Capítulo 8

No lejos de aquel barrizal, lugar de aquella terrible batalla en la que casi toda la fuerza del norte se enfrentaba a casi toda la potencia del agresor nilfgaardiense, había dos aldeas de pescadores: Culos Viejos y Brenna. Mas como para entonces Brenna estaba quemada hasta los cimientos, de inmediato se comenzó a hablar de «la batalla de Culos Viejos». No obstante, hogaño nadie habla si no es de la «batalla de Brenna», y dos son las causas de ello. Primo, Brenna, hoy rehecha, es aldea grande y próspera, mientras que Culos Viejos no se repobló y hasta sus huellas se perdieron entre la ortiga, el carrizo y la bardana. Secundo, tal nombre digno no era de estar conectado con aquella famosa, epocal y al mismo tiempo trágica lucha. Porque y cómo es esto: hete aquí una batalla en la que más de treinta miles de personas dejaron la vida, y allí, no sólo Culos, sino que además Viejos. Por ello en todos los escritos históricos y militares no más que se acostumbra a hablar de la batalla de Brenna, lo mismo en los de nuestras tierras como en las fuentes nilfgaardienses, las cuales, notabene, muchas son más que las nuestras.


Reverendo Jarre de Ellander el Viejo,

Annales seu Cronicae Incliti Regni Temeriae


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– Cadete Fitz-Oesterlen, suspenso. Siéntese, por favor. Quiero llamar la atención del señor cadete sobre que la falta de conocimiento de las famosas e importantes batallas de la historia de la propia patria es una ironiza para todo patriota y buen ciudadano, pero en el caso de un futuro oficial es simplemente una ignominia. Me permito además una pequeña consideración, cadete Fitz-Oesterlen. Desde hace veinte años, es decir, desde que soy profesor en esta escuela, no recuerdo ningún examen en el que no haya caído una pregunta acerca de la batalla de Brenna. La ignorancia de este hecho cierra prácticamente las posibilidades de una carrera militar. Pero cuando se es barón no hay ninguna obligación de ser oficial, se pueden probar las fuerzas en la política. O en la diplomacia. Lo que le deseo de todo corazón, cadete Fitz-Oesterlen. Y nosotros volvemos a Brenna, señores. ¡Cadete Puttkammer!

– ¡Presente!

– Al mapa, por favor. Continúe. Desde el lugar en el que al señor barón se le fue la olla.

– ¡A la orden! La razón por la que el mariscal de campo Menno Coehoorn decidió realizar una maniobra y una marcha rápida al oeste fueron los informes de los servicios secretos que hablaban de que el ejército de los norteños iba en ayuda de la fortaleza de Mayenna, que estaba sitiada. El mariscal decidió cortarles el camino a los norteños y obligarlos a una lucha decisiva. Con este objetivo se dividieron las fuerzas del grupo de ejércitos Centro. Parte de ellas las dejó junto a Mayenna, con el resto de las fuerzas se lanzó a una marcha rápida…

– ¡Cadete Puttkammer! No es usted un escritor de literatura. ¡Es un futuro oficial! ¿Qué significa «el resto de las fuerzas»? Déme el correcto orden de batalla del grupo de ataque del mariscal Coehoorn. ¡Utilizando la terminología militar!

– Sí, señor capitán. El mariscal de campo Coehoorn tenía bajo su comando dos ejércitos: el IV ejército de caballería, dirigido por el general mayor Marcus Braibant, patrón de nuestra escuela…

– Muy bien, cadete Puttkammer.

– Lameculos de mierda -susurró desde su pupitre el cadete Fitz-Oesterlen.

– … así como el III ejército, comandado por el teniente general Rhetz de Mellis-Stoke. El IV ejército de caballería, que contaba con más de veinte mil soldados, estaba compuesto por la división Venendal, la división Magne, la división Frundsberg, la II brigada de Vicovaro, la VII brigada daerlana, así como las brigadas Nausicaa y Vrihedd. El III ejército se componía de la división Alba, la división Deithwen, así como… humm… la división…


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– La división Ard Feainn -afirmó Julia Abatemarco-. Sí, eso si no habéis errado en algo. ¿Seguro que llevaban en el confalón un gran sol de plata?

– Lo llevaban, coronel -afirmó con dureza el ojeador-. ¡Lo llevaban sin duda!

– Ard Feainn -murmuró la Dulce Casquivana-. Humm… Interesante. Esto significaría que en estas columnas que al parecer habéis visto va detrás de nosotros no sólo todo el Montado sino parte del Tercero. ¡Ja, no! ¡No me lo creo! Yo tengo que ver esto con mis propios ojos. Capitán, durante mi ausencia vos dirigiréis la bandera. Ordeno enviar un enlace al coronel Pangratt…

– Pero coronel, acaso es razonable que vos misma…

– ¡Ejecutad la orden!

– ¡A vuestras órdenes!

– ¡Es una verdadera locura, teniente! -gritó por encima del ruido del galope el comandante de la partida de ojeadores-. Podemos caer en alguna trampa élfica…

– ¡No hables! ¡Dirige!

La partida galopaba rápidamente bajando por un barranco, atravesó como un huracán el valle de un arrollo, entró en un bosque. Allí tuvieron que reducir el paso. El sotobosque les dificultaba la marcha y además les amenazaba de verdad el que pudieran encontrarse con una patrulla de reconocimiento o una avanzadilla de las que los nilfgaardianos sin duda alguna habían enviado. La partida de los condotieros se acercaba al enemigo por el flanco, cierto, no por el frente, pero de seguro que también tenían los flancos cubiertos.

De modo que la empresa era peligrosa de narices. Mas a la Dulce Casquivana le gustaban tales empresas. Y no había en toda la Compañía Libre soldado que no la hubiera seguido. Aunque fuera al infierno.

– Es aquí -dijo el comandante de la patrulla-. Esta torre.

Julia Abatemarco meneó la cabeza. La torre estaba torcida, arruinada, erizada de vigas rotas, cuajada de agujeros en los que el viento que soplaba del oeste tocaba como si fuera una gaita. No se sabía quién ni para qué construyó esta torre aquí, en el desierto. Pero estaba claro que la habían construido hacía mucho.

– ¿No se nos va a hundir?

– De seguro que no, teniente.

En la Compañía Libre, entre condotieros, no se usaba el «señor». Ni «señora». Sólo el rango.

Julia se encaramó a lo alto de la torre casi como si corriera. El comandante de la patrulla se le unió sólo al cabo de un minuto, y jadeaba como un toro cubriendo a una vaca. Apoyada en un torcido parapeto, la Dulce Casquivana examinaba el valle con ayuda de un anteojo, sacando la lengua por entre los labios y tensando su donoso trasero. Ante aquella vista el comandante de la patrulla sintió un escalofrío de deseo. Se controló al punto.

– Ard Feainn, no hay duda. -Julia Abatemarco se lamió los labios-. Veo también a los daerlanos de Elan Trahe, allí también hay elfos de la brigada Vrihedd, nuestros antiguos amigos de Maribor y Mayenna… ¡Aja! Están también las Cabezas de Muerto, la famosa brigada Nausicaa… Y las enseñas blancas con los aleriones negros, la señal de la división Alba…

– Los reconocéis -murmuró el comandante de la patrulla- como si fueran amigos vuestros… ¿Tanto sabéis?

– Terminé la academia militar -cortó la Dulce Casquivana-. Soy oficial de carrera. Bueno, lo que quería ver, ya lo he visto. Volvamos a la bandera.


*****

– Se dirige contra nosotros el Cuarto Montado y el Tercero -dijo Julia Abatemarco-. Repito, todo el Cuarto Montado y creo que toda la caballería del Tercero. Detrás de los pabellones que vi, la nube de polvo llegaba al cielo. Por allí, en aquellas tres columnas, van, a mi parecer, cuarenta mil a caballo. Puede que más. Puede…

– Puede que Coehoorn haya dividido el grupo de ejércitos Centro -terminó Adam «Adieu» Pangratt, caudillo de la Compañía Libre-. Tomó sólo el Cuarto Montado y la caballería del Tercero, sin infantería, para ir más deprisa… Ja, Julia, si yo estuviera en el lugar del condestable Natalis o del rey Foltest…

– Lo sé. -Los ojos de la Dulce Casquivana brillaron-. Sé lo que harías. ¿Le enviaste mensajeros?

– Por supuesto.

– Natalis es un viejo zorro. Puede que mañana…

– Puede ser -«Adieu» no la dejo lerminar-. Y hasta pienso que será así. Apremia al caballo, Julia. Quiero mostrarte algo.

Se alejaron algunas varas, deprisa, saliéndose significativamente del resto del ejército. El sol casi tocaba ya las colinas del poniente, los bosques y las praderas oscurecían el valle con una larga sombra. Pero fue suficiente como para que la Dulce Casquivana se diera cuenta al punto de lo que quería mostrarle «Adieu» Pangratt.

– Aquí -le confirmó su presentimiento «Adieu», poniéndose de pie sobre los estribos-. Aquí plantearía mañana la batalla. Si yo tuviera el mando del ejército.

– Bonito terreno -reconoció Julia Abatemarco-. Llano, duro, pelado… Hay donde prepararse… Hummm… Desde aquellos montezuelos hasta aquellas lagunas, allá… habrá como tres millas… Aquella colina, oh, es una posición de mando como soñada…

– Bien hablas. Y allá, mira, en el centro, todavía hay un lago o un estanque, oh, aquél que brilla… Se puede usar… El riachuelo sirve también como línea de frente, porque aunque es pequeño es pantanoso… ¿Cómo se llama el riachuelo, Julia? Lo cruzamos por allá ayer. ¿Te acuerdas?

– Lo he olvidado. Cartelas, creo. O algo así.


*****

Quien aquellos alrededores conozca imaginar podrá descansadamente la cosa, mientras que a aquéllos que menos mundo tengan les diré que el ala siniestra del ejército real alcanzaba el lugar donde hoy se halla la villa de Brenna. En el momento de la batalla villa alguna allá no había puesto que el año precedente habíase por parte de los elfos Ardillas puesto fuego y aniquilado hasta los cimientos a ésta. Allí, en aquella ala siniestra precisamente, estaba el cuerpo real redaño, el cual por el conde de Ruyter era acaudillado. Y había en aquel corpus como unos ocho miles de personas de infantería y de a caballo.

El medio de la mesnada real estaba dispuesto siguiendo el montezuelo que después fuera llamado de las Horcas. Allá, en el montezuelo, estaban el puesto del rey Foltest y del condestable Juan Natalis, teniendo perspectiva desde aquellos altos de todo el campo de batalla. Allí estaban las fuerzas principales de nuestros ejércitos unidos: doce mil bizarros infantes temerios y redaños en cuatro tercios bien formados, guardando decenas de escuadrones de caballería, los cuales extendíanse hasta el canto septentrional del estanque que los lugareños nombraban como Dorado. Tenía a cambio agrupaciones centrales en la segunda línea del destacamento de reserva: tres mil infantes de Wyzima y de Maribor sobre los que tenía el mando el voievoda de Bronibor.

Mientras que del extremo sur del estanque Dorado hasta el villorrio de los pescadores y las revueltas del río Cautela, en las márgenes de una milla de ancho, estaba el ala derecha del nuestro ejército: compuesta por los enanos del Pelotón de Voluntarios, ocho escuadrones de caballería ligera y las banderías de la estupenda Compañía Libre de condotieros. El mando sobre el ala derecha lo tenían el condotiero Adam Pangratt y el enano Barclay Els.

Enfrente, a una legua o quizá dos, en campo pelado tras un bosque, organizaba al ejército nilfgaardiense el mariscal de campo Menno Coehoorn. Allá había gente de armadura como muro negro, regimiento tras regimiento, bandera tras bandera, escuadrón junto a escuadrón, por doquiera se miraba, no tenían final. Y por el bosque de estandartes y alabardas se podía apreciar que no sólo a la larga se extendieran, sino a lo profundo. Porque había de soldados unos cuarenta y seis mil, de lo que por aquel entonces no muchos sabían, y bien que así fuera, puesto que incluso ante la vista sola aquélla, a más de uno se le escapara la fuerza de su corazón.

Y hasta los corazones más valerosamente fuertes comenzaron a latir bajo las armaduras como si fueran martillos, porque clarísimo era que una penosa y sangrienta lucha iba a comenzar presto y que más de uno de los que allí montaban filas no vería la puesta del sol.

Jarre, sujetando las gafas que le resbalaban por la nariz, leyó otra vez todo el fragmento del texto, suspiró, se pasó la mano por la calva, después de lo cual tomó una esponjilla, la apretó un poco y borró la última frase.

El viento susurraba en las hojas de los tilos, las abejas zumbaban. Los niños, como niños, intentaban gritar el uno más que el otro.

Una pelota que rebotó contra un muro se detuvo a los pies del viejecillo. Antes de que alcanzara a inclinarse, desmañado y torpe, uno de sus nietos pasó junto a él como un lobezno, llevándose la pelota sin dejar de correr. Golpeó la mesa y ésta se tambaleó. Jarre evitó con la mano derecha que se volcara el tintero, con el muñón de la izquierda sujetó la resma de papel.

Las abejas zumbaban, pesadas por las bolitas amarillas del polen de acacia.

Jarre siguió escribiendo.

La mañana estaba nubosa, mas el sol atravesaba las nubes y su altura recordaba con claridad las horas que pasando iban. Alzóse el viento, agitáronse y revolviéronse las enseñas como bandadas de aves que se dispusieran al vuelo. Y Nilfgaard quieta estaba como había estado, hasta que principiaron todos hasta a extrañarse de por qué el mariscal Menno Coehoorn no daba a los suyos orden de avanzar…


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– ¿Cuándo? -Menno Coehoorn alzó la cabeza de su mapa, plantó los ojos sobre sus comandantes-. ¿Cuándo, preguntáis, ordenaré comenzar?

