12

La expedición de pesca regresó a la Estación en las primeras horas de la tarde. Barrett vio que el bote de Rudiger estaba rebosante, y a Hahn, desembarcando con brazadas de trilobites arponeados, se lo veía bronceado y contento.

Barrett se acercó a mirar lo que habían pescado. Rudiger estaba de un humor efusivo, y levantó un crustáceo de un rojo vivo que podía haber sido el tatarabuelo de todas las langostas hervidas, pero no tenía pinzas delanteras y donde debería tener la cola le brotaba una púa triple de aspecto maligno. Medía algo más de medio metro de largo y era feo.

—¡Una nueva especie! —dijo Rudiger con orgullo—. No hay nada parecido en ningún museo. Dios mío, cómo me gustaría tener un sitio donde ponerlo para que después lo encontraran. Quizá en la cima de alguna montaña.

—Si se pudiera encontrar, ya lo habrían encontrado —le recordó Barrett—. Algún paleontólogo del siglo xx lo habría desenterrado y exhibido en algún sitio, y tú te habrías enterado de todo. Así que olvídate, Mel.

—He estado pensando en eso —dijo Hahn—. ¿Cómo es posible que nadie de Arriba haya encontrado jamás los restos fósiles de la Estación Hawksbill? ¿No les preocupa que alguno de los primeros cazadores de fósiles los encuentre en los estratos del cámbrico y arme un escándalo? Por ejemplo, alguno de los excavadores de dinosaurios del siglo xix. Qué sorpresa se llevaría si encontrara chozas y huesos humanos y herramientas en un estrato más antiguo que los dinosaurios.

Barrett movió negativamente la cabeza.

—En primer lugar, ningún paleontólogo, desde el origen de la ciencia hasta la fundación de Hawksbill en el año 2005, desenterró la Estación. De eso hay datos: no sucedió, así que no hay de qué preocuparse. Y si la Estación apareciera después de 2005, todo el mundo sabría qué es y no pasaría nada. No habría ninguna paradoja.

—Además —dijo Rudiger con tristeza—, dentro de otros mil millones de años esta cadena rocosa estará en el fondo del Atlántico, con tres kilómetros de sedimento encima. Es imposible que nos encuentren. O que alguien de Arriba vea alguna vez a este bicho que atrapé hoy. En realidad, me importa un bledo. Yo lo vi. Yo lo disecaré. Ellos se lo pierden.

—Pero lamentas el hecho de que la ciencia no pueda conocer nunca esta especie —dijo Hahn—. La ciencia del siglo xxi.

—Sí, claro. Pero no tengo yo la culpa. La ciencia conoce esta especie. Yo. Yo soy la ciencia. Soy el principal paleontólogo de esta época. ¿Acaso es culpa mía que no pueda publicar los descubrimientos en las revistas profesionales?

Funció el entrecejo y se marchó llevando al enorme crustáceo rojo.

Hahn y Barrett se miraron y sonrieron, respondiendo con naturalidad al malhumorado arranque de Rudiger. Entonces la sonrisa se borró de la cara de Barrett.

… termitas.:. un buen empujón… terapia… —¿Pasa algo? —preguntó Hahn.

—¿Por qué?

—De pronto puso una cara muy triste.

—Sentí una punzada en el pie —dijo Barrett—. Me pasa a veces. Vamos. Te ayudaré a llevar esas cosas. Está noche habrá cóctel fresco de trilobites.

Empezaron a subir por los escalones hacia la propia Estación. De repente se oyó un fuerte grito en lo alto, la voz de Quesada:

—¡Atrapadlo! ¡Va hacia vosotros! ¡Atrapadlo! Alarmado, Barrett levantó la cabeza y vio a Bruce Valdosto que bajaba apresuradamente por los escalones de la cara del acantilado, desnudo del todo y arrastrando jirones del colchón de gomaespuma donde había estado aprisionado. Quizá unos treinta metros más arriba estaba Quesada, chorreando sangre por la nariz, con cara de aturdido y apaleado. Valdosto, bajando hacia ellos, tenía un aspecto terrible. Nunca había sido un hombre ágil, a causa de las piernas, pero ahora, después de semanas bajo el efecto de los sedantes, apenas se podía tener de pie. Avanzaba tambaleándose, tropezando y cayendo, levantándose y recorriendo unos metros antes de volver a caer. Le brillaba el cuerpo velludo, cubierto de sudor, y tenía una mirada desorbitada; separaba los labios hacia atrás en una sonrisa rígida.

Parecía un animal que acaba de soltarse de la correa y huye al mismo tiempo, de manera desordenada, hacia la libertad y la destrucción.

