Capítulo 7

La sensacional aventura del señor Malcolm Guthrie de Braemore ha alcanzado gran notoriedad en las páginas de cuantiosos periódicos, hasta el londinés Daily Mail le ha dedicado algunas líneas en su rúbrica Bizarre. Pero dado que por supuesto no todos nuestros lectores leen la prensa publicada al sur de Tweed, y si lo hacen, trátase entonces de diarios de mayor enjundia que el Daily Mail, recordamos qué es lo que ha acaecido. En el día 10 de marzo del corriente, el señor Malcolm Guthrie se encaminó con su caña de pescar al Loch Glascarnoch Allí se encontró el señor Guthrie con una joven muchacha de fea cicatriz en el rostro (¡sic!) que surgía de la niebla y la nada (¡sic!) en compañía de un unicornio blanco (¡sic!). La muchacha se dirigió al asombrado señor Guthrie en una lengua que el señor Guthrie tuvo la bondad de describir, citamos, como: «francés, creo, o algotro dialecto del Continente». Pero puesto que el señor Guthrie no sabe francés ni ningún dialecto del Continente, no pudieron conversar. La muchacha y el animal que la acompañaba desaparecieron, por citar de nuevo al señor Guthrie: «como un sueño, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». Nuestro comentario: el sueño del señor Guthrie fue de seguro tan dorado en color como el whiskey single malí que el señor Guthrie acostumbra, como nos hemos enterado, a beber a menudo y en cantidades que explican la vista de unicornios blancos, blancos ratones y monstruos del lago. Y la pregunta que queremos realizar es la siguiente: ¿qué es lo que pensaba hacer el señor Guthrie con una caña en el Loch Glascarnoch cuatro días antes del final de la veda?

Invemess Weekly del 18 de marzo de 1906


*****

Siguiendo al viento que comenzaba a arreciar, el cielo empezó a oscurecerse desde poniente, las olas de nubes que se acercaban iban borrando poco a poco las constelaciones. Se apagó el Dragón, se apagó la Dama del Invierno, se apagaron los Siete Cabritillos. Desapareció el Ojo, la constelación que brillaba más y durante más tiempo. La cúpula del cielo brilló a lo largo del horizonte con la breve claridad de un relámpago. Se le unió un trueno con un sordo estampido. El vendaval se acrecentó violentamente, lanzando a los ojos polvo y hojas secas.

El unicornio relinchó, envió una señal mental.

No hay tiempo que perder. Tenemos que escapar a toda prisa: es nuestra única esperanza. Escapar al lugar apropiado, al tiempo apropiado. Deprisa, Ojo de Estrella.

Soy la Señora de los Mundos. Soy de la Antigua Sangre.

Soy de la sangre de Lara Dorren, la hija de Shiadhal.

Ihuarraquax relinchó, apremiándola. Kelpa la secundó con un largo resoplido. Ciri se puso los guantes.

– Estoy lista -dijo.

Un rumor en los oídos. Un resplandor. Y después la oscuridad.


*****

Las maldiciones del Rey Pescador, mientras retorcía y tiraba de una cuerda desde su barca intentando liberar la red enredada en el fondo, quebraron el agua del lago y el silencio de la tarde. Los remos, que estaban sueltos, golpeteaban sordamente. Nimue carraspeó impaciente, Condwiramurs se volvió, abandonando la ventana, se inclinó de nuevo sobre los grabados. Había un cartón que atraía la vista más que los otros. Una muchacha con el cabello al aire, a lomos de una yegua mora con las patas delanteras alzadas. Junto a ella un unicornio blanco, también de manos, su crin al viento de forma parecida a los cabellos de la muchacha.

– Sólo de este fragmento de la leyenda, creo, no tuvieron los historiadores pretensiones de apoderarse -comentó la novicia-. Lo reconocieron por unanimidad como un invento y un adorno legendario, a veces como una metáfora delirante. Mientras que los artistas y los grabadores, para llevarles la contraria a los eruditos, tomaron gusto en el episodio. Mira aquí: todas las imágenes son de Ciri con el unicornio. ¿Qué tenemos aquí? Ciri y el unicornio en un acantilado sobre una playa. Y aquí: Ciri y el unicornio en un paisaje como de trance narcótico, de noche, bajo dos lunas.

Nimue guardaba silencio.

– En una palabra -Condwiramurs tiró los cartones sobre la mesa-, por todos lados Ciri y el unicornio. Ciri y el unicornio en el laberinto de los mundos, Ciri y el unicornio en el abismo de los tiempos…

– Ciri y el unicornio -la interrumpió Nimue, mirando por la ventana, hacia el lago, a la barca y al Rey Pescador que se removía en ella-. Ciri y el unicornio surgen de la nada como fantasmas, cuelgan sobre las serenas aguas de un lago… ¿O puede que sea todo el tiempo el mismo lago, un lago que une los tiempos y lugares como si fuera una bisagra, todo el tiempo distinto y sin embargo siempre el mismo?

– ¿Cómo?

– Los fantasmas. -Nimue no la miraba a ella-. Los visitantes de otras dimensiones, de otros niveles, de otros lugares, otros tiempos. Visiones que cambian la vida de alguien. Cambian también tu vida, tu destino… Sin saberlo. Para ellos simplemente es… un lugar más. No es este lugar, ni este tiempo… Otra vez, no se sabe cuántas ya, no es este lugar ni este tiempo…

– Nimue -la interrumpió Condwiramurs con una sonrisa forzada-. Yo soy la soñadora, te recuerdo, yo soy la de los sueños y la oniroscopia. Y tú sin venir a cuento te pones a profetizar. Como eso de lo que hablas, visiones… en sueños.

El Rey Pescador, a juzgar por la violenta subida de tensión de su voz y sus palabrotas, no conseguía desenganchar el anzuelo, el sedal se había roto. Nimue guardaba silencio, mirando el grabado. Ciri y el unicornio.

– Es verdad que lo que te he hablado -dijo por fin, muy tranquila- lo he visto en sueños. Lo vi en sueños muchas veces. Y una vez despierta.


*****

En algunas circunstancias el viaje de Czluchow a Malbork, como es sabido, puede costar hasta cinco días. Y dado que las cartas del komtur de Czluchow a Winiych van Kniprode, gran maestre de la Orden, tenían que llegar sin falta a su destinatario no más tarde que el día del Corpus Christi, el caballero Heinrich von Schwelborn no lo dudó y se lanzó al día siguiente del domingo de Exaudí Domine para poder cabalgar tranquilamente y sin peligro de retrasarse.

Langsam aber sicher.

Mucho le gustaba la actitud del caballero a su escolta, formada por seis ballesteros a caballo dirigidos por Hasso Planck, hijo de un pastelero de Colonia. Los ballesteros y Planck estaban más bien acostumbrados a aquellos caballeros que maldecían, gritaban, apremiaban y ordenaban cabalgar a muerte, y luego, cuando no llegaban a tiempo, echaban toda la culpa a sus pobres siervos, mintiendo de formas indignas para un caballero y para colmo de una orden militar. No hacía frío, aunque estaba nublado. De vez en cuando caía un chirimiri, la niebla ondulaba por los barrancos. Las colinas recubiertas de densa vegetación le recordaban al caballero Heinrich a su Turingia natal, a su madre y el hecho de que hacía más de un mes que no gozaba de hembra. Los ballesteros que iban en la retaguardia cantaban con pasión baladas de Walther von der Vogelweide. Hasso Planck daba cabezadas en su silla.

Wer guter Fraue Liebe hat Der schamt sich aller Missetat…

El camino seguía apacible y quién sabe, puede que hubiera sido tranquilo hasta el final si no hubiera sido porque hacia el mediodía el caballero Heinrich vio relucir abajo de la senda un plácido lago. Y como el día siguiente era viernes y convenía aprovisionarse con pitanzas de ajamo, el caballero ordenó acercarse al agua y mirar si se encontraba algún aposento de pescadores. El lago era grande, había en él hasta una isla. Nadie sabía cómo se llamaba, pero de seguro que se llamaba Santo. En este país pagano -como haciendo burla- uno de cada dos lagos se llamaba Santo.

Los cascos aplastaron las conchas de la orilla. La niebla estaba suspendida sobre el lago, pero también se veía que aquello era un despoblado, no había ni rastro de barcas, ni redes, ni un alma. Habrá que buscar en algún otro lugar, pensó Heinrich von Schwelborn. Y si no, qué se le va a hacer. Comeremos lo que tengamos en las albardas, aunque sea cecina, y en Malbork nos confesaremos, el capellán nos dará la absolución y adiós al pecado.

Ya estaba a punto de dar la orden cuando en su cabeza, bajo el yelmo, sonó un zumbido, y Hasso Planck lanzó un agudo grito. Von Schwelborn le miró y se quedó pálido. Y se persignó. Vio dos caballos, uno blanco y otro negro. Al cabo de un instante vio con espanto que el caballo blanco tenía en su frente un cuerno trenzado en espiral. Vio también que en el caballo negro iba montada una muchacha de cabellos grises peinados de forma que le cubrían la mejilla. Las visiones parecían no tocar ni la tierra ni el agua, daba la sensación de que colgaban sobre la niebla que se retorcía por encima de la superficie del lago.

El caballo negro relinchó.

– Uuups… -dijo claramente la muchacha de los cabellos grises-. ¡Iré lokke, iré tedd! Squaess'me.

– Santa Úrsula, patrona nuestra… -balbuceó Hasso, pálido como la muerte. Los ballesteros se quedaron congelados con las bocas abiertas, se cubrieron haciendo la señal de la cruz.

Von Schwelborn también se santiguó, después de lo cual, con mano temblorosa, sacó la espada de la vaina que llevaba bajo el faldón de la silla.

– ¡Heilige Maña, Mutter Gottes! -gritó-¡Steh mirbe i!

El caballero Heinrich no trajo aquel día vergüenza a sus valerosos antepasados Von Schwelborn, entre ellos a Dyktrow von Schwelborn, el cual se había batido bravamente en la batalla de Camietta y que fue uno de los pocos que no huyó cuando los sarracenos lanzaron a un demonio negro sobre los cruzados. Habiendo espoleado al caballo y recordando a su indomable predecesor, Heinrich von Schwelborn se lanzó contra la aparición entre las almejas que saltaban bajo los cascos.

– ¡Por la Orden y por San Jorge!

El unicornio blanco, como una verdadera figura heráldica, se puso a dos patas, la yegua negra bailó, la muchacha se asustó, se veía al primer golpe de vista. Heinrich von Schwelborn cargaba. Quién sabe en qué habría acabado todo si de pronto no se hubiera alzado del lago la niebla haciendo estallar la imagen de aquel extraño grupo, que se deshizo en fragmentos multicolores como si fuera una vidriera golpeada por una piedra. Y todo desapareció. Todo. El unicornio, el caballo negro, la extraña muchacha… El alazán de Heinrich von Schwelborn entró en el lago con un chapoteo, se detuvo, meneó la testa, bufó, mordió el bocado.

Dominando con dificultad al caballo que se le iba para un costado, Hasso Planck se acercó al caballero. Von Schwelborn aspiraba y espiraba, no pestañeaba, y tenía los ojos desorbitados como un pescado de ayuno.

