Era Korred, engendro de la numerosa familia de los estrigiformes (vid.), con arreglo a las regiones igualmente llamado korrigan, rutterkin, rumpelshtils, retortijo o mesmer. No más algo se puede decir dellos: que no se puede ser peor. Tan diablesco es él y bandido y seboso, tan hijo de perra, que ni del su aspecto ni de las sus costumbres habremos de escribir, puesto que en verdad os digo: apena perder el tiempo en tal hijo de una puta.
Physiologus
Por la sala de las columnas del castillo de Montecalvo se extendía un olor que era una mezcla del perfume de la madera de los antiguos recubrimientos, de las velas que se deshacían, de diez clases distintas de perfume. Diez mezclas de perfume especialmente elegidas usadas por las diez mujeres que estaban sentadas a la mesa redonda de roble en unos sillones con los brazos labrados en forma de cabeza de esfinge. Frente a ella, Fringilla Vigo veía a Triss Merigold, que llevaba un vestido azul celeste sujeto muy por debajo del cuello. Junto a Triss, manteniéndose en la sombra, estaba sentada Keira Metz. Sus enormes pendientes con citrinos de múltiples facetas rebrillaban de vez en cuando con miles de reflejos, atrapando la vista.
– Continuad, por favor, señora Vigo -le apremió Filippa Eilhart-. Tenemos ganas de conocer el final de la historia. Y hacedlo a prestos pasos.
Filippa -excepcionalmente- no llevaba joya alguna a no ser por un enorme camafeo de sardónice sujeto a su vestido bermellón. Fringilla ya había oído el rumor, sabía quién le había regalado el camafeo y qué silueta era la que representaba. Sheala de Tancarville, que estaba sentada al lado de Filippa, iba vestida de negro, con los leves toques de los brillantes. Margarita Laux-Antille llevaba sobre atlas de color granate un grueso collar de oro sin piedras, mientras que Sabrina Glevissig, por su parte, llevaba en el collar, los pendientes y los anillos sus queridos ónices, que iban a juego con el color de sus ojos y de su vestimenta.
Las que más cerca estaban sentadas de Fringilla eran las dos elfas, Francesca Findabair e Ida Emean aep Sivney. La Margarita de Dolin tenía como siempre aspecto de reina, aunque ni su peinado ni su vestido color carmín imponían hoy excepcionalmente por su lujo, mientras que en la pequeña diadema y en el collar lanzaban rojos destellos no los rubíes, sino modestos aunque exquisitos granates. Ida Emean, por su parte, iba vestida con muselinas y tules de tonos "otoñales, telas tan delicadas y ligeras que incluso con la apenas perceptible corriente producida por el movimiento del aire impulsado por la calefacción central se movían y agitaban como anémonas.
Assire var Anahid, como de costumbre últimamente, despertaba el asombro con su modesta pero distinguida elegancia. En el escote no demasiado grande de un ajustado vestido verde oscuro, la hechicera nilfgaardiana llevaba una cadena de oro y un único cabosón de esmeralda en un marco de oro. Sus bien cuidadas uñas, pintadas con esmalte de un color verde muy oscuro, le añadían a la composición el sabor de la verdadera extravagancia hechiceril.
– Estamos esperando, señora Vigo -recordó Sheala de Tancar-ville-. El tiempo corre. Fringilla carraspeó.
– Llegó diciembre -continuó con la narración-. Llegó Yule, luego Año Nuevo. El brujo se había tranquilizado ya hasta el punto de que el nombre de Ciri no aparecía ya en cada conversación. Las excursiones en busca de monstruos que realizaba regularmente daban la impresión dé absorberlo del todo. Bueno, puede ser que no del todo…
Dejó que se extinguiera su voz. Le pareció que en los ojos azulados de Triss Merigold aparecía un brillo de odio. Pero podía tratarse sólo del reflejo de las crepitantes llamas de las velas. Filippa bufó, jugueteando con su camafeo.
– Sin tanta modestia, por favor, señora Vigo. Estamos en nuestro círculo. En un círculo de mujeres que saben para qué, aparte de para el placer, sirve el sexo. Todas lo usamos como herramienta cuando hace falta. Continuad, por favor.
– Incluso si durante el día guardaba las apariencias de ser reservado, altivo y orgulloso -continuó Fringilla-, por las noches estaba por completo en mi poder. Me lo contaba todo. Rendía un homenaje a mi feminidad que, para su edad, hay que reconocerlo, resultaba hasta generoso. Y luego se dormía. En mis brazos, con los labios en mis pechos. Buscando un sustituto del amor materno que nunca había hallado.
Esta vez, estaba segura, no había sido el reflejo de la luz de las velas. Pues estupendo, pensó, envidiadme. Envidiadme. Hay razón para ello.
– Estaba -repitió- por completo en mi poder.
– Vuelve.a la cama, Geralt. ¡Pero si todavía está gris del copón!
– Tengo una cita. Tenemos que ir a Pomerol.
– No quiero que vayas a Pomerol.
– He quedado. He dado mi palabra. El apoderado de la bodega me esperará a la puerta.
– Estas cacerías de monstruos tuyas son estúpidas y ridículas. ¿Qué es lo que quieres demostrar matando a una máscara más del infierno? ¿Tu masculinidad? Conozco mejores modos. Venga, vuelve a la cama. No irás a ningún Pomerol. Por lo menos no tan pronto. El apoderado puede esperar. Al fin y al cabo, ¿quién es el tal apoderado? Yo quiero hacer el amor contigo.
– Perdona. No tengo tiempo. Di mi palabra.
– ¡Quiero hacer el amor contigo!
– Si quieres hacerme compañía en el desayuno, comienza a vestirte.
– Tú ya no me quieres, Geralt. ¿No me quieres? ¡Contesta!
– Ponte el vestido gris perla, el que tiene adornos de nutria. Te sienta muy bien.
– Estaba por completo bajo mi hechizo, cumplía cada uno de mis deseos -repitió Fringilla-. Hacía todo lo que le pedía. Así era.
– Lo creemos -dijo secamente Sheala de Tancarville-. Seguid, por favor.
Fringilla tosió tras un puño.
– El problema -continuó- era su compañía. Esa partida extraña. Cahir Mawr Dyffiyn aep Ceallach, que me miraba y hasta enrojecía de esfuerzos para conseguir recordarme. Pero no podía recordarme porque yo solía ir a Darn Dyffra, el castillo familiar de sus abuelos, cuando él tenía sólo seis o siete años. Milva, muchacha de apariencia brutal y dura, pero a la que me fue dado descubrir dos veces llorando, escondida en un rincón del establo. Angouléme, una niña rebelde. Y Regis Terzieff-Godefroy. Personaje al que no supe sacar tabla. Ellos, toda la banda, ejercían una influencia sobre él que no pude eliminar. Bueno, bueno, pensó, no alcéis tanto las cejas, no torzáis las bocas. Esperad. Éste no es el final del cuento. Aún habréis de oír acerca de mi triunfo.
– Todas las mañanas -siguió- estas gentes se encontraban en la cocina, la cual estaba en el sótano del palacio de Beauclair. El cocinero mayor les tenía gusto, no se sabe bien por qué. Siempre preparaba algo para ellos, tan abundante y tan delicioso que el desayuno solía durar dos y a veces tres horas. Muchas veces comía con ellos, junto con Geralt. Por eso sé qué absurdas solían ser las conversaciones que desarrollaban. Por la cocina, asentando asustadizas sus patas uñosas, caminaban dos gallinas, una negra y otra pintarazada. Echando largas miradas a la compañía que desayunaba, las gallinas picoteaban las migas del suelo.
La compañía, como cada mañana, se reunía en la cocina del palacio. El cocinero mayor les tenía gusto, sin saber por qué, y siempre tenía algo delicioso para ellos. Aquel día eran huevos revueltos, sopa de salchichas, berenjenas cocidas, paté de conejo, ganso relleno y salchichas blancas con ensalada de remolacha y rábano, y además muchas bolas de queso de cabra. Todos comían rápido y en silencio. Excepto Angouléme, la cual chachareaba.
– Y yo sus digo que pongamos acá un burdel. En cuántico que solventemos lo que haya que solventar, volvemos acá y ponemos una casa de trato. Di ya un vistazo al pueblo. Hay de to. Barberías conté unas nueve, y framacias ocho. Mientras que lupanares no más que uno hay y éste sucio, cagadero os digo y no lupanar. No es competencia. Nosotros ponemos una mancebía de lujo. Compramos una casa baja con güerto…
– Angouléme, ten piedad.
– … sólo para clientela de postín. Yo seré la madama. Os digo, vamos a ganar un güevo y a vivir como señorones. Al cabo un día me elegirán de alcaldesa y entonces de seguro que no os dejaré moriros, porque como me elijan pues yo os elijo a vosotros antes de un suspiro.
– Angouléme, te lo hemos pedido. Come pan con paté.
Durante un instante reinó el silencio.
– ¿Qué es lo que vas a cazar hoy, Geralt? ¿Un trabajo difícil?
– Los testigos presenciales -el brujo alzó la cabeza de su plato- dan descripciones contradictorias. Así que o bien un priskirniko, es decir un trabajo bastante difícil, o un golondrino, es decir medio difícil, o bien un moscón, o sea medio fácil. Puede ser incluso que el tajo salga más bien fácil, puesto que la última vez que se vio al monstruo fue por Lammas el año pasado. Pudo haberse ido de Pomerol a tomar por saco.
– Lo que bien le deseo -dijo Fringilla, mientras roía unos huesos de ganso.
– ¿Y qué tal le va a Jaskier? -preguntó el brujo de pronto-. No le he visto desde hace tanto tiempo que todo mi conocimiento de sus andanzas está sacado de los romancillos que se cantan por la villa.
– No estamos en mejor situación. -Regis sonrió con los labios muy apretados-. Sólo sabemos que nuestro poeta está ya con la condesa doña Anarietta en una relación tan estrecha que se permite, incluso ante testigos, un cognomen bastante de confianza. La llama Armiño.
– ¡Y acierta en ello! -dijo con la boca llena Angouléme-. Esta señora condesa tiene ciertamente una nariz algo de armiño. Por no hablar de los dientes.
– Nadie es perfecto. -Fringilla entrecerró los ojos.
– Verdad de la buena.
Las gallinas, la negra y la pintarazada, se desmelenaron tanto como para comenzar a picotear las botas de Milva. La arquera las espantó de un puntapié fulminante, maldijo. Geralt la miraba desde hacía tiempo. Ahora se decidió.
– María -dijo serio, incluso seco-. Ya sé que es difícil considerar nuestra charla como seria y nuestras bromas como escogidas. Pero no tienes por qué demostrárnoslo con un gesto tan áspero. ¿O es que ha pasado algo?
– Pues claro que ha pasado -dijo Angouléme.
Geralt la hizo callar con una mirada severa. Demasiado tarde.
– ¿Y qué es lo que vosotros sabéis? -Milva se levantó bruscamente, a poco no tira la silla-. ¿Y qué es lo qué sabéis, eh? ¡Así sus lleve el satanás y la peste! Que sus den por culo, ¿me oís?, ¡a todos!
Tomó el vaso de la mesa, lo bebió hasta el fondo, luego lo arrojó al suelo sin vacilar. Y se fue a toda prisa, dando un portazo.
– La cosa es seria… -comenzó al cabo Angouléme, pero esta vez fue el vampiro el que la hizo callar.
– La cosa es muy seria -confirmó éste-. No me esperaba sin embargo reacción tan extrema de parte de nuestra arquera. Por lo común se reacciona así cuando te dan calabazas, no cuando tú las das.