Nadie habló. Menno examinó de un rápido vistazo a sus comandantes. Los más tensos y nerviosos parecían ser aquéllos que tenían que quedarse en el campo. Elan Trahe, comandante de la Séptima daerlana, y Kees van Lo, de la brigada Nausicaa. También estaba extraordinariamente nervioso Ouder de Wyngalt, edecán del mariscal, quien tenía las menores posibilidades de todos de tomar parte activa en la lucha.

Aquéllos que tenía que atacar los primeros tenían un aspecto tranquilo, qué digo, hasta aburrido. Marcus Braibant bostezaba. El teniente general Rhetz de Mellis-Stoke se hurgaba con su meñique en el oído y de vez en cuando se miraba el dedo como si de verdad se esperara encontrar en él algo digno de atención. El oberst Ramón Tyrconnel, joven caudillo de la división Ard Feainn, silboteaba en voz baja, con la vista clavada en un punto del horizonte sólo por él conocido. El oberst Liam aep Muir Moss de la división Deithwen examinaba su inseparable tomito de poesía. Tibor Eggebracht, de la división de lanzeros pesados Alba, se rascaba el cuello con la punta de su bastón de mando.

– Comenzaremos el ataque -dijo Coehoorn- cuando vuelvan las patrullas nocturnas. Me inquietan esas colinas al norte, señores oficiales. Antes de que ataquemos tengo que saber qué es lo que hay detrás de aquellas colinas.


*****

Lamarr Flaut tenía miedo. Tenía un miedo horroroso, el pánico le roía las tripas, le parecía que tenía en las entrañas al menos veinte anguilas resbaladizas, cubiertas de una mucosidad apestosa, que buscaban ansiosamente una apertura por la que pudieran salir a la libertad. Una hora antes, cuando la patrulla había recibido las órdenes y se había puesto en movimiento, Flaut, en lo más hondo de su espíritu, contaba con que el frío de la mañana expulsaría su inquietud, que el miedo lo ahogaría la rutina, el ritual cien veces ejercitado, el duro y severo ceremonial militar. Se equivocaba. Ahora, al cabo de una hora y después de haber recorrido unas cinco millas, lejos, comprometidamente lejos de los suyos, dentro, peligrosamente dentro del territorio enemigo, cerca, mortalmente cerca de un peligro desconocido, el miedo comenzó a mostrar de qué era capaz.

Se detuvieron al borde de un bosque de abetos, cautelosamente, sin salir de detrás de unos grandes enebros que crecían allí. Delante de ellos, tras un cinturón de pequeños abetos, se extendía una amplia hoya. La niebla serpenteaba por los tallos de hierba.

– Nadie -apuntó Flaut-. Ni un alma. Volvamos. Estamos ya demasiado lejos.

El sargento le miró de reojo. ¿Lejos? Habían avanzado apenas una milla. Y para colmo remoloneando como una tortuga coja.

– Merecería la pena -dijo- mirar aún tras aquella colina, señor teniente. De allá, me se parece, mejor tendremos perspectiva. Lejos, a ambos valles. Si acaso alguien anda por allá, no podremos no verlo. ¿Entonces? ¿Nos acercamos? No son más que unas pocas varas.

Unas pocas varas, pensó Flaut. En terreno abierto, que se ve como una sartén. Las anguilas se retorcieron, buscaron con violencia una salida de sus tripas. Al menos una, Flaut lo sintió con claridad, iba por el buen camino.

He oído el tintineo de unas espuelas. El bufido de un caballo. Allí, entre aquellos jugosos y verdes pinos, en aquel banco de arena. ¿Qué se movía por allí? ¿Una silueta? ¿Nos están rodeando?

Corría por el campamento el rumor de que algunos días antes los condotieros de la Compañía Libre, habiendo atrapado en una emboscada a una partida de la brigada Vrihedd, apresaron con vida a un elfo. Se decía que lo habían castrado, que le habían arrancado la lengua, cortado todos los dedos de la mano… Y al final le sacaron los ojos.

Ahora, bromearon, no te vas a poder divertir con tu puta elfa. Y ni siquiera vas a poder mirar cómo se divierte con otros.

– ¿Qué, señor? -habló el sargento con voz ronca-. ¿Nos acercamos a la colina?

Lamarr Flaut tragó saliva.

– No -dijo-. No podemos perder tiempo. Lo hemos comprobado: aquí no hay enemigos. Tenemos que dar nuestro informe al comandante. ¡Volvamos!


*****

Menno Coehoorn escuchó el parte, alzó la cabeza del mapa.

– A las armas -ordenó en pocas palabras-. Señor Braibant, señor de Mellis-Stoke. ¡Atacad!

– ¡Viva el emperador! -gritaron Tyrconnel y Eggebracht. Menno los miró de forma extraña.

– A las armas -repitió-. Que el Gran Sol ilumine vuestra gloria.


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Milo Vanderbreck, mediano, médico de campo, conocido como Rusty, mantuvo en sus narices con ansia la embriagadora mezcla de olores del yodo, el amoniaco, el alcohol, el éter y los elixires mágicos que se albergaban bajo la lona de la tienda. Quería hacerse con aquel perfume ahora, cuando todavía estaba saludable, limpio, virgen, sin infección, clínicamente estéril. Sabía que no iba a durar mucho tiempo así.

Miró a la mesa de operaciones, igualmente de un blanco virginal, y al instrumental, a las decenas de herramientas que engendraban respeto y confianza con la impasible y amenazadora dignidad de su frío acero, con la impoluta limpieza de su brillo metálico, con el orden y la estética de su posición.

Delante del instrumental se removía su personal: tres mujeres. No, se corrigió mentalmente Rusty. Una mujer y dos muchachas. No. Una mujer vieja, aunque con aspecto hermoso y joven. Y dos niñas.

La maga y sanadora llamada Marti Sodergren. Y dos voluntarias. Shani, estudiante de Oxenfurt. Iola, sacerdotisa del santuario de Melitele en Ellander.

A Marti Sodergren la conozco, pensó Rusty, ya he trabajado más de una vez con esa belleza. Algo ninfómana, con tendencia a la histeria, pero eso no es nada, mientras funcione su magia. Los hechizos anestesiantes, desinfectantes y para detener las hemorragias.

Iola. Una sacerdotisa, o mejor dicho una adepta. Una muchacha de belleza común y corriente como una tela de lino, de manos grandes y fuertes de aldeana. El santuario evitó que las manos se mancharan con el feo légamo del sucio y pesado trabajo en el campo. Pero no consiguió enmascarar su origen

No, pensó Rusty, no tengo miedo por ella, en suma, lisas manos campesinas son de seguro manos dignas de confianza. Aparte de ello las muchachas de los santuarios pocas veces fallan, en los momentos desesperados no estallan sino que buscan apoyo en su religión, en sus creencias místicas.

Interesante: esto ayuda.

Miró a la pelirroja Shani, que estaba enhebrando diestramente el tillo quirúrgico en los ojos de las torcidas agujas.

Shani. Niña de los malolientes callejones de la ciudad, que llegó a la universidad de Oxenfurt gracias a su propia ansia de saber y gracias al dinero pagado por sus padres a base de increíbles fatigas. Una estudiante. Empollona. Un hurón. ¿Qué es lo que sabe? ¿Enhebrar agujas? ¿Poner compresas? ¿Sujetar los ganchos? Ja, la pregunta es: ¿cuándo se desmayará la pelirroja, soltará el gancho y caerá de narices sobre la tripa abierta del operado?

Los humanos son tan poco resistentes, pensó. Les pedí que me dieran una elfa. O alguien de mi propia raza. Pero no. No confían en ellos.

En mí, al fin y al cabo, tampoco.

Soy un mediano. Un inhumano.

Un extraño.

– ¡Shani!

– ¿Sí, señor Vanderbreck?

– Rusty. Es decir, para ti, «don Rusty». ¿Qué es esto, Shani? ¿Y para qué sirve?

– ¿Me estáis examinando, don Rusty?

– ¡Responde, muchacha!

– ¡Es un raspador! ¡Para retirar el periostio durante una amputación! ¡Para que el periostio no estalle bajo los dientes de la serreta, para poder serrar limpiamente! ¿Estáis satisfecho? ¿He aprobado?

– Más bajo, muchacha, más bajo.

Se pasó los dedos por el cabello.

Interesante. Somos cuatro médicos. ¡Y todos pelirrojos! ¿El hado o qué?

– Venid, por favor -se inclinó-, fuera de la tienda, muchachas.

Le obedecieron aunque las tres murmuraron. Cada una a su modo. Delante de la tienda estaba sentado un grupo de enfermeros aprovechando los últimos minutos de dulce pereza. Rusty les dirigió una severa mirada, olió para ver si estaban ya borrachos.

Un herrero, tremendo mozo, se removía alrededor de una mesa que recordaba a un potro de torturas, ordenando sus herramientas para extraer heridos de las armaduras, cotas de malla y abollados bacinetes.

– Allí -comenzó Rusty sin preámbulos, señalando el campo- va a empezar dentro de un momento una carnicería. Dentro de un momento más otro momento aparecerán los primeros heridos. Todos saben lo que tienen que hacer, todos conocen sus obligaciones y su lugar. Si todos tienen en cuenta lo que hay que tener en cuenta, nada irá mal. ¿Está claro?

Ninguna de las «muchachas» dijo nada.

– Allí -continuó Rusty, volviendo a señalarlo-, dentro de un momento comenzarán unas cien mil personas a mutilarse mutuamente. De modos muy elaborados. Nosotros, incluyendo los otros dos hospitales, somos una docena de médicos. Por nada del mundo vamos a conseguir ayudar a todos los que lo necesiten. Ni siquiera a un porcentaje mínimo de los que lo necesiten. Ni siquiera hay alguien que lo espere.

«Pero nosotros vamos a curar. Porque ésta es, perdón por la banalidad, la razón de nuestra existencia. Ayudar a quien lo necesita. Así que ayudaremos banalmente a tantos como consigamos ayudar.

Tampoco nadie dijo nada ahora. Rusty se dio la vuelta.

– No vamos a conseguir hacer más de lo que podamos -dijo con voz cálida y baja-. Pero todos haremos lo posible para que no sea menos que eso.


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– Cargan -afirmó el condestable Juan Natalis al tiempo que se limpiaba la mano sudorosa en la cadera-. Su majestad, Nilfgaard está cargando. ¡Vienen hacia nosotros!

El rey Foltest, controlando a su nervioso caballo, un rucio con adornos de lis en los jaeces, volvió hacia el condestable su hermoso perfil, digno de figurar en las monedas.

– Habrá entonces que recibirlos como se merecen. ¡Señor condestable! ¡Señores oficiales!

– ¡Muerte a los Negros! -gritaron a coro el condotiero Adam «Adieu» Pangratt y el conde de Ruyter. El condestable los miró, luego se enderezó y tomó aliento.

– ¡A las armas!

Desde lejos les llegaban los sordos sonidos de los atabales y timbales, zumbaron los cromornos, los olifantes y las chirimías. La tierra tembló, golpeada por miles de cascos.


*****

– Ahora -habló Andy Biberveldt, mediano, sargento del pelotón, estirando los pelos de su pequeña oreja terminada en punta-. En cualquier momento…

Tara Hildebrandt, Didi «El Lúpulos» Hofmeier y el resto de los que estaban reunidos alrededor de los carromatos menearon la cabeza.

Kilos también escuchaban el sordo y monótono estampido de los cascos que llegaba desde el bosque y la colina. Percibían el temblor de la tierra.

Un rugido se alzó de improviso, saltó a un tono más alto.

– La primera salva de los arqueros. -Andy Biberveldt tenía experiencia, había visto, o mejor dicho, escuchado, más de una batalla-. Habrá otra.

Tenía razón.

– ¡Ahora ya se están enfrentando!

– Mej… or queee… nos metaaa… mos bajjj… o los carros -propuso William Hardbottom, llamado el Tartaja, retorciéndose intranquilo-. Hummm… os digo…

Biberveldt y los otros medianos le miraron con piedad. ¿Bajo los carros? ¿Para qué? Los separaba del lugar de la battalla cerca de un cuarto de legua. E incluso si alguna patrulla llegaba acá, a la retaguardia, a los carros, ¿le salvaría a alguien el esconderse bajo los carros?

Crecieron el ronquido y el estampido.

– Ahora -apreció Andy Biberveldt. Y otra vez tenía razón.

Desde la distancia de un cuarto de legua, desde detrás de la colina y el bosque, por encima de los rugidos y los chasquidos del hierro chocando contra el hierro, alcanzó a los carreteros un sonido claro, macabro, que ponía los pelos de punta.

Un cloqueo. El salvaje, terrible y desesperado cloqueo y relincho de unos animales mutilados.

– La caballería… -Biberlveldt se lamió los labios-. La caballería se clavó en las picas…

– Ma… sss… -balbuceó un pálido Tartaja- no sé qué les haaa… yan hecho los caballos, hiii… jjjooos… de puta.


*****

Jarre borró con una esponjina por no se sabe qué vez la frase escrita. Entornó los ojos al acordarse de aquel día. El momento en que chocaron los dos ejércitos. En el que ambos ejércitos, como dogos rabiosos, se lanzaron el uno al cuello del otro, enlazados en mortal abrazo.

Buscó palabras con las que se pudiera describir aquello.

En vano.


*****

La hoja de la caballería se clavó con ímpetu en el tetrágono. Como un gigantesco puñal dando una cuchillada, la división Alba aplastó todo lo que protegía el cuerpo vivo de la infantería temería: picas, lanzas, alabardas, jabalinas, pavesas y escudos. Como un puñal, la división Alba se clavó en el cuerpo vivo y derramó la sangre. Sangre en la que ahora pateaban y se resbalaban los caballos. Pero la hoja del puñal, aunque profundamente clavada, no alcanzo al corazón ni a ninguno de los órganos vitales. La hoja de la división Alba, en vez de rajar y descuartizar el tetrágono temerio, se clavó y se quedó atorada. Sujeta en la masa de infantes, elástica y densa como la pez.

