento que Gilthas reconoció como el de los silvanestis, su pueblo.
—Y uno muy bueno, ¿no os parece? —le contestó el senador, que se mantenía tranquilo, sin inmutarse ante la ira de la mujer.
—¡Sólo es un niño! —gritó Alhana en voz baja.
—Tendrá guía, un sabio consejero a su lado —repuso Rashas.
—Vos, por supuesto —comentó mordazmente ella.
—El Thalas-Enthia elige al regente. Por supuesto, me agradará ofrecer mis servicios.
—¡El Thalas-Enthia! ¡Tenéis a ese grupo de hombres y mujeres ancianos en vuestro bolsillo!
Gil sintió el nudo atenazándole el estómago, y la sangre empezó a palpitar dolorosamente en su cabeza. De nuevo, los adultos hablaban sobre, alrededor, por debajo y por encima de él, como si fuese uno de aquellos árboles que se alzaban desde el suelo.
—No lo sabe, ¿verdad? —dijo Alhana. Su mirada a Gil fue de lástima.
—Creo que tal vez sepa más de lo que da a entender —manifestó el senador con una sonrisa astuta—. Ha venido por propia voluntad. No se encontraría aquí si no quisiera esto.
Y ahora, majestad —añadió con un ligero sarcasmo—, si vos y el príncipe Gilthas me disculpáis, he de ocuparme de asuntos importantes en otro lugar. Hay muchos preparativos que hacer para la ceremonia de mañana.
El senador hizo una reverencia, giró sobre sus talones y abandonó la habitación. Los sirvientes cerraron la puerta nada más salir él.
—¿Querer qué? —Gil estaba perplejo y furioso consigo mismo—. ¿De que hablaba? No entiendo…
—¿De veras? —le preguntó Alhana.
Antes de que pudiera responder, la mujer se dio la vuelta. Estaba rígida, con los puños tan apretados que se clavaba las uñas en las palmas.
Sintiéndose como un chiquillo al que han encerrado en el cuarto de los niños mientras los adultos celebran una fiesta en el salón de abajo, Gil se encaminó hacia la puerta y la abrió bruscamente.
Dos de los kalanestis altos y fuertes se interponían en el umbral. Ambos sostenían una lanza en las manos.
Gil empezó a empujarlos para apartarlos.
Los elfos no se movieron.
—Disculpad, pero quizá no lo entendéis. Me marcho —dijo cortésmente el joven, pero en un tono severo para demostrarles que hablaba en serio.
Adelantó un paso. Los dos guardias permanecieron en silencio y con las lanzas cruzadas delante de él.
Rashas desaparecía en ese momento escaleras abajo.
—¡Senador! —llamó Gilthas, que intentaba mantener la calma. La llama de la ira empezaba a vacilar bajo el viento frío del miedo—. Hay un malentendido. ¡Vuestros sirvientes no me dejan salir!
Rashas se detuvo y miró hacia atrás.
—Ésas son sus órdenes, mi príncipe. Encontraréis realmente cómodos los aposentos que compartiréis con su majestad, de hecho son los mejores de la casa. Los Elfos Salvajes os proporcionarán cuanto deseéis. Solamente tenéis que pedirlo.
—Lo que quiero es marcharme —dijo el joven sin alzar la voz.
—¿Tan pronto? —Rashas sonreía placenteramente—. No podría permitirlo. Acabáis de llegar. Descansad, relajaos, mirad por la ventana, disfrutad del paisaje que se divisa.
»Y, por cierto —añadió el senador mientras empezaba a bajar de nuevo la escalera, de manera que las palabras flotaron en el aire tras él como una estela—. Me complace enormemente que Qualinost os parezca hermosa, príncipe Gilthas. Vais a vivir aquí mucho, mucho tiempo.
—¡Dalamar! —Tanis golpeó la puerta cerrada—. ¡Dalamar, maldito seas, sé que estás ahí! ¡Sé que me oyes! ¡Quiero hablar contigo! ¡Te…!
—Ah, amigo mío —sonó una voz prácticamente en su oído—. Me alegra que hayas recobrado finalmente el conocimiento.
Ante el sonido inesperado, Tanis casi saltó a través de la pared. Una vez que el corazón dejó de latirle desbocado, se volvió para mirar al elfo oscuro, que estaba de pie en el centro de la habitación con una ligera sonrisa en los finos labios.
—Deja de gritar, estás interrumpiendo mi clase. Mis estudiantes no pueden concentrarse en sus hechizos.
—¡Al infierno con tus estudiantes! ¿Dónde está mi muchacho? —bramó el semielfo.
—En un lugar seguro, sano y salvo —respondió el hechicero—. Ante todo…
Tanis perdió el control. Sin importarle las consecuencias, saltó sobre Dalamar con las manos tendidas hacia el cuello del elfo oscuro.
Un rayo azul centelleó en medio de un chisporroteo. Tanis salió lanzado hacia atrás y fue a chocar dolorosamente contra la puerta de madera. El impacto mágico fue paralizador; sus miembros se retorcieron, la cabeza le zumbó. Se dio unos segundos para recuperarse y luego, frustrado por su propia impotencia, volvió a cargar contra Dalamar.
—Basta, Tanis —advirtió severamente el hechicero—. Estás actuando como un necio. Afronta los hechos. Estás prisionero en la Torre de la Alta Hechicería, en mi torre. Estás desarmado, y aun cuando dispusieses de un arma no podría hacer nada para causarme daño.
—Devuélveme mi espada —contestó Tanis, que casi jadeaba—, y veremos si eso es como dices.
Dalamar casi se echó a reír; sólo casi.
—Oh, vamos, amigo mío. Te he dicho que tu hijo está a salvo. Que siga siendo así depende de ti.
—¿Es eso una amenaza? —instó, furioso, el semielfo.
—Las amenazas son para los pusilánimes. Me limito a exponer los hechos. ¡Vamos, vamos, amigo mío! ¿Qué ha pasado con tu famosa lógica, tu legendario sentido común? ¿Han salido por la ventana cuando entró volando la cigüeña[3]?
»Si degenerar en un completo idiota es lo que significa ser padre, desde luego tendré cuidado de no alcanzar nunca tan dudosa distinción. Por favor, siéntate, y discutamos esto como personas racionales.
Fulminándolo con la mirada, Tanis se dirigió hacia un cómodo sillón que había cerca de un fuego agradable. Incluso en ese cálido día de primavera, la Torre de la Alta Hechicería estaba oscura y fría. La habitación en la que lo habían encerrado se encontraba lujosamente amueblada; le habían proporcionado comida y bebida. Le habían curado las heridas, pocas y superficiales, en su mayoría arañazos producidos por las garras de los draconianos, así como un chichón en la cabeza. Dalamar tomó asiento en el sillón de enfrente.
—Si escuchas con paciencia, te contaré lo que está ocurriendo.
—Bien, yo escucharé y tu hablarás. —La voz del semielfo sonó queda, casi rota—. ¿Mi hijo está bien? ¿Lo está?
—Por supuesto. Gilthas no serviría de mucho a sus captores si no lo estuviera. Encuentra consuelo en ese hecho, amigo mío. Y soy tu amigo —añadió el elfo oscuro, al reparar en el destello de ira que asomó a los ojos de Tanis—, aunque admito que las apariencias me desdicen.
»En cuanto a tu hijo, se encuentra donde anhelaba estar, en su hogar, Qualinesti. Es un hogar, Tanis, aunque no te gusta oírlo, ¿verdad? Se halla cómodamente alojado, y probablemente recibiendo toda clase de atenciones. El trato de deferencia y respeto que es lógico que le den los elfos, puesto que va a ser su rey.
Tanis no daba crédito a sus oídos. Se había puesto de pie otra vez.
—Esto tiene que ser una broma de mal gusto. ¿Qué es lo que quieres, Dalamar? ¿Qué es lo que te propones realmente?
El elfo oscuro se levantó también del sillón, se acercó a Tanis y apoyó suavemente la mano en su brazo.
—Nada de broma, amigo mío. O, si lo es, nadie se ríe. Gilthas no corre peligro ahora. Pero podría correrlo.
De nuevo, Tanis evocó la visión que había vislumbrado en el alcázar de las Tormentas: negras nubes girando en torno a su hijo. Agachó la cabeza para ocultar sus ardientes lágrimas. Los dedos de Dalamar apretaron un poco más.
—Contrólate, amigo mío, no disponemos de mucho tiempo. Cada minuto es vital. Hay mucho que explicar, y —añadió suavemente— planes que fraguar.
—¿Rey de Qualinesti? —repitió Gilthas sin salir de su asombro. Miró de hito en hito a Alhana, con incredulidad—. ¡El Orador de los Soles! ¿Yo? No puedo creer que habléis en serio. Yo… ¡Yo no quiero ser rey!
La mujer sonrió, un gesto que fue como un sol de invierno sobre el espeso hielo. La sonrisa iluminó su rostro, pero no le dio más calidez a ella. Ni al joven.
—Me temo que lo que queráis vos, príncipe Gilthas, no importa.
—Pero vos sois la reina.
—¡La reina! —Su tono sonó amargo.
—Mi tío Porthios es el Orador —prosiguió Gil, perplejo y, aunque no lo admitió, asustado—. Yo… ¡Esto no tiene sentido!
Alhana le lanzó una fría mirada y después se volvió y se dirigió de nuevo hacia el ventanal. Apartó la cortina y contempló el exterior; a la luz el joven pudo verle la cara. En la penumbra le había parecido fría e imperiosa, pero en realidad, a la luz del sol, era preocupada, anhelante y atemorizada. También ella estaba asustada, aunque Gil tuvo la sensación de que no era por sí misma.
«No quiero ser rey», se oyó a sí mismo gimotear, como un niñito que protesta porque lo mandan a la cama. Enrojeció intensamente.
—Lo lamento, lady Alhana. Han ocurrido tantas cosas… Y no entiendo ninguna de ellas. Decís que Rashas me trajo aquí para coronarme como Orador de los Soles, para hacerme rey de Qualinesti. No veo cómo puede ser tal cosa posible…
—¿De veras no lo ves? —inquirió la mujer mientras volvía la vista hacia él. Las pupilas de color violeta eran duras y suspicaces.
—¡Milady, lo juro! —Gilthas estaba conmocionado—. No lo sé… Por favor, creedme…
—¿Dónde están tus padres? —instó bruscamente Alhana. Otra vez se había vuelto a mirar al exterior.
—En casa, supongo —contestó Gil, que sentía un nudo en la garganta—. A menos que mi padre me siguiera a caballo.
La esperanza floreció en el corazón del joven. Ciertamente su padre podía haber salido en pos de él. Tanis encontraría la invitación, justo donde él la había dejado (su declaración del derecho a hacer lo que quisiera). Tanis cabalgaría hasta El Cisne Negro y… descubriría que su hijo nunca había estado allí.
—¡Dejé que el sirviente de Rashas se llevara de vuelta mi caballo! El podría contarles cualquier cosa a mis padres. —Se hundió en una silla con desaliento—. ¡Qué necio he sido!
Alhana dejó caer la cortina. Estudió atentamente al joven un instante. Después se acercó a él y posó la mano en su hombro. Notó su tacto helado a través de la tela de la camisa.
—¿Dices que tus padres no sabían nada de esto?
—Nada en absoluto, milady —admitió Gil, avergonzado—. Me dijeron que no viniera, pero no les hice caso. Me escapé. Huí en mitad de la noche.
—Creo que será mejor que me lo cuentes todo. —Alhana, erecta y regia, se sentó en una silla enfrente de él.
Así lo hizo Gilthas. Se quedó estupefacto cuando, al acabar de hablar, vio que el rostro de Alhana se relajaba. La elfa se pasó la mano por los ojos.
—¡Temíais que mis padres estuvieran detrás de esto! —exclamó al comprender de repente.
—Quizá no detrás de ello —admitió Alhana, suspirando—, pero sí que lo aprobaran. Perdóname, príncipe. —Alargó su mano y estrechó suavemente la del joven, tras lo cual la soltó. Se recostó en la silla, mirando sin ver el ventanal cubierto con la cortina, y después volvió a suspirar.
—Mis padres saben que planeaba venir a Qualinesti. Tienen que imaginar que estoy aquí, les dijera lo que les dijese el sirviente. Vendrán a buscarme, milady —dijo firmemente Gil con la esperanza de reconfortarla—. Nos rescatarán a los dos.
—No. —Alhana sacudió la cabeza—. Rashas es demasiado listo para permitir que eso ocurra. Ha puesto los medios para evitar que tus padres lleguen hasta ti.
—¡Lo decís como si estuviésemos en peligro! ¿Por el senador Rashas? ¿Por nuestro propio pueblo?
Ella alzó la mirada para encontrarse con la del joven.
—De tu propio pueblo, no, Gilthas. Eres distinto, por eso te eligieron.
«Eres parte humano». Las palabras no pronunciadas quedaron flotando en el aire. Gil la miró fijamente. Sabía que no lo había hecho para insultarlo, sobre todo después de los elogios hechos a su padre. Era una forma de pensar, asimilada tras miles de años de aislamiento autoimpuesto y creencias —por erróneas que fueran— de que los elfos eran los elegidos, los bienamados de los dioses.
Gil lo sabía, pero sintió que unas palabras ardientes subían a su garganta. Y también sabía que si las pronunciaba sólo conseguiría empeorar las cosas. No obstante…
«Dignidad ante la presión, querido».
El joven oyó la voz de su madre, la vio poner la mano en el brazo de su padre. Recordó reuniones celebradas en su casa, y a su madre moverse con elegante dignidad y calma entre tormentas de intrigas políticas. Recordó las palabras dichas a su padre, recordándole que mantuviese la tranquilidad, el control de sí mismo. Y recordó a su padre congestionado y tragando saliva con esfuerzo.
Gilthas tragó saliva con esfuerzo.
—Creo que deberíais contarme lo que ocurre, milady —dijo en voz baja.
—Es sencillo, realmente —contestó Alhana—. Mi esposo, Porthios, está prisionero en Silvanesti. Lo traicionó mi pueblo. Y yo estoy retenida aquí, traicionada por su gente…
—Pero ¿por qué? —Gil estaba perplejo.
—A los elfos no nos gustan los cambios. Les tenemos miedo, desconfiamos de ellos. Pero el mundo está cambiando con mucha rapidez, y debemos cambiar con él o nos consumiremos y pereceremos. La Guerra de la Lanza nos enseñó eso. Al menos creía que lo había hecho. Los elfos jóvenes están de acuerdo con nosotros, pero no los viejos. Y son estos, como el senador Rashas, los que manejan el poder. Sin embargo, jamás imaginé que llegarían tan lejos.
—¿Qué pasará con vos y con el tío Porthios?
—Nos exiliarán —repuso quedamente—. Ninguno de los dos reinos nos aceptará.
