6

Jim Barrett había empleado dos años de duro trabajo en dar a Janet la imagen adecuada. No quería forzar en ella ningún cambio, porque sabía que eso garantizaría el fracaso. Su labor era más sutil, e incluía algunas de las tácticas de persuasión indirecta que había aprendido de Norm Pleyel. Todo eso funcionó. Janet nunca llegó a ser verdaderamente hermosa, pero por lo menos dejó de rendir culto al desaliño. Y el cambio fue considerable. Barrett se marchó de casa y empezó a vivir con ella a los diecinueve años. Ella tenía veinticuatro, pero eso no importaba.

Para entonces había llegado la revolución, y la contrarrevolución estaba en camino.

La desintegración, cumpliendo con la predicción del ordenador de Edmond Hawksbill, se produjo tal como estaba previsto a finales de 1984, jubilando un sistema político que había celebrado un muy sombrío bicentenario sólo ocho años antes. El sistema sencillamente había dejado de funcionar y, como era de suponer, los que desde hacía mucho tiempo desconfiaban del proceso democrático fueron a ocupar el vacío. La Constitución de 1985 había sido pensada aparentemente como un documento provisional, y con ella surgió un gobierno temporal que supervisaría la restauración de las libertades civiles en Estados Unidos y después se desvanecería. Pero a veces las constituciones provisionales y los gobiernos temporales no se desvanecen cuando tienen que hacerlo. .

Bajo el nuevo sistema, un Consejo de Síndicos de dieciséis hombres dirigido por un canciller desempeñaba la mayoría de las funciones gubernamentales. Esos nombres eran extraños en un país acostumbrado desde hacía mucho tiempo a presidentes, senadores, secretarios de Estado y cosas parecidas. La gente había tenido la sensación de que todos esos cargos eran eternos e inmutables, y de repente dejaban de serlo porque habían introducido una nueva retórica de mando en sustitución de las palabras conocidas. El cambio fue rotundo en los niveles más altos; la burocracia y la administración apenas sufrieron transformaciones para evitar que la nación se derrumbara.

Los nuevos gobernantes eran una extraña mezcla. No se les podía llamar ni conservadores ni liberales en el sentido que se había dado a esos términos durante casi todo el siglo xx. Creían en una filosofía activista del Estado, que privilegiase las obras públicas y la planificación central, lo que quizá permitiría calificarlos de marxistas o al menos de liberales del New Deal. Pero también creían en la represión del disenso en nombre de la armonía, cosa que nunca había hecho el New Deal, aunque era inherente a las perversiones del marxismo leninista-estalinista-maoísta. Por otra parte, la mayoría eran capitalistas recalcitrantes, que insistían en la supremacía del sector empresarial de la economía y dedicaban muchas energías a restablecer el clima del comercio de, digamos, 1885. En cuanto a las relaciones exteriores, eran abiertamente reaccionarios, aislacionistas y anticomunistas hasta el extremo de la xenofobia., Aquélla era, para decirlo con suavidad, una filosofía estatal muy variopinta.

—No es ni siquiera una filosofía —sostuvo Jack Bernstein, descargando un puño en la palma de la mano—. Es apenas una pandilla de hombres duros que por casualidad encontraron un vacío de poder y lo ocuparon. No tienen ningún programa de gobierno: Se limitan a hacer lo que les parece necesario para perpetuarse en el poder y que las cosas no vuelvan a estallar. Se han apoderado del gobierno y ahora improvisan día a día.

Entonces están condenados al fracaso —dijo Janet con voz suave—. Sin una visión central de gobierno, un bloque de poder cae con seguridad, tarde o temprano. Cometerán errores críticos, y descubrirán que no pueden evitar el abismo.

—Llevan tres años en el poder —dijo Barrett—. No hay nada que indique que van a caer. Diría que son más fuertes que nunca. Se van a quedar ahí mil años.

—No —insistió Janet—. Van en una trayectoria autodestructiva. Pueden ser otros tres años, pueden ser diez, puede ser apenas cuestión de meses, pero fracasarán. No saben lo que hacen. No se puede unir el capitalismo de McKinley con el socialismo de Roosevelt y llamar a la suma capitalismo sindicalista y pensar que con eso se puede gobernar un país del tamaño del nuestro. Es inevitable…

—¿Quién dice que Roosevelt era socialista? —preguntó alguien desde el fondo de la habitación. Tema secundario —advirtió Norman Pleyel—. No entremos en temas secundarios.