– Por los huesos de la santa Úrsula, la santa Cordelia y todas las once mil vírgenes mártires de Colonia… -logró sacar de su pecho Hasso Planck-. ¿Qué es lo que fue, edler Herr Ritter? ¿Un milagro? ¿Una aparición?

– ¡Teufelswerk! -jadeó Von Schwelborn, que sólo ahora palideció y se echó a temblar-. ¡Schwarze Magie! auberey! Cosa maldita, pagana y demoniaca.

– Mejor vayámonos de aquí, señor. Cuanto antes… No estamos lejos de Pelplin, lleguémonos al alcance de las campanas de la iglesia…

Junto al mismo bosque, en una elevación, el caballero Heinrich se dio la vuelta y miró por última vez. El viento había disuelto la niebla, en las zonas que no estaban protegidas por la pared del bosque la superficie del lago se quebraba y arrugaba. Sobre el agua giraba una gran águila pescadora.

– País sin Dios, pagano -murmuraba Heinrich von Schwelborn-. Mucho, mucho trabajo, mucho esfuerzo y energía nos espera antes de que la Orden Teutónica logre expulsar de aquí por fin al diablo.


*****

– Caballito -dijo Ciri con reproche y sarcasmo al mismo tiempo-. No quisiera ser pesada, pero tengo algo de prisa por llegar a mi mundo. Los míos me necesitan, lo sabes. Y nosotros primero nos encontramos en no sé qué lago y con un palurdo ridículo vestido de saco, luego a un grupo de peludos gritones con mazas, por fin a un loco con una cruz negra en la capa. ¡No son estos lugares ni estos tiempos! Te pido por favor que lo intentes mejor. Te lo pido de verdad.

Ihuarraquax relinchó, afirmó con su cuerno y le envió algo, un pensamiento muy sabio. Ciri no lo entendió del todo. No tuvo tiempo de reflexionar, puesto que el interior de su cráneo fue de nuevo anegado por una fría claridad, los oídos zumbaron, la espalda le hormigueó.

Y de nuevo la abrazó una oscura y blanda nada.


*****

Nimue, sonriendo contenta, tiró al hombre de la mano, ambos corrieron hacia el lago, haciendo regates entre los bajos abedules y alisos, entre pinos derribados. Al correr hacia la playa arenosa, Nimue arrojó las sandalias, se alzó el vestido, chapoteó con sus pies descalzos en el agua de la orilla. El hombre también se quitó las botas, pero no se atrevió a entrar en el agua. Se quitó la capa y la extendió sobre la arena. Nimue corrió hacia él, le echó las manos al cuello y se puso de puntillas, pero para poder besarla el hombre todavía tuvo que inclinarse mucho. A Nimue no la llamaban sin razón Pulgarcita, pero ahora, cuando tenía ya dieciocho años y era una adepta de las artes mágicas, el privilegio de llamarla así les pertenecía tan sólo a los amigos más cercanos. Y a algunos hombres.

El hombre, sin apartar los labios de los labios de Nimue, introdujo la mano bajo su escote. Luego todo fue muy rápido. Ambos se encontraron sobre la capa extendida en la arena, el vestido de Nimue se alzó por encima del talle, sus muslos rodearon con fuerza la pelvis del hombre y las manos se clavaron a su espalda. Cuando él la tomó, como de costumbre, con demasiada impaciencia, ella apretó los dientes, pero pronto le alcanzó en excitación, se puso a su altura, mantuvo el paso. Tenía experiencia. El hombre emitía ridículos sonidos. Por encima de sus hombros Nimue observaba los cúmulos que fluían por el cielo lentamente con sus fantásticas formas. Algo sonó, del mismo modo que suena una campana hundida en el océano. En los oídos de Nimue hubo un repentino zumbido. Magia, pensó, volviendo la cabeza, liberándose de la mejilla y los brazos del hombre que yacía sobre ella. Junto a la orilla del lago -suspendido sobre su superficie- había un unicornio blanco. Junto a ella un caballo negro. Y en la silla del caballo negro estaba sentada… Pero si yo conozco esta leyenda, le pasó por la cabeza a Nimue. ¡Conozco este cuento!

Era una niña, una niña pequeña, cuando oí por vez primera este cuento, lo contaba el abuelo Silbón, el cuentacuentos vagabundo… La brujilla Ciri… Con su cicatriz en la mejilla… La yegua negra Kelpa… El unicornio… El País de los Elfos… Los movimientos del hombre, quien no se había percatado en absoluto de la aparición, se hicieron más violentos, los sonidos emitidos por él, aún más ridículos.

– Uuups -dijo la muchacha sentada en la yegua mora-. ¡Otra equivocación! No es este lugar, no es este tiempo. Para colmo, como veo, completamente a deshora. Lo siento.

La imagen se borró y estalló, estalló de la misma forma que cristal pintado, se quebró de pronto, se rompió en un irisado tumulto de luminiscencias, fulgores y brillos. Y luego todo desapareció.

– ¡No! -gritó Nimue-. ¡No! ¡No desaparezcas! ¡No quiero!

Enderezó la rodilla y quiso librarse del hombre pero no pudo: era más fuerte y más pesado que ella. El hombre jadeaba y gemía.

– Oooh, Nimue… ¡Oooh!

Nimue gritó y le clavó los dientes en el hombro.

Se tendieron sobre la capa, temblorosos y ardientes. Nimue miraba a la orilla del lago, a la espuma producida por el batir de las olas. A los juncos doblados por el viento. Al vacío descolorido y desesperado dejado por la leyenda recién esfumada. Por las narices de la novicia corrieron las lágrimas.

– Nimue… ¿ha pasado algo?

– Claro, ha pasado. -Se apretó contra él, pero seguía mirando al lago-. No digas nada. Abrázame y no digas nada.

El hombre sonrió con suficiencia.

– Sé lo que ha pasado -dijo jactancioso-. ¿Tembló la tierra?

Nimue sonrió tristemente.

– No sólo -dijo al cabo de un instante de silencio-. No sólo. Un relámpago. Oscuridad. El siguiente lugar.


*****

El siguiente lugar era un lugar hechizado, maligno y pavoroso. Ciri se encogió en la silla inconscientemente, estremecida tanto en el sentido literal como en el metafórico. Los cascos de Kelpa chocaron con ímpetu contra algo dolorosamente duro, plano e inabordable como una roca. Al cabo de mucho tiempo de agitarse en una blanda nada, la sensación de dureza era asombrosa y dolorosa hasta tal punto que la yegua relinchó y se echó con violencia hacia un lado, tocando en el suelo un staccato que hacía castañetear los dientes. El otro estremecimiento, el metafórico, se lo produjo el olfato. Ciri gimió y se cubrió la boca y la nariz con el guante. Sintió cómo los ojos se le llenaban al momento de lágrimas. A su alrededor se alzaba un hedor ácido, corrosivo, denso y pegajoso, una fetidez asfixiante y asquerosa que no se podía precisar, no recordaba a nada de lo que Ciri hubiera olido alguna vez. Era aquello -estaba segura sin embargo- el horror de la putrefacción, el cadavérico hedor de la última degradación y degeneración, el olor de la ruina y la destrucción, ante lo que se tenía la impresión de que lo que se estaba pudriendo no olía mejor cuando había estado vivo. Incluso en el momento de su mayor esplendor. Se dobló en un movimiento de vómito sobre el que no era capaz de ejercer control alguno. Kelpa bufaba y meneaba la testa, tensando los ollares. El unicornio, que se había materializado junto a ellos, se sentó sobre su trasero, saltó, coceó. El duro suelo respondió con un temblor y un sordo eco.

A su alrededor reinaba la noche, una noche oscura y sucia, envuelta en un pegajoso y apestoso harapo de oscuridad.

Ciri miró hacia arriba, buscando las estrellas, pero arriba no había nada, sólo un abismo, a veces iluminado por un vago resplandor rojizo, como de un lejano incendio.

– Uuups -dijo, y frunció el rostro, sintiendo cómo un vapor ácido y ceniciento se le aposentaba en los labios-. ¡Bue-eeee-ech! ¡No es este lugar, no es este tiempo! ¡De ningún modo lo es!

El unicornio brincó y meneó la testa, su cuerno dibujó un corto y violento arco. El suelo que rechinaba bajo los cascos de Kelpa era de roca, pero extraña, innaturalmente lisa, de la que emanaba un intenso hedor a hoguera y a sucias cenizas. Ciri estaba harta de aquella desagradable y enervante dureza. Dirigió la yegua hacia un reborde marcado por algo que alguna vez fueron árboles, pero ahora tan sólo esqueletos monstruosos y desnudos. Cadáveres cubiertos de jirones de tela, como si se trataran de restos de sudarios podridos.

El unicornio le advirtió con un relincho y una señal mental. Pero llegó tarde. Nada más pasar el extraño camino y los secos árboles comenzaba un montón de escombros, y más allá, bajo él, una pendiente que caía brutalmente hacia abajo, casi un precipicio. Ciri gritó, golpeó con los talones en los costados de la yegua que se resbalaba. Kelpa se revolvió, aplastando con sus cascos aquello de lo que estaba compuesta la escombrera. Y eran deshechos. En su mayoría algún tipo de extraña vajilla. Aquella vajilla se aplastaba bajo los cascos, no crujía, sino que estallaba de una forma asquerosamente blanda, pegajosa, como si fueran grandes vejigas de pez. Algo churrupeteó y gorgoteó, el repugnante olor a poco no derribó a Ciri de su silla. Kelpa, relinchando rabiosamente, pisoteó el basurero, abriéndose paso hacia la cima, hacia el camino. Ciri, ahogándose por el hedor, se aferró al cuello de la yegua.

Lo consiguieron. Saludaron la desagradable dureza del extraño camino con alegría y alivio. Ciri, temblando toda, miró hacia abajo, a la escombrera que terminaba en la oscura tabla de un lago que llenaba el fondo de un cráter. La superficie del lago estaba muerta y brillante, como si no fuera agua sino alquitrán sólido. Al otro lado del lago, detrás del basurero, de las montañas de cenizas y los hacinamientos de escorias, el cielo enrojecía a causa de los lejanos incendios, una rojez marcada por columnas de humo. El unicornio bufó. Ciri quiso limpiarse los ojos llorosos con las mangas, pero de pronto se dio cuenta de que toda la manga estaba cubierta de polvo. Con una capa de polvo estaban también cubiertos sus muslos, el arzón de la silla, la crin y el cuello de Kelpa. El hedor la ahogaba.

– Qué asco -murmuró-. Repugnante… Me da la sensación de que estoy toda pegajosa. Vámonos de aquí… Vámonos lo más deprisa posible, Caballito. El unicornio estiró las orejas, ronqueó.

Sólo tú puedes hacerlo. Actúa.

– ¿Yo? ¿Sola? ¿Sin tu ayuda?

El unicornio afirmó con su cuerno.

Ciri se rascó la cabeza, suspiró, cerró los ojos. Se concentró. Al principio había sólo incredulidad, resignación y miedo. Pero rápidamente fluyó en ella una fría claridad, la claridad del saber y el poder. No tenía ni idea de dónde surgían aquel saber y aquel poder, dónde tenían sus raíces y fuente. Pero sabía que podía. Que lo conseguiría si quisiera. Volvió otra vez la vista al lago paralizado y muerto, a la humeante acumulación de desechos, a los esqueletos de los árboles. Al cielo iluminado por el resplandor lejano de los incendios.

