Capítulo 5

«Ich liebe dich, mich reizt deine schone Gestalt; Und bist du nicht willig, so brauch' ich Gewalth «Mein Vater, mein Vater, jetzt fasst er mich an, Erlkónig hat mir Leids getanh

Johann Wolfgang Goethe


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Todo ya ha sido alguna vez, todo ya ha pasado alguna vez. Y todo ya ha sido descrito alguna vez.

Vysogota de Corvo


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El mediodía cayó tórrido y sofocante sobre el bosque, la superficie del lago, oscura como el jade poco antes, lanzaba un intenso resplandor dorado. Ciri tuvo que cubrirse los ojos con la mano: el brillo del sol, reflejado en las aguas, la cegaba y le hacía daño en las pupilas y en las sienes.

Atravesó los matorrales que crecían en la orilla y obligó a Kelpa a adentrarse en el lago, hasta que el agua le llegó a la yegua por encima de las rodillas. El agua era tan cristalina que, incluso desde la altura de la silla, Ciri podía ver en la sombra del caballo el colorido mosaico del fondo, las algas, las conchas de las náyades y las ondulantes algas plumosas. Vio un pequeño cangrejo que se movía muy digno entre los guijarros. La yegua relinchó. Ciri tiró de las riendas y la sacó del agua. Pero no la llevó por la orilla, que era arenosa y con muchas piedras, lo que impedía una rápida cabalgada. Condujo a la yegua justo por el borde del agua, para que pudiera pisar en la dura grava del fondo. Y casi de inmediato se puso al trote, algo que a Kelpa se le daba tan bien como a una genuina trotadora que estuviera acostumbrada, más que a ser montada, a tirar de briscas y landos. Pero Ciri no tardó en comprobar que, de todos modos, aquel trote resultaba demasiado lento. A base de taconazos y de gritos, obligó a la yegua a galopar. Y echaron á correr, haciendo a su paso que el agua salpicara en todas direcciones, brillando al sol como gotas de plata fundida.

No aflojó el paso ni al divisar la torre. En la respiración de Kelpa no se sentían jadeos, y su galope seguía siendo ligero y natural.

Irrumpió en el patio a toda velocidad, armando un gran estruendo con los cascos, frenó a la yegua bruscamente, de modo que, por unos instantes, las herraduras resbalaron en las baldosas con un prolongado chirrido. Se detuvo justo delante de las elfas que la esperaban al pie de la torre. En sus mismísimas narices. Se sintió satisfecha, pues dos de ellas, habitualmente frías e impávidas, retrocedieron ahora sin querer.

– No os asustéis -dijo con sorna-. ¡No pensaba arrollaros! Aunque ya me gustaría.

Las elfas recobraron el control de inmediato: una sensación de calma volvió a extenderse por sus rostros, una indolente dejadez regresó a sus ojos. Ciri desmontó de un salto, o más bien de un vuelo. Su mirada era desafiante.

– Bravo -dijo un elfo de cabellos claros y rostro triangular, surgiendo de la sombra que había bajo el arco-. Bonito espectáculo, Loc'hlaith.

La otra vez la había saludado del mismo modo. Cuando ella entró en la Torre de la Golondrina y se encontró en medio de una primavera floreciente. Pero hacía mucho de ello, y esas cosas a Ciri ya no le producían ninguna impresión.

– Yo no soy la Dama del Lago -protestó-. ¡Yo aquí estoy presa! ¡Y vosotros sois mis carceleros! Vamos a llamar a las cosas por su nombre… Si eres tan amable… -Le pasó las riendas a una de las elfas-. Hay que lavar al caballo. Y darle de beber, cuando se enfríe. ¡Hay que ocuparse de él, vaya!

El elfo rubio sonrió levemente.

– Tienes mucha razón -comentó, viendo cómo las elfas se llevaban a la yegua a la cuadra sin rechistar-. Tú eres aquí una prisionera maltratada y ellas unas crueles carceleras. No hay más que verlo.

– ¡Tienen lo que se merecen! -Se puso en jarras, levantó la cara en un gesto altanero y le miró fijamente a los ojos, de un color azul muy claro, como aguamarinas, y muy dulces-. ¡Las trato como ellas me tratan a mí! Y una prisión es una prisión.

– Me has dejado perplejo, Loc'hlaith.

– Y tú a mí me tratas como a una idiota. Y ni siquiera te has presentado.

– Disculpa. Soy Crevan Espane aep Caomhan Macha. Soy un Aen Saevherne, si es que sabes lo que quiere decir.

– Sí que lo sé. -No le dio tiempo a disimular su admiración-. Los sabios. Los magos de los elfos.

– También se nos puede llamar así. Para mayor comodidad utilizo el alias de Avallacli, y puedes dirigirte a mí por este nombre.

– ¿Y quién te ha dicho -Ciri frunció el ceño- que tengo intención de dirigirme a ti? Sabio o no, tú eres el carcelero, y yo…

– La prisionera -completó en tono sarcástico-. Ya me lo has dicho. Y, por si fuera poco, una prisionera maltratada. Sin duda, se te obliga a pasear por los alrededores; te han castigado a cargar con la espada, así como a llevar esas ropas elegantes y caras, mucho más bonitas y limpias que las que tú traías. Pero, pese a las espantosas condiciones que tienes que soportar, tú no te rindes. Con tus brusquedades te desquitas de las ofensas sufridas. También te dedicas a romper con gran coraje y ardor unos espejos que son verdaderas obras de arte. -La muchacha se ruborizó. Estaba enojada consigo misma-. Muy bien -prosiguió el elfo-. Puedes romper todo lo que te venga en gana, al fin y al cabo no son más que objetos. ¿Qué más da que tengan setecientos años de existencia? ¿Te apetece venir conmigo a dar un paseo por la orilla del lago?

Se había levantado el viento, y eso aliviaba un tanto el bochorno. Además, los altos árboles y la torre daban sombra. El agua de la bahía tenía un color verde turbio; los abundantes nenúfares que adornaban su superficie, con sus flores amarillas, hacían que pareciera una pradera. Las gallinetas, graznando y meneando sus picos rojos, giraban con rapidez entre las hojas.

– Aquel espejo… -balbuceó Ciri, clavando los tacones en la grava mojada-. Te pido disculpas. Me puse hecha una furia. Eso fue todo.

– Ah.

– Ellas me desprecian. Esas elfas. Cuando me dirijo a ellas, hacen como que no me entienden. Y cuando son ellas las que me hablan, procuran que no las entienda. Todo con tal de humillarme.

– Hablas perfectamente nuestra lengua. Sin embargo -le explicó con calma-, no deja de ser una lengua extranjera para ti. Aparte de eso, tú usas la hen llinge, y ellas la ellylon. No es que haya grandes diferencias, pero hay diferencias.

– A ti sí te entiendo. Cada palabra.

– Cuando hablo contigo, uso la hen llinge. La lengua de los elfos de tu mundo.

– ¿Y tú? -Se dio la vuelta-. ¿De qué mundo eres? No soy una cría. De noche basta con mirar hacia lo alto. No se ve ni una sola constelación de las que conozco. Este mundo no es el mío. Éste no es mi sitio. He llegado hasta aquí por azar… Y quiero salir de aquí. Marcharme. -Se agachó, cogió una piedra e hizo ademán de arrojarla al lago a lo loco, hacia las gallinetas que surcaban las aguas. Pero la mirada del elfo la hizo renunciar-. No me da tiempo a recorrer una legua -siguió diciendo, sin disimular su disgusto-, cuando ya estoy en la orilla del lago. Y veo esta torre. Da igual en qué dirección vaya: en cuanto me doy la vuelta, ahí están siempre el lago y la torre. Siempre. No hay manera de alejarse de aquí. Por eso es una prisión. Es peor que un calabozo, peor que una mazmorra, peor que un cuarto con barrotes en las ventanas. ¿Sabes por qué? Porque es más humillante. En ellylon o en lo que sea, me da mucha rabia cada vez que se burlan de mí y me muestran su desprecio. Sí, sí, no pongas esa cara. Tú también me has despreciado, tú también te has reído de mí. ¿Y te extraña que esté enfadada?

– La verdad es que sí me sorprende. -Puso los ojos a cuadros-. Y mucho. Ella suspiró y se encogió de hombros.

– Entré en la torre hace ya más de una semana -dijo, haciendo un esfuerzo para calmarse-. Y aparecí en otro mundo. Tú estabas esperándome, sentado y tocando el caramillo. Hasta te sorprendió que hubiera tardado tanto en llegar. Te dirigiste a mí por mi nombre, aunque más tarde te dio por la bobada ésa de la Dama del Lago. Después desapareciste sin una explicación. Dejándome en esta prisión. Llama a todo esto como te dé la gana. Yo lo llamo desprecio: hiriente y malintencionado desprecio.

– Sólo han pasado ocho días, Zireael.

– Ah. -Torció el gesto-. O sea, que he tenido suerte. ¿Porque podían haber sido ocho semanas? ¿O mejor ocho meses? ¿O tal vez ocho…?

Se calló.

– Mucho te has alejado de Lara Dorren -dijo él en voz baja-. Has perdido tu herencia, has roto los lazos con tu sangre. No es de extrañar que esas mujeres no te entiendan, ni tú a ellas. No sólo hablas distinto, también piensas de otro modo. Manejas unas categorías totalmente diferentes. ¿Qué son ocho días u ocho semanas? El tiempo no significa nada.

– ¡Muy bien! -gritó ella con rabia-. Estamos de acuerdo, no soy ninguna elfa sabia, sino un estúpido ser humano. Para mí, el tiempo sí significa algo, yo cuento los días, cuento incluso las horas. Y he comprobado que han pasado muchos días y muchas horas. Ya no quiero nada más de vosotros, me las arreglaré sin vuestras explicaciones: me trae sin cuidado por qué aquí es primavera, por qué hay aquí unicornios y por qué de noche se ven en el cielo otras constelaciones. No me interesa lo más mínimo averiguar por qué sabes mi nombre y de qué modo pudiste adivinar que yo iba a aparecer por aquí. Sólo quiero una cosa. Volver a casa. A mi mundo. ¡Con las personas! ¡Con gente que piensa igual que yo! ¡Que maneja las mismas categorías!

– Volverás con ellos. Dentro de algún tiempo.

– ¡Quiero volver ahora mismo! – gritó-. ¡No dentro de algún tiempo! ¡Porque aquí ese tiempo es una eternidad! ¿Con qué derecho me tenéis prisionera? ¿Por qué no puedo marcharme de aquí? ¡Yo he venido aquí sola! ¡Por mi propia voluntad! ¡No tenéis ningún derecho sobre mí!

– Viniste aquí sola -confirmó tranquilo-, pero no por tu propia voluntad. Fue el destino el que te trajo hasta aquí, con alguna ayuda nuestra. Lo cierto es que aquí te estábamos esperando desde hacía mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Incluso según nuestra escala.

– No entiendo una palabra de lo que me estás diciendo.

– Hemos esperado mucho tiempo. -No le hizo caso-. Sólo temíamos una cosa: que no fueras capaz de llegar hasta aquí. Pero lo has conseguido. Has estado a la altura de tu sangre, de tu linaje. Y eso significa que es aquí, y no entre los dh'oine, donde está tu sitio. Eres hija de Lara Dorren aep Shiadhal.

– ¡Soy hija de Pavetta! ¡Ni siquiera sé quién es esa Lara!

Se estremeció, aunque muy levemente, de forma casi imperceptible.

– En tal caso -dijo el elfo-, será mejor que te explique quién es esa Lara. Como el tiempo apremia, preferiría dejar las explicaciones para el viaje. Aunque, con esa exhibición insensata, por poco no revientas a la yegua…

– ¿Que por poco no la reviento? ¡Ja! Tú no sabes lo que puede aguantar esa yegua. Y, ¿adonde tenemos que ir?

– Eso, con tu permiso, también te lo explicaré por el camino.

En vista de que aquel alocado galope no tenía ningún sentido y no conducía a nada, Ciri frenó a Kelpa, que no paraba de bufar.


*****

Avallac'h no le había mentido. Allí, en campo abierto, en las praderas y brezales donde sobresalían los menhires, actuaba aquella misma fuerza que se sentía en Tor Zireael. Ya podía uno tratar de salir disparado en la dirección que fuese: al cabo de una legua, más o menos, una fuerza invisible le obligaba a trazar un círculo. Ciri le dio unas palmadas en el cuello a Kelpa, mientras contemplaba al grupo de elfos que cabalgaba tranquilamente. Poco antes, cuando Avallac'h le había contado por fin qué querían de ella, se había lanzado al galope para escapar de ellos, poniendo tierra de por medio. Para escapar de ellos y de su arrogante e insólita petición. Pero ahí estaban de nuevo delante de ella. Había recorrido una legua, más o menos.

Avallac'h no le había mentido. No tenía escapatoria.

Lo único bueno de la galopada fue que le enfrió la cabeza y le calmó los nervios. Ahora estaba bastante más tranquila. Sin embargo, seguía muy enfadada. En buena me he metido, pensó. ¿Quién me mandaría entrar en la Torre?

Se estremeció al recordarlo. Al recordar el momento en que Bonhart avanzaba hacia ella por el hielo sobre su caballo bayo, cubierto de espuma. Volvió a estremecerse, esta vez con más fuerza. Y se tranquilizó. Estoy viva, pensó, mirando a su alrededor. Aún no ha acabado el combate. Sólo la muerte pondrá fin al combate, todo lo demás es una mera interrupción. Eso es lo que me enseñaron en Kaer Morhen.

Puso a Kelpa al paso; después, viendo que la yegua levantaba la cabeza con bravura, al trote. Pasaba entre las hileras de menhires. La hierba y el brezo le llegaban a la altura de los estribos.

No tardó en dar alcance a Avallac'h y a las tres elfas. El sabio, sonriendo levemente, volvió hacia ella sus inquisitivos ojos de color aguamarina.

– Te lo pido por favor, Avallac'h -gruñó-. Dime que todo ha sido una broma de mal gusto.

Algo parecido a una sombra recorrió el rostro del elfo.

– No tengo costumbre de bromear -dijo-. Pero, ya que lo consideras una broma, me permito repetírtelo con toda solemnidad: queremos que nos entregues a tu hijo, Golondrina, hija de Lara Dorren. En cuanto des a luz a ese hijo, te dejaremos marcharte de aquí y regresar a tu mundo. Por supuesto, la elección es tuya. Me imagino que tu alocada cabalgada te habrá ayudado a tomar una decisión. ¿Cuál es tu respuesta?

– Mi respuesta es: no -contestó Ciri con rotundidad-. Categóricamente, definitivamente: no. No estoy dispuesta y no hay más que hablar.

– Es difícil. -Se encogió de hombros-. Reconozco que estoy decepcionado. Pero, bueno, tú eliges.

– ¿Cómo se puede pretender algo así, en todo caso? -gritó con voz temblorosa-, ¿Cómo te has atrevido? ¿Con qué derecho?

Él la miraba tranquilo. Ciri notó que las elfas también la estaban mirando.

– Me parece -dijo el elfo- que ya te he contado con todo detalle la historia de tu estirpe. Daba la sensación de que lo habías entendido. Por eso, tu pregunta me deja de piedra. Tenemos derecho y podemos exigir, Golondrina. Tu padre, Cregennan, nos quitó un niño. Tú nos lo vas a devolver. Pagarás la deuda. Me parece algo lógico y justo.

