Habían arrestado a Barrett en un espléndido día de octubre de 2006, cuando las hojas estaban secas y amarillentas, cuando el aire era claro y fresco, cuando el cielo despejado y azul parecía reflejar toda la gloria del otoño. Ese día estaba en Boston, como el día que, una decena de años antes, habían arrestado a Janet en su apartamento de Nueva York. Iba por la calle Boylston rumbo a una cita cuando dos jóvenes ágiles con traje de calle gris neutro acompasaron su paso al suyo durante unos cinco metros y se acercaron para flanquearlo.
—¿James Edward Barrett? —dijo el de la izquierda. —Sí.
¿Para qué fingir?
—Nos gustaría que nos acompañaras —dijo el de la derecha.
—Por favor, no intentes usar la violencia —dijo su compañero—. Será mejor para todos. Especialmente para ti.
—No crearé ningún problema —dijo Barrett. Tenían un coche estacionado en la esquina. Sin apartarse de él en ningún momento, lo guiaron hasta el coche y lo metieron dentro. Cuando cerraron las puertas, no las trabaron manualmente sino con aparato de radio.
—¿Puedo hacer una llamada telefónica? —preguntó Barrett.
—No. Lo siento.
El agente que iba sentado a su izquierda sacó un desmagnetizador y rápidamente anuló cualquier dispositivo de grabación que pudiera llevar Barrett. El agente de la derecha comprobó si llevaba instrumentos de comunicación y le encontró el teléfono montado sobre la oreja y hábilmente se lo sacó. Bloquearon a Barrett con un campo inhibidor de microondas que le dejaba bastante libertad para bostezar o desperezarse pero no para tocar a los agentes que iban a su lado. El coche se alejó de la acera.
—Parece que al fin me ha tocado —dijo Barrett—. Llevo esperándolo tantos años que ya empezaba a creer que no me ocurriría nunca.
—Tarde o temprano ocurre —dijo el de la izquierda. —A todos los que estáis en esto —dijo el de la derecha—. Sólo es cuestión de tiempo.
Tiempo. Sí. En 1985, 1986, 1987, los primeros años en el movimiento de resistencia, un Jim Barrett adolescente había esperado constantemente el arresto. El arresto o algo peor: un rayo láser que salía de la nada y le perforaba la calavera. En esos años veía el nuevo gobierno como algo omnisciente y amenazador, y se consideraba en peligro constante. Pero los arrestos habían sido pocos, y con el tiempo Barrett se había ido al otro extremo, convencido ya de que la policía secreta no lo tocaría nunca. Hasta se había convencido de que habían tomado la decisión de no molestarlo, que el régimen no lo detenía para mostrar su tolerancia hacia los disidentes. Cuando el canciller Dantell reemplazó al canciller Arnold, Barrett perdió parte de aquella ingenua confianza en la gracia personal. Pero en realidad no había considerado en serio la posibilidad del arresto hasta el día que se llevaron a Janet. Uno no cree que pueda ser golpeado por un rayo hasta que ve cómo mata al que está al lado. Y después de eso espera siempre que los cielos se vuelvan a abrir cada vez que aparece una nube.
Había habido arrestos durante el período duro de mediados de la década de los noventa, pero a él nunca lo habían buscado para interrogarlo. Con el tiempo llegó a pensar de nuevo que era inmune. Después de veinte años conviviendo de manera intermitente con la idea del arresto, Barrett había relegado esa posibilidad a un rincón de la mente y se había desentendido del asunto. Y ahora habían ido finalmente a buscarlo.
Buscó en el alma alguna reacción, y la única que encontró —alivio— lo sorprendió. La incertidumbre había terminado. También el duro trabajo. Ahora podría descansar.