– Está bien -se inclinó y escupió- que no sea éste mi mundo. ¡Muy bien!

El unicornio relinchó significativamente. Ella entendió lo que había querido decir.

– E incluso si es el mío. -Se limpió los ojos, la boca y la nariz con un pañuelo-. Al mismo tiempo tampoco lo es, porque está alejado en el tiempo. Es el pasado o…

Se interrumpió.

– El pasado -repitió con voz sorda-. Creo de todo corazón que es el pasado.

La lluvia a mares, un verdadero diluvio que les recibió en el lugar siguiente, la saludaron como a una verdadera bendición. La lluvia era cálida y aromática, olía a verano, a hierba, a barro y a vegetación, la lluvia lavó de ellos la porquería, les limpió, les provocó una verdadera catarsis.

Como toda catarsis, a la larga, se volvió monótona, exagerada e insoportable. El agua que limpiaba al cabo del tiempo comenzó a mojar molestamente, a meterse por el cuello y a enfriarles. De modo que huyeron de aquel lugar lluvioso. Porque tampoco era aquél el lugar. Ni el tiempo.

El siguiente lugar era muy cálido, reinaba allí un calor intenso, de modo que Ciri, Kelpa y el unicornio se secaron y empezaron a echar vapor de agua como tres teteras. Se encontraban en un brezal asolado por el sol al borde de un bosque. De inmediato se podía uno dar cuenta de que se trataba de un gran bosque, una selva densa, salvaje e increíblemente espesa. En el corazón de Ciri palpitaba la esperanza: aquél podía ser el bosque de Brokilón, es decir, por fin un lugar conocido y correcto. Anduvieron lentamente por los límites del bosque. Ciri buscaba con la mirada algo que pudiera servir como pista. El unicornio ronqueó, alzó la cabeza y el cuerno bien alto, miró a su alrededor. Estaba intranquilo.

– ¿Piensas, Caballito -preguntó-, que nos pueden atrapar?

Un relincho, inteligible e inequívoco, incluso sin telepatía.

– ¿No hemos conseguido escapar todavía suficientemente lejos?

No entendió lo que le transmitió con sus pensamientos. ¿No existían lejos y cerca?

¿Espiral? ¿Qué espiral?

No entendía qué es lo que quería decir. Pero le contagió su desasosiego. El caluroso brezal no era el lugar correcto ni el tiempo correcto. Se dieron cuenta de ello por la tarde, cuando cedió el calor en el cielo sobre el bosque y en vez de una luna aparecieron dos. Una grande y otra pequeña. El siguiente lugar estaba a la orilla de un mar, un acantilado muy empinado desde el que se veían palomas torcaces extendidas sobre unas rocas de extrañas formas. Olía a viento marino, chillaban las golondrinas de mar, las gaviotas y los petreles, una blanca y dinámica capa que cubría las terrazas de roca. El mar alcanzaba hasta el horizonte, enmarcado por oscuras nubes.

Abajo en una playa pedregosa, Ciri distinguió de pronto el esqueleto de un gigantesco pez de monstruosa cabeza enterrado en parte en la gravilla. Los dientes que cubrían las blancas mandíbulas tenían por lo menos tres pies de longitud y en sus fauces, daba la sensación, se podría entrar tranquilamente a caballo y desfilar bajo el portal de las costillas sin rozar la cabeza con la espina dorsal.

Ciri no estaba segura de si en su mundo y en su tiempo existían unos peces así. Avanzaron por el borde del acantilado y las gaviotas y los albatros no se espantaron en absoluto, les cedían el paso a disgusto, incluso intentaban picotear y pinchar los cuartillos de Kelpa y de Ihuarraquax. Ciri comprendió al instante que aquellos pájaros no habían visto nunca ni a un ser humano ni a un caballo. Ni a un unicornio. Ihuarraquax bufó, meneó la cabeza y el cuerno, estaba visiblemente intranquilo. Resultó que con razón. Algo chasqueó, exactamente igual que una tela rasgada. Las golondrinas se alzaron con un chillido y un aleteo, cubriendo todo al instante de una nube blanca. El aire sobre el acantilado tembló de pronto, se enturbió como un cristal mojado de agua. Y estalló como un cristal. Y del estallido surgió una oscuridad, de la oscuridad, por su parte, surgieron unos caballos. Alrededor de sus hombros se agitaban unas capas cuyo color entre el cinabrio, el amaranto y el carmín recordaba al resplandor de un incendio en un cielo iluminado por los rayos del sol poniente.

Dearg Ruadhri. Los Jinetes Rojos.

Antes incluso de que se apagaran el chillido de los pájaros y el relincho de alarma del unicornio, Ciri ya había dado la vuelta a la yegua y se había lanzado al galope. Pero el aire estalló también por el otro lado, de la explosión, agitando sus capas como alas, surgieron más jinetes. La media luna de la trampa se cerró, apretándola contra el abismo. Ciri gritó, sacando a Golondrina de su vaina.

El unicornio le lanzó una fuerte señal que se clavó en su cerebro como una aguja. Esta vez lo entendió de inmediato. La mostraba el camino. Un hueco en el anillo. Él por su parte se puso a dos patas, relinchó agudamente y se lanzó contra los elfos con el cuerno amenazadoramente inclinado.

– ¡Caballito!


¡Sálvate, Ojo de Estrella! No permitas que te atrapen.

Se aferró a la crin.

Dos elfos le cortaron el camino. Llevaban lazos atados a largos palos. Intentaron lanzarlos al cuello de Kelpa. La yegua los esquivó hábilmente sin retrasar ni un segundo el galope. Ciri cortó otro lazo con un movimiento de espada, espoleó a Kelpa con un grito. La yegua corría como una tormenta.

Pero otros le pisaban ya los talones, escuchaba sus gritos, el golpeteo de los cascos, el chasquido de sus capas. ¿Qué ha pasado con Caballito, pensó, qué han hecho con él?

No había tiempo para la meditación. El unicornio tenía razón, no podía permitir que la atraparan otra vez. Tenía que buscar un escondite en el espacio, esconderse, perderse en el laberinto de tiempos y lugares. Se concentró, sintiendo con horror que en la cabeza no tenía más que vacío y un extraño ruido, retumbante, que crecía rápidamente. Me están lanzando un hechizo, pensó. Quieren hacerme perder el sentido con encantamientos. ¡No hay que esperar! Los hechizos tienen alcance. No les permitiré que se acerquen a mí.

– ¡Corre, Kelpa!

La yegua mora estiró el cuello y voló como el viento. Ciri se aposentó sobre su cuello para ofrecer un mínimo de resistencia al aire.

Los gritos a su espalda, que sólo un momento antes habían sido estruendosos y peligrosamente cercanos, se achicaron, ahogados por los chillidos de los pájaros asustados. Luego enmudecieron por completo.

Lejanos.

Kelpa corría como una tormenta. El viento marino aullaba en sus oídos. En los lejanos gritos de sus perseguidores resonó una nota de rabia. Habían comprendido que no lo iban a conseguir. Que nunca iban a alcanzar a aquella yegua mora que galopaba sin signo alguno de cansancio, ligera, blanda y elástica como un guepardo. Ciri no miró hacia atrás. Pero sabía que la persiguieron durante mucho tiempo. Hasta el momento en que sus propios caballos comenzaron a bufar y relinchar, a tropezarse y a bajar casi hasta el suelo sus bocas abiertas y llenas de espuma. Sólo entonces renunciaron a seguir, enviando tras ella tan sólo maldiciones e impotentes amenazas. Kelpa corría como el viento.

El lugar al que había huido era seco y ventoso. Un viento rápido y potente le secó las lágrimas de sus mejillas.

Estaba sola. Otra vez sola. Sola como la una.

Una vagabunda, una eterna errante, un marinero perdido en los insondables mares entre el archipiélago de los lugares y los tiempos.

Un marinero que estaba perdiendo la esperanza.

El viento soplaba y aullaba, arrastraba por la agrietada la tierra bolas de secos arbustos.

El viento le secaba las lágrimas.

En el interior del cráneo una claridad fría, en los oídos un ruido, un ruido uniforme, como dentro de una concha marina. Un hormigueo en la nuca. La negra y blanda nada, Nuevos lugares. Otros lugares.

Un archipiélago de lugares.


*****

– Hoy -dijo Nimue, arrebujándose en la piel- será una buena noche. Lo presiento.

Condwiramurs no comentó nada, aunque había escuchado parecidas aseveraciones unas cuantas veces. Porque no era la primera tarde que estaban sentadas en la terraza, teniendo ante sí el lago que ardía en el ocaso y detrás de ellos el espejo mágico y el tapiz mágico.

Desde el lago, repitiéndose varias veces por el eco de la superficie, les llegaban las maldiciones del Rey Pescador. El Rey Pescador solía subrayar con gruesas palabras su insatisfacción por sus fracasos de pescador: tiros, lanzamientos, arrastres y otros enganches sin fruto. Aquella tarde, a juzgar por la fuerza del repertorio de sus blasfemias, le iba extraordinariamente mal.

– El tiempo -dijo Nimue- no tiene principio ni final. El tiempo es como la serpiente Uroboros, que muerde con sus dientes su propia cola. En cada momento se esconde la eternidad. Y la eternidad se compone de los momentos que la crean. La eternidad es un archipiélago de momentos. Se puede navegar entre ese archipiélago, aunque la navegación sea muy difícil y sea peligroso errar. Está bien tener un faro para guiarse por su luz. Está bien escuchar la llamada en medio de la niebla…

Guardó silencio por un instante.

– ¿Cómo se termina la leyenda que nos interesa? Nos parece, a ti y a mí, que sabemos cómo se termina. Pero Uroboros sigue teniendo su propia cola entre los dientes. Sí, es ahora cuando se está decidiendo cómo se termina la leyenda. En este instante. El final de la leyenda va a depender de cuándo el marinero perdido en el archipiélago de instantes vislumbra la luz del faro. Y de si escucha la llamada.

Del lago les llegó una maldición, un chapoteo, el golpeteo de los remos en sus engarces.

– Hoy va a ser una buena noche. La última antes del solsticio de verano. La luna se hace más pequeña. El sol pasa de la Tercera a la Cuarta Casa, al signo de Capricornio. El mejor momento para la adivinación… El mejor momento… Concéntrate, Condwiramurs.

Condwiramurs, como muchas veces antes, se concentró obedientemente, entrando poco a poco en un estado de autotrance.

– Búscala -dijo Nimue-. Ella está allí, entre las estrellas, entre los brillos de la luna. Entre los lugares. Ella está allí. Necesita ayuda. Ayudémosla, Condwiramurs.


*****

Concentración, los puños en las sienes. En los oídos un ruido como en el interior de una concha marina. Un relámpago. Y una repentina nada, blanda y negra. Hubo un lugar en el que Ciri vio hogueras ardiendo. Mujeres atadas con cadenas a unos palos aullaban horriblemente pidiendo piedad y la multitud reunida a su alrededor gritaba, se reía y bailaba. Hubo un lugar en el que ardía una gran ciudad, el fuego rugía y las llamas crepitaban surgiendo de los tejados que se hundían y un humo negro cubría el cielo por completo. Hubo un lugar en el que unos enormes lagartos bípedos luchaban entre sí y su sangre carmesí fluía por entre los colmillos y las garras.

