Mil millones de años en el futuro estaba entrando una ola de energía en el verdadero Martillo del que aquél no era más que una réplica parcial. La potencia crecía por momentos en la enorme habitación sombría que en la Estación Hawksbill todos recordaban de manera muy vívida. Un hombre —u otra casa, quizá un envío de suministros— estaba en ese momento en aquella habitación, en el centro del verdadero Yunque, engullido por el destino. Barrett sabía lo que era estar allí, esperando a que el Campo de Hawksbill lo envolviera a uno y lo lanzara hasta comienzos del paleozoico. Unos ojós fríos lo miraban a uno mientras esperaba el destierro, y aquellos ojos brillaban de manera triunfal, diciéndote que estaban encantados de deshacerse de ti. Y entonces el Martillo hacía su trabajo y tú emprendías el viaje sin regreso. El efecto de ser enviado por el tiempo se parecía mucho al golpe de un gigantesco Martillo clavándote en las paredes del continuo: de ahí las metáforas para las partes funcionales de la máquina.
Todo lo que tenían en la Estación Hawksbill había llegado a través del Martillo. El montaje de la Estación había sido un trabajo largo, lento y caro, obra de hombres metódicos, dispuestos a realizar todos los esfuerzos necesarios para deshacerse de sus opositores de una manera que consideraban humana y acorde con el siglo xx. Primero, el Martillo había abierto un sendero en el tiempo y enviado al pasado el núcleo de la Estación receptora. Como no había una Estación receptora a mano en el paleozoico para recibir la Estación receptora, algunas cosas se habían perdido de manera inevitable. No era estrictamente necesario tener un Martillo y un Yunque en el extremo receptor, excepto para, controlar de manera precisa la dispersión temporal; pero sin el equipo receptor, el campo tendía a desviarse un poco. Envíos realizados de manera consecutiva el mismo día o la misma semana, sin un equipo receptor que los guiase podían desparramarse con facilidad a lo largo de veinte o treinta años en el pasado. Había mucha de esa basura temporal, alrededor de la Estación Hawksbill: materiales destinados a la instalación original que, debido a imprecisiones en el envío en los días anteriores al Martillo, habían aterrizado a un par de décadas (y a un par de cientos de kilómetros) del sitio deseado.
A pesar de esas dificultades, las autoridades habían terminado enviando al sitio temporal matriz la cantidad suficiente de componentes como para construir una Estación receptora. Era como enhebrar una aguja por control remoto usando manipuladores de kilómetros de largo, pero lo consiguieron. Por supuesto, durante todo ese tiempo la Estación estuvo deshabitada; el gobierno no había querido perder a ninguno de sus ingenieros enviándolos a montar el mecanismo, porque no podrían regresar. Pero finalmente habían ido los primeros prisioneros: prisioneros políticos, claro, pero elegidos por su formación técnica. Antes de ser enviados al pasado habían recibido instrucciones para armar las partes del Martillo y del Yunque.
Al llegar a la Estación podrían, desde luego, negarse a cooperar. Allí estaban fuera del alcance de las autoridades. Pero les convenía preparar la Estación receptora para así tener nuevos suministros de Arriba. Habían hecho el trabajo. Después, hacer funcionar la Estación Hawksbill había resultado fácil.
Ahora brillaba el Martillo. Eso significaba que habían activado el Campo de Hawksbill en el extremo emisor, alrededor de 2028 o 2030. Todo se enviaba desde allí. Todo se recibía aquí. El viaje temporal no funcionaba en sentido contrario. Nadie sabía bien por qué, aunque se decían muchas cosas superficialmente profundas acerca de la entropía y de la velocidad temporal infinita que habría que lograr para tratar de acelerar siguiendo el eje normal del flujo cronológico, es decir, del pasado al futuro.
El silbido que se oía en la sala empezó a aumentar de manera ensordecedora a medida que los bordes del Campo de Hawksbill empezaban a ionizar la atmósfera. Entonces llegó el esperado trueno de la implosión causada por el solapamiento imperfecto de la cualidad del aire sacado de esa época y la cantidad introducida en ella desde el futuro.
Y entonces, bruscamente, un hombre cayó desde el Martillo y se quedó, aturdido y blando, sobre el brillante Yunque.