Tenía treinta y ocho años. Era comandante supremo de la División Oriental del Frente Continental de Liberación. Desde la adolescencia había trabajado para provocar el derrocamiento del gobierno, dando un millón de pequeños pasos que no lo habían llevado a ninguna parte. De todos los que habían estado presentes en su primera reunión clandestina, aquel día de 1984, sólo quedaba él. Janet estaba desaparecida y probablemente muerta. Jack Bernstein, su mentor en temas revolucionarios, se había pasado alegremente al enemigo. Hacía pocos años había muerto Hawksbill, hinchado e hipotiroideo, a los cuarenta y tres. Decían que su trabajo sobre los viajes por el tiempo había sido un éxito. Había construido una máquina del tiempo que funcionaba y la había entregado al gobierno. Existía el rumor de que el gobierno hacía experimentos con la máquina, usando como sujetos a los prisioneros políticos. Barrett había oído que el viejo Pleyel había sido una de las personas usadas. Lo habían arrestado en marzo de 2005; y ahora nadie sabía dónde estaba. El arresto de Pleyel había dejado a Barrett al mando del sector, tanto en lo nominal como en la práctica, pero había esperado tener algo más de tiempo antes de que lo detuvieran también a él.
Así que de los demás revolucionarios de 1984 no había nadie: todos estaban muertos o desaparecidos o se habían pasado al otro bando. Sólo quedaba él, y ahora estaba a punto también de desaparecer o de morir. Curiosamente, casi no se lamentaba. Estaba dispuesto a dejar que otros se encargaran de la aburrida tarea de prepararse para La Revolución.
La Revolución que jamás llegaría, pensó con amargura. La tenían perdida desde antes de empezar. A través del tiempo le llegaban las palabras de Jack Bernstein en 1987: « ¡Si no nos apropiamos de los niños que están creciendo, perderemos! Los sindicalistas se —apropian de ellos, los educan para que piensen que el sindicalismo es verdadero y bueno y hermoso, y cuanto más dure eso, más durará. Es algo que se autoperpetúa. Aquel que quiera volver a la vieja constitución, o que quiera enmendar la nueva, pasará por un radical peligroso, y los sindicalistas serán los chicos agradables, seguros, conservadores que siempre hemos tenido y que siempre queremos. Al llegar a ese punto, todo se habrá acabado para siempre. » Sí. Jack tenía razón. El Frente sé había apropiado de algunos niños que estaban creciendo, pero no de los suficientes. A pesar de una campaña propagandística cada vez más sofisticada, a: pesar de la astuta mezcla de agitación revolucionaria con entretenimiento popular, a pesar del apoyo financiero de algunas de las mejores mentes de la nación, no habían logrado nada. No habían podido movilizar a la enorme y plácida masa de ciudadanos que estaban satisfechos con el gobierno, fuera cual fuese ese gobierno, ni a los que temían más ponerse a mover peligrosamente el barco que el barco los devorara.
Entonces, que me arresten, se dijo Barrett. Estoy acabado. No me queda nada que pueda ofrecer al Frente. He admitido mi derrota interior, y si me quedo envenenaré a los más jóvenes con mi pesimismo.
Era cierto. Hacía años que había dejado de ser un agitador revolucionario. Ahora era un burócrata de la revolución, un representante de los intereses creados. Si ahora estallara La Revolución, ¿se alegraría o se espantaría? Se había acostumbrado a vivir al borde de la revolución. Allí estaba cómodo. Su compromiso con el cambio estaba erosionado.
—Estás muy tranquilo —dijo el agente que tenía a la izquierda.
—¿Tendría que estar gritando y sollozando? —Esperábamos tener más problemas contigo —dijo, el agente de la derecha—. Un máximo como tú… —Tú no me conoces muy bien —dijo Barrett—. Estoy en una etapa en la que ya no me importa lo que hagáis conmigo.
—¿De veras? No es ése el perfil tuyo que tenemos. Tú, Barrett, eres un revolucionario devoto desde hace mucho tiempo. Eres un radical peligroso. Te hemos estado observando.
—Entonces ¿por qué tardasteis tanto en arrestarme? —No creemos que haya que detener a todo el mundo al mismo tiempo. Tenemos un programa de arrestos de largo alcance. Todo es programado para lograr un impacto. Detenemos a un líder este año, al otro el próximo, a otro dentro de cinco años…
—Claro —dijo Barrett—. Podéis daros el lujo de esperar, porque de cualquier manera no representamos una verdadera amenaza. No somos más que una pandilla de farsantes.