Al principio aquello no parecía amenazador. La cabeza y los flancos de la hoja los constituían las tropas de élite con armadura pesada, en sus escudos y armaduras rebotaban como el martillo del herrero las hojas y piquetas de los lansquenetes, no había tampoco forma de alcanzar a los caballos cubiertos de hierro. Y aunque de vez en cuando alguno de los armados caía del caballo o junto con él, las espadas, hachas, mazas y clavas de los caballeros producían entre los infantes atacantes una verdadera mortandad. Rodeada por la chusma, la hoja tembló y comenzó a introducirse aún más profundamente.

– ¡Alba! -El subteniente Devlin aep Meara escuchó los gritos del oberst Eggebracht, que se alzaban por encima de los tintineos, bramidos, gritos y relinchos-. ¡Adelante, Alba! ¡Que viva el emperador!

Se lanzaron, sajando, golpeando y cortando. Debajo de los cascos de los caballos, que chillaban y se retorcían, se podía escuchar chufidos, churrupeteos, chasquidos y crujidos.

– ¡Aaalbaaa!

La hoja se quedó enganchada de nuevo. Los lansquenetes, aunque machacados y ensangrentados, no cedieron, rodearon, apretaron a la caballería como una tenaza. Hasta la tierra temblaba. Bajo los golpes de las alabardas, los berdiches y los manguales, se deshizo y desbarató la primera línea de los acorazados. Acribillados por las partesanas y las clavas, arrancados de sus monturas por los ganchos de las bisarmas y las rogatinas, golpeteados sin piedad por las mazas y las porras, los caballeros de la división Alba comenzaron a morir. La hoja clavada en el tetrágono de la infantería, no hacía mucho tan amenazadora, hierro mutilador en un organismo vivo, era ahora como un carámbano de hielo en el puño de un campesino.

– ¡Temeriaaa! ¡Por el rey, muchachos! ¡Matad a los Negros!

Pero tampoco les era fácil a los lansquenetes. La división Alba no se dejaba deshacer, las espadas y las hachas se alzaban y caían, rasgaban y cortaban, por cada uno de los jinetes derribados de su silla la infantería pagaba un amargo precio en sangre.

El oberst Eggebracht, pinchado a través de una raja en la armadura con la punta de una jabalina fina como un punzón, gritó, se balanceó en la silla. Antes de que se le pudiera ayudar, un terrible golpe de mangual lo tiró al suelo. La infantería se hizo un ovillo sobre él.

El estandarte del alerión negro con el perisonium dorado en el pecho se agitó y cayó. Los acorazados, entre ellos el joven subteniente Devlin aep Meara, lanzaron en esa dirección, cortando, rajando, golpeando, aullando.

Quisiera saber, pensó Devlin aep Meara, extrayendo la espada de la destrozada capelina y del cráneo de un lansquenete temerio. Quisiera saber, pensó, rechazando con una amplia finta los dientes de hierro de una bisarma dirigida a él.

Quisiera saber para qué todo esto. Para qué todo esto. Y para quién todo esto.


*****

– Eeeh… Y entonces se reunió el convento de las grandes maestras… nuestras venerables madres… eeeh… cuya memoria siempre vivirá en nosotras… Puesto que… eeeh… las grandes maestras de la Primera Logia… decidieron… eeeh… decidieron…

– Novicia Abonde. No estás preparada. Suspendida. Siéntate.

– Pero si he estudiado, de verdad…

– Siéntate.

– Por qué leches tenemos que estudiar estas cosas viejas -murmuró Abonde, mientras se sentaba-. A quién le importa… ¿Y qué sacarnos de esto…?

– ¡Silencio! ¡Novicia Nimue!

– Presente, señora maestra.

– Lo veo. ¿Sabes la respuesta a la pregunta? Si no la sabes, siéntate y no me hagas perder el tiempo.

– La sé.

– Dime.

– Pues las crónicas nos enseñan que el convento de maestras se reunió en el castillo de la Montaña Calva para decidir en qué forma terminar con aquella guerra tan dañina como estaban llevando a cabo el emperador del sur y los reyes del norte. La venerable madre Assire, santa mártir, dijo que los poderosos no dejarían de luchar mientras no se desangrasen como es debido. Mientras que la venerable madre Filippa, santa mártir, respondió: «Démosles pues grande y sangrienta lucha, terrible y cruel. Les llevaremos a tal batalla. Que los ejércitos imperiales y las tropas de los reyes naden en sangre en tal batalla y entonces nosotras, la Gran Logia, les obligaremos a firmar la paz». Y eso es exactamente lo que pasó. Las venerables madres consiguieron que tuviera lugar la batalla de Brenna. Y los gobernantes fueron obligados a firmar la paz de Cintra.

– Muy bien, novicia Nimue. Te pondría un sobresaliente… si no fuera por el «pues» que has dicho al principio. No se comienza una frase con «pues». Siéntate. Y ahora os contaré acerca de la paz de Cintra…

Sonó la campana del recreo. Pero las novicias no reaccionaron con el inmediato chasquido y crujido de los pupitres-. Guardaron la calma y la dignidad, una tranquilidad distinguida. No eran ya mocosas de primero. ¡Estaban en tercero! ¡Tenían ya catorce años! Y eso era importante.


*****

– Bueno, entonces no hay mucho que añadir. -Rusty valoró el estado del primer herido, que estaba precisamente empapando de sangre la inmaculada blancura de la mesa-. Fractura de fémur… La arteria se ha salvado, si no me habrían traído un cadáver. Parece un golpe de hacha, ante el que la parte dura de la silla actuó como un tronco de leñador. Mirad, por favor…

Shani y Iola se inclinaron. Rusty se limpió las manos.

– Como ya dije, no hay nada que añadir. Lo único que se puede es cortar. Manos a la obra. ¡Iola! Vendaje, con fuerza. Shani, cuchillo. Ése no. El de la sierra por los dos lados. El de amputar.

El herido no levantaba su nerviosa mirada de sus manos, seguía las acciones con los ojos de un animal asustado y atrapado en un cepo.

– Un poco de magia, Marti, si se puede pedir. -El mediano hizo una señal mientras se inclinaba sobre el paciente de tal modo que le cubriera el campo de visión-. Voy a amputar, hijo.

– ¡Nooo! -El herido se agitó, revolviendo la cabeza, intentando escapar de los dedos de Marti Sodergren-. ¡No quierooo!

– Si no amputo, morirás.

– Prefiero morir… -El herido se movía cada vez más lento bajo el influjo de la magia de la sanadora-. Prefiero morir que ser un mutilado… Dejadme morir… Os lo ruego… ¡Dejadme morir!

– No puedo. -Rusty alzó el cuchillo, miró la hoja, de brillante e inmaculado acero-. No puedo dejarte morir. Puesto que resulta que soy médico.

Clavó la hoja con decisión y cortó profundamente. El herido aulló. Para ser un hombre, bastante poco humanamente.


*****

El mensajero detuvo al caballo tan bruscamente que hasta surgieron chispas bajo los cascos. Dos asistentes agarraron las bridas, sujetaron al rocín sudoroso. El mensajero bajó de la silla.

– ¿De quién? -gritó Juan Natalis-. ¿Quién te manda?

– El señor de Ruyter… -se sacó el mensajero del gaznate-. Hemos detenido a los Negros… Pero hay grandes pérdidas… El señor de Ruyter pide refuerzos…

– No hay refuerzos -respondió tras un instante de silencio el condestable-. Tenéis que resistir. ¡Tenéis que hacerlo!


*****

Y aquí señalo Rusty con un gesto de coleccionista que está mostrando su colección-, hagan el favor de mirar las señoras, los estupendos resultados de un corte en la tripa… Alguien nos ha jodido un tanto, realizándole antes al infeliz una laparotomía digna de un aficionado… Menos mal que lo han traído con cuidado y no han perdido los órganos más importantes… Es decir, supongo que no los habrán perdido. ¿Qué te parece a ti, Shani? ¿Por qué tal gesto, muchacha? ¿Es que hasta ahora no habías visto a un hombre más que por fuera?

– Está dañado el intestino, don Rusty…

– ¡Un diagnóstico tan certero como evidente! Ni siquiera hay que mirar, basta con oler. Un pañuelo, Iola. Marti, sigue habiendo demasiada sangre, sé amable y concédenos un poco de esa impagable magia tuya. Shani, aprieta. Ponle una pinza, no ves que se está desangrando. Iola, el cuchillo.

– ¿Quién va venciendo? -preguntó de pronto, consciente por completo, aunque algo balbuceante, el operando, mientras revolvía sus ojos desencajados-. Decidme, ¿quién va venciendo?

– Hijo. -Rusty se inclinó sobre la cueva de la barriga abierta, sangrante y pulsante-. Ésa es de verdad la última cosa de la que me preocuparía si estuviera en tu lugar.


*****

… alzóse entonces en el ala siniestra y en el medio de la línea una lucha terrible y sangrienta, mas aquí, aunque fuera grande la rabia y el ímpetu de Nilfgaard, se estrelló su carga contra el ejército real tal como ola marina que se estrellara contra la roca. Estupendo estuvo pues allí el soldado, el bravo espadero mariboriano, wyzimo y tretogoriano, y también el ceñudo lansquenete, el mercenario de su profesión, cuyo caballo no cabe asustar. Y también allá se luchara, verdaderamente como mar contra la roca de la tierra, así siguió la lucha, en la que no se es capaz de decir quién gana, puesto que la ola golpea la roca sin tregua, no se debilita ni cede si no es para golpear de nuevo, pero la roca sigue ahí, se la sigue viendo por entre las olas rabiosas.

Mas de otro modo se llevó a cabo la cosa en el ala diestra del ejército real.

Como viejo gavilán que sabe dónde caer y picar para dar muerte, así el mariscal de campo Menno Coehoorn sabía dónde dar el golpe. Doblando en puño de yerro sus mejores divisiones, los lanceros de la Deithwen y los armados de la Ard Feainn, golpeó en la línea por encima del estanque Dorado, allá donde estaban las mesnadas de Brugge. Aunque los de Brugge opusiéronse con bravura, se mostraron menos armados, tanto de armaduras como de espíritu. No resistieron al ataque nilfgaardiense. En un suspiro pasaron allá en socorro dos banderas de las Compañías Libres bajo el condotiero Adam Pangratt y detuvieron a Nilfgaard, pagando caro con sangre. Mas los enanos del Pelotón de Voluntarios que estaban al flanco diestro vieron cercana la terrible amenaza de ser rodeados, mientras que a todo el real ejército lo amenazaba la destrucción del frente.

Jarre sumergió la pluma en el tintero. Los nietos gritaron en lo profundo del jardín, sus risas tintinearon como campanas de cristal.

Viendo sin embargo el peligro amenazador, Juan Natalis, atento como grulla, entendió al momento lo que pasaba. Y, sin aguardar, un mensajero corrió a toda prisa a donde los enanos, con órdenes para el coronel Els…


*****

En toda la ingenuidad de sus diecisiete años, el corneta Aubry pensaba que el llegar al ala derecha, transmitir las órdenes y volver a la colina no le llevaría más de diez minutos. ¡Y de seguro que nada más! Desde luego que no, yendo como iba montado en Chiquita, una yegua rápida y ágil como una cierva.

Antes incluso de llegar al estanque Dorado, el corneta se dio cuenta de dos cosas: que no sabía cuándo iba a llegar al ala derecha y que no sabía cuándo iba a conseguir volver. Y que la agilidad de Chiquita le iba a venir pero que muy bien.

En la parte situada al este del estanque Dorado la lucha estaba en su apogeo, los Negros peleaban contra la caballería bruggense que protegía las filas de la infantería. Ante los ojos del corneta surgieron de pronto del barullo de la lucha como si fueran chispas, como si fueran astillas de vidrio, unas siluetas con verdes, amarillas y rojas capas que se lanzaban desordenadas hacia el río Cautela. Detrás de ellos, como un río negro, se desparramaron los nilfgaardianos.

Aubry gritó a la yegua, tiró de las riendas, a punto de darse la vuelta y huir, salir del camino de los perseguidores y los perseguidos. El sentido del deber prevaleció. El corneta se pegó al cuello del caballo y se lanzó a un loco galope.

A su alrededor había gritos y barullo, un caleidoscópico revoltijo de siluetas, el brillo de las espadas, chasquidos, golpeteos. Algunos de los bruggenses, pegados al estanque, opusieron una desesperada resistencia, arremolinados en torno a las banderas con la cruz de ancla. En el campo, los Negros asesinaban a la infantería desprovista de apoyo.

Una capa con la señal del sol de plata le tapó la vista.

– ¡Evgyr, nordling!

Aubry gritó y Chiquita, excitada por el aullido, dio un quiebro de verdadero gamo, salvándole la vida al ponerlo lejos del alcance de la espada del nilfgaardiano. Sobre su cabeza silbaron de pronto flechas y dardos, ante sus ojos volvieron a relampaguear las siluetas.

¿Dónde estoy? ¿Dónde están los míos? ¿Dónde el enemigo?

– ¡Evgyr morv, nordling!

Un estampido, un tintineo, relinchos de caballos, aullidos.

– ¡Párate, mocoso! ¡Por ahí no!

La voz de una mujer. Una mujer en un caballo moro, con armadura, con los cabellos al aire, con el rostro cubierto de gotas de sangre. Junto a unos jinetes armados.

– ¿Quién eres? -La mujer se limpiaba la sangre con el puño en que sujetaba la espada.

– Corneta Aubry… Alférez del condestable Natalis… Con órdenes para los coroneles Pangratt y Els…

– No hay ninguna posibilidad de que llegues allí donde está luchando «Adieu». Iremos a donde están los enanos. Soy Julia Abatemarco… ¡Dale al caballo, joder! ¡Nos están rodeando! ¡Al galope!

No le dio tiempo a protestar. Y tampoco tenía sentido.