—Discrepo con Janet —dijo Jack Bernstein—. No creo que el actual gobierno sea inherentemente inestable. Como dice Barrett, es más fuerte que nunca. Y nosotros aquí hablando. Hablábamos mientras se apoderaban del poder, y seguimos hablando durante otros tres años…

—No sólo hemos hablado —lo interrumpió Barreta. Bernstein iba y venía por la habitación, encorvado, tenso, cargado de energía interior. —¡Volantes! ¡Peticiones! ¡Manifiestos! ¡Convocatorias para huelgas! ¿Para qué sirvió todo eso? ¿Para qué? —A los diecinueve años Bernstein no era más alto que en el año de la gran conmoción, pero le había desaparecido de la cara la gordura de bebé.

Era delgado, descarnado, con pómulos salvajes y piel cetrina sobre la que las marcas y cicatrices de la enfermedad cutánea brillaban como faros. Ahora usaba un descuidado bigote. Bajo la presión de los acontecimientos, todos se estaban transformando; Janet había perdido la grasa a fuerza de dietas, Barrett se había dejado crecer el cabello, y hasta el imperturbable Pleyel tenía ahora una barba rala que acariciaba como si fuera un talismán. Bernstein fulminó con la mirada al pequeño grupo reunido en el apartamento que compartían Barrett y Janet—. ¿Sabéis por qué este gobierno ilegal ha sido capaz de mantenerse en el poder? Por dos razones. Primero, tiene una red inmoral de policía secreta con la que reprime a la oposición. Segundo, tiene el firme control de todos los medios de comunicación, con lo cual se perpetúa persuadiendo a los ciudadanos de que no les queda otra alternativa que apoyar al sindicalismo. ¿Sabéis lo que va a pasar en otra generación? ¡Esta nación y el sindicalismo estarán tan firmemente unidos que no se separarán durante siglos!

—Imposible, Jack —dijo Janet—. Para mantenerse, un sistema de gobierno necesita algo más que una policía secreta.

—Cállate y déjame terminar —dijo Bernstein. Las palabras de Bernstein fueron un gruñido. Ya casi nunca se cuidaba de ocultar su intenso odio hacia Janet. Cuando estaban en la misma habitación, bastante a menudo dadas las circunstancias, se veían volar las chispas.

—Muy bien, adelante. Termina. Bernstein aspiró hondo.

—Este país es en esencia conservador —dijo—. Siempre lo ha sido. Siempre lo será. La Revolución de 1776 fue una revolución conservadora en defensa de los derechos de propiedad. En los doscientos años siguientes no hubo aquí cambios fundamentales en la estructura política. Francia tuvo una revolución y seis, siete constituciones, Rusia tuvo una revolución, Alemania e Italia y Austria se convirtieron en países totalmente diferentes, y hasta Inglaterra cambió calladamente toda su organización, pero Estados Unidos no se movió. Sí, ya sé que hubo cambios en la ley electoral, pequeños retoques, y que se amplió el derecho de voto a las mujeres y a los negros, y que gradualmente se aumentaron los poderes del presidente, pero todo eso estaba dentro del marco original. Y en las escuelas se enseñó a los niños que en ese marco había algo sagrado. Era un factor de estabilidad incorporado: los ciudadanos querían que el sistema no cambiase porque siempre había sido así, etcétera, etcétera, en un eterno círculo. Esta nación no podía cambiar porque no tenía capacidad para cambiar. Se le había enseñado a odiar el cambio. Por eso los presidentes en ejercicio eran siempre reelectos a menos que fueran un verdadero desastre. Por eso la constitución fue enmendada quizá sólo veinte veces en dos siglos. Por eso cada vez que aparecía un hombre que quería cambiar las cosas en serio, como Henry Wallace, como Goldwater, era aniquilado por la estructura del poder. ¿Alguien estudió la elección de Goldwater? Supuestamente era un conservador, ¿no es así? Pero perdió, ¿y quien lo combatió con verdadera dureza sino los conservadores, que sabían que era un radical y temían la llegada de un radical al poder?