Hubo un lugar en el que cientos de molinos blancos idénticos molían el cielo con sus elegantes alas. Hubo un lugar en el que cientos de serpientes silbaban y se retorcían sobre las piedras, agitando y haciendo sonar cascabeles.

Hubo un lugar en el que había oscuridad, y en la oscuridad voces, susurros y terror. Hubo aún otros lugares. Pero ninguno de ellos era el correcto. El transportarse de lugar en lugar le salía ya tan bien que comenzó a experimentar. Uno de los pocos lugares que no le daban miedo era aquel cálido brezal al borde de un frondoso bosque, aquél en el que había dos lunas.

Recreando en su memoria la imagen de aquellas dos lunas y repitiendo en su pensamiento lo que quería, Ciri se concentró, se tensó, se hundió en la nada. Lo consiguió ya al segundo intento. Animada, se decidió a un experimento aún más atrevido. Estaba claro que aparte de lugares también visitaba tiempos, lo había dicho Vysogota, lo habían dicho también los elfos, lo mencionaron los unicornios. ¡Si hasta lo había hecho antes, aunque hubiera sido inconscientemente! Cuando la hirieron en el rostro, escapó de sus perseguidores a través del tiempo, saltó cuatro días en el futuro, luego Vysogota no conseguía calcular aquellos días, nada encajaba…

¿No sería aquélla su oportunidad? ¿Un salto en el tiempo?

Decidió probarlo. La ciudad en llamas, por ejemplo, no habría ardido eternamente. ¿Y si llegara allí antes del incendio? ¿O después?

Cayó casi en medio del incendio, tiznándose las cejas y las pestañas y produciendo un enorme pánico entre los fugitivos que huían de la ciudad en llamas. Huyó a su brezal tan amistoso. Creo que no merece la pena arriesgarse así, pensó, el diablo sabe cómo puede terminar esto. Con los lugares me sale mejor, así que seguiremos con los lugares. Intentaremos llegar a los lugares. A lugares conocidos, los que conozco bien. Y aquéllos que me traigan recuerdos agradables.

Comenzó por el santuario de Melitele, imaginándose la puerta, el edificio, el parque y los talleres, el dormitorio de las adeptas, las habitaciones en las que vivía Yennefer. Se concentró con los puños en las sienes, trayendo a su memoria los rostros de Nenneke, Eurneid, Katja, Iola Segunda.

No le funcionó. Se topó con un pantano nebuloso y plagado de mosquitos, donde resonaban los silbidos de las tortugas y el sonoro croar de las ranas. Intentó después -sin mejor resultado- Kaer Morhen, las islas Skellige, el banco de Gors Velen en el que trabajaba Fabio Sachs. No se atrevió a probar Cintra, sabía que la ciudad estaba ocupada por los nilfgaardianos. En vez de ello intentó Wyzima, la ciudad donde Yennefer y ella fueron de compras una vez.


*****

Aarhenius Krantz, sabio, alquimista, astrónomo y astrólogo, se retorcía ante la dura mesita con el ojo apretado contra el ocular del telescopio. El cometa de primera magnitud que desde hacía casi una semana se podía observar en el cielo, como sabía Aarhenius Krantz, al llevar la cola de rojo ígneo solía anunciar grandes guerras, calamidades y matanzas. Ahora, la verdad sea dicha, el cometa se había retrasado un tanto con su profecía, puesto que la guerra con Nilfgaard estaba en su apogeo y calamidades y matanzas se podían prever a ciegas y sin equivocarse, puesto que no había día sin ellas. Buen conocedor de los movimientos de las esferas celestes, Aarhenius Krantz tenía sin embargo la esperanza de calcular cuándo, dentro de cuántos años o siglos, el cometa volvería a aparecer, anunciando una nueva guerra para la que, quién sabe, quizá fuera posible prepararse mejor que para la presente.

El astrónomo se levantó, se masajeó el trasero y se fue a aliviar la vejiga. Desde la terraza, a través de la balaustrada. Siempre meaba desde la terraza directamente a un macizo de pivonias, sin importarle las reprimendas de la dueña. El retrete estaba simplemente demasiado lejos, emplear el tiempo en una larga marcha le hacía arriesgarse a perder observaciones muy valiosas, y esto ningún científico podía permitírselo. Se detuvo junto a la balaustrada, se desató los pantalones mirando a las luces de Wyzima que se reflejaban en el agua del lago. Suspiró con alivio, alzó la vista hacia las estrellas. Estrellas, pensó, y constelaciones. La Dama de Invierno, los Siete Cabritillos, la Jarra. Según algunas teorías no eran aquéllas lucecillas parpadeantes, sino mundos. Otros mundos. Mundos de los que nos separaban el tiempo y el cosmos… Creo firmemente, pensó, que será posible alguna vez viajar a aquellos otros mundos. Sí, con toda seguridad, será posible. Se encontrará el modo. Pero necesitará de un pensamiento completamente nuevo, de una nueva y viva idea que rompa el hoy ya apretado y rígido corsé de lo que se llama conocimiento racional…

Ah, pensó, dando saltitos, si sólo fuera posible… ¡Alcanzar la iluminación, encontrar las pistas! Si encontrara una sola ocasión irrepetible…

Abajo, junto a la terraza, brilló algo, la oscuridad de la noche estalló como una estrella, del estallido surgió un caballo. Con un jinete en los lomos. El jinete era una muchacha.

– Buenas noches -saludó cortésmente-. Pido disculpas si no son horas éstas. ¿Podríais decirme qué sitio es éste? ¿Qué fecha?

Aarhenius Krantz tragó saliva, abrió la boca y balbuceó.

– El lugar -repitió paciente y con claridad la muchacha-. La fecha.

– Ehe… Esto… Beee…

El caballo bufó. La muchacha suspiró.

– En fin, otra vez he fallado. ¡Lugar equivocado, tiempo equivocado! ¡Pero respóndeme, hombre! Al menos una palabrilla que se entienda. ¡Porque no puede ser que esté en un mundo en el que los humanos hayan olvidado el lenguaje articulado!

– Eeeeh…

– Una palabrilla…

– Eeh…

– Así te parta un rayo, tonto de mierda -dijo la muchacha.

Y desapareció. Junto con el caballo.

Aarhenius Krantz cerró la boca. Siguió de pie durante un instante junto a la balaustrada, con la vista clavada en la noche, en el lago y en las luces de Wyzima que se reflejaban a lo lejos. Luego se ató los pantalones y volvió a su telescopio. El cometa cruzaba el cielo a toda velocidad. Había que observarlo, no dejarlo fuera del campo de visión de la lente y el ojo. Seguirlo, mientras no desaparezca en lo profundo del cosmos. Era una ocasión, y un erudito no puede perder una ocasión.


*****

O puede que pruebe otra cosa, pensó, con la vista clavada en las dos lunas sobre el brezal, ahora visibles como dos hoces, una pequeña, otra grande y menos afilada. Puedo imaginarme no lugares ni rostros, pensó, sino querer… Desear mucho, con mucha fuerza, desde las mismas entrañas…

¿Qué me va a perjudicar el probarlo?

Geralt. Quiero ir con Geralt. Quiero muchísimo ir con Geralt.

– ¡Pero no! -gritó-. ¡Desde luego he caído bien, ni aposta!

Kelpa le respondió con un relincho que quería significar que pensaba lo mismo, echando vapor por los ollares y rompiendo los amontonamientos de la nieve con los cascos. Un vendaval silbaba y aullaba, cegaba, finos pedacitos de nieve hendían sus mejillas y sus manos. El frío atravesaba de parte a parte, mordía las extremidades como un lobo. Ciri tiritaba, encogía los hombros y cubría la nuca dentro de la protección de un mísero cuello que no servía de nada.

A izquierda y derecha se alzaban unas cumbres majestuosamente amenazadoras, grises monumentos de roca cuyas cimas se perdían allá muy alto, entre la niebla y la tormenta de nieve. El fondo del valle lo cruzaba un río rápido, muy rabioso. Lleno de astillas y fragmentos de hielo. Todo su alrededor estaba blanco. Y frío. Éstos son todos mis talentos, pensó Ciri, sintiendo cómo se le enfriaba la nariz. Éste es todo mi poder. ¡Vaya una Señora de los Mundos que estoy hecha, desde luego! Quería ir con Geralt, acabé en medio de alguna puñetera sierra, del invierno y la tormenta.

– ¡Venga, Kelpa, muévete o te quedas tiesa! -Tiró de las riendas con unos dedos que iban entumeciéndose a causa del frío-. ¡Venga, venga, morena! Ya sé que no es el sitio que queríamos, ahora nos sacaré de aquí, ahora volveremos a nuestro cálido brezal. Pero tengo que concentrarme, y eso puede durar. ¡Por eso muévete! ¡Venga, en camino!

Kelpa echó vapor por los ollares.


*****

El vendaval rugía, la nieve golpeaba el rostro, se deshacía en las pestañas. Una helada ventisca aullaba y silbaba.

– ¡Mirad! -gritó Angouléme, por encima del viento-. ¡Mirad allá! Huellas hay. ¡Alguien fue por allá!

– ¿Qué dices? -Geralt desplazó la bufanda con la que se había rodeado la cabeza para evitar que se le congelaran las orejas-. ¿Qué dices, Angouléme?

– ¡Huellas! ¡Huellas de caballo!

– ¿Y qué hace aquí un caballo? -Cahir también tuvo que gritar, y el río Sansretour, parecía, tronaba y resonaba cada vez más-. ¿Cómo pudo llegar un caballo hasta aquí?

– ¡Miradlo vosotros mismos!

– Ciertamente -aseveró el vampiro, el único de la compañía que no revelaba síntomas de congelamiento, a todas luces poco sensible tanto a bajas como a altas temperaturas-. Huellas. ¿Pero de caballo?

– No es posible que sea un caballo. -Cahir se masajeó con fuerza la mejilla y las narices-. No en este desierto. Estas huellas las ha dejado de seguro alguna fiera silvestre. Lo más seguro un muflón.

– ¡Tú eres el muflón! -gritó Angouléme-, ¡Si digo caballo, quiere decir caballo!

Milva, como de costumbre, prefirió la práctica a la teoría. Saltó de la silla, se inclinó, echando para atrás su gorro de zorro.

– La mocosa tiene razón -decidió al cabo-. Caballo es. Y hasta herrado, mas difícil es decirlo. El ventarrón lamió las güellas. Allá se fue, a la garganta.

– ¡Ja! -Angouléme se restregó las manos con fuerza-. ¡Lo sabía! ¡Aquí, vive alguien! ¡En estos alrededores! ¿Seguimos el rastro? Puede que lleguemos a alguna choza calentita. ¿No nos dejarán calentarnos un poco? ¿No nos querrán hospedar?

– No creo -dijo Cahir con énfasis-. Lo más seguro es que nos reciban con una flecha de ballesta.

– Lo más razonable será seguir el plan y el río -aseguró Regis con su tono de sabelotodo-. No nos arriesgaremos a equivocarnos. Y abajo en el Sansretour se supone que hay una factoría de tramperos, allá nos hospedarán con mayor seguridad.

– ¿Geralt? ¿Qué dices?

El brujo guardaba silencio, con la mirada fija en los copos de nieve que se retorcían en la ventisca.