Al cabo de un rato de rabioso galope surgió del polvo una masa de infantes, un tetrágono, defendido como una tortuga por una pared de paveses, como la piel de un erizo cubierta de agujas. Sobre el tetrágono se agitaba una gran enseña dorada con unos martillos cruzados y junto a ella se elevaba una barra con colas de caballo y cráneos humanos. El tetrágono, moviéndose y saltando como un perro escapando de un viejo agitando un palo, era atacado por los nilfgaardianos. La división Ard Feainn, a la que gracias a su gran sol sobre las capas no se podía confundir con ninguna otra.

– ¡Atacad, Compañía Libre! -gritó la mujer al tiempo que hacía un molinete con la espada-. ¡Vamos a ganarnos el sueldo!

Los jinetes -y con ellos el corneta Aubry- se lanzaron sobre los nilfaardianos.

La lucha duró apenas unos minutos. Pero fue terrible. Luego la pared de los paveses se abrió ante ellos. Se encontraron en el interior del tetrágono, en un abrazo, entre enanos con cotas de malla, misiurcas y yelmos picudos, entre la infantería redana, la caballería ligera bruggense y los condotieros con sus armaduras.

Julia Abatemarco -la Dulce Casquivana, la condotiera, sólo ahora Aubry se daba cuenta- le llevó ante un rechoncho enano con un sisak adornado con un mechón rojo, que estaba sentado desmañamente en un caballo uncido a la nilfgaardiana, con una silla de pico de grandes borrenes, al que se había subido para poder mirar por encima de las cabezas de los peones.

– ¿Coronel Barclay Els?

El enano asintió con su mechón, advirtiendo con evidente estima la sangre de la que estaban cubiertos el corneta y su yegua. Aubry enrojeció sin quererlo. Era la sangre de los nilfgaardianos a los que habían herido los condotieros a su lado, porque él no había tenido tiempo siquiera de desenvainar la espada.

– Corneta Aubry…

– ¿Hijo de Anselmo Aubry?

– El menor.

– Ja, conozco a tu padre. ¿Qué tienes para mí de parte de Natalis y Foltest, cornetilla?

– Hay una posibilidad de que os atraviesen por el centro de vuestro grupo… El señor condestable ordena que el Pelotón de Voluntarios recoja las alas lo más aprisa posible, retroceda hacia el estanque Dorado y el río Cautela… Para apoyar…

Sus palabras las ahogaron los gritos, los chasquidos y el cloqueo de los caballos. Aubry de pronto se dio cuenta de lo estúpido de las órdenes que había traído. De lo poco que aquellas órdenes significaban para Barclay Els, para Julia Abatemarco, para todo aquel tetrágono de enanos que estaba bajo la enseña dorada con los martillos agitándose por encima del negro mar que los rodeaba, de los nilfgaardianos que los atacaban por todos lados.

– Me he retrasado… -balbuceó-. He llegado demasiado tarde…

La Dulce Casquivana bufó. Barclay Els sonrió.

– No, cornetilla -dijo-. Son los nilfgaardianos los que han venido demasiado pronto.


*****

– Felicito a las señoras, y a mí mismo, por el éxito en la operación de los intestinos delgado y grueso, la esplenectomía, el haber cosido el hígado. Les llamo la atención acerca del tiempo que nos ha llevado el eliminar las consecuencias de lo que a nuestro paciente le hicieron en la batalla en apenas unas décimas de segundo. Les recomiendo esto como material para reflexiones filosóficas. El paciente ahora nos lo va a coser doña Shani.

– ¡Pero yo jamás he hecho esto, don Rusty!

– Alguna vez hay que empezar. Rojo con rojo, amarillo con amarillo, blanco con blanco. Cose así, y seguro que sale bien.


*****

– ¿Que qué? -Barclay Els se rascó la barba-. ¿Pero qué me dices, cornetilla? ¿Hijo menor de Anselmo Aubry? ¿Que en estando aquí, nada hacemos? ¡Nosotros, la puta de su madre, ante el ataque ni meneamos el culo! ¡No cedimos ni un paso! ¡Nuestra no es la culpa si ésos de Brugge no han atacado!

– Mas las órdenes…

– Me importan un güevo las órdenes…

– ¡Si no cerramos los huecos -gritó más que él la Dulce Casquivana-, los Negros romperán el frente! ¡Romperán el frente! ¡Ábreme las filas, Barclay! ¡Atacaré! ¡Cruzaré!

– ¡Os acogotarán antes de que lleguéis al estanque! ¡Moriréis para nada!

– Entonces, ¿qué propones?

El enano blasfemó, se quitó el yelmo de la cabeza, lo lanzó al suelo. Tenía los ojos rabiosos, enrojecidos, horribles.

Chiquita, asustada por los gritos, tiró hacia abajo la cabeza todo lo que le permitían los arreos.

– ¡Traedme aquí a Yarpen Zigrin y a Dennis Cramer! ¡En un pispas!

Los dos enanos salían de la lucha más cruenta, estaba claro a primera vista. Ambos estaban cubiertos de sangre. El guantelete metálico de uno de ellos mostraba las huellas de un corte que hasta había levantado la punta de la chapa. El segundo tenía la cabeza envuelta en un trapo a través del que se filtraba la sangre.

– ¿Estás bien, Zigrin?

– Me pregunto -jadeó el enano- por qué todos lo preguntan.

Barclay Els se dio la vuelta, halló con la vista al corneta y clavó en él sus ojos.

– ¿Y entonces, hijo menor de Anselmo? -graznó-. ¿Ordenan el rey y el condestable que vayamos allí y les ayudemos? Pues abre entonces bien los ojos, cornetilla. Vas a tener cosa que ver.


*****

– ¡Mierda! -bramó Rusty, alejándose bruscamente de la mesa y agitando la mano con el escalpelo-. ¿Por qué? ¡Maldita sea! ¿Por qué ha de ser así?

Nadie le respondió. Marti Sodergren tan sólo abrió los brazos. Shani inclinó la cabeza, Iola respiró hondo.

El paciente que acababa de morir miraba hacia arriba y tenía los ojos inmóviles y vidriosos.


*****

– ¡Golpea, mata! ¡A joder a esos hijos de puta!

– ¡A mi altura! -gritó Barclay Els-. ¡Al mismo paso! ¡Mantened las filas! ¡Y el grupo! ¡El grupo!

No me van a creer, pensó el corneta Aubry. Nadie me creerá cuando lo cuente. Este tetrágono está zafándose de un asedio completo… Rodeados por todas partes por la caballería, rasgados, rajados, golpeados y aguijoneados… Y este tetrágono avanza. Avanza, al mismo paso, en formación cerrada, escudo junto a escudo. Avanza, pisando cadáveres, empuja frente a sí a la división de élite Ard Feainn… Y avanza.

– ¡Atacad!

– |A1 mismo paso! ¡Al mismo paso! -gritó Barclay Els-. ¡Mantened las filas! ¡La canción, su puta madre, la canción! ¡Nuestra canción! ¡Adelante, Mahakam!

De las gargantas de miles de enanos salió la famosa canción de guerra de Mahakam.

¡Hooouuu! ¡Hooouuu! ¡Hou!

¡Aguarda, colega,

que os daremos una buena!

¡La zajurda se irá al cuerno,

no quedará ni el güeso!

¡Hooouuu! ¡Hooouuu! ¡Hou!

– ¡Atacad, Compañía Libre! -Entre el enorme rugido de los enanos surgió, como la fina hoja de una misericordia, la aguda voz de soprano de Julia Abatemarco. Los condotieros, saliendo de entre las filas, se lanzaron a detener a la caballería que atacaba al tetrágono. Era este movimiento algo verdaderamente suicida: contra los mercenarios, faltos de la protección de las alabardas, picas y paveses de los enanos, se lanzó toda la potencia del ataque de los nilfgaardianos. El estruendo, los aullidos y los relinchos de los caballos hicieron que el corneta Aubry se encogiera inconscientemente en su silla. Alguien le golpeó en la espalda, sintió cómo junto con su yegua, a la que estaba abrazado, se movió en dirección al mayor de los barullos y la masacre más terrible. Apretó con fuerza el mango de su espada, que le pareció de pronto resbaladizo y extrañamente incómodo.

Al cabo de un instante, empujado al otro lado de la línea de escudos, rajaba ya a su alrededor como un poseso y peleaba como un poseso.

– ¡Otra vez! -escuchó el salvaje grito de la Dulce Casquivana-. ¡Un esfuerzo más! ¡Aguantad, muchachos! ¡Atacad, matad! ¡Por el doblón como el sol de oro! ¡A mí, Compañía Libre!

Un jinete nilfgaardiano sin yelmo, con un sol de plata en la capa, se lanzó sobre las filas, de pie sobre los estribos, de un terrible hachazo tumbó a un enano protegido con un pavés, le abrió la cabeza a otro. Aubry se giró en la silla y cortó en horizontal. Un gran fragmento lleno de cabellos de la cabeza del nilfgaardiano salió volando, cayó a tierra. En aquel mismo instante también el corneta recibió un golpe en la cabeza y cayó de su silla. Entre tanta gente, no llegó de inmediato al suelo, sino que estuvo colgando durante unos segundos, lanzando un agudo grito, entre el cielo, la tierra y los flancos de dos caballos. Y, aunque estaba lleno de miedo, no pudo degustar largo rato el dolor.

Cuando cayó, los cascos de los caballos le aplastaron de inmediato el cráneo.


*****

Al cabo de sesenta y cinco años, al ser preguntada acerca de aquellos días, acerca del campo de Brenna, acerca del tetrágono que avanzaba hacia el estanque Dorado por encima de los cuerpos de amigos y enemigos, la viejecilla sonrió, arrugando aún más su cara, ya de por sí arrugada y oscura como ciruela pasa. Impaciente -o puede que sólo fingiendo impaciencia-, agitaba un brazo trémulo, huesudo, retorcido monstruosamente por la artritis.

– De forma alguna -murmuró- ninguna de las partes podía alcanzar ventaja. Nosotros estábamos en el centro. Rodeados. Ellos fuera. Y simplemente nos matábamos mutuamente. Ellos a nosotros, nosotros a ellos… Cof, cof, cof… Ellos a nosotros, nosotros a ellos…

La viejecilla controló con esfuerzo un ataque de tos. Los oyentes que estaban más cerca advirtieron en su mejilla una lágrima que buscaba afanosamente su camino por entre las arrugas y las antiguas cicatrices.

– Eran tan valientes como nosotros -murmuró la abuelilla, aquélla que antes había sido Julia Abatemarco, la Dulce Casquivana de la Compañía Libre de condotieros-. Cof, cof… Éramos igualmente valientes. Nosotros y ellos.

La viejecilla guardó silencio. Largo rato. Los oyentes no la apremiaron, viendo cómo se sonreía con sus recuerdos. Con su gloria. Con los rostros difuminados por la niebla del olvido de aquéllos que sobrevivieron gloriosamente. Para que luego los matara el aguardiente, los narcóticos y la tuberculosis.

– Éramos igualmente valientes -terminó Julia Abatemarco-. Ninguna de las partes tenía fuerza para ser más valiente. Pero nosotros… nosotros conseguimos seguir siendo valientes un minuto más que ellos.


*****

– ¡Marti, te lo pido, danos un poquito más de esa tu maravillosa magia! ¡Un poquito más, aunque no sean más que cien gramos! ¡Este pobre desgraciado tiene en la tripa un enorme estofado, para colmo aderezado con multitud de aros de cota de malla! ¡No puedo hacer nada si se me sigue revolviendo como pez fuera del agua! ¡Shani, maldita sea, sujeta el gancho! ¡Iola! ¿Estás dormida, joder? ¡Aprieta! ¡Aprieeeta!

Iola respiraba pesadamente, tragaba con esfuerzo saliva de la que tenía llenos los labios. Me voy a desmayar, pensó. No lo aguanto, no resistiré esto más, este hedor, esta horrible mezcla de olores de sangre, vómitos, excrementos, orina, del contenido de los intestinos, de sudor, miedo y muerte. No aguantaré más estos gritos continuos, estos aullidos, estas manos ensangrentadas y viscosas tendidas hacia mí, como si de verdad fuera yo su salvación, su huida, su vida… No aguantaré el sinsentido de lo que estamos haciendo aquí. Porque esto es un sinsentido. Un enorme, tremendo e insensato sinsentido.

No aguantaré el esfuerzo y el cansancio. Siguen trayendo a más… y más…

No lo resistiré. Vomitaré. Me desmayaré. Quedaré en ridículo…

– ¡Pañuelo! ¡Tampón! ¡Pinzas intestinales! ¡Ésas no! ¡Las de menor pinza! ¡Cuidado con lo que haces! ¡Si te equivocas otra vez, te daré un palo en esa cabeza pelirroja tuya! ¿Me oyes? ¡Te daré en tu cabeza pelirroja!

Gran Melitele, ayúdame. Ayúdame, diosa.

– ¡Mira, mira! ¡Se arregla todo al punto! ¡Una pinza más, sacerdotisa! ¡Una pinza vascular! ¡Bien! ¡Bien, Iola, sigue así! Marti, limpíate los ojos y la cara. Y a mí también…


*****

De dónde sale este dolor, pensó el condestable Juan Natalis. ¿Qué es lo que me duele tanto?

Aja.

Los puños apretados.


*****

– ¡Acabemos con ellos! -gritó, al tiempo que se secaba las manos, Kees van Lo-. ¡Acabémoslos, señor mariscal! ¡La línea se está rompiendo, ataquemos! ¡Ataquemos sin vacilar y, por el Gran Sol, se romperán! ¡Se desharán!

Menno Coehoorn se mordía una uña con nerviosismo, y al darse cuenta de que le estaban mirando se sacó rápidamente el dedo de la boca.

– Ataquemos -repitió Kees van Lo, tranquilo, ya sin énfasis-. La Nausicaa está lista…

– La Nausicaa tiene que estar -dijo Menno con brusquedad-. La daerlana también tiene que estarlo. ¡Señor Faoiltiarna!

El caudillo de la brigada Vrihedd, Isengrim Faoiltiarna, llamado el Lobo de Acero, se dio la vuelta hacia el mariscal con su terrible rostro deformado por una cicatriz que le corría desde la frente, pasando por las cejas, la nariz y la mejilla.