Barrett y Hahn apenas tuvieron tiempo de dejar en el suelo la carga de trilobites cuando ya tenían a Valdosto encima.

—Ponga su hombro contra el mío —dijo Hahn—, así lo bloquearemos. Barrett dijo que sí con la cabeza, pero no pudo moverse con suficiente rapidez, y Hahn lo agarró del brazo y lo colocó en la posición correcta. Barrett se afirmó en la muleta.

Valdosto chocó contra ellos como una piedra. Bajaba medio corriendo y medio cayendo por los escalones, y cuando estaba todavía tres metros por encima de ellos se arrojó al aire.

—¡Val! —jadeó Barrett, tratando de detenerlo, pero entonces Valdosto lo golpeó entre el pecho y la cintura.

Barrett absorbió todo el impacto. La muleta se le incrustó en la axila, y giró sobre las rodillas, torciendo la pierna sana y mandando un violento mensaje de dolor a lo largo de todo el cuerpo. Para no dislocarse el hombro, soltó la muleta, y mientras la muleta caía sintió que también él iba hacia el suelo, y la atrapó antes de perder del todo el equilibrio. Al cambiar de posición, quedó un hueco entre él y Hahn. Como una pelota saltarina, Valdosto se metió por esa abertura. Eludió la mano de Hahn que intentaba aferrarlo y se alejó escaleras abajo.

—¡Val, vuelve aquí! —dijo Barrett con voz resonante—. ¡Val!

Pero lo único que podía hacer era gritan Vio con impotencia cómo Valdosto llegaba al borde del mar y, resbalando y zambulléndose, se lanzaba al agua. Movía los brazos de manera desenfrenada, remando como un loco. Su cabeza oscura asomó un momento; después una ola imponente le cayó encima y lo barrió. Cuando Barrett volvió a verlo, estaba a cincuenta metros de la orilla.

Para entonces Hahn había llegado al bote varado de Rudiger y estaba soltando las amarras. Lo llevó hasta el agua y se puso a remar con desesperación. Pero la marea estaba alta, y la marea era despiadada; las olas zarandeaban el bote como si fuera una ramita. Por cada metro que Hahn se apartaba de la orilla, las aguas lo hacían retroceder medio metro. Mientras tanto, Valdosto se iba alejando cada vez más, golpeando las olas con las manos abiertas, saliendo brevemente a la superficie y desapareciendo después un largo rato.

Barrett, aturdido, se había quedado dolorido y paralizado en el mismo sitio por donde se les había escapado Valdosto. Ahora Quesada estaba a su lado. —¿Qué pasó? —preguntó Barrett.

—Le estaba poniendo un sedante y se volvió loco. Estaba suelto en el catre y se levantó de golpe y me derribó. Echó a correr. Hacia el mar… Gritaba todo el tiempo que volvía a casa a nado.

—Eso está haciendo —dijo Barrett.

Observaron la lucha. Hahn, exhausto, trataba furiosamente de hacer avanzar un bote demasiado pesado para un solo remero ante olas demasiado encrespadas. Valdosto, usando las últimas energías, había dejado atrás las primeras rompientes y nadaba sin cesar hacia el mar abierto. Pero la plataforma de roca subía en la zona que tenía por delante, y el agua espumosa salpicaba los abultados dientes pedregosos. Con la marea alta se formaban allí remolinos. Valdosto avanzó sin dudar hacia las aguas más revueltas. Las olas lo arrebataron, lo levantaron y lo hundieron de nuevo. Pronto fue sólo una línea contra el horizonte.

Los demás estaban llegando ahora, atraídos por los gritos. Uno a uno se fueron acomodando a lo largo de la orilla o de la escalera de piedra. Altman, Rudiger, Latimer, Schultz, los cuerdos y los enfermos, los soñadores, los viejos, los cansados, se quedaron paralizados mientras Hahn azotaba el mar con los remos y Valdosto saltaba entre las olas. Ahora Hahn estaba volviendo. Se abría paso entre el oleaje, y Rudiger y dos o tres más salieron de aquel estado de trance, agarraron el bote y lo arrastraron a tierra y lo amarraron. Hahn bajó tropezando, pálido de cansancio. Cayó de rodillas y se puso a hacer arcadas sobre las piedras mientras las olas le lamían las botas. Cuando se hubo repuesto, se levantó tambaleándose y caminó hasta donde estaba Barrett.

—Hice todo lo posible —dijo—. El bote no se movía. Pero intenté rescatarlo.

—Está bien —dijo Barrett con suavidad—. Nadie lo podría haber hecho. Las aguas estaban demasiado revueltas.