Gil conocía suficientemente a su raza para saber que el exilio era un castigo peor que la muerte. A Alhana y Porthios se los conocería como «elfos oscuros», elfos que han sido «expulsados de la luz». Se los desterraría de sus países, y se les prohibiría cualquier tipo de comunicación con su gente. No tendrían ningún derecho en todo Ansalon y, como tal, se encontrarían en peligro constantemente. Con razón o sin ella, a los elfos oscuros se los considera malignos. Son perseguidos, acosados, expulsados de cualquier ciudad o pueblo. Son buenas presas para los cazadores de recompensas, los ladrones y demás escoria. No es pues de sorprender que, a fin de sobrevivir, la mayoría de los elfos oscuros busquen amparo a la sombra de Takhisis.
A Gil no se le ocurría qué decir que pudiera servir de ayuda o consuelo. Alzó la vista hacia Alhana.
—¿Por qué a mí, milady? ¿Por qué ahora?
—Estoy embarazada —fue la sencilla respuesta—. Si nuestro bebé nace, él o ella sería el heredero del trono. Tal como están las cosas ahora, si algo le ocurriese a Porthios la legítima heredera sería tu madre, pero el matrimonio de Laurana con un semihumano bastardo…
Gil dio un respingo. Alhana lo observó, compasiva pero sin arrepentirse de lo dicho.
—Así es como la mayoría de los qualinestis consideran a tu padre, Gilthas. Hay una razón por la que Tanis Semielfo nunca se ha sentido deseoso de regresar a su tierra natal. La vida no fue muy agradable para él cuando era joven. Y ahora sería peor. ¿Qué ocurre? ¿Nunca se te ocurrió considerar esto?
El joven sacudió lentamente la cabeza. No, nunca había pensado en los sentimientos de su padre; nunca había pensado en él.
«Sólo pensé en mí mismo».
—El matrimonio de tu madre la descartó de la sucesión al trono… —siguió diciendo Alhana.
—Pero yo soy en parte humano —le recordó Gil.
—Lo eres, sí —repuso fríamente la elfa—. Rashas y el Thalas-Enthia no ven un problema en tal circunstancia. De hecho, probablemente consideran tu ascendencia como una ventaja… para ellos. Rashas tiene por débiles y manejables a los humanos. Cree que, debido a tu herencia humana, podrá dirigirte a su antojo.
Gilthas enrojeció de rabia. Perdió el control, apretó los puños y se levantó bruscamente de la silla.
—¡Por todos los dioses! ¡Le demostraré a Rashas que se equivoca! ¡Se lo demostraré a todos! Les… Les…
La puerta se abrió y entró uno de los guardias kalanestis, lanza en mano, que escudriñó la estancia con expresión desconfiada.
—Cálmate, joven —aconsejó Alhana en voz queda y hablando en silvanesti—. No inicies una pelea que no puedes llevar hasta el final.
La ira de Gil llameó, chisporroteó y luego se consumió como una vela consumida.
El Elfo Salvaje lo miró y entonces empezó a reírse. Le dijo algo a su compañero en el lenguaje kalanesti y cerró la puerta. Gil no hablaba esa lengua, pero en las palabras del guardia se mezclaban suficientes en qualinesti para provocar el enrojecimiento en las mejillas del joven. Era algo sobre el cachorro intentando ladrar como un perro viejo.
—Así que estáis diciendo que aun en el caso de que fuera rey en realidad sería su prisionero. ¿Sugerís acaso que me acostumbre también a eso, milady? —Su tono sonó amargo.
Alhana guardó silencio un momento y después sacudió la cabeza.
—No, Gilthas. No te acostumbres nunca a ser su marioneta. ¡Resiste! Eres hijo de Tanthalas y Lauranthalasa, y eres fuerte, más de lo que cree Rashas. Con una sangre tan noble corriendo por tus venas, ¿cómo podrías ser de otro modo?
Aun cuando fuese sangre mezclada, pensó el joven, pero no lo dijo. Le complacía la confianza que traslucían las palabras de la elfa, y decidió ser merecedor de ella, ocurriera lo que ocurriese.
Alhana le sonrió para tranquilizarlo antes de regresar de nuevo junto al ventanal. Allí, apartó la cortina y contempló el exterior.
Entonces se le ocurrió a Gilthas que debía de hacer algo más que admirar el paisaje.
—¿Qué ocurre, milady? ¿Quién está ahí fuera?
Ella echó la cortina, la abrió y volvió a cerrarla.
—Un amigo. Le he dado una señal. Vio cuando te traían, y acabo de comunicarle que podemos confiar en ti.
—¿Quién es? ¿Porthios? —De repente Gil se sentía esperanzado. Nada parecía imposible.
—No. —Alhana sacudió la cabeza—. Uno de los míos, un joven guardia llamado Samar. Combatió junto a mi marido contra la pesadilla en Silvanesti. Cuando capturaron a Porthios, Samar siguió fiel a su comandante, y Porthios lo envió para advertirme. Llegó demasiado tarde; ya era prisionera de Rashas. Pero ahora Samar ha terminado de preparar sus planes. El Thalas-Enthia se reúne esta noche para proyectar la ceremonia de coronación de mañana.
—¡Mañana! —repitió Gil con incredulidad.
—No temas, Gilthas —dijo Alhana—. Si Paladine quiere, todo irá bien. Esta noche, mientras Rashas asiste a la reunión, tú y yo escaparemos.
—Rashas lo ha planeado todo cuidadosamente. Por supuesto, Tanis, la intención era que pensases que los draconianos habían raptado a tu hijo —le explicó Dalamar—. Caíste de lleno en la trampa. El Elfo Salvaje condujo al caballo al interior del bosque y lo dejó delante de la cueva como un buen cebo en el que picaste. Lo demás, ya lo sabes.
El semielfo apenas lo escuchaba, absorto en sus pensamientos.
«Laurana. Se preocupará cuando no tenga noticias mías. Comprenderá que ha pasado algo. Iré a Qualinesti. Ella impedirá esta locura…».
—Ah, estás pensando en tu esposa —adivinó Dalamar.
—No, sólo pensaba cómo enviarle un mensaje —mintió Tanis, incómodo por ser como un libro abierto—, para que sepa que me encuentro bien y que no se preocupe…
—Sí, por supuesto. —La sonrisa insinuada del hechicero dejaba claro que no se había dejado engañar—. El considerado esposo. Entonces te complacerá saber que ya me he ocupado de eso. Envié a uno de mis sirvientes desde El Cisne Negro, con una nota para tu esposa en la que la informaba que todo iba bien, que tu hijo y tú necesitabais disponer de un tiempo solos. Deberías darme las gracias…
Tanis respondió con unas pocas palabras en Común que no eran, ni en el modo ni en la forma, una expresión de agradecimiento. La sonrisa de Dalamar se ensombreció.
—Repito que deberías darme las gracias. Es posible que haya salvado la vida a Laurana. Si hubiese ido a Qualinost y hubiese intentado intervenir… —Hizo una pausa y después encogió los esbeltos hombros.
Tanis no había dejado de pasear por la habitación y se paró delante del hechicero.
—¿Insinúas que puede correr peligro? ¿Por parte de Rashas y del Thalas-Enthia? No te creo. Por los dioses, estamos hablando de elfos…
—Yo soy elfo, Tanis —adujo quedamente Dalamar—. Y soy el hombre más peligroso que conoces.
Tanis iba a contestar algo, pero la lengua se le quedó pegada al paladar. Sintió la garganta constreñida, impidiéndole respirar. Tragó saliva y después consiguió susurrar con voz ronca:
—¿A qué te refieres? ¿Y cómo sé que puedo confiar en ti?
Dalamar no respondió de inmediato. Pronunció una palabra y una jarra de vino apareció en su mano. Se levantó del sillón y se acercó a una mesa sobre la que había una bandeja de plata y dos copas de cristal de estilizado pie.
—¿Te apetece un poco? Es vino elfo, excelente, de crianza, parte de las reservas de mi antiguo shalafi.
El semielfo estuvo a punto de rehusar. Lo sensato sería rechazar comida o bebida estando retenido en una Torre de la Alta Hechicería, con un Túnica Negra.
Pero la «lógica renovada» le recordó que no llegaría a ningún sitio comportándose con un tonto de remate. Si Dalamar hubiera querido deshacerse de él, lo habría hecho ya a esas alturas. Y además, el hechicero había aludido sutilmente a Raistlin, su shalafi. Hubo un tiempo en que Raistlin y Tanis habían combatido en el mismo bando. Hubo un tiempo en que Dalamar y Tanis habían luchado también en el mismo bando. El elfo oscuro había dicho algo antes acerca de hacer planes.
En silencio, Tanis aceptó la copa de vino.
—Por las viejas alianzas —brindó Dalamar, haciéndose eco de los pensamientos del semielfo. Se llevó el vino a los labios y bebió un pequeño sorbo.
Tanis hizo otro tanto, y después soltó la copa. No le interesaba tener embotada la mente, nublada por la bebida. Esperó en silencio.
Dalamar sostuvo su copa en alto, contemplando el color carmesí del caldo al trasluz del fuego.
—Parece sangre, ¿verdad? —Su mirada se dirigió a Tanis—. ¿Quieres saber lo que se está tramando? Te lo contaré. La Reina Oscura ha vuelto a tomar parte en el juego. Está colocando sus piezas en el tablero, situándolas en posición. Ha alargado la mano, lanzado su seductora llamada. Muchos sienten su roce, muchos oyen su voz. Muchos se están moviendo para hacer su voluntad… sin darse cuenta siquiera de que actúan a su favor.
»Claro que —agregó, burlón—, no te estoy contando nada que no sepas ya, ¿verdad, amigo mío?
Tanis puso gran cuidado en mantener el gesto inexpresivo.
—El alcázar de las Tormentas —continuó el elfo oscuro—. No habrás olvidado tu visita a la fortaleza de Ariakan, ¿verdad?
—¿Por qué me cuentas todo esto? —demandó Tanis—. No estarás pensando en cambiar el color de la túnica, ¿o sí?
Dalamar se echó a reír.
—El blanco no es mi color. No te preocupes, amigo mío. No estoy traicionando ningún secreto de mi reina. Takhisis comprende los errores que cometió en el pasado, y ha aprendido de ellos. No los repetirá. Se mueve despacio, sutilmente, con medios completamente inesperados.
Tanis resopló con sorna.
—¿Estás afirmando que este asunto de mi hijo es todo un plan de su Oscura Majestad?
—Piénsalo, amigo mío —aconsejó el hechicero—. Como seguramente sabes, no siento mucho aprecio por Porthios. Me desterró, humillado y deshonrado, de mi patria. Siguiendo sus órdenes, me taparon los ojos, me ataron de pies y manos, y me transportaron a un carro, como uno de los animales que vosotros los humanos sacrificáis, hasta la frontera de Silvanesti. Allí, con sus propias manos, me arrojó al barro. No lloraría viendo que le pasaba lo mismo.
»Pero incluso yo admito que Porthios es un jefe excelente. Tiene valor y es rápido actuando. También es estricto, inflexible y orgulloso. Pero esas faltas se han atemperado, al paso de los años, con las virtudes de su esposa. —La voz de Dalamar se suavizó.
»Alhana Starbreeze. La veía a menudo en Silvanesti. Yo era de clase baja, y ella… una princesa. Sólo podía admirarla desde lejos, pero no importaba. Estaba un poquito enamorado de ella.
—¿Y qué hombre no lo estaría? —gruñó Tanis, que hizo un gesto impaciente—. Sigue con el razonamiento que quiera que estés haciendo.
—Entonces permíteme que te lo explique. Hablo de una alianza entre las naciones élficas de Qualinesti y Silvanesti con los reinos humanos de Solamnia, Ergoth del Norte y del Sur, y el reino enano de Thorbardin. Laurana y tú habéis trabajado durante casi cinco años para llevar esto a buen puerto, desde tu visita clandestina al alcázar de las Tormentas. Porthios, empujado por Alhana, ha accedido finalmente a firmarla. Habría sido una alianza poderosa.
Dalamar alzó la delicada mano y chasqueó los dedos. Una chispa de fuego azul relumbró alrededor de la blanca piel; una pequeña bocanada de humo flotó en el aire, titiló un instante y después se disipó.
—Se acabó.
—¿Cómo te enteraste? —Tanis lo miraba severamente.
—Pregunta más bien, amigo mío, cómo se enteró el senador Rashas.
El semielfo guardó silencio y después empezó a maldecir entre dientes.
—¿Rashas te dijo que lo sabía? ¿Traicionó a su propio pueblo? No puedo creer algo así, ni siquiera viniendo de Rashas.
—No, al senador todavía le queda una pizca de honor. No es un traidor… aún. Me dio una pobre excusa, pero creo que la verdad es bastante obvia. ¿Cuándo tenían que firmarse los últimos protocolos?
—La próxima semana —respondió amargamente Tanis, con la mirada prendida en las titilantes llamas.
—Ah, ¿ves? —Dalamar volvió a encogerse hombros—. Ahí lo tienes.
Sí, Tanis lo veía claro. Veía a la Reina Oscura susurrando sus palabras de seducción en oídos elfos. El senador Rashas se escandalizaría ante la sugerencia de que estaba siendo seducido por el Mal. A su modo de entender, actuaba sólo con un buen propósito, por el bien de los elfos, para mantenerlos a salvo, aislados, aparte del resto del mundo.
Tanto trabajo, tanto esfuerzo, todas esas horas interminables de viajar de un lado para otro, todas las difíciles negociaciones, el convencer a los caballeros para que confiaran en los elfos, convencer a los enanos de que confiaran en los ergothianos, convencer a los elfos de que confiaran en todos los demás. Todo en vano, desaparecido en una bocanada de humo.
Y lord Ariakan y sus temibles Caballeros de Takhisis haciéndose más y más fuertes a cada momento.
Aquello era un duro golpe a sus esperanzas de paz, mas, en ese momento, en lo único que Tanis era capaz de pensar era en su hijo. «¿Estará a salvo Gilthas? ¿Se encontrará bien? ¿Sabrá las maquinaciones de Rashas? ¿Qué hará si lo descubre?».
Con suerte, nada. Nada precipitado, nada estúpido. Nada que le pusiera —a él o a otros— en peligro. Gil nunca se había encontrado en ningún tipo de peligro o dificultad hasta ahora. Sus padres se habían encargado de que fuera así. No podía saber cómo reaccionar.
—Siempre lo protegimos —dijo, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. Quizá nos equivocamos. Pero estaba tan enfermo, era tan frágil… ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
—Criamos a nuestros hijos para que nos abandonen, Tanis —adujo Dalamar en voz queda.
Sobresaltado, el semielfo miró al hechicero.
—Eso es lo que dice Caramon.
—Sí, me lo dijo después de que Palin pasara la Prueba. «Nos dan a nuestros hijos sólo durante un corto tiempo. Durante ese tiempo, debemos enseñarles a vivir por sí mismos, porque no estaremos siempre con ellos».