– ¿De qué releches estáis hablando? -Geralt se puso nervioso-. ¿Eh? ¿Me dirá por fin alguno de vosotros de qué se trata?
– Del barón Amadís de Trastámara.
– ¿Ese cazador de jeta picada de viruelas?
– El mismo en persona. Se le declaró a Milva. Hace tres días, durante una cacería. Él la llevaba invitando a cazar desde hacía un mes…
– Una de las cacerías fue de dos días. -Angouléme mostró sus dientes con descaro-. Pasando una noche en un castillete de caza, ¿entendéis? Apuesto la testa a que…
– Cierra el pico, moza. Habla, Regis.
– Le pidió la mano formalmente y con ceremonia. Milva le rechazó, parece ser que de forma más bien brusca. El barón, aunque tenía pinta de ser razonable, se enfadó con el rechazo como un mozuelo, se enfurruñó y de inmediato se fue de Beauclair. Y desde entonces Milva anda como un penitente.
– Llevamos demasiado tiempo aquí -murmuró el brujo-. Demasiado tiempo.
– ¿Y quién lo dice? -dijo Cahir, que había estado en silencio hasta aquel momento-. ¿Y quién lo dice?
– Perdonadme. -El brujo se levantó-. Hablaremos de ello cuando vuelva. El apoderado de los viñedos de Pomerol me está esperando. Y la puntualidad es la virtud del brujo.
Después de la brusca salida de Milva y de la partida del brujo, el resto de la compañía siguió desayunando en silencio. Por la cocina, asentando asustadizas sus patas uñosas, caminaban dos gallinas, una negra y otra pintarazada.
– Tengo un problemilla… -habló por fin Angouléme, posando sobre Fringilla sus ojos al otro lado de un plato que había dejado limpio arrebañándolo con un cuscurro de pan.
– Entiendo. -La hechicera afirmó con la cabeza-. No es nada terrible. ¿Cuándo tuviste la última regla?
– ¿Pero qué dices? -Angouléme se levantó con violencia, espantando a las gallinas-. ¡Nada de eso! ¡Completamente otra cosa!
– Pues te escucho.
– Geralt quiere dejarme aquí cuando se ponga en marcha.
– Oh.
– Dice -trinó Angouléme- que no tie derecho a ponerme en peligro y semejantas tonterías. Y yo quiero ir con él…
– Oh.
– No me cortes, ¿vale? Yo quiero ir con Geralt porque sólo con él no tengo miedo de que me pille el Tuerto Fulko otra vez, y aquí, en Toussaint…
– Angouléme -la interrumpió Regis-. Hablas en vano. La señora Vigo te oye, pero no te escucha. Sólo la altera una cosa: la partida del brujo.
– Oh -repitió Fringilla, volviendo la cabeza hacia él y entrecerrando los ojos-. ¿Qué es lo que os habéis dignado mencionar, señor Terzieff-Godefroy? ¿La partida del brujo? ¿Y cuándo se pondrá en marcha? Si se puede saber.
– Puede que no hoy, puede que no mañana -le respondió con voz suave el vampiro-. Pero algún día de seguro. Sin faltar a nadie.
– No pienso que me hayan faltado -respondió Fringilla con voz fría-. Por supuesto, si es a mí a quien os referís. Volviendo a ti, Angouléme, te aseguro que hablaré con Geralt de la partida de Toussaint. Te garantizo que el brujo conocerá mi opinión acerca de este asunto.
– Claro, por supuesto -bufó Cahir-. No sé cómo yo sabía que ibais a responder así, doña Fringilla.
La hechicera le miró largo rato.
– El brujo no debiera irse de Toussaint. Nadie que le quiera bien debiera empujarle a ello. ¿Dónde va a estar mejor que aquí? Nada en el lujo. Tiene sus monstruos a los que da caza y no gana poco con ello. Su amigo y conmilitón es el favorito de la condesa que aquí gobierna, la propia condesa también le es favorable. Sobre todo a causa de ese súcubo que tenía hechizadas las alcobas. Sí, sí, señores. Anarietta, como todas las nobles señoras de Toussaint, está infinitamente contenta con el brujo. El súcubo dejó de hechizar como si lo hubieran cortado con un cuchillo. De modo que las señoras de Toussaint han juntado para una recompensa especial, cualquier día de éstos la ingresarán en la cuenta del brujo en el banco de los Cianfanelli. Multiplicando la fortunilla que el brujo ya ha ido guardando allí.
– Un bonito gesto de parte de las señoras. -Regis no bajó los ojos-. Y la recompensa es merecida. No es fácil conseguir que el súcubo deje de hechizar. Me podéis creer, doña Fringilla.
– Y os creo. Y por cierto, uno de los guardias del palacio afirma haber visto al súcubo. De noche, en las almenas de la torre Caroberta. En compañía de otro espectro. Un vampiro, al parecer. Ambos demonios iban de paseo, juró el guardia, y tenían pinta de ser amigos. ¿Sabéis algo más de esto, señor Regis? ¿Sois capaces de explicarlo?
– No. -A Regis no le temblaron ni los párpados-. No lo somos. Hay cosas en el cielo y en la tierra con las que no han soñado los filósofos.
– Sin duda hay tales cosas. -Fringilla afirmó agitando su morena cabeza-. Sin embargo, en lo tocante a la presunta partida del brujo, ¿sabéis algo más? Puesto que a mí, sabed, nada me ha comentado acerca de estos propósitos, y acostumbra a contarme todo.
– Seguro -bufó Cahir. Fringilla le ignoró.
– ¿Señor Regis?
– No -dijo el vampiro al cabo de un instante de silencio-. No, doña Fringilla, os ruego que estéis tranquila. En absoluto nos concede el brujo mayor afecto ni confianza que a vos. No nos susurra al oído secreto alguno que escondiera ante vos.
– Entonces -Fringilla estaba templada como el granito-, ¿por qué estas nuevas acerca de una partida?
– Pues eso es -tampoco ahora le temblaron los párpados al vampiro- como en ese refranillo tan lleno del encanto juvenil de nuestra querida Angouléme: algún día habrá que cagar o soltar las tripas. En otras palabras…
– Ahorraos las otras palabras -le interrumpió Fringilla con brusquedad-. Éstas tan al parecer llenas de encanto han sido de sobra.
Durante un largo instante reinó el silencio. Las dos gallinas, la negra y la pintarazada, caminaban y picoteaban lo que podían. Angouléme se limpió con la manga la nariz manchada de rábano. El vampiro, pensativo, jugueteaba con una rodaja de salchicha.
– Gracias a mí -Fringilla interrumpió por fin el silencio-, Geralt ha conocido la ascendencia de Ciri, los secretos e intrigas de su genealogía, sabidos tan sólo por unos pocos. Gracias a mí conoce algo de lo que hace un año no tenía ni idea. Gracias a mí dispone de información y la información es un arma. Gracias a mí y mi protección mágica está a salvo de los escáners y así de los asesinos a sueldo, Gracias a mí y a mi magia ya no le duele la rodilla y la puede doblar. En el cuello lleva un medallón realizado con mis artes, puede que no tan bueno como el original de los brujos, pero algo es algo. Gracias a mí y sólo a mí, en la primavera o el verano, informado, seguro, sano, preparado y armado estará en condiciones de enfrentarse al enemigo. Si alguno de los presentes ha hecho por Geralt más, le ha dado más, que lo diga. Con gusto le haré un homenaje. Nadie habló. Las gallinas picoteaban las botas de Cahir, pero el joven nilfgaardiano no les prestaba atención.
– Ciertamente -dijo con énfasis-, nadie le ha dado a Geralt más que vos.
– No sé yo cómo sabía que ibais a responder así.
– No se trata de eso, doña Fringilla -empezó el vampiro. La hechicera no le dejó terminar.
– ¿De qué entonces? -preguntó agresiva-. ¿De que está conmigo? ¿Que nos unen los sentimientos? ¿De que yo no quiero que se vaya de aquí ahora? ¿Que no quiero que lo destruya su sentimiento de culpa? ¿El mismo sentimiento de culpa, de penitencia, que os empuja a vosotros al camino?
Regis guardó silencio. Cahir tampoco tomó la palabra. Angouléme les miraba, evidentemente sin entender demasiado.
– Si el que Geralt recupere a Ciri -dijo al cabo la hechicera- está escrito en los libros del destino, así será. Independientemente de que el brujo se vaya hacia la montaña o se quede en Toussaint… El destino persigue a las personas. No al revés. ¿Lo entendéis? ¿Lo entendéis vos, don Regis Terzieff-Godefroy?
– Mejor de lo que vos pensáis, señora Vigo. -El vampiro hizo girar entre sus dedos una loncha de salchicha-. Pero para mí, si me perdonáis, el destino no es un libro escrito por la mano del Gran Demiurgo, ni la voluntad del cielo, ni una sentencia ineludible emitida por no sé qué providencia, sino el resultado de muchos hechos, acontecimientos y acciones que en apariencia no tienen nada en común. Estaría dispuesto a estar de acuerdo con vos en lo de que el destino persigue a las personas… y no sólo a las personas. Sin embargo, no me convence la opinión de que no puede ser al revés. Porque tal opinión no es más que cómodo fatalismo, es un cántico de alabanza a la apatía y la desidia, almohadas de plumas y el cautiverio de un cálido regazo de dama. En pocas palabras: vivir en un sueño. Y la vida, señora Vigo, puede que sea un sueño y puede que se termine con un sueño… Pero es un sueño que hay que soñar activamente. Por eso, señora Vigo, nos está esperando el camino.
– Camino libre. -Fringilla se levantó, casi tan violentamente como no hacía mucho Milva-. ¡Venga! En los desfiladeros os esperan la nieve, la helada y el destino. Y esa expiación que os es tan necesaria. ¡Camino libre! Pero el brujo se queda aquí. ¡En Toussaint! ¡Conmigo!
– Pienso -le repuso el vampiro con serenidad- que estáis en un error, señora Vigo. El sueño que el brujo sueña es, lo reconozco con una reverencia, un sueño encantador y hermoso. Pero todo sueño, si se sueña demasiado tiempo, se transforma en pesadilla. Y se despierta uno con un grito.
Las nueve mujeres, sentadas a la enorme mesa redonda del castillo de Montecalvo, clavaron sus ojos en Fringilla Vigo. En Fringilla, que de pronto había comenzado a tartamudear.
– Geralt se fue a las bodegas de Pomerol el ocho de enero temprano. Y volvió… creo que el ocho por la noche… O bien el nueve por la mañana… No lo sé… No estoy segura…
– Más ordenado -pidió Sheala de Tancarville con la voz suave-. Por favor, más ordenado, señora Vigo. Y si hay algún fragmento de la narración que os produzca daño, simplemente os lo saltáis.
Por la cocina, asentando cuidadosamente sus patas uñosas, caminaba la gallina pintarazada. Olía a caldo de pollo.
Se abrieron las puertas con un chasquido. Geralt entró en la cocina. En su rostro, moreno a causa del viento, tenía un cardenal y una costra de color violeta y negro a causa de la sangre coagulada.
– Venga, compaña, a hacer las maletas -anunció sin preliminar alguno-. ¡Nos vamos! Dentro de una hora, ni un minuto después, quiero veros a todos en la colina, detrás de la ciudad, allí donde está el poste. Con el equipaje, a caballo, listos para un camino largo y difícil.
Aquello bastó. Como si hubieran estado esperando aquella noticia desde hacía mucho tiempo, como si desde hacía mucho tiempo hubieran estado preparados.