—Casi parece que hablas en serio —dijo el agente de la izquierda.
Barrett se echó a reír.
—Eres muy curioso —dijo el agente de la derecha—. Nunca habíamos detenido a nadie como tú. Ni siquiera pareces un agitador. Casi podrías pasar por un abogado o algo parecido. Algo respetable.
—Entonces, ¿estáis seguros de haber detenido a la persona que buscabais? —preguntó Barrett.
Los dos agentes se miraron. El hombre de la derecha detuvo el coche y desactivó el campo inhibidor dentro del cual estaba enjaulado Barrett. Agarró la mano derecha de Barrett y la llevó hasta la placa de datos del tablero de mandos. Tecleó algo en el ordenador y esperó. Pasó un momento mientras el ordenador central cotejaba las huellas digitales de Barrett con sus archivos.
—Sí, eres Barrett —dijo el agente con evidente alivio. —Creo que nunca lo negué. Sólo pregunté si estabais seguros.
—Bueno, ahora estamos más seguros todavía. —Muy bien.
—Eres muy raro, Barrett.
Le llevaron al aeropuerto. Allí esperaba un pequeño avión del gobierno. El viaje duró dos horas, tiempo casi suficiente para cruzar todo el continente, pero Barrett no tenía ninguna certeza de que hubiesen viajado semejante distancia. Podían haber estado dando vueltas sobre Boston todo ese tiempo; sabía que el gobierno hacía esas cosas. Cuando aterrizó ya era de noche. Casi no vio ningún detalle del aeropuerto, pues acercaron una cápsula sellada de transporte al avión y lo metieron en ella a toda prisa. Eso impidió a Barrett saber dónde podía estar. Pero no necesitaba que le dijeran cuál era el destino. Terminó el viaje en uno de los campamentos de interrogatorios del gobierno. A sus espaldas se cerró una puerta de metal lisa, suave y negra. Dentro todo era pulcro, intensamente iluminado, antiséptico. Podría haber sido un hospital. Los pasillos se alejaban en muchas direcciones; las luces indirectas producían un agradable resplandor entre verdoso y amarillo.
Le dieron de comer. Le dieron un uniforme de una sola pieza hecho con una tela de aspecto imperecedero.
Lo metieron en una celda.
Barrett se sorprendió y se alegró un poco al descubrir que no había caído en un sector de máxima seguridad. Su celda era una habitación cómoda, de unos diez por catorce, con una litera, un inodoro, un baño ultrasónico y un ojo de vídeo detrás de una barrera casi invisible en el techo. En la puerta de la celda había una reja a través de la cual podría entablar conversaciones con los prisioneros de las células de enfrente. No reconocía sus nombres. Algunos pertenecían a grupos clandestinos de los que él nunca había oído hablar, a pesar de que él creía estar enterado de todo. Al menos unos cuantos de sus vecinos probablemente fueran espías del gobierno, pero eso a Barrett no le importaba porque era algo con lo que ya contaba.
—¿Con qué frecuencia vienen los interrogadores? —preguntó Barrett.
—No vienen nunca —dijo el hombre barbudo y fornido que tenía enfrente. Se llamaba Fulks—. Yo llevo aquí un mes y todavía no han venido a interrogarme.
—No vienen aquí a interrogar ~dijo el hombre de al lado de Fulks—. Te sacan y te interrogan en alguna otra parte. Después ya no regresas aquí. Pero no tienen prisa: Yo llevo aquí un mes y medio.
Pasó una semana y nadie parecía darse por enterado oficialmente de la presencia de Barrett. Lo alimentaban con regularidad, le permitían solicitar ciertas lecturas y cada tres días lo sacaban de la celda para hacer ejercicio en el patio. Pero no había ningún indicio de que fueran a interrogarlo o a procesarlo o incluso a acusarlo de algo. Según la ley de detención preventiva, si se lo consideraba peligroso para la continuidad del Estado podían retenerlo de manera indefinida sin obligación de hacerlo comparecer ante un juez.
A algunos de los prisioneros se los llevaban. No regresaban nunca. Todos los días llegaban prisioneros nuevos.
Gran parte de la conversación se centraba en el programa de los viajes temporales.