Parecía muy joven, lo cual sorprendió bastante a Barrett. Aparentaba bastante menos de treinta años. Por lo general, sólo condenaban al exilio en la Estación Hawksbill a hombres dé edad madura. Sólo enviaban a los incorregibles, a los hombres que había que separar de la humanidad por él bien de la mayoría. El hombre más joven del lugar rondaba los cuarenta en el momento de la llegada. Al ver a ese muchacho delgado y bien parecido, un par de hombres que había en la sala soltaron un silbido de angustia, y Barrett entendió la constelación de emociones que los atormentaba.
El nuevo se incorporó. Se desperezó, un niño que sale de un sueño largo y profundo. Miró alrededor. Llevaba puesta una túnica gris sencilla, y debajo una tela de hilo iridiscente. Tenía cara en forma de cuña, que se estrechaba en el mentón, y ahora estaba muy pálido. Sus labios delgados parecían exangües. Sus ojos azules parpadearon con rapidez. Se frotó las cejas, que eran rubias y casi invisibles. Movió la boca como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras.
Las sensaciones producidas por el viaje en el tiempo no eran psicológicamente nocivas, pero podían vivirse como un fuerte golpe. Los últimos momentos antes del descenso del Martillo se parecían mucho a los momentos finales bajo la guillotina, dado que el destierro a la Estación Hawksbill equivalía a una sentencia de muerte. El prisionero a punto de partir miraba por última vez el mundo del transporte en cohetes y de órganos artificiales y de visifonos, el mundo en el que había vivido y amado y agitado por una causa política sagrada, y entonces el Martillo bajaba y lo clavaba instantáneamente hasta el pasado inconcebiblemente remoto, en una trayectoria irreversible. Resultaba bastante tenebroso, y no era nada sorprendente que llegaran a la Estación Hawksbill en un estado de shock émocional.
Barrett se abrió paso hacia la máquina. Automáticamente, le hicieron sitio. Llegó al borde del Yunque y se inclinó, alargando una mano hacia el nuevo. Su ancha sonrisa recibió como respuesta una mirada de vidriosa perplejidad.
—Soy Jim Barrett. Bienvenido a la Estación Hawksbill.
—Yo… la Estación…
—Mira, sal de ahí antes de que te caiga encima una carga de verduras. Quizá estén transmitiendo todavía.
Barrett, ocultando un gesto de dolor mientras cambiaba de postura, ayudó al hombre a bajar del Yunque. No sería nada raro que los idiotas de Arriba enviasen otro cargamento un minuto después de mandar al hombre, sin preocuparse de que el hombre hubiese tenido tiempo para salir del Yunque. Cuando se trataba de prisioneros, los de Arriba no mostraban ninguna empatía.
Barrett llamó por señas a Mel Rudiger, un anarquista regordete y pecoso de cara blanda y rosada. Rudiger entregó al nuevo una cápsula de alcohol. El nuevo la apretó contra el brazo sin decir una palabra, y se le animó la mirada.
—Toma un caramelo —dijo Charley Norton—. Enseguida te subirá el nivel de la glucosa.
El hombre lo rechazó, moviendo la cabeza como si estuviera en una atmósfera líquida. Parecía atontado, un verdadero caso de shock temporal, pensó Barrett, quizá el peor que había visto hasta ese momento. El recién llegado ni siquiera había hablado todavía. El efecto ¿podía de verdad ser tan extremo? Quizá para un joven la impresión de ser arrancado de su época resultaba más fuerte que para los demás.
—Te llevaremos a la enfermería —dijo Barrett con voz suave—, y te harán una revisión, ¿de acuerdo? Después te asignaré un sitio para vivir. Más tarde habrá tiempo para que veas esto y conozcas a todo el mundo. ¿Cómo te llamas?
—Hahn. Lew Hahn.
La voz del hombre fue un susurro áspero. —No te oigo —dijo Barrett.
—Hahn —repitió el hombre, con voz apenas audible.
—¿De qué año vienes, Lew? —De 2029.
—¿Te sientes muy mal?
—Horrible. No puedo creer que esto me está ocurriendo a mí. La Estación Hawksbill no existe, ¿verdad?
—Me temo que sí —dijo Barrett—. Al menos para la mayoría de nosotros. Algunos de los muchachos creen que es una ilusión inducida por drogas, que seguimos estando en el siglo xxi. Pero yo tengo mis dudas. Si es. una ilusión, es una ilusión muy buena. Mira.