– ¡En un pispás! -gritó Milva, levantándose-. ¡Yo andaré lista en media horilla!
– Yo también. -Cahir se levantó, soltó la cuchara, miró al brujo con atención-. Pero querría saber de qué se trata. ¿Un capricho? ¿Una pelea de amantes? ¿O partimos de verdad?
– Partimos de verdad. Angouléme, ¿por qué pones esa cara?
– Geralt, yo…
– No tengas miedo, no te dejaré. He cambiado de opinión. A ti hay que vigilarte, mocosa, no hay que apartar la vista de ti. Venga, he dicho, a prepararse, llenad las alforjas. Y de uno en uno, para no levantar sospechas, al otro lado de la ciudad, junto al poste en la colina. Nos encontraremos allí dentro de una hora.
– ¡Al punto, Geralt! -gritó Angouléme-. ¡Joder, por fin!
En un abrir y cerrar de ojos sólo quedaron en la cocina Geralt y la gallina pintarazada. Y el vampiro, que continuaba sorbiendo tranquilamente el caldo de pollo con croquetas.
– ¿Estás esperando una invitación especial? -preguntó el brujo con voz fría-. ¿Por qué sigues sentado? ¿En vez de ponerle los arreos a la muía Draakul? ¿Y de despedirte del súcubo?
– Geralt -dijo Regis tranquilo, al tiempo que extraía una segunda ronda de la cazuela-. Para despedirme del súcubo necesito el mismo tiempo que tú para despedirte de tu morenilla. Suponiendo que tengas intenciones de despedirte de tu morenilla. Y dicho sea entre nosotros: a los jóvenes los podrás mandar a hacer el equipaje con gritos, violencias y empujones. Para mí necesitas algo más, aunque no sea más que a causa de mi edad. Te pido alguna explicación.
– Regis…
– Explicación, Geralt. Cuanto antes comiences, mejor. Te ayudaré. Ayer por la mañana, como habíais quedado, te encontraste en las puertas con el apoderado de las viñas de Pomerol…
Alcides Fierabrás, el apoderado de los viñedos de Pomerol de negra barba a quien había conocido en El Faisán en la vigilia de Yule, estaba esperando al brujo junto a la puerta, con una muía, aunque iba vestido y aderezado como si tuviera intención de viajar allá lejos, lejos, al confín del mundo, hasta la Puerta de Solveigi y el desfiladero de Elskerdeg.
– En cualquier caso no es que esté cerca -respondió al ácido comentario de Geralt-. Vos, señor, venís del ancho mundo y por ello pareceos que nuestro pequeño Toussaint es un rinconcete, pensáis que aquí de frontera a frontera se puede tirar un gorro y seco incluso. Mas estáis en yerro. A los viñedos de Pomerol, adonde nos encaminamos, no es corto el camino, si al mediodía llegamos, habrá que tenerlo por gran éxito.
– Yerro es entonces -dijo el brujo con sequedad- el ponerse en marcha tan tarde.
– Cierto, yerro será. -Alcides Fierabrás le miró y se sopló los bigotes-. Mas no sabía que fuerais de los de levantarse al romper el alba. Porque esto no es normal en aquí entre los grandes señores.
– No soy un gran señor. En camino, señor apoderado, no perdamos tiempo en pláticas vanas.
– De los mismos labios me lo habéis quitado.
Atravesaron la ciudad para acortar el camino. Geralt al principio quiso protestar, tenía miedo de que se quedaran atascados en algunas de las callejas llenas de gente que tan bien conocía. Sin embargo, como se vio, el apoderado Fierabrás conocía mejor tanto la ciudad como la hora en que no había tráfico en las calles. Cabalgaron deprisa y sin problemas.
Entraron en la plaza, dejaron a un lado el cadalso. Y la horca con su ahorcado.
– Cosa de riesgo es -el apoderado señaló con un movimiento de cabeza- el ajuntar rimas y cantar canciones. En especial, públicamente.
– Severos son aquí los jueces. -Geralt entendió al punto de qué se trataba-. En cualquier otro lugar por una burla como mucho toca la picota.
– Depende de sobre quién sea la burla -valoró sereno Alcides Fierabrás-. Y de cómo esté rimada. Nuestra señora condesa buena es, y entrañable, pero como se enfade…
– A las canciones, como dice cierto amigo mío, no se las puede acallar.
– A las canciones no. Pero al cantador sí, miradlo.
Atravesaron la ciudad, cruzaron la puerta de los Toneleros enfrente del valle del Blessure, que se agitaba y espumeaba vivamente en los rápidos. Sólo quedaba nieve en las sombras y huecos de los campos, pero hacía bastante frío. Les pasó un grupo de caballeros, que de seguro se dirigían hacia el paso de Cervantes, a la atalaya fronteriza de Vedette. Todo se llenó del color de los escudos pintados y de las capas y gualdrapas bordadas con grifos, leones, corazones, lises, estrellas, cruces, vacas y otros artificios heráldicos. Tronaban los cascos, chasqueaban las enseñas, resonaba cantada con voz potente una estúpida canción acerca de la suerte del caballero y de su amada, la cual, en vez de esperar, se dio mucho antes.
Geralt siguió a la comitiva con la mirada. La visión de los caballeros andantes le trajo a la memoria a Reynart de Bois-Fresnes, el cual apenas acababa de volver del servicio y recuperaba fuerzas en los brazos de su burguesa, cuyo marido, mercader, no volvía por las mañanas ni las tardes, de seguro retenido en algún lugar del camino por ríos desbordados, bosques llenos de ñeras y otras locas fuerzas de la naturaleza. El brujo no pensaba en arrancar a Reynart del abrazo de su amada, pero lamentaba verdaderamente el no haber trasladado el contrato con los viñedos de Pomerol a otro momento posterior. Apreciaba al caballero, le faltaba su compañía.
– Vayamos, señor brujo.
– Vayamos, señor Fierabrás.
Caminaron por el camino real en dirección al río. El Blessure se retorcía y hacía meandros, pero había muchos puentes, así que no se vieron obligados a alargar el camino. De los ollares de Sardinilla y de la muía resalía vapor.
– ¿Qué pensáis, señor Fierabrás, va a durar mucho el invierno?
– En el Saovine heló lo suyo. Y bien dice el refrán: «Saovine de yelos, ponte el sombrero».
– Entiendo. ¿Y a vuestras viñas? ¿No les afecta el frío?
– Año hubo de más fríos.
Cabalgaron en silencio.
– Mirad allá -habló Fierabrás, al tiempo que señalaba-. Allá en la umbría está la aldea de Los Bajos Pelados, En aquellos campos, cosa rarísima, crecen cacerolas.
– ¿Cómo?
– Cacerolas. Se crían en el seno de la tierra, de por sí, no más que por arte de la naturaleza, sin ayuda humana alguna. Tal y como en otros sitios crecen patatas o nabos, en Los Bajos Pelados crecen cacerolas. De todo tipo y diferentes formas.
– ¿De verdad?
– Que se me coman los gusanos. Por ello tiene Los Bajos Pelados contactos comerciales con la aldea de Tambores, en Maecht. Puesto que allá, por lo que dice la gente, crecen tapaderas de cacerolas.
– ¿De todo tipo y diferentes formas?
– En el clavo disteis, señor brujo.
Siguieron adelante. En silencio. El Blessure se retorcía y espumeaba entre las peñas.
– Yallá, mirad, señor brujo, están las ruinas del antiquísimo castillo de Dun Tynne. De creer los cuentos, fuera él testigo de terribles escenas. Walgerius, al que llamaban Robustus, mató allí de forma sangrienta y entre crueles tormentos a su infiel esposa, al amante de ésta, a la madre de ésta, a la hermana y el hermanó de ésta. Y luego sentóse y lloró, sin decir por qué…
– He oído hablar de ello.
– ¿Anduvisteis ya por acá?
– No.
– Ja. Largo corrieron los cuentos.
– En el clavo disteis, señor apoderado.
– ¿Y aquella -señaló el brujo- tan esbelta torrecilla, allá, tras aquel castillo? ¿Qué es lo que sea?
– ¿Aquélla? ¿El santuario aquél?
– ¿De qué deidad?
– Y quién se va a acordar.
– Cierto. Quién se va.
Hacia el mediodía distinguieron los viñedos, que caían suavemente hacia el Blessure por las faldas de las colinas, cubiertas por las rizadas ramas de unas vides ordenadamente dispuestas, ahora tristes, desnudas y secas. En la cumbre de la colina más alta, azotados por el viento, se erguían hacia el cielo una torre, un grueso donjón y las barbacanas del castillo de Pomerol.
A Geralt le interesó el que el camino que llevaba hasta el castillo estuviera gastado, arañado por los cascos de los caballos y las llantas de las ruedas no menos que el patio principal. Se veía claramente que mucha gente dejaba el camino para entrar al castillo de Pomerol. Se abstuvo de preguntar hasta el momento en que vieron junto al castillo algunos carros uncidos, cubiertos con lonas, vehículos sólidos y poderosos usados para el transporte a larga distancia.
– Mercaderes -le aclaró el apoderado cuando le preguntó-. Comerciantes de vino.
– ¿Mercaderes? -se asombró Geralt-. ¿Cómo es eso? Pensaba que los pasos de las montañas estaban cubiertos de nieve, y que Toussaint estaba aislado del mundo… ¿De qué forma llegaron aquí los mercaderes?
– Para los mercaderes -dijo el apoderado Fierabrás con gesto serio- no hay mal camino, a lo menos para aquéllos que tratan seriamente su proceder. Ellos, señor brujo, tienen la siguiente regla: si el fin lo merece, habrá de hallarse un modo.
– Ciertamente -dijo Geralt con lentitud- es ésa regla acertada y digna de emulación. En toda situación.
– Sin chanzas. Mas verdad es que algunos de los tratantes anidan acá desde el otoño, no pueden irse. Pero no dejan decaer el espíritu y dicen, bah, y qué más da, a cambio andaremos los primeros en la primavera, antes de que la competencia aparezca. Ellos lo llaman: pensar positivamente.
– Y también tal regla -Geralt afirmó con la cabeza- es difícil de rechazar. Una cosa sola me resulta chocante, señor apoderado. ¿Por qué los mercaderes están aquí, en estos despoblados, y no en Beauclair? ¿La condesa no se digna darles hospitalidad? ¿Desprecia acaso a los mercaderes?
– Para nada -respondió Fierabrás-. La señora condesa los convida a menudo, mas ellos la rechazan cortésmente. Y se quedan en las viñas.
– ¿Por qué?
– Beauclair, dicen, no es más que banquetes, bailes, jaranas, borracheras y amoríos. Allá el hombre se apoltrona, embrutece y pierde el tiempo, en vez de pensar en el comercio. Y hase de pensar en lo que de verdad sea importante. En el fin, que todo lo justifica. Sin pausa. Sin alterar los pensamientos con zarabandas. Entonces, y sólo entonces, se alcanza el fin buscado.
– Ciertamente, señor Fierabrás -dijo el brujo con lentitud-. Contento estoy de nuestro común viaje. Mucho he de aprovechar las nuestras pláticas. Mucho, de verdad.