Jack, me parece que exageras la…

—Maldita sea, déjame terminar. —Bernstein tenía la cara roja. El sudor le corría por las mejillas demacradas—. Fue un país condicionado desde el nacimiento para evitar cambios fundamentales. Pero finalmente un gobierno se comprometió demasiado y perdió el control, y se metieron en él los radicales y cambiaron tanto las cosas que todo se desmoronó y sufrimos la crisis constitucional de 1982–1984, y después el golpe sindicalista. El golpe fue tan traumático que millones de personas todavía no se han recuperado. Abren los periódicos y ven que ya no hay presidente, sino algo llamado canciller, y en vez del Congreso aprobando leyes hay un Consejo de Síndicos, y se preguntan qué son esos extraños nombres, en qué país estamos; no puede ser en el viejo Estados Unidos de Norteamérica, ¿verdad? Pero sí. Y se sienten tan aturdidos que enferman más y creen que son erizos. Muy bien. Muy bien. Pero la discontinuidad se ha producido. El viejo sistema ha sido reemplazado por algo nuevo. Los niños siguen naciendo. Las escuelas están abiertas y los maestros enseñan lo que es el sindicalismo, porque saben muy bien que tienen que enseñar eso si quieren conservar el empleo. Hoy los alumnos de quinto grado piensan que los presidentes son dictadores peligrosos. Sonríen ante los enormes tridims del canciller Arnold todas las mañanas. Los de tercer grado ni siquiera saben qué eran los presidentes. Dentro de diez años, esos niños serán adultos. Dentro de veinte dirigirán la sociedad. Tendrán, como siempre han tenido los adultos norteamericanos, un gran interés en el statu quo, y para ellos el statu quo serán los sindicalistas. ¿No lo veis? ¿No lo veis? ¡Si no nos apropiamos de los niños que están creciendo, perderemos! Los sindicalistas se apropian de ellos, los educan para que piensen que el sindicalismo es verdadero y bueno y hermoso, y cuanto más dure eso, más durará. Es algo que se autoperpetúa. Aquel que quiera volver a la vieja constitución, o que quiera enmendar la nueva, pasará por un radical peligroso, y los sindicalistas serán los chicos agradables, seguros, conservadores que siempre hemos tenido y que siempre queremos. Al llegar a ese punto, todo se habrá acabado para siempre. —Bernstein hizo una pausa—. Quiero beber algo. ¡Rápido!

La voz suave de Pleyel se oyó por encima del fuerte alboroto.

—Muy buen razonamiento, Jack. Pero me gustaría oír alguna sugerencia tuya, algún plan de la acción positiva.

—Tengo muchas sugerencias —dijo Bernstein—. Y todas empiezan por descartar la estructura contrarrevolucionaria que hemos montado. Usamos métodos apropiados para 1917, o quizá para 1848, y los sindicalistas usan métodos de 1987 y nos están matando. Nosotros seguimos entregando volantes y pidiendo que la gente firme peticiones. Y ellos tienen los canales de televisión, toda la maldita red de comunicaciones convertida en una enorme cadena de propaganda… Y las escuelas. —Levantó una mano y se puso a contar programas con los dedos—. Uno. Encontrar los medios electrónicos para entrar en los canales informáticos y otros medios para interferir en la propaganda del gobierno. Dos. Meter nuestra propia propaganda cuando sea posible, no en forma impresa sino en los medios. Tres. Organizar un cuadro de niños inteligentes de diez años para sembrar el descontento en quinto grado. ¡Y basta de risitas! Cuatro. Un programa de asesinatos elegidos para quitar…

—¡Un momento! —dijo Barrett—. Nada de asesinatos.

Jim tiene razón —dijo Pleyel—. El asesinato no es un método válido de discurso político. Además, es inútil y contraproducente, porque lleva al primer plano a líderes nuevos y más hambrientos, y convierte a los villanos en mártires.

—Allá tú. Me pediste sugerencias. Mata a diez síndicos y estaremos mucho más cerca de la libertad, pero como quieras. Cinco. Formula un plan coherente y esquemático para la toma del gobierno, por lo menos tan bien definido y organizado como el que usó la pandilla sindicalista en 1984–1985. Es decir, averigua cuántos hombres hacen falta en los puntos clave, qué clase de trabajo habría que hacer para apoderarse de los medios de comunicación, cómo podemos inmovilizar a las autoridades existentes, cómo podemos inducir deserciones estratégicas en el estado mayor de las fuerzas armadas. Los sindicalistas usaron para eso ordenadores. Lo menos que podemos hacer es imitarlos. ¿Dónde está nuestro plan maestro? Supongamos que el canciller Arnold renuncia mañana y dice que entrega el país al movimiento clandestino. ¿Seríamos capaces de formar un gobierno o terminaríamos como un montón de células fragmentadas que sólo saben soltar-teorías caducas?