—Están haciendo experimentos —informó un recién llegado, delgado y de expresión severa llamado Anderson—… Están estudiando un proceso que les permite enviar conejos y monos hacia el pasado, un par de años. Ya casi lo han perfeccionado. Después empezarán a enviar prisioneros. Nos van a mandar un millón de años hacia atrás para que nos coman los dinosaurios.
A Barrett le parecía improbable, aunque había hablado del proyecto con su inventor hacía seis años. Bueno, ahora Hawksbill estaba muerto, y su trabajo era propiedad de quienes le habían pagado los gastos, y pobres de nosotros si aquellas historias descabelladas eran ciertas. ¿Un millón de años hacia el pasado? El gobierno, piadosamente, declaraba que había renunciado a la pena capital; pero quizá podía meter a un hombre en la máquina de Hawksbill y enviarlo quién sabe a dónde o a cuándo y tener la conciencia limpia.
Barrett creía que llevaba detenido cuatro semanas cuando lo sacaron de la celda y lo trasladaron al departamento de interrogatorios. No estaba seguro, porque había tenido algunas dificultades para llevar la cuenta exacta de los días, pero creía que eran unas cuatro semanas. Nunca había sentido que veintiocho días pasaran tan despacio. No se sorprendería nada si se enterara de que llevaba en esa celda cuatro años cuando fueron a buscarlo.
Un coche eléctrico pequeño de nariz chata lo llevó por interminables laberintos y lo entregó en una oficina alegre donde pasó por un complicado proceso de registro. Cuando terminaron las rutinas, dos monitores lo acompañaron hasta un cuarto pequeno y austero, donde había un escritorio, un sofá y una silla.
—Acuéstate —dijo un monitor.
Barrett obedeció. Se daba cuenta de que a su alrededor se iba formando una barrera inhibidora. Estudió el techo. Era gris y perfectamente liso, como si el cuarto entero estuviera hecho con la misma pieza de material. Le permitieron examinar la perfección del techo durante varias horas, y después, cuando ya empezaba a tener hambre, una parte de la pared se deslizó lo suficiente para dejar pasar la enjuta figura de Jack Bernstein.
—Sabía que eras tú, Jack —dijo Barrett con voz tranquila.
—Por favor, llámame Jacob.
—De niño nunca dejabas que te llamaran Jacob —dijo Barrett—. Insistías en que tu nombre era Jack, incluso en la partida de nacimiento. ¿Recuerdas cuando un grupo de compañeros de clase se enfadó contigo y te persiguió por todo el patio de recreo gritando Jacob, Jacob, Jacob? Entonces tuve que salvarte. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Jack? ¿Veinticinco años? Dos tercios de nuestra vida, Jack. Jacob —Je molesta si te sigo llamando Jack? Después de tanto tiempo no puedo acostumbrarme al cambio.
—Te conviene llamarme Jacob —dijo Bernstein—. Tengo mucho poder sobre tu futuro.
—No tengo ningún futuro. Soy prisionero para el resto de mi vida.
—No necesariamente.
—No me tomes el pelo, Jack. El único poder que tienes es decidir, tal vez, si me torturan o si simplemente dejan que me pudra de aburrimiento. Y la verdad es que me importa un bledo lo que pase. Estoy fuera de tu alcance, Jack. Nada de lo que puedas hacerme tiene importancia.
—No obstante —dijo Bernstein—, quizá te convenga cooperar conmigo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Por desesperada que consideres tu situación actual, aún estás vivo, y quizá descubras que no queremos hacerte daño. Pero todo eso depende de tu actitud. Ahora resulta que me gusta que me llamen Jacob, y no creo que te cueste tanto adaptarte.
—Ya que querías cambiarte el nombre, Jack —dijo Barrett en tono afable—, ¿por qué no te pusiste judas?
Bernstein no contestó de inmediato. Atravesó la habitación y se detuvo junto al sofá donde estaba acostado Barrett, y lo miró con aire impersonal, distraído. Su cara, pensó Barrett, parece tranquila y relajada por primera vez desde que lo conozco. Pero ha perdido más peso. Sus pómulos son como cuchillos. No puede pesar más de cincuenta kilos. Y sus ojos son tan, tan brillantes…
—Qué imbécil has sido siempre, Jim —dijo Bernstein.