Pese a lo que el brujo esperaba, no entraron en el castillo de Pomerol, sino que siguieron un poco más allá, hacia un promontorio al otro lado del valle sobre el que se elevaba otro castillejo, algo más pequeño y mucho peor cuidado. El castillo se llamaba Zurbarrán. Geralt se alegró ante la perspectiva del próximo trabajo, puesto que Zurbarrán, oscuro y dentado a causa de las derruidas almenas, tenía un aspecto que ni pintado para ser ruina maldita, sin duda alguna repleta de hechizos, monstruos y desvarios. En su interior, en el patio, en lugar de monstruos y desvarios contempló a unas cuantas personas enfrascadas en tareas tan fantásticas como hacer rodar unos barriles, cepillar unas tablas y clavarlas con ayuda de clavos. Olía a madera nueva, a cal nueva y a estiércol antiguo, a vino amargo y amarga sopa de guisantes. Al poco sirvieron la sopa. Hambrientos a causa del camino, el viento y el frío, comieron ansiosos y en silencio. Les acompañaba un asistente del apoderado Fierabrás, el cual le fue presentado a Geralt como Simón Gilka. Les servían dos muchachas rubias de cabellos de al menos dos codos de longitud. Ambas le lanzaron al brujo unas miradas tan expresivas que éste decidió ocuparse de inmediato del trabajo. Simón Gilka no había visto al monstruo. Tan sólo conocía su aspecto por relatos de segunda mano.
– Negro era como la pez, mas cuando se arrastrara por la pared, se podían ver los ladrillos a través suyo. Como la gelatina era, si me entendéis, señor brujo, o, con perdón, como los mocos. Y tenía las patas largas y finústicas, y cuantiosas patas tenía, a lo menos ocho o más quizá. Y Yontek se quedó quieto parao, quieto parao, mirando hasta que al cabo se le ocurrió algo y se lió a gritar: «¡Desparece, piérdete!», y hasta añadió un exorcismo: «¡Y asá te murieras, jodeputa!». Y antonces el bicharraco, ¡sis, sis, sis! Siseó y hasta luego Lucas. Y huyó como alma que lleva el diablo. Entonces los mozos dijeron: si hay un moustruo, pues, coño, darnos un aumento por currar en situación prejudicial para la salud, y si no, pues nos vamos al gremio y os denunciamos. Vuestro gremio, les dije, me la puede…
– ¿Cuándo se vio al monstruo por vez primera? -le interrumpió Geralt.
– Unos tres días hace. Así como antes de Yule.
– Dijisteis -el brujo miró al apoderado- que antes de Lammas.
A Alcides Fierabrás se le ruborizaron los lugares que no estaban cubiertos por la barba. Gilka bufó.
– Vaya, vaya, señor apoderado, si se quiere apoderar, pues ha de estarse más aquí, y no andar lustrando la silla con el culo en la oficina de Beauclair. Pienso yo que…
– No me interesan -le interrumpió Fierabrás- vuestros pensamientos. Hablar del monstruo.
– Y que ya lo dije, coño. Todo lo que pasó.
– ¿No hubo víctimas? ¿Nadie fue atacado?
– No. Un año ha que desapareció un bracero sin dejar rastro. Hay quien dice que fue el moustruo quien lo agarrara y se lo arrastrara al abismo. Mas otros dicen que qué cojones de moustruo ni que ocho cuartos, sino que al tal bracero de su mesma gana hizo un yo me largo y ello a causa de otros y de los elementos. Pues él, fijarsus, jugaba a los güesos con ansia y para colmo le infló la tripa a una molinera y la tal molinera se fue al juez y el juez por su parte le mandó al bracero pasarle una pensión…
– ¿No atacó el monstruo a nadie más? -Geralt interrumpió nervioso la prédica-, ¿Nadie más lo ha visto?
– No.
Una de las mozas, al servirle el vino local a Geralt, le pasó un pecho por la oreja, después de lo cual maulló invitadora.
– Vamos -dijo Geralt rápido-. No hay por qué platicar ni darle vueltas. Llevadme a las bodegas.
El amuleto de Fringilla, triste era el afirmarlo, no cumplía con las esperanzas puestas en él. El que aquella crisoprasa labrada y envuelta en plata sustituiría a su medallón brujeril del lobo, Geralt no lo había creído ni por un instante. Fringilla al fin y al cabo tampoco lo había prometido. Sin embargo, le había asegurado -muy segura de ello- que cuando se integrara con la psique del que lo llevaba, el amuleto sería capaz de realizar muy distintas cosas, entre ellas, avisar del peligro. Sin embargo, o bien el hechizo de Fringilla no había tenido éxito o bien Geralt y el amuleto diferían en lo que consideraban o no como peligro. La crisoprasa apenas tembló perceptiblemente cuando, al ir hacia el sótano, cortaron el paso a un enorme gato cano que desfilaba por el patio con la cola en alto. El gato, al cabo, debía de haber recibido alguna señal del amuleto, porque bufó, maullando agudamente. Cuando el brujo entró en el sótano, el medallón comenzó a vibrar acá y allá de forma enervante, y ello en bóvedas secas, ordenadas y limpias en las que la única amenaza era el vino guardado en unos grandes barriles. A alguien que, habiendo perdido el autocontrol, se tumbara con la boca abierta bajo los grifos, le amenazaba allí una tremenda borrachera. Y nada más.
Sin embargo, el medallón no tembló cuando Geralt dejó la parte de los subterráneos que estaba en uso y bajó por una sucesión de escaleras y galerías. El brujo ya hacía mucho que se había dado cuenta de que bajo la mayoría de los viñedos de Toussaint había antiquísimas minas. De seguro que había sido así que, cuando las viñas que se habían plantado comenzaron a crecer y a asegurar mejores beneficios, se había terminado con la explotación del mineral y se habían abandonado las minas, adaptando en parte sus corredores y túneles para bodegas y sótanos. Los castillos de Pomerol y Zurbarrán estaban construidos sobre una antigua mina de pizarra. Abundaban allí las galerías y agujeros, bastaba un simple momento de descuido para caer al fondo de alguna complicada fractura. Parte de los agujeros estaban velados por tablas podridas cubiertas de polvo de pizarra y casi no se diferenciaban del suelo. Un paso descuidado sobre algo así era peligroso, de modo que el medallón tenía que advertir de ello. No advertía. Tampoco advirtió cuando de un montón de rocas de pizarra a unos diez pasos por delante de Geralt surgió una forma difusa que arañó con sus uñas el suelo, sacó la sin hueso con rabia y aulló horrendamente, después de lo cual con un silbido y un chirrido echó a correr por el túnel y se escondió en uno de los nichos que se abrían en la pared.
El brujo maldijo. El artilugio mágico reaccionaba ante los gatos pelicanos, pero no con los gremlins. Habrá que hablar de esto con Fringilla, pensó, acercándose al agujero por el que había desaparecido la criatura.
El amuleto tembló con fuerza.
Justo a tiempo, pensó. Pero entonces reflexionó. Puede que el medallón no fuera tan estúpido al fin y al cabo. La táctica acostumbrada y preferida de los gremlins se basaba en la huida y la encerrona durante la que se cortaba al perseguidor con unas zarpas tan afiladas como hoces. El gremlin podía estar esperando allí, en la oscuridad, y el medallón lo señalaba. Esperó largo rato, conteniendo el aliento, aguzando el oído con cuidado. El amuleto yacía tranquilo e inerte sobre su pecho. Del agujero salía un hedor desagradable, podrido. Pero reinaba un silencio absoluto. Y ningún gremlin habría aguantado tanto tiempo en silencio. Sin pensárselo, se arrastró al agujero y continuó a cuatro patas, rozándose la espalda con la deformada roca. No avanzó mucho.
Algo crujió y chascó, el suelo cedió y el brujo cayó junto con algunas libras de arena y grava. Por suerte aquello duró poco, bajo sus pies no había un abismo sin fondo sino un simple agujero. Rodó como mierda por un canal de alcantarilla y chocó con un estruendo contra unos fragmentos de madera podrida. Agitó los cabellos y escupió arena, lanzó unas blasfemias terribles. El amuleto vibraba sin pausa, le golpeteaba en el pecho como un gorrión bajo la axila. El brujo se contuvo de arrancárselo y mandarlo al diablo. En primer lugar porque Fringilla se pondría furiosa. En segundo, la crisoprasa tenía al parecer otras cualidades hechiceriles. Geralt albergaba la esperanza de que aquéllas serían más fiables. Cuando intentó levantarse tentó con la mano la redondez de una calavera. Y comprendió que aquello sobre lo que yacía no era madera en absoluto.
Se levantó, distinguió con rapidez un montón de huesos. Todos eran humanos. Todos eran personas que, en el momento de su muerte, habían estado cubiertos de cadenas y casi con toda seguridad desnudos. Los huesos estaban golpeados y mordisqueados. Puede que cuando los mordieran aquellas personas ya no estuviesen vivas. Pero aquello no era seguro.
De aquella galería le sacó un corredor largo, recto como una flecha. La pared pizarrosa estaba bastante bien pulida, no parecía ya una mina. Salió de pronto a una enorme caverna cuyo techo estaba sumido en la oscuridad. El centro de la caverna lo ocupaba un gigantesco agujero, negro y sin fondo, sobre el que colgaba un puente de piedra con un aspecto peligrosamente elaborado.
Fluían gotas de agua por las paredes, su eco resonaba. Un viento frío y apestoso surgía del abismo. El amuleto estaba tranquilo. Geralt entró en el puente, atento y concentrado, intentando mantenerse lejos de las balaustradas a punto de deshacerse. Al otro lado del puente había otro corredor. En sus pulidas paredes advirtió unos oxidados soportes para antorchas. Había también allí nichos, en algunos de los cuales había estatuas de granito, sin embargo el agua que había caído durante años las había erosionado y desfigurado hasta convertirlas en muñecos sin forma. En las paredes colgaban también placas con relieves. Éstas, realizadas en un material más resistente, eran más legibles. Geralt reconoció una mujer con cuernos de media luna, una torre, una golondrina, un jabalí, un delfín, un unicornio.
Escuchó una voz.
Se detuvo, conteniendo el aliento.
El amuleto vibraba.
No, aquello no era una ilusión, no era el susurro de la pizarra desmoronándose ni el eco del agua goteando. Era una voz humana. Geralt cerró los ojos, aguzó el oído. La localizó. La voz, el brujo se dejaría cortar el cuello, provenía de otro de los nichos, detrás de otra estatua deformada, aunque no tanto como para haber perdido unas redondas formas de mujer. Esta vez el medallón estuvo a la altura de las circunstancias. Brilló y Geralt advirtió de pronto un reflejo metálico en la pared. Abrazó a la deformada mujer en un poderoso abrazo, la hizo girar con fuerza. Algo chirrió, todo el nicho giró sobre un soporte de acero, dejando al descubierto unas escaleras retorcidas. De nuevo le alcanzó una voz que provenía de la cima de las escaleras. Geralt no se lo pensó largo rato.
Arriba encontró una puerta que se abrió sin resistencia e incluso sin chirrido. Detrás de la puerta había un pequeño cuarto abovedado. De las paredes surgían cuatro enormes tubos de latón que se abrían al final como si fueran trompas. En el centro, entre las salidas de las trompas, había un sillón y en el sillón estaba sentado un esqueleto. Sobre el cráneo, hundido hasta los dientes, tenía los restos de un birrete, estaba vestido con los harapos de lo que alguna vez fueran ricos ropajes, una cadena de oro al cuello, y en las piernas unas botas de cordobán muy mordisqueadas por las ratas con los pies al descubierto.
Una carcajada surgió de una de las trompas, tan fuerte e inesperada que el brujo hasta dio un salto. Luego alguien se sonó los mocos, un sonido que amplificado muchas veces por el tubo de latón sonó como el averno.
– Salud -surgió del tubo-. Vaya unos mocos tenéis, Skellen.
Geralt quitó el esqueleto del sillón, sin olvidarse de arrancarle la cadena de oro y metérsela en el bolsillo. Luego se sentó en el lugar de las escuchas. En el final de las trompas.