– Atacad -señaló Menno con su bastón-. En las filas de Temería y Redania. Allí.

El elfo le saludó. Su rostro deformado no tembló siquiera, sus grandes y profundos ojos no cambiaron de expresión.

Confederados, pensó Menno. Aliados. Luchamos juntos. Contra un enemigo común.

Pero yo no los entiendo, a los elfos éstos. Son tan extraños. Tan diferentes.


*****

– Curioso. -Rusty intentó limpiarse el rostro con el codo, pero también tenía el codo lleno de sangre.

Iola se apresuró a ir en su ayuda.

– Interesante -dijo el cirujano, señalando al paciente-. Pinchado con un bieldo o con algún tipo de bisarma de dos dientes… Cada diente del arma le atravesó el corazón, oh, mirad aquí. El ventrículo atravesado sin remedio, la aorta casi separada… Y todavía hace un momento estaba respirando. Aquí, sobre la mesa. Atravesado por el mismo corazón, vivió hasta llegar a la mesa…

– ¿Decir queréis -preguntó sombrío un oficial de la caballería voluntaria- que murió? ¿Que vanamente de la lucha lo sacamos?

– Nada nunca es vanamente. -Rusty no bajó la mirada- honor a la verdad, sí, se ha muerto, por desgracia. Exitus. Llevaos… Eh, joder… Tened cuidado, muchachas.

Marti Sodergren, Shani y Iola se inclinaron sobre el cuerpo. Rysty le cerró los párpados al muerto.

– ¿Habíais visto antes algo así?

Las tres se echaron a temblar.

– Sí -dijeron las tres a la vez. Se miraron la una a la otra, como un poco asombradas.

– Yo también lo he visto -dijo Rusty-. Es un brujo. Un mutante. Esto podría explicar por qué se mantuvo vivo tanto tiempo… ¿Era vuestro compañero de armas, señores? ¿O lo habéis traído por casualidad?

– Nuestro amigo era, señor médico -confirmó triste otro voluntario, un grandullón de cabeza vendada-. Del nuestro escuadrón, tan voluntario como nosotros. ¡Ah, maestro era en el arte de la espada! Llamábase Coén.

– ¿Y era un brujo?

– Lo era. Mas aparte deso, buen compadre era.

– Ja -suspiró Rusty al ver a cuatro soldados trayendo sobre una capa rasgada y goteando sangre a otro herido más, muy joven a juzgar por lo agudo que gritaba-. Ja, una pena… Con gusto le haría una autopsia a este aparte deso buen compadre brujo. Pues la curiosidad quema y se podría hasta escribir una disertación si le pudiera ver las entrañas… ¡Mas no queda tiempo! ¡Fuera el cuerpo de la mesa! Shani, agua. Marti, desinfección. Iola, dame…

«Vaya, muchacha, ¿otra vez derramando lágrimas? ¿Qué pasa ahora?

– Nada, don Rusty. Nada. Ya está todo bien.


*****

– Me siento -repitió Triss Merigold- como si me hubiesen robado.

Nenneke estuvo largo tiempo sin responder, mirando desde la terraza al jardín del santuario, en el que las sacerdotisas y las adeptas se entretenían con los trabajos primaverales.

– Hiciste una elección -dijo al fin-. Elegiste tu camino, Triss. Tu propio destino. Voluntariamente. No es hora de lamentarse.

– Nenneke. -La hechicera bajó los ojos-. De verdad no puedo decirte nada más de lo que te he dicho. Créeme y perdóname.

– ¿Quién soy yo para perdonarte? ¿Y qué ganarás con mi perdón?

– ¡Pero si veo -estalló Triss- con qué ojos me miras! Tú y tus sacerdotisas. Veo cómo me hacéis preguntas con los ojos. ¿Qué haces aquí, maga? ¿Por qué no estás allí donde Iola, Eurneid, Katje, Myrrha? ¿Jarre?

– Exageras, Triss.

La hechicera miraba a lo lejos, al bosque que oscurecía detrás de los muros del santuario, al humo de lejanos fuegos. Nenneke guardaba silencio. Estaba también bastante lejos en sus pensamientos. Allí donde la lucha estaba en su apogeo y se derramaba la sangre. Pensaba en las muchachas a las que había enviado allí.

– Ellas -habló Triss- me rechazaron todo.

Nenneke guardaba silencio.

– Me rechazaron todo -repitió Triss-. Tan sabias, tan razonables, tan lógicas… ¿Cómo no creerlas cuando explican que hay asuntos importantes y menos importantes, que hay que renunciar a los menos importantes sin pensarlo, sacrificarlos para los importantes sin gota de tristeza? ¿Que no tiene sentido salvar a la gente que se conoce y que se quiere porque son individuos, y los individuos no tienen importancia para el destino del mundo? ¿Que no tiene sentido luchar por la dignidad, el honor y los ideales porque son conceptos vacíos? ¿Que el verdadero campo de batalla en el que se juega el destino del mundo está en otro lugar completamente distinto, que se luchará en otro lugar? Y yo me siento robada. Robada de la posibilidad de cometer locuras. No puedo lanzarme locamente en ayuda de Ciri, no puedo correr como una loca y salvar a Geralt y Yennefer. No sólo eso, en la guerra que se está desarrollando, en la guerra a la que enviaste a tus muchachas… en la guerra a la que Jarre ha huido, se me niega incluso la posibilidad de estar de pie en el monte. De estar otra vez de pie en el monte. Sabiendo esta vez que he tomado una decisión verdaderamente consciente y útil.

– Todo el mundo tiene su decisión y todo el mundo tiene su monte, Triss -dijo la sacerdotisa mayor en voz baja-. Todo el mundo. Tú tampoco puedes huir de los tuyos.


*****

En la entrada a la tienda había un tumulto. Traían a otro herido, asistido por varios caballeros. Uno, con armadura de placas completa, gritaba, ordenaba, apremiaba.

– ¡Menéate, ganapán! ¡Más ligero! ¡Traedlo acá, acá! ¡Eh, tú, matasanos!

– Estoy ocupado. -Rusty ni siquiera alzó la vista-. Por favor, poned al herido en las andas. Me ocuparé de él en cuanto termine.

– ¡Te ocuparás de él de inmediato, medicucho de mierda! ¡Pues éste es el mismo excelentísimo señor conde de Garramone!

– Este hospital. -Rusty alzó la voz, enfadado porque la punta de la flecha rota que estaba clavada en las entrañas del herido se le volvió a resbalar de las pinzas-. Este hospital tiene muy poco que ver con la democracia. Aquí nos traen principalmente a la crema de los ordenados caballeros. Barones, condes, marqueses y otros de este color. De los heridos de más bajo nacimiento casi nadie se cuida. Mas algún tipo de igualdad existe. Al menos en mi mesa.

– ¿Eh? ¿Lo qué?

– No importa -Rusty de nuevo introdujo en la herida la sonda y las pinzas- si éste de aquí, del que precisamente estoy sacando el hierro de sus tripas, es un patán, un hidalgo, nobleza antigua o aristocracia. Está encima de mi mesa. Y en mi mesa, por tararear algo, soy un truhán, soy un señor.

– ¿Lo qué?

– Vuestro conde habrá de esperar su turno.

– ¡Mediano de mierda!

– Ayúdame, Shani. Toma la otra pinza. ¡Cuidado con la arteria! Marti, un poquito más de magia, si puedo pedir, tenemos una hemorragia bastante grande.

El caballero dio un paso al frente, sus armas y dientes rechinaron.

– ¡Haré que te ahorquen! -gritó-. ¡Haré que te ahorquen, inhumano!

– Calla, Papebrock -habló con esfuerzo, mordiéndose los labios, el conde herido-. Calla. Déjame aquí y vuelve a la lucha…

– ¡No, mi señor! ¡Jamás de los jamases!

– Es una orden.

Del otro lado de la lona llegaron el estruendo y el tintineo del acero, el roncar de los caballos y unos gritos salvajes. Los heridos en el lazareto gritaban con distintas voces.

– Mirad, por favor. -Rusty alzó las pinzas, mostró la punta de flecha extraída por fin-. Produjo esta joyita un artesano, que gracias a la producción puede mantener a una familia numerosa, aparte de ello sirve para el desarrollo del pequeño negocio, es decir, del bienestar general y la felicidad común. Y la forma en que esta maravilla se sujeta en las entrañas humanas de seguro que está protegida por una patente. Viva el progreso.

Echó desmañadamente la punta ensangrentada a un cubo, miró al enfermo, que se había desmayado durante su perorata.

– Cosed y retirad. -Asintió-. Si tiene suerte, vivirá. Dadme el siguiente en la cola. El de la cabeza rota.

– Ése -habló con voz serena Marti Sodergren- ha dejado su sitio en la cola. Hace un momento.

Rusty inspiró y espiró aire, se alejó de la mesa sin comentarios innecesarios, se paró junto al conde herido. Tenía las manos mojadas, el delantal cubierto de sangre como un carnicero. Daniel Etcheverry, conde de Garramone, palideció aún más.

– Venga -dijo con sorna Rusty-. Es vuestro turno, señor conde. Ponedlo en la mesa. ¿Qué tenemos aquí? Ja, de esta articulación no ha quedado nada que se pueda salvar. ¡Migas! ¡Potaje! ¿Con qué os habéis golpeado, señor conde, que os habéis destrozado tanto las patas? Va, dolerá algo, excelentísimo señor. Dolerá algo. Pero no tengáis miedo. Será exactamente igual que en la batalla. Vendas. ¡Cuchillo! ¡Amputemos, poderoso señor!

Daniel Etcheverry, conde de Garramone, que hasta entonces había mantenido el tipo, aulló como un lobo. Antes de que se desencajara las mandíbulas de dolor, Shani, con un rápido movimiento, le introdujo entre los dientes un anillito de madera de tilo.


*****

– ¡Su majestad! ¡Señor condestable!

– Habla, muchacho.

– El Pelotón de Voluntarios y la Compañía Libre mantienen el istmo junto al estanque Dorado… Los enanos y condotieros resisten con vehemencia aunque terriblemente diezmados… Se dice que «Adieu» Pangratt ha muerto, Frontino ha muerto, Julia Abatemarco ha muerto… ¡Todos, todos han muerto! La bandera doriana, que acudió en su ayuda, ha sido aniquilada.

– Retirada, señor condestable -dijo Foltest en voz baja pero muy clara-. Si queréis saber mi opinión, es hora de batirse en retirada. ¡Que Bronibor empuje a los Negros con su infantería! ¡Ahora! ¡De inmediato! De otro modo nos desharán la formación y eso significa el final.

Juan Natalis no respondió, mientras observaba desde lejos cómo el siguiente enlace venía hacia él galopando desaforadamente en un caballo lleno de espuma.

– Toma aliento, muchacho. ¡Toma aliento y habla coordinadamente!

– Han quebrado el… frente… los elfos de la brigada Vrihedd… El señor de Ruyter les transmite a sus señorías…

– ¿Qué es lo que transmite? ¡Habla!

– Que es hora de salvar la vida.

Juan Natalis alzó sus ojos al cielo.

– Blenckert -dijo con voz sorda-. Que venga Blenckert. O que venga la noche.


*****

La tierra alrededor de la tienda temblaba bajos los cascos, la lona parecía que se iba a romper ante los gritos y los relinchos de los caballos. Un soldado entró en la tienda, junto a él dos sanitarios.

– ¡Gente, huirsus! -gritó el soldado-. ¡Salvarsus! ¡Nilfgaard nos gana! ¡Perdición! ¡Perdición ¡Derrota!

– ¡Una pinza! -Rusty echó atrás su rostro ante el chorro de sangre, la enérgica y viva fuente que surgía de la arteria-. ¡Ceja! ¡Y tampón! ¡Ceja, Shani! ¡Marti, por favor, haz algo con esta hemorragia…!

Alguien junto a la tienda gritó como un animal, corto, quebrado. Un caballo relinchó, algo cayó al suelo con un tintineo y un estampido. El virote de una ballesta atravesó con un chasquido la lona, silbando, voló en la dirección contraria, por suerte demasiado alto como para amenazar a los heridos que descansaban en las andas.

– ¡Nilfgaard! -gritó otra vez el soldado, con una voz aguda y temblorosa-. ¡Señor curador! ¡No oísteis lo que sus dijera! ¡Nilfgaard cortó las líneas del nuestro rey, avanza y mata! ¡Huiiir!

Rusty le quitó la aguja a Marti Sodergren, dio la primera puntada. Hacia tiempo que el paciente no se movía. Pero le latía el corazón. Se veía.

– ¡No quiero moriiir! -gritó uno de los heridos que estaban conscientes. El soldado maldijo, se lanzó a la salida, de pronto gritó, cayó hacia atrás, salpicando sangre, se derrumbó en el suelo. Iola, que estaba de rodillas junto a las andas, se puso de pie, retrocedió. De pronto se hizo el silencio.

Malo, pensó Rusty, al ver quién entraba en la tienda. Elfos. Un rayo de plata. La brigada Vriheed. La famosa brigada Vrihedd.

– Estamos curando -afirmó el primero de los elfos, alto, de rasgos hermosos, regulares, marcados y de grandes ojos añiles-. ¿Estamos?

Nadie dijo nada. Rusty sintió cómo le comenzaban a temblar las manos. Dejó rápido la aguja a Marti. Vio que la frente y la base de la nariz de Shani se ponían blancas.

– ¿Y cómo es eso? -dijo el elfo, arrastrando amenazadoramente las palabras-. ¿Entonces por qué nosotros los herimos allá en el campo? Nosotros les producimos heridas allá, en la batalla, para que mueran de esas heridas. ¿Y vosotros aquí las curáis? Observo aquí una falta absoluta de lógica. Y una ausencia de coincidencia de intereses.