—Si. No tuve la sensatez de ser radical cuando tú entraste en el movimiento clandestino. Después no tuve la sensatez de saltar al otro lado cuando hubiera sido conveniente.
—Y ahora no tienes la sensatez de complacer a tu interrogador.
—No sé venderme, Jack. Jacob.
—¿Ni siquiera para salvarte?
—¿Qué pasa si no quiero salvarme?
—La Revolución te necesita, ¿no es así? —preguntó Bernstein—. Es tu deber salir de aquí y seguir con tu tarea sagrada de derribar al gobierno.
—¿De veras?
—De veras.
—No lo creo, Jack. Estoy cansado de ser un revolucionario. Siento que me gustaría quedarme aquí acostado descansando durante los próximos cuarenta o cincuenta años. Teniendo en cuenta lo que son las prisiones, ésta es bastante cómoda.
—Puedo conseguir que te liberen —dijo Bernstein—. Pero sólo si cooperas.
Barrett sonrió.
—De acuerdo, Jacob. Dime qué quieres saber y veré si puedo darte las respuestas que buscas. —Ahora no tengo preguntas.
—¿Ninguna? —Ninguna.
—Qué manera estúpida de interrogar a un hombre, ¿no te parece?
—Sigues resistiéndote mucho, Jim. Volveré en otro momento, y hablaremos de nuevo.
Bernstein salió de la habitación. Dejaron solo a Barrett durante un par de horas, hasta que pensó que enloquecería de aburrimiento, y entonces le llevaron comida. Esperaba que Bernstein regresase después de la cena, pero Barrett no volvió a ver al interrogador por un largo tiempo.
Esa noche lo metieron en un tanque de interrogatorios.
Según la teoría, muy razonable por otra parte, si se priva a alguien de todos los estímulos sensoriales se le reduce la individualidad, y por lo tanto su tendencia a la obstinación. Tapónale las orejas, tápale los ojos, mételo en un baño caliente de nutrientes, envíale comida y aire por conductos plásticos, déjalo flotar ociosamente, como si estuviera en el útero, día tras día, hasta que se le pudra el espíritu y se le erosione el ego. Barrett entró en el tanque. No oía. No veía. Poco tiempo después no podía dormir.
Acostado allí en el tanque, se dictó su propia autobiografía, un documento de varios volúmenes. Inventó juegos matemáticos de gran complejidad. Recitó los nombres de los estados de los viejos Estados Unidos de Norteamérica y trató de recordar los nombres de sus capitales. Revivió escenas que habían sido culminantes en su vida, alterando de vez en cuando el guión.
Después hasta pensar le costaba, y se dejó flotar a la deriva en la marea amniótica. Llegó a creer que estaba muerto, y que aquello era la otra vida, el descanso eterno. Pronto su mente entró en una renovada actividad, y esperó ansiosamente a que lo sacaran del tanque y lo interrogaran; después esperó con desesperación, y después esperó con furia, y después, sencillamente, dejó de esperar.
Después de algo así como ochocientos años, lo sacaron del tanque. .
—¿Cómo te sientes? —preguntó un guardia. La voz fue como un chillido. Barrett se llevó las manos a las orejas y cayó al suelo. Lo levantaron.
=Ya te acostumbrarás al sonido de las voces —dijo el guardia.
—Basta —murmuró Barrett—. ¡Cállate!
No soportaba ni siquiera el sonido de su propia voz. Los latidos de su corazón eran truenos despiadados en sus oídos. Su respiración producía un susurro feroz, como si unas ráfagas de viento estuvieran destrozando bosques. Tenía los ojos anestesiados por la avalancha de impresiones visuales. Temblaba. Sentía escalofríos.
Jacob Bernstein fue a verlo cuando hacía una hora que lo habían sacado del tanque.
—¿Te sientes descansado? —preguntó Bernstein—. ¿Relajado, feliz, con ganas de cooperar?
—¿Cuánto tiempo estuve allí dentro?