Uno de los espiados tenía voz de bajo, profunda y vibrante. Cuando hablaba, el tubo de latón hasta retumbaba.
– Vaya unos mocos tenéis, Skellen. ¿Dónde os habéis resfriado de tal modo? ¿Y cuándo?
– No vale la pena hablar de ello -dijo el acatarrado-. La maldita enfermedad se me ha pegado y sigue aquí, apenas ha desaparecido, vuelve de nuevo. Ni la magia ayuda.
– ¿No sería mejor entonces cambiar de mago? -habló otra persona con una voz chirriante como una pluma vieja y oxidada-. El Vilgefortz ése, de momento, no puede vanagloriarse de muchos éxitos, desde luego. En mi opinión…
– Dejémoslo -le interrumpió alguien que hablaba con un curioso arrastrar de las sílabas-. No es por esto por lo que hemos organizado aquí este encuentro, en Toussaint. En el confín del mundo.
– ¡En el puto culo del mundo!
– Este confín del mundo -dijo el acatarrado- es el único país que conozco que no posee un servicio secreto propio. El único rincón del imperio que no está plagado de agentes de Vattier de Rideaux. Este eternamente gozoso y embriagado condado es considerado una comedia y nadie lo trata en serio.
– Estos paisejos -dijo el que arrastraba las sílabas- siempre fueron un paraíso para los espías y el lugar preferido para sus encuentros. Por ello atraían también al contraespionaje y a los espías, a diversos mirones y escuchadores profesionales.
– Puede que así fuera antes. Pero no con el gobierno de las hembras, algo que dura ya en Toussaint casi cien años. Repito, estamos seguros aquí. Nadie nos encontrará ni espiará. Podemos, fingiendo ser mercaderes, hablar tranquilamente acerca de las cuestiones que son de tanto interés sobre todo para vuesas mercedes. Para vuesas fortunas privadas y privados latifundios.
– ¡Desprecio lo privado, desde luego! -se emocionó el chirriante-. ¡Y no por lo privado estoy aquí! Sólo y exclusivamente me preocupa el bienestar del imperio. ¡Y el bienestar del imperio, señores, es una dinastía fuerte! Perjuicio sin embargo y gran mal para el imperio será si en el trono se sienta alguna fruta mezclada y podrida de mala sangre, descendiente de los conejos del norte, enfermos física y moralmente. ¡No, señores! ¡Ante tal cosa yo, De Wett de los De Wettos, por el Gran Sol, no me quedaré mirando sin hacer nada! Cuanto más que la mi hija ya tenía casi prometido…
– ¿Tu hija, De Wett? -bramó el de la voz vibrante, de bajo-. ¿Y qué tengo yo que decir? ¿Yo, que apoyé a aquel cachorro de Emhyr entonces en lucha contra el usurpador? ¡Al cabo fue de mi residencia que se lanzaron los cadetes a asaltar el palacio! Entonces, el mozuelo miraba con gusto a mi Eilan, le sonreía, le hacía cumplidos, y de tapadillo, lo sé, le apretaba las tetas. Y ahora qué… ¿otra emperatriz? ¿Una afrenta así? ¿Un insulto tal? ¡Un emperador del imperio eterno que pone a una vagabunda de Cintra por encima de las hijas de las antiguas familias! ¿Qué? ¿Se sienta en el trono por merced mía y se atreve a denigrar a mi Eilan? ¡No, no lo permitiré!
– ¡Ni yo! -gritó otra voz, alta y exaltada-. ¡A mí también me causó ofensa! ¡Por esa vagabunda cintriana repudió a mi mujer!
– Por suerte -intervino el arrastrador de sílabas-, a la vagabunda se la mandó al otro mundo. Por lo que se entiende de la relación del señor Skellen.
– He escuchado esta relación con mucha atención -dijo el chirriante- y he llegado a la conclusión de que no cabe de ella más que concluir que la vagabunda desapareció. Y si desapareció, entonces puede aparecer de nuevo. Desde el año pasado ella ha desaparecido y aparecido varias veces. Ciertamente, señor Skellen, mucho nos habéis decepcionado, desde luego. ¡Vos y ese hechicero, Vilgefortz!
– ¡No es hora de darle vueltas a esto, Joachim! No es hora de acusarse mutuamente y echar las culpas, crear una grieta en nuestra unidad. Tenemos que estar firmemente unidos. Y decididos. No importa si la cintriana vive o no. El emperador, que ya una vez humilló a las viejas familias, ¡lo seguirá haciendo! ¿No está la cintriana? ¡A cambio dentro de algunos meses es capaz de presentamos como emperatriz a una zerrikana o una de Zangwebar! ¡No, por el Gran Sol, no lo permitiremos!
– ¡No lo permitiremos, desde luego! ¡Bien hablas, Ardal! La familia de los Emreis ha defraudado nuestras esperanzas, cada minuto que Emhyr esté en el trono es perjudicial para el imperio, desde luego. Y hay a quien poner en el trono. El joven Voorhis…
Se escuchó un sonoro estornudo, al que siguió el sonido de sonarse los mocos.
– Una monarquía constitucional -dijo el estornudador-. Ya es hora de que haya una monarquía constitucional, un sistema progresista. Y luego la democracia… El poder del pueblo…
– El emperador Voorhis -repitió con énfasis la voz profunda-. El emperador Voorhis, Stefan Skellen. El cual se casará con mi Eilan o con alguna de las hijas de Joachim. Y entonces yo como gran canciller de la corona, De Wett como mariscal de campo. Vos por vuestra parte, Stefan, como conde y ministro del interior. A no ser que como partidario de no sé qué pueblo ni dueblo renunciéis a cargos y títulos. ¿No?
– Dejemos en paz los procesos históricos -dijo conciliador el acatarrado-. A éstos de cualquier modo no los detendrá nadie. En lo que respecta al día de hoy, vuesa merced gran canciller Aep Dahy, si tengo alguna reserva hacia la persona del duque Voorhis es principalmente porque se trata de persona de carácter férreo, orgulloso y estirado, al que no es fácil influir.
– Si se puede añadir algo -respondió el arrastrador de sílabas-. El duque Vóorhis tiene un hijo, el pequeño Morvran. Éste es bastante mejor candidato. En primer lugar, posee mayores derechos al trono, tanto por parte paterna como materna. En segundo lugar, es un niño, en lugar del cual gobernará el consejo de regencia. O sea, nosotros.
– ¡Tonterías! ¡Nos la apañaremos también con el padre! ¡Encontraremos el modo!
– ¡Ofrezcámosle -propuso el exaltado- a mi mujer!
– Silencio, conde Broinne. No es momento ahora para ello. Señores, de otra cosa debiéramos ahora hablar, desde luego. Quisiera resaltar que Emhyr var Emreis aún gobierna.
– Y de qué modo -convino el acatarrado al tiempo que se sonaba en un pañuelo-. Gobierna y vive, está estupendamente, tanto de cuerpo como de mente. No hay forma de dudar sobre todo de esto último, después de cómo se libró de vuesas mercedes sacándoos de Nilfgaard junto con los ejércitos que os podrían ser fieles. ¿Cómo entonces pretendéis realizar un golpe de estado, señor duque Ardal, si en cualquier momento os tocará ir a la guerra a la cabeza del grupo de ejército Este? Y el duque Joachim creo que también deberá estar junto a sus ejércitos, en el grupo de operaciones especiales Verden.
– Ahórrate los sarcasmos, Stefan Skellen. Y no hagas gestos que sólo en tu opinión te hacen parecerte a tu nuevo señor, el hechicero Vilgefortz. Y has de saber, Antillo, que si Emhir sospecha de algo, precisamente la culpa la tenéis vosotros, tú y Vilgefortz. Reconoce que queríais haber capturado a la cintriana y mercadearla, comprar la merced de Emhyr. Ahora que la moza ha desaparecido, no hay con qué mercadear, ¿cierto? Emhyr os descuartizará con sus caballos, desde luego. ¡No salvaréis las cabezas ni tú ni el hechicero con el que te vincularas en contra de nuestra voluntad!
– Nadie de nosotros salvará la cabeza, Joachim -intervino el bajo-. Hay que mirar a la verdad a los ojos. No estamos en mejor situación que Skellen. Las circunstancias han hecho que todos vayamos en un mismo barco.
– ¡Pero fue Antillo quien nos metió en ese barco! Teníamos que actuar en secreto, ¿y ahora qué? ¡Emhyr lo sabe todo! ¡Los agentes de Vattier de Rideaux persiguen a Antillo por todo el imperio! ¡Y para librarse de nosotros nos mandan a la guerra, desde luego!
– De esto precisamente -dijo el que arrastraba las sílabas- me alegraría, lo aprovecharía. Todos, os lo aseguro, señores, están ya hartos de la guerra que está en trance. El ejército, el pueblo llano, y sobre todo los mercaderes y empresarios. El mero hecho del final de la guerra será saludado por todo el imperio con gran alegría, independientemente de cómo se termine la guerra. Y vos, como comandantes de los ejércitos, tenéis una influencia en el resultado de la guerra, por así decirlo, al alcance de la mano. ¿Algo más simple, en el caso de que el conflicto armado acabe en victoria, que vestirse los laureles? ¿Y en caso de derrota, aparecer como enviados de la providencia, encargados de las negociaciones que pongan punto final al derramamiento de sangre?
– Cierto -dijo al cabo el chirriante-. Por el Gran Sol, es cierto. Bien habláis, señor Leuvaarden.
– Emhyr -dijo el bajo- se ha puesto él mismo la soga al cuello, al mandarnos al frente.
– Emhyr -dijo el exaltado- todavía sigue vivo, señores duques. Vivo y con buena salud. No repartamos la piel del oso.
– No -dijo el bajo-. Matemos antes al oso.
El silencio duró largo rato.
– Así que un atentado. Muerte.
– Muerte.
– ¡Muerte!
– ¡Muerte! Es la única solución. Emhyr tiene partidarios mientras esté vivo. Cuando Emhyr muera, nos apoyarán todos. Estará de nuestro lado la aristocracia, porque la aristocracia somos nosotros y la fuerza de la aristocracia es su solidaridad. De nuestro lado se pondrán buena parte del ejército, especialmente la parte del cuerpo de oficiales que recuerda la purga de Emhyr después de la derrota de Sodden. Y estará de nuestro lado el pueblo…
– Porque el pueblo es ignorante, tonto y es fácil de manipular -terminó, al tiempo que se limpiaba los mocos, Skellen-. Basta con gritar «¡hurra!», echar un discurso en las escaleras del senado, abrir las cárceles y bajar los impuestos.
– Tenéis toda la razón, coronel -dijo el que arrastraba las sílabas-. Ahora sé por qué habláis tanto de la democracia.
– Advierto -chirrió el llamado Joachim- que no nos será tan fácil, señores. Todo nuestro plan se basa en que muera Emhyr. Y no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que Emhyr tiene muchos partidarios, tiene el cuerpo de ejércitos interiores, tiene una guardia fanática. No será fácil abrirse paso por la brigada Imperator y ésta, no os hagáis ilusiones, luchará hasta el último hombre.
– Y aquí -anunció Skellen- es donde nos ofrece su ayuda Vilgefortz. No tendremos que rodear el palacio ni abrirnos paso a través de los Imperas. El asunto lo solucionará un asesino con protección mágica. Tal y como sucedió en Tretogor antes de la rebelión de los magos de Thanedd.
– El rey Radowid de Redania.
– Así es.
– ¿Vilgefortz tiene un asesino así?