—Quizá si hubiera intentado nadar…

—No —dijo Doc Quesada—. Valdosto estaba loco. Y era muy fuerte. Te habría hundido si las olas no lo lograban antes.

—¿Dónde está? —preguntó Barrett—. ¿Alguien lo ve? —Allá, junto a las rocas —dijo Latimer—. ¿No es él?

—Se ha hundido —dijo Rudiger—. Hace tres o cuatro minutos que no sale a la superficie. Es mejor así. Para él, para nosotros, para todo el mundo.

Barrett volvió la espalda al mar. Nadie se acercó a él. Conocían su relación con Valdosto, los treinta años de amistad, el apartamento compartido, las noches desaforadas y los días tormentosos. Algunos de ellos estaban allí aquel día no tan lejano en el que Valdosto había caído sobre el Yunque y Barrett, que no lo veía desde hacía más de una década, había soltado un grito de alegría y de placer. Acababa de cortarse uno de los últimos lazos con el pasado lejano; pero Barrett sabía que Valdosto ya se había ido hacía mucho tiempo.

Estaba oscureciendo. Despacio, Barrett empezó a subir por el acantilado hacia la Estación. Media hora más tarde se le acercó Rudiger.

—El mar está ahora más tranquilo. Las aguas arrastraron el cuerpo de Val hasta la orilla. —¿Dónde está?

—Dos de los muchachos lo están trayendo para el funeral. Después lo pondremos en el bote y lo llevaremos a enterrar.

—Bien —dijo Barrett.

Había una sola forma de entierro en la Estación Hawksbill, y era el entierro en el mar. Cavar tumbas en la roca viva resultaba casi imposible. Entonces Valdosto sería enterrado dos veces. Devuelto por las olas, habría que sacarlo, ponerle unas pesas y enviarlo a su última morada. Por lo general habrían celebrado el funeral en la orilla, pero ahora, como tácita concesión por el impedimento de Barrett, para no obligarlo a otra extenuante caminata por el acantilado, llevaban a Valdosto hasta arriba. En cierto modo parecía absurdo andar arrastrando aquella carne sin vida de un lado para otro. Habría sido mejor, pensó Barrett, que el mar se hubiera llevadoa Val la primera vez.

Pronto aparecieron Hahn y algunos más llevando el cuerpo envuelto en un plástico azul.

Lo colocaron en el suelo delante de la choza de Barrett. Una de las tareas que se había impuesto en ese lugar era la de pronunciar los discursos de despedida; tenía la impresión de que había habido unos cincuenta sólo en el último año. Estaban presentes cerca de treinta hombres. A los demás no les importaban los muertos, o les importaban tanto que no podían asistir.

Barrett hizo un discurso sencillo. Habló brevemente de su amistad con Valdosto, de los días compartidos a finales del siglo anterior, de las actividades revolucionarias de Valdosto. Explicó algunos de los actos heroicos de Valdosto. Barrett se había enterado de la mayoría indirectamente, dado que él mismo había estado prisionero en Hawksbill durante los años de mayor fama de Valdosto. Entre 2006 y 2015, casi sin ayuda de nadie, con bombas y minas y muertes Val había llevado al gobierno a una especie de fatiga de combate.

—Sabían quién era —dijo Barrett—, pero no lo podían encontrar. Lo persiguieron durante años, y un día lo atraparon y lo sometieron a juicio, ya todos sabemos a qué tipo de juicio, y nos lo enviaron a la Estación Hawksbill. Y aquí, durante muchos años, Val fue un líder. Pero no estaba hecho para ser prisionero. No podía adaptarse a un mundo donde no podía pelear contra el gobierno. Por eso se desmoronó. Todos fuimos testigos, y no nos resultó nada fácil. A él tampoco. Que descanse en paz.

Barrett hizo un ademán. Los portadores levantaron el cuerpo y echaron a andar hacia el este. La mayoría de los presentes los siguieron. Barrett no. Se quedó mirando hasta que el cortejo fúnebre empezó a bajar por la escalera que llevaba al mar; después dio media vuelta y entró en la choza. Al cabo de un rato se durmió.

Poco antes de la medianoche, el ruido de unos pasos rápidos delante de la choza despertó a Jim Barrett. Mientras se incorporaba, buscando a tientas el interruptor de la luz, Ned Altman entró a los tumbos. Barrett lo miró parpadeando.

—¿Qué pasa, Ned?

—¡Hahn! —dijo Altman con voz áspera—. Anda otra vez merodeando por el Martillo. Acabamos de verlo entrar en el edificio.