—Hay un plan maestro, Jack —dijo Pleyel—. Estoy en contacto con muchos grupos.

—¿Un plan programado con ordenadores? —insistió Bernstein.

Pleyel levantó las largas manos de manera elocuente. Prefería no responder.

—Así tendría que ser —dijo Bernstein—. Contamos en nuestro grupo con un hombre que es el genio matemático más grande desde Descartes. Hawksbill tendría que estar preparando todo eso. Pero ¿dónde demonios se ha metido?

—No viene mucho por aquí últimamente —dijo Barrett.

—Ya lo sé. Pero ¿por qué?

—Está ocupado, Jack. Tratando de construir una máquina del tiempo o algo por el estilo.

Bernstein se quedó boquiabierto. De su garganta brotó un chorro de risa áspera y amarga.

—¿Una máquina del tiempo? ¿Quieres decir una cosa de verdad para viajar de manera literal por el tiempo?

—Creo que es eso lo que dijo —musitó Barrett=. No lo dijo exactamente con esas palabras. No soy matemático y no pude entender mucho de lo que decía, pero…

—Eso es lo que tú consideras un genio. —Bernstein hizo crujir los nudillos con furia—. Una dictadura en el poder, la policía secreta que detiene a gente todos los días, la situación que empeora todo el tiempo y él ahí sentado inventando máquinas del tiempo. ¿Dónde tiene el sentido común? Si quiere ser inventor, ¿por qué no inventa algo para echar al gobierno?

—Quizá esa máquina nos sirva para algo —dijo Pleyel con voz suave. Si pudiéramos, por ejemplo, retroceder en el tiempo hasta 1980 o 1982, y tomar las medidas correctivas necesarias para impedir las causas de la crisis constitucional…

—¿Hablas en serio? —preguntó Bernstein—. Mientras se desarrollaba la crisis, nosotros nos quedamos sentados lamentando el triste estado del cosmos, y finalmente lo que todos habíamos pronosticado ocurrió, y no habíamos hecho absolutamente nada para impedirlo. Y ahora hablas de subir a una loca máquina del tiempo e ir a cambiar el pasado. No lo puedo creer. No lo puedo creer.

—Sabemos mucho más sobre los vectores de la revolución, Jack —dijo Pleyel—. Quizá funcione. —Con asesinatos selectivos, puede ser. Pero ya has . descartado el asesinato como forma de discurso político. ¿Qué harás entonces con la máquina de Hawksbill? ¿Mandar a Barrett a 1980 a agitar banderas en las concentraciones? Ay, qué locura. Todo esto me está dando asco. Creo que voy a tener que ir a Union Square a vomitar.

Salió corriendo de la habitación.

—Es inestable —le dijo Barrett a Pleyel—. Casi echaba espuma por la boca. ¿Sabes una cosa? Ojalá se fuera del movimiento. Uno de estos días se indignará tanto con nuestra inflexibilidad que nos denunciará a todos a la policía secreta.

—Lo dudo, Jim. Claro que es excitable. Pero también es muy brillante. Genera ideas de todo tipo, algunas sin valor, algunas útiles. Tenemos que soportarle los momentos difíciles porque lo necesitamos. Tú tendrías que saber eso mejor que cualquiera de nosotros, Jim. ¿Acaso no es amigo tuyo de la infancia? Barrett negó con la cabeza.

—Lo que hubo entre Jack y yo no creo que pueda llamarse amistad. De todos modos, eso acabó hace años. Me odia a muerte. Le encantaría verme aplastado en una alcantarilla.

Poco después se levantó la reunión. Hubo las habituales mociones para investigar las recomendaciones propuestas y el acostumbrado reparto de tareas para preparar informes especiales sobre las conclusiones. Y eso fue todo. Los miembros de la célula contrarrevolucionaria salieron de la habitación. Finalmente sólo quedaron Janet y Barrett, vaciando los ceniceros y acomodando las sillas.

—Esta noche daba miedo ver a Jack —dijo ella—. Parecía poseído por los demonios. Podría haber hablado durante horas sin titubear.

—En lo que decía había algo de razón.

—Algo, sí, Jim. Por ejemplo, habría que planear las cosas de manera más detallada, y aprovechar mejor a Ed Hawksbill. Pero lo que me asustó no fue lo que dijo, sino cómo lo dijo. Era como un pequeño demagogo, caminando de un lado para otro, escupiendo las palabras. Imagino que Hitler debía de ser muy parecido cuando estaba empezando. Quizá también Napoleón.