Se inclinó y casi sin un movimiento clavó la espada en el pecho del herido que estaba en las andas más cercanas a la puerta. Otro elfo atravesó a un segundo herido con un gincho. El tercer herido, que estaba consciente, intentaba sujetar un estilete con la mano izquierda y el muñón de la derecha, que estaba envuelto en una gruesa venda.

Shani gritó. Era un grito agudo, que taladraba. Ahogando el pesado, inhumano gemido del mutilado al ser asesinado. Iola, lanzándose sobre las andas, cubrió con su cuerpo al siguiente herido. Su rostro estaba blanco como el lienzo de un vendaje, los labios comenzaron involuntariamente a temblar. El elfo entrecerró los ojos.

– ¡Va vort, beanna! -ladró-. ¡Porque te atravieso junto con este dh'oine!

– ¡Largo de aquí! -Rusty se encontró junto a Iola en tres saltos, la cubrió-. Largo de mi tienda, asesino. Vete allí, al campo. Allí está tu lugar. Entre otros asesinos. ¡Mataos allí los unos a los otros si queréis! ¡Pero largo de aquí!

El elfo miró hacia abajo. Hacia el rechoncho mediano temblando de miedo, cuya coronilla de una cabeza rizada no le alcanzaba ni al cinturón.

– Bloede pherian -silbó-. ¡Lacayo de los humanos! ¡Apártate de mi camino!

– De eso nada. -Los dientes del mediano tintineaban, pero las palabras eran muy claras.

El otro elfo se acercó y empujó al cirujano con el asta de su gincho. Rusty cayó de rodillas. El alto elfo alejó a Iola del herido con un empujón brutal, alzó la espada.

Y se quedó congelado al ver en la capa negra enrollada bajo la cabeza del herido las llamas de plata de la división Deithwen. Y la distinción de coronel.

– ¡Yaevinn! -gritó entrando en la tienda una elfa de cabellos oscuros recogidos en una trenza-. ¡Caemm, veloe! ¡Ess'evgyriad a'dh'oine a'en va! ¡Ess' tess!

El elfo alto miró por un instante al coronel herido, luego miró a los ojos llorosos por el miedo del cirujano. Luego giró sobre sus talones y salió.

Del otro lado de la tienda volvió a alcanzarles un tamborileo, aullidos, el tintineo del acero.

– ¡A por los Negros! ¡Matadlos! -gritaban miles de voces. Alguien gritó como una bestia, el aullido se convirtió en un gorgoteo macabro.

Rusty intentó levantarse, pero no le obedecían los pies. Tampoco le hacían demasiado caso las manos.

Iola, agitada por los fuertes espasmos de un llanto reprimido, se tendió junto a las andas del herido nilfgaardiano. En posición fetal.

Shani lloraba sin intentar esconder las lágrimas. Pero seguía sujetando los ganchos. Marti cosía tranquilamente, sólo los labios se le movían en una especie de mudo monólogo.

Rusty, que todavía no podía levantarse, se sentó. Sus ojos se cruzaron con la mirada de un enfermero apretado en el hueco de la tienda.

– Dame un trago de aguardiente -dijo con esfuerzo-. Y no me digas que no tienes. Os conozco, bribones. Siempre tenéis.


*****

El general Blenheim Blenckert estaba de pie en los estribos, estiraba el cuello como una garza, escuchaba los ruidos de la batalla.

– Estirad la formación -ordenó a los jefes-. Y enseguida llegaremos al trote al otro lado de la colina. Por lo que dicen los exploradores, saldremos directamente al ala derecha de los Negros.

– ¡Y les daremos leña! -gritó con voz fina uno de los tenientes, un mocoso de bigote aterciopelado y escaso. Blenckert le miró de reojo.

– Comenzad por la escuadra del frente -ordenó, tomando la espada-. Y en la carga gritad. «¡Redania!», gritad a pleno pulmón. Que los muchachos de Foltest y Natalis sepan que vienen refuerzos.

El conde Kobus de Ruyter había luchado en diversas batallas desde hacía cuarenta años, desde que tenía dieciséis. Además era soldado de octava generación, sin duda tenía algo en los genes que suponía que los gritos y el barullo de las batallas, que para otro cualquiera no eran más que algarabía que producía miedo y ahogaba todo, eran para él como una sinfonía, como un concierto. De Ruyter de inmediato escuchaba en el concierto otras notas, acordes y tonos.

– ¡Vivaaa, muchachos! -bramó, agitando su bastón de mando-. ¡Redania! ¡Viene Redania! ¡Las águilas! ¡Las águilas!

Desde el norte, al otro lado de la colina, se acercaba a la lucha una masa de caballeros sobre los que ondeaba una enseña de color amaranto y un enorme confalón con el águila de plata redana.

– ¡Refuerzos! -gritó De Ruyter-. ¡Vienen los refuerzos! ¡Vivaaa! ¡Matad a los Negros!

El soldado de octava generación vio al momento que los nilfgaardianos recogían el ala, intentando volverse hacia los refuerzos que cargaban con un frente ceñido y corto.

Sabía que no se les podía permitir aquello.

– ¡Seguidme! -bramó, arrancando el estandarte de las manos del abanderado-. ¡Seguidme! ¡Tretogorianos, seguidme!

Atacaron. Atacaron como suicidas, de un modo terrible. Pero con efectividad. Los nilfgaardianos de la división Venendal mezclaron las filas y entonces cayeron sobre ellos con fuerza las banderas redanas. Un enorme grito golpeó el cielo.

Kobus de Ruyter no vio ya aquello, ni lo oyó. Un virote perdido de ballesta le acertó directamente en la sien. El conde se resbaló en su silla y cayó del caballo, el estandarte le cubrió como un sudario.

Ocho generaciones de De Ruyter, que estaban siguiendo la batalla desde el otro mundo, asintieron con reconocimiento.


*****

– Se puede decir, señor teniente, que a los norteños aquel día los salvó un milagro. O un cúmulo de casualidades que nadie estaba en condiciones de prever… Cierto que Restif de Motholon escribe en su libro que el mariscal Coehoorn cometió un error en su valoración de las fuerzas y las intenciones del contrario. Que asumió un riesgo demasiado grande al separar el grupo de ejército Centro y lanzarlo en una persecución de caballería. Que entabló batalla azarosamente sin tener al menos una superioridad de tres a uno. Y que no le dio importancia al reconocimiento, no descubrió al ejército redaño que iba en refuerzo…

– ¡Cadete Puttkammer! ¡Las «obras» de dudoso valor del señor de Montholon no están en el programa de esta escuela! ¡Y su majestad imperial se pronunció bastante críticamente acerca de este libro! De modo que el señor cadete no debe citarlo aquí. Ciertamente, me extraña. Hasta este momento su respuesta era bastante buena, incluso excelente, y de pronto comienza usted a chamullar acerca de milagros y cúmulos de circunstancias, al final incluso se permite usted el criticar las capacidades militares de Menno Coehoorn, uno de los más grandes caudillos que haya dado el imperio. Cadete Puttkammer y el resto de señores cadetes, si piensan ustedes seriamente en aprobar el examen habrán de escuchar y recordar: en Brenna no actuaron milagros algunos ni casualidades, ¡sino la conjura! ¡Fuerzas enemigas y saboteadores, elementos disidentes, repugnantes sanguijuelas, cosmopolitas, cadáveres políticos, traidores y vendidos! Una llaga, que luego se cauterizó con hierro al rojo. Sin embargo, antes de que se llegara a ello, esos repugnantes traidores a su propia nación tejieron sus telas de araña y construyeron sus trampas de redes. ¡Ellos engatusaron y traicionaron entonces al mariscal Coehoorn, le engañaron y le indujeron a error! Ellos, granujas sin honor ni fe, simples…


*****

– Hijos de puta -repitió Menno Coehoorn, sin apartar el anteojo-. Simples hijos de puta. Pero ya os encontraré, esperad, ya os enseñaré lo que significa un reconocimiento. ¡De Wyngalt! Busca personalmente al oficial que estuvo de patrulla en la colina al norte. Manda colgar a todos, a la patrulla entera.

– A la orden -chocó los tacones Ouder de Wyngalt, edecán del mariscal. Por aquel entonces no podía saber que Lamarr Flaut, el tal oficial de la patrulla, moría precisamente en aquel momento aplastado por un caballo de la división secreta de los norteños, aquélla, precisamente, que no había sido capaz de descubrir… De Wyngalt no podía tampoco saber que a él mismo no le quedaban más que dos horas de vida.

– ¿Cuántos hay, señor Trahe? -Coehoorn seguía sin retirar el anteojo-. ¿En vuestra opinión?

– Por lo menos, diez mil -respondió secamente el caudillo de la Séptima daerlana-. Sobre todo de Redania, pero veo también los triángulos de Aedirn… Hay también un unicornio, así que también tenemos a Kaedwen… Al menos una división…


*****

La división iba al galope, de bajo sus cascos salpicaba la arena y la grava.

– ¡Adelante, la Gris! -gritó el centurión Mediocazo, borracho como siempre-. ¡Atacad, matad! ¡Kaedweeen! ¡Kaedweeen!

Joder, vaya unas ganas de mear que tengo, pensó Zyvik. Tenía que haber meado antes de la batalla…

Ahora puede que no haya ocasión.

– ¡Adelante, la Gris!

Siempre la Gris. Donde hay algo malo, la Gris. ¿A quién se manda como cuerpo de expedición a Temería? La Gris. Siempre la Gris. Y yo tengo ganas dé mear.

Llegaron. Zyvik gritó, se giró en la montura y cortó por la oreja, destrozando la hombrera y el cuello de un jinete de capa negra con una estrella de plata de ocho puntas.

– ¡La Gris! ¡Kaedweeen! ¡Atacad, atacad!

Con un golpeteo, un estampido y un tintineo, entre los gritos de los humanos y los relinchos de los caballos, la división Gris chocó contra los nilfgaardianos.


*****

– De Mellis-Stoke y Braibant podrán con estos refuerzos -dijo tranquilo Elan Trahe, caudillo de la Séptima brigada daerlana-. Sus fuerzas son parecidas, nada malo ha pasado todavía. La división de Tyrconnel ha de equilibrar su ala izquierda, Magne y Venendal han de seguir a la derecha. Y nosotros… Nosotros podemos desequilibrar la balanza, señor mariscal…

– Atacando las filas, siguiendo a los elfos -comprendió al punto Menno Coehoorn-. Entrando por detrás, despertando el pánico. ¡Cierto! ¡Así haremos, por el Gran Sol! ¡Al ataque, señores! ¡Nausicaa y Séptima, llegó vuestra hora!

– ¡Viva el emperador! -bramó Kees van Lo.

– Señor de Wyngalt. -El mariscal se dio la vuelta- Por favor, recoged a los asistentes y al escuadrón de protección. ¡Basta de no hacer nada! Iremos a la carga junto con la Séptima daerlana.

Ouder de Wyngalt palideció levemente, pero se dominó de inmediato.

– ¡Viva el emperador! -gritó, y la voz casi no le tembló.


*****

Rusty cortaba, el herido aullaba y arañaba la mesa. Iola, luchando valientemente con los movimientos de su cabeza, cuidaba las vendas y sondas. Desde la entrada a la tienda se oía la excitada voz de Shani.

– ¿Adonde? ¿Se han vuelto todos locos? ¿Aquí están esperando los vivos que los salven y vosotros andáis arrastrando a los muertos?

– ¡Pero si se trata del propio barón Anselmo Aubry, señora médica! ¡El caudillo de la bandera!

– ¡Era el caudillo de la bandera! ¡Ahora no es más que un difunto! ¡Lo habéis conseguido traer hasta aquí de una pieza sólo porque su armadura es estanca! Lleváoslo de aquí. ¡Esto es un lazareto y no un cementerio!

– Pero, señora médica…

– ¡No me entorpezcáis la entrada! Oh, allí traen a uno que todavía respira. Al menos parece que respira. Porque puede que no sean más que gases.

Rusty rebufó, pero de inmediato frunció el ceño.

– ¡Shani! ¡Ven aquí de inmediato!

«Recuerda, mocosa -dijo a través de sus dientes apretados, inclinado sobre un pie destrozado-, que un cirujano sólo se puede permitir el cinismo después de diez años de práctica. ¿Lo vas a recordar?

– Sí, don Rusty.

– Toma el raspador y retira el periostio… Joder, estaría bien el anestesiarlo todavía un poco… ¿Dónde está Marti?

– Vomitando delante de la tienda -dijo Shani sin sombra de cinismo-. Como un gato.

– Hechiceras -Rusty tomó el hacha-, en lugar de pensar diversos terribles y potentes sortilegios, debiera concentrarse mejor en encontrar uno. Uno tal que gracias al cual pudieran lanzar hechizos pequeños. Como por ejemplo, anestesiante. Pero sin problema. Y sin tener que vomitar.

El hacha silbó y el hueso crujió. El herido lanzó un grito.

– ¡Las vendas más apretadas, Iola!

Por fin cedió el hueso. Rusty lo trabajó con una serreta, se limpió la frente.

– Venas y nervios -dijo maquinal e innecesariamente, porque antes de que terminara la frase, ya habían salido las muchachas. Retiró de la mesa el pie cortado y lo lanzó a un rincón, al montón de otras extremidades amputadas. El herido no gritaba ni aullaba desde hacía algún tiempo.

– ¿Desmayado o muerto?

– Desmayado, don Rusty.

– Estupendo. Cósele el muñón, Shani. ¡Traed el siguiente! ¡Iola, ve y comprueba si Marti ya ha vomitado todo!

– Me intriga -dijo Iola bajito, sin alzar la cabeza- cuántos años de práctica tenéis vos, don Rusty. ¿Cien?


*****

Al cabo de algunos minutos de una marcha forzada que alzaba una nube de polvo, los gritos de los decuriones y centuriones se detuvieron por fin y desplegaron en línea al regimiento de Wyzima. Jarre, jadeando y tomando aliento como un pez, vio al voievoda de Bronibor desfilando a lo largo del frente con su hermoso alazán cubierto con placas de armadura. El mismo voievoda también estaba vestido con una armadura completa. Su armadura estaba cubierta de líneas azules, gracias a las cuales Bronibor tenía el aspecto de una enorme caballa.