– Seguiremos las huellas -decidió por fin.

– De verdad… -comenzó el vampiro, pero Geralt le detuvo de inmediato.

– ¡Tras las huellas! ¡En camino, vamos!

Espolearon a los caballos, pero no fueron demasiado lejos. No entraron en la garganta más de un cuarto de milla.

– Sacabó -afirmó Angouléme, mirando la nieve virginal y suave-. Estuvo, ya no está. Como en un circo élfico.

– ¿Y ahora qué, brujo? -Cahir se dio la vuelta en la silla-. Las huellas se han terminado. El viento las cubrió.

– No las cubrió -rechazó Milva-. Acá, en el barranco, la tormenta no alcanza.

– ¿Entonces qué pasó con el caballo?

La arquera hizo un gesto de indiferencia, se encorvó en la silla, poniendo la cabeza entre los hombros.

– ¿Dónde se ha metido el caballo? -Cahir no se resignó-. ¿Desapareció? ¿Echó a volar? ¿O no será que nos lo hayamos imaginado, Geralt? ¿Qué dices a ello?

El viento aullaba sobre la garganta, barriendo y removiendo la nieve.

– ¿Por qué -preguntó el vampiro, mirando al brujo atentamente- nos has hecho seguir estas huellas, Geralt?

– No sé -reconoció al cabo-. Algo… Sentí algo. Algo me tocó. No importa qué. Tenías razón, Regis. Volvamos al Sansretour y sigamos el río, sin excursiones ni desvíos que puedan acabar mal. De acuerdo con lo que dijo Reynart, el verdadero invierno y el mal tiempo nos están esperando en el paso de Malheur. Cuando lleguemos allá debemos estar en plena posesión de nuestras fuerzas. No os quedéis así, volvamos.

– ¿Sin aclarar qué pasó con ese extraño caballo?

– ¿Y qué hay que aclarar aquí? -dijo con rabia el brujo-. Las huellas se han borrado y eso es todo. Al fin y al cabo, ¿no será que de verdad era un muflón?

Milva le lanzó una rara mirada, pero se contuvo de hacer ningún comentario. Cuando volvieron al río, ya no estaban tampoco allí las huellas misteriosas, se habían cubierto de nieve húmeda. Por la gris corriente del Sansretour navegaban en densa formación las placas de hielo, giraban y se retorcían helados fragmentos.

– Os diré algo -habló Angouléme-. Pero tenéis que prometer que no os vais a reír.

Se dieron la vuelta. Cubierta con un gorro de pompón calado hasta las orejas, con las mejillas y las narices enrojecidas por el frío, vestida con un informe zamarro, la muchacha tenía un aspecto gracioso, exactamente como un kobold pequeño y rechoncho.

– Os diré algo en lo tocante a esas huellas. Cuando andaba con el Ruiseñor, en la partida, pues decían que en invierno por las gargantas cabalgaba en un caballo hechizado el Rey de las Montañas, señor de los demonios del hielo. Encontrárselo cara a cara es la muerte segura. ¿Qué dices, Geralt? ¿Sería posible que…?

– Todo -la interrumpió-. Todo es posible. En camino, compaña. Por delante tenemos el paso de Malheur.


*****

La nieve golpeaba y cortaba, el viento azotaba, entre los riscos silbaban y aullaban los demonios de los hielos.

De que el brezal al que llegó no era su conocido brezal, Ciri se dio cuenta al momento. No tuvo siquiera que esperar a la noche, estaba segura de que no vería aquí dos lunas. El bosque por cuyo borde caminó era tan salvaje e inextricable como aquél, pero saltaban a los ojos las diferencias. Aquí, por ejemplo, había más abedules y mucho menos robles. Allá no se oían ni veían pájaros, aquí eran multitud. Allí entre los brezos no había más que arena y musgo, aquí se extendía el licopodio en verdadera alfombra verde. Incluso las libélulas que revoloteaban entre los cascos de Kelpa eran aquí distintas. Como otras. Y luego…

El corazón le latió con más fuerza. Vio un caminillo, descuidado y poblado de maleza. Que conducía a lo profundo del bosque.

Ciri miró cuidadosamente a su alrededor y se aseguró de que el extraño camino no continuaba, que tenía allí su final. Que no conducía al bosque, sino que salía de él o lo atravesaba. Sin pensárselo mucho, golpeó en los flancos de la yegua con sus tacones y avanzó entre los árboles. Iré hacia el sur, pensó, si en el sur no encuentro nada, volveré e iré en dirección contraria, más allá del brezal.

Caminaba al paso bajo un baldaquín de troncos, mirando atentamente a su alrededor, intentando no dejar pasar nada importante. Gracias a ello no dejó pasar a un viejecillo que la miraba desde detrás de un roble. El viejecillo, muy bajito, pero al menos sin joroba, iba vestido con una camisa de lino y unos pantalones del mismo material. Llevaba en los pies unas enormes y ridículas alpargatas de líber. En una mano portaba un bastón nudoso, en la otra una cesta de mimbre. Ciri no podía ver claramente su rostro, oculto por un sombrero de paja desastrado y con un aro redondo, bajo el que surgía una nariz bronceada y una enmarañada barba gris.

– Sin miedo -dijo Ciri-. No te causaré mal alguno.

El de la barba gris se apoyó alternativamente de una alpargata a la otra y se quitó el sombrero. Tenía un rostro redondo, sembrado de manchas de la vejez, pero vigoroso y poco arrugado, unas cejas escasas, una barbilla pequeña y muy retirada. Los largos cabellos grises los llevaba atados a la altura del cuello en una coleta, mientras que la coronilla la tenía completamente calva, reluciente y amarilla como un melón. Vio que él miraba su espada, el pomo que sobresalía por encima de su hombro.

– No tengas miedo -repitió.

– Hey, hey -dijo él, balbuceando un tanto-. Hey, hey, señora mía. El Viejo del Bosque no tiene miedo. No es de los miedosos, oh no.

Sonrió. Tenía unos dientes grandes, muy echados hacia delante, a causa de un mal encaje de los maxilares y la mandíbula retrasada. Era a consecuencia de ello que balbuceaba.

– El Viejo del Bosque no teme a los peregrinos -repitió-. Ni a los ladrones. El Viejo del Bosque es pobre, menesteroso. El Viejo del Bosque es tranquilo, a nadie amenaza. ¡Hey!

Sonrió de nuevo. Cuando sonreía parecía no estar compuesto más que de dientes delanteros.

– ¿Y tú, señora mía, no temes al Viejo del Bosque?

Ciri bufó.

– Pues hazte a la idea de que no. Tampoco soy de las miedosas.

– ¡Hey, hey, hey! ¡Lo que dices!

Dio un paso hacia ella, apoyándose en el bastón. Kelpa bufó. Ciri tiró de las riendas.

– No le gustan los extraños -advirtió-, Y sabe morder.

– ¡Hey, hey! El Viejo del Bosque lo sabe. ¡Yegua mala, remala! Y por curiosidad, ¿de dónde viene la señora? ¿Y adonde, por así decirlo, se encamina?

– Es una larga historia. ¿Adonde lleva este camino?

– ¡Hey, hey! ¿No lo sabe la señora?

– No respondas a una pregunta con una pregunta, si no te importa. ¿Adonde llegaría por este camino? ¿Qué lugar es éste? ¿Y qué… qué época?

El vejete de nuevo sacó los dientes, los movió como una nutria.

– Hey, hey -balbuceó-. Lo que dices. ¿Qué época, pregunta la señora? ¡Oy, de lejos, se ve, de lejos vino la señora hasta el Viejo del Bosque!

– De muy lejos, cierto -afirmó ella con indiferencia-. De otros…

– Tiempos y lugares -terminó él-. El Viejo lo sabe. El Viejo se lo imagina.

– ¿El qué? -preguntó excitada-. ¿El qué te has imaginado? ¿Qué sabes?

– El Viejo del Bosque sabe mucho.

– ¡Habla!

– ¿La señora está hambrienta? -Sacó los dientes-. ¿Sedienta? ¿Fatigada? Si se quiere, el Viejo del Bosque la llevará a su cabaña, alimentará, dará de beber. Y la alojará.

Hacía mucho tiempo que Ciri no había tenido ni tiempo ni cabeza para pensar en el descanso y la comida. Ahora, las palabras del extraño viejo hicieron que se le encogieran las tripas, se le hiciera un nudo en los intestinos y la lengua le desapareciera allá lejos. El vejete la observó desde por debajo del círculo de su sombrero.

– El Viejo del Bosque -balbuceó- tiene en la choza comida. Tiene agua de la fuente. Tiene hasta paja para la yegua, ¡yegua mala que quería morder al buen Viejo! ¡Hey! Todo hay en la choza del Viejo del Bosque. Y hablar de lugares y tiempos se podrá… No es lejos, no. ¿Usará de ello la señora peregrina? ¿No desatenderá la hospitalidad de este menesteroso Viejo pobrejo?

Ciri tragó saliva.

– Guíame.

El Viejo del Bosque se dio la vuelta y se encaminó por un sendero apenas visible entre la espesura, midiendo el camino con enérgicos golpes de su bastón. Ciri le iba siguiendo, inclinando la cabeza ante las ramas y tirando del bocado de Kelpa, que ciertamente se había empeñado en morder al viejo o al menos en comerse su sombrero. Pese a las aseveraciones, no estaba cerca en absoluto. Cuando llegaron al lugar, a un claro, el sol estaba ya casi en su cénit.

La choza del Viejo resultó ser una chabola pintoresca sobre unos palos, con un tejado que evidentemente había sido reparado a menudo y con ayuda de lo primero que se tenía a mano. Las paredes de la choza estaban cubiertas con pieles que parecían de cerdo. Delante de la choza había una construcción de madera en forma de cadalso, una mesa baja y un tronco con un hacha clavada en él. Detrás de la choza había un hogar de piedra y barro sobre el que había unas grandes ollas ennegrecidas.

– Ésta es la casa del Viejo del Bosque. -El anciano señaló con su bastón, no sin cierto orgullo-. Aquí vive el Viejo del Bosque. Aquí duerme. Aquí prepara la comida. Si hay qué preparar. Arduo, pero arduo es hallar comida en despoblado. ¿La señora peregrina gusta de las gachas de harina?

– Gusta. -Ciri de nuevo tragó saliva-. De todo gusta.

– ¿Con carnecilla? ¿Con manteca? ¿Con torreznos?

– Mmm.

– Pues no se ve -el Viejo le lanzó una mirada apreciativa- que la señora haya probado últimamente de la carne y los torreznos, oh, no. Delgaducha señora, delgaducha. ¡Piel y huesos! ¡Hey, hey! ¿Y qué es eso? ¿Detrás de la señora?

Ciri se dio la vuelta, dejándose atrapar por el truco más viejo y primitivo del mundo. Un terrible golpe del nudoso bastón le acertó directamente en la sien. Sus reflejos bastaron sólo para alzar la mano, la mano amortiguó en parte un golpe capaz de romper el cráneo como un huevo. Pero igualmente se encontró Ciri en la tierra, aturdida, atontada y completamente desorientada.

El Viejo, sonriendo, se lanzó a ella y le dio con el bastón otra vez. Ciri consiguió cubrir la cabeza con las manos de nuevo, el resultado fue que ambas se le quedaron inermes. La izquierda estaba rota con toda probabilidad, el hueso del metacarpo se había quebrado de seguro.