—No estoy autorizado a decírtelo.
—¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Qué día es hoy?
—Da igual, Jim.
—Por favor, deja de hablar. Tu voz me lastima los oídos.
Bernstein sonrió.
—Ya te adaptarás. Espero que hayas repasado tus recuerdos mientras descansabas, Jim. Ahora te pido que respondas a algunas preguntas. Para empezar, los nombres de personas de tu grupo. No todo el mundo… Sólo los que están en puestos de responsabilidad.
—Tú conoces todos los nombres —murmuró Barrett. —Quiero oírtelos a ti.
—¿Para qué?
—Quizá te sacamos del tanque antes de tiempo. —Entonces ponme allí de nuevo —dijo Barrett. —No seas testarudo. Hazme la lista de algunos nombres.
—Al hablar me duelen los oídos. Bernstein cruzó los brazos.
—Deja que los nombres vayan saliendo. Tengo aquí una declaración en la que se describe el grado de tus actividades contrarrevolucionarias.
—¿Contrarrevolucionarias?
—Sí. En contra de la obra permanente de los fundadores de La Revolución de 1984.
—Hace mucho tiempo que no oigo que nos llamen contrarrevolucionarios, Jack Jacob.
Jacob.
—Gracias. Leeré la declaración. Puedes corregirla si encuentras algún detalle incorrecto. Después tendrás que firmarla. —Abrió un largo documento y leyó una breve y seca descripción de la carrera de Barrett en el movimiento clandestino, básicamente exacta, desde aquella primera reunión en 1984 hasta el presente. Cuándo terminó, dijo—: ¿Tienes alguna sugerencia o crítica?
—No.
—Entonces fírmalo.
—En este momento mi coordinación muscular es pésima. No puedo sujétar una pluma. Creo que estuve demasiado tiempo en tu tanque.
—Entonces dicta una adhesión verbal a lo que declaras en la confesión. Grabaremos tu voz, que servirá perfectamente de prueba.
—No.
—¿Niegas que esto sea un resumen fiel de tu carrera?
—Invoco la Quinta Enmienda.
—El concepto de la Quinta Enmienda no existe —dijo Bernstein—. ¿Vas a admitir que has trabajado deliberadamente para derrocar al gobierno legalmente constituido de esta nación?
—¿No te da asco oír de tu boca palabras como las que estás diciendo, Jack?
—No lances un ataque personal contra mi integridad —dijo Bernstein sin levantar la voz—. No puedes entender los motivos que me llevaron a transferir mi lealtad del movimiento clandestino al gobierno, y no voy a hablar de eso contigo. Se te está interrogando a ti, no a mí.
—Espero que te toque pronto el turno.
—Dudo que alguna vez me toque.
—Cuando teníamos dieciséis años —dijo Barretthablabas de este gobierno como de lobos que se comían el mundo. Me advertiste que si no despertaba sería un esclavo más en un mundo lleno de esclavos. Y yo dije que prefería ser un esclavo vivo antes que subversivo muerto, ¿recuerdas? Y tú me insultaste por haber dicho eso. Ahora ahí estás, en el equipo de los lobos. Tú eres un esclavo vivo y yo voy a ser un subversivo muerto.
—Este gobierno ha renunciado a la pena capital —dijo Bernstein—. Yo no me considero lobo ni esclavo. Y con tus propias palabras justamente has demostrado la falacia de tratar de defender en la madurez las opiniones de la adolescencia.
—¿Qué quieres de mí, Jack?
—Dos cosas. La aceptación del resumen que acabo de leerte. Y tu cooperación para conseguir información sobre los líderes del Frente Continental de Liberación.
—Te olvidas de algo. También quieres que teIlame Jacob, Jacob.
Bernstein no sonrió.
—Si cooperas, puedo prometerte que este interrogatorio tendrá un final satisfactorio.
—¿Y si no coopero?
—No somos vengativos. Pero hacemos todo lo necesario para garantizar la seguridad de los ciudadanos sacando de su ambiente a los que amenazan la estabilidad nacional.
—Pero no matáis a la gente —dijo Barrett—. Demonios, cómo estarán de llenas a estas alturas vuestras cárceles. A menos que eso del viaje por el tiempo sea cierto.