– ¿Qué tal estáis, soldados?

Las filas de piqueros respondieron con un rugido que resonó como un trueno lejano.

– Os estáis tirando pedos -constató el voievoda, haciendo girar su armado caballo y conduciéndolo al paso a lo largo del frente-. Es decir, que estáis bien. Porque si estuvierais mal, no os peeríais a media voz, sino que gritaríais y aullaríais como condenados. Por vuestras caras veo que os morís por entrar en batalla, que soñáis con la lucha, ¡que ya no podéis aguantar las ganas de véroslas con los nilfgaardianos! ¿Eh, soldados de Wyzima? ¡Entonces tengo una buena noticia para vosotros! Vuestros sueños se van a cumplir en un instante. En un corto, pequeño instante.

Los piqueros murmuraron de nuevo. Bronibor, llegándose hasta el final de la línea, se dio la vuelta, siguió hablando, golpeando con su bastón la adornada bola de su silla.

– ¡Habéis tragado polvo, infantes, marchando detrás de los caballeros armados! Hasta ahora, en vez de gloria y botín habéis estado oliendo mierda de caballo. Poco ha faltado para que incluso hoy, cuando se ha tenido gran necesidad, no hayáis llegado al campo de la gloria. ¡Pero lo habéis conseguido, os felicito de todo corazón! Aquí, en esta aldea de cuyo nombre no quiero acordarme, mostraréis por fin lo que valéis como soldados. Esa nube que veis en el campo es la caballería nilfgaardiana, que pretende destrozar a nuestro ejército con un ataque por el flanco, empujarnos y hundirnos en los pantanos de ese río de cuyo nombre tampoco consigo acordarme. A vosotros, famosos piqueros wyzimos, os ha correspondido por voluntad del rey Foltest y del condestable Natalis el honor de defender el hueco que ha surgido en nuestras filas. Cerrad ese hueco con vuestros propios pechos, por así decirlo, detened la carga nilfgaardiana. Os alegráis, ¿no, camaradas? ¿Os embarga el orgullo?

Jarre, apretando el asta de su pica, miró a su alrededor. Nada apuntaba a que los soldados estuvieran contentos ante la perspectiva de la cercana lucha, y, si les embargaba el orgullo por el honor de cerrar el hueco, lo sabían esconder muy bien. Melfi, que estaba a la derecha del muchacho, murmuraba una oración por lo bajo. A su izquierda, Deuslax, optimista profesional, se sorbía los mocos, maldecía y tosía nerviosamente.

Bronibor dio la vuelta al caballo, se enderezó en la silla.

– ¡No lo oigo! -bramó-. He preguntado si os embarga el puto orgullo.

Esta vez los piqueros, no viendo otra salida, rugieron al unísono que les embargaba. Jarre también gritó. Si todos, pues todos.

– ¡Bien! -El voievoda detuvo al caballo ante el frente-. ¡Y ahora me vais a formar aquí como es debido! Centuriones, ¿a qué esperáis, su puta madre? ¡A formar un tetrágono! ¡La primera fila de rodillas, la segunda de pie! ¡Clavad las picas! ¡No por ese lado, idiota! ¡Sí, sí, a ti te lo digo, cabrón peludo! ¡Más arriba la punta, arriba, abuelo! ¡Apretaos, juntaos, acercaos, hombro con hombro! ¡Ah, ahora tenéis un aspecto imponente! ¡Casi como si fuerais un ejército!

Jarre se encontró en la segunda fila. Apoyó con fuerza la base de la pica en la tierra, apretó el asta en sus manos sudorosas por el miedo. Melfi barboteaba confusamente, repetía diversas palabras que se referían principalmente a los detalles de la vida íntima de los nilfgaardianos, los perros, las perras, los reyes, condestables, voievodas y las madres de todos ellos.

La nube iba creciendo en el campo.

– ¡No os tiréis pedos ni chirriéis los dientes! -gritó Bronibor-. ¡El pensamiento de que podáis asustar con esos ruidos a los caballos nilfgaardianos es falso! ¡Que aquí nadie se haga ilusiones! Quienes avanzan hacia nosotros son la brigada Nausicaa y la Séptima daerlana, estupendas, bruñidas, un ejército bien entrenado. ¡A éstos no se los puede asustar! ¡No se los puede vencer! ¡Hay que matarlos! ¡Más arriba esas picas!

Desde lejos les llegaba el sonido de los cascos, todavía bajito pero cada vez más crecido. La tierra comenzó a temblar. En la nube de polvo, como si fueran chispas, comenzaron a brillar las hojas.

– ¡Para vuestra puta suerte, wyzimos -gritó de nuevo el voievoda-, la pica normal de la infantería del tipo nuevo y moderno tiene veintiún pies de largo! Mientras que la espada nilfgaardiana es de tres pies y medio. ¿Sabéis contar, no? Sabed que ellos también saben. Pero cuentan con que no aguantaréis, que os saldrá vuestra verdadera naturaleza, que se confirmará y se verá que sois unos cágaos, unos cobardes y unos putos follaovejas. Los Negros cuentan con que os daréis la vuelta y os echaréis a correr y ellos os perseguirán por el campo y os cortarán las testas, las sienes y los cuellos, os cortarán confortablemente y sin esfuerzo.

«Recordad, capullos, que aunque el miedo les da a los talones una velocidad extraordinaria, no podréis huir de los caballos. Quien quiera vivir, a quien le gusten la gloria y el botín, ¡habrá de resistir! ¡Resistir con saña! ¡Resistir como un muro! ¡Y mantener las filas!

Jarre miró a su alrededor. Los ballesteros que estaban detrás de la linca de piqueros ya estaban haciendo girar sus manivelas, en el interior del tetrágono ya se veían las puntas de las bisarmas, las lanzas, las alabardas, las jabalinas, las gujas, las archas y los bieldos. La tierra temblaba cada vez más, en la negra pared de la caballería que se lanzaba hacia ellos parecía ya que se podían distinguir las siluetas de los jinetes.

– Mama, mamita -repetía Melfi con los labios tembloroso-. Mama, mamita…

– … tu puta madre -murmuraba Deuslax.

El tamborileo iba en aumento. Jarre quería lamerse los labios, pero no lo consiguió. La lengua había dejado de moverse normalmente, se le había quedado tiesa de una forma extraña y estaba seca como serrín. El tamborileo crecía.

– ¡Apretaos! -gritó Bronibor, tomando la espada-. ¡Sentid los hombros de vuestro compañero! ¡Recordad que ninguno de vosotros está luchando solo! ¡Y que el único remedio contra el miedo que sentís es la pica en vuestra mano! ¡Listos para la lucha! ¡Las picas al pecho del caballo! ¿Qué vamos a hacer, soldados wyzimos? ¡Es una pregunta!

– ¡Resistir! -gritaron al unísono los piqueros-. ¡Resistir como un muro! ¡Mantener las filas!

Jarre también gritó. Si todos, pues todos. De bajo los cascos de los caballos que venían derechos salpicaba la arena, la grava y las piedras. Los jinetes que cargaban aullaban como demonios, agitaban las armas.

Jarre se aferró a la pica, escondió la cabeza en el hombro y cerró los ojos.


*****

Jarre, sin dejar de escribir, expulsó con un brusco movimiento de su muñón a una avispa que estaba zumbando sobre el tintero.

El plan del mariscal Coehoorn quedóse en nada, su ataque por el flanco fue detenido por la heroica infantería de Wyzima al mando del voievoda de Bronibor, pagando con la su sangre de héroes. Y por el tiempo en que la infantería wyzima resistíase, comenzó Nilfgaard a desparramarse por el ala siniestra. He aquí que unos comenzaron a poner pies en polvorosa, otros andaban agrupándose para se mejor defender, rodeados como estaban por todos lados. Lo mismo al poco le sucedió al ala diestra, donde la bravura de enanos y condotieros al fin pudiera sobre la fuerza de Nilfgaard. Por todo el frente se alzó un gran grito de triunfo, y en los corazones de los caballeros reales entró un nuevo espíritu. Mientras que los nilfgaardienses perdieron el suyo, las manos les temblaron, y nuestros arqueros principiaron a asaetearlos como a gorrino.

Y comprendió el mariscal de campo Menno Coehoorn que la batalla estaba perdida, viendo cómo morían y se dispersaban a su alredor las brigadas.

Y se allegaron entonces a él los oficiales y caballeros a ofrecerle los sus frescos y descansados caballos, clamándole que huyera para salvar la vida. Mas impávido latía el corazón en el pecho del nilfgaardiense mariscal. «No es digno», gritó, rechazando la rienda que se le ofrecía. «No es digno que como cobarde hubiera de escapar del campo en el que bajo mi mando han caído por el imperio tan muchos buenos hombres». Y añadió el bravo Menno Coehoorn…


*****

– Y además no queda por donde pirárselas -añadió sereno y serio Menno Coehoorn, mirando a su alrededor-. Nos han rodeado por completo.

– Dadme vuestra capa y vuestro yelmo, señor mariscal. -El capitán Sievers se limpiaba la sangre y el sudor del rostro-. ¡Tomad los míos! Bajaos de vuestro alazán, tomad el mío… ¡No protestéis! ¡Vos debéis vivir! Sois preciso para el imperio, insustituible… Nosotros, daerlanos, nos lanzaremos contra los norteños, nos los atraeremos, vosotros por vuestra parte, intentad cruzar por allí, abajo, junto al poblado de pescadores…

– No saldréis de ésta -murmuró Coehoorn, agarrando las riendas que se le tendían.

– Es un honor. -Sievers se enderezó en la montura-. ¡Soy un soldado! ¡De la Séptima daerlana! ¡Conmigo, la fe! ¡Conmigo!

– Suerte -murmuró Coehoorn, echándose sobre los hombros la capa daerlana con el escorpión negro en el hombro-. ¿Sievers?

– ¿Sí, señor mariscal?

– Nada. Suerte, muchacho.

– Que os acompañe también la suerte, señor mariscal. ¡A los caballos, por mi fe!

Coehoorn les siguió con la mirada. Largo rato. Hasta el momento en el que el grupo de Sievers, con un estampido, un griterío y un estruendo, se enfrentó a los condotieros. Con un pelotón que les superaba en número y al que además de inmediato se le sumaron otros. Las capas negras de los daerlanos desaparecieron entre las grises de los condotieros, todo se hundió en el polvo.

Coehoorn volvió en sí a causa de las tosecillas nerviosas de Wyngalt y sus asistentes. El mariscal se arregló las cinchas y las correas. Controló al desasosegado caballo.

– ¡A los caballos! -ordenó.

Al principio les fue bien. En la salida del vallecillo que conducía al rio se estaba defendiendo con saña un pelotón de resistentes de la brigada Nausicaa, cada vez menos numeroso, erizado de lanzas, sobre el que los norteños habían concentrado momentáneamente todo el ímpetu y toda la fuerza, habiendo logrado realizar un hueco en el arco. Bien del todo, se entiende, no les salió: tuvieron que abrirse paso a tajos a través de una ola de caballería voluntaria ligera, a juzgar por sus símbolos, bruggense. La lucha fue corta pero rabiosa y brutal. Coehoorn había perdido y arrojado ya todos los restos y apariencias de su patética heroicidad, ahora ya sólo quería sobrevivir. Sin siquiera echar un vistazo a la escolta que se enfrentaba a los bruggenses, galopó a toda prisa con sus asistentes en dirección al río, aplastándose y aferrándose al cuello del caballo.

El camino estaba libre, al otro lado del río, detrás de unos sauces torcidos, comenzaba una llanura vacía, en la que no se veía ninguna pelea de los ejércitos. Ouder de Wyngalt, que iba cabalgando junto a Coehoorn, también lo vio y gritó triunfante.

Demasiado pronto.

De la corriente lenta y perezosa del riachuelo los separaba una pradera cubierta de duraznillo verde intenso. Cuando llegaron a ella a pleno galope, los caballos se hundieron de improviso hasta la barriga. IC1 mariscal voló por encima de la cabeza de su alazán y cayó en el pantano. A su alrededor relinchaban y bufaban los caballos, gritaban las personas atrapadas en el barro y cubiertas de cerdas verdes. Entre aquel pandemónium Menno escuchó de pronto otro sonido. Un sonido que significaba la muerte.

El sonido de las flechas.

Se lanzó hacia la corriente del río, peleando con el grueso barro hasta la cadera. El asistente que avanzaba a su lado cayó de bruces en el barro, al mariscal le dio tiempo a ver una flecha clavada en sus espaldas hasta las plumas. En aquel mismo instante sintió un terrible rolpe en la cabeza. Se tambaleó pero no cayó, encajado como estaba en el lodo y el barro. Quiso gritar, pero sólo alcanzó a graznar. Vivo, pensó, mientras intentaba escapar al abrazo del pegajoso lodo. El caballo, al debatirse en el lodo, le había dado una patuda al casco, la chapa muy abollada le había destrozado la mejilla, le había roto algunos dientes y le había cortado la lengua… Estoy sangrando… Trago sangre… Pero vivo…

De nuevo el sonido de un arco, el silbido de las flechas, el estruendo y chasquido de unas saetas atravesando las armaduras, el griterío, el relincho de los caballos, chufidos, gotas de sangre. El mariscal se dio la vuelta y vio en la orilla a los tiradores, unas pequeñas, rechonchas, regordetas siluetas con cotas de malla y cascos picudos. Enanos, pensó.

El sonido de las cuerdas de las ballestas, el silbido de los dardos. El relincho de los aterrorizados caballos. El griterío de la gente atrapada en el agua y el barro.

Ouder de Wyngalt, vuelto hacia los que disparaban, gritó que se rendía, con una voz aguda y chillona pidió piedad y merced, prometió rescate, rogó por su vida.