El viejo, saltando, la alcanzó por el otro lado y le dio con el palo en la tripa. Ella gritó, haciéndose un ovillo. Entonces él se lanzó sobre ella como un halcón, le dio la vuelta poniéndole el rostro contra la tierra, la sujetó con sus rodillas. Ciri se tensó, lanzándose hacia atrás con fuerza y fallando, dio un violento golpe con el codo y acertó. El Viejo bramó rabioso y le asestó un trompazo en la nuca con tanta fuerza que le clavó el rostro en la arena. Le agarró por los cabellos cerca del cuello y apretó contra la tierra las narices y la boca. Ella sintió que se ahogaba. El vejete se arrodilló sobre ella, aún apretándole la cabeza contra la tierra, le arrancó la espada de la espalda y la arrojó. Luego comenzó a forcejear con los pantalones, encontró la hebilla, la desató. Ciri aulló, ahogándose y escupiendo arena. Él la apretó más fuerte, la inmovilizó, apretando sus cabellos en un puño. Con un fuerte tirón le bajó los pantalones.

– Hey, hey -balbuceó, jadeando-. Pero vaya culete que le ha caído en gracia al Viejo. Uh, uuh, hace mucho, mucho que el Viejo no tenía uno así.

Ciri, sintiendo el asqueroso contacto de sus secas manos ganchudas, aulló con la boca llena de arena y agujas de pino.

– Quédate tranquila, señora. -Escuchó cómo le echaba saliva, humedeciéndole las nalgas-. El Viejo ya no es joven, no de una vez, poco a poco… Pero sin miedo, el Viejo hará lo que hay que hacer. ¡Hey, hey! Y luego el Viejo comerá, hey, comerá… Tocinillo…

Se detuvo, gritó, ladró.

Al sentir que la presión se aligeraba, Ciri se retorció, se liberó y se alzó como un muelle. Y vio lo que había pasado.

Kelpa, acercándose con sigilo, había agarrado al Viejo del Bosque con los dientes por su coleta y lo había alzado hacia arriba. El viejo aullaba y graznaba, se agitaba, daba patadas y golpes con los pies, por fin consiguió liberarse, dejando en los dientes de la yegua un largo mechón gris. Quiso agarrar su bastón, pero Ciri de un puntapié lo alejó del alcance de sus manos. Con otro puntapié quiso saludarle en donde se merecía, pero los pantalones bajados casi hasta la mitad de los muslos le impedían los movimientos. El tiempo que le costó el subírselos lo utilizó muy bien el Viejo. Con unos cuantos saltos se acercó al tronco, sacó de él el hacha, la agitó espantando a Kelpa, todavía rabiosa. Bramó, mostró sus horribles dientes y se lanzó contra Ciri, alzando el hacha para golpear.

– ¡El Viejo te va a encular, mozuela! -aulló salvaje-. ¡Y aunque el Viejo te haya de esmenuzar de arriba abajo! ¡Al Viejo igual le da, toda o en porciones!

Pensó que iba a dar cuenta de él con facilidad. Al cabo, no era más que un viejo y cascado abuelete.

Se equivocaba del todo.

Pese a sus monstruosas alpargatas saltaba como una cabra, se retorcía como un conejo y manejaba el hacha de torcido mango con la habilidad de un carnicero. Cuando la oscura y afilada hoja casi la rozó algunas veces, Ciri se dio cuenta de que lo último que la podía salvar era la huida.

Pero la salvaron un afortunado cúmulo de circunstancias. Al retroceder, tropezó con su espada. La alzó como un rayo.

– Tira el hacha -jadeó, sacando con un tintineo a Golondrina de su funda-. Tira el hacha al suelo, viejo loco. Entonces, quién sabe, puede que te deje tu salud. Y no te esmenuce.

Él se detuvo. Ronqueaba y resoplaba, y tenía la barba asquerosamente llena de babas. Sin embargo no tiró el arma. Ella vio en sus ojos una rabia salvaje.

– ¡Venga, alégrame el día!

Durante un momento la miró como sin entender, luego puso los dientes, desencajó los ojos, bramó y se lanzó hacia ella. Ciri estaba harta de bromas. Lo evitó con una rápida media vuelta y cortó de abajo a través de los brazos en alto, por encima de los codos. El viejo dejó caer el hacha con las manos echando sangre, pero al punto saltó otra vez hacia ella. Ciri retrocedió y lo rajó corto por el cuello. Más por piedad que por necesidad, con las dos arterias de las manos cortadas acabaría por desangrarse de cualquier modo. Cayó, despidiéndose de la vida con una increíble dificultad, pese a sus extremidades cortadas seguía retorciéndose como un gusano. Ciri se puso de pie junto a él. Restos de arena seguían chimándole en los dientes. Se los escupió a él directamente al pecho. Antes de que terminara de escupir, el viejo murió.

La extraña construcción delante de la choza que recordaba a un cadalso estaba provista de ganchos de hierro y aparejos. La mesa y el tronco estaban resbaladizos, cubiertos de grasa, olían mal.

Como un matadero.

En la cocina Ciri encontró una perola de las alabadas gachas, mezcladas con tocino, fragmentos de carne y de setas. Estaba muy hambrienta, pero algo la contuvo para no comer. Sólo bebió agua de un cubo, mordió una manzana pequeña y arrugada. Detrás de la casilla encontró un sótano con escaleras, grande y frío. En el sótano había unas cazuelas con manteca. Del techo colgaba carne. Unos restos de muslo. Salió del agujero, tropezándose con las escaleras, como si la persiguiera el diablo. Se cayó sobre las ortigas, se alzó, a paso febril alcanzó la casilla, se agarró con las dos manos a uno de los palos que la sujetaban. Aunque no tenía casi nada en la tripa, vomitó violentamente y durante largo rato.

Los restos de muslo del sótano eran los de un niño.

Conducida por un hedor, encontró en el bosque una hondonada llena de agua a la que el previsor Viejo del Bosque había echado los restos y lo que no se podía comer. Contemplando los cráneos, costillas y pelvis que sobresalían del légamo, Ciri se dio cuenta con horror de que estaba viva única y exclusivamente gracias a la lascivia del horrible viejo, sólo gracias a que le habían entrado ganas de retozar. Si el hambre hubiera sido más fuerte que el impulso sexual, la habría golpeado a traición con un hacha, y no con un palo. Colgada por los pies de la viga de madera, la habría destripado y desollado, dividido y cortado sobre la mesa, partido sobre el tronco…

Aunque le temblaban las piernas a causa de los mareos y la mano izquierda, hinchada, palpitaba de dolor, arrastró el cadáver hacia la hondonada del bosque y lo hundió en el fango apestoso, entre los huesos de las victimas. Volvió, llenó de ramas y tallos la entrada al sótano, rodeó de paja la choza y toda la posesión del viejo. Luego prendió fuego cuidadosamente a todo, por los cuatro puntos cardinales.

Sólo se marchó cuando se había encendido con fuerza, cuando el fuego ardía y aullaba como debe ser. Cuando estuvo segura de que ninguna lluvia pasajera iba a impedir que se borraran por completo las huellas de aquel lugar.

La mano no estaba tan mal. Se había hinchado, sí, dolía, y cómo, pero no parecía que se hubiera roto ningún hueso.

Cuando se acercó la noche, efectivamente apareció una sola luna en el cielo. Pero Ciri, de alguna forma extraña, no quiso reconocer aquel mundo como el suyo. Ni quedarse en él más tiempo del preciso.


*****

– Hoy -murmuró Nimue-, será una buena noche. Lo percibo.

Condwiramurs suspiró.

El horizonte ardía en oro y púrpura. Un haz de los mismos colores se asentó sobre las aguas del lago, del horizonte de la isla.

Estaban sentadas en la terraza, en los sillones, a su espalda había un espejo en un marco de ébano y un tapiz que representaba un pequeño castillo aferrado a una pared rocosa que se reflejaba en el agua de un lago de montaña.

¿Cuántas tardes, pensó Condwiramurs, cuántas tardes llevamos así, sentadas hasta que cae la penumbra y luego la oscuridad? ¿Sin resultado alguno? ¿Sólo hablando?

Hizo más frío. La hechicera y la adepta estaban envueltas en pieles. Desde el lago les llegaba el rechinar de los remos de la barca del Rey Pescador, pero no la veían: estaba oculta en el cegador brillo del ocaso.

– A menudo sueño -Condwiramurs volvió a la conversación interrumpida- que estoy en un desierto de hielo en el que no hay nada, sólo el blanco de la nieve y los montones de hielo retorcidos al sol. Y reina la calma, una calma que resuena en los oídos. Una calma innatural. La calma de la muerte.

Nimue afirmó con la cabeza, como dando señal de que veía de lo que se trataba. Pero no comentó.

– De pronto -siguió la adepta-, de pronto me parece que escucho algo. Que siento cómo el hielo tiembla bajo mis pies. Caigo de rodillas, retiro la nieve con las manos. El hielo es transparente como el cristal, como en algunos limpios lagos montañosos, cuando se ven las piedras del fondo y los peces que nadan por debajo de una capa de una pulgada de grueso. Yo en mis sueños también veo, aunque la capa tiene una decena o incluso un centenar de pulgadas de grosor. Ello no me impide ver… y oír… a gente que pide ayuda. Allá en el fondo, muy por debajo del hielo… hay un mundo congelado.

Tampoco ahora Nimue lo comentó.

– Por supuesto sé -continuó la adepta- dónde está la fuente de ese sueño. Los vaticinios de Itlina, el famoso Frío Blanco, el Tiempo del Hielo y de la Tormenta del Lobo. Un mundo que muere entre nieves y hielos para, como dice la profecía, renacer al cabo de los siglos de nuevo. Limpio y mejor.

– Que -dijo Nimue en voz bajita- el mundo renacerá lo creo de todo corazón. Que lo hará mejor, no mucho.

– ¿Cómo?

– Me has oído.

– ¿Y no he oído mal? Nimue, el Frío Blanco ha sido predicho lo menos mil veces, cada invierno un poco más crudo se decía que había llegado. En este momento ni siquiera los niños creen que un invierno sea capaz de amenazar al mundo.

– Vaya, mira. Los niños no creen. Y yo, fíjate, creo.

– ¿Apoyándote en algún argumento racional? -preguntó Condwiramurs con leve sarcasmo-. ¿O exclusivamente en la sabiduría mística de infalibles profetisas élficas?

Nimue guardó silencio largo rato, colocando la piel en la que estaba envuelta.

– La tierra -comenzó por fin con cierto tono profesoral- tiene la forma de un globo y gira alrededor del sol. ¿Estás de acuerdo con ello? ¿O acaso perteneces a una de esas sectas de moda que afirman algo completamente opuesto?

– No. No pertenezco. Acepto el heliocentrismo y estoy de acuerdo con la teoría de la redondez de la tierra.

– Estupendo. Estarás entonces de acuerdo también con el hecho de que el eje perpendicular del globo terráqueo está inclinado hacia un lado y con que la trayectoria de la tierra alrededor del sol no tiene la forma de un círculo regular, sino que es elíptica.