—Entonces tenemos suerte de que Jack esté de nuestro lado —dijo Barrett.

—¿Estás seguro de que es así?

—¿Acaso parecía un sindicalista esta noche? Janet juntó unos papeles tirados en el suelo y los metió en el procesador de basura.

—No, pero me lo imaginé pasando con mucha facilidad al otro lado. Como tú mismo dijiste, es inestable. Brillante pero inestable. Si encontrara la motivación apropiada, sería muy capaz de cambiar de bando. Aquí no está cómodo. Quiere disputar el liderazgo de Pleyel en el grupo, pero teme ofender a Norm, y eso lo frustra, y Jack no es el tipo de persona que encaje bien las frustraciones.

—Además, nos odia.

—Sólo nos odia a ti y a mí —dijo Janet—. No creo que tenga nada contra los demás.

—Todavía.

—Podría trasladar a todo el grupo el odio que nos tiene —reconoció Janet.

Barrett frunció el entrecejo.

—Hace dos años que no puedo hablar racionalmente con él. Siempre aparecen esos tremendos celos. El odio. Todo porque ligué con su novia sin saber lo que hacía. Hay otras mujeres en el mundo. —Y además yo nunca fui su novia —dijo Janet—. ¿Aún no te diste cuenta? Salí con él tres, cuatro veces antes de que tú ingresaras en el grupo. Pero nunca hubo nada serio entre él y yo. Nada.

—Te acostaste con él, ¿verdad?

Los ojos oscuros y fríos de Janet subieron y quedaron a la altura de los ojos de Jim Barrett.

—Una vez. Porque me lo suplicó. Fue como dormir con el taladro de un dentista. Nunca más dejé que me tocara. No tenía ninguna relación conmigo. Aunque crea lo contrario, él es el culpable de la situación. Nos presentó.

—Sí —dijo Barrett—. Me rogó que entrara en el grupo. Me arengó. Me acusó de no tener ningún compromiso con la humanidad, y supongo que no le faltaba razón. Yo no era más que un zopenco de dieciséis años, grande e ingenuo, a quien le gustaban el sexo y la cerveza y los bolos, y que de vez en cuando miraba un periódico y se preguntaba qué demonios significaban todos aquellos titulares. Bueno, Jack se propuso despertar mi conciencia y lo consiguió, y en el camino encontré a una chica, y ahora…

—Ahora eres un zopenco de diecinueve años, grande e ingenuo, a quien le gustan el sexo y la cerveza y los bolos y las actividades contrarrevolucionarias. —Exacto.

—Así que al demonio con Jack Bernstein —dijo Janet—. Uno de estos días crecerá y dejará de envidiarte, y podremos empezar a trabajar juntos para arreglar el lío en el que se ha metido el mundo. Mientras tanto, concentrémonos en el día a día y hagamos las cosas lo mejor posible. ¿Qué otro camino nos queda?

—Supongo que tienes razón —dijo Barrett.

Fue hasta la ventana y tocó el botón del mando. La opacidad fue desapareciendo, y miró a través de la oscuridad hacia la calle, quince pisos más abajo. Del otro lado había estacionados dos coches verde botella de la policía; habían detenido a un pequeño coche eléctrico de color dorado y azul y estaban interrogando al conductor. Desde allí arriba Barrett no podía ver mucho, pero las manifestaciones de inocencia del hombre, que hablaba con voz aguda, llegaban a la ventana. Después de un rato apareció un tercer coche de la policía. Metieron en uno de ellos al hombre, que no dejaba de protestar, y se fueron. Barrett opacó de nuevo la ventana. Mientras se oscurecía y se empañaba, el cristal le mostró el reflejo de Janet, desnuda detrás de él con los hinchados globos de los pechos que subían y bajaban expectantes. Barrett se volvió. Janet era mucho más atractiva ahora que se había quitado todo aquel peso, pero él no encontraba ninguna manera delicada de decírselo sin dar a entender que antes era una cerda.

—Ven a la cama —dijo ella—. Deja de mirar por la ventana.

Jim Barrett avanzó hacia ella. Le llevaba más de treinta centímetros, y cuando se detuvo a su lado se vio como un árbol encima de un arbusto. Sus brazos la rodearon, y sintió el suave calor de aquel cuerpo contra el suyo, y mientras se hundían en el colchón imaginó que oía la voz aflautada y furiosa de Jack Bernstein aullando en la noche, y la envolvió y la apretó en un abrazo feroz.

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