—Sabias palabras. —Al recordar a su amigo, Tanis sonrió cariñosa, tristemente—. Pero Caramon fue incapaz de seguir su propia máxima cuando llegó el momento de aplicarla con su hijo. —Guardó silencio un instante antes de añadir—. ¿Por qué me cuentas todo esto, Dalamar? ¿Qué ganas con ello?
—Su Oscura Majestad tiene muy buen concepto de ti, Tanis Semielfo. Ni ella ni yo consideramos propicio para nuestra causa tener a tu hijo en el trono elfo. Creo que nos iría mucho mejor con Porthios —agregó secamente.
—¿Y qué hay del tratado?
—Esa victoria ya es nuestra, amigo mío. Ocurra lo que ocurra entre los elfos, el tratado es ya papel mojado. Porthios jamás perdonará a los silvanestis por traicionarlo. Ahora ya no firmará. Lo sabes. Y si las dos naciones élficas se niegan a firmarlo, los enanos de Thorbardin harán lo propio. Y si los enanos no…
—¡Al infierno con los enanos! —lo interrumpió Tanis—. ¿Significa esto que me ayudarás a llevar a Gilthas a casa?
—La coronación de tu hijo está planeada para mañana —anunció el hechicero mientras alzaba la copa en un burlón brindis a Tanis—. Es una ocasión solemne que ningún padre debería perderse.
El ocaso realzaba la belleza de la tierra elfa. Los suaves y encendidos colores del sol poniente penetraban a través de las cortinas de seda, poniendo una pátina de oro en todos los objetos. Esa belleza pasó inadvertida a Gil, que paseaba nervioso mientras transcurrían las horas.
La casa estaba silenciosa. Los guardias kalanestis apenas hablaban, y cuando lo hacían era sólo brevemente y en su propia lengua; una lengua que sonaba como los trinos de los pájaros silvestres. Llevaron la cena, consistente en cuencos de fruta, pan, vino y agua. Después, tras lanzar una rápida ojeada escrutadora a la estancia, se marcharon y cerraron la puerta al salir. Alhana no quiso comer nada.
—La comida me sabe a ceniza —argüyó.
A despecho de los problemas, Gilthas tenía hambre, y acabó no sólo con su ración sino también con la de ella al ver que no iba a comérsela. Alhana sonrió débilmente.
—La resistencia de la juventud. Es bueno verla. Sois el futuro de nuestra raza. —Se puso la mano en el vientre—. Me dais esperanza.
La noche no caía realmente sobre Qualinost. La oscuridad se iluminó con miles de diminutas y chispeantes luces que brillaban en los árboles. Alhana se acostó, cerró los ojos e intentó descansar un poco antes del largo y posiblemente peligroso viaje nocturno.
Gil siguió paseando en la oscuridad, tratando de ordenar el confuso revoltijo de sus ideas.
¡Su casa! ¡Cómo había ansiado abandonarla! Y ahora, contra toda lógica, anhelaba regresar.
—Padre salió a buscarme —susurró—. Sé que lo hizo. Y quizá lo haya puesto en peligro. —Gil suspiró—. He echado todo a perder. Lo que le ocurra a padre será culpa mía. Me advirtió que no me marchara. ¿Por qué no hice caso? ¿Qué me pasa? ¿Por qué albergo estos horribles sentimientos? Yo…
Enmudeció. Voces hablando en qualinesti y en un tono alto llegaron desde el exterior. Alarmado, pensando que quizás el plan de Alhana se había descubierto, Gil se preguntó si debía despertarla.
Pero la elfa se había despertado por sí misma, estaba sentada y con los ojos abiertos de par en par. Escuchó unos segundos y después suspiró con alivio.
—Sólo son unos miembros del Thalas-Enthia, los adláteres de Rashas. Planean entrar juntos al senado para presentar un frente sólido.
—Entonces, ¿todos los senadores apoyan a Rashas?
—Los miembros más jóvenes se oponen a él, aunque son muy pocos para que cuente su opinión. Sin embargo, muchos de los mayores aún vacilan. Si Porthios estuviese aquí no habría controversia, y Rashas lo sabe.
—¿Qué pasará mañana, cuando vos hayáis escapado y yo no esté aquí para ser coronado?
—El pueblo despertará para encontrarse con que no tiene dirigente —repuso Amana con desdén—. Rashas se verá obligado a mandar a buscar a Porthios. Habrá un escarmiento en el Thalas-Enthia y podremos seguir adelante con nuestras vidas… tal como son ahora.
Gil había oído hablar a sus padres sobre el matrimonio de Alhana y Porthios. No era una unión feliz. Los esposos se veían rara vez, ya que Porthios había estado combatiendo la pesadilla de Lorac en Silvanesti y Alhana iba y venía de uno a otro reino procurando por todos los medios mantenerlos unidos. Pero hablaba de su marido con respeto y orgullo, ya que no con afecto.
El joven la miró con adoración. «Podría vivir sólo contemplando su belleza. Si fuese mía no necesitaría nada más. Pasaría sin agua, sin comida. ¿Cómo podría no amarla cualquier hombre? Porthios debe de ser un completo necio».
El breve clamor de un vítor sonó bajo los ventanales, y el sonido de las voces empezó a apagarse.
—Se marchan —dijo Alhana—. Ahora los guardias se relajarán.
El silencio reinaba en la casa. Entonces, una vez que Rashas se hubo marchado, los kalanestis que montaban guardia al otro lado de la puerta empezaron a charlar y a reír. Las lanzas sonaron al soltarlas en el suelo. Luego hubo más risas y unos extraños ruidos tintineantes.
Desconcertado, Gil miró a Alhana.
—Lo que oyes son palillos que arrojan al suelo. Los kalanestis se entretienen con un juego de su gente. Hacen lo mismo cuando Rashas se va, pero no creas que por eso bajan la guardia —advirtió—. Cambiarían los palillos de apuestas por las lanzas en el momento que intentases abrir esa puerta.
—Entonces, ¿cómo vamos a escapar?
Había una buena caída hasta el jardín; Gil ya lo había mirado.
—Samar lo tiene todo planeado —dijo Alhana, que no añadió nada más.
El tiempo pasó y Gil se fue poniendo más nervioso.
—¿Cuánto durará la reunión del Thalas-Enthia?
—Hasta bien entrada la noche —respondió en voz queda la elfa—. Después de todo, traman una sedición.
El juego de los kalanestis se tornaba cada vez más entretenido, a juzgar por las carcajadas y las excitadas y amistosas discusiones que surgían de manera esporádica. Gil se aproximó a la puerta y pegó la oreja a ella para escuchar mejor. Le gustaría participar en ese juego alguna vez y se preguntó como se jugaría. Los palillos tintineaban, entonces había unos segundos de silencio expectante, seguidos de una ahogada exclamación de alivio o gruñidos de desilusión. Al final, llegaban los gritos de éxito de los vencedores y los juramentos, pronunciados con buen talante, de los perdedores.
Entonces, de repente, se oyó el sonido de una voz distinta.
—Buenas noches, caballeros. ¿Quién gana?
Alhana, mortalmente pálida, se puso de pie.
—Es Samar —susurró—. ¡Apártate de la puerta! ¡Rápido!
Gil se retiró de un salto. Oyó gritos y ruidos confusos al otro lado de la hoja de madera cuando los guardias recogieron las lanzas. Unas palabras rápidas, extrañas, pronunciadas en una lengua que no reconoció el joven, pusieron fin a aquellos ruidos, que dieron paso a gemidos ahogados, seguidos de golpes sordos producidos por los cuerpos al desplomarse en el suelo. Y a continuación se hizo un silencio que duró varios segundos, los que tardó su alocado corazón en latir diez veces.
La puerta se abrió y un joven guerrero elfo penetró en la estancia.
—¡Samar! Mi leal amigo. —Alhana le sonrió; serena y gentil como si se encontrara en la sala de audiencias, le tendió la mano.
—Mi reina. —Samar hincó la rodilla ante ella e inclinó la cabeza rindiéndole homenaje.
Gil se asomó al pasillo. Los Elfos Salvajes estaban tendidos en el suelo, inconscientes. Algunos todavía tenían aferradas sus lanzas. Lo que parecía un pergamino medio enrollado se quemaba en medio del pasillo. Mientras Gil lo miraba, desapareció, consumido por el fuego. Finas volutas de humo verde se elevaron en el quieto aire.
Gilthas estuvo a punto de salir para mirarlo más de cerca.
—Ten cuidado, joven —advirtió Samar, que se incorporó prestamente y tiró de Gil hacia atrás—. No te aproximes al humo, o acabarás dormido plácidamente como ellos.
—Príncipe Gilthas, hijo de Laurana Solostaran y Tanis Semielfo —hizo las presentaciones Alhana—. Éste es Samar, de la Protectoría.
La mirada del elfo recién llegado —fría y evaluadora— examinó a Gil de arriba abajo, y el joven se sintió débil y frágil en presencia de aquel guerrero avezado. Samar saludó con una fría inclinación de cabeza y después se volvió rápidamente hacia su reina.
—Todo está preparado, majestad. Los grifos nos esperan en el bosque. Se enfurecieron cuando se enteraron de que Rashas os había tomado prisionera. —Samar sonrió, sombrío—. No creo que vuelva a volar a lomos de un grifo nunca más. Si estáis preparada, deberíamos partir cuanto antes. ¿Dónde tenéis vuestras pertenencias? Yo las recogeré y llevaré.
—Viajo ligera de equipaje, amigo mío —repuso Alhana, que extendió las manos vacías.
—Pero vuestras joyas, majestad…
—Llevo conmigo lo que es importante. —Tocó un anillo que llevaba en el dedo—. La prenda de promesa y confianza de mi esposo. Todo lo demás no significa nada.
—Os quitaron vuestras joyas, ¿verdad, mi reina? —Samar tenía fruncido el ceño—. ¿Cómo se atrevieron?
—Las joyas pertenecen al pueblo de Qualinesti. —La voz de Alhana sonaba afable pero firme—. Es un asunto trivial, Samar. Tienes razón, deberíamos partir cuanto antes.
El guerrero inclinó la cabeza en un gesto de aquiescencia.
—Los guardias del piso de abajo también han sido reducidos. Iremos por allí. Cubrios la nariz y la boca, mi reina. Y vos también, príncipe —ordenó a Gil en tono seco—. No inhaléis el humo mágico.
Alhana se puso un pañuelo de seda bordada sobre la nariz y la boca, y Gil hizo lo mismo con el borde de la capa. Samar echó a andar delante, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Pasaron por encima de los cuerpos caídos de los Elfos Salvajes y rodearon con precaución los restos humeantes del pergamino del conjuro. Cuando llegaron a la escalera Samar hizo que se pararan.
—Quedaos aquí —susurró.
Bajó unos peldaños, miró en derredor y después —satisfecho al comprobar que todo estaba tranquilo— llamó con un ademán a Alhana y a Gil para que lo siguieran.
A mitad de la escalera, Samar agarró repentinamente a Alhana y tiró de ella hacia las sombras. Una mirada fiera del guerrero y un urgente «¡Atrás!» dirigido al joven indujeron a Gil a hacer lo mismo.
Sin atreverse a respirar siquiera, se pegó contra la pared.
Una Elfa Salvaje salió de un umbral situado justo debajo de ellos. Llevaba un cuenco de plata lleno de fruta. Tarareando una canción entre dientes, cruzó el acceso que conducía al patio, iluminado con minúsculas y chispeantes luces.
Otro sirviente kalanesti se cruzó con la mujer, conversaron un momento y Gil captó la palabra qualinesti que significaba «fiesta». Los dos desaparecieron en el patio.
Gil estaba impresionado. ¿Cómo, en nombre de Paladine, había oído Samar que la mujer se acercaba? Iba descalza, y se movía silenciosa como el viento a excepción del apagado tarareo. Gil miró al guerrero con franca admiración. Samar se disculpaba con la reina en tono quedo.
—Perdonadme, majestad, por mi rudeza.
—No hay nada que perdonar, Samar. Apresurémonos antes de que esa mujer regrese.
Rauda, silenciosamente, los tres descendieron la escalera.
Samar puso la mano en el picaporte de la puerta.
La puerta se abrió, pero no porque el guerrero hubiese accionado el picaporte.
El senador Rashas se hallaba en el umbral.
—¿Qué es esto? —demandó en tono sorprendido mientras su mirada iba del guerrero a Alhana. Su semblante palideció de ira—. ¡Guardias! ¡Prendedlos!
Unos qualinestis, vestidos con el uniforme de la guardia de la ciudad y armados, pasaron precipitadamente junto al senador. Samar desenvainó su arma y se situó delante de la reina, en tanto que los guardias desenfundaban también sus espadas.
Gil no tenía ninguna arma y, de todos modos, no habría sabido qué hacer con ella. La sangre le latía en los oídos; el miedo casi lo había paralizado cuando Rashas apareció. Ese temor se había evaporado, y ahora a Gilthas le ardía la sangre. Se sentía tranquilo y un tanto aturdido, listo para luchar. Sus músculos se tensaron, y el joven se dispuso a saltar…
—¡Deteneos! ¡Esto es una locura!
Alhana se interpuso entre los combatientes. Sus manos, suaves y blancas, asieron la hoja del arma de Samar y apartaron la de la espada del guardia que le amenazaba.
—Samar, baja esa espada —ordenó, hablando en silvanesti, con la voz temblorosa por la emoción y la rabia.
—¡Pero mi reina! —empezó él, suplicante.
—¡Es una orden, Samar! —instó.
Despacio, a regañadientes, el guerrero bajó la espada, pero no la enfundó.
Alhana se volvió hacia Rashas.
El senador se mostraba impasible; su gesto era duro y frío. Los guardias qualinestis, sin embargo, parecían incómodos y bajaron las armas antes de retroceder un paso. Gil miraba de hito en hito la sangre en las manos de la reina y se sintió profundamente avergonzado por su propia ansia de lucha.
—No he sido yo quien ha llevado las cosas a este extremo, milady —manifestó fríamente Rashas—, sino vos. Al intentar escapar, habéis desdeñado el decreto legal del Thalas-Enthia.
—¡Legal! —Alhana lo miró con desprecio—. Soy vuestra reina. ¡No tenéis derecho a retenerme en contra de mi voluntad!
—Ni siquiera una reina está por encima de la ley elfa. Estamos enterados de vuestro tratado secreto, majestad. Sabemos que vos y el traidor Porthios habéis conspirado para vendernos a nuestros enemigos.
Alhana lo miraba sin comprender.
—¿Tratado…?
—El tratado conocido como las Naciones Unificadas —dijo Rashas con sorna—. ¡Un tratado que nos convertiría en esclavos!
—No, senador. ¡No lo entendéis! ¡Lo habéis interpretado mal!
—¿Negáis que habéis sostenido conversaciones en secreto con humanos y enanos?