Rodeó la espalda de Hahn con un brazo y lo guió entre los hombres de la Estación, sacándolo de, la cámara del Martillo y llevándolo por el pasillo hacia la cercana enfermería. Aunque Hahn parecía delgado, casi frágil, Barrett se sorprendió al sentir los abultados y acerados músculos de aquellos hombros. Sospechaba que ese hombre era mucho menos indefenso e inútil de lo que parecía en el momento. Tenía que serlo, para merecer el destierro a la Estación Hawksbill. Resultaba caro arrojar a un hombre a tanta distancia en el tiempo; no enviaban allí a cualquiera.
Barrett y Hahn salieron por la puerta abierta del edificio.
—Mira aquello —ordenó Barrett.
Hahn miró. Se pasó una mano por los ojos como si quisiera quitarse una telaraña invisible y volvió a mirar.
—Un paisaje de finales del período cámbrico —dijo Barrett con voz tranquila—. Ver esto sería el sueño de cualquier geólogo, pero parece que los geólogos no tienden a convertirse en prisioneros políticos. Delante tienes lo que llaman la región de los Apalaches. Es una franja de roca de unos pocos centenares de kilómetros de ancho y unos pocos miles de kilómetros de largo, que va del golfo de México a Terranova. Al este tenemos el océano Atlántico. Un poco al este hay una cosa llamada el geosinclinal de los Apalaches, una depresión de cerca de ochocientos kilómetros de ancho llena de agua. Unos tres mil kilómetros hacia el oeste hay otra depresión, lo que llaman el geosinclinal cordillerano. También está llena de agua, y en esta etapa de la historia geológica el sendero de tierra que separa los dos geosinclinales está por debajo del nivel del mar, de manera que la región de los Apalaches termina donde está el Mar Interior, allá por el oeste. Del otro lado del Mar Interior hay una estrecha masa terrestre, llamada Cordillera de las Cascadas, que corre de norte a sur y que algún día será California y Oregón y Washington. No es necesario contener la respiración hasta que ocurra. Ojalá te guste el marisco, Lew.
Hahn miró, y Barrett, a su lado en la puerta, miró también. Lo que veían los seguía maravillando. Uno nunca terminaba de acostumbrarse a la extrañeza de ese lugar, ni siquiera después de haber vivido en él veinte años, como le ocurría a Barrett. Era la Tierra, pero tampoco era la Tierra, porque era un sitio sombrío y vacío e irreal. ¿Dónde estaban las bulliciosas ciudades? ¿Dónde estaban las autopistas electrónicas? ¿Dónde estaba el ruido, la polución, el colorido? Nada de eso había nacido todavía. Ése era un sitio silencioso y estéril.
Por supuesto, los océanos grises estaban llenos de vida. Pero en esa etapa de la evolución no había otra forma de vida sobre tierra firme que los entrometidos hombres de la Estación Hawksbill. La superficie del planeta, donde asomaba saliendo de los mares, era una placa de roca desnuda, vacía y monótona, interrumpida sólo por esporádicas manchas de musgo en las esporádicas manchas de tierra que habían logrado formarse. Hasta habrían acogido con alegría unas pocas cucarachas; pero aparentemente los insectos estaban todavía a un par e períodos geológicos por delante. Para los habitantes de tierra firme aquél era un mundo muerto, un mundo nonato.
Hahn se apartó de la puerta, moviendo la cabeza. Barrett lo condujo por el pasillo hasta la sala pequeña y bien iluminada que servía de enfermería de la Estación. Doc Quesada lo estaba esperando.
En realidad Quesada no era médico, pero en una época había sido técnico de primeros auxilios, y con eso bastaba. Era un hombre compacto y moreno, de pómulos abultados y nariz con forma de cuña invertida. En su enfermería mostraba una total seguridad. Después de todo, no había perdido demasiados pacientes. Barrett le había visto quitar apéndices y suturar heridas y amputar miembros con total aplomo. Con aquella bata ligeramente raída, Quesada tenía suficiente aspecto de médico como para cumplir su papel de manera convincente.
—Doc, éste es Lew Hahn. Está con un shock temporal. Cúralo.
Quesada guió al nuevo hasta una camilla y le bajó la cremallera de la túnica gris. Después buscó el botiquín. Ahora la Estación Hawksbill estaba bien equipada para la mayoría de las emergencias. A la gente de Arriba no le preocupaba mucho lo que sucedía a los prisioneros de la Estación, pero no tenía ninguna intención de ser inhumana con hombres que ya no podrían hacer daño, y de vez en cuando mandaban todo tipo de cosas útiles, como anestesia y pinzas y diagnostatos y medicamentos y sondas cutáneas. Barrett recordaba una época, al principio, cuando no había allí mucho más que chozas vacías, y si un hombre se lastimaba se metía en verdaderas dificultades.