– Lo tiene. Y para ganarnos vuestra confianza, señores, os diremos quién es. La hechicera Yennefer, a la que tenemos en prisión.
– ¿En prisión? Tenía entendido que Yennefer estaba aliada con Vilgefortz.
– Es su prisionera. Hechizada e hipnotizada, programada como un golem, realizará el atentado. Y luego se suicidará.
– No me pega aquí una hechicera hipnotizada -dijo el que arrastraba las sílabas, y el desagrado hizo que las arrastrara aún más-. Mejor sería un héroe, un ardiente militante, un vengador…
– Vengadora -le interrumpió Skellen-. Viene aquí que ni pintado, señor Leuvaarden. Yennefer vengará los daños que le causara el tirano. Emhyr persiguió y llevó a la muerte a su pupila, una niña inocente. Este cruel dictador, ese degenerado, en lugar de ocuparse del imperio y del pueblo, perseguía y torturaba niños. Le alcanzó la mano vengadora…
– A mí me parece -anunció con su voz de bajo Ardal aep Dahy- muy bien.
– A mí también -chirrió Joachim de Wett.
– ¡Estupendo! -gritó con exaltación el conde Broinne-. Por la violación de mujeres ajenas le alcanzará al tirano depravado la mano de la justicia. ¡Estupendo!
– Una cosa. -Leuvaarden arrastró las sílabas-. Para conseguir nuestra confianza, señor coronel Skellen, pido que nos reveléis el lugar actual donde se encuentra el señor Vilgefortz.
– Señores, yo… No me es posible…
– Ésta será nuestra garantía. La fianza de nuestra sinceridad y devoción a la causa.
– No temas la traición, Stefan -añadió Aep Dahy-. Ninguno de los presentes nos traicionará. Es una paradoja. En otras circunstancias puede que se encontrara entre nosotros alguno que quisiera comprar su vida traicionando a los demás. Pero todos aquí sabemos demasiado bien que la deslealtad no compraría nada. Él tiene un pedazo de hielo en lugar de corazón. Y por eso morirá. Stefan Skellen, no vaciles más.
– Está bien -dijo-. Que sea entonces la fianza de la sinceridad. Vilgefortz se esconde en…
El brujo, sentado al final de las trompas, apretó los puños hasta hacerse daño. Y aguzó el oído. Y la memoria.
Las dudas del brujo en lo respecto al amuleto de Fringilla no estaban justificadas y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Cuando entró en la gran caverna y se acercó al puente de piedra sobre el negro abismo, el medallón se le retorció y removió en el cuello ya no como un gorrión, sino como un pájaro grande y fuerte. Un cuervo, por poner un ejemplo.
Geralt se quedó congelado. Detuvo el amuleto. No realizó ni el más mínimo movimiento, para que a su oído no lo equivocara ni un susurro ni inspiraciones algo más ruidosas. Esperó. Sabía que al otro lado del precipicio, al otro lado del puente, había algo agazapado en la oscuridad. No excluía que algo podía esconderse también a sus espaldas y que el puente podía ser una trampa. No tenía intención alguna de dejarse atrapar en ella. Esperó. Hasta que sucedió.
– Hola, brujo -escuchó-. Te estábamos esperando.
La voz que llegaba de la oscuridad sonaba extraña. Pero Geralt ya había escuchado voces como aquélla, las conocía. Eran las voces de seres que no estaban acostumbrados a entenderse con la ayuda del habla. Sabiendo usar del aparato de pulmones, diafragma, tráquea y cuerdas vocales, estas criaturas no controlaban del todo el aparato de la articulación, incluso cuando sus labios, paladar y lengua tenían una estructura totalmente parecida a la humana. Las palabras emitidas por estos seres, aparte de una extraña acentuación y entonación, estaban llenas de sonidos que no eran agradables para el oído humano: desde duros y feos chasquidos hasta sílabas blandas, silbantes y resbaladizas.
– Te estábamos esperando -repitió la: voz-. Sabíamos que vendrías cuando se te atrajera con rumores. Que te arrastrarías aquí, bajo la tierra, para buscar, perseguir, acosar y matar. Ya no saldrás de aquí. No verás más ese sol que tanto amas.
– Muéstrate.
Algo se movió en la oscuridad, al otro lado del puente. Las tinieblas de cierto sitio parecieron hacerse más densas y cobrar una forma torpemente humana. El ser, daba la sensación, no podía quedarse ni por un segundo en la misma posición y lugar, las cambiaba con ayuda de unos movimientos rápidos, nerviosos, atropellados. El brujo ya había visto antes seres como aquél.
– Un korred -afirmó con voz fría-. Podría haberme esperado aquí a alguien como tú. Hasta resulta raro que no me topara contigo antes.
– Mira, mira. -En la voz del nervioso ser había sarcasmo-. En la oscuridad y me reconoció. ¿Y a aquél lo reconoces? ¿Y a aquél? ¿Y a aquél?
De la oscuridad, sin hacer ruido como si fueran espíritus, surgieron otros tres seres. Uno, que acechaba detrás del korred, en forma y rasgos generales también era humanoide, pero más bajo, más encorvado y más simiesco. Geralt sabía que era un kilmulis. Dos monstruos más, como había imaginado, estaban ocultos delante del puente, listos para cortarle la retirada cuando entrara en él. El primero por la izquierda, que retorcía sus uñas como una enorme araña, se quedó congelado, recogiendo sus muchas patas. Era un priskirniko. La última criatura, que recordaba rudamente a un candelabro, surgió, parecía, directamente de la agrietada pared de pizarra. Geralt no fue capaz de adivinar qué es lo que era. En ninguno de los libros de los brujos figuraba un monstruo así.
– No quiero pelea -dijo, contando un poco con el hecho de que las criaturas habían comenzado conversando, en vez de simplemente lanzarse sobre su pescuezo en las tinieblas-. No quiero pelea con vosotros. Pero si hace falta, me defenderé.
– Lo tenemos calculado -anunció siseante el korred-. Por eso somos cuatro. Por eso te preparamos esta encerrona. Nos has envenenado la vida, brujo canalla. El agujero más hermoso en esta parte del mundo, un maravilloso lugar para invernar, nosotros invernamos aquí desde el comienzo de la historia, casi. Y ahora tú has aparecido para cazar, cabrón. Para perseguirnos, alcanzarnos, matar por dinero. Se acabó. Y también tú te acabaste.
– Escucha, korred…
– Más cortésmente -bramó la criatura-. No aguanto la mala educación.
– Entonces cómo…
– Señor Schweitzer.
– Entonces, señor Schweitzer -continuó Geralt, en apariencia humilde y sumiso-, éste es el caso. Entré aquí, no lo escondo, como brujo y con una tarea de brujo. Propongo que corramos un tupido velo. Sucedió sin embargo algo en estos subterráneos que cambió la situación diametralmente. Me enteré de algo increíblemente importante para mí. Algo que puede cambiar toda mi vida.
– ¿Y qué coño resulta de ello?
– Tengo que salir de inmediato a la superficie -Geralt era un modelo de tranquilidad y paciencia-, de inmediato, sin perder un instante, ponerme en camino hacia un lejano lugar. Un camino que puede resultar un camino sin retorno. Dudo que de cualquier manera vuelva otra vez por estos lares…
– ¿De esta forma quieres comprar tu vida, brujo? -siseó el señor Schweitzer-. De eso nada. Vanos son tus ruegos. Te tenemos en la red y no te vamos a dejar salir de ella. Te mataremos pensando no sólo en nosotros, sino también en nuestros hermanos. Por así decirlo, por su libertad y la nuestra, no pasarán.
– No sólo no volveré por estos lares -continuó Geralt pacientemente-, sino que dejaré de actuar del todo como brujo. Nunca más mataré a ninguno de vosotros.
– ¡Mientes! ¡Mientes del miedo!
– Pero tengo que salir urgentemente de aquí -Geralt tampoco ahora permitió que le interrumpieran-, como he dicho. Tenéis entonces dos alternativas. La primera: creéis en mi sinceridad y me iré. La segunda: me iré por encima de vuestros cadáveres.
– La tercera -graznó el korred-: tú serás el cadáver.
Con un tintineo, el brujo sacó la espada de la vaina que llevaba a la espalda.
– No el único -dijo sin pasión-. Con toda seguridad no el único, señor Schweitzer.
El korred guardó silencio durante algún tiempo. El kilmulis que estaba a su espalda se balanceó y chirrió algo. El priskirniko dobló y extendió sus patas. El candelabro cambió de forma. Ahora parecía un abeto deforme con dos grandes ojos fosforescentes.
– Da una prueba -dijo por fin el korred- de tu sinceridad y buena fe.
– ¿Cuál?
– Tu espada. Afirmas que dejarás de ser un brujo. Un brujo es su espada. Lánzala al abismo. O quiébrala. Entonces te permitiremos salir de aquí.
Geralt se quedó quieto por un momento, en un silencio en el que se oía cómo caían las gotas de agua del techo y las paredes. Luego, despacio, sin apresurarse, introdujo horizontalmente, muy hondo, la espada en una grieta de la roca. Y quebró la hoja con un fuerte golpe de su bota. La hoja se rompió con un quejido cuyo eco resonó por la caverna. El agua caía por las paredes, fluía por ellas como lágrimas.
– No puedo creerlo -dijo el korred muy lentamente-. No puedo creer que haya nadie tan idiota.
Se lanzaron sobre él todos, al momento, sin gritos, palabras ni órdenes. Primero cruzó el puentecillo el señor Schweitzer, con unas garras en ristre y unos colmillos abiertos de los que no se habría avergonzado un lobo.
Geralt le permitió acercarse, después de lo cual giró y dio un tajo rajándole la mandíbula inferior y la garganta. Al segundo siguiente ya estaba en el puente, con un tajo al bies destrozó al kilmulis. Se encogió y cayó a tierra, en el mismo momento en que el candelabro que había saltado sobre él, bajando desde arriba, le arañó apenas la chaqueta con sus zarpas. El brujo saltó delante del priskirniko, delante de sus finas patas que giraban como las velas de un molino de viento. El golpe de una de las garras le acertó en un lado de la cabeza, Geralt bailó, esquivando y cubriéndose con largos cortes. El priskirniko saltó de nuevo, pero falló. Golpeó contra la barrera y la destrozó, cayendo al abismo con una lluvia de piedras. Hasta entonces no había emitido sonido alguno, ahora, mientras caía al abismo, aulló. El aullido duró largo rato.
Lo atacaron por dos lados, por un lado el candelabro, por otro el kilmulis, bañado en sangre, herido, pero que había conseguido levantarse. El brujo saltó sobre la balaustrada del puente, sintió cómo se desmoronaban las piedras y cómo todo el puente temblaba. Balanceándose, se alejó del alcance de las zarpas armadas de garras del candelabro y se encontró a espaldas del kilmulis. El kilmulis no tenía cuello, así que Geralt le cortó en la sien. Pero el cráneo del monstruo era como de hierro, tuvo que cortar por segunda vez. Perdió con ello un poquito de tiempo de más. Le asestó en la cabeza, el dolor estalló en el cráneo y los ojos. Giró, cubriéndose con una amplia parada, sintiendo cómo le fluía abundantemente la sangre de debajo de los cabellos, intentó entender lo que había pasado. Evitando por un. milagro el segundo golpe de las zarpas, lo entendió. El candelabro había cambiado de forma, atacaba ahora con unas patas extraordinariamente alargadas.