Consciente de que nadie entendía sus palabras, alzó por encima de su cabeza la espada, sujetándola por la hoja. En un gesto internacional, cosmopolita, de rendición, tendió el arma a los enanos. No lo entendieron, o lo entendieron mal, porque dos flechas le golpearon en el pecho con tanta fuerza que el golpe casi lo saca del pantano.

Coehoorn se quitó el abollado yelmo de la cabeza. Conocía bastante bien la lengua común de los norteños.

– Toy el maliscal Coeoon… -balbuceó, escupiendo sangre-. Maliscal Coeoon… Me lindo… Paldón… Paldón…

– ¿Qué cojones está diciendo, Zoltan? -dijo, asombrado, uno de los ballesteros.

– ¡Así lo joda un perro a él y su chachara! ¿Ves el jubón bajo la capa, Munro?

– ¡Un escorpión de plata! ¡Jaaa! ¡Muchachos, cargaos al hijoputa! ¡Por Caleb Stratton!

– ¡Por Caleb Stratton!

El zumbido de las cuerdas. Un dardo se le clavó a Coehoorn directamente en el pecho, el segundo en el muslo, el tercero en la clavícula. El mariscal de campo del imperio de Nilfgaard cayó de espaldas en una masa poco densa, el duraznillo y la elodea cedieron ante su peso. Quién, maldita sea mil veces, podía ser ese Caleb Stratton, consiguió pensar, no he oído hablar en mi vida de ningún Caleb. El agua turbia, densa, roja de sangre y barro, del río Cautela se cerró sobre su cabeza y entró en sus pulmones.


*****

Salió de la tienda para tomar aire fresco. Y entonces lo vio, sentado junto al banco del herrero.

– ¡Jarre!

Él alzó los ojos hacia ella. En aquellos ojos había vacío.

– ¿Iola? -preguntó, moviendo con dificultad los labios hinchados-. ¿De dónde…?

– ¡Vaya una pregunta! -le interrumpió de inmediato-. Mejor dime, ¿de dónde sales tú?

– Hemos traído a nuestro jefe… El voievoda de Bronibor… Herido…

– Tú también estás herido. Enséñame esa mano. ¡Por la diosa! ¡Pero si te estás desangrando, muchacho!

Jarre la miró, y Iola comenzó de pronto a dudar que la estuviera viendo.

– Hay una batalla -dijo el muchacho, tiritando levemente los labios-. Hay que ponerse como un muro… Fuertes en las filas. Los heridos leves habrán de llevar al lazareto a… los heridos graves. Órdenes.

– Enséñame la mano.

Jarre lanzó un corto grito, sus dientes saltaron en un loco staccato. Iola frunció el ceño.

– Jolín, qué mal aspecto tiene esto… Ay, Jarre, Jarre… Ya verás, madre Nenneke se va a enfadar… Ven conmigo.

Lo vio palidecer al contemplar aquello. Al sentir el hedor de la muerte que se cobijaba bajo la lona de la tienda.

Se tambaleó. Ella lo sujetó. Vio cómo miraba la mesa ensangrentada. Al hombre que yacía allí. Al cirujano, un pequeño mediano que dio un salto brusco, pateó, lanzó una horrible blasfemia y tiró al suelo el escalpelo.

– ¡Mierda! ¡Su puta madre! ¿Por qué? ¿Por qué ha de ser así?

Nadie respondió a su pregunta.

– ¿Quién era?

– El voivoda de Bronibor -aclaró con voz débil Jarre, mirando directamente frente a sí, con los ojos hueros-. Nuestro jefe… Nos quedamos fuertes en las filas. Órdenes. Como un muro. Mataron a Melfi…

– Don Rusty -pidió Iola-. Este muchacho es un amigo mío… Está herido…

– Se tiene de pie -asestó el cirujano con frialdad-. Y aquí hay uno casi tieso que está esperando una trepanación. Aquí no hay sitio para los enchufes…

En aquel momento, Jarre, con gran sentido dramático, se desmayó y cayó al suelo. El mediano bufó.

– Va, venga, a la mesa con él -ordenó-. Aja, buena tiene la mano. ¿En qué se sujetará esto? Como no sea en el guante. ¡Vendaje, Iola! ¡Más fuerte! ¡Y no te atrevas a llorar! Shani, dame el hacha.


*****

Y de aqueste modo se desbarató en polvo y ceniza la potencia de Nilfgaard toda en los campos de Brenna y púsose así punto y final a la marcha del imperio hacia el norte. Entre muertos y tomados prisioneros perdió el imperio en la batalla de Brenna a unos cuarenta y cuatro miles de hombres. Cayó la flor de la caballería, los caballeros de élite. Murieron, fueron apresados o desparecieron sin noticia caudillos de tal entidad como Menno Coehoorn, Braibant, De Mellis-Stoke, Van Lo, Tyrconnel, Eggebracht y otros cuyos nombres no guardaron nuestros archivos.

Y así fue Brenna el principio del final. Mas es digno de escribirse que esta batalla habría sido pequeña piedra en el edificio y escasa habría sido su importancia de no ser porque los frutos de la victoria fueron usados con gran talento. Digno es de escribir que fue la tal batalla tan sólo pequeño ladrillo en construcción grande y escasa sería su importancia si no fuera porque los frutos de la victoria fueron aprovechados de forma inteligente. Digno es de recordar que en vez de dormir en laureles y estallar de orgullo, esperando prebendas y honores, Juan Natalis se lanzó sin aliento casi hacia el austro. Las caballeros deAdam Pangratt y Julia Abat-marco deshicieron dos divisiones del III ejército, las cuales en tardío salvamento de Menno Coehoorn llegaban, destruyéndolas de tal modo que nec nuntius cladis. Al recibir noticia de ello, los restos del ejército Centro presto enseñaron las nalgas y cruzaron el Yaruga a toda prisa. Y como Foltest y Natalis los talones les rascaban, perdieron los imperiales todo carro y toda máquina de asedio mediante las cuales en su orgullo pensaban conquistar Novigrado.

Y como si de un desprendimiento desde las cumbres se tratara, en el que cada vez más la nieve se acrecienta y más se suman, de ese modo Brenna frutos peores diera para Nilfgaard. Presto le llegó la hora al ejército Verden, capitaneado por el duque de Wett, al cual los capitanes de Skellige y el rey Ethain de Cidaris grandes disgustos le dieran en una guerra de guerrillas. Mas cuando De Wett enteróse de lo de Brenna, cuando le llegara la noticia de que en marcha forzada acudían el rey Foltest y Juan Natalis, de inmediato mandó tocar a retirada y en desespero corrió a Cintra, al otro lado del río, cubriendo al tiempo de muertos los caminos, puesto que al saber de las derrotas nüfgaardienses, la revuelta se alzó de nuevo en Verden. Sólo en Nastrog, Rozrog y Bodrog, invencibles fortalezas, muchos soldados quedaron, los cuales no más tras la paz de Cintra salieron con honor y estandartes en alto. Por su parte, en Aedirn, las nuevas de lo de Brenna tuvieron por efecto el que los reyes Demawend y Henselt, envalentonados, diéranse la mano y unidos contra Nilfgaard se echaran. El grupo de ejércitos Este, que al mando del duque Ardal aep Dahy hacia el valle del Pontar iba marchando, no pudo hacer frente a los coaligados reyes. Reforzados con hombres de Redania y con las guerrillas de la reina Meve, los cuales arañaron con fuerza las retaguardias de los nilfgaardienses, Demawend y Henselt hicieron correr a Ardal aep Dahy hasta Aldersberg. El duque Ardal quería presentar batalla, mas por un extraño arrebato del destino enfermó de pronto, habiendo comido algo, le dio un cólico miserere y unas fiebres tales que murió a los dos días entre tremendos dolores. Y Demawend y Henselt, sin aguardar mucho, se lanzaron contra los nilfgaardienses y los atacaron allí, en Aldersberg, en aras, al parecer, de la justicia histórica. En brava lucha rompiéronles las filas, aunque igualmente tenía Nilfgaard ventaja sustancial de hombres. Mas, pese a ello, el espíritu y la técnica acostumbran a vencer sobre la fuerza bruta y ciega.

Digno es de escribirse aún algo más: en cuanto a lo que al mismo Menno Coehoorn le sucediera en lo de Brenna, nadie lo sabe. Unos dicen: murió y su cuerpo enterrado fue sin conocerlo en fosa común. Otros dicen: salió con vida, mas temiendo del emperador su ira, no volvió a Nilfgaard, sino que se escondió en Brokilón, entre dríadas y allá hiciérase ermitaño, dejándose crecer la barba hasta la misma tierra. Y allá también, entre los sus remordimientos, murió. Ronda, sin embargo, entre las gentes sencillas cierta leyenda, que dice que el mariscal volvía por las noches a los campos de Brenna y andaba entre los túmulos, gritando: «¡Devolvedme mis legiones!», y al final se colgó de un olivo en la cumbre desde entonces llamada de las Horcas. Y por las noches se puede el fantasma encontrar del famoso mariscal entre otros espectros corrientemente visitantes de los campos de batalla.

– ¡Abuelito Jarre! ¡Abuelito Jarre!

Jarre alzó la cabeza de entre los papeles, se colocó las gafas que le resbalaban por la nariz.

– ¡Abuelito Jarre! -gritó en los registros más agudos su nieta más pequeña, una niña resuelta y lista de seis años, la cual, gracias a los dioses, había salido más a la madre, hija de Jarre, que al berzotas de su yerno.

– ¡Abuelito Jarre! ¡Abuela Lucienne me dijo que te dijera ya basta por hoy de escribir chuminadas y que la cena está en la mesa!

Jarre colocó cuidadosamente las resmas de papel y puso el corcho al tintero. El muñón de su mano latía con dolor. Cambio de tiempo, pensó. Va a llover.

– |Abuelito Jaaarreee! -Ya voy, Ciri. Ya voy.


*****

Antes de que se terminara con los últimos heridos era ya mucho más de la medianoche. Las últimas operaciones se realizaron ya con iluminación: normal, de lámparas, y luego también mágica. Marti Sodergren volvió en sí tras superar su crisis y, aunque pálida como la muerte, rígida e innatural en sus movimientos como un golem, realizaba hechizos de forma eficaz y efectiva.

Era noche cerrada cuando salieron de la tienda, los cuatro se sentaron apoyados en la lona. La pradera estaba llena de fuegos. Diversos fuegos: los fuegos inmóviles de los acampados, los fuegos inestables de las teas y antorchas. En la noche resonaban cantos lejanos, peleas, griteríos, vivas.

La noche alrededor estaba repleta también con los gritos y jadeos entrecortados de los heridos. Con los ruegos y suspiros de los moribundos. Ellos no los oían. Se habían acostumbrado a los sonidos del dolor y la muerte, aquellos ruidos eran para ellos normales, naturales, formaban parte de la noche como el croar de las ranas en los humedales del río Cautela, como el sonido de las cigarras en las acacias del estanque Dorado.

Marti Sodergren callaba líricamente, apoyada en el hombro del mediano. Iola y Shani, abrazadas, apretadas, emitían de vez en cuando una risa queda, completamente estúpida. En cuanto que se sentaron junto a la tienda, bebieron cada uno un vaso de vodka y Marti los alegró a todos con un último hechizo: un encantamiento embriagador, usado por lo común para la extracción de muelas.

Rusty se sintió engañado con el tratamiento: la bebida unida a la magia, en lugar de relajarle, le atontaron, en lugar de reducir su cansancio, lo acrecentaron. En lugar de concederle el olvido, le hicieron recordar. Parece, pensó, que sólo a Iola y Shani les afecta el alcohol y la magia tal y como es debido.

Se giró, y a la luz de la luna vio en los rostros de las dos muchachas las huellas brillantes y plateadas de las lágrimas.

– Me pregunto -dijo, lamiéndose los labios secos e insensibles- quién habrá ganado la batalla. ¿Lo sabe alguien?

Marti volvió el rostro hacia él, pero seguía callando líricamente. Las chicharras cantaban entre las acacias, los sauces y los alisos del estanque Dorado, las ranas croaban. Los heridos gemían, rogaban, suspiraban. Y morían. Shani y Iola reían entre lágrimas.


*****

Marti Sodergren murió dos semanas después de la batalla. Tuvo un lío con un oficial de la Compañía Libre de condotieros. Ella trató aquella aventura como algo pasajero. Al contrario que el oficial. Cuando Marti, a la que le gustaban los cambios, se lió con un oficial de caballería, el condotiero, loco de celos, le clavó un cuchillo. Le colgaron por ello, pero no se consiguió salvar a la enfermera.

Rusty y Iola murieron al año de la batalla, en Maribor, durante la mayor explosión de una epidemia de fiebre hemorrágica, también llamada Muerte Roja o -por el nombre del barco que la trajo- Plaga del Catñona. Huyeron por entonces de Maribor todos los médicos y la mayor parte de los sacerdotes. Rusty y Iola se quedaron, se entiende. Curaban, porque eran médicos. El que para la Muerte Roja no hubiera medicina no significaba nada para ellos. Los dos se contagiaron. Él murió en sus brazos, en el abrazo poderoso, confiado, de sus manos grandes, feas, aldeanas. Ella murió cuatro días después. Sola.

Shani murió setenta y dos años después de la batalla. Como decana emérita de la cátedra de medicina de la universidad de Oxenfurt. Generaciones enteras de futuros cirujanos repetían su famosa broma: «Cose lo rojo con lo rojo, lo amarillo con lo amarillo, lo blanco con lo blanco. Seguro que saldrá bien».

Pocos eran los que advertían que, después de contar esta fabulilla, la señora decana siempre tenía que secarse a escondidas las lágrimas.

Pocos.


*****

Las ranas croaban, las chicharras cantaban entre los juncos del estanque Dorado. Shani y Iola reían histéricamente entre lágrimas.

– Me pregunto -repitió Milo Vanderbreck, mediano, médico de campo, conocido como Rusty-. Me pregunto, ¿quién habrá vencido?

– Rusty -dijo Marti Sodergren con voz lírica-. Créeme, ésta es la última cosa de la que me preocuparía si estuviera en tu lugar.


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