– Lo he estudiado. Pero no soy astrónomo, así que…

– No hace falta ser astrónomo, basta con pensar lógicamente. La tierra rodea al sol en una órbita de forma elíptica y por eso durante su movimiento está a veces más cerca y a veces más lejos. Cuanto más lejos está la tierra del sol, es de lógica pensar que hará más frío en ella. Y cuanto menos se aleja el eje planetario de la perpendicular, entonces más le afectará al hemisferio norte.

– Eso también es lógico.

– Ambos aspectos, es decir la elipse de la órbita y el grado de inclinación del eje planetario, están sujetos a cambios. Por lo que se sostiene, cíclicos. La elipse puede ser más o menos elíptica, es decir abierta y alargada, el eje planetario puede estar menos o más inclinado. En lo tocante al clima se producen condiciones extremas cuando suceden al mismo tiempo los dos fenómenos: una apertura máxima de la elipse y una escasa desviación de la perpendicularidad del eje. La tierra al girar alrededor del sol recibe en el afelio muy poca luz y calor, y las regiones polares son afectadas además por una poco ventajosa inclinación del eje.

– Por supuesto.

– Menos luz en el hemisferio norte significa que la nieve yace más tiempo. La nieve blanca y brillante refleja la luz del sol, la temperatura cae aún más. La nieve yace gracias a ello aún más tiempo, en zonas cada vez más amplias no se funde del todo o lo hace sólo por muy poco tiempo. Cuanta más nieve y durante más tiempo, mayor es la superficie blanca y brillante que refleja…

– Lo he entendido.

– La nieve cae, cae y hay más cada vez. Date cuenta pues de que con las corrientes marinas viajan desde el sur masas de aire caliente que acaban sobre el frío continente norteño. El aire caliente se condensa y nieva. Cuanto mayor sea la diferencia de temperatura, más abundante será la nevada. Cuanto mayor sea la nevada, más nieve blanca que no se funde. Más frío. Mayor diferencia de temperatura y más abundante la condensación de las masas de aire…

– Lo he entendido.

– La capa de nieve se hace tan pesada como para convertirse en hielo prensado. En un glaciar. Sobre el que, como ya sabemos, sigue cayendo la nieve, apretándolo aún más. El glaciar crece, no sólo es cada vez más grueso sino que se extiende, cubriendo cada vez mayores territorios. Territorios blancos…

– Que reflejan los rayos solares. -Condwiramurs afirmó con la cabeza-. Frío, frío, aún más frío. El Frío Blanco profetizado por Itlina. ¿Pero es posible un cataclismo? ¿De verdad nos amenaza que el hielo que yace en el norte desde siempre comience de improviso a avanzar hacia el sur, aplastando, arrasando y cubriéndolo todo? ¿A qué velocidad crece la capa de hielo de los polos? ¿A qué velocidad?

– Como seguramente sabes -dijo Nimue con la vista clavada en el lago-, el único puerto que no se hiela en el golfo de Praxeda es Pont Vanis.

– Lo sé.

– Acrecentaré tu conocimiento: hace cien años no se congelaba ninguno de los puertos del golfo. Hace cien años, hay numerosos testimonios, en Talgar crecían pepinos y calabazas, en Caingorn se cultivaban girasoles y altramuces. Hoy día no se cultivan porque las verduras mencionadas no pueden crecer allí, simplemente hace demasiado frío. ¿Y sabes que en Kaedwen había viñedos? El vino de aquellas vides no debía de ser del mejor porque de los documentos conservados se extrae que era muy barato. Pero también le cantaban los poetas locales. Hoy en Kaedwen no crecen viñas en absoluto. Porque los inviernos actuales, a diferencia de los antiguos, traen fuertes heladas, y las heladas fuertes matan la vid. No sólo detienen su crecimiento sino que la matan. La destruyen.

– Lo entiendo.

– Sí -reflexionó Nimue-. ¿Qué voy a añadir más? Quizá que la nieve cae en Talgar a mitad de noviembre y baja hacia al sur a una velocidad de más de cincuenta millas por hora. ¿O que entre diciembre y enero hay tormentas de nieve en Alba, donde hace cien años la nieve era todo un acontecimiento? ¡Y que aquí la nieve se funde y los lagos se deshielan en floreal lo saben hasta los niños! Y los niños se extrañan de que a este mes se le llame el de las flores. ¿No te extrañaba a ti?

– No mucho -reconoció Condwiramurs-. Al fin y al cabo en mi tierra, en Vicovaro, no se llama floreal, sino abril. O en élfico: Birke. Pero entiendo lo que quieres sugerir. El nombre del mes procede de tiempos antiguos en los que en floreal verdaderamente todo florecía…

– Esos tiempos antiguos son como mucho cien, ciento veinte años. Eso es casi ayer, muchacha. Itlina tenía razón por completo. Su profecía se está cumpliendo. El mundo morirá bajo una capa de hielo. La civilización desaparecerá por culpa de una Destructora que podría, tendría la posibilidad de abrir un camino de salvación. Como sabemos por la leyenda, no lo hizo.

– Por causas que la leyenda no aclara. O aclara con ayuda de una moraleja tonta e ingenua.

– Eso es cierto. Pero un hecho es un hecho. El hecho es el Frío Blanco. La civilización del hemisferio norte está condenada a la destrucción. Desaparecerá bajo el hielo de un glaciar, bajo la nieve eterna. No hay sin embargo que dejarse llevar por el pánico, porque pasará algún tiempo antes de que esto suceda.

El sol se había puesto del todo, de la superficie del lago había desaparecido el brillo cegador. Ahora, sobre el agua caía un haz de una luz más blanda y suave. Sobre la torre de Inis Vitre salió la luna, clara como un talero partido por la mitad.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Condwiramurs-. ¿Cuánto tiempo, según tú, habrá de pasar? Es decir, ¿cuánto tiempo tenemos?

– Mucho.

– ¿Cuánto, Nimue?

– Como unos tres mil años.

En el lago, en la barca, el Rey Pescador golpeó con el remo y maldijo. Condwiramurs suspiró ruidosamente.

– Me has tranquilizado un poco -dijo al cabo-. Pero sólo un poco.


*****

El siguiente lugar fue uno de los más horribles que Ciri hubiera visto, con toda seguridad se situaba entre los primeros diez, y hasta a la cabeza de ellos. Era un puerto, un canal del puerto, vio barcos y galeras junto a muelles y palangres, vio un bosque de mástiles, vio velas colgando pesadas en el aire inmóvil. Alrededor se retorcían y alzaban columnas de humo, un humo apestoso.

El humo se alzaba también desde unas torcidas chozas que estaban junto al canal. Se oían desde allí voces, el sonido de un niño llorando.

Kelpa brincó, tirando con fuerza de la testa, retrocedió, golpeando con sus cascos sobre los adoquines. Ciri miró abajo y vio ratas muertas. Estaban por todos lados. Unos roedores muertos, retorcidos de dolor, con pálidas patitas rosas.

Algo está mal ¿qué, pensó, sintiendo cómo la atrapaba el pánico. Huir. Huir de aquí lo más rápido posible.

Junto a un poste donde había redes y cuerdas colgadas estaba sentado un hombre con la camisa abierta, con la cabeza torcida sobre el hombro. Unos pasos más adelante yacía otro. No tenían aspecto de estar durmiendo. Ni siquiera temblaron cuando los cascos de Kelpa resonaron sobre las piedras a su lado.

Ciri bajó la cabeza al pasar junto a unos trapos colgados de las cuerdas y que emitían un fuerte olor a grasa.

En la puerta de una de las chabolas se veía una cruz pintada con cal o pintura blanca. Por detrás de su tejado se elevaba hacia el cielo un humo negro. El niño seguía llorando, alguien gritó a lo lejos, alguien más cercano tosió y bufó. Un perro aullaba. Ciri sintió cómo le picaban las manos. Miró.

Tenía las manos como el carbón, cubiertas de los negros puntos de unas pulgas. Gritó con todas sus fuerzas. Temblando por completo a causa del miedo y el asco, comenzó a retorcerse y agitarse, moviendo las manos con violencia. Kelpa, asustada, se echó al galope, Ciri por poco no cayó. Apretando los lados de la yegua con sus muslos, se peinó y desenredó sus cabellos, se limpió la chaqueta y la camisa. Kelpa entró al galope en una calleja cubierta de humo. Ciri gritó de horror.

Cabalgaba por el infierno, por el hades, por la más pesadillesca de las pesadillas. Entre casas marcadas con cruces blancas. Entre montones de harapos humeantes. Entre muertos que yacían aislados y muertos que yacían en montones, unos sobre otros. Y entre espectros vivos, demacrados, medio desnudos, con las mejillas quebradas por el dolor, retorciéndose entre el estiércol, gritando en una lengua que no entendía, alzando hacia ella unos brazos delgados, cubiertos de horribles costras sangrientas.

¡Huir! ¡Huir de aquí!

Incluso en la oscura nada, en el no ser del archipiélago de lugares, Ciri siguió percibiendo largo tiempo el hedor y el humo en sus fosas nasales. El siguiente lugar también era un puerto. También aquí había un muelle, había un canal, en el canal, cocas, barcas, escúters, barcos, y sobre ellos un bosque de mástiles. Pero allí, en aquel lugar, junto a los mástiles, chillaban alegres las gaviotas y apestaba normal y como en casa: a madera húmeda, a agua del mar, y también a pescado en todas sus tres variantes principales: fresco, pasado y frito.

Sobre la cubierta de una coca se peleaban dos hombres, gritándose con voces excitadas. Entendió de lo que hablaban. Se trataba del precio de los arenques. No muy lejos había una taberna, por sus puertas abiertas surgía un olor a rancio y a cerveza, se oían voces, tintineos, risas. Alguien cantaba a viva voz una canción obscena, todo el tiempo la misma estrofa

¡Luned, v'ard t'elaine arse Aen a meath ail aen sparse!

Sabía dónde estaba. Incluso antes de que leyera en la popa el nombre de una de las galeras:

Evall Muiré.

Y el de su puerto de origen: Baccalá. Sabía dónde estaba. En Nilfgaard.

Huyó antes de que nadie le prestara mayor atención.

Sin embargo, antes de que consiguiera sumergirse en la nada, una pulga, la última de las que habían saltado sobre ella en el lugar anterior, que había resistido el viaje en el tiempo y el espacio pegada a la falda de su chaqueta, saltó con un largo salto de pulga sobre el muelle del puerto.

Aquella misma noche la pulga se afincó en el pelado pellejo de una rata, un viejo macho, veterano de muchas guerras ratoniles, lo que atestiguaba su oreja arrancada a mordiscos junto a la misma cabeza. Aquella misma noche la pulga y la rata se embarcaron. Y a la mañana siguiente navegaban por alta mar. En una coca vieja, descuidada y muy sucia. La coca llevaba el nombre de Catriona.

Aquel nombre pasaría a la historia. Pero por entonces nadie sabía todavía nada.


*****

El siguiente lugar, aunque ciertamente resultaba difícil creer en ello, la sorprendió con una imagen verdaderamente idílica. Junto a un río tranquilo, de perezosa corriente que fluía entre sauces, alisos y robles inclinados sobre el agua, junto a un puente que unía las orillas con un elegante arco de piedra, había una posada cubierta de vid salvaje, de hiedra y guisantes trepadores, escondida entre macizos de malvas. Junto a la entrada colgaba un letrero, sobre él había unas letras doradas. Las letras le eran totalmente desconocidas a Ciri. Pero como en el letrero se veía un dibujo de un gato bastante logrado, supuso pues que la posada se llamaba El Gato Negro.