—No lo niego —repuso Alhana con dignidad—. Las conversaciones tenían que guardarse en secreto. Es un asunto muy delicado; es demasiado peligroso. Están ocurriendo cosas en el mundo que ignoráis. No podéis entender…
—Tenéis razón, milady —la interrumpió Rashas—. No lo entiendo. No entiendo cómo pudisteis vendernos como esclavos, cómo entregasteis nuestra tierra.
—Sois un necio y estáis ciego —dijo Alhana en tono imperioso, sosegado—, pero eso es un tema aparte. Nuestras negociaciones son legales. No rompimos ninguna ley.
—¡Todo lo contrario, milady! —Rashas empezaba a perder la paciencia—. ¡La ley elfa exige que todos los tratados se voten en el Thalas-Enthia!
—Íbamos a presentarla al senado, os lo juro…
—¿Un juramento silvanesti? —Rashas rió con desprecio.
—Perdonadme, mi reina, por mi desobediencia —dijo Samar en voz baja. Cogió a Alhana y la empujó protectoramente hacia los brazos de Gilthas.
Enarbolada la espada, el guerrero silvanesti saltó sobre Rashas.
La guardia qualinesti lo rodeó. El vibrante sonido del choque de los aceros retumbó. Rashas retrocedió a trompicones hacia una esquina segura. Gil se puso como escudo delante de Alhana, que contemplaba con horror la escena, sin poder hacer nada para intervenir.
Los soldados qualinestis superaban a Samar cuatro a uno. El silvanesti luchó con valentía, pero consiguieron reducirlo y desarmarlo. Aun entonces, siguió debatiéndose. Los guardias lo golpearon con los puños y la parte plana de las hojas de las espadas hasta que se desplomó inconsciente en el suelo.
Era la primera vez que Gilthas veía correr la sangre con violencia. Se sentía enfermo por la escena y por su propia e impotente rabia.
Alhana se arrodilló junto al caído Samar.
—Este hombre está gravemente herido. —Alzó la vista hacia los qualinestis—. Llevadlo a los sanadores.
Uno de los guardias se volvió a mirar a Rashas.
—¿Qué ordenáis, senador? —preguntó.
Alhana palideció y se mordió el labio inferior. Rashas tenía de nuevo la situación bajo su control.
—Llevadlo a los sanadores. Cuando terminen con él, arrojadlo a la prisión. Es muy posible que pague este acto de traición con su vida. Uno de vosotros que regrese conmigo al senado. Debo informar de lo que ha ocurrido. El resto escoltad a Alhana Starbreeze a sus aposentos. No, vos no, príncipe Gilthas. Quiero hablar con vos.
El joven sacudió la cabeza en actitud desafiante. Alhana se incorporó, se acercó a él y puso la mano en su brazo.
—Eres qualinesti, príncipe —le dijo seria, vehementemente—. Y el hijo de Tanis Semielfo. Tienes suficiente coraje para afrontar esto.
Gil no entendió bien qué quería decirle, pero supuso que quizá sólo conseguiría hacer más difíciles las cosas para ella si se negaba a hablar con Rashas.
—¿Estaréis bien, reina Alhana? —preguntó, dando énfasis al título.
Ella le sonrió y después, caminando con dignidad, acompañó a los guardias y abandonó el vestíbulo.
Cuando se hubo marchado, el senador se volvió hacia Gilthas.
—Lamento profundamente este desdichado incidente, mi príncipe. Me responsabilizo de ello. Nunca debí albergaros con esa astuta mujer. Debí prever que os coaccionaría para que secundaseis su traicionero plan. Pero ahora estáis a salvo, mi príncipe. —Rashas hablaba en tono tranquilizador—. Se os destinarán otros aposentos para esta noche.
Gil sabía lo que su padre hubiera hecho en esta situación. Tanis habría tragado saliva con esfuerzo y después habría atizado un golpe a Rashas.
Dignidad ante la presión.
Golpear al senador no resolvería nada, sino que empeoraría las cosas. Gil sabía lo que haría su madre.
Suspirando pesarosamente, Gil adoptó una expresión plácida y sosegada que no dejó entrever nada de lo que pensaba, una expresión que había visto más de una vez en el rostro de su madre.
—Agradezco vuestro interés, senador.
Rashas asintió antes de seguir hablando en aquel tono apaciguador.
—Los miembros del Thalas-Enthia desean mucho conoceros, príncipe Gilthas. Me pidieron que os llevara a la reunión ae esta noche, por eso regresé pronto. Me mandaron para que os acompañara al senado. Por suerte, ¿no os parece? Ello demuestra que los dioses están conmigo.
Un dios, al menos, pensó sombríamente el joven. ¿O debería decir una diosa?
—Pero no tenéis buen aspecto. —Rashas era todo desvelo y compasión—. No es de sorprender. Corristeis un grave peligro por esa mujer maquinadora. —Bajó el tono de voz—. Hay quienes afirman que es una bruja. No, no. No intentéis hablar, mi príncipe. Transmitiré vuestras disculpas al senado.
—Hacedlo, por favor, senador —dijo Gilthas. También participaría en ese juego. Ojalá conociese mejor las reglas.
—Dormid bien, príncipe Gilthas. —Rashas inclinó la cabeza—. Mañana os aguarda un programa muy apretado. No todos los días lo coronan rey a uno. —Con un gesto el senador llamó a uno de los sirvientes kalanestis.
»Acompaña a su alteza a sus nuevos aposentos, lejos de la bruja, y encárgate de que no lo moleste nadie.
Durante toda la noche Gil yació despierto en la cama e hizo planes para el día siguiente. Se le ocurrió, poco después de que lo escoltasen a su habitación, que Alhana y él se preocupaban sin motivo. Sabía lo que tenía que hacer, cómo manejar la situación. Era muy sencillo. Lo único que sentía era no haber podido decirle a Alhana que no tenía nada que temer.
Gil repasó mentalmente varias veces lo que le diría a Rashas. La ansiedad cedió y el joven se quedó dormido finalmente.
El sonido de una llamada a la puerta lo despertó. Se sentó en el lecho y miró hacia la ventana. Todavía estaba oscuro.
Un guardia kalanesti abrió la puerta para dar paso a tres sirvientas. Una de ellas llevaba una palangana con fragante agua de rosas en cuya superficie flotaban capullos naranja. Otra portaba una lámpara y comida en una bandeja. La tercera sostenía cuidadosamente suaves ropas amarillas dobladas sobre los brazos.
La kalanesti que entró con el desayuno era muy joven, más o menos de la edad de Gil. Y también era encantadora. No llevaba el cuerpo pintado como los otros Elfos Salvajes, ya fuera por cuestión de gusto o quizá porque la costumbre estuviera decayendo entre los jóvenes[4]. Tenía la tez morena de su gente, y el cabello era del color del oro bruñido. Sus ojos, a la suave luz de la lámpara, eran grandes y castaños. Le sonrió tímidamente mientras soltaba la bandeja de comida sobre la mesita que había junto al lecho.
Gil le devolvió la sonrisa sin pensar lo que hacía. Entonces se sintió muy azorado cuando las otras dos mujeres mayores se echaron a reír y comentaron algo en su lenguaje cantarín.
—Comer. Lavarse. Vestirse —dijo una de las mujeres mayores, acompañando su tosco qualinesti con movimientos de las manos—. El amo pronto con vos. Antes de salida del sol.
—Quiero ver a la reina Alhana —pidió firmemente Gilthas, que intentó aparentar la mayor dignidad posible, considerando que se encontraba más o menos atrapado en la cama por esas mujeres.
La kalanesti desvió los ojos hacia el guardia, que se había quedado, vigilante, junto a la puerta. El hombre frunció el entrecejo, articuló una seca orden y las mujeres salieron con premura.
—Quiero… —empezó Gil, levantando la voz, pero el guardia gruñó y cerró de un portazo.
El joven respiró hondo. Al parecer, pronto tendría que vérselas con Rashas. Repasó de nuevo lo que pensaba decir mientras realizaba sus abluciones matinales. Tras echar una breve ojeada a los ropajes amarillos —las galas ceremoniales del Orador de los Soles—, se puso sus ropas de viaje, las que llevaba al llegar a Qualinesti y las que se proponía llevar de vuelta a casa.
¡A casa! La idea hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos. Cuánto se alegraría de estar de regreso allí; dudaba que volviera a abandonarla nunca. Su mirada fue hacia la bandeja de comida. Recordó a la bonita muchacha que la había traído, y sus ojos y su sonrisa.
Bueno, quizá saliera de casa una corta temporada. Volvería aquí cuando todo hubiese acabado, cuando Alhana y Porthios fueran de nuevo los legítimos dirigentes. Y la próxima vez viajaría con sus padres.
Intentó desayunar, pero renunció a ello. Se sentó en la cama, en la oscuridad alumbrada por la lámpara, esperando a Rashas con impaciencia.
Una luz de pálidos tonos rosados brilló en los cristales de las ventanas. Faltaba poco para el amanecer. Gil oyó unas pisadas y poco después el senador Rashas entraba en el cuarto. Lo hizo precipitadamente, sin llamar antes. La mirada del senador se posó primero en los ropajes del Orador, que seguían colocados sobre la cama, y después se detuvo en Gilthas.
El joven se había puesto de pie, respetuosamente aunque no con mansedumbre, al entrar el senador.
—¿Qué ocurre? —demandó Rashas, sorprendido—. ¿No os dijeron las mujeres…? ¡Malditas sean sus orejas! Esos bárbaros nunca entienden nada bien. Tenéis que vestiros con las galas del Orador, príncipe Gilthas. Obviamente, no comprendisteis lo que…
—Comprendí perfectamente, senador —lo interrumpió Gil, usando el tratamiento formal.
Las manos se le quedaron frías y sintió la boca tan seca que temió que la voz se le quebrara, lo que echaría a perder su parlamento cuidadosamente preparado. Pero eso no podía evitarse ahora. Tenía que seguir adelante lo mejor que pudiera. Tenía que hacer lo que era correcto, lo que estuviera en su mano para enmendar todos los problemas que había ocasionado.
—No voy a ser vuestro Orador, senador. Rehúso prestar el juramento.
Gil hizo un alto, esperando que Rashas discutiera, lo ridiculizara o incluso que protestara o suplicara.
Rashas no pronunció palabra. Su semblante era indescifrable. Se cruzó de brazos y esperó a que Gilthas continuara. El joven se pasó la lengua por los labios.
—Quizá, senador, habéis supuesto que porque mis padres no quisieron criarme en Qualinesti se me ha mantenido ignorante de mi herencia. No es cierto. Sé todo sobre la ceremonia de coronación del Orador de los Soles. Mi madre me lo explicó. Sé que hay un requisito: el Orador debe prestar el juramento voluntariamente.
Gil dio énfasis a la última palabra. Su parlamento iba saliendo con más facilidad a cada momento. Estaba tan absorto en ello que no se dio cuenta de que la reacción —o falta de reacción— por parte de Rashas podría anunciar problemas.
—No prestaré el juramento —concluyó Gil, haciendo otra profunda inhalación—. No puedo ser vuestro Orador. No merezco tal honor.
—Y tanto que no —dijo Rashas de repente, en voz queda, con ira contenida—. Pequeño arrogante mestizo. Tu padre era un bastardo. Nunca supo el nombre del hombre que se revolcó con la zorra que fue su madre. Habría que haberla desterrado por tal vergüenza. Fue lo que propuse, pero Solostaran era un viejo idiota de buen corazón.
»¡Y en cuanto a tu madre! ¿Qué elfa decente viste armadura y cabalga a la batalla como un hombre? ¡No dudo que le resultó muy entretenido estar… rodeada día y noche de tantos soldados! Tu madre no era más que una seguidora de campamento glorificada. ¡El semielfo fue el único que la tomó después de que los demás acabaran con ella! ¡Con semejante ascendencia, dejarte incluso que respires el aire de Qualinesti es más honor del que mereces, príncipe Gilthas! —Rashas pronunció el título con hiriente sorna.
»¡Y ahora, por los dioses, tienes la desfachatez de rehusar, rehusar ser el Orador! ¡Con toda justicia deberías estar de rodillas ante mí, llorando de gratitud por haberte recogido del arroyo y hacer de ti una persona!
Conmocionado hasta lo más hondo, Gil miraba de hito en hito al senador, espantado. Empezó a temblar. El estómago se le revolvió; tenía ganas de vomitar por todo lo que había oído. ¿Cómo podía ser tan retorcido ese hombre? ¿Cómo podía pensar semejantes cosas, cuanto menos decirlas? Gil se esforzó por replicar, pero la ira, asfixiante y caliente, le estrujaba la garganta.
—Eres más necio de lo que había imaginado. —Rashas lo miraba sombrío—. Aunque debí esperar algo así. ¡Eres digno hijo de tu padre!
Gil dejó de temblar. Se mantuvo rígido, con las manos aferradas fuertemente a la espalda, pero se las ingenió para sonreír.
—Os agradezco el cumplido, señor.
Rashas hizo una pausa, fruncido el ceño, pensativo.
—Veo que voy a tener que recurrir a medidas extremas. Recuerda, joven, ocurra lo que ocurra, tú te lo has buscado. ¡Guardia!
El senador cogió los ropajes de Orador con una mano, clavó los huesudos dedos de la otra en el brazo de Gil y lo empujó, trastabillando, hacia la puerta. El guardia kalanesti asió firmemente al joven.
Éste forcejeó para soltarse. Rashas dijo algo en kalanesti, y el guardia apretó más los dedos.
—Te romperá el brazo si le ordeno que lo haga —advirtió fríamente el senador—. Vamos, vamos, príncipe. —De nuevo, el tono de sorna—. No me hagáis perder más tiempo.
Rashas salió el primero del cuarto de Gil, subió la escalera y se dirigió de nuevo al ala de la casa donde Alhana Starbreeze estaba retenida. Hasta ese momento, Gil había estado demasiado furioso para pensar con claridad, pero ahora la ira empezaba a ser reemplazada por el miedo.
Obviamente, el senador Rashas estaba loco.
«No, no está loco —comprendió Gil con una sensación de pánico—. Si fuera así, nadie le haría caso, nadie lo seguiría. Pero cree realmente esas cosas espantosas que ha dicho sobre mis padres. Cree realmente que Alhana es una bruja. Cree lo que dijo anoche sobre el tratado, lo de que los elfos se convertirían en esclavos de los humanos. En su mente se ha tergiversado todo de tal modo que lo que es bueno lo ve malo y al revés. ¿Cómo es posible? No lo entiendo… ¿Y qué puedo hacer para detenerlo?».
Llegaron a los aposentos de Alhana. Los guardias kalanestis abrieron bruscamente la puerta a una seca orden de Rashas, que entró enfurecido en el cuarto. El guardia kalanesti arrastró a Gil al interior.
El joven se soltó de un tirón e intentó recobrar su dignidad. Miró desafiante a Rashas.
Alhana estaba de pie, mirando al senador con tranquilo desdén.