– Mi padre… No recuerdo a mi padre, pero se llamaba Duny. No Cregennan. ¡Ya te lo he dicho!

– Y yo ya te he explicado que unas cuantas ridículas generaciones humanas no tienen ninguna importancia para nosotros.

– ¡Pero es que yo no quiero! -Ciri gritó tan fuerte que la yegua empezó a revolverse-. No quiero, ¿lo entiendes? ¡No qui-e-ro! Me repugna la idea de que me inoculen un maldito parásito, me da náuseas pensar que ese parásito crecería dentro de mí, que…

Se calló de repente, viendo las caras de las elfas. En dos de ellas se reflejaba un asombro infinito. En la tercera, un odio infinito. Avallacli tosió intencionadamente.

– Vamos a adelantarnos un poco -dijo con frialdad-, para poder hablar a solas. Tus opiniones, Golondrina, son demasiado radicales para ser emitidas en presencia de testigos.

Ella le obedeció. Estuvieron un buen rato cabalgando sin hablar.

– Me escaparé de vosotros. -Ciri rompió el silencio-. No vais a poder retenerme en contra de mi voluntad. Me escapé de la isla de Thanedd, me escapé de mis captores y de los nilfgaardianos, me escapé de Bonhart y de Antillo. También me escaparé de vosotros. Ya encontraré un remedio contra vuestras hechicerías.

– Creía que contabas, sobre todo, con tus amigos -respondió el elfo después de unos instantes-. Con Yennefer. Con Geralt.

– ¿Estás al corriente de eso? -Ciri suspiró sorprendida-. Ah, claro. Es verdad. ¡Eres un sabio! En tal caso, deberías saber que, precisamente, es a ellos a quienes tengo presentes. Ahora mismo, allá en mi mundo, ellos están en peligro. Y resulta que vosotros os empeñáis en retenerme aquí, prisionera… Bueno, como mínimo durante nueve meses. Como ves, no tengo elección. Entiendo que para vosotros lo importante sea ese niño, la Antigua Sangre, pero yo no puedo hacerlo. Simplemente, no puedo.

El elfo se quedó unos momentos callado. Cabalgaba tan cerca de ella que la rozaba con la rodilla.

– Como ya te be. dicho, tú. eres la que elige. Pero deberlas saber una cosa, no sería honrado ocultártelo. De aquí es imposible escapar, Golondrina. Así que, si te niegas a colaborar, te quedarás aquí para siempre: jamás volverás a ver tu mundo y tampoco volverás a ver a tus amigos.

– ¡Eso es un chantaje repugnante!

– En cambio -el grito no le impresionó lo más mínimo-, si aceptas nuestra propuesta, te demostraremos que el tiempo no tiene ninguna importancia.

– No comprendo.

– Aquí el tiempo transcurre de un modo distinto que allá. Si nos prestas ese servicio, obtendrás algo a cambio. Haremos que recuperes todo el tiempo que pierdas aquí con nosotros. Con el Pueblo de los Alisos.

Ciri callaba, con los ojos clavados en las crines negras de Kelpa. Tengo que ganar tiempo, pensaba. Como decía Vesemir en Kaer Morhen: si te van a colgar, pide un vaso de agua. Nunca se sabe qué puede pasar mientras te lo traen.

Una de las elfas gritó repentinamente, dio un silbido.

El caballo de Avallac’h relinchó y empezó a removerse nervioso en el sitio. El elfo lo controló, les gritó algo a las elfas. Ciri vio cómo una de ellas sacaba un arco de una funda de cuero que colgaba junto a la silla. Se puso de pie sobre los estribos y se cubrió los ojos con una mano.

– No pierdas la calma -dijo Avallac'h en tono severo. Ciri suspiró. A unos doscientos pasos de ellos, unos unicornios galopaban a través del brezal. Era toda una manada, no menos de treinta ejemplares.

Ciri ya había visto antes algún unicornio: en ocasiones, sobre todo al alba, se acercaban al lago que había junto a la Torre de la Golondrina. Pero nunca le permitían que se aproximara a ellos. Desaparecían como fantasmas.

A la cabeza de la manada marchaba un gran semental de un raro pelaje rojizo. De pronto se detuvo, relinchó de un modo sobrecogedor y se puso de manos. De una forma imposible para cualquier caballo, dio unos pasos sobre las patas traseras, agitando las delanteras en el aire.

Ciri se dio cuenta con asombro de que Avallac'h y las tres elfas estaban musitando algo, que salmodiaban a coro una extraña y monótona melodía.

¿Quién eres tú?

Sacudió la cabeza.

¿Quién eres?, la pregunta volvió a resonar dentro de su cabeza, palpitándole en las sienes. De pronto, el cántico de los elfos subió de tono. El unicornio alazán relinchó y toda la manada secundó su relincho. La tierra tembló cuando los animales echaron a correr. Cesó la canción de Avallac'h y las elfas. Ciri vio al sabio enjugarse el sudor de la frente con disimulo. El elfo la miró de reojo, comprendió que ella le había visto.

– Aquí no todo es tan bonito como parece -dijo secamente-. No todo.

– ¿Os dan miedo los unicornios? Pero si son muy listos y simpáticos.

El elfo no respondió.

– He oído decir -Ciri no se dio por vencida- que los elfos y los unicornios se quieren mucho.

Él volvió la cabeza.

– Considera entonces -dijo con frialdad- que lo que has visto ha sido una riña de enamorados.

Ella no hizo más preguntas.

Ya tenía bastante con sus propias preocupaciones.


*****

Las cimas de las colinas estaban coronadas por menhires y cromlechs. A Ciri le recordaron a la piedra de Ellander, donde Yennefer le había enseñado lo que es la magia. Pero hacía ya mucho de aquello, pensó. Habían pasado siglos…

Una de las elfas volvió a gritar. Ciri miró en la dirección que había señalado. Antes de que le diera tiempo a comprobar que la manada guiada por el semental alazán había regresado, también gritó otra elfa. Ciri se puso de pie en los estribos. Desde el lado opuesto, saliendo de detrás de una colina, avanzaba otra manada. El unicornio que la guiaba era de pelaje azulejo rodado.

Avallac'h pronunció unas rápidas palabras en la lengua ellylon, que tan difícil le resultaba a Ciri, pero la muchacha pudo entender alguna cosa, sobre todo porque las elfas, obedeciendo a una orden, cogieron sus arcos. Avallac'h volvió el rostro hacia Ciri, y ésta notó como si alguien empezara a susurrar dentro de su cabeza. Era un murmullo muy parecido al que se escucha al poner una caracola junto al oído. Pero bastante más fuerte.

No te resistas, decía esa voz.

No te defiendas. Tengo que dar un salto, tengo que llevarte a otro sitio. Te amenaza un peligro mortal.

Desde la distancia les llegó un silbido y un grito prolongado. Poco después, la tierra empezó a temblar bajo unos cascos con herraduras.

Por detrás de la colina aparecieron unos jinetes. Todo un destacamento. Los caballos iban cubiertos con paramentos, los jinetes llevaban yelmos con cimeras. Mientras galopaban, las capas flameaban sobre sus hombros: su color, entre cinabrio, amaranto y carmesí, recordaba al resplandor de un incendio en el cielo débilmente iluminado del anochecer.

Gritos, silbidos. Los jinetes corrían hacia ellos sin romper la formación. Antes de que hubieran recorrido media legua, ya no quedaba un solo unicornio. Habían desaparecido en la estepa, dejando tras de sí una nube de polvo. El caudillo de los jinetes, un elfo de cabellos negros, montaba un semental bayo oscuro, grande como un dragón, engalanado, como todos los caballos del destacamento, con un paramento bordado de escamas de dragón; la bestia, además, llevaba en la frente un bucráneo cornudo verdaderamente diabólico. Como todos los elfos, el jinete moreno llevaba bajo la capa de color cinabrio-amaranto-carmesí una cota de malla formada por aros de un diámetro increíblemente pequeño, gracias a lo cual se ajustaba suavemente al cuerpo, como si fuera una prenda de lana.

– Avallac'h -dijo, haciendo un saludo militar.

– Eredin.

– Me debes un favor. Ya me lo pagarás cuando te lo pida.

– Te lo pagaré cuando me lo pidas.

El elfo moreno desmontó. Avallac'h le imitó y ordenó con un gesto a Ciri que hiciera otro tanto. Subieron por una colina situada entre unas peñas blancas de formas prodigiosas cubiertas de evónimo y de matas rastreras de arrayán en flor. Ciri les observaba. Los dos medían lo mismo, o sea, ambos eran de una estatura descomunal. Pero Avallac'h tenía una cara dulce, mientras que el rostro del moreno hacía pensar en un ave rapaz. El rubio y el moreno, pensó Ciri. El bueno y el malo. La luz y la oscuridad…

– Permite que te presente, Zireael: éste es Eredin Bréacc Glas.

– Mucho gusto. -El elfo hizo una reverencia, Ciri le correspondió. Con escaso garbo.

– ¿Cómo has sabido -preguntó Avallac'h- que estábamos en peligro?

– No tenía ni idea. -El elfo observaba atentamente a Ciri-. Estamos patrullando la llanura, porque se ha corrido la voz de que los unicornios se han vuelto inquietos y agresivos. No se sabe por qué. Mejor dicho, ahora ya se sabe. Es por ella, está claro.

Avallac'h ni le dio la razón ni se la quitó. Pero Ciri, en un gesto arrogante, le aguantó la mirada al elfo de negros cabellos. Durante unos instantes se estuvieron mirando fijamente, ninguno de los dos quería ser el primero en bajar los ojos.

– Así que se trata de la Antigua Sangre -constató el elfo-. Aen Hen Ichaer. ¿La herencia de Shiadhal y Lara Dorren? Cuesta creerlo. Pero si es una cría dh'oine. Una hembra humana joven.

Avallac'h no respondió. No se le alteraba la expresión; parecía indiferente.

– Supongo -prosiguió el elfo moreno- que no estarás equivocado. Bah, lo tomaré como un axioma: dicen las malas lenguas que tú nunca te equivocas. En esta criatura, oculto en su interior, se encuentra el gen de Lara. Es verdad, si se examina meticulosamente, se pueden detectar ciertos rasgos que dan testimonio del linaje de la muchacha. Lo cierto es que hay algo en sus ojos que recuerda a Lara Dorren. ¿A que sí, Avallac'h? ¿Quién mejor que tú para apreciarlo?

Tampoco en esta ocasión respondió Avallac'h. Pero Ciri advirtió una sombra de rubor en su cara pálida. Se sorprendió mucho. Y le dio que pensar.

– En resumen -el moreno torció el gesto-, en esta joven dh'oine hay algo valioso, algo preciado. Ya me doy cuenta. Es la misma sensación que si hubiera encontrado una pepita de oro en un montón de estiércol.

Los ojos de Ciri echaban chispas de rabia. Avallac'h volvió lentamente la cabeza.

– Hablas -dijo despacio- igualito que un ser humano, Eredin.

Eredin Bréacc Glas sonrió enseñando los dientes. Ciri ya había visto antes esa clase de dentadura, muy blanca, con dientes muy menudos, muy diferentes a los humanos, todos idénticos, sin colmillos. Había visto dentaduras como ésa en los elfos muertos que yacían alineados en el patio del cuerpo de guardia de Kaedwen. También se había fijado en los dientes de Chispas, parecidos a aquéllos. Pero en la sonrisa de Chispas aquellos dientes parecían bonitos, en cambio a Eredin le daban un aspecto siniestro.

– ¿Y esta mocosa -dijo el elfo-, que por cierto está intentando matarme con la mirada, conoce ya el motivo por el que está aquí?

– Desde luego.

– ¿Y está dispuesta a cooperar?

– Aún no del todo.

– No del todo -repitió-. Ja, eso no está bien. Porque la naturaleza de la cooperación requiere que ésta sea completa. Si no es completa, sencillamente no puede salir bien. Y ya que nos separa media jornada a caballo de Tir ná Lia, convendría saber a qué podemos atenernos.

– No hay que ponerse nerviosos. -Avallac'h resopló levemente-. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Qué vamos a ganar con eso?

– La eternidad. -Eredin Bréacc Glas se puso serio, algo brilló brevemente en sus ojos verdes-. Pero ésa es tu especialidad, Avallac'h. Tu especialidad y tu responsabilidad.

– Tú lo has dicho.

– Yo lo he dicho. Y ahora disculpadme, pero mis deberes me reclaman. Os dejo una escolta, para mayor seguridad. Os aconsejo que paséis aquí la noche, en esta colina; si os ponéis en marcha al amanecer, estaréis en Tir ná Lia a la hora apropiada. Va faill. Ah, sí, una cosa más.

Se agachó y arrancó una rama florida de arrayán. Se la llevó a la cara, después, con una reverencia, se la ofreció a Ciri.

– En señal de disculpa -dijo lacónicamente-. Por mis palabras poco meditadas. Va faill, luned.

Se retiró rápidamente, y muy poco después la tierra tembló bajo los cascos de los caballos, al alejarse con parte del destacamento.

– Por favor, no me vayas a decir -dijo Ciri alterada- que es con él con quien… Que es él… Si es él, entonces nunca en la vida…

– No -respondió sin prisas Avallac'h-. No se trata de él. Tranquila.

Ciri se acercó el arrayán a la cara. Para que Avallac'h no advirtiera la excitación y la fascinación que la embargaban.

– Estoy tranquila.


*****

Los secos cardos y el brezo estepario cedieron el paso a la frondosa hierba verde y a los húmedos helechos; en los suelos encharcados abundaban los ranúnculos de flores amarillas y las manchas violetas de los lupinos. Al poco divisaron un río: pese a la transparencia cristalina de sus aguas, tenía una coloración parduzca. Olía a turba. Avallac'h iba interpretando con su caramillo distintas tonadas alegres. Ciri, apesadumbrada, estaba concentrada en sus pensamientos.

– ¿Quién -preguntó por fin- va a ser el padre de ese niño tan importante para vosotros? ¿O es que eso no tiene importancia?

– Sí que la tiene. ¿Debo entender que has tomado una decisión?

– No, no debes entender eso. Sencillamente, quiero aclarar algunas cuestiones.

– Estoy a tu servicio. ¿Qué deseas saber?

– Sabes muy bien qué.

Durante un rato, cabalgaron en silencio. Ciri vio unos cisnes que se deslizaban con mucha prestancia por el río.

– El padre del niño -dijo tranquilamente Avallac'h, yendo al grano- será Auberon Muircetach. Auberon Muircetach es nuestro… ¿Cómo lo llamáis? ¿El caudillo supremo?

– ¿El rey? ¿El rey de todos los Aen Seidhe?

– Los Aen Seidhe, el Pueblo de la Colina, son los elfos de tu mundo. Nosotros somos los Aen Elle, el Pueblo de los Alisos. Pero Auberon Muircetach, en efecto, es nuestro rey.

– ¿El rey de los Alisos?

– Se le puede llamar así.

Cabalgaron en silencio. Hacía mucho calor.

– Avallac'h.

– Dime.

– Si me decido, entonces… más tarde… ¿seré libre?