Por primera vez pareció que hacía mella en la armadura impasible de Bernstein.
—¿Es cierto? —preguntó Barrett—. ¿Construyó Hawksbill una máquina que os permite lanzar prisioneros al pasado? ¿Estáis alimentando a los dinosaurios?
—Te daré otra oportunidad para responder a mis preguntas —dijo Bernstein, irritado—. Dime…
—Jack, me ha pasado algo curioso en este lugar de interrogatorios. Cuando la policía me detuvo aquel día en Boston, la verdad es que no me importó. Había perdido interés en La Revolución. Aquel día estaba tan poco comprometido como cuando tenía dieciséis años y tú me metiste en ese asunto. Había perdido mi fe en el proceso revolucionario. Había dejado de creer que algún día podríamos derrocar al gobierno, y veía que estaba haciendo todo por pura inercia, envejeciendo cada vez más, usando mi vida en un fútil sueño bolchevique, guardando las apariencias para no desalentar a los chicos del movimiento. Acababa de descubrir que mi vida estaba vacía. Por lo tanto ¿qué importaba que se me arrestara? Yo no era nada. Estoy seguro de que si me hubieras interrogado el primer día de prisión te habría contado todo lo que quieres saber, simplemente porque estaba demasiado aburrido para seguir resistiendo. Pero ahora llevo en este centro de interrogatorios seis meses, un año, quién sabe cuánto tiempo, y el efecto ha sido muy interesante. Vuelvo a ser testarudo. Entré aquí con poca voluntad, y tú me la has fortalecido hasta volverla más resistente que nunca. ¿No te parece interesante, Jack? Supongo que no quedas muy bien parado como interrogador, y lo lamento, pero creí que podría interesarte saber cómo me ha afectado este proceso.
—¿Estás pidiendo que te torturen, Jim?
—No pido nada. Sólo te cuento.
Llevaron a Barrett de vuelta al tanque. Como antes, no supo cuánto tiempo lo habían dejado allí, pero le pareció más largo que la primera vez, y al salir se sintió más débil. Durante las primeras tres horas después de salir, no pudieron interrogarlo porque no toleraba el ruido. Bernstein lo intentó, pero se rindió y esperó a que le mejorara el umbral del dolor. Barrett no cooperó. Bernstein estaba preocupado.
La próxima vez aplicaron una tortura física moderada a Barrett, que la soportó.
Bernstein trató de ser amigable. Le ofreció cigarrillos, quitó a Barrett la atadura magnética y le habló de los viejos tiempos. Discutieron las ideologías desde todos los ángulos. Se rieron juntos. Bromearon.
—Ahora ¿me vas a ayudar, Jim? —preguntó Bernstein—. Sólo quiero que respondas a unas pocas preguntas.
—No necesitas la información que yo pueda darte. Está todo en los archivos. Sólo buscas una capitulación simbólica. Bueno, voy a resistir eternamente. Te recomiendo que te rindas y me inicies un proceso.
—Tu proceso no puede empezar hasta que hayas firmado la declaración —dijo Bernstein.
—En ese caso tendrás que seguir interrogándome. Pero al final lo venció el aburrimiento. Estaba cansado de las inmersiones en el tanque, cansado de las luces brillantes, de las sondas electrónicas, de los choques subcutáneos, de las preguntas punzantes, cansado de la cara ojerosa de Bernstein mirando la suya. El proceso parecía la única salida. Barrett firmó el resumen que le presentó Bernstein. Entregó una lista de nombres de líderes del Frente Continental de Liberación. Los nombres eran imaginarios y Bernstein lo sabía; pero estaba satisfecho. Lo que buscaba era una apariencia de capitulación.
—Se te juzgará la semana próxima —dijo Bernstein. —Felicitaciones —dijo Barrett—. Hiciste un trabajo magistral para quebrar mi espíritu. Ahora estoy completamente derrotado. Tengo la voluntad por el suelo. Me he rendido en todos los aspectos. Eres un lujo para tu profesión… Jack.
La mirada que le dirigió Jacob Bernstein estaba cargada de ácido.