Barrett se despojó del sopor con la energía de una foca que sale del agua. Sin prestar atención a la insistente punzada de la pierna izquierda, se levantó de la cama y agarró algo de ropa. Era más aprensivo de lo que quería que viera Altman, y mantuvo una cara inexpresiva, como una máscara. Si Hahn, jugando con el mecanismo temporal, rompía el Martillo accidental o deliberadamente, quizá no podrían volver a recibir repuestos de Arriba. Eso implicaría que todos los embarques futuros —si los hubieracayeran al azar, en cualquier año pasado y a grandes distancias de la Estación. Después de todo ¿qué tenía que hacer Hahn en la máquina?

Mientras Barrett se ponía los pantalones, Altman dijo:

—Latimer está allá vigilándolo. Empezó a sospechar cuando vio que Hahn no volvía a la choza a la hora de acostarse, y vino a verme y salimos a buscarlo. Y allí estaba, husmeando alrededor del Martillo. —¿Haciendo qué?

—No lo sé. En cuanto vimos que entraba en el edificio, vine directamente a buscarte. Eso es lo que se suponía que tenía que hacer, ¿no es así?

—Sí —dijo Barrett—. ¡Vamos!

Salió ruidosamente de la choza e hizo todo lo posible por trotar hacia el edificio principal. El dolor le recorría la mitad inferior del cuerpo como un reguero de ácido. La muleta, al descargar en ella todo el peso, se le clavaba despiadadamente en la axila izquierda. El pie dañado, colgando en el aire, ardía con fría incandescencia. La pierna derecha, al tener que soportar la mayor parte del peso, crujía y rechinaba. Altman corría a su lado, jadeando. Bajo la luna de color salmón, la Estación parecía irreal. A esa hora estaba terriblemente silenciosa.

Pasaron por delante de la cabaña de Quesada. Barrett pensó en despertar al médico y llevarlo con ellos. Decidió no hacerlo. No importa lo que estuviera haciendo Hahn: él podría resolver solo la situación. Después de todo, algo de fuerza quedaba en la viga roída.

Latimer los estaba esperando en la entrada de la cúpula principal. Estaba al borde del pánico, o quizá ya del otro lado. Parecía asustado y conmocionado. Era la primera vez que Barrett veía farfullar a un hombre.

Puso una garra grande en el hombro delgado de Latimer.

—Bueno, ¿dónde está? ¿Dónde está Hahn? —Ha… desaparecido.

—¿Qué demonios quieres decir? ¿Hacia dónde se fue?

Latimer soltó un gemido. Su cara angulosa estaba blanca como el papel. Le temblaban los labios y le costaba hablar.

—Subió al Yunque —barbotó Latimer finalmente—. Apareció esa luz… Esa incandescencia. ¡Y entonces Hahn desapareció!

Altman ensayó una risita.

—¡Qué me dices! ¡Así que desapareció! ¿Subió a la máquina y listo?

—No —dijo Barrett—. No es posible. La máquina no está preparada para enviar sino para recibir. Debes de haberte equivocado, Don.

—¡Vi cómo se iba!

—Está escondido en alguna parte del edificio —insistió Barrett con tenacidad—. No hay otra posibilidad. ¡Cierra esa puerta! ¡Registra todo hasta que lo encuentres!

—Quizá desapareció, Jim —dijo Altman con voz suave—. Si Don lo dice, será cierto…

—Sí —dijo Latimer, en el mismo tono suave—. Es verdad. Se subió al Yunque. Después todo se puso rojo en la sala y Hahn desapareció. .

Barrett cerró los puños y apretó los nudillos contra las doloridas sienes. Había una candente llamarada detrás de su frente que casi le hacía olvidarse del dolor del pie. Ahora veía con claridad su error. Había dependido para su espionaje de dos hombres que estaban clara e inequívocamente locos; su decisión no había sido muy cuerda. A un hombre se lo conoce por los lugartenientes que elige. Bueno, él había confiado en Altman y en Latimer, que ahora le daban exactamente el tipo de información que podía esperar de semejantes espías.

—Estás alucinando —le dijo Barrett a Latimer en tono cortante—. Ned, ve a despertar a Quesada y tráelo enseguida. Tú, Don, quédate aquí en la entrada, y si aparece Hahn quiero que lo anuncies con toda la fuerza de tus pulmones. Voy a registrar el edificio.

—Espera —dijo Latimer, agarrando a Barrett por la muñeca. Parecía que estaba haciendo de nuevo un esfuerzo para dominarse—. Jim, ¿te acuerdas de cuando te pregunté si creías que yo estaba loco? Me dijiste que no. Dijiste que confiabas en mí.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, que no dejes de confiar en mí ahora. Te digo que no son alucinaciones. Vi cómo desaparecía Hahn. No lo puedo explicar, pero soy suficientemente racional para saber qué fue lo que vi.