– Serás libre y podrás marcharte adonde quieras. Siempre que no prefieras quedarte. Con el niño.

Ciri resopló con desdén, pero no dijo nada.

– Entonces, ¿ya has tomado una decisión? -preguntó Avallac'h.

– La tomaré cuando hayamos llegado.

– Ya hemos llegado.

Por detrás de las ramas de los sauces llorones, que caían hasta el agua formando una cortina verde, Ciri divisó los palacios. Nunca en la vida había visto nada semejante. Aunque estaban construidos en mármol y alabastro, los palacios eran ligeros como cenadores, parecían tan delicados, vaporosos y ondulantes como si no fueran edificios, sino espectros de edificios. Ciri temía que en cualquier momento pudiera levantarse el viento y los palacios se desvanecieran junto con la bruma que surgía del río. Pero cuando sopló el viento, cuando se despejó la bruma, cuando las ramas de los sauces se agitaron y se rizó la superficie del río, los palacios no desaparecieron ni tenían intención de desaparecer. Aunque sí ganaron en encanto. Ciri contemplaba extasiada las terrazas, las torretas que sobresalían del agua como si fueran flores de nenúfares, los puentes que colgaban sobre el río como festones de hiedra, las escaleras, los escalones, las balaustradas, los arcos y pórticos, los peristilos, los pilares y columnas, las cúpulas y los cupulines, los esbeltos pináculos y torres que parecían espárragos.

– Tir ná Lia -dijo en voz baja Avallac'h.

Cuanto más cerca estaban, con más fuerza se encogía el corazón ante la belleza de aquel lugar, que dejaba sin habla y hacía que las lágrimas afloraran a los ojos. Ciri observaba las fuentes, los mosaicos y terracotas, las estatuas y monumentos. Miraba las construcciones caladas, cuya finalidad no comprendía. Y también aquellas otras que, con seguridad, no servían para nada. Al margen de la estética y la armonía.

– Tir ná Lia -repitió Avallac'h-. ¿Habías visto alguna vez algo semejante?

– Desde luego. -Sintió un nudo en la garganta-. Una vez vi los restos de algo semejante. En Shaerrawedd.

Esta vez le tocó al elfo estar un buen rato callado.

Cruzaron a la otra orilla del río por un puente de arcos calado; daba tal sensación de fragilidad que Kelpa estuvo mucho tiempo resistiéndose y bufando hasta que se animó a pasar por allí.

Aunque estaba nerviosa y excitada, Ciri se fijaba en todo con mucho detenimiento, pues no quería perderse nada, ninguna de las imágenes que ofrecía la legendaria ciudad de Tir ná Lia. En primer lugar, porque la curiosidad la azuzaba, y en segundo, porque no dejaba de pensar en la huida y estaba muy pendiente de cualquier posible ocasión. En los puentes y terrazas, en las alamedas y peristilos, en los balcones y pórticos, veía pasar a los elfos de largas cabelleras vestidos con almillas ceñidas y capas cortas, bordadas con motivos foliáceos de fantasía. Miraba a las elfas bien peinadas y muy maquilladas, llevando vestidos sueltos o trajes de aire masculino. Delante del pórtico de uno de los palacios les recibió Eredin Bréacc Glas. Una escueta orden suya bastó para que acudiera con presteza una muchedumbre de jóvenes elfas, vestidas de gris, la cuales se ocuparon en silencio de los caballos. A Ciri hubo algo que le llamó la atención. Avallac'h, Eredin y todos los elfos que había conocido hasta entonces eran de una estatura insólita, y para mirarles a los ojos tenía que levantar la vista. Pero las elfas de gris eran mucho más bajas que ella. Otra raza, pensó. Una raza de siervos. También allí, en ese mundo fabuloso, había quienes trabajaban para los holgazanes. Entraron en el palacio. Ciri suspiró. Era una infanta de sangre real, se había criado en un palacio. Pero semejantes mármoles y malaquitas, semejantes estucos, suelos, mosaicos, espejos y candelabros nunca los había visto. En aquel interior deslumbrante se sentía a disgusto, torpe, fuera de sitio, polvorienta, sudorosa y fatigada por el viaje. Avallac'h, por el contrario, no se alteró en absoluto. Se sacudió con un guante los pantalones y la caña de las botas, sin preocuparse por el hecho de que el polvo se posara en un espejo. Después, con ademanes señoriales, le entregó los guantes a una joven elfa inclinada ante él.

– ¿Auberon? -preguntó lacónicamente-. ¿Nos espera?

Eredin se sonrió.

– Sí, os está esperando. Mucho le urge. Exigía que Golondrina fuera conducida de inmediato a su presencia, sin demora. Le he quitado esa idea de la cabeza.

Avallac'h frunció el ceño.

– Zireael -explicó Eredin sin ninguna prisa- debe presentarse ante el rey sin estrés, sin presión, descansada, tranquila y de buen humor. Para estar de buen humor, nada mejor que un baño, un vestido nuevo, un peinado nuevo y maquillaje. Auberon aguantará todavía ese tiempo, digo yo.

Ciri suspiró hondo y miró detenidamente al elfo. Se quedó sorprendida al darse cuenta de que lo había encontrado muy simpático. Al sonreír, Eredin mostró su dentadura uniforme, desprovista de colmillos.

– Sólo hay una cosa que me hace dudar -declaró Eredin-. Me refiero a los ojos de nuestra Golondrina: centellean como los de un halcón. Nuestra Golondrina no para de lanzar miradas a derecha e izquierda, igualito que un hurón, buscando un agujero en la jaula. Por lo que veo, Golondrina aún está lejos de la capitulación incondicional.

Avallac'h no hizo ningún comentario. Ciri, se entiende, tampoco.

– No me sorprende -prosiguió Eredin-. No podía ser de otra manera, tratándose de la sangre de Shiadhal y Lara Dorren. Pero escúchame con mucha atención, Zireael. De aquí no hay escapatoria. No existe ninguna posibilidad de romper la Geas Garadh, la Barrera Mágica.

La mirada de Ciri decía a las claras que tendría que comprobarlo para creérselo.

– Incluso si, por algún prodigio, se viniera abajo la Barrera -Eredin no le quitaba la vista de encima-, debes saber que eso significaría tu perdición. Este mundo parece muy bonito. Pero también puede traer la muerte, sobre todo para los extraños. La herida que produce una cornada de unicornio no la cura ni siquiera la magia… También deberías saber -continuó, sin dar tiempo a comentarios- que tu talento salvaje no te ayuda en nada. No vas a dar el salto, mejor ni lo intentes. Pero es que, aunque así fuera, también te digo que mis Dearg Ruadhri, mis Jinetes Rojos, son capaces de darte alcance hasta en las simas del tiempo y del espacio.

Ciri no entendía muy bien a qué se refería. Pero la inquietó que Avallac'h se hubiera puesto muy serio de repente y hubiera torcido el gesto, evidentemente molesto con la admonición de Eredin. Sí, como si Eredin hubiera hablado de más.

– Vamos -dijo-. Con tu permiso, Zireael. Ahora van a ocuparse de ti las mujeres. Tienes que estar muy guapa. La primera impresión es la que cuenta.


*****

Parecía que el corazón le iba a estallar, la sangre le latía en las sienes, las manos le temblequeaban. Apretó con fuerza los puños para controlarlas. Inspiró y espiró lentamente hasta que recobró la calma. Relajó los hombros, hizo unos movimientos con la nuca, atenazada por los nervios.

Volvió a mirarse en aquel gran espejo. Su aspecto no le hacía demasiada gracia. El pelo, húmedo aún después del baño, se lo habían cortado y peinado de un modo que le disimulara la cicatriz al menos un poco. El maquillaje realzaba la belleza de los ojos y la boca, tampoco le sentaban nada mal la falda plateada, abierta hasta medio muslo, el chaleco rojo y la blusa ligera de crepé color perla. El fular al cuello le daba un toque sugerente al conjunto.

Ciri se retocó y se alisó el fular, tras lo cual se llevó la mano a la entrepierna y ahí se colocó lo que se tenía que colocar. Y lo que llevaba puesto bajo la falda era una verdadera maravilla: unas braguitas delicadas como una telaraña y unas medias que casi llegaban hasta las braguitas, quedando increíblemente ajustadas a los muslos sin necesidad de ligas.

Cogió el picaporte. Vacilante, como si no fuera un picaporte, sino una cobra dormida. Pestes, pensó automáticamente en élfico, soy capaz de hacer frente a hombres armados. Podré enfrentarme a uno de…

Cerró los ojos, suspiró. Y entró en la habitación.

No había nadie allí dentro. En una mesa de malaquita había un enorme libro y una vieja garrafa. En las paredes se veían extraños bajorrelieves y frisos, cortinas drapeadas, gobelinos floreados.

Y en el rincón opuesto había una cama con baldaquín. De nuevo, el corazón le empezó a latir con fuerza. Tragó saliva.

Con el rabillo del ojo detectó un movimiento. No en la habitación. En la terraza. Allí estaba él sentado, ofreciéndole medio perfil.

Aunque ya había aprendido que entre los elfos nadie tiene el aspecto que ella acostumbraba a creer, Ciri sufrió una ligera sacudida. Siempre que se hablaba de un rey, por la razón que fuera, tenía presente la figura de Ervyll de Verden, de quien había estado muy cerca de convertirse en nuera en cierta ocasión. Cuando pensaba en un rey, se imaginaba a un gordinflón inmovilizado por montañas de grasa, que apestaba a cebolla y a cerveza, con la nariz colorada y los ojos inyectados en sangre asomando por encima de una barba repugnante. Sosteniendo un cetro y un orbe en las manos hinchadas y llenas de manchas pardas.

Pero junto a la balaustrada de la terraza estaba sentado un rey completamente diferente.

Era muy delgado, y también se veía que era muy alto. Tenía el pelo ceniciento, como el de la propia Ciri, y lo llevaba ceñido con unas largas cintas blancas que le caían sobre los hombros. Vestía un jubón negro de terciopelo. Llevaba las típicas botas élficas, con numerosas hebillas a lo largo de toda la caña. Sus manos eran estrechas, blancas, con los dedos largos.

Estaba entretenido haciendo pompas de jabón. Sujetaba una palangana con jabón y una pajita, en la que soplaba cada dos por tres, y las pompas irisadas bajaban flotando hacia el río.

Ciri carraspeó suavemente.

El rey de los Alisos volvió la cabeza. Ciri no pudo evitar un suspiro. Sus ojos eran extraordinarios. Claros como el plomo fundido, enormes. Y llenos de una tristeza indescriptible.

– Golondrina -dijo-. Zireael. Te doy las gracias por haber aceptado venir.

Ciri tragó saliva, no sabía en absoluto qué decir. Auberon Muircetach se llevó la pajita a la boca y mandó por los aires una nueva pompa.

Para controlar el temblor de sus manos, las enlazó e hizo crujir los dedos. Después se alisó nerviosa los cabellos. El elfo hacía como que dedicaba toda su atención exclusivamente a las pompas.

– ¿Estás nerviosa?

– No -mintió descaradamente-. No lo estoy.

– ¿Tienes prisa?

– Pues claro.

Seguramente había en su voz un desapego excesivo, y Ciri sintió que estaba haciendo equilibrios al límite de la cortesía. Pero el elfo no pareció darse cuenta. Formó una pompa enorme en el extremo de la pajita y con unos meneos le dio forma de pepino. Estuvo unos instantes admirando su obra.

– ¿Puedo preguntarte, si no es indiscreción, adonde quieres ir con tanta prisa?

– ¡A casa! -respondió con brusquedad. Pero enseguida se corrigió, y añadió en un tono más relajado-: A mi mundo.

– ¿Adonde?

– ¡A mi mundo!

– Ah. Perdona. Habría jurado que decías: «A mi mulo». Y me había chocado mucho, la verdad. Hablas muy bien nuestro idioma, pero te convendría trabajar un poco más la pronunciación y el acento.

– ¿Importa mucho cómo acentúe? Pero si aquí no me han traído para hablar.

– Nada está de más cuando se aspira a la perfección.

En el extremo de la pajita había surgido una nueva pompa, que se desprendió y empezó a flotar por los aires, antes de estallar al chocar con la rama de un sauce. Ciri suspiró.

– El caso es que tienes prisa por volver a tu mundo -siguió diciendo, tras una breve pausa, el rey Auberon Muircetach-. ¡Tu mundo! La verdad es que los seres humanos no destacáis por vuestra modestia. -Removió el recipiente con la pajita, sin aparente esfuerzo dio un soplido y se vio rodeado por un enjambre de pequeñas pompas iridiscentes-. El hombre -dijo-. Tu peludo antepasado por parte de padre apareció en el mundo mucho más tarde que la gallina. Y jamás he oído que gallina alguna se arrogara derecho sobre el mundo… ¿Por qué te mueves tanto y te meneas todo el rato como un mono? Lo que te estoy diciendo tendría que interesarte. Así es la historia. Ah, sí, a ver si lo adivino: a ti esta historia ni te va ni te viene, y te parece aburrida.

Una gran pompa de aspecto opalino echó a volar en dirección al río. Ciri callaba y se mordía los labios.

– Tu peludo antepasado -continuó el elfo, agitando la pajita en la palangana- aprendió muy pronto a utilizar el pulgar oponible y su inteligencia vestigial. Con su ayuda hizo distintas cosas, por lo general tan ridículas como terribles. Lo que quiero decir es que, si alguna cosa de las que creó tu antepasado no era terrible, entonces sería ridícula. – Otra pompa más, y enseguida otra, y luego otra-. La verdad es que a nosotros, los Aen Elle, nos importaban bien poco las hazañas de tu antepasado; nosotros, a diferencia de los Aen Seidhe, nuestros primos, abandonamos aquel mundo hace ya mucho. Elegimos otro universo, más interesante. Y es que en aquel tiempo, esto te va a sorprender, era posible trasladarse de un mundo a otro con bastante libertad. Con algo de talento y de práctica, se entiende. No me cabe ninguna duda de que entiendes lo que quiero decir.

Ciri estaba intrigadísima, pero aguantaba callada, consciente de que el elfo estaba tomándole el pelo. No quería ponérselo fácil.

Auberon Muircetach sonrió. Se dio la vuelta. Llevaba un collar de oro, un distintivo que en la Antigua Lengua se conocía con el nombre de torc'h.

– Mire, luned.

Dio un ligero soplido, sacudiendo la pajita con viveza. En su extremo no surgió, como antes, una sola pompa grande, sino unas cuantas.

– … Ya verás que tus locuras fueron pompas de jabón -tarareó-. Ay, sí, así fue, así fue… Tanto hablar, para qué; andaremos por aquí y por allá, qué más da que los dh'oine se hayan empeñado en aniquilar su propio mundo, pereciendo con él. Ya nos iremos a cualquier otro sitio… A otra pompa de jabón…

Bajo su apremiante mirada, Ciri asintió con la cabeza y se humedeció los labios. El elfo volvió a sonreír, sacudió una pompa, sopló una vez más, consiguiendo esta vez que en el extremo de la pajita se formara un gran racimo de pompas pequeñas, unidas las unas a las otras.