—Bien, ¿a qué venís aquí, senador? ¿No deberíais estar preparando la coronación?
—El joven ha resultado ser muy obstinado, lady Alhana. —Rashas habló suave, fríamente—. Rehúsa prestar el juramento. Pensé que quizá vos le persuadiríais de que su testarudez no es conveniente para él… ni para vos.
Alhana miró a Gil con una cálida y aprobadora sonrisa; una sonrisa que alivió los temores del joven y lo llenó de una fuerza y una esperanza renovadas.
—Todo lo contrario. Creo que el joven ha demostrado una gran sensatez y mucho valor para alguien de sus pocos años. Obviamente, lo juzgasteis mal, Rashas. No se me ocurriría intentar hacerle cambiar de opinión.
—Creo que vos sí cambiaréis la vuestra, lady Alhana —dijo en tono quedo Rashas—. Al igual que lo hará el joven.
El senador pronunció unas palabras en kalanesti y uno de los Elfos Salvajes soltó la lanza y cogió el arco que llevaba al hombro. Rashas señaló a Alhana. El Elfo Salvaje asintió. Sacó una flecha de la aljaba y empezó a encajarla en la cuerda del arco.
Alhana se había puesto muy pálida, pero no, aparentemente, por el miedo. Miró al senador con una expresión que casi podría calificarse de lástima.
—Habéis sido seducido por la oscuridad, Rashas. ¡Apartaos del camino que habéis tomado antes de que sea vuestra perdición!
El senador parecía divertido.
—No estoy aliado con la Reina Oscura, como vos, su servidora, deberíais saber. Hago cuanto está en mi mano para mantener la sombra de su maldad lejos de mi pueblo. ¡La sagrada luz de Paladine brilla sobre mí!
—No, Rashas —repuso suavemente la elfa—. La luz de Paladine ilumina, no deslumbra.
Con un gesto duro y la expresión desdeñosa, Rashas le dio la espalda a Alhana para mirar a Gil, que empezaba a comprender lo que estaba pasando.
—¡No podéis hacer una cosa así! —exclamó Gil, que miraba al senador con incredulidad—. No podéis…
Rashas le lanzó los ropajes amarillos de Orador.
—Es hora de que te vistas para la ceremonia, príncipe.
La última vez que Tanis había estado en la Torre del Sol fue durante los oscuros días precedentes a la Guerra de la Lanza. Los Dragones del Mal habían regresado a Krynn. Un nuevo y terrible enemigo —los draconianos— se unía a los otros servidores de la Reina Oscura para formar inmensos ejércitos a las órdenes de los poderosos Señores de los Dragones. La victoria contra tan poderosas fuerzas parecía imposible. En esta torre, los elfos de Qualinesti se habían reunido en la que podría ser, quizá, la última vez, a fin de planear el éxodo de su amada patria.
Unas minúsculas llamas de esperanza habían ardido firmemente a través de aquella oscura noche: esperanza en la forma de una Vara de Cristal Azul y una mujer sabia y lo bastante fuerte para empuñarla; esperanza en la insólita forma de un alegre kender que decidió ayudar en «cosas pequeñas»; esperanza en la forma de un caballero cuyo valor fue un faro brillante para quienes se encogían de miedo bajo las aterradoras alas de la Reina de la Oscuridad.
Goldmoon, Tasslehoff, Sturm… Ellos y el resto de los Compañeros habían estado con Tanis en esta sala, en esta torre. El semielfo percibía su presencia junto a él ahora. Recorrió con la mirada la cámara del Orador de los Soles y se sintió reconfortado. Todo iría bien. Alzó la vista hacia la cúpula, al resplandeciente mosaico que representaba el cielo azul y el sol en una de sus mitades, mientras que en la otra aparecían la luna plateada, la luna roja y las estrellas en la bóveda nocturna.
—Quieran los dioses que así sea —rezó quedamente Tanis—. Te llevaré a casa, hijo mío, y volveremos a empezar. Y esta vez las cosas irán mejor, lo prometo.
Dalamar, de pie junto al semielfo, también miraba a lo alto. El elfo oscuro soltó una risita divertida.
—Me pregunto si sabrán que la luna negra está visible ahora en ese techo.
Conmocionado, Tanis observó atentamente; después sacudió la cabeza.
—Sólo es un agujero. Unas cuantas baldosas se han caído, eso es todo.
Dalamar le lanzó una mirada de soslayo y sonrió.
Tanis, incómodo, dejó de contemplar el mosaico.
Las blancas paredes de mármol de la torre reflejaban la luz rojiza del amanecer. La inmensa sala redonda en la que se encontraban se hallaba vacía en esos momentos, a excepción del estrado situado justo debajo del techo abovedado. La gente no se había reunido todavía en la cámara; esperaría hasta que el sol hubiera asomado completamente por el horizonte. Tanis y Dalamar habían llegado temprano viajando por los caminos de la magia, un breve pero perturbador tránsito que había dejado a Tanis confuso y desorientado.
Antes de abandonar la Torre de la Alta Hechicería, Dalamar le había entregado a Tanis un anillo tallado en un cuarzo cristalino.
—Ponte esto, amigo mío y nadie podrá verte —le había dicho.
—¿Quieres decir que seré invisible? —le preguntó Tanis mientras observaba el anillo con incertidumbre, sin tocarlo.
Dalamar se lo había puesto en el dedo índice.
—Lo que quiero decir es que nadie podrá verte —replicó—, salvo yo.
Tanis no lo había entendido, pero decidió que tampoco le apetecía mucho entenderlo. Ahora, moviendo la mano torpemente, sin atreverse a tocar el anillo por miedo a romper el hechizo, aguardó impaciente a que la ceremonia comenzara. Cuanto antes empezara, antes terminaría, y Gil y él volverían sanos y salvos a casa.
La intensa luz del sol penetró por las pequeñas ventanas abiertas en la torre y se reflejó en los espejos situados en las brillantes paredes de mármol. Los Cabezas de Casas empezaron a entrar en la cámara. Varios caminaron hasta pararse justo delante de Tanis, que se puso tenso, esperando que lo vieran. Otros elfos pasaron muy cerca de él, pero ninguno le prestó atención. Tanis se relajó y miró a Dalamar. Él podía ver al hechicero y viceversa, pero nadie más. La magia funcionaba.
Tanis escudriñó la muchedumbre.
—¿Está tu hijo aquí? —preguntó Dalamar, que se acercó para hablarle en un susurro al oído.
El semielfo sacudió la cabeza. Intentó convencerse de que el muchacho se encontraba bien. Era temprano, y probablemente Gil entraría con el Thalas-Enthia.
—Recuerda el plan —añadió innecesariamente el hechicero. Tanis sólo había pensado en ese plan durante toda la larga noche en vela—. He de tener contacto físico con él a fin de transportarlo mágicamente. Lo que significa que nos delataremos. El chico se alarmará y quizás intente soltarse. Dependerá de ti tranquilizarlo. Hemos de actuar con presteza, porque si cualquier elfo Túnica Blanca nos ve…
—Deja de preocuparte —lo interrumpió Tanis, impaciente—. Sé lo que tengo que hacer.
La cámara se llenó rápidamente; a los elfos se los notaba tensos, excitados. Los rumores brotaban más deprisa que las malas hierbas. Tanis oyó pronunciar el nombre de Porthios varias veces, más con pesar que con ira. Sin embargo, cada vez que se decía el nombre de Alhana por lo general iba acompañado de una maldición o un insulto. Obviamente Porthios era una víctima de la seductora silvanesti. La palabra «bruja» fue utilizada por varios elfos de edad que se encontraban cerca de Tanis.
Rebulló inquieto, resultándole difícil contenerse. Habría dado toda su fortuna a cambio de hacer chocar sus cabezas, de meter a la fuerza algo de sentido común en aquellos viejos necios retrógrados.
—Tranquilo, amigo mío —advirtió quedamente Dalamar mientras ponía la mano en el brazo del semielfo—. No nos delates.
Tanis apretó las mandíbulas e intentó calmarse. Una discusión estalló al otro lado de la cámara. Varios elfos jóvenes, que habían llegado a Cabezas de Casas por la muerte prematura de sus padres, se mostraban en desacuerdo con sus mayores a voz en cuello.
—Los vientos del cambio soplan en el mundo trayendo nuevas ideas, conceptos innovadores. Los elfos deberíamos abrir las ventanas, airear nuestras casas, librarnos de costumbres trasnochadas y estancadas —proclamaba uno de los jóvenes.
Tanis aplaudió en silencio a aquellos hombres y mujeres jóvenes, pero lamentó ver que eran pocos y que sus voces renovadoras eran fácilmente acalladas.
Una campana de plata dio un toque y el silencio se adueñó de la asamblea. Los miembros del Thalas-Enthia llegaban. Los otros elfos abrieron paso respetuosamente a los senadores. Ataviados con sus vestiduras ceremoniales, formaron un círculo alrededor del estrado.
Tanis buscó a Gil en el grupo, pero no lo localizó.
Una hechicera Túnica Blanca, miembro del Thalas-Enthia, levantó la cabeza y escudriñó intensamente y con el entrecejo fruncido la cámara.
—Así se la trague el Abismo —rezongó Dalamar mientras tiraba de la manga a Tanis—. No pierdas de vista a esa hechicera, amigo mío. Percibe algo extraño.
—¿Te ve? ¿Nos ve? —inquirió, alarmado, el semielfo.
—Todavía no. Para ella soy como un mal olor —respondió Dalamar—. Igual que lo es ella para mí.
La Túnica Blanca siguió examinando a la muchedumbre, y entonces la campana de plata dio cuatro toques. Todos los elfos empezaron a estirar el cuello, los más bajos poniéndose de puntillas para atisbar por encima de hombros y cabezas de los más altos. Sus ojos se dirigían a un pequeño cuarto adyacente a la cámara central, un cuarto que Tanis recordó de repente. En aquella antesala sus amigos y él habían esperado hasta que los llamaron para presentarse ante Solostaran, Orador de los Soles, padre de Laurana, un hombre que había sido padre adoptivo de Tanis.
Tanis supo, con una dolorosa opresión en el corazón, que en aquella antesala se encontraba su hijo.
Gilthas entró en la cámara.
Tanis olvidó el peligro, lo olvidó todo en su preocupación, su estupefacción y, tuvo que admitirlo, su orgullo.
El muchachito que había escapado de casa ya no existía, reemplazado por un joven de aspecto grave y solemne, un joven que caminaba erguido y digno con los brillantes ropajes amarillos del Orador.
Los elfos intercambiaron murmullos. Obviamente estaban impresionados.
Tanis también lo estaba. Desde esa distancia, el aspecto de su hijo era el de un rey de los pies a la cabeza.
Y entonces Gilthas entró en un haz de luz de sol. La atenta mirada del amoroso padre captó el leve temblor en sus mandíbulas prietas, en la palidez de su rostro, en su expresión, que mantenía cuidadosa y deliberadamente impasible. Rashas y la hechicera Túnica Blanca avanzaron para situarse junto a él.
—Ése es Gilthas. Vamos.
La mano sobre la espada, Tanis hizo intención echar a andar, pero Dalamar lo agarró y lo detuvo.
—¿Qué pasa ahora? —demandó, furioso, el semielfo, y entonces se fijó en la expresión del elfo oscuro—. ¿Qué ocurre?
—Lleva el Medallón de los Soles —dijo Dalamar.
—¿Qué? ¿Dónde? No lo veo.
—Oculto bajo la túnica.
—¿Y? —Tanis no entendía el problema.
—El medallón es un artefacto sagrado, bendecido por Paladine. Su poder lo protege de gente como yo. No puedo tocarlo. —El elfo oscuro se acercó más y le susurró al oído—. Esto no me gusta, amigo mío. ¿Qué hace Gilthas con el Medallón de los Soles? Sólo el Orador puede llevarlo. Porthios jamás lo entregaría voluntariamente y, debido a sus propiedades sagradas, no se le puede quitar a la fuerza. Algo siniestro hay en juego aquí.
—¡Razón de más para que saquemos a Gil! ¿Qué hacemos ahora?
—Tu hijo tiene que quitarse el medallón, Tanis, y ha de hacerlo por propia voluntad.
—¡Yo me encargaré de eso! —dijo Tanis, que de nuevo adelantó un paso.
—¡No, espera! —advirtió Dalamar—. Paciencia, amigo mío. Ahora no es el momento, cuando la maldita Túnica Blanca se encuentra a su lado. Veamos que demonios ocurre. El momento adecuado se presentará, y cuando eso ocurra, debemos estar preparados.
El semielfo aflojó poco a poco los dedos que ceñían la empuñadura de la espada. El instinto lo urgía a actuar, no a esperar, pero Dalamar tenía razón. No era el momento. Inquieto, Tanis apoyó el peso ora en un pie ora en otro, obligándose a tener paciencia.
Gilthas había avanzado hasta situarse cerca del estrado. Era más bajo que los elfos que lo rodeaban. Nunca alcanzaría la talla media de un elfo, como resultado de su ascendencia humana. Durante un instante su aspecto resultó menguado, poco regio.
Rashas puso la mano sobre el hombro del joven y lo empujó disimuladamente para que siguiera caminando.
Gil se volvió y miró fríamente al senador.
Sonriente, los labios tirantes, Rashas retiró la mano.
Dando la espalda a Rashas, Gilthas subió lentamente las gradas del estrado. Una vez en él, alzó la cabeza y echó una ojeada rápida, escrutadora, esperanzada, en derredor.
—Está buscándome —dijo Tanis, que tenía la mano sobre el anillo—. Sabe que vendré a por él. Si pudiera verme…
—Podría delatarnos accidentalmente —adujo Dalamar mientras sacudía la cabeza.
Tanis contempló impotente cómo moría la mirada esperanzada de su hijo.
Gil inclinó la cabeza y encorvó los hombros. Después, tras respirar profundamente, levantó la testa y miró sin ver, sumido en una calma estoica, a la multitud.
Rashas entró en materia sin perder tiempo, prescindiendo del boato ceremonial que tanto gustaba a los elfos.
—La situación es grave. Anoche, los guardias qualinestis sorprendieron a un intruso, ¡un espía silvanesti!
Los elfos mayores se mostraron adecuadamente escandalizados e indignados. Los jóvenes intercambiaron miradas y sacudieron la cabeza.
—El espía fue capturado y se lo someterá a juicio. Mas, ¿quién sabe si es el único? ¿Quién sabe si no es la avanzadilla de un ejército invasor? En consecuencia —Rashas declamaba en voz alta, prácticamente a gritos—, en interés de la seguridad nacional, el senado ha decidido emprender el único curso de acción que nos queda.
»Es decisión del Thalas-Enthia que, por crímenes contra su patria, el actual Orador, Porthios, de la Casa Solostaran, sea despojado de su título. Que, más adelante, será exiliado, expulsado de su tierra y de todas por las que caminan hombres de bien.