—Ya ha tomado un trago —dijo Barrett—. Creo que es necesario que lo sepas.
—Ya veo —murmuró Quesada. Se rascó el bigote rojizo, corto e hirsuto. El pequeño diagnostato de la camilla se había puesto a trabajar enseguida, mostrando información sobre la presión sanguínea, el nivel de potasio, el grado de dilatación, el flujo vascular, la flexibilidad alveolar y mucho más. Quesada no parecía tener dificultades para comprender el aluvión de datos que pasaban por la pantalla y aterrizaban en la cinta de confirmación. Después de un rato se volvió hacia Hahn y dijo—: ¿Verdad que no estás realmente enfermo? Sólo un poco aturdido… No te culpo. Mira, te voy a inyectar algo para calmarte los nervios, y enseguida te pondrás bien. Tan bien como cualquiera de nosotros, supongo.
Apoyó un tubo en la carótida de Hahn y lo apretó con el pulgar. Hubo un zumbido subsónico y el compuesto tranquilizador entró en el torrente sanguíneo del hombre. Hahn se estremeció.
—Déjalo descansar cinco minutos —le dijo Quesada a Barrett—. Entonces se le habrá pasado.
Dejaron a Hahn acostado en la camilla y salieron de la enfermería.
—Éste es mucho más joven de lo habitual —dijo Quesada en el pasillo.
—Ya me di cuenta. Y también el primero en varios meses.
—¿Crees que está ocurriendo alguna cosa rara Arriba?
—No sé qué decir. Pero una vez que Hahn recupere un poco de energías tendré con él una larga conversación. —Barrett miró al diminuto médico y dijo—: Hay algo que te quería preguntar. ¿Cuál es el estado de Valdosto?
Valdosto había sufrido un colapso psicótico hacía varias semanas. Quesada lo tenía drogado y trataba de que volviera poco a poco a aceptar la realidad de la Estación Hawksbill.
—No ha habido ningún cambio —contestó, encogiéndose de hombros—. Esta mañana esperé a que saliera del efecto de las drogas, y seguía en el mismo estado.
—¿Crees que se recuperará?
—Lo dudo. Se ha quebrado para siempre. Arriba podrían haberlo recompuesto; pero…
—Sí —dijo Barrett—. Si hubiera podido volver Arriba, Valdosto no se habría quebrado. Por lo tanto, haz todo lo necesario para que se sienta feliz. Si no puede estar cuerdo, que por lo menos esté cómodo.
—Te duele mucho lo que le ha pasado a Valdosto, ¿verdad, Jim?
—¿Tú qué crees? —Los ojos de Barrett parpadearon un instante—. Él y yo anduvimos juntos casi desde el principio. Cuando empezaba a organizarse el partido, cuando estábamos llenos de fuerza y de ideales. Yo era el coordinador, él el tirabombas. Creía tanto en los derechos del hombre que era capaz de mutilar a cualquiera que no acatase una adecuada línea liberal. Tenía que calmarlo todo el tiempo. No sé si sabes que cuando éramos muy jóvenes Val y yo compartimos un apartamento en Nueva York…
—Tú y Val no fuisteis muy jóvenes al mismo tiempo —le recordó Quesada.
—No, es cierto —dijo Barrett—. Él tenía quizá dieciocho años y yo rondaba los treinta. Pero él siempre aparentó ser mayor de lo que era. Y teníamos ese apartamento. Y chicas. Chicas todo el tiempo, que iban y venían y a veces vivían allí unas semanas. Val siempre decía que un verdadero revolucionario necesita mucho sexo. Hawksbill, el cabrón, también iba por allí, aunque no sabíamos que estaba trabajando en algo que después nos dañaría a todos. Y Bernstein. Nos quedábamos despiertos toda la noche, bebiendo ron barato, y Valdosto sé ponía a planear asaltos terroristas y nosotros lo hacíamos callar y… —Barrett frunció el ceño—. Al diablo con todo eso. El pasado está muerto. Quizá sería mejor que Val también lo estuviese.
Jim…
—Cambiemos de tema —dijo Barrett—. ¿Qué tal está Altman? ¿Sigue con los temblores?