– Se produjo la conjunción. -El elfo alzó la pajita cargada de pompas-. El número de mundos hasta creció. Pero la puerta está cerrada. Está cerrada para todos, salvo un puñado de elegidos. Y el tiempo corre. Hay que abrir la puerta. Urgentemente. Es un imperativo. ¿Entiendes esta palabra?

– No soy tonta.

– No, no lo eres. -Volvió la cabeza-. No puedes serlo. Eres una Aen Hen Ichaer, de la Antigua Sangre. Acércate.

Le tendió la mano, y Ciri, sin querer, apretó los dientes. Pero Auberon tan sólo le tocó el antebrazo, y después la mano. Ella notó un agradable hormigueo. Se atrevió a mirarle a sus increíbles ojos.

– Cuando me lo dijeron, no me lo creí -susurró él-. Pero es verdad. Tienes los ojos de Shiadhal. Los ojos de Lara.

Ciri bajó la mirada. Se sentía insegura y estúpida.

El rey de los Alisos apoyó los codos en la balaustrada, y la barbilla en las manos. Durante un buen rato pareció interesarse exclusivamente por los cisnes que nadaban en el río.

– Gracias por haber venido -dijo al fin, sin volver la cabeza-. Y ahora márchate y déjame a solas.


*****

Encontró a Avallac'h en la terraza sobre el río, en el momento preciso en que subía a una barca en compañía de una elfa preciosa con el cabello rubio como la paja. Tenía los labios pintados de color pistacho, y llevaba un maquillaje de polvillos dorados en los párpados y las sienes.

Ciri tenía la intención de darse la vuelta y alejarse, cuando Avallac'h la retuvo con un gesto. Y con un nuevo gesto la invitó a subir en la barca. Ella titubeó. No quería hablar en presencia de testigos. Avallac'h le dijo algo apresuradamente a la elfa y le mandó un beso. La elfa se encogió de hombros y se marchó. Sólo se volvió una vez, para indicarle con los ojos a Ciri lo que pensaba de ella.

– Si puedes, ahórrate los comentarios -le dijo Avallac'h cuando ella se sentó junto a la proa. Él también se sentó, sacó su caramillo y se puso a tocar, desentendiéndose por completo de la barca. Ciri miró a su alrededor intranquila, pero la embarcación se deslizaba a la perfección por el centro de la corriente, sin desviarse ni una pulgada hacia las pilastras, las columnas y las escaleras que descendían hasta el agua. Era una barca muy extraña, Ciri nunca había visto nada semejante, ni siquiera en Skellige, donde se había fijado detenidamente en cualquier cosa que fuera capaz de desplazarse por el agua. Tenía una proa alta, esbelta, tallada en forma de llave, era muy larga y estrecha, y se balanceaba mucho. En verdad, sólo un elfo podía ir subido en algo semejante tocando la flauta, en vez de ocuparse del timón y los remos.

Avallac'h dejó de tocar.

– ¿Qué es lo que te inquieta?

Escuchó el relato de Ciri, observándola con una rara sonrisa.

– Estás decepcionada -afirmó, no preguntó-. Decepcionada, desilusionada y, sobre todo, indignada.

– ¡Para nada! ¡No lo estoy!

– Ni tienes por qué estarlo -dijo el elfo, ya en serio-. Auberon te ha tratado con todo respeto, como si fueras una nativa Aen Elle. No olvides que nosotros, el Pueblo de los Alisos, nunca llevamos prisa. Tenemos tiempo.

– Él me ha dicho una cosa muy distinta.

– Sé lo que te ha dicho.

– ¿Y también sabes qué significa todo esto?

– Claro.

Ciri ya había aprendido mucho. Ni un simple suspiro, ni un temblor de párpados delataron su impaciencia y su rabia cuando Avallac'h volvió a llevarse el caramillo a los labios y se puso a tocar. Una melodía nostálgica. Y así estuvo un buen rato. La barca surcaba las aguas. Ciri contaba los puentes que iban pasando sobre sus cabezas.

– Tenemos razones muy serias para suponer -anunció el elfo justo después del cuarto puente- que tu mundo corre el peligro de desaparecer. Por un cataclismo climático a gran escala. Como letrada que eres, seguramente te has topado con el Aen Ithlinnespeath, la Profecía de Itlina. En ese presagio se habla del Frío Blanco. A nuestro entender, se trata de una potente glaciación. Y como resulta que el noventa por ciento de la tierra firme de tu mundo se encuentra en el hemisferio septentrional, la glaciación puede amenazar la existencia de la mayoría de los seres vivos. Sencillamente, morirán de frío. Los que sobrevivan se hundirán en la barbarie, se exterminarán entre sí en luchas despiadadas por el sustento, se convertirán en la presa de los depredadores enloquecidos por el hambre. Recuerda el texto de la profecía: Tiempo de Odio, Tiempo del Hacha, Tiempo de la Ventisca del Lobo. -Ciri no le interrumpía, no fuera a ponerse a tocar-. Ese niño en el que tenemos depositadas tantas esperanzas -prosiguió Avallac'h, mientras jugueteaba con el caramillo-, descendiente y portador del gen de Lara Dorren, un gen que fue especialmente creado por nosotros, puede salvar a los habitantes de ese mundo. Creemos, y no sin fundamento, que el descendiente de Lara, y también tuyo, claro está, disfrutará de unas capacidades mil veces superiores a las que poseemos nosotros, los sabios. Las mismas que, de forma residual, tú misma posees. Sabes a qué me refiero, ¿verdad?

Ciri ya había conseguido aprender que en la Antigua Lengua semejantes figuras retóricas, aunque eran preguntas aparentes, lejos de requerir una respuesta, la excluían de hecho.

– En resumen -prosiguió Avallac'h-, no se trata tan sólo de que podamos desplazarnos de un mundo a otro, de que nos traslademos nosotros mismos: al fin y al cabo, no somos tan importantes. Lo decisivo es que se abra Ard Gaeth, la Puerta grande y duradera, a través de la cual todos podrían pasar. Antes de la conjunción, podíamos hacerlo, también ahora queremos que sea posible. Vamos a evacuar de ese mundo agonizante a los Aen Seidhe que habitan allí. A nuestros hermanos, a quienes tenemos que prestar ayuda. No podríamos vivir con la idea de que nos habíamos desentendido de nuestra obligación. Y también vamos a salvar, vamos a evacuar de ese mundo a todos los seres amenazados. A todos, Zireael. También a los humanos.

– ¿De verdad? -Ciri no pudo contenerse-. ¿También a los dh'oine?

– También. Ya ves hasta qué punto eres importante, cuántas cosas dependen de ti. Lo importante que es que seas paciente. Lo importante que es que vuelvas al cuarto de Auberon y pases la noche con él. Créeme, su conducta no ha sido una muestra de desgana. Sabe que, para ti, esto no es nada fácil; sabe que, de precipitarse inoportunamente, podría molestarte y desanimarte. Sabe muchas cosas, Golondrina. Ya te habrás dado cuenta, sin duda.

– Sí, ya me he dado cuenta -dijo, con un resoplido-, Y también me he dado cuenta de que la corriente nos ha arrastrado ya bastante lejos de Tir ná Lia. Ya va siendo hora de agarrar los remos. Que, por cierto, no veo por ninguna parte.

– Porque no hay. -Avallac'h levantó un brazo, giró la mano, chasqueó los dedos. La barca se detuvo. Permaneció quieta un instante, y después empezó a navegar contra corriente. El elfo se acomodó en el asiento, se llevó el caramillo a los labios y se entregó sin descanso a la música.


*****

Por la noche, el rey de los Alisos la invitó a cenar. Al verla entrar, acompañada del frufrú de la seda, le indicó con un gesto que se sentara a la mesa. No había criados. Él mismo le sirvió.

La cena consistía en más de una docena de variedades de verduras. También había setas, fritas y estofadas, bañadas en salsa. Ciri nunca había probado esa clase de setas. Algunas eran blancas y finas como hojas, de un sabor delicado y suave, otras eran marrones y negras, carnosas y aromáticas.

Tampoco le escatimó Auberon el vino rosado. Entraba muy bien, pero se subía a la cabeza, relajaba, soltaba la lengua. Antes de darse cuenta, Ciri ya le había contado cosas que nunca creyó que le fuera a contar a nadie.

Él escuchaba. Pacientemente. Y ella de pronto se acordó de lo que había ido a hacer allí, se puso seria y se calló.

– Si no he entendido mal -él le sirvió unas setas nuevas, verdosas, con olor a tarta de manzana-, ¿estás convencida de que el destino te ata a ese tal Geralt?

– Así es. -Levantó la copa, marcada ya por numerosas huellas de su maquillaje-. El destino. Él, o sea, Geralt, me está predestinado, y yo a él. Nuestras suertes están unidas. Por eso, sería mejor que me marchara de aquí. Cuanto antes. ¿Lo entiendes?

– Confieso que no demasiado.

– ¡El destino! -Dio un trago-. Es una fuerza a la que es mejor no oponerse. Por eso creo… No, no, gracias, no me sirvas más, por favor, he comido tanto que voy a estallar.

– Ibas a decir lo que crees.

– Creo que sería un error retenerme aquí. Y obligarme a… Bueno, ya sabes a qué me refiero. Tengo que marcharme de aquí, llevarles ayuda cuanto antes… Porque mi destino…

– El destino -la interrumpió el elfo, levantando su copa-. La predestinación. Algo que no se puede evitar. Un mecanismo que hace que un número prácticamente infinito de sucesos imposibles de prever conduzca necesariamente a un resultado, y no a otro. ¿No es eso?

– ¡Seguramente!

– En ese caso, ¿adonde quieres ir, y para qué? Bebe vino, disfruta del momento, goza de la vida. Lo que haya de ser, será, si es inevitable.

– Ni hablar. Eso no está bien.

– Te estás contradiciendo.

– No es verdad.

– Niegas la negación, eso ya es un círculo vicioso.

– ¡No! -Sacudió la cabeza-. No es posible quedarse de brazos cruzados, sin hacer nada. ¡Las cosas no ocurren así como así!

– Eso es un sofisma.

– ¡No debemos perder el tiempo de una forma insensata! Podríamos dejar escapar el momento oportuno… El único momento oportuno, irrepetible. Porque el tiempo nunca se repite.

– Permíteme. -Auberon se puso de pie-. Fíjate en esto.

En la pared que le estaba mostrando había un altorrelieve donde aparecía una gran serpiente escamosa. El reptil, enrollado en forma de ocho, se mordía la cola con los dientes. Ciri ya había visto algo parecido, pero no recordaba dónde.

– Ésta -dijo el elfo- es Uroboros, la serpiente primigenia. Uroboros simboliza la infinitud, y ella misma es infinita. Es la marcha perpetua y el regreso perpetuo. Es algo que no tiene principio ni tiene fin… El tiempo es como la serpiente primigenia. El tiempo son los instantes que fluyen, los granos de arena que se derraman en el reloj. El tiempo son los momentos y los sucesos mediante los que nos afanamos en medirlo. Pero Uroboros, la primigenia, nos recuerda que en cada momento, en cada instante, en cada suceso, están ocultos el pasado, el presente y el futuro. En cada momento se oculta la eternidad. Cada partida es, al mismo tiempo, un regreso, cada despedida una bienvenida, cada reencuentro una separación. Todo es, al mismo tiempo, principio y final… Y tú también eres – prosiguió, sin dirigirle la mirada-, al mismo tiempo, principio y final. Y ya que has mencionado el destino, debes saber que ése, precisamente, es tu destino. Ser principio y final. ¿Entiendes?

Ciri titubeó unos segundos. Pero la mirada vehemente de Auberon le obligaba a responder.

– Sí, entiendo.

– Desnúdate.

Lo dijo con tal despreocupación, con tal indiferencia que ella estuvo a punto de estallar. Con manos temblorosas, Ciri empezó a desabrocharse el chaleco. Los dedos no la obedecían; los corchetes, botones y cintas eran pequeños y poco manejables. Aunque Ciri se apresuró todo lo que pudo, deseosa de pasar ese trago cuanto antes, tardó mucho tiempo en quitarse la ropa. Pero el elfo no daba ninguna sensación de tener prisa. Como si, efectivamente, dispusiera de toda la eternidad.

¿Quién sabe?, pensaba ella. Puede que sí.

Una vez desnuda, no sabía dónde pisar: el suelo estaba helado. Auberon se dio cuenta y, sin palabras, le señaló la cama.

Las colchas eran de visón. Amplias, formadas por muchas pieles cosidas entre sí. Mullidas, cálidas, gustosas, cosquilleantes.

Él se tendió a su lado, vestido de la cabeza a los pies, hasta con las botas puestas. Cuando la tocó, no pudo evitar ponerse rígida, y se enfadó consigo misma, pues estaba decidida a mostrarse orgullosa y distante hasta el final. Los dientes, no hace falta decirlo, le castañeteaban ligeramente. Pero el tacto electrizante del elfo la calmó, y sus dedos empezaron a enseñar y a impartir órdenes. A dar indicaciones. En el momento en que ella empezó a asimilar tan bien sus indicaciones que casi podía anticiparse a ellas, cerró los ojos y se imaginó que era Mistle quien estaba a su lado. Pero la cosa no funcionó. Porque no se parecía en nada a Mistle.

Le fue mostrando con la mano lo que tenía que hacer. Ella obedeció. De buena gana, incluso. Con premura.

Él no se precipitó en ningún momento. Sus caricias la dejaron suave como una cinta de seda. Le hizo gemir. Morderse los labios. Logró que todo su cuerpo se contrajera en un violento espasmo.

Lo que ella no se esperaba en absoluto fue lo que hizo el elfo a continuación. Se levantó y se fue. Dejándola excitada, jadeante y temblorosa. Ni siquiera se volvió para mirarla.

A Ciri la sangre se le subió a la cara y a las sienes. Se quedó encogida, hecha un ovillo, sobre las colchas de visón. Y empezó a sollozar. De rabia, de vergüenza y de humillación.

Por la mañana encontró a Avallac'h en el peristilo que había detrás del palacio, en medio de una hilera de estatuas. Las estatuas -cosa rara- representaban a niños elfos. En distintas actitudes, sobré todo haciendo diabluras. El que había al lado del elfo era particularmente curioso: representaba a un mocoso, con un mohín de rabia y con los puños cerrados, sosteniéndose sobre una sola pierna.

Ciri estuvo un buen rato con la mirada fija, sentía un dolor sordo en el vientre. Sólo cuando Avallac'h la apremió, ella se lo contó todo. Sin entrar en detalles y tartamudeando.

– Él -dijo muy serio Avallac'h, al terminar Ciri su relato- ha visto los humos de Saovine más de seiscientas cincuenta veces. Créeme, Golondrina, eso es mucho hasta para el Pueblo de los Alisos.

– ¿Y a mí qué me importa? -gruñó-. ¡Yo había dado mi consentimiento! ¿Es que no os han enseñado vuestros parientes, los enanos, lo que es un contrato? ¡Yo cumplo con mis obligaciones! ¡Me entrego! ¿A mí qué más me da si él no puede o no quiere? ¿A mí qué más me da si se trata de impotencia senil o si soy yo que no le resulto atractiva? ¿Y si le damos asco los dh'oine? ¿Y si le pasa como a Eredin y sólo ve en mí una pepita de oro en un montón de estiércol?