—¡Nos oponemos a ese fallo! —manifestó en alto una voz.
Los elfos mayores se quedaron horrorizados y demandaron saber quién osaba hacer tal cosa. El grupo de elfos jóvenes se mantuvo junto, con el gesto desafiante endureciéndose en sus rostros.
—Los Cabezas de Casas no han participado en esto —continuó el joven elfo, que alzó la voz para hacerse oír sobre las enfurecidas demandas de que guardara silencio—. Y por tanto nos oponemos al fallo.
—Éste no es un asunto que concierna a los Cabezas de Casas —replicó Rashas en un tono gélido—. Conforme a la ley, el Orador decide si se ha de desterrar a un elfo. En el caso en que sea el propio Orador quien ha cometido un crimen serio, se otorga poder al Thalas-Enthia para que dicte sentencia.
—¿Y quién ha decidido que Porthios cometió un crimen? —insistió el joven.
—El Thalas-Enthia —contestó Rashas.
—¡Qué oportuno! —comentó con sorna el joven elfo.
—Sometedlo a votación a los Cabezas de Casas —pidieron sus compañeros, respaldándole.
—Queremos oírlo de boca de Porthios —manifestó otro de ellos—. Tiene derecho a defenderse.
—Se le ofreció esa oportunidad —dijo, apaciguador, Rashas—. Enviamos la noticia a Silvanesti. Nuestro mensajero le dijo al Orador que se lo había acusado del cargo de traición y que debería regresar de inmediato para responder ante la justicia. Como veis, Porthios no está aquí. Sigue en Silvanesti. Desdeña no sólo este procedimiento, sino a su propio pueblo.
—Inteligente, muy inteligente —murmuró Dalamar—. Por supuesto, Rashas ha omitido decir que Porthios se encuentra encerrado en una celda de Silvanost.
Tanis presenciaba el desarrollo de los acontecimientos sumido en un sombrío silencio. El miedo por su hijo iba creciendo. Al parecer, Rashas no se detendría ante nada. Dalamar tenía razón; el senador estaba en las garras de la Reina Oscura.
—Y aquí está el máximo exponente del desprecio de Porthios hacia su pueblo —continuó Rashas—. Mostradlo, príncipe Gilthas.
El joven alzó la cabeza; pareció vacilar. Rashas le dijo algo y Gilthas miró al elfo mayor; una mirada cargada de desprecio y odio. Luego, lentamente, metió la mano bajo la túnica amarilla y sacó el resplandeciente medallón de oro, tallado a imagen del sol.
La cólera se extendió por la cámara como un vendaval.
El Medallón de los Soles era un objeto antiguo y sagrado que había pasado de un Orador a su sucesor a lo largo de los siglos. Tanis no tenía muy claro cuáles eran sus poderes, que se habían guardado muy en secreto entre los descendientes de Silvanos.
Se preguntó con inquietud cuánto sabía Dalamar sobre eso, y cómo lo había descubierto. Tampoco es que importase mucho ahora. Porthios jamás habría renunciado voluntariamente al medallón sagrado.
La Túnica Blanca estaba susurrando algo al oído de Rashas. Dalamar se puso tenso, pero al parecer la hechicera sólo ofrecía consejo al senador, no lo ponía sobre aviso de nada.
—Todo se ha hecho conforme a la ley —manifestó Rashas—, pero si algunos de los miembros más jóvenes e inexpertos requieren que se haga una votación, se les concederá esa petición.
La votación se llevó a cabo, y Porthios perdió por gran mayoría. El Medallón de los Soles había resuelto la cuestión. A los ojos de los elfos, Porthios había renunciado a su pueblo. Los jóvenes fueron los únicos que apoyaron lealmente al Orador ausente.
Rashas procedió sin pérdida de tiempo.
—Privados de un líder, nos volvemos hacia otro miembro del ilustre linaje de Silvanos. Es para mí un placer y un honor presentaros a Gilthas, hijo de Lauranthalasa, nieto de Solostaran, y próximo Orador de los Soles.
Con un codazo de Rashas, Gilthas saludó a la multitud inclinando la cabeza cortésmente. Estaba tremendamente pálido.
—El Thalas-Enthia ha examinado cuidadosamente la ascendencia del príncipe Gilthas, y la ha encontrado satisfactoria.
—¿Y el hecho de que su padre sea un semihumano? —instó uno de los elfos jóvenes en un último intento.
—A buen seguro —sonrió benignamente el senador—, hoy en día tal hecho no debería contar en contra del príncipe, ¿no estáis de acuerdo?
El joven frunció el entrecejo, incapaz de contestar. A sus compañeros y a él los había pillado astutamente en su propia trampa. Si protestaban más en contra de Gilthas, parecerían tan fanáticos e intransigentes como sus mayores. Los jóvenes Cabezas de Casas intercambiaron una mirada, y después, como un solo hombre, dieron media vuelta y abandonaron la reunión.
Un murmullo preocupado, como el retumbo de un trueno, se extendió por la cámara. A los elfos no les gustaba aquello. Algunos parecían estar pensando mejor las cosas. Rashas dio instrucciones a la Túnica Blanca e hizo un ademán. Por lo visto, la hechicera había recibido la orden de seguir a los disidentes. La mujer pareció reacia, pero Rashas la miró ceñudo y repitió el gesto, esta vez con más energía.
La hechicera Túnica Blanca sacudió la cabeza, bajó del estrado y salió de la cámara.
—¡Gracias, Takhisis! —musitó Dalamar.
Tanis ofreció una plegaria similar a Paladine.
Los dos avanzaron hacia el estrado, moviéndose con cuidado entre la multitud.
—¡No choques con nadie! —advirtió Dalamar—. ¡Somos invisibles, pero no fantasmas incorpóreos!
Los elfos rebullían inquietos en la cámara y murmuraban entre ellos.
Rashas vio que la situación se deterioraba a pasos agigantados. Obviamente, tenía que dejar resuelto aquello cuanto antes. Pidió silencio, y los elfos callaron paulatinamente y le prestaron atención.
—Procederemos con la Prestación del Juramento —anunció mientras recorría la cámara con la mirada.
Nadie, ahora, pronunció una palabra en contra. Tanis y Dalamar casi habían llegado al estrado. Gilthas asía el medallón con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos, como si necesitara aferrarse a él para sostenerse en pie. Parecía ajeno a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Tanis se deslizó más cerca; mantenía agarrado el anillo mágico con la otra mano.
Rashas se volvió hacia Gilthas.
—¿Aceptáis, Gilthas, de la Casa Solostaran, por voluntad propia, prestar el Juramento de los Soles, servir a vuestro pueblo el resto de vuestra vida como su Orador?
El semblante de Gil estaba vacío de expresión y sus ojos parecían sin vida. Se humedeció los labios resecos y abrió la boca.
—¡No, hijo! ¡Alto! —Tanis se quitó el anillo de un tirón.
Gil miró estupefacto a su padre, que parecía haber aparecido de la nada repentinamente. Tanis lo agarró del brazo.
—¡Quítate el Medallón de los Soles! —ordenó—. ¡Deprisa!
Dalamar apareció al otro lado de Gil. El joven miró aturdido a su padre y al elfo oscuro. Estalló un confuso barullo de voces, gritos y chillidos. La mano del Gil se cerró, crispada, sobre el medallón.
Rashas, de pie junto al joven, le dijo algo en voz baja.
Tanis hizo caso omiso del senador. Ya se ocuparía de él después.
—Gil, quítate el medallón —repitió Tanis queda, pacientemente—. ¡No te preocupes! Estarás a salvo. He venido para llevarte a casa.
Las palabras de Tanis hicieron reaccionar al joven, aunque no como su padre había esperado. Gil se soltó de las manos de su padre; estaba mortalmente pálido, pero su voz era firme.
—Te equivocas, padre. —Gil miró a Rashas—. Ya estoy en casa.
El senador empezó a llamar a la guardia. Atraída por el ruido del escándalo, la hechicera Túnica Blanca entró corriendo en la cámara.
—¡Deprisa, amigo mío! —instó Dalamar en voz baja—. ¡A menos que quieras presenciar una batalla mágica que demolerá esta torre sobre nuestras cabezas!
—Gil, escúchame —empezó, furioso, Tanis.
—No, padre, escúchame tú. —Gil hablaba sosegado—. Sé lo que hago.
—¡Eres un niño! —bramó Tanis—. No tienes ni idea de lo que haces…
Una mancha rojiza tiñó el rostro de Gil, como si Tanis lo hubiese abofeteado. Miró a su padre en silencio, pidiéndole que confiase en él, que lo comprendiese. El medallón, objeto sagrado de los elfos, resplandecía sobre su pecho y su luz se reflejaba en los ojos azules del joven.
¿Cuántas veces, siendo Tanis niño, había alzado la vista para ver el medallón brillando sobre él, como el propio sol, lejos de su alcance?
—¡Quítate esa maldita cosa! —Alargó la mano.
Un relámpago blanco chisporroteó como una explosión del propio sol y un dolor abrasador recorrió el brazo de Tanis, un dolor tan horrible que amenazó con hacer estallar su corazón. Estaba desplomándose. Unas fuertes manos lo sujetaron, lo agarraron, y una voz fuerte entonó palabras extrañas. Tanis oyó decir a Gilthas, a lo lejos:
—Prestaré el juramento. Seré el Orador de los Soles.
Tanis quiso soltarse, pero la oscuridad se tornó más y más densa y empezó a girar a su alrededor, y entonces, con desesperada frustración, comprendió que estaba atrapado en la magia de Dalamar.
Al momento siguiente, Tanis se encontraba a gatas sobre el césped de un jardín, parpadeando con la brillante luz del sol. Se sentía mareado, con ganas de vomitar, le dolía el brazo y tenía la mano entumecida, insensible. Se sentó sobre los talones y miró en derredor. Dalamar estaba de pie junto a él.
—¿Dónde demonios estamos? —demandó Tanis.
—¡Chist! ¡No grites! —ordenó el hechicero en voz baja—. Nos encontramos fuera de la casa de Rashas. ¡Ponte el anillo, deprisa, antes de que alguien nos vea!
—¿Su casa? —Tanis encontró el anillo en un bolsillo. Con la mano izquierda intentó torpemente ponérselo en la que tenía insensible. Podía mover el brazo derecho, pero era como si no fuese suyo—. ¿Por qué nos trasladaste aquí?
—Mis razones se verán enseguida. Guarda silencio y ven conmigo.
Dalamar echó a andar a buen paso por el césped, y Tanis tuvo que darse prisa para alcanzarlo.
—Mándame de vuelta a la cámara. ¡Iré solo!
—No. —Dalamar sacudió la cabeza—. Como te dije, amigo mío, algo siniestro ocurre aquí.
Cuando tuvieron la casa a la vista, Dalamar se detuvo.
Había un Elfo Salvaje montando guardia delante de la puerta. El hechicero se llevó la mano a la boca y gritó en kalanesti:
—¡Ven, deprisa! ¡Te necesito!
El guarda dio un brinco, se volvió y escudriñó una pequeña alameda que había detrás de la vivienda.
Envuelto en la magia, Dalamar se hallaba prácticamente delante del edificio, pero su voz sonaba en la alameda.
—¡Deprisa, gusano! —llamó de nuevo, añadiendo el insulto preferido por los kalanestis.
El guardia abandonó su puesto y corrió hacia el pequeño soto de álamos.
—Uno de los viejos trucos de ilusionismo de Raistlin. Aprendí mucho de mí shalafi —dijo Dalamar, que acto seguido entró silenciosamente en la casa.
Desconcertado, incapaz de adivinar qué se proponía el elfo oscuro, Tanis lo siguió.
En el vestíbulo, una kalanesti se afanaba en limpiar una mancha en la elegante alfombra. Dalamar señaló la mancha, llamando la atención de Tanis hacia ella.
Era reciente; tanto el agua del cubo como la bayeta que utilizaba la kalanesti estaban teñidas de color carmesí.
Sangre. Los labios de Tanis formaron la palabra, pero no la pronunciaron.
Dalamar no contestó. Estaba al pie de la escalera y miraba hacia arriba. Empezó a subir, haciendo un gesto a Tanis para que lo siguiera. La sirvienta, ajena a su presencia, siguió con su tarea.
Tanis mantuvo la mano sobre la empuñadura de la espada. No se le daba muy bien luchar con la izquierda, pero al menos tenía la ventaja de la sorpresa. Ningún enemigo lo vería llegar.
Subieron en silencio, pisando con precaución, tanteando cada escalón antes de apoyarse en él. Un silencio mortal envolvía la casa, y un chirrido bastaría para delatarlos. No obstante, los peldaños resultaron ser sólidos y macizos.
—Sólo lo mejor para el senador Rashas —masculló el semielfo, que empezó a subir más deprisa. Ahora empezaba a entender por qué habían ido allí.
Al llegar a lo alto de la escalera, Dalamar alzó la mano en un gesto de advertencia, y Tanis se paró. Una puerta estaba abierta, dejando a la vista un pasillo espacioso. Había tres puertas en el pasillo, una a cada lado y la tercera al fondo.
Sólo una de ellas, la del fondo, estaba guardada. Dos kalanestis que sostenían lanzas se encontraban plantados delante de la hoja de madera. Tanis miró de reojo a Dalamar.
—Ocúpate del de la izquierda —dijo el elfo oscuro—. Yo me encargaré del de la derecha. Ataca rápida y silenciosamente. Probablemente haya más guardias dentro de la habitación.
Tanis se planteó utilizar la espada, pero después decidió que no. Se situó justo delante del kalanesti y apretó el puño, apuntó y descargó un izquierdazo en la mandíbula del Elfo Salvaje, que ni se dio cuenta de lo que le pasaba. Tanis agarró al aturdido kalanesti cuando se desplomaba y lo soltó silenciosamente en el suelo. Echó un vistazo y vio que el otro guardia yacía en el suelo, dormido, con granitos de arena esparcidos sobre su cuerpo inerte.
Tanis puso la mano en el picaporte. Los finos dedos del elfo oscuro se cerraron sobre su muñeca.
—Si lo que sospecho es cierto —le susurró Dalamar al oído—, cualquier movimiento de la puerta al abrirse resultará fatal. No para nosotros —añadió al advertir la expresión sorprendida de Tanis—. Para la persona que está dentro. Utilizaremos los caminos de la magia de nuevo.
Tanis torció el gesto y sacudió la cabeza. Recorrer esos «caminos» lo dejaban desorientado y con náuseas. Dalamar sonrió al comprender.
—Cierra los ojos —aconsejó el elfo oscuro—. Te ayudará.
Asiendo firmemente la muñeca de Tanis, Dalamar pronunció rápidamente unas palabras. Casi antes de que Tanis tuviera tiempo de cerrar los ojos, sintió aquellos dedos presionándole el brazo, advirtiéndole que mirase a su alrededor. Abrió los ojos y parpadeó, deslumbrado por la intensa claridad.