Aquello tenía sus desventajas. Bajo la forma de un centro de gravedad alterado. El brujo se introdujo por debajo de las zarpas, acortando la distancia. El candelabro, viendo lo que se le venía encima, cayó sobre el lomo como un gato, alzando sus patas traseras, armadas de iguales zarpas que las delanteras. Geralt saltó sobre él, cortando en el salto. Sintió cómo la hoja cortaba el cuerpo. Se estiró, giró, cortó de nuevo, cayó de rodillas. El ser gritó y lanzó con fuerza su cabeza hacia delante, haciendo chasquear sus dientes salvajemente junto al pecho del brujo. Sus grandes ojos brillaban en la oscuridad. Geralt le dio un tremendo golpe con la empuñadura de la espada, cortó de cerca, llevándose la mitad del cráneo. Incluso sin aquella mitad aquel extraño ser, que no figuraba en ninguno de los libros de los brujos, chasqueó sus dientes durante algunos segundos. Luego murió, con un suspiro terrible y casi humano. El korred, que estaba bañado en sangre, temblaba convulsivamente. El brujo se puso a su lado.
– No puedo creer -dijo- que alguien puede ser tan idiota como para dejarse engañar con una ilusión tan sencilla como la de quebrar una espada.
No estaba seguro de si el korred estaba lo suficientemente consciente como para entenderle. Pero en realidad le era indiferente.
– Te lo advertí -dijo, limpiándose la sangre que le fluía por la mejilla-. Te advertí que tenía que salir de aquí.
El señor Schweitzer tembló con fuerza, tosió, silbó y tiritó. Luego enmudeció y se quedó quieto.
Fluía el agua del techo y las paredes.
– ¿Estás satisfecho, Regis?
– Ahora sí.
– Entonces -el brujo se levantó-, venga, corre y haz las maletas. Y vivo.
– No me llevará mucho tiempo. Omnia mea mecum porto.
– ¿Lo qué?
– No tengo mucho equipaje.
– Entonces mejor. En media hora, al otro lado de la ciudad.
– Estaré allí.
No la había tenido en lo que era. Le atrapó. Él mismo era culpable. En vez de darse prisa, podía haber ido a la parte trasera del palacio y dejar allí a Sardinilla en el establo grande, el que era para los caballeros andantes, el personal y el servicio y en el que estaban también los caballos de su grupo. No lo hizo, por prisa y por costumbre usó del establo condal. Y pudo haberse imaginado que en el establo condal debía de haber alguien que informara.
Iba de lado a lado, dando patadas a la paja. Vestía un corto abrigo de piel de zorro, una blusa blanca de atlas, una falda de montar negra y botas altas. Los caballos bufaron al percibir la rabia que emanaba de ella.
– Mira, mira -dijo al verlo, doblando la fusta que llevaba en la mano-. ¡Nos vamos! ¡Sin despedirnos! Porque la carta que de seguro está sobre la mesa no es una despedida. No, después de lo que nos ha unido. Imagino que tu proceder lo aclaran y justifican unos argumentos extraordinariamente importantes.
– Lo aclaran y lo justifican. Perdona, Fringilla.
– Perdona, Fringilla -repitió, torciendo los labios con rabia-. Qué corto, qué austero, qué falto de pretensiones, con qué cuidado del estilo. La carta que me has dejado, me juego el cuello, de seguro que está también redactada exquisitamente. Sin exageraciones, en lo tocante a la tinta.
– Tengo que irme -consiguió hacer salir de su garganta-. Te imaginas por qué. Y por quién. Perdóname, por favor. Tenía intención de desaparecer con sigilo y en secreto porque… porque no quería que intentaras seguirnos.
– Vano era ese temor -dijo con énfasis, al tiempo que retorcía la fusta en un arco-. No me iría contigo ni aunque me lo pidieras de rodillas. Oh, no, brujo. Ve solo, muere solo, congélate solo en los pasos. Yo no tengo deuda alguna con Ciri. ¿Y contigo? ¿Sabes acaso cuántos me imploraron lo que tú tuviste? ¿Lo que ahora abandonas con desprecio, lo echas a un rincón?
– No lo olvidaré nunca.
– Oh -silbó-. No sabes qué ganas tengo de hacer que fuera de verdad así. ¡E incluso sin ayuda de la magia, sólo con ayuda de este látigo!
– No lo harás.
– Tienes razón, no lo haré. No sería capaz. Me comportaré como le pertenece a una amante despreciada y abandonada. De forma muy clásica. Me iré con la cabeza alta. Con orgullo y dignidad. Conteniendo las lágrimas. Luego lloraré en la almohada. ¡Y luego me acostaré con otro!
Al final casi estaba gritando. Él no dijo nada. Ella también guardó silencio.
– Geralt -dijo al fin, con una voz completamente distinta-. Quédate conmigo. Me parece que te quiero -dijo ella, viendo que él vacilaba con la respuesta-. Quédate conmigo. Te lo pido. Nunca le solicité nada a nadie y nunca pensé pedir nada. A ti te lo pido.
– Fringilla -respondió Geralt al cabo-. Eres una mujer con la que un hombre sólo puede soñar. Mi culpa es, y sólo mía, que no tengo naturaleza de soñador.
– Eres -dijo ella un instante después, mordiéndose los labios- como un anzuelo de pescador, que una vez clavado sólo se puede arrancar con sangre y carne. En fin, yo misma soy culpable, sabía lo que hacía, jugando con un juguete peligroso. Por suerte, sé también cómo habérmelas con las consecuencias. Tengo en esto ventaja sobre el resto de la tribu de las mujeres. Él no dijo nada.
– Al fin y al cabo -añadió-, un corazón roto, aunque duela mucho, mucho más que un brazo roto, se cura mucho, mucho más rápido.
Tampoco ahora dijo él nada. Fringilla miró el cardenal de su mejilla.
– ¿Y mi amuleto? ¿Qué tal funciona?
– Es simplemente genial. Gracias.
Ella asintió.
– ¿Adonde vas? -dijo con otro tono de voz completamente distinto-. ¿Qué es lo que has sabido? Sabes el sitio donde está escondido Vilgefortz, ¿verdad?
– Sí. No me pidas que te diga dónde está. No te lo diré.
– Compraré esta información. Algo por algo.
– ¿Ah, sí?
– Tengo una noticia -repitió- que es muy valiosa. Y para ti simplemente no tiene precio. Te la venderé a cambio de…
– De una conciencia tranquila -terminó él, mirándola a los ojos-. Por la confianza que te otorgué. Hace un momento se hablaba aquí de amor. ¿Y comenzamos ahora a hablar de comercio?
Ella calló largo rato. Luego, de pronto, se golpeó con fuerza con la fusta en las botas.
– Yennefer -recitó rápida-, aquélla cuyo nombre usaste algunas veces para dirigirte a mí por la noche, en momentos de éxtasis, nunca te traicionó, ni a ti, ni a Ciri. Nunca fue aliada de Vilgefortz. Para salvar a Ciri se metió sin dudarlo en un peligro incalculable. Perdió, le cayó a Vilgefortz en las garras. A las pruebas de escaneo que tuvieron lugar en otoño del año pasado la obligaron con toda seguridad a base de torturas. No se sabe si estará viva. No sé más. Te lo juro.
– Gracias, Fringilla.
– Vete.
– Confío en ti -dijo, sin irse-. Y nunca olvidaré lo que hubo entre nosotros. Confío en ti, Fringilla. No me quedaré contigo, pero creo que también te he querido… a mi modo. Te pido por favor que mantengas en el más profundo de los secretos aquello de lo que te vas a enterar ahora. El escondrijo de Vilgefortz está en…
– Espera -le interrumpió ella-. Me lo dirás luego, luego me lo revelarás. Ahora, antes de irte, te despedirás de mí. Tal y como debes despedirte. No con cartitas, ni balbuceando perdones. Te despedirás de mí como yo quiero.
Se quitó la piel de zorro, la lanzó sobre un montón de paja. Con un movimiento brusco se arrancó la blusa, bajo la que no llevaba nada. Se tendió sobre la piel, arrastrándolo con ella, sobre sí. Geralt la agarró por el cuello, alzó la falda, de pronto se dio cuenta de que no tendría tiempo para quitarle los guantes. Por suerte Fringilla no llevaba guantes. Ni bragas. Por una suerte aún mayor no llevaba tampoco espuelas, porque al cabo de poco los tacones de sus botas de montar estaban literalmente por todas partes, si hubiera llevado espuelas, miedo da pensar lo que podría haber pasado. Cuando ella gritó, él la besó. Sofocó su grito.
Los caballos, agitados por su rabiosa pasión, relincharon, patearon, se golpearon contra las barreras, de tal modo que polvo y paja comenzaron a caer desde el pajar.
– La ciudadela de Rhys-Rhun, en Nazair, junto al lago Muredach -terminó Fringilla Vigo triunfalmente-. Allí está el escondrijo de Vilgefortz. Se lo saqué al brujo antes de que se fuera. Tenemos tiempo de sobra para adelantarle. Él no conseguirá de ningún modo llegar allí antes de abril.
Las nueve mujeres reunidas en la sala de las columnas del castillo de Montecalvo afirmaron con la cabeza, regalándole a Fringilla unas miradas llenas de reconocimiento.
– Rhys-Rhun -repitió Filippa Eilhart, dejando ver sus dientes en una sonrisa voraz y jugueteando al mismo tiempo con un camafeo de sardónice que llevaba prendido al traje-. Rhys-Rhun en Nazair. Entonces, hasta pronto, señor Vilgefortz… ¡Hasta muy pronto!
– Cuando el brujo llegue hasta allí -susurró Keira Metz- no encontrará más que ruinas que ni siquiera van a oler ya a quemado.
– Ni tampoco cadáveres -sonrió graciosamente Sabrina Glevissig.
– Bravo, señora Vigo. -Sheala afirmó con la cabeza-. Más de tres meses en Toussaint… Pero creo que mereció la pena.
Fringilla Vigo paseó la mirada por las hechiceras sentadas tras la mesa. Por Sheala, Filippa, Sabrina Glevissig. Por Keira Metz, Margarita Laux-Antille y Triss Merigold. Por Francesca Findabair y Ida Emean, cuyos ojos enmarcados en un intenso maquillaje élfico no dejaban traslucir absolutamente nada. Por Assire van Anahid, cuyos ojos mostraban desasosiego y preocupación.
– Mereció la pena -reconoció.
Del todo sinceramente.
El cielo, desde un color azul oscuro, se fue haciendo poco a poco negro. Un viento gélido sopló a través de los viñedos. Geralt se cerró el chambergo y se puso una bufanda de lana al cuello. Se sentía estupendamente. Hacer el amor, como de costumbre, llevaba al máximo sus fuerzas físicas, psíquicas y morales, borraba la sombra de cualquier duda y volvía el pensamiento claro y vivo. Sólo lamentaba que iba a estar privado de tan prodigioso panaceum durante largo tiempo. La voz de Reynart de Bois-Fresnes lo sacó de sus pensamientos.
– Va a hacer mal tiempo -dijo el caballero errante mirando a oriente, de donde provenía la tormenta-. Daos prisa. Si con este viento viene la nieve, si os agarra en el paso de Malheur, estaréis metidos en una trampa. Y en ese caso rezad por el deshielo a todos los dioses que adoráis, que conocéis y que entendéis.
– Entendido.
– Los primeros días os conducirá el Sansretour, pegaos al río. Dejad a un lado la factoría de los tramperos, llegaréis a un lugar en el que un afluente le entra al Sansretour por la derecha. No lo olvidéis: derecha. Su curso os mostrará el camino al paso de Malheur. Si acaso por voluntad divina atravesáis el Malheur, no os apresuréis demasiado, porque aún tendréis ante vosotros los pasos de Sansmerci y de Mortblanc. Cuando crucéis los dos bajad hacia el valle de Sudduth. Sudduth tiene un microclima templado, casi como Toussaint. Si no fuera por su mísera tierra, también plantarían allí viñedos.