– Confío -Avallac'h torció el gesto: era algo inaudito que alterara la expresión de su rostro-, confío en que no le habrás dicho nada parecido.

– No le he dicho nada parecido. Y no por falta de ganas.

– Ten cuidado. No sabes a lo que te arriesgas.

– Me trae sin cuidado. Habíamos llegado a un acuerdo. No tiene vuelta de hoja. O cumplís lo estipulado, o anulamos el acuerdo y quedo libre.

– Ten cuidado, Zireael -repitió Avallac'h, señalando la estatua del chiquillo enrabietado-. No te portes como ése de ahí. Vigila cada palabra. Haz un esfuerzo por comprender. Y si hay algo que no entiendes, que no te sirva de excusa para actuar precipitadamente. Ten paciencia. Recuerda que el tiempo no tiene ninguna importancia.

– ¡Claro que la tiene!

– Ya te he dicho que no puedes portarte como una criatura testaruda. Te lo vuelvo a repetir: sé paciente con Auberon. Es tu única oportunidad para conseguir la libertad.

– ¿De veras? -dijo, casi gritando-. ¡Empiezo a tener mis dudas! ¡Empiezo a sospechar que me has engañado! Que todos me habéis engañado…

– Te he prometido -la cara de Avallac'h estaba tan muerta como la piedra de las estatuas- que vas a volver a tu mundo. Te he dado mi palabra. Dudar de la palabra dada es una ofensa muy grave para un Aen Elle. Para evitar que incurras en esa ofensa, propongo que demos esta charla por zanjada.

Quiso marcharse, pero Ciri le cerró el paso. Sus ojos de color aguamarina se volvieron más estrechos, y Ciri comprendió que se las estaba viendo con un elfo muy, pero que muy peligroso. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

– Muy típico de los elfos -silbó como una serpiente-: ofender a alguien y no permitir después que el otro se tome la revancha.

– Ten cuidado, Golondrina.

– Escúchame. -Levantó altiva la cabeza-. Vuestro rey de los Alisos no es capaz de cumplir, eso está más que claro. No importa si él constituye el problema o si soy yo la culpable. Eso es lo de menos, no tiene importancia. Pero yo quiero cumplir el acuerdo. Quitarme el problema de encima. De modo que ese niño, que tanto significa para vosotros, tendrá que hacérmelo otro.

– No sabes ni de qué estás hablando.

– Y si yo soy el problema -no cambió el tono ni la expresión-, eso quiere decir que te has confundido, Avallac'h. Has hecho venir a este mundo a la persona equivocada.

– No sabes de qué estás hablando, Zireael.

– En cambio -gritó-, si lo que pasa es que a todos os doy repelús, emplead el método de los criadores de burdéganos. ¿Qué, no lo conoces? Le enseñan una yegua al semental, y después le vendan los ojos y le ponen delante a una burra.

Avallac'h no se dignó siquiera responder. La esquivó sin miramientos y se alejó por la hilera de estatuas.

– ¿Tú, por ejemplo? -le chilló Ciri-. ¡Si quieres, me entrego a ti! ¿Qué dices? ¿No estás dispuesto a hacer ese sacrificio? ¡Pero si dicen que tengo los ojos de Lara!

Él se plantó a su lado en dos saltos, sus manos salieron disparadas como serpientes hacia su cuello y se cerraron como unas tenazas de acero. Ella comprendió que, si quisiera, la podría ahogar como a un pajarillo.

La soltó. Se inclinó sobre ella y la miró a los ojos desde muy cerca.

– ¿Quién eres tú -le preguntó con una calma insólita- para atreverte a deshonrar su nombre de este modo? ¿Quién eres tú para atreverte a injuriarme con una limosna tan miserable? Oh, sí, ya sé quién eres. No eres hija de Lara. Eres hija de Cregennan, eres una desconsiderada, soberbia y narcisista dh'oine, una representante ejemplar de una raza que no sabe nada, pero que tiene que arruinarlo y destruirlo todo, que ensucia cualquier cosa que toca, que sólo con pensar en algo lo mancilla y lo pervierte. Tu antepasado me robó a mi amada, me la robó, me quitó a Lara de un modo egoísta y arrogante. Pero a ti, digna hija suya, no te permito que me arrebates su recuerdo.

Se dio la vuelta. Ciri venció la resistencia de su laringe aplastada.

– Avallac'h.

La miró.

– Perdóname. Me he portado como una estúpida y una miserable. Perdóname. Y, si puedes, olvídalo.

Se acercó hasta ella, la abrazó.

– Ya está olvidado -dijo en tono cariñoso-. No se hable más de la cuestión.

Aquella noche, cuando se presentó en los aposentos reales, recién bañada, perfumada y peinada, Auberon Muircetach estaba sentado junto a una mesa, inclinado sobre el tablero de ajedrez. Sin palabras, la invitó a sentarse enfrente de él. Ganó él en diez movimientos.

La segunda vez, ella jugó con las blancas, pero él se impuso en once movimientos. Sólo entonces levantó la mirada, mostrando sus claros ojos, tan singulares.

– Desnúdate, por favor.

Al menos había que reconocerle una cosa: actuaba con tacto y nunca se precipitaba. Cuando, como en la ocasión anterior, se levantó de la cama y se marchó sin decir nada, Ciri se lo tomó con calma y resignación. Aunque no pudo conciliar el sueño casi hasta el amanecer.

Pero, cuando los primeros rayos del albor iluminaban las ventanas, logró por fin dormirse y tuvo un sueño muy raro.

Vysogota, agachado, está limpiando una trampa para ratas almizcleras, apartando las lentejas de agua. Las cañas susurran movidas por el viento.

– Me siento culpable, Golondrina. Fui yo quien te sugirió la idea de esta escapada demencial. Te mostré el camino hacia esa maldita torre.

– No te lo reproches, Viejo Cuervo. De no ser por la torre, me habría alcanzado Bonhart. Aquí, por lo menos, estoy a salvo.

– No, aquí no estás a salvo.

Vysogota se incorpora.

A sus espaldas, Ciri ve una colina, desnuda y ovalada, el lomo algo torcido de un monstruo emboscado que asoma por encima de la hierba. En la colina hay una peña enorme. Dos personas al lado de la peña. Una mujer y una muchacha. El viento agita y desordena la cabellera morena de la mujer.

Los relámpagos iluminan el horizonte.

– El Caos extiende sus manos hacia ti, hija mía. Criatura de la Antigua Sangre, muchacha enredada en el Movimiento y el Cambio, en la Aniquilación y el Renacimiento. Destinada y destino. Desde detrás de la puerta cerrada, el Caos extiende sus garras hacia ti, sin saber aún si te convertirás en su instrumento o si serás un obstáculo para sus planes. Sin saber si el azar hará de ti un grano de arena en los engranajes del Reloj de la Fortuna. El Caos te tiene miedo, Niña del Destino. Y pretende que seas tú quien se atemorice. Y por eso te envía esos sueños.

Vysogota se agacha, limpia la trampa para ratas almizcleras. Pero si no está vivo, piensa Ciri fríamente. ¿Quiere eso decir que ahí, en el más allá, los muertos están obligados a limpiar trampas para ratas almizcleras?

Vysogota se incorpora. A sus espaldas el cielo se ilumina con el resplandor de los incendios. Miles de jinetes galopan por el llano. Jinetes con capas rojas. Dearg Ruadhri.

– Escúchame atentamente, Golondrina. La Antigua Sangre que corre por tus venas te confiere una inmensa autoridad. Eres la Señora del Espacio y del Tiempo. Tienes un enorme poder. No permitas que los crimínales y los canallas te lo arrebaten y lo utilicen para sus fines innobles. ¡Defiéndete! ¡Ponte a salvo de sus tiles manos!

– ¡Qué fácil es decirlo! Me tienen aquí atrapada por medio de una barrera o un vínculo mágico…

– Eres la Señora del Espacio y del Tiempo. A ti nadie te puede aprisionar.

Vysogota se incorpora. A sus espaldas hay una meseta, una llanura rocosa, en ella se ven restos de barcos varados. Por decenas. Más lejos, un castillo negro, ominoso, con almenas dentadas, al borde de un lago de montaña.

– Morirán sin tu ayuda, Golondrina. Sólo tú puedes salvarlos.

Los labios de Yennefer, partidos, desgarrados, se mueven sin emitir ningún sonido, derraman sangre. Brillan sus ojos de color violeta, arden en el rostro demacrado, contraído, ennegrecido por el tormento, oculto entre las sucias greñas de pelo moreno. En un hueco del suelo se ve un charco pestilente; hay ratas por todas partes. Los muros de piedra están helados. Igual que los grillos de las muñecas y de los tobillos… Las manos y los dedos de Yennefer son una masa de sangre coagulada.

– ¡Mamá! ¿Qué te han hecho?

Hay unas escaleras de mármol que bajan. Son tres tramos de escaleras. Va'esse deireadh aep eigean… Algo termina… ¿Qué?

Las escaleras. Abajo, un fuego ardiendo en braseros de hierro. Tapices en llamas. Vamos, dice Geralt. Bajemos por las escaleras. Es necesario. No hay más remedio. No existe otro camino. Sólo por estas escaleras. Quiero ver el cielo. No mueve los labios. Están amoratados y con manchas de sangre. Sangre, sangre por todas partes… Las escaleras, cubiertas de sangre…

– No hay otro camino. No lo hay, Ojo de Estrella.

– ¿De qué modo? -gritó-. ¿De qué modo puedo ayudarlos? ¡Estoy en otro mundo! ¡Prisionera! ¡No puedo hacer nada!

– A ti nadie te puede aprisionar.

– Todo ya ha sido descrito, dice Vysogota. Esto también. Mira debajo de ti. Ciri ve con espanto que está sobre un mar de huesos. En medio de cráneos, tibias y costillas.

– Sólo tú puedes evitar que esto ocurra, Ojo de Estrella.

Vysogota se incorpora. A sus espaldas, el invierno, la nieve, la ventisca. El viento arrecia y silba.

Enfrente de él, en medio de la tormenta, montado a caballo, Geralt. Ciri lo reconoce, a pesar de que una gorra de piel le cubre la cabeza y una pañoleta de lana le envuelve la cara. Por detrás de él, se vislumbran otros jinetes entre la ventisca: sus siluetas son confusas y van muy arropados, así que no hay manera de distinguirlos. Geralt dirige su mirada hacia ella. Pero no puede verla. La nieve se le mete en los ojos.

– ¡Geralt! ¡Soy yo! ¡Aquí!

No la ve. Y tampoco la oye, entre los aullidos del viento huracanado.

– ¡Geraaalt!

Es un muflón, dice Geralt. Sólo un muflón. Regresemos. Los jinetes desaparecen, se desvanecen en la ventisca.

– ¡Geraaalt! ¡Nooo!

Se despertó.


*****

Lo primero que hizo por la mañana fue dirigirse a las caballerizas. Sin desayunar siquiera. No quería encontrarse con Avallac'h, no le apetecía tener otra charla con él. Aunque tuviera que esquivar las miradas inoportunas, inquisitivas y pegajosas de otros elfos. Si en cualquier otro asunto se mostraban claramente indiferentes, en lo referente a la alcoba real los elfos no sabían disimular su curiosidad, y las paredes de palacio -Ciri no tenía ninguna duda- oían.

Encontró a Kelpa en una cuadra, junto con la silla y los arreos. Antes de que le diera tiempo a ensillar a la yegua, ya habían acudido a ayudarla unas sirvientas: eran aquellas elfas grises y menudas, a las que cualquier Aen Elle sacaba una cabeza. Ellas se ocuparon de la yegua, entre reverencias y sonrisas amables.

– Gracias -dijo-. Lo habría hecho yo misma, pero gracias. Sois un encanto.

La muchacha que estaba más próxima le sonrió, y Ciri se estremeció. La dentadura de la chica tenía colmillos.

Se acercó a ella a toda prisa, tanto que la chica casi se cae al suelo del susto. Le apartó el pelo de la oreja. Una oreja que no terminaba en punta.

– ¡Tú eres un ser humano!

La chiquilla -y lo mismo las otras- cayó de hinojos sobre el suelo recién barrido. Agachó la cabeza. Esperando el castigo.

– Yo… -Ciri trataba de hablar, mientras manoseaba las riendas-. Yo…

No sabía qué decir. Las chicas seguían arrodilladas. Los caballos bufaban y pateaban inquietos en sus cuadras.

Al aire libre, montada, al trote, tampoco fue capaz de aclarar sus ideas. Jóvenes humanas. Como sirvientas, pero eso no era lo más importante. Lo más importante era que en ese mundo había dh'oine…

Personas, rectificó. Ya estoy pensando como ellos.

Un potente relincho y un brinco de Kelpa la arrancaron de sus reflexiones. Levantó la cabeza y vio a Eredin.

Iba montado en su semental bayo oscuro, desprovisto en esta ocasión de su diabólico bueráneo y de casi toda su parafernalia de combate. El jinete, sin embargo, llevaba puesta una cota de malla bajo una capa cuyo color cambiante incluía múltiples matices del rojo. El semental le saludó con un relincho ronco, sacudió la cabeza y exhibió ante Kelpa unos dientes amarillos. Kelpa, fiel al principio de que las cuestiones hay que ventilarlas con los señores, y no con los criados, acercó su dentadura al muslo del elfo. Ciri sujetó con firmeza las riendas.

– Ten cuidado -dijo-. Mantén la distancia. A mi yegua no le gustan los desconocidos. Y sabe morder.

– A los que muerden -la repasó de arriba abajo con una mirada hostil- hay que ponerles bocado de hierro. Y que sangren. Es el método más indicado para corregir vicios. Con los caballos, también.

Dio un tirón tan fuerte de las riendas que el semental bufó y reculó varios pasos, mientras le caía espuma del hocico.

– ¿Y esa cota de malla? -Ahora era Ciri la que repasaba al elfo con la mirada-. ¿Te preparas para la guerra?

– Todo lo contrario. Ansío la paz. Tu yegua, aparte de vicios, ¿tiene también alguna virtud?

– ¿De qué tipo?

– ¿Medirías tus fuerzas conmigo en una carrera?

– Si quieres, ¿por qué no? -Se puso de pie sobre los estribos-. Por allí, yendo hacia aquellos cromlechs…

– No -la cortó-. Por ahí no.

– ¿Por qué no?

– Es terreno prohibido.

– Para todos, por supuesto.

– Para todos no, por supuesto. Tu compañía, Golondrina, es muy valiosa para nosotros, y no podemos arriesgarnos a vernos privada de ella, por tu propia iniciativa o por iniciativa ajena.

– ¿Por iniciativa ajena? ¿No estarás pensando en los unicornios?

– No quiero aburrirte con mis pensamientos. Ni frustrarte, al comprobar que no los captas.

– No entiendo.

– Ya sé que no lo entiendes. La evolución no te ha proporcionado un cerebro con suficientes pliegues como para poder entenderlo. Mira, si quieres que echemos una carrera, te propongo que vayamos a lo largo del río. Por allí. Hasta el Puente de Porfirio, el tercero que veremos. Después, cruzando el puente, seguiremos río abajo, por la otra orilla. La meta, donde veas un arroyo que vierte sus aguas al río. ¿Estás lista?

– Siempre.