—Está construyendo una mujer —dijo Quesada. —Es lo que me dijo Charley Norton. ¿Qué usa? Un trapo, un hueso…
—Le di algunos productos químicos sobrantes para que se entretuviera. Elegidos, sobre todo, por el color. Tiene algunos feos compuestos verdes de cobre y un poco de alcohol etílico y algo de sulfato de zinc y seis o siete cosas más, y juntó un poco de tierra y la mezcló con muchos mariscos muertos y está esculpiendo todo eso, dándole una forma según él femenina y esperando a que le caiga un relámpago y le infunda vida.
—En otras palabras —dijo Barrett—, se ha vuelto loco.
—Creo que no te equivocas. Pero por lo menos ya no molesta a sus amigos. Por lo que recuerdo, no creías que la fase homosexual de Altman fuera a durar mucho.
—No, pero tampoco creía que fuera a pasarse para el otro lado, Doc. Si un hombre necesita sexo y encuentra aquí a alguien dispuesto a complacerlo, no me parece mal, siempre que no ofendan a nadie abiertamente. Pero cuando Altman se pone a fabricar una mujer con tierra y carne podrida de braquiópodos, no hay duda de que lo hemos perdido para siempre. Qué pena.
Los ojos oscuros de Quesada miraron hacia el suelo.
Jim, a todos nos espera ese destino, tarde o temprano.
—Yo todavía no me he quebrado. Tú tampoco. —Danos tiempo. Tú llevas aquí sólo once años. —Altman lleva sólo ocho —dijo Barrett—. Valdosto aún menos.
—Algunos caparazones se rompen con más rapidez que otros —dijo Quesada—. Bueno, ahí está nuestro amigo.
Hahn había salido de la enfermería para reunirse con ellos. Todavía se lo veía pálido y abatido, pero ya no tenía aquel susto en la mirada. Empezaba, pensó Barrett, a adaptarse a lo impensable.
—No pude evitar oír parte de vuestra conversación —dijo—. ¿Son muy comunes aquí las enfermedades mentales?
—Algunos de los hombres no han encontrado la manera de hacer algo que tenga sentido para ellos —dijo Barrett—. Los carcome el aburrimiento.
—¿Qué se puede hacer aquí que tenga sentido? —Quesada cuenta con su trabajo médico. Yo tengo responsabilidades administrativas. Un par de compañeros están estudiando la vida marina, haciendo una verdadera investigación científica. Tenemos un periódico que aparece de vez en cuando y que mantiene ocupados a algunos de los muchachos. Están la pesca y el excursionismo transcontinental. Pero siempre hay algunos que se abandonan a la desesperación y se quiebran. Diría que en este momento, entre los ciento cuarenta residentes, tenemos aquí treinta o cuarenta locos de verdad.
—No está tan mal —dijo Hahn— si tenemos en cuenta la inherente inestabilidad de los hombres enviados a este sitio y las condiciones de vida poco comunes que encontraron.
—¿Inherente estabilidad? —repitió Barrett—. Eso no lo sé. La mayoría creíamos que éramos muy cuerdos, y que luchábamos del lado justo. ¿Tú crees que por ser revolucionario un hombre está ipso facto loco? Y silo crees, Hahn, ¿qué demonios haces aquí?
—Me malinterpreta, señor Barrett. Sabe Dios que no estoy estableciendo ningún paralelo entre las actividades antigubernamentales y los desequilibrios mentales. Pero tendrá que admitir que mucha de la gente que atrae cualquier movimiento revolucionario es… bueno, un poco trastornada.
—Valdosto —murmuró Quesada—. Tirando bombas. —De acuerdo —dijo Barrett, soltando una carcajada—. Eh, Hahn, qué expresivo te has vuelto de repente. No te pareces al hombre que hacía unos minutos no podía articular ni una palabra. ¿Qué tenía eso que te inyectó Doc Quesada?
—No quise darme ningún aire de superioridad —se apresuró a decir Hahn—. Si parecí petulante y condescendiente, lo que quise decir fue que…
—Olvídalo. De todos modos ¿qué hacías Arriba? —Era economista.
Justo lo que necesitamos —dijo Quesada—. Nos puede ayudar a resolver el problema del balance de pagos.
—Si allá eras economista, aquí tendrás mucho de que hablar ~dijo Barrett—. Este sitio está lleno de teóricos de la economía chiflados que querrán contrastar sus ideas con las tuyas. En algunos casos rozan la cordura. Me refiero a las ideas. Acompáñame; quiero mostrarte el sitio donde vas a parar.