El olor a comida que llegaba de la taberna era simplemente irresistible. Ciri no se lo pensó largo rato. Se colocó la espada a la espalda y entró.

En el interior no había nadie, sólo a una mesa estaban sentados tres hombres con aspecto de campesinos. Ni siquiera la miraron. Ciri se sentó en un rincón, con la espalda contra la pared.

La posadera, una mujer corpulenta con un delantal limpísimo y una cofia, se acercó y le preguntó algo. Su voz era tonante pero melodiosa. Ciri mostró con el dedo su boca abierta, se palmeó la barriga, después de lo cual se quitó uno de los botones de plata de la chaqueta, lo puso sobre la mesa. Viendo su extrañada mirada, ya se disponía a arrancarse otro botón, pero la mujer la detuvo con un gesto y con una palabra silbante, aunque de agradable sonido.

El equivalente del botón resultó ser una cazuela de densa sopa de verduras, una olla de madera de judías con carne ahumada, pan y una jarra de vino aguado. A la primera cucharada Ciri pensó que se iba a echar a llorar. Pero se controló. Comió poco a poco. Degustándolo. La posadera se acercó, sus palabras sonaban a pregunta, apoyó la mejilla sobre las manos unidas. ¿Se iba a quedar a dormir?

– No sé -dijo Ciri-. Puede ser. En cualquier caso, gracias por la oferta.

La mujer sonrió y se fue a la cocina.

Ciri se desató el cinturón, apoyó la espalda en la pared. Pensó en qué hacer. El lugar -a diferencia sobre todo de los últimos- era agradable, animaba a quedarse más tiempo. Sabía sin embargo que una excesiva confianza podía ser peligrosa y la falta de vigilancia podría traer la perdición.

Un gato negro, exactamente igual que en el letrero de la posada, apareció no se sabe de dónde, se restregó contra su pierna, estirando el lomo. Ella lo acarició, el gato golpeteó con su cabecilla levemente su mano, se sentó y comenzó a lamerse la piel del pecho. Ciri miró. Vio a Jarre que estaba sentado junto a un fuego en el círculo de unos granujas de feo aspecto. Todos mordisqueaban algo que recordaba a un fragmento de carbón de madera.

– ¿Jarre?


*****

– Así ha de ser -dijo el muchacho al tiempo que miraba las llamas-. Leí acerca de ello en la Historia de las guerras, obra del mariscal Pelligramo. Así ha de ser, cuando la patria está en peligro.

– ¿Qué es lo que ha de ser? ¿Morder carbón?

– Sí. Exactamente así. La madre patria llama. Y en parte por motivos personales.

– Ciri, no te duermas en la silla -dice Yennefer-. Ya llegamos. Sobre las casas de la ciudad a la que estaban llegando, sobre todas las puertas y portones, se ven grandes cruces pintadas con pintura blanca o con cal. Se retuercen jirones de un denso y apestoso humo, el humo de unas hogueras donde se queman unos cadáveres. Yennefer parece no advertirlo.

– Tengo que ponerme guapa.

Delante de su rostro, sobre las orejas del caballo, flota un espejito. Un peine baila en el aire, peinando sus negros rizos. Yennefer usa hechizos, no usa para nada las manos porque… porque sus manos son una masa de sangre coagulada.

– ¡Mamá! ¿Qué es lo que te han hecho?

– Levántate, muchacha -dice Coén-. ¡Domina tu dolor, levántate y al peine! De otro modo le cogerás miedo. ¿Quieres morirte de miedo hasta el final de tus días?

Sus ojos amarillos brillan de un modo desagradable. Sus dientes puntiagudos blanquean. No es Coén en absoluto. Es un gato. Un gato negro… Una columna de ejército, de muchas millas de largo, marcha, sobre ella se agita y ondea un bosque de lanzas y estandartes. Jarre también marcha, sobre su cabeza un yelmo redondo, en el hombro una pica, tan larga que debe sujetarla doblado, con las dos manos, de otro modo pesaría más que él y le desequilibraría. Retumban los tambores, las gaitas y el tronar de los cantos de guerra. Sobre la columna vuelan los cuervos. Muchos cuervos…

La playa de un lago, sobre la playa la espuma batida, unos juncos muertos y arrojados a ellas. En el lago una isla. Una torre. Los dientes de unas almenas, un donjón engordado con las excrecencias de unos matacanes. Sobre la torre un cielo de la tarde volviéndose granate, el brillo de la luna, tan clara como un talero partido por la mitad. En la terraza, sentadas en unos sillones, unas mujeres envueltas en piel. Un hombre en una barca… Un espejo y un tapiz.

Ciri menea la cabeza. Enfrente de él a la mesa, está sentado Eredin Bréacc Glas.

– No puedes no saber -dice, mostrando en una sonrisa sus hermosos dientes- que sólo retrasas lo inevitable. Nos perteneces y te atraparemos.

– ¡Por qué tú lo digas!

– Volverás a nosotros. Vagabundearás por lugares y tiempos, luego caerás en la Espiral y en la Espiral te atraparemos. Nunca jamás volverás a tu mundo y lugar. Al fin y al cabo, ya es demasiado tarde. No tienes a quién volver. Las personas que conocías hace mucho ya que han muerto. Sus tumbas se cubrieron de hierba y se perdieron. Sus nombres fueron olvidados. El tuyo también.

– ¡Mientes! ¡No te creo!

– Tus creencias son asunto privado. Repito, dentro de poco caerás en la Espiral y yo te esperaré allí. Y tú, en tu interior, lo deseas, me elaine luned.

– ¡Deliras!

– Nosotros, Aen Elle, percibimos tales cosas. Estabas fascinada conmigo, me deseabas y temías ese deseo. Me deseabas y todavía me deseas. Zireael. A mí. Mis manos. Mis caricias…

Al tocarla ella se alzó con ímpetu, tumbando la jarra, por suerte ya vacía. Lanzó la mano a la espada, pero se tranquilizó casi al instante. Estaba en la posada de El Gato Negro, debía de haber estado soñando, dormitando sobre la mesa. La mano que tocó sus cabellos era la de la corpulenta ama. A Ciri no le gustaban aquel tipo de confianzas, pero de la mujer irradiaba una amabilidad y una bondad que no se podían pagar con desprecios. Se dejó acariciar la cabeza, escuchó la sonora y melodiosa lengua con una sonrisa.

Estaba cansada.

– Tengo que irme -dijo por fin.

La mujer sonrió, habló cantarína. ¿Cómo será posible, pensó Ciri, quién será el responsable de que en todos los mundos, lugares y tiempos, en todas las lenguas y dialectos, esta única palabra siempre es comprensible? ¿Y siempre parecida?

– Sí. Tengo que ir a buscar a mamá. Mi mamá me está esperando.

La posadera la acompañó hasta la calle. Antes de que Ciri se subiera a la silla, la abrazó de pronto con fuerza, la apretó contra su abundante pecho.

– Hasta la vista. Gracias por la hospitalidad. Vamos, Kelpa.

Cabalgó directamente hacia el arqueado puente sobre el tranquilo río. Cuando los cascos de la yegua golpearon sobre las piedras, se dio la vuelta. La mujer seguía de pie frente a la posada.

Concentración, los puños en las sienes. En los oídos un zumbido como en el interior de una concha marina. Un relámpago. Y una violenta nada, blanda y negra.

– ¡Bonne chance, ma filie! -gritó en su dirección Teresa Lapin junto al camino que llevaba de Melun a Auxerre-. ¡Suerte en tu viaje!


*****

Concentración, los puños junto a las sienes. Ruido en los oídos, como en el interior de una concha marina. Un relámpago. Y de forma brutal una blanda y negra nada. Lugares. Un lago. Una isla. La luna como si fuese un talero partido por la mitad, su brillo cae sobre el agua en una franja luminosa. En la franja una barca, en ella un hombre con una caña. En la terraza de una torre… ¿dos mujeres?

Condwiramurs no aguantó, gritó de la emoción, se cubrió de inmediato la boca con la mano. El Rey Pescador dejó caer la red con un chapoteo, blasfemó terriblemente y luego abrió la boca y también se quedó congelado. Nimue ni siquiera tembló. La superficie del lago, cruzada por un rayo de luz de luna, estalló como estalla una vidriera rota. Del estallido surgió un caballo negro. Con un jinete sobre su lomo. Nimue extendió la mano con serenidad, gritó un hechizo. El tapiz que estaba sobre un soporte ardió de pronto, se iluminó con una nube de lucecillas multicolores. Las lucecillas se reflejaron en el óvalo del espejo, bailotearon, se amontonaron sobre el cristal como abejas de colores y de pronto fluyeron en un espejismo irisado que se extendió en una niebla que provocó que todo se volviera tan claro como si fuera de día. La negra yegua se alzó de manos, relinchó con fuerza. Nimue extendió bruscamente las manos, gritó una fórmula. Condwiramurs, al ver la imagen que surgía en el aire y crecía, se concentró mucho. De inmediato la imagen se hizo más nítida. Se convirtió en un portal. Una puerta por la que se veía…

Una llanura repleta de barcos naufragados. Un castillo clavado en un agudo acantilado de piedra, enseñoreándose sobre el oscuro espejo de un lago de montaña…

– ¡Por allá! -Nimue lanzó un fuerte grito-. ¡Éste es el camino por el que has de seguir! ¡Ciri, hija de Pavetta! ¡Entra en el portal, sigue el camino que conduce a tu encuentro con el destino! ¡Que se cierre la rueda del tiempo! Que la serpiente Uroboros clave los dientes en su propia cola.

»¡No sigas vagando! ¡Apresúrate, apresúrate a ayudar a los tuyos! Éste es el camino verdadero, brujilla.

La yegua volvió a relinchar, otra vez golpeó con sus cascos en el aire. La muchacha en la silla giró la cabeza, mirándola consecutivamente a ella y a la imagen producida por el tapiz y el espejo. Se recogió los cabellos y Condwiramurs vio la fea cicatriz en su mejilla.

– ¡Confía en mí, Ciri! -gritó Nimue-. ¡Si ya me conoces! ¡Ya me has visto antes!

– Lo recuerdo -escucharon-. Confío, gracias.

Vieron cómo la yegua, al espolearla, trotó con un paso leve y bailarín hacia la claridad del portal. Antes de que la imagen se deshiciera y se borrara, vieron cómo la muchacha de los cabellos grises las despedía con la mano, vuelta en la silla hacia ellas. Y luego todo desapareció. La superficie del lago se serenó poco a poco, el rayo de luz de luna volvió a quedarse quieto.

Había un silencio tan grande que les parecía que oían hasta la ronca respiración del Rey Pescador.

Conteniendo las lágrimas que le pulsaban en los ojos, Condwiramurs abrazó con fuerza a Nimue. Sintió cómo temblaba la pequeña hechicera. Se mantuvieron abrazadas durante algún tiempo. Sin palabras. Luego las dos se dieron la vuelta y miraron el lugar donde había desaparecido la Puerta de los Mundos.

– ¡Suerte, brujilla! -gritaron a la vez-. ¡Suerte en tu viaje!


Fin del volumen primero


Volumen II

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