Con un grito, el elfo arreó al semental, que salió disparado como un huracán. Antes de que Kelpa hubiera arrancado, ya le había cobrado mucha ventaja. Pero, aunque la tierra temblaba a su paso, el semental no podía igualar a Kelpa. La yegua le dio alcance muy pronto, justo antes de llegar al Puente de Porfirio. El puente era estrecho. Eredin dio un grito y el semental, de forma inverosímil, aceleró. Ciri comprendió de inmediato dónde estaba la clave. En el puente no había sitio, de ninguna manera, para dos caballos. Uno de ellos estaba obligado a frenar.

Ciri no tenía intención de frenar. Se aferró a las crines, y Kelpa se lanzó hacia delante como una flecha. Pasó rozando el estribo del elfo y entró en el puente. Eredin vociferó, el semental se puso de manos, golpeó con el costado una figura de alabastro y la derribó de su pedestal, haciéndola añicos.

Ciri, riéndose solapadamente como un vampiro, atravesó el puente al galope. Sin volver la vista.

Al llegar al arroyo, desmontó y se quedó esperando.

El elfo llegó poco después, al paso. Sonriente y tranquilo.

– Mi reconocimiento -dijo lacónicamente, mientras desmontaba-. Tanto para la yegua como para la amazona.

Aunque estaba hinchada como un pavo real, Ciri resopló indiferente.

– ¡Ajá! Ya no piensas ponernos un bocado de hierro hasta hacernos sangrar.

– Puede, siempre que sea con el debido permiso. -Sonrió de forma ambigua-. A algunas yeguas les gustan las caricias fuertes.

– Hace muy poco -le miró orgullosa- me comparabas con el estiércol. ¿Y ahora hablamos de caricias?

Eredin se acercó a Kelpa, le frotó y le palmeó la frente, y puso cara de sorpresa al comprobar que la yegua estaba seca. Kelpa retiró la cabeza con brusquedad y soltó un chillido prolongado. Eredin se volvió hacia Ciri. Como me dé también a mí una palmadita, pensó ella, lo va a lamentar.

– Haz el favor de acompañarme.

A lo largo del arroyo, que bajaba desde una ladera escarpada y densamente poblada de árboles, unas escaleras, construidas con bloques de arenisca recubiertos de musgo, subían hacia la cima. Eran unas escaleras muy antiguas, y estaban agrietadas y levantadas por las raíces de los árboles. Ascendían en zigzag, y en distintos puntos se hacía preciso cruzar el arroyo por puentes. Alrededor todo era bosque, un bosque primigenio, donde abundaban los viejos fresnos y los carpes, los tejos, los arces y los robles; a sus pies se enredaban los arbustos de avellanos, tamariscos y groselleros. Olía a ajenjo, a salvia, a ortiga, a piedras mojadas, a primavera y a moho. Ciri caminaba en silencio, sin apresurarse y regulando su respiración. También tenía los nervios bajo control. No tenía ni idea de lo que Eredin podía querer de ella, pero sus presentimientos no eran los mejores.

Junto a una cascada que caía con estrépito desde una hendidura en la roca había una plataforma de piedra, en ella, a la sombra de un arbusto de saúco, se levantaba un cenador, envuelto en hiedra y en amor de hombre. Desde allí se divisaban las copas de los árboles, la cinta del río, los tejados, peristilos y terrazas de Tir ná Lia. Estuvieron un rato callados, contemplando el panorama.

– Nadie me ha dicho -Ciri fue la primera en romper el silencio- cómo se llama ese río.

– Easnadh.

– ¿Suspiro? Un nombre muy bonito. ¿Y este arrroyo?

– Tuathe.

– Susurro. También es bonito. ¿Por qué nadie me había dicho que en este mundo hay seres humanos?

– Porque esa información no es esencial y para ti no tiene ninguna importancia. Entremos al cenador.

– ¿Para qué?

– Entremos.

La primera cosa que vio Ciri al entrar fue una yacija de madera. Notó cómo le palpitaban las sienes. Está claro, pensó, ya lo decía yo. Esto me recuerda a aquella obra que leí cuando estaba el templo, escrita por Anna Tiller. Sobre un anciano rey, una reina joven y un príncipe sediento de poder, que aspiraba al trono. Eredin es implacable, ambicioso y decidido. Sabe que quien tiene a la reina es el verdadero rey, el verdadero soberano. El verdadero hombre. Quien poseía a la reina poseía el reino. Ahí, en esa yacija, dará comienzo el golpe de estado…

El elfo se sentó en un asiento de mármol y le señaló a Ciri otro asiento. Parecía más interesado en el paisaje que se veía por la ventana que en la muchacha. En ningún momento dirigió la mirada al lecho.

– Aquí te quedarás para siempre -le dijo de sopetón-, amazona mía, ligera cual mariposa. Hasta el final de tu vida de mariposa.

Ella no dijo nada. Le miró a los ojos fijamente. No había nada en esos ojos.

– No te permitirán marcharte de aquí -insistió-. No están dispuestos a admitir que, a pesar de la profecía y del mito, tú no eres nadie, no eres nada, tan sólo una criatura sin importancia. No lo querrán creer y no te dejarán marchar. Te han calentado los cascos con promesas para asegurarse tu sumisión, pero nunca han tenido intención de atenerse a lo prometido. Nunca.

– Avallac’h -dijo con un hilo de voz- me ha dado su palabra. Por lo visto, dudar de la palabra de un elfo es una ofensa.

– Avallac'h es un sabio. Los sabios tienen su propio código de honor, en el que la mitad de los artículos recuerdan que el fin justifica los medios.

– No entiendo por qué me cuentas todo eso. A menos que… A menos que quieras algo de mí. Que yo tenga algo que tú deseas. Y que quieras negociar. ¿Qué dices, Eredin? Mi libertad a cambio… ¿A cambio de qué?

Él la miró largamente. Y ella buscó en vano en sus ojos algún indicio, alguna señal, alguna pista. La que fuera.

– Seguramente -empezó despacio el elfo-, ya habrás tenido tiempo de conocer un poco a Auberon. Y habrás advertido, sin duda, que es de una ambición absolutamente inconcebible. Hay cosas que jamás podrá aceptar, de las que nunca querrá darse por enterado. Antes se moriría. -Ciri callaba, mordiéndose los labios y mirando de reojo la yacija-. Auberon Muircetach -prosiguió el elfo- nunca emplea la magia ni otros medios capaces de modificar la situación. Pero esos medios existen. Medios de calidad, potentes, con garantías. Mucho más eficaces que esos atrayentes que las siervas de Avallac'h añaden a tus cosméticos.

Rápidamente, puso la mano encima de un tablero con nervaduras oscuras. Cuando la retiró, sobre el tablero había un pequeño frasco de nefrita, de color verde grisáceo.

– No -dijo Ciri con la voz quebrada-. De ningún modo. No estoy de acuerdo con esto.

– No me has dejado terminar.

– No me tomes por tonta. No le voy a dar lo que hay en ese frasco. No cuentes conmigo para esas cosas.

– Sacas conclusiones muy precipitadas -dijo él con calma, mirándola a los ojos-. Te esfuerzas por superarte a ti misma, yendo cada vez más deprisa. Y eso siempre lleva a la caída. Una caída muy dolorosa.

– Ya te lo he dicho: no.

– Piénsatelo bien. Independientemente de lo que contenga este recipiente, tú siempre saldrás ganando. Siempre saldrás ganando, Golondrina.

– ¡No!

Con un movimiento tan vivo como el anterior, digno en verdad de un prestidigitador, hizo desaparecer el frasco de la mesa. Después guardó un largo silencio, mientras contemplaba el río Easnadh, que resplandecía entre los árboles.

– Morirás aquí, mariposa -dijo por fin-. No te dejarán marcharte. Pero tú eliges.

– Ya he llegado a un acuerdo. Mi libertad a cambio de…

– Libertad -resopló-. No haces más que hablar de tu libertad. Y, ¿qué harías si por fin la obtuvieras? ¿Adonde ibas a ir? A ver si entiendes de una vez que en este momento no te separa de tu mundo únicamente el espacio, sino también el tiempo. Aquí el tiempo transcurre de un modo distinto al de allí. A quienes conociste allí como niños son ahora unos ancianos decrépitos, los que tenían tu edad hace mucho que han muerto.

– No me lo creo.

– Recuerda vuestras leyendas. Leyendas sobre personas que desaparecieron furtivamente y regresaron al cabo de los años, sólo para contemplar las tumbas de sus allegados cubiertas por la hierba. ¿No me irás a decir que eran pura fantasía, cosas sacadas de la manga? Te equivocas. Durante siglos enteros, la gente fue raptada, arrebatada por jinetes, en lo que llamabais la Persecución Salvaje. Raptados, explotados y arrojados después como la cáscara de un huevo una vez consumido. Pero a ti ni siquiera te espera esa suerte, Zireael. Tú morirás aquí, no se te permitirá contemplar ni los sepulcros de tus amigos.

– No me creo lo que estás diciendo.

– Lo que tú creas es asunto tuyo. Pero tu suerte la has elegido tú sola. Regresemos. Quiero pedirte una cosa, Golondrina. ¿Te parece bien que comamos juntos algo ligero en Tir ná Lia?

Durante el tiempo que tardó el corazón en latirle varias veces, el hambre y una loca fascinación lucharon en el interior de Ciri contra la rabia, el miedo a ser envenenada y, en definitiva, la antipatía.

– Con mucho gusto. -Bajó la mirada-. Gracias por la propuesta.

– Gracias a ti. Vamos.

Mientras salía del cenador, Ciri le echó un último vistazo a la yacija. Y pensó que Anna Tiller era al fin y al cabo una boba y exaltada grafómana.


*****

Despacio, en silencio, entre el olor a menta, a salvia y a ortiga, descendieron hacia el río Suspiro. Escaleras abajo. Por la orilla de un arroyo llamado Susurro. Aquella noche, cuando entró perfumada en los aposentos reales, con los cabellos aún húmedos tras el baño aromático, encontró a Auberon en un sofá, inclinado sobre un grueso libro. Sin palabras, con un simple gesto, la invitó a sentarse a su lado. Era un libro ricamente iluminado. A decir verdad, lo único que había en él eran ilustraciones. Aunque Ciri presumía de tener mucho mundo, se puso colorada como un tomate. En la biblioteca del templo, en Ellander, había visto algunas obras semejantes. Pero ninguna de ellas podía competir con el libro del rey de los Alisos, ni en riqueza y variedad de las posiciones, ni en calidad de las representaciones. Estuvieron un buen rato observándolas en silencio.

– Desnúdate, por favor.

En esta ocasión él también se desvistió. Tenía un cuerpo flaco, de muchacho; era tan delgado como Giselher, como Kayleigh, como Reef, a los que había visto muchas veces bañándose en los riachuelos o en los lagos de montaña. Pero Giselher y los Ratas irradiaban vitalidad, de ellos brotaba vida a raudales, un ansia de vida que ardía entre las gotas de plata del agua salpicada.

De él, del rey de los Alisos, lo que brotaba era el frío de la eternidad. Él fue paciente. Varias veces pareció que ya casi, que ya. Pero la cosa no funcionaba. Ciri estaba enfadada consigo misma, convencida de que la culpa era de su desconocimiento y de su falta de experiencia, que la paralizaba. Él se dio cuenta y la tranquilizó. Como de costumbre, con mucha eficacia. Tanta, que ella se durmió. Entre sus brazos.

Pero al amanecer él ya no estaba a su lado.

La noche siguiente, por primera vez, el rey de los Alisos dio muestras de impaciencia. Ciri lo encontró inclinado sobre la mesa, donde había un espejo engastado en un marco de ámbar. Había unos polvos blancos sobre el espejo.

Ya empezamos, pensó Ciri.

Con un cuchillito Auberon fue reuniendo el fisstech y lo distribuyó en dos rayas. Cogió un tubito de plata que había en la mesa y aspiró el narcótico por la nariz, primero por la fosa izquierda, luego por la derecha. Sus ojos, normalmente brillantes, parecieron apagarse y enturbiarse, y se llenaron de lágrimas. Ciri se dio cuenta enseguida de que aquélla no era la primera dosis.

Hizo dos nuevas rayas sobre el cristal y la invitó con un gesto, pasándole el tubito. Total, qué más da, pensó Ciri. Así será más fácil.

La droga era increíblemente fuerte.

Enseguida los dos se sentaron en la cama, estrechamente abrazados, y se quedaron embobados mirando a la luna con los ojos bañados en lágrimas. Ciri estornudó.

– Es una noche máxima -dijo, frotándose la nariz con la manga de su blusón de seda.

– Mágica -la corrigió, restregándose un ojo-. Ensh'eass, no enleass. Debes trabajar la pronunciación.

– La trabajo.

– Desnúdate.

Al principio pareció que todo saldría bien, que la droga le había excitado a él de la misma manera que la había excitado a ella. Pero a ella la volvió activa y la llevó a tomar la iniciativa, tanto que incluso le susurró al oído algunas palabras sumamente indecentes, a su entender. Eso le hizo reaccionar y el efecto fue, hum, palpable: en cierto momento Ciri estuvo segura de que ya sí, ya sí. Pero no, nada de ya, ya. No hasta el final, al menos. Y entonces él se puso nervioso. Se levantó y se echó sobre los estrechos hombros un manto de piel de marta. Se quedó así, de cara a la ventana, mirando fijamente a la luna. Ciri se sentó, con los brazos alrededor de las rodillas. Estaba desilusionada y enfadada, y al mismo tiempo sentía una extraña tristeza. Era el efecto inevitable de aquel fisstech tan fuerte.

– La culpa es sólo mía -balbuceó-. Esta cicatriz me afea, ya lo sé. Sé lo que ves cuando me miras. No hay mucho de elfa en mí. Una pepita de oro en un montón de estiércol…

Él se volvió bruscamente.

– Ta modestia es poco habitual -dijo tranquilamente-. Yo habría dicho más bien: una perla en una cochiquera. Un brillante en el dedo de un cadáver putrefacto. Cuando estés haciendo tus ejercicios de lengua, tú misma puedes elaborar otras comparaciones. Mañana te preguntaré sobre ellas, pequeña dh'oine. Un ser humano en el que no hay nada, absolutamente nada, de elfa.

Se dirigió a la mesa, cogió el tubito y se inclinó sobre el espejo. Ciri se había quedado de piedra. Se sentía como si le hubieran escupido.

– ¡No vengo a verte por amor! -le soltó enfurecida-. Estoy presa, sometida a chantaje, ¡lo sabes de sobra! Pero lo acepto, lo hago por…

– ¿Por quién? -la cortó impetuosamente, algo nada propio de un elfo-. ¿Por mí? ¿Por los Aen Seidhe prisioneros en tu mundo? ¡Estúpida cría! Lo haces por ti, por tu propio interés, por eso vienes aquí y tratas en vano de entregarte a mí. Porque ésta es tu única oportunidad, tu única tabla de salvación. Y te diré otra cosa más: ya puedes rezar, rezar con devoción a tus ídolos humanos, a tus divinidades o a tus tótems. Porque si no soy yo, será Avallac'h con su laboratorio. Créeme que no te gustaría ir a parar a ese laboratorio y familiarizarte con la alternativa.