El proceso tuvo lugar en la fecha anunciada: Sin jurado, sin defensor, sólo un funcionario del gobierno sentando ante una serie de datos generados por un ordenador. La confesión de Barrett fue incluida en su prontuario. El propio Barrett agregó una declaración verbal. En el transcurso del proceso hubo que poner fecha a todos aquellos informes, y así Barrett se enteró de que estaban en el verano de 2008. Llevaba en el centro de interrogatorios veinte meses.
—El veredicto, como ya esperaba, fue de culpabilidad. James Edward Barrett, lo condenamos a cadena perpetua, que deberá cumplir en la Estación Hawksbill.
—¿Dónde?
No hubo respuesta. Lo sacaron de allí.
¿La Estación Hawksbill? ¿Qué era eso? ¿Acaso algo relacionado con la máquina del tiempo? Barrett pronto lo descubrió.
Lo llevaron a una enorme habitación repleta de máquinas improbables. En el centro de todo había una reluciente placa metálica de unos ocho metros de diámetro. Encima, bajando del alto techo, había un conglomerado de aparatos que pesaban muchas toneladas, una serie de colosales pistones y núcleos de energía que parecían un monstruo prehistórico a punto de atacar… o quizá un gigantesco martillo. La sala estaba llena de técnicos muy atareados, mirando con atención diales y pantallas. Nadie habló con Barrett. Lo pusieron encima de la enorme placa parecida a un yunque debajo del martillo monstruoso. A su alrededor, la sala era pura actividad. Cuánto alboroto, se dijo, por un cansado prisionero político. ¿Irían a enviarlo ya mismo a la Estación Hawksbill?
En la sala había ahora un resplandor rojo. Pero durante un rato no ocurrió nada. Barrett se levantó pacientemente, sintiéndose un poco absurdo.
—¿Cómo está el calibrado? —dijo un voz a sus espaldas.
—Bien. Lo lanzaremos exactamente mil millones de años hacia atrás.
—¡Un momento! —gritó Barrett—. Mil millones de años…
No .le prestaron atención. No podría moverse. Se oyó un sonido agudo, y apareció un extraño olor en el aire. Entonces sintió el dolor, el dolor más intenso y desgarrador que había experimentado jamás. ¿Acaso habría bajado aquel martillo y lo habría aplastado? No veía nada. No estaba en ninguna parte. Y…
… caía…
… aterrizando…
… se incorporó, aturdido, sudando, desconcertado. Estaba en otra sala, rodeado por el mismo tipo de máquinas, pero las caras que lo rodeaban no eran las caras inexpresivas de técnicos impersonales. Reconoció esas caras. Miembros del Frente de Liberación Continental… hombres que no veía desde hacía años, hombres que habían sido arrestados, cuyo paradero no conocía nadie.
Allí estaba Norman Pleyel, con lágrimas en los dulces ojos.
—iJim… Jim Barrett… así que finalmente te mandaron aquí también, Jim! No intentes levantarte. Ahora estás bajo un shock temporal, pero pronto se te pasará.
—¿Ésta es la Estación Hawksbill? —dijo Barrett con voz ronca.
—Ésta es la Estación Hawksbill. Tal como la ves. —¿Dónde está?
—No dónde, Jim, sino cuándo. Esto queda en el pasado, a mil millones de años de distancia.
—No. No.
Negó con la cabeza aturdida. Así que la máquina de Hawksbill había funcionado, y los rumores tenían fundamento, y era allí adonde mandaban a los revolucionarios más problemáticos. Janet ¿estaba también en ese sitio?, preguntó. No, dijo Pleyel. Allí sólo había hombres. Veinte o treinta prisioneros que de algún modo se las arreglaban para sobrevivir.
A Barrett le costaba creerlo. Pero entonces le ayudaron a bajar del Yunque y lo sacaron del edificio para mostrarle cómo era el mundo, y se quedó mirando fascinado la curva de roca desnuda que bajaba suavemente hasta el mar gris, la costa deshabitada e impoluta, y entonces le cayó encima la realidad del destierro, y el golpe fue aún más doloroso que el que le había descargado el Martillo.