Barrett le clavó la mirada. Claro, pensó. Confía en la palabra de un loco cuando te dice con voz tranquila y agradable que está perfectamente cuerdo. Por supuesto.

—Muy bien, Don —dijo Barrett con un tono más suave—. Quizá tengas razón. De todos modos, quiero que te quedes junto a la puerta. Iré a echar un vistazo para ver si hay algo raro.

Se metió en el edificio con la intención de recorrerlo, empezando por la habitación donde estaba. montado el Martillo. Entró en ella. Todo parecía estar en perfecto orden. No se veía ningún resplandor de Campo de Hawksbill, y Barrett tampoco encontraba ningún indicio de que hubieran alterado algo.

En la sala no había armarios ni alcobas ni grietas donde hubiera podido ocultarse Hahn. Después de inspeccionar a fondo la sala, Barrett siguió por el pasillo, mirando la enfermería, el comedor, la cocina, la sala de recibo. Miró todos los posibles escondites. Miró hacia arriba y hacia abajo.

Hahn no estaba. No estaba en ninguna parte. Por supuesto, había suficientes sitios en esos cuartos donde Hahn hubiera podido ocultarse. Quizá estaba sentado en el refrigerador, encima de un montón de trilobites gélidos. Quizá estaba debajo de todas las cosas que guardaban en la sala de juego. Quizá estaba en el armario de los medicamentos.

Pero Barrett dudaba de que Hahn estuviera en el edificio. Lo más probable era que estuviera dando un paseo taciturno por la orilla del mar y no hubiera pisado ese sitio desde anoche. Lo más probable era que todo ese episodio fuera sólo una fantasía febril de Latimer. Sabiendo que Barrett estaba preocupado por el interés de Hahn en el Martillo, Latimer y Altman se habían aliado para imaginar que lo habían visto husmeando por allí, y habían terminado convenciéndose de su propia historia.

Barrett acabó de recorrer el pasillo circular del edificio y se encontró de nuevo en la entrada principal. Latimer seguía montando guardia allí. Lo acompañaba ahora un soñoliento Quesada con la cara magullada e hinchada por la batalla con Valdosto.

Altman, pálido y tembloroso, estaba delante de la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Quesada.

—No lo sé muy bien —dijo Barrett—. Don y Ned tuvieron la impresión de que habían visto a Lew Hahn merodeando cerca del equipo para viajar por el tiempo. He registrado todo el edificio y no parece estar aquí, así que quizá hayan cometido algún error. Te sugiero que lleves a los dos a la enfermería y les inyectes algo para calmarles los nervios mientras yo voy á dormir un rato.

Latimer, con un hilo de voz, dijo:

—Te juro que lo vi…

—¡Calla! —lo interrumpió Altman—. ¡Escucha! ¡Escucha! ¿Qué es ese ruido?

Barrett escuchó. El sonido era ahora claro: el aullido sibilante de la ionización. Era el sonido producido por un Campo de Hawksbill funcionando. De repente se le puso carne de gallina.

—El Campo está encendido —dijo en voz baja—. Quizá nos lleguen algunos suministros.

—¿A está hora? —dijo Latimer.

—No sabemos qué hora será Arriba. Quiero que todos os quedéis aquí. Yo iré a ver qué pasa con el Martillo.

—Quizá debiera acompañarte, Jim —sugirió Que— ` sada con amabilidad.

—¡Quedaos aquí! tronó Barrett. Después calló, avergonzado de esa muestra de cólera explosiva. Nervios. Nervios. Bajando la voz, agregó—: Con que vaya uno de nosotros a ver qué pasa, es suficiente. No os mováis. Vuelvo enseguida.

Sin esperar a oír más opiniones en contra, Barrett dio media vuelta y se alejó cojeando hacia la sala del Martillo. Abrió la puerta con el hombro y se asomó. No necesitaba encender la luz. La incandescencia intensamente roja del Campo de Hawksbill iluminaba todo. —

Se quedó por el lado de dentro de la puerta. Casi sin atreverse a respirar, clavó la mirada en la masa metálica del Martillo, observando el juego de colores contra los ejes y las barras de potencia y los fusibles. El resplandor del Campo se intensificó, y pasó por varios tonos de rosa hacia el carmesí antes de extenderse y envolver el Yunque. Pasó un momento interminable.

Entonces se oyó el trueno implosivo, y Lew Hahn salió de la nada y se quedó un momento acostado en la ancha placa del Yunque, atontado por el choque temporal.

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