– A mí me da lo mismo -dijo Ciri, con una voz apagada, contrayéndose en la cama-. Acepto lo que sea, con tal de obtener la libertad. Con tal de verme libre al fin, De marcharme de aquí. A mi mundo. Con mis amigos.

– ¡Tus amigos! -dijo en tono de burla-. ¡Aquí tienes a tus amigos!

Se dio la vuelta y le lanzó de pronto el espejo cubierto de polvo de fisstech.

– Aquí tienes a tus amigos -repitió-. Fíjate bien.

Salió del cuarto, agitando los bordes del manto de piel.

Al principio, Ciri sólo pudo ver en el cristal sucio su propio reflejo borroso. Pero al instante el espejo se aclaró, adquiriendo un aspecto lechoso, y se llenó de humo. Y después se vio una imagen.

Yennefer cuelga en el abismo, estirada, con las manos levantadas hacia lo alto. Las mangas de su vestido parecen las alas abiertas de un pájaro. Entre sus cabellos ondulantes, unos pececillos se deslizan veloces. Un banco entero de peces centelleantes y ligeros. Algunos empiezan a mordisquear las mejillas y los ojos de la hechicera. Desde las piernas de Yennefer, una soga desciende hacia el fondo del lago; en el extremo de esa soga, atrapado entre el cieno y los tallos de elodea, hay un gran cesto de piedras. Por encima, en lo alto, brilla y destella la superficie de las aguas.

El vestido de Yennefer ondula al mismo ritmo que lo hacen las algas. El humo oculta la superficie del espejo, manchada de fisstech. Geralt, pálido como el cristal, tiene los ojos cerrados; está inmóvil, congelado, bajo unos largos carámbanos que cuelgan de unas rocas; no tardará en quedar sepultado por la nieve que trae la ventisca. Sus cabellos blancos son ahora vainas blancas de hielo, una escarcha blanca le envuelve las cejas, las pestañas, los labios. La nieve no para de caer sobre Geralt, va rodeándole las piernas y cubriéndole los hombros con un suave manto. La ventisca aúlla y silba…

Ciri saltó de la cama y estampó, con mucho ímpetu, el espejo contra la pared. El marco de ámbar reventó, y el cristal se hizo añicos.

Reconocía perfectamente esa clase de visiones, se acordaba de ellas, sabía muy bien lo que eran. De sus antiguos sueños.

– ¡Todo eso es mentira! -gritó-. ¿Me has oído, Auberon? ¡No me lo creo! ¡No es verdad! Eso es producto de tu rabia, ¡igual de impotente que tú! Producto de tu rabia…

Se sentó en el suelo. Y se echó a llorar.

Tenía la sospecha de que las paredes de palacio oían.


*****

Al día siguiente, no era capaz de soportar las miradas ambiguas, sentía que se reían a sus espaldas, captaba murmullos. Avallac'h no aparecía por ninguna parte. Lo sabe, pensaba Ciri, sabe lo que ha pasado y trata de evitarme. Antes de que me levantara, se ha marchado muy lejos, por tierra o por el río, con su elfa bañada en oro. No quiere hablar conmigo, no quiere reconocer que todo su plan se ha venido abajo.

Tampoco había forma de encontrar a Eredin. Pero eso era bastante normal: salía con frecuencia de la ciudad en compañía de sus Dearg Ruadhri, sus Jinetes Rojos. Ciri recogió a Kelpa en las caballerizas y se fue al otro lado del río. Sin dejar de darle vueltas a sus pensamientos, sin reparar en nada de lo que había a su alrededor. Hay que escapar de aquí. Lo de menos es que esas visiones sean falsas o sean auténticas. Una cosa es segura: Yennefer y Geralt están allí, en mi mundo, y allí está mi sitio, a su lado. ¡Tengo que huir de aquí, huir sin demora! Tiene que haber alguna forma. He entrado aquí yo sola, tendré que ser capaz de salir también yo sola. Eredin ha dicho que tengo un talento poco común, y eso mismo sospechaba Vysogota. En Tor Zireael, que he inspeccionado detenidamente, no había ninguna salida. Pero a lo mejor aquí, en algún sitio, hay alguna otra torre…

Miró a la lejanía, hacia la colina distante, hacia la silueta del cromlech que destacaba en su cima. Terreno prohibido, pensó. Ja, ya veo que está demasiado lejos. No creo que la Barrera me permita llegar hasta allí. Una pena hacer el esfuerzo. Mejor seguiré río arriba. Por ahí todavía no he ido nunca.

Kelpa relinchó, sacudió la cabeza, empezó a zarandearse inquieta. No se dejaba dar la vuelta, y en vez de ello se arrancó con fuerza en dirección a la colina. Ciri se había quedado tan sorprendida que tardó en reaccionar y al principio no impidió la carrera de la yegua. Sólo unos momentos más tarde le gritó y tiró de las riendas. La consecuencia fue que Kelpa se puso de manos, después coceó, sacudió la grupa y luego siguió galopando. Siempre en la misma dirección.

Ciri no era capaz de frenarla, no lograba hacerse con la yegua. Estaba muda de asombro. Pero conocía de sobra a Kelpa. Tenía sus vicios, pero no hasta esos extremos. Esa forma de comportarse tenía que significar algo.

Kelpa redujo la velocidad, se puso al trote. Iba derecha hacia la colina rematada por el cromlech.

Una legua, más o menos, pensó Ciri. De un momento a otro, empezará a actuar la Barrera.

La yegua irrumpió en el círculo de piedra, formado por una serie de monolitos medio caídos y cubiertos de musgo, muy próximos entre sí, que surgían entre las zarzas, y de repente se quedó clavada en el sitio. No movió un músculo, excepto las orejas, que estiró para oír mejor.

Ciri intentó que se diera la vuelta. Después trató de que se moviera. En vano. De no haber sido por las venas palpitantes del cuello caliente, habría jurado que estaba sentada encima de una estatua, y no de un caballo. De pronto, sintió algo en los hombros. Algo agudo, algo que le atravesó la ropa y la pinchó, haciéndole daño. No le dio tiempo a volverse. Saliendo de detrás de las piedras, sin hacer el menor ruido, un unicornio de pelaje rojo, con un movimiento preciso, le hincó el cuerno en la axila. Con fuerza. A fondo. Notó un hilo de sangre corriéndole por el costado.

Por el lado opuesto apareció otro unicornio. Era completamente blanco, desde la punta de las orejas hasta el final de la cola. Salvo los ollares, que los tenía rosados, y los ojos, que eran negros.

El unicornio blanco se acercó. Despacio, muy despacio, le puso la cabeza en el regazo. Ciri estaba tan excitada que soltó un gemido.

Me he hecho mayor, retumbó dentro de su cabeza. Me he hecho mayor, Ojo de Estrella. Entonces, en el desierto, no sabía cómo comportarme. Ahora sí que lo sé.

– ¿Caballito? -Y volvió a gemir, casi colgada de los dos cuernos que la estaban pinchando.

Me llamo Ihuarraquax. ¿Te acuerdas de mí, Ojo de Estrella? ¿Te acuerdas de cómo me curaste? ¿De cómo me salvaste?

Retrocedió y se dio la vuelta. Ciri observó la huella de una cicatriz en la pata del animal. Acabó de reconocerlo. Se acordó de él.

– ¡Caballito! ¡Eres tú! Pero si tenías un pelaje distinto…

Me he hecho mayor.

De pronto, todo era confusión en su cabeza, susurros, voces, gritos, relinchos. Retiraron los cuernos. Ella se dio cuenta de que el otro unicornio, el que tenía a sus espaldas, era de pelaje azulejo rodado.

Los más viejos están aprendiendo de ti, Ojo de Estrella. Por mediación mía, están aprendiendo de ti. Un poco más, y serán capaces de hablar por sí mismos. Pronto podrán decirte qué esperan de ti.

La cacofonía en la cabeza de Ciri estalló en un alboroto indescriptible. Pero no tardó en aplacarse, y empezó a fluir como una corriente de pensamientos claros y comprensibles.

Queremos ayudarte a escapar, Ojo de Estrella.

No decía nada, pero el corazón le latía con fuerza.

¿Qué hay de la loca alegría? ¿Qué de la gratitud?

– ¿Y a qué se debe -preguntó en tono agresivo- ese deseo repentino de ayudarme? ¿Tanto me queréis?

No es que te queramos. Pero éste no es tu mundo. Éste no es lugar para ti. Aquí no te puedes quedar. No queremos que te quedes aquí.

Ciri apretó los dientes. Aunque la perspectiva le parecía excitante, negó con la cabeza. Caballito -Ihuarraquax- estiró las orejas, escarbó en la tierra con los cascos y la miró de reojo con uno de sus ojos negros. El unicornio rojo hizo temblar el suelo de una patada, y blandió el cuerno en un gesto amenazante. Bufó con furia, y Ciri finalmente lo entendió.

No te fías de nosotros.

– No me fío -Admitió de buena gana-. Aquí cada cual juega a su juego, y el caso es pillarme desprevenida para poderme utilizar. ¿Por qué iba a fiarme precisamente de vosotros? Está claro que no os lleváis bien con los elfos, tuve ocasión de verlo allá en la estepa, estuvisteis a punto de combatir. Puedo aceptar tranquilamente que queráis serviros de mí para fastidiar a los elfos. A mí tampoco me caen nada bien, al fin y al cabo, me tienen aquí prisionera y me obligan a hacer algo que yo no quiero en absoluto. Pero no consiento que os aprovechéis de mí.

El unicornio rojo sacudió la cabeza y volvió a realizar un movimiento inquietante con el cuerno. El azulejo relinchó. A Ciri le empezó a resonar la cabeza como si estuviera dentro de un pozo, y la idea que captó no le hizo ninguna gracia.

– ¡Ajá! -gritó-. ¡Sois igualitos que ellos! ¿O sumisión y obediencia o muerte? ¡No tengo miedo! ¡Pero no permitiré que nadie se aproveche de mí!

Volvió a sentir en la cabeza caos y confusión. Duró un rato, hasta que del caos emergió un pensamiento legible.

Está muy bien, Ojo de Estrella, que no te guste que se aprovechen de ti. Precisamente ésa es nuestra idea. Lo que queremos, ni más ni menos, es garantizarte eso. A ti y a nosotros mismos. Y al mundo entero. A todos los mundos.

– No lo he entendido.

Eres un arma peligrosa, una amenaza. No podemos permitir que esa arma caiga en manos del rey de los Alisos, del Zorro y del Gamlán.

– ¿De quiénes? -dijo atropelladamente-. Ay…

El rey de los Alisos ya es un anciano. Pero el Zorro y el Gavilán no pueden hacerse con el dominio de Ard Gaeth, la Puerta de los Mundos. Una vez ya lo consiguieron. Y otra vez lo perdieron. Ahora lo único que pueden hacer es errar, vagar por los mundos lentamente, como fantasmas impotentes. El Zorro ha llegado hasta Tir ná Béa Arainne, el Gavilán y sus jinetes hasta la Espiral. Más lejos no pueden ir, les fallan las fuerzas. Por eso sueñan con Ard Gaeth y con el poder. Te mostraremos de qué manera ya utilizaron en una ocasión ese poder. Te lo mostraremos, Ojo de Estrella, cuando salgas de aquí.

– No puedo salir de aquí. Soy víctima de un encanto. La Barrera. Geas Garadh…

A ti nadie te puede aprisionar. Eres la Señora de los Mundos.

– Qué va. No tengo ningún talento especial, no tengo dominio sobre nada. Y renuncié a mis poderes hace un año, allá en el desierto. Caballito es testigo.

En el desierto renunciaste a la superchería. Pero no es posible renunciar a los poderes que se llevan en la sangre. Los sigues teniendo. Te enseñaremos a sacarles provecho.

– ¿Y no será, por casualidad -gritó-, que ese poder, ese dominio sobre los mundos, que por lo visto poseo, me los queréis arrebatar?

No es así. Nosotros no tenemos por qué conquistar ese poder. Porque ya lo tenemos desde siempre.

Confia en ellos, le pidió Ihuarraquax. Confia, Ojo de Estrella.

– Con una condición.

Los unicornios alzaron bruscamente la cabeza, abrieron los ollares y -podría jurarse- lanzaron chispas de los ojos. No les gusta, pensó Ciri, que les pongan condiciones, no quieren ni oír esta palabra. Pestes, no sé si hago bien… Ojalá que esto no acabe en tragedia…

Te escuchamos. ¿Cuál es tu condición?

– Ihuarraquax vendrá conmigo.


*****

A la caída de la tarde el cielo se cubrió, el ambiente se volvió sofocante y una neblina espesa y pegajosa se fue extendiendo desde el río. Y, cuando la oscuridad cayó sobre Tir ná Lia, la tormenta se anunció a lo lejos con un sordo murmullo, y enseguida el resplandor de un relámpago iluminó el horizonte.

Ciri ya estaba preparada hacía rato. Llevaba puesto un traje negro, con la espada colgada al hombro, y aguardaba el crepúsculo tan nerviosa e impaciente que se subía por las paredes.

Atravesó en silencio el vestíbulo desierto, deslizándose a lo largo de la columnata y salió a la terraza. El río Easnadh brillaba como la brea en la oscuridad, los sauces susurraban. Un trueno lejano rodó por el cielo.

Ciri fue a las caballerizas a por Kelpa. La yegua sabía lo que tenía que hacer. Trotó obediente hacia el Puente de Porfirio. Durante unos segundos, Ciri la siguió con la mirada, después dirigió la vista hacia la terraza junto a la cual estaban amarradas las embarcaciones.

No puedo, pensó. Me mostraré ante él por última vez. ¿Y si con esto consigo retrasar la persecución? Es arriesgado, pero es el único modo.

Al principio, creyó que él no estaba allí, que los aposentos reales estaban vacíos. El silencio y la quietud eran absolutos.

Al cabo de unos instantes, lo vio. Estaba en un rincón, sentado en un sofá, con una camisa blanca que dejaba al descubierto sus estrechos hombros. El tejido era tan delicado que se ceñía al cuerpo como si estuviera mojado.

La cara y las manos del rey de los Alisos eran casi tan blancas como la camisa. Levantó los ojos hacia ella: aquéllos eran unos ojos vacíos.

– ¿Shiadhal? -susurró-. Menos mal que estás aquí. ¿Sabes?, decían que habías muerto.

Abrió la mano y algo cayó a la alfombra. Era el frasquito de nefrita, verde grisáceo.

– Lara. -El rey de los Alisos sacudió la cabeza y se llevó la mano al cuello; parecía como si su torc’h real de oro le estuviera ahogando-. Caemm a me, luned. Acércate, hija mía. Caemm a me, elaine.

Su aliento olía a muerte.

– Elaine blath, feainne wedd… -canturreó-. Mire, luned, se te ha enredado la cinta… Permíteme…

Quiso levantar la mano, pero no lo consiguió. Suspiró hondo, alzó la mano bruscamente, la miró a los ojos. En esta ocasión, sí estaban vivos.

– Zireael -dijo-. LocTilaith. En verdad, eres el destino, Dama del Lago. También el mío, como puede verse.

Poco después, prosiguió:

– Va'esse deireadh aep eigean… -Ciri comprobó horrorizada que sus palabras y sus movimientos empezaban a ralentizarse de una forma espantosa-. Pero -añadió con un suspiro- lo bueno es que, de todas formas, también hay algo que comienza.