Se hallaban en una especie de invernadero bañado por el sol. Sentada en un sillón, cerca de un ventanal, había una mujer. Tenía las muñecas y los tobillos atados con un cordón de seda. Se sentaba muy recta, regia e imperiosa, con las mejillas suavemente enrojecidas, pero no por el miedo, sino por la ira. Tanis reconoció, con un sobresalto, a Alhana Starbreeze.
Justo enfrente de Alhana había un kalanesti de pie, armado con un arco. El arco estaba levantado y una flecha encajada en la cuerda y lista para ser disparada. La flecha apuntaba al pecho de Alhana.
—¡Y éstos me exiliaron a mí! —musitó quedamente Dalamar.
Tanis estaba mudo por la sorpresa. Casi no podía pensar con coherencia, cuanto menos hablar. Ahora deducía qué amenaza habían utilizado para inducir a Porthios a renunciar al Medallón de los Soles; la misma amenaza que había obligado a Gilthas a aceptarlo. El horror y la indignación, la conmoción y la furia, el espantoso recuerdo de las cosas terribles que le había dicho a su hijo; todo ello combinado dejó abrumado a Tanis. Se sentía tan entumecido e inútil como su brazo derecho. No podía hacer nada salvo seguir allí plantado, contemplando la escena con incredulidad.
Dalamar tiró de su manga y señaló al guardia kalanesti, que se encontraba de espaldas a ellos. El elfo oscuro hizo un gesto con el puño cerrado.
Tanis asintió para indicar que había entendido, aunque se preguntó qué tendría en mente Dalamar. Al primer ruido que hicieran, el kalanesti dispararía. Aun cuando consiguieran matarlo, sus dedos podrían soltar la flecha en un movimiento espasmódico.
Alhana permanecía inmóvil en el sillón, contemplando la cara de la muerte con un desdén que parecía invitarla.
Dalamar, invisible para los que estaban en la habitación excepto Tanis, se adelantó y se situó directamente delante del kalanesti. La flecha apuntaba ahora al pecho del elfo oscuro. Con un veloz gesto, Dalamar asió el arco y se lo arrebató al guardia de un tirón. Tanis le asestó un golpe en la nuca con los dos puños cerrados, y el kalanesti se desplomó en el suelo sin emitir un sonido.
Alhana no se movió, no habló. Miró al guardia caído sin salir de su asombro. Al no poder ver a Tanis y a Dalamar, a la elfa debió de parecerle como si el kalanesti se hubiese peleado consigo mismo y hubiese perdido.
Tanis se quitó el anillo y Dalamar se despojó del manto mágico de invisibilidad.
Alhana dirigió su estupefacta mirada a los dos hombres.
—Majestad —dijo Tanis mientras se acercaba presuroso a ella—. ¿Os encontráis bien?
—¿Tanis Semielfo? —Alhana lo contemplaba aturdida.
—Sí, majestad. —Le rozó la mano para que comprobara que era de carne y hueso, y después se puso a soltar sus ataduras—. ¿Os hicieron daño?
—No, me encuentro bien —respondió la elfa, que se incorporó en cuanto estuvo libre del cordón de seda—. Venid conmigo. No hay tiempo que perder. Debemos detener a Rashas…
No acabó la frase. Había reparado en la expresión plasmada en el rostro de Tanis.
—Demasiado tarde, majestad —dijo él en voz queda—. Cuando me marché de allí, Gilthas estaba prestando el juramento. Y antes de eso el Thalas-Enthia había decretado que a vos y a Porthios se os ha de exiliar.
—Exiliar —repitió la elfa.
Se quedó tan pálida que pareció que al perder el color también hubiese perdido la vida. Su mirada se desvió involuntariamente hacia Dalamar, un elfo oscuro, la personificación de la suerte que la aguardaba a ella. Se estremeció de pies a cabeza, eludió la mirada y se cubrió los ojos con la mano. Los labios del hechicero se curvaron.
—No tenéis derecho a apartar la mirada de mí, milady. Ahora no.
Alhana se encogió. Temblorosa, se apoyó en el respaldo del sillón y se apretó la boca con la mano.
—Dalamar… —empezó duramente Tanis.
—No, semielfo. Tiene razón —dijo suavemente la elfa.
Alhana alzó la cabeza y la espesa melena negra cayó despeinada alrededor de su hermoso rostro. Alargó la mano hacia el hechicero.
—Por favor, perdóname, Dalamar. Lo que dices es cierto, ahora soy lo mismo que tú. Me salvaste la vida. Acepta mi disculpa y mi gratitud.
Dalamar siguió con las manos metidas bajo las mangas de la negra túnica; su expresión era dura y fría como el hielo, rebosante de desprecio, petrificada por el amargo recuerdo.
Alhana no dijo nada; bajó lentamente la mano.
El hechicero soltó un suspiro que sonó como el viento entre las hojas de los álamos. Sus negros ropajes susurraron. Rozó las puntas de los dedos de Alhana, apenas tocándolas, como si temiera hacerle algún daño inadvertidamente.
—Os equivocáis, Alhana Starbreeze —musitó—. Os expulsarán de vuestro hogar, os llamarán «elfa oscura», pero nunca seréis lo que soy yo. Quebranté la ley, y lo hice conscientemente. Y volvería a hacerlo. Tenían derecho a desterrarme. —Hizo una pausa para mirarla atentamente, sin soltarle la mano, y cuando habló lo hizo de corazón.
»Preveo que os esperan tiempos difíciles, milady. Si vos o vuestro bebé necesitáis ayuda o consuelo y no tenéis miedo de acudir a mí, haré cuanto esté en mi mano para auxiliaros.
Alhana lo miró en silencio. Después esbozó una débil sonrisa.
—Gracias por la oferta. Os estoy muy reconocida. Y no creo que tuviese miedo.
—¡Davat! ¿Dónde te has metido? —sonó abajo una voz enfadada—. ¿Por qué no estás en tu puesto? ¡Guardias, aquí!
—Es Rashas —dijo Tanis—. Probablemente viene con más de sus esclavos kalanestis.
Dalamar asintió.
—Lo esperaba —dijo—. Debió imaginar que vendríamos aquí. Podríamos oponer resistencia. —El elfo oscuro miró expectante a Tanis—. Luchar contra ellos…
—¡No! ¡No habrá lucha! —Alhana agarró a Tanis por el brazo al ver que empezaba a desenvainar la espada—. ¡Si se derrama sangre aquí, se habrá perdido toda esperanza de alcanzar la paz!
Tanis vaciló, indeciso, con la espada a medio desenfundar. En la planta de abajo se oía a Rashas dando órdenes a los guardias para que registraran toda la casa. Los dedos de Alhana apretaron con más fuerza.
—Ya no soy reina, y no tengo derecho a dar órdenes. Por lo tanto, te suplico que…
El semielfo estaba furioso, frustrado. Deseaba luchar y habría disfrutado haciéndolo.
—¿Después de lo que os han hecho, Alhana? ¿Dejaréis que os destierren sin oponeros, dócilmente?
—¡Si la alternativa es matar a mi propio pueblo, sí! —repuso la elfa sosegadamente.
—¡Decídete de una vez, Tanis! —instó Dalamar. Las pisadas se oían muy cerca ya.
—Ya es demasiado tarde para eso, Alhana —dijo el semielfo mientras envainaba el arma—. Lo sabéis, ¿verdad? Demasiado tarde.
La mujer intentó hablar, pero sus palabras dieron paso a un suspiro, y su mano resbaló sin fuerza del brazo de Tanis.
—En tal caso, me marcho —anunció Dalamar—. ¿Vienes, semielfo?
Tanis sacudió la cabeza. El elfo oscuro metió las manos bajo las mangas de la túnica.
—Adiós, reina Alhana. Que los dioses os acompañen. Y no olvidéis mi oferta.
Hizo una respetuosa reverencia, articuló unas palabras mágicas y desapareció.
Alhana se quedó mirando fijamente el lugar ocupado un momento antes por el elfo oscuro.
—¿Qué le está ocurriendo al mundo? —murmuró—. Los amigos me traicionan… Los enemigos me tratan con amistad…
—Vivimos unos tiempos marcados por el Mal —contestó Tanis en tono amargo—. La noche regresa.
En su visión, la luna plateada brillaba a través de nubes de tormenta, su luz alumbrando el tiempo suficiente para iluminar el camino, y después desaparecía, tragada por la oscuridad.
La puerta se abrió bruscamente y los guardias kalanestis entraron corriendo. Dos de ellos agarraron a Tanis por los brazos. Uno lo despojó del arma y otro apoyó un cuchillo en su garganta. Otros dos sujetaron a Alhana.
—¡Traidores! ¿Cómo osáis poner vuestras manos en mí? —demandó la elfa—. Hasta que cruce la frontera, sigo siendo vuestra reina.
Los kalanestis parecieron arredrarse ante sus palabras y se miraron con incertidumbre.
—Soltadla. No causará problemas —ordenó Rashas, que se encontraba en el umbral—. Escoltad a la bruja hasta la frontera con Abanasinia, y expulsadla por orden del Thalas-Enthia.
Alhana pasó ante el senador con actitud desdeñosa. Ni siquiera lo miró, como si no fuese digno de su atención. Los kalanestis la acompañaron.
—No podéis conducirla a la frontera de Abanasinia sola, indefensa —protestó Tanis, encolerizado.
—No pienso hacerlo —replicó Rashas con una sonrisa—. Tú, semihumano, la acompañarás. —Miró en derredor, fruncido el entrecejo—. ¿Estaba solo este hombre?
—Sí, senador —respondió uno de los kalanestis—. El oscuro hechicero debe de haber escapado.
Rashas volvió la mirada hacia Tanis.
—Has conspirado con el hechicero desterrado conocido como Dalamar el Oscuro, en un intento de desbaratar la ceremonia de coronación del legítimo Orador de los Soles. En consecuencia, tú, Tanis Semielfo, quedas desterrado de por vida de Qualinesti. Así lo dicta la ley. ¿O te opones?
—Podría oponerme —dijo Tanis, hablando en Común, una lengua que los guardias no entenderían—. Podría mencionar que no soy el único en esta habitación que conspiró con Dalamar el Oscuro. Podría decir al Thalas-Enthia que Gilthas no prestó el juramento por propia voluntad. Podría decirles que retenéis prisionero a Porthios y a su esposa como rehén. Podría contarles todo eso, pero no lo haré, ¿verdad, senador?
—No, semihumano, no lo harás —repuso Rashas, también en Común, escupiendo las palabras como si le dejaran mal sabor de boca—. Guardarás silencio porque tengo a tu hijo. Y sería una lástima que el nuevo Orador sufriera una trágica y prematura muerte.
—Quiero ver a Gilthas —dijo Tanis en elfo—. ¡Maldita sea, es mi hijo!
—Si por ese nombre te refieres a nuestro nuevo Orador, te recuerdo, semihumano, que según la ley elfa el Orador no tiene padre ni madre ni lazos familiares de ningún tipo. Todos los elfos somos considerados su familia. Todos los… verdaderos elfos.
Tanis dio un paso hacia Rashas. El alto Elfo Salvaje se interpuso entre él y el senador para protegerlo.
—En este momento, nuestro nuevo Orador recibe los honores de su pueblo —siguió fríamente Rashas—. Éste es un gran día en su vida. Sin duda no querrás estropeárselo al avergonzarlo con tu presencia, ¿verdad?
Tanis sostuvo una lucha interna consigo mismo. La idea de marcharse sin ver a Gilthas, sin tener la oportunidad de decirle que lo entendía, que se sentía orgulloso de él, le resultaba intolerable, insufrible. Sin embargo, sabía muy bien que Rashas tenía razón. La aparición de un padre mestizo bastardo sólo causaría problemas, le haría las cosas más difíciles a Gilthas.
Y ya eran suficientemente difíciles.
Tanis cedió, se encogió de hombros con amargura, con aire de perro apaleado.
—Conducidlo a la frontera —ordenó Rashas.
Tenis echó a andar sumisamente; se paró delante del senador. Giró sobre sí mismo y descargó el puño, que hizo contacto, satisfactoriamente, con hueso.
Rashas se desplomó de espaldas y chocó contra uno de los árboles ornamentales.
El kalanesti alzó la espada.
—Dejadlo —masculló el senador mientras se frotaba la mandíbula. Un hilillo de sangre le resbalaba por la comisura de los labios—. Así es como los servidores del Mal luchan contra la rectitud. No le daré la satisfacción de responder devolviendo el golpe.
El senador escupió un diente.
Tanis, frotándose los doloridos nudillos, abandonó la habitación. Llevaba más de cien años deseando hacer aquello.
Los grifos rehusaron responder a las llamadas de los qualinestis, otro hecho que satisfizo a Tanis, aunque ello lo obligó a viajar a pie hasta la frontera. No había mucha distancia, sin embargo, y el semielfo tenía una legión de pensamientos amargos y penosos para hacerle compañía.
De hecho, se amontonaban en su mente de tal modo que ni siquiera se fijó dónde estaba. Cayó en la cuenta de que habían llegado a la frontera sólo cuando el capitán qualinesti dio la orden a sus hombres de que se detuvieran.
—Vuestra espada, señor. —El oficial le tendió el arma con un gesto cortés—. El camino conduce a Haven por un lado y a Solace por el otro. Si tomáis la bifurcación de la izquierda…
—Conozco el condenado camino —lo interrumpió Tanis. Mucho tiempo atrás, durante la guerra, sus compañeros y él había hecho el recorrido a la inversa.
Guardó la espada en la vaina.
—Iba a advertiros, señor, que evitéis el Bosque Oscuro —añadió amablemente el capitán.
Tanis, sorprendido por el comportamiento del elfo, miró atentamente al oficial. ¿Estaría conforme con todo aquel asunto? ¿O era uno de los descontentos? Era joven, aunque, por supuesto, la mayoría de los componentes del ejército lo eran. ¿Qué pensarían de todo aquello? ¿Respaldarían al Thalas-Enthia? Las preguntas siguieron tejiéndose en la mente de Tanis como telas de araña.
Le habría gustado preguntar, pero no se le ocurría cómo plantear la cuestión. Además, había otros soldados escuchando, y bien podría meter en problemas al capitán. En consecuencia, se limitó a dar las gracias.
El capitán saludó formalmente y esperó a ver cómo cruzaba Tanis la línea invisible que separaba a los elfos del resto del mundo.
Tanis dio seis pasos por el camino, los más largos y difíciles que había dado en toda su vida. Seis pasos y se encontró fuera de Qualinesti. Bajo el brillante sol, sus ojos se llenaron de lágrimas cegadoras, como si cayera sobre él una gran oscuridad. Oyó al capitán dar una orden y escuchó a los soldados emprender el camino de vuelta.
Se limpió los ojos y miró en derredor; de repente recordó que se suponía que debería reunirse con Alhana allí.
Pero a la elfa no se la veía por ninguna parte.