Se detuvo avergonzado por unas miradas penetrantes.
– Claro. -Carraspeó-, Al grano. A la salida de Sudduth está la ciudad de Caravista. Allí vive mi primo, Guy de Bois-Fresnes. Visitadlo y decidle que venís de mi parte. Si acaso mi primo se hubiera muerto o se hubiera vuelto tonto, recordad, la dirección de vuestro camino es la planicie de Mag Deira, el valle del río Sylte. Más allá, Geralt, ya sigue el mapa qué pintaste en casa del cartógrafo local. Y ya que estamos con la cartografía, no entiendo demasiado por qué le preguntaste por no sé qué castillo…
– Mejor olvídate de eso, Reynart. No ha sucedido nunca. Nunca lo has oído ni lo has visto. Ni aunque te dieran tormento. ¿Entendido?
– Entendido.
– Un jinete -advirtió Cahir, sujetando, a su semental, que brincaba-. Viene un jinete hacia nosotros a todo galope, de la parte de palacio.
– Si sólo uno -Angouléme sonrió, al tiempo que acariciaba el hacha que colgaba de la silla-, entonces es poco problema.
El jinete resultó ser Jaskier, quien galopaba a todo lo que daba el caballo. Curiosamente el caballo resultó ser Pegaso, el castrado del poeta, al que no le gustaba saltar y no solía hacerlo.
– Bueno -dijo el trovador, jadeando como si él hubiera llevado a la espalda al castrado y no el castrado a él-. Bueno, lo conseguí. Temía que no os iba a alcanzar.
– No me digas que al final te vienes con nosotros.
– No, Geralt -Jaskier bajó la cabeza-, no voy. Me quedo aquí, con mi Armiño. Es decir, con Anarietta. Pero no podía no despedirme de vosotros. Desearos un buen viaje.
– Dale las gracias por todo a la condesa. Y discúlpanos ante ella por irnos tan de improviso y sin despedirse. Justifícanos de alguna manera.
– Hicisteis un juramento de caballería y eso es todo. Todo el mundo en Toussaint, incluyendo a Armiño, entiende algo así. Y aquí… tenéis. Que sea esto mi aportación.
– Jaskier. -Geralt tomó del poeta un bolsón más bien pesado-. No padecemos falta de dinero. No es necesario…
– Que sea mi aportación -repitió el trovador-. Unas perras siempre vienen bien. Y aparte de ello, no son mías, tomé estos ducados del cofre privado de Armiño. ¿Qué es lo que miráis? A las mujeres no les hace falta el dinero. ¿Para qué? No beben, no juegan a los dados y, joder, ellas mismas son mujeres. ¡Venga, adiós! Idos porque me echo a llorar. Y cuando hayáis terminado tenéis que veniros a Toussaint, volved, contádmelo todo. Y quiero abrazar a Ciri. ¿Me lo prometes, Geralt?
– Te lo prometo.
– Entonces, adiós.
– Espera. -Geralt dio la vuelta al caballo, se acercó mucho a Pegaso, a escondidas sacó del seno una carta-. Haz que esta carta le llegue…
– ¿A Fringilla Vigo?
– No. A Dijkstra.
– ¿Pero qué dices, Geralt? ¿Y cómo he de hacer esto, si puede saberse?
– Encuentra el modo. Sé que eres capaz. Y ahora adiós. Date el piro, viejo tonto.
– Date el piro, amigo. Os estaré mirando.
Le siguieron con la mirada cuando se iba, vieron cómo avanzaba al paso en dirección a Beauclair.
El cielo oscurecía.
– Reynart. -El brujo se giró en la silla-. Ven con nosotros.
– No, Geralt -respondió al cabo Reynart de Bois-Fresnes-. Yo soy un caballero andante. Pero no estoy loco.
En la gran sala de las columnas del castillo de Montecalvo reinaba una excitación extraordinaria. A las sutiles penumbras de los candelabros que de costumbre dominaban allí las sustituía aquel día la claridad lechosa de una gran pantalla mágica. La imagen en la pantalla temblaba, se agitaba, desaparecía, potenciando la excitación y la tensión. Y el nerviosismo.
– Ja -dijo Filippa Eilhart, con una sonrisa lobuna-. Una pena que no pueda estar allí. Me haría bien un poco de acción. Y algo de adrenalina.
Sheala de Tancarville la miró con aire severo, no dijo nada. Francesca Findabair e Ida Emean estabilizaron la imagen a base de hechizos, la aumentaron de tal modo que ocupó toda una pared. Se veían claramente las negras cimas de unas montañas al fondo de un cielo granate, las estrellas que se reflejaban en la superficie de un lago, la oscura y granítica mole de un castillo.
– Sigo sin estar segura -intervino Sheala- de si no ha sido un error el haber confiado el mando del grupo de ataque a Sabrina y a la joven Metz. A Keira le quebraron las costillas en Thanedd, puede que quiera vengarse. Y Sabrina… En fin, demasiado le gustan la acción y la adrenalina. ¿No es verdad, Filippa?
– Ya hemos hablado acerca de ello -le cortó Filippa, y tenía la voz agria como zumo de cerezas-. Establecimos lo que había que establecer. Nadie resultaría muerto si no fuera absolutamente necesario. El grupo de Sabrina y Keira entraría en Rhys-Rhun calladitas como ratones, de puntillas, sin decir ni pío. Tomarían vivo a Vilgefortz, sin un arañazo, sin un cardenal. Lo establecimos. Aunque yo siga pensando que habría que dar ejemplo. Para que aquellos pocos que allí, en el castillo, sobrevivan a esta noche, se despierten hasta el fin de sus días gritando cuando sueñen con esta noche.
– La venganza -dijo severa la hechicera de Kovir- es el placer de las mentes míseras, débiles y mezquinas.
– Puede ser -accedió Filippa con una sonrisa en apariencia indiferente-. Mas no deja de ser un placer.
– Basta ya. -Margarita Laux-Antille alzó una copa de vino espumoso-. Propongo beber a la salud de doña Fringilla Vigo, gracias a cuyos esfuerzos se ha conseguido descubrir el escondrijo de Vilgefortz. Cierto, doña Fringilla, un trabajo de primera.
Fringilla hizo una reverencia, respondiendo al brindis. En los ojos negros de Filippa distinguió algo como una burla, en la mirada azulada de Triss Merigold había odio. No logró descifrar las sonrisas de Francesca y de Sheala.
– Comienzan -dijo Assire var Anahid, señalando la visión mágica. Se sentaron más cómodamente. Para ver mejor, Filippa redujo la luz con un hechizo. Vieron cómo se separaban de la roca unas negras formas, rápidas y borrosas como murciélagos. Cómo con un vuelo rasante caían sobre los adarves y las albardillas del castillo de Rhys-Rhun.
– Hace lo menos un siglo -murmuró Filippa- que no tengo una escoba entre las piernas. Pronto me olvidaré de cómo se vuela.
Sheala, con los ojos clavados en la visión, la hizo callarse con un susurro impaciente. En las ventanas del oscuro complejo del castillo brilló un corto fuego. Una, dos, tres veces. Sabían lo que era. Las puertas y portazgos cerrados se deshacían en astillas ante el golpe de bolas de rayos.
– Están dentro -intervino en voz baja Assire var Anahid, la única que no observaba la imagen en la pared, sino que miraba la bola de cristal que yacía sobre la mesa-. El grupo de asalto está en el centro. Pero algo no está bien. No es como debiera ser…
Fringilla sintió cómo la sangre se le retiraba del corazón. Ella ya sabía qué es lo que no era como debiera ser.
– La señora Glevissig -murmuró de nuevo Assire- está abriendo un comunicador directo.
De pronto el espacio entre las columnas de la sala brilló, en el óvalo que se materializó vieron el rostro de Sabrina Glevissig vestida de hombre, con los cabellos sujetos en la frente con una tira de algodón, con el rostro ennegrecido por unas franjas de pintura de camuflaje. A espaldas de la hechicera se veían unas sucias paredes de piedra, sobre ellas unos jirones de harapos que alguna vez fueran tapices. Sabrina estiró hacia ellas una mano enguantada de la que colgaban largas tiras de telarañas.
– ¡Sólo de esto -dijo gesticulando violentamente- hay aquí a tupa! ¡Sólo de esto!
Maldita sea, qué estupidez… Qué vergüenza…
– ¡Más sistemáticamente, Sabrina!
– ¿Qué más sistemáticamente? -gritó la maga de Kaedwen-. ¿Qué se puede decir aquí más sistemáticamente? ¿No lo veis? ¡Éste es el castillo de Rhys-Rhun! ¡Está vacío! ¡Vacío y sucio! ¡Es una puta ruina vacía! ¡No hay nada aquí! ¡Nada!
De detrás de los hombros de Sabrina apareció Keira Metz, con un maquillaje en el rostro que la hacía parecer un diablo surgido del infierno.
– En este castillo -dijo con serenidad- no hay nadie ni lo ha habido. Desde hace unos cincuenta años. Desde hace unos cincuenta años no ha habido aquí ni un alma, si no contamos arañas, ratas y murciélagos. Hemos asaltado un lugar absolutamente equivocado.
– ¿Habéis comprobado que no sea una ilusión?
– ¿Nos tienes por crías, Filippa?
– Escuchad las dos. -Filippa Eilhart se peinó nerviosamente los cabellos con los dedos-. A los esbirros y a las adeptas les diréis que se trataba de un ejercicio. Pagadlos y volved. Volved de inmediato. Y con buena cara, ¿habéis oído? ¡Poned buena cara!
El comunicador oval se apagó. Sólo quedó una imagen en la pared oscura. El castillo de Rhys-Rhun sobre el fondo de un cielo negro y vibrante de estrellas. Y un lago en el que se reflejaban las estrellas. Fringilla Vigo miró a la tabla de la mesa. Percibió cómo la sangre que le palpitaba le iba a enrojecer en un instante las mejillas.
– Yo… de verdad -dijo al fin, sin poder soportar el silencio que reinaba en la sala de columnas del castillo de Montecalvo-. Yo… de verdad no entiendo…
– Pues yo sí -dijo Triss Merigold.
– Ese castillo… -dijo Filippa, que estaba absorta en sus pensamientos sin prestar atención alguna a sus colegas-. Ese castillo… Rhys-Rhun… Habrá que destruirlo. Convertirlo concienzudamente en ruinas. Y cuando se comiencen a crear leyendas y cuentos acerca de todo este asunto, habrá que someterlos a una estricta censura. ¿Entienden las señoras a qué me refiero?
– Muy bien -afirmó con la cabeza la hasta entonces muda Francesca Findabair. Ida Emean, igualmente silenciosa, se permitió un bufido bastante ambiguo.
– Yo… -Fringilla Vigo seguía como embotada-. Yo de verdad no entiendo… Cómo pudo pasar esto…
– Oh -dijo al cabo de un largo silencio Sheala de Tancarville-. No es nada, señora Vigo. Nadie es perfecto.
Filippa resopló por lo bajo. Assire var Anahid suspiró y alzó los ojos al techo.
– Al fin y al cabo -añadió Sheala, abriendo los labios en una sonrisa-, a cada una de nosotras ya le ha pasado alguna vez. A cada una de las que aquí estamos sentadas ya nos ha engañado, utilizado y dejado en ridículo alguna vez un hombre.