A través de la ventana les llegó un trueno larguísimo. La tormenta aún estaba lejos. Pero se acercaba muy rápido.

– A pesar de todo -volvió a hablar el rey-, no tengo ninguna gana de morir, Zireael. Y me resulta terriblemente penoso que tenga que ocurrir. Quién lo habría dicho. Creía que no lo iba a lamentar. He vivido mucho, lo he conocido todo. Me he aburrido de todo… Y, sin embargo, ahora siento pesar. Y, ¿quieres saber otra cosa más? Inclínate. Te lo diré al oído. Que sea nuestro secreto.

Ciri se inclinó.

– Tengo miedo -susurró Auberon.

– Lo sé.

– ¿Estás a mi lado?

– Sí.

– Va faill, luned.

– Adiós, rey de los Alisos.

Estuvo sentada a su lado, sin soltarle la mano, hasta que su leve respiración se acalló y cesó por completo. No se enjugó las lágrimas. Las dejó fluir. La tormenta se acercaba. Los relámpagos incendiaban el horizonte. Bajó a la carrera las escaleras de mármol, hasta llegar a una terraza con columnas, al lado de la cual se mecían las barcas. Desamarró una de ellas, situada en un extremo, en la que ya se había fijado esa tarde.

Se alejó del embarcadero impulsándose con una pértiga de caoba que se había preparado a toda prisa con la barra de unas cortinas. Y es que no estaba segura de que la barca fuera a obedecerla igual que había obedecido a Avallac’h.

La barca se deslizaba sobre las aguas sin el menor ruido. Tir ná Lia estaba oscura y en silencio. Sólo las estatuas de las terrazas la acompañaban con su mirada muerta. Ciri iba contando los puentes.

El cielo sobre el bosque se iluminó con el resplandor de un relámpago. Al cabo de unos segundos retumbó un trueno prolongado.

El tercer puente.

Algo cruzó por el puente, silencioso, ágil, como una enorme rata negra. La barca se tambaleó cuando saltó sobre la proa. Ciri soltó la pértiga y desenvainó la espada.

– Veo que, pese a todo -susurró Eredin Bréacc Glas-, quieres privarnos de tu compañía…

También empuñaba una espada. A la luz fugaz de un rayo, Ciri fue capaz de ver el arma. La hoja era de un solo filo, ligeramente curva, con el borde bruñido y uniformemente afilado; el puño era alargado, el guardamanos consistía en una pieza redonda y calada. Desde el principio quedó claro que el elfo sabía utilizar la espada. De forma inesperada, hizo oscilar la barca, pisando con fuerza en la borda. Ciri se balanceó con destreza, equilibró el peso de la barca con una vigorosa inclinación del cuerpo, y casi de inmediato trató de devolver la jugada, saltando sobre la borda con ambas piernas. El elfo vaciló, pero logró mantener el equilibrio. Y se lanzó a por ella con la espada. Ciri paró el golpe, cubriéndose instintivamente, pues apenas veía nada. Replicó con un tajo veloz por abajo. Eredin lo detuvo, atacó, Ciri devolvió el golpe. De las hojas saltaban haces de chispas como si fueran chisqueros.

Una vez más Eredin zarandeó la barca con fuerza, a punto estuvo de volcarla. Ciri ejecutó una danza, con los brazos extendidos para equilibrarse. Retrocedió hasta la popa y bajó la espada.

– ¿Dónde has aprendido todo eso, Golondrina?

– Te sorprenderías.

– Lo dudo. Eso de que navegando por el río se puede sortear la Barrera, ¿lo has descubierto tú sola o quizá te lo ha revelado algún traidor?

– No tiene importancia.

– Sí la tiene. Y lo averiguaremos. Tenemos nuestros métodos. Pero ahora suelta el arma y regresemos.

– Que te lo has creído.

– Regresemos, Zireael. Auberon te está esperando. Esta noche, te lo aseguro, estará en plena forma y lleno de vigor.

– Que te lo has creído -repitió-. Se le ha ido la mano con ese remedio vigorizante. Ése que tú le diste. ¿No será que no era un vigorizante?

– ¿De qué estás hablando?

– Ha muerto.

Sufrió una fuerte conmoción por la sorpresa. De repente se arrojó sobre ella, haciendo que la barca se tambaleara. Mientras hacían equilibrios, intercambiaron algunos tajos rabiosos, las aguas se llevaban los ruidosos chasquidos del acero. Un rayo iluminó la noche. Un puente pasaba por encima de sus cabezas. Uno de los últimos puentes de Tir ná Lia. ¿O acaso el último?

– Seguro que comprendes, Golondrina -dijo con voz ronca-, que tan sólo estás aplazando lo inevitable. No puedo permitir que te vayas de aquí.

– ¿Por qué no? Auberon ha muerto. Y yo no soy nadie, no tengo la menor importancia. Fuiste tú quien me lo dijo.

– Porque ésa es la verdad. -Alzó la espada-. No significas nada. Eres, si acaso, como la polilla miserable a la que se puede aplastar entre los dedos y reducir a un polvillo brillante, pero que, si se le deja, es capaz de agujerear una tela valiosa. O como un minúsculo grano de pimienta que, si lo masticas por descuido, te puede fastidiar el más fino bocado, obligándote a escupir aquello que habrías deseado paladear. Así eres tú. Nada. Una nada molesta.

Otro relámpago. A su luz Ciri pudo ver lo que quería ver. El elfo tenía la espada levantada y la blandía, apuntando hacia el banco de la embarcación. Contaba con la ventaja de la altura. La próxima acometida la tenía que ganar.

– No deberías haber alzado tu espada contra mí, Zireael. Ahora es demasiado tarde. No te lo pienso perdonar. No te voy a matar, claro que no. Pero unas cuantas semanas en cama, entre vendas, seguro que te sientan muy bien.

– Espera. Antes quiero contarte una cosa. Revelarte un secreto.

– ¿Y qué vas a contarme tú a mí? -Soltó una carcajada-. ¿Hay algún secreto que yo no conozca y que tú puedas revelarme? ¿Qué verdad es ésa que me piensas desvelar?

– Ésta: que no cabes bajo el puente.

No tuvo tiempo de reaccionar, se golpeó con la nuca contra el puente y salió disparado hacia delante, perdiendo por completo el equilibrio. Ciri, sencillamente, podía haberlo arrojado por la borda, pero temió que eso ¡no fuera suficiente para que renunciara a la persecución. Además, de forma premeditada o no, había matado al rey de los Alisos. Y tenía que sufrir por eso.

Le hizo un rápido tajo en un muslo, justo por debajo de la cota de malla. El elfo ni siquiera gritó. Saltó por la borda, chapoteó en el río, las aguas se cerraron sobre él. Ciri se volvió, se puso a escudriñar. Tardó mucho en salir a flote. En subirse a rastras a las escaleras de mármol que bajaban hasta el río. Se quedó tendido, inmóvil, chorreando agua y sangre.

– Unas cuantas semanas en cama, entre vendas -musitó-, seguro que te sientan muy bien.

Agarró la pértiga y se impulsó con fuerza; El río Easnadh era cada vez más impetuoso y la barca bajaba más rápido. Pronto dejó atrás las últimas edificaciones de Tir ná Lia. Ciri no miraba atrás.


*****

Primero todo se volvió muy oscuro, pues la barca atravesaba un viejo bosque, en medio de árboles cuyas ramas se tocaban por encima de la corriente del río, formando una bóveda. Después clareó: había rebasado el bosque, en ambas riberas se sucedían las galerías de alisos, carrizos y espadañas. En la superficie del río, limpia hasta ese momento, aparecieron montones de maleza, algas flotantes, troncos. Cada vez que el cielo se iluminaba con un relámpago, veía círculos en el agua; cuando bramaba el trueno, oía el chapoteo de peces asustados. Varias veces, no muy lejos de la barca, vio unos ojos grandes y fosforescentes; varias veces la barca tembló al chocar con algo grande y vivo. Aquí no todo es hermoso, para los menos aptos este mundo es la muerte, se dijo, recordando las palabras de Eredin.

La corriente se ensanchó considerablemente, desbordando el cauce. Se sucedieron las islas y los brazos del río. Ciri permitió que la barca navegara a la ventura, dejándose llevar por la corriente. Pero empezó a tener miedo. ¿Qué pasaría si se equivocaba y tomaba el brazo incorrecto?

Nada más pensarlo, desde la orilla, entre la maleza, le llegó un relincho de Kelpa y unas intensas señales mentales del unicornio.

– ¡Estás ahí, Caballito!

Hay que darse prisa, Ojo de Estrella. Ven conmigo.

– ¿A mi mundo?

Primero tengo que enseñarte algo. Es lo que me han ordenado los mayores.

Al principio avanzaron por el bosque, después por la estepa, atravesada por frecuentes barrancos y quebradas. Los relámpagos cruzaban el cielo, los truenos retumbaban. La tormenta se les echaba encima, el viento arreciaba.

El unicornio condujo a Ciri hacia una de las quebradas.

Es aquí.

– ¿Qué hay aquí?

Desmonta y observa.

Obedeció. El terreno era irregular, y trastabilló. Se oyó un chasquido y algo rodó a sus pies. Hubo un relámpago, y Ciri ahogó un grito.

Estaba en medio de un mar de huesos.

Se había producido un desprendimiento en la ladera arenosa del barranco, seguramente por la intensidad de los aguaceros. Y había quedado al descubierto lo que allí se ocultaba. Un enterramiento. Una gran fosa común. Una enorme montaña de huesos. Tibias, pelvis, costillas, fémures. Cráneos.

Ciri cogió uno.

Un nuevo relámpago, y Ciri soltó un grito. Había comprendido qué clase de restos había allí.

El cráneo, que exhibía las huellas de un golpe de espada, tenía colmillos en su dentadura.

Ahora ya lo entiendes, oyó Ciri en su cabeza.

Ahora ya lo sabes. Esto es obra suya. Del rey de los Alisos. Del Zorro. Del Gavilán. Este mundo no era su mundo en absoluto. Pero se convirtió en su mundo. Cuando lo conquistaron. Cuando abrieron Ard Gaeth, engañándonos y aprovechándose de nosotros en aquel tiempo, lo mismo que ahora han intentado engañarte y aprovecharse de ti.

Ciri estrujó la calavera.

– ¡Canallas! -gritó en la noche-. Asesinos.

Un trueno rodó con estruendo por el cielo. Ihuarraquax relinchó con fuerza, en señal de alerta. Ciri comprendió la señal. Montó de un salto y espoleó a Kelpa con un grito, llevándola al galope. Los perseguidores les seguían el rastro. No es la primera vez que esto ocurre, pensaba, mientras sentía el viento en la cara al galopar. No es la primera vez. Esta carrera salvaje en la oscuridad, en medio de una noche cuajada de espantos, espectros y aparecidos.

– ¡Adelante, Kelpa!

Un galope furioso, con tal ímpetu que los ojos se cubren de lágrimas. Un rayo parte el cielo por la mitad, y el resplandor permite a Ciri contemplar los alisos que se alzan a ambos lados del camino. Por todas partes, los árboles deformes extienden hacia ella los largos brazos rugosos de sus ramas, abren amenazantes las negras fauces de sus huecos, profieren a su paso maldiciones y amenazas. Los relinchos de Kelpa son cada vez más agudos, galopa tan veloz que sus cascos apenas parecen acariciar el suelo. Ciri se aferra al cuello de la yegua. No sólo para reducir la resistencia del aire, sino también para esquivar las ramas de los alisos, que quieren derribarla de la silla o capturarla al vuelo. Las ramas silban, restallan, azotan, tratan de hacer presa en la ropa o en el pelo. Los retorcidos troncos se agitan, dilatan sus cavidades y braman.

Kelpa relincha de forma salvaje. El unicornio responde a su relincho. Es como una mancha blanca en las tinieblas que va indicando el camino.

¡Deprisa, Ojo de Estrella! ¡Con todas tus fuerzas! Cada vez hay más alisos y es más difícil esquivar sus ramas. Muy pronto bloquearán el camino…

Un grito a sus espaldas. Es la voz de los perseguidores.

Ihuarraquax relincha. Ciri recibe su señal. Capta el mensaje. Se pega con fuerza al cuello de Kelpa. No necesita darle órdenes. La yegua, presa del pánico, se lanza a una galopada suicida.

Una nueva señal del unicornio, muy nítida esta vez, directa al centro del cerebro. Un consejo o, más bien, una orden.

Salta, Ojo de Estrella. Tienes que saltar. A otro lugar, a otro tiempo.

Ciri no comprende, pero se esfuerza por comprender. Hace todo lo posible por comprender: se concentra, se concentra tanto que la sangre susurra y palpita en sus oídos…

Un relámpago. Y después, súbitamente, la oscuridad, una oscuridad blanda y negra, completamente negra, sin nada que la ilumine.

Un rumor en los oídos.

Viento en la cara. Un viento fresco. Finas gotas de lluvia. Olor a pino en las fosas nasales. Kelpa se remueve, da un bufido, patea. Tiene el cuello empapado y caliente. Un relámpago. Seguido de un trueno. En el resplandor Ciri ve a Ihuarraquax sacudiendo la frente y el cuerno, y escarbando con fuerza en la tierra con los cascos.

– ¿Caballito?

Aquí estoy, Ojo de Estrella.

El cielo está cuajado de estrellas. Lleno de constelaciones. El Dragón. La Dama de Invierno. Los Siete Cabritillos. La Jarra.

Y casi en lo alto del horizonte, el Ojo.

– Lo hemos conseguido -dijo con un suspiro-. Lo hemos conseguido, Caballito. ¡Éste es mi mundo!

La señal del animal fue tan clara que Ciri lo entendió todo a la primera.

No, Ojo de Estrella. Hemos escapado de aquel mundo. Pero éste aún no es el lugar, ni es éste el tiempo. Todavía tenemos mucho por delante.

– No me dejes sola.

No te dejaré. Estoy en deuda contigo. Tengo que pagártela. Hasta el final

Siguiendo al viento que comienza a arreciar, el cielo empieza a oscurecerse desde poniente, las olas de nubes que se acercan van borrando poco a poco las constelaciones. Se apaga el Dragón, se apaga la Dama del Invierno, se apagan los Siete Cabritillos. Desaparece el Ojo, la constelación que más brilla y durante más tiempo.

La cúpula del cielo brilló a lo largo del horizonte con la breve claridad de un relámpago. Se le unió un trueno con un sordo estampido. El vendaval se acrecentó violentamente, lanzando a los ojos polvo y hojas secas.

El unicornio relinchó, envió una señal mental.

No hay tiempo que perder. Tenemos que escapar a toda prisa: es nuestra única esperanza. Escapar al lugar apropiado, al tiempo apropiado. Deprisa, Ojo de Estrella.

Soy la Señora de los Mundos. Soy de la Antigua Sangre.

Soy de la sangre de Lara Dorren, la hija de Shiadhal.

Ihuarraquax relinchó, apremiándola. Kelpa la secundó con un largo resoplido. Ciri se puso los guantes.

– Estoy lista -dijo.

Un rumor en los oídos. Un resplandor, la claridad. Y después la oscuridad.

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