Prólogo

Siempre es el mapa de la fe,

el blanco paisaje

y granjas envueltas en su mortaja.

Siempre es la tierra del recuerdo,

de luz de sol fragmentada

en hielo inmemorial e inamovible,

Y siempre el corazón,

enclaustrado y meridional,

receloso del hielo, de la deriva

por algo intrincado y eterno.

Concluirá así,

te dirá, el corazón,

acabará con mamut y glaciar,

con diez mil años

de noche deletérea,

y algún día los científicos

rebuscando en lagos y morrenas,

hallarán la prueba de nuestro paso,

vestigios del entorno de la historia,

pero tu historia, intacta y vacía, acabará

en el borde evanescente de tu mano.

Así habla el corazón en su intrincada celda,

trazando con espejos el mapa

de la tierra que no puede plasmarse

por ser de recuerdos, ríos y hielo.

Esa vez era diferente:

la ciudad se había rendido

a la nieve encapuchada,

las casas y tabernas estaban

anegadas en la luz fragmentada,

y el lago aparecía marmoleado

con capas mudables de hielo frágil

mientras me abría paso entre nieve amontonada

y entre espíritus arrulladores,

conformándome con el cielo apizarrado

y la perspectiva de primavera del calendario.

Concluirá así,

proclamaba el corazón

antes o después,

en hielo oscuro e inaccesible,

y eres el próximo

en escuchar esta historia,

invierno y más invierno

ocluyendo el corazón,

y allí en Wisconsin,

estancado en la nieve

y en la fe que se evaporaba,

no parecía tan malo

que el invierno estuviera

llevándose toda la luz,

y casi eran bienvenidas la oscuridad

y la última y veladora nieve.

Se encontraba en medio

de automóviles congelados,

coches alineados como cenotafios.

Bajo un fardo de abrigos

y gorros de lana y bufandas,

revolviendo en el maletero

buscando Dios sabe qué,

y conocí su nombre

por las gafas empañadas y

el ridículo y ahuecado

sombrero que llevaba,

y ya fuese el coraje producto

de primavera rememorada,

de promesa de luz solar,

de matizado poso de whisky,

o algo alineado más allá

de la nieve y la búsqueda,

me acompañaba en ese instante

cuando hablé con él allí;

hasta hoy agradezco

que me sostuviera en aquel momento

mientras hablaba con el arrebozado

tejedor de accidentes,

el mago de cada día,

en busca de la imposible primavera.

Tracy, le dije, la poesía miente

en las costuras de la historia,

en viejos recuerdos y perspectivas

de lo que puede ser siempre y jamás.

(Y ésas fueron las palabras que no dije,

pero la poesía miente en la perspectiva

de lo que tendría que haber sido:

debéis creer que dije esas palabras

más allá de la objeción, de la historia),

y allí, en el invierno,

comenzó el primer canto,

las lunas se entretejieron e hicieron señas

en las fronteras de Krynn,

el paisaje de nieve

resolviéndose en praderas

más luminosas y verosímiles.

Y el primer canto prosiguió

a través de perspectivas de verano,

cuando la promesa retorna

de la semilla desaparecida,

cuando el bastón regresa

de desiertos olvidadizos,

e incluso las tierras del norte

claman al espíritu:

éste es el mapa de la esperanza cumplida;

éste es el mapa de la fe.

¿Dónde está mi sombrero? ¡Lo cogiste! Te vi.

¡Y no me digas que lo tengo puesto! ¡Sé muy bien que no!

Yo…

Oh, aquí está. Así que has decidido devolvérmelo, ¿verdad?

No, no te creo. Ni por un instante. Siempre has tenido el

ojo puesto en mi sombrero, Hickman. Yo…

¿Qué? ¿Que quieres que escriba qué?

¿Ahora? ¿En este mismo momento?

No puedo. No tengo tiempo.

Estoy intentando recordar las palabras de un conjuro.

Liquidación total por incendio. Coche de bomberos.

Grandes bolas de fuego…

Me estoy acercando…

Oh, vale, de acuerdo. Escribiré tu maldito prefacio.

Pero sólo por esta vez, no te creas.

Ahí va.

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