—¡Eh! —gritó, furioso, mientras daba dos largas y rápidas zancadas hacia la frontera—. ¿Dónde está lady Alhana…?
Una flecha salió volando entre los árboles y se clavó a los pies de Tanis. Un poco más a la derecha y le habría atravesado el pie. Alzó la vista hacia los árboles, pero no divisó a los arqueros elfos. Sabía que la siguiente flecha apuntaría a su pecho.
—¡Capitán! —gritó—. ¿Es así como los elfos cumplen su palabra? Me prometieron…
—Amigo mío —sonó una voz junto a su hombro.
A Tanis le dio un vuelco el corazón. Giró rápidamente y se encontró con Dalamar de pie a su lado.
—Supongo que, a estas alturas, debería estar acostumbrado a tus apariciones dramáticas —dijo Tanis, a lo que el elfo oscuro sonrió.
—De hecho no he utilizado la magia. Te he estado esperando junto al camino durante la última hora. Estabas tan absorto en gritar que no me oíste. —Miró las frondosas ramas de los álamos—. Alejémonos de aquí. Soy un blanco tentador. No es que sus ridículas armas puedan herirme, por supuesto, pero detesto desperdiciar mis energías.
»Responderé a tus preguntas —añadió, al ver el ceño de Tanis—. Tenemos mucho de que hablar.
Tanis lanzó a los elfos de los árboles una última y funesta mirada y después siguió a Dalamar entre los gigantescos robles que crecían en los márgenes del Bosque Oscuro, ahora más leyenda que realidad su fama de estar embrujado. Las sombras ofrecían frescor. En un claro, Dalamar había extendido un mantel blanco. Había vino, pan y queso. Tanis se sentó y bebió un poco de vino, pero era incapaz de ingerir nada. No dejaba de vigilar el camino.
—Ofrecí a lady Alhana un refrigerio antes de que emprendiera viaje —dijo Dalamar, con su irritante costumbre de responder a lo que Tanis estuviera pensando. El elfo se acomodó en un cojín sobre la hierba.
—¿Se ha marchado, entonces? —Tanis se había puesto de pie otra vez—. ¿Sola?
—No, amigo mío. Siéntate, por favor. Tengo que doblar el cuello para mirarte. La dama tiene un campeón que la acompañará a su destino. Samar está algo magullado y ensangrentado, pero es robusto y fuerte a pesar de todo.
Tanis lo miraba de hito en hito, estupefacto.
—La sangre que vimos en el suelo era suya, pero el Silvanesti debe de ser un mago guerrero —explicó Dalamar—. Samar intentó ayudar a Alhana y a tu hijo a escapar. Lo retenían en una prisión qualinesti por espía, y se enfrentaba a la ejecución. Se lo escamoteé en sus narices a esa Túnica Blanca, a quien encomendaron que lo vigilara. —Dalamar tomó un sorbo de vino—. Una experiencia placentera en extremo.
—¿Adónde se dirigen? —inquirió el semielfo mientras escudriñaba los árboles en dirección al camino que, para Alhana, sólo podía conducir a la oscuridad.
—A Silvanesti —respondió Dalamar.
—¡Pero eso es una locura! —protestó Tanis—. ¿Es que no se da cuenta de…?
—Se da cuenta, amigo mío. Y creo que deberíamos acompañarla. Por esa razón te esperaba. Piénsalo un momento, antes de rehusar. Rashas ha visto el rostro de la rebelión. Sabe que algunos de los suyos podrían levantarse contra él, y tiene miedo. A mi terrible soberana le encantan los que están asustados, Tanis. Sus uñas se han hundido profundamente en él, y seguirá arrastrándolo más y más abajo.
—¿Qué quieres decir? —demandó Tanis.
—Sólo esto: tarde o temprano Rashas pensará que Porthios es una amenaza, que el exilio no lo detendrá.
—Por lo que no puede permitir que viva.
—Precisamente. Puede que ya lleguemos tarde —añadió el elfo oscuro como sin darle importancia, encogiéndose de hombros.
—No dejas de hablar en plural. No puedes ir a Silvanesti. A pesar de tus poderes, te verías en apuros para luchar con todos los hechiceros elfos. Te matarían sin vacilar.
—Mi pueblo no me recibirá con los brazos abiertos precisamente —repuso Dalamar sonriendo astutamente—. Pero no pueden impedir que entre. Verás, amigo mío, se me ha otorgado permiso para visitar Silvanesti. Por ciertos servicios prestados.
—A ti te importa un bledo Porthios. —Tanis se sentía furioso de repente por la frialdad del elfo oscuro—. ¿Qué te va a ti en esto?
La respuesta de Dalamar llegó junto a una mirada de soslayo.
—Mucho, puedes estar seguro. Pero no esperes que te descubra mis cartas. De momento, somos compañeros en el juego. —Volvió a encogerse de hombros—. ¿Bien? ¿Qué decides, Tanis Semielfo? En menos que tardo en chasquear los dedos podríamos estar en tu casa. Querrás, naturalmente, hablar con tu esposa, contarle lo que ha pasado. Hará falta que Laurana nos acompañe. Será muy valiosa a la hora de meter un poco de sentido común a ese engreído y testarudo hermano suyo.
A casa. Tanis suspiró. Deseaba mucho encontrarse allí, encerrarse en su bonito hogar y… ¿hacer qué? ¿Qué sentido tenía ahora? ¿De qué servía?
—Cuando Alhana llegue a su país —dijo lentamente, siguiendo el hilo del pensamiento hasta su amarga conclusión—, los silvanestis conocerán el insulto del que ha sido objeto su reina en manos de los qualinestis. Dará lugar a derramamiento de sangre, y Alhana no podrá impedirlo esta vez. Una vez, hace mucho, los elfos luchamos entre nosotros. Estás hablando de empezar otra Guerra de Kinslayer.
Dalamar se encogió de hombros en actitud despreocupada.
—Vas por detrás del tiempo, Tanis. Esa guerra ya ha comenzado.
Tanis vio que era cierto lo que decía el elfo oscuro, lo vio con tanta claridad como cuando tuvo la visión de Gilthas. Sólo que ahora, en lugar de ser Solinari la que iluminaba el futuro del joven lo que Tanis veía eran relámpagos y fuego, todo teñido por la sangre.
La guerra llegaría… y él estaría enfrentado a su propio hijo.
Tanis cerró los ojos. Podía ver el rostro de Gil, tan joven, intentando desesperadamente ser valiente, sabio…
—¿Padre? ¿Estás ahí?
Por un instante Tanis pensó que la voz sonaba en su cabeza, que la imagen evocada por su mente había conjurado a su hijo. Pero la llamada se repitió, más fuerte, con un timbre de alegría y nostalgia.
—¡Padre!
Gilthas se encontraba en el camino, justo en el borde interior de la frontera de Qualinesti. La hechicera Túnica Blanca permanecía cerca, vigilando con celo. No la complació ver a Tanis. Obviamente no esperaba encontrarlo allí. Puso una mano firme sobre el brazo de Gilthas, al parecer dispuesta a hacerlo desaparecer.
Un susurro en las copas de los árboles fue un aviso, probablemente el único que Tanis recibiría.
—¡Tanis! —gritó Dalamar—. ¡Ten cuidado!
El semielfo no le hizo caso, ni a la hechicera Túnica Blanca, ni a los elfos subidos a los árboles, con sus arcos y flechas. Caminó hacia su hijo.
Gilthas se soltó de un tirón de la hechicera, que volvió a agarrarlo con más fuerza en esta ocasión.
Una rojez, producto de la rabia, tiñó las mejillas del joven, que se contuvo y tragó saliva con esfuerzo. Tanis vio a su hijo tragarse la ira, y se vio a sí mismo reflejado en el muchacho. Gilthas dijo algo en voz baja, conciliadora.
La Túnica Blanca, aún con gesto de desagrado, lo soltó y se retiró un poco hacia atrás. Tanis cruzó la frontera, alargó los brazos y estrechó a su hijo.
—¡Padre! —exclamó Gil con voz quebrada—. Creí que te habías ido. Quería hablar contigo, pero no me dejaban…
—Lo sé, hijo, lo sé —dijo Tanis, abrazando más fuerte a Gil—. Lo entiendo. Créeme, ahora lo entiendo todo. —Lo apartó, puso las manos en sus hombros y lo miró a los ojos—. Lo entiendo.
—¿Está la reina Alhana a salvo? —inquirió el joven, sombrío el gesto—. Rashas me aseguró que sí, pero los forcé a que me trajeran para asegurarme con mis propios ojos…
—Está a salvo —lo tranquilizó Tanis. Su mirada buscó a la Túnica Blanca, que seguía apartada a un lado, su furibunda mirada yendo alternativamente del muchacho que tenía a su cargo al hechicero Túnica Negra que permanecía al borde del bosque, a la sombra de los robles—. Samar acompaña a la reina, la protegerá bien, como creo que sabes por experiencia.
—¡Samar! —El rostro de Gil se iluminó—. ¿Lo rescataste? ¡Cuánto me alegro! Querían hacerme firmar la orden de su ejecución. No lo habría hecho padre. No sé cómo —concluyó, endureciendo el gesto— pero no habría accedido a hacerlo.
Tanis volvió a mirar a la hechicera. Dalamar podía impedirle que entrara en acción, mas, ¿podría impedir, al mismo tiempo, que los arqueros disparasen? Estos, sin embargo, serían reacios a poner en peligro la vida de su nuevo Orador…
—Gil —dijo en Común—, no prestaste el juramento por propia voluntad. Te coaccionaron. Podrías marcharte. Dalamar nos ayudaría…
Gilthas agachó la cabeza. No había duda en la respuesta que deseaba dar. Alzó la cara, esbozando una triste sonrisa.
—Le di mi palabra a la hechicera, padre. Cuando te vi, le prometí que regresaría con ella si me daba permiso para… para despedirme de ti.
Su voz se quebró. Hizo una corta pausa, esforzándose por recobrar el control, y después prosiguió hablando en tono quedo.
—Padre, una vez te oí decir a lord Gunthar que, si hubiese dependido de ti, nunca habrías luchado en la Guerra de la Lanza por tu propia voluntad. Te arrastraron a ello las circunstancias, y por eso te resultaba incómodo oír a la gente llamarte héroe. Hiciste lo que tenías que hacer, lo que cualquier persona sensata y decente habría hecho.
Tanis suspiró. Los recuerdos, en su mayoría nefastos, volvieron a él. Sus manos apretaron más los hombros de Gil. Sabía que dentro de un momento tendría que dejar marchar a su hijo.
—Padre —dijo seriamente el joven—, no me engaño a mí mismo. Sé que no podré hacer mucho para cambiar las cosas. Sé que Rashas intenta utilizarme para sus propios fines malignos, y que, ahora mismo, no veo ninguna forma de impedírselo. Pero ¿recuerdas lo que tío Tas decía cuando contaba que había salvado al enano gully del Dragón Rojo? «Son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia». Si consigo, aunque sea con menudencias, minar la labor de Rashas, padre…
«Criamos a nuestros hijos para que nos abandonen».
Sin haberlo pensado siquiera, Tanis lo había hecho así. Ahora se daba cuenta, lo veía en la cara del muchacho, no, del hombre que tenía ante sí. Supuso que debería sentirse orgulloso… y así era. Pero el orgullo era una llama muy débil para calentar su corazón, aterido por la sensación de pérdida.
Saltaba a la vista que la Túnica Blanca se estaba impacientando. Cogió del cinturón una varita de plata adornada con gemas.
—Tanis, amigo mío —dijo Dalamar al ver aquel gesto—, estoy aquí si necesitas mi ayuda.
Tanis abrazó a su hijo una última vez. Aprovechó la proximidad para susurrarle al oído:
—Ahora eres el Orador, Gilthas, no lo olvides. No permitas que Rashas y los que son como él lo olviden. No dejes de luchar. No estarás solo. Ya viste a los jóvenes que abandonaron la cámara esta mañana. Gánatelos para que te apoyen. Al principio no se fiarán de ti, creerán que eres el títere de Rashas. Tendrás que convencerlos de lo contrario. No será fácil, pero sé que puedes conseguirlo. Me siento orgulloso de ti, hijo mío. Orgulloso de lo que hiciste hoy.
—Gracias, padre.
Un último abrazo, una última mirada, una última sonrisa valiente.
—Dile a madre… que la quiero —musitó Gilthas.
El joven tragó con esfuerzo. Después se dio media vuelta, se alejó de su padre y se reunió con la Túnica Blanca. Ésta pronunció una palabra. Los dos desaparecieron.
Sin volver a mirar atrás, aunque tampoco habría podido ver nada sin antes librarse de las lágrimas que cegaban sus ojos, cruzó de nuevo la frontera. Pero lo hizo con la cabeza bien alta, como haría cualquier padre a cuyo hijo acaban de coronar dirigente de una nación.
Y seguiría manteniéndola alta hasta la noche, hasta que llegara la oscuridad. Hasta que estuviera en casa. Hasta que tuviera que decirle a Laurana que quizá no volvería a ver a su amado hijo…
—De modo —empezó Dalamar sin salir de las sombras de los robles—, que no pudiste convencerlo de que regresara contigo.
—No lo intenté —repuso Tanis con voz áspera y quebrada—. Les dio su palabra de honor de que regresaría.
El hechicero miró intensamente a su amigo un momento.
—Les dio su palabra… —Sacudió la cabeza y suspiró—. Como dije antes, el hijo de Tanis Semielfo es la última persona que Takhisis querría ver sentada en el trono elfo. Si te sirve de consuelo, amigo mío, las cosas no han salido exactamente como las había planeado su Oscura Majestad. Lamenta mucho que hayamos fracasado.
Tanis suponía que esa noticia debería traerle algún consuelo.
Dalamar retiró el mantel, el cojín, el vino, el pan y el queso con un ademán acompañado de una palabra. Luego metió las manos en las mangas de la túnica.
—¿Y bien, amigo mío? ¿Has tomado una decisión? ¿Qué vas a hacer?
—Lo que debo, supongo —contestó en tono agrio el semielfo—. No puedo dejar que Rashas asesine a Porthios. Y, una vez que Porthios esté libre, tendré que frenarlo para que no mate a Rashas y al resto de los qualinestis… Ni lo uno ni lo otro parece muy halagüeño.
Salió de la cobertura de los árboles al camino que conducía a Qualinesti. A la luz del sol, contempló las hojas de los álamos temblones de su patria.
—Tenía intención de enseñarte tantas cosas, Gilthas —susurró—, tantas cosas que quería decirte. Tantas cosas…
—Puede que no las hayas dicho en voz alta, amigo mío. —Dalamar puso la mano en su hombro—. Pero creo que tu hijo te ha escuchado.
Tanis dio la espalda a Qualinesti y se volvió hacia el camino que conducía a la oscuridad. Se volvió hacia una casa que, por mucha gente que albergara en sus paredes, siempre estaría vacía.
—En marcha —dijo.