Jimmy Barrett tenía dieciséis años y Jack Bernstein le estaba diciendo:
—¿Cómo, siendo tan grande y feo, no te importan un bledo los débiles de este mundo?
—¿Quién dice que no me importan un bledo? —No hace falta decirlo. Es evidente. ¿Dónde está tu compromiso? ¿Qué haces para que no se desintegre la civilización?
—La civilización no se está…
—Se está… —dijo Bernstein con desdén—. Qué torpe eres. Ni siquiera lees los periódicos. ¿Te das cuenta de que hay una crisis constitucional en este país, y que a menos que personas como tú y yo nos pongamos a hacer algo, dentro de menos de un año habrá una dictadura en Estados Unidos?
—Exageras —dijo Barrett—. Como siempre. —¿Ves? ¡No te importa un bledo!
Barrett estaba exasperado, pero eso no era nada nuevo. Jack Bernstein lo exasperaba desde el momento en que se habían conocido, cuatro años antes, en 1980. Entonces los dos tenían doce años. Barrett ya andaba por el metro ochenta, fornido y fuerte;
Jack era delgado y pálido, demasiado pequeño para su edad y más pequeño todavía cuando estaba al lado de Barrett. Algo los había unido: quizá la atracción de los opuestos. Barrett valoraba y respetaba la mente rápida y ágil de ese muchacho pequeño, y sospechaba que Jack lo había buscado como protector. Jack necesitaba protección. Era el tipo de persona a la que daban ganas de pegarle sin ningún motivo especial, aunque no hubiera dicho nada, y cuando finalmente abría la boca uno sentía aún más ganas de pegarle.
Ahora tenían dieciséis años, y Barrett había alcanzado la estatura que esperaba definitiva, un metro noventa y dos, pesaba bastante más de cien kilos, tenía que afeitarse todos los días y su voz era grave y profunda. Jack Bernstein parecía como si no hubiera llegado todavía a la pubertad. Medía un metro sesenta y dos, uno sesenta y cinco como máximo, no tenía hombros y los brazos y las piernas eran tan delgados que Barrett pensaba que se los podía quebrar con una mano, voz aflautada y nariz afilada y agresiva. Tenía en la cara marcas de alguna enfermedad cutánea, y las cejas gruesas y enmarañadas le dibujaban una raya ininterrumpida a través de la frente, visible a cincuenta metros de distancia. En la adolescencia, Jack se había vuelto más cáustico, más excitable. Había momentos en los que Barrett casi no lo podía soportar. Ese era uno de ellos.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Barrett. —¿Vas a venir a una de nuestras reuniones? —No quiero meterme en nada subversivo. —¡Subversivo! —replicó Bernstein—. Una etiqueta.
Un apestoso rótulo semántico. ¿Así que para ti cualquiera que desee arreglar un poco el mundo es un subversivo?
—Bueno…
—Cristo, por ejemplo. ¿Lo llamarías subversivo? —Creo que sí —dijo Barrett con cautela—. Además, sabes lo que le pasó a Cristo.
—No fue el primer mártir por una idea, y no será el último. ¿Quieres jugar sobre seguro toda tu vida? ¿Quieres quedarte ahí forrado de músculos y grasa y dejar que los lobos se coman el mundo? ¿Cómo te sentirás cuando tengas sesenta años, Jimmy, y el mundo sea un enorme campo de esclavos y tú, allí encadenado, digas: «Bueno, estoy vivo, así que las cosas no salieron tan mal.»?
—Vale más un esclavo vivo que un subversivo muerto —dijo Barrett con frialdad.
—Si eso crees, eres más imbécil de lo que pensaba. —Tendría que aplastarte de un manotazo. No haces otra cosa que zumbar, Jack. Como un mosquito.
—¿De veras crees eso que acabas de decir, lo del esclavo vivo? ¿De veras? ¿De veras? Barrett se encogió de hombros.
—¿Tú qué piensas?
—Entonces ven a una reunión. Sal de tu capullo y haz algo, Jimmy. Necesitamos a hombres como tú. —La voz de Jack había cambiado de tono y de timbre. Había dejado de ser quejumbrosa y aflautada; de repente era más grave, más segura, más imperiosa—. Hombres de tu estatura, Jimmy… con tu autoridad natural. Serías estupendo. Si pudiera hacerte entender que lo que hacemos es importante…
—¿Cómo va a hacer un grupo de escolares para salvar el mundo?
Los delgados labios de Jack se abrieron y cerraron rápidamente, pero parecieron ahogar la ágil réplica que tenían preparada. Tras una pausa, usando todavía aquella nueva y extraña voz, Jack dijo:
—No todos somos escolares, Jimmy. La mayoría de los muchachos de nuestra edad son como tú… No conocen el compromiso. Tenemos gente mayor, dé veinte, treinta y aún más. Si los conocieras sabrías a qué me refiero. Habla con Pleyel si quieres saber en qué consiste la verdadera dedicación. Habla con Hawksbill. —En los ojos de Jack apareció un brillo travieso—. Quizá quieras venir sólo a conocer a las chicas. Tenemos algunas en el grupo. Te advierto que son bastante liberadas. Te lo digo por si te interesan esas cosas.
—¿Ese grupo es comunista, Jack?
—No. No, decididamente. Claro que tenemos nuestros marxistas, pero es que en cuanto a tendencias políticas hay un poco de todo. De hecho, nuestra orientación básica es anticomunista, porque creemos que el Estado tiene que interferir lo menos posible en la vida y el pensamiento, y tú sabes que los marxistas son planificadores. En ese sentido somos casi anarquistas. Hasta se nos podría calificar de derechistas radicales, puesto que nos gustaría desmontar gran parte del aparato de gobierno. ¿Te das cuenta del poco sentido que tienen esas etiquetas políticas? Estamos tan a la izquierda que somos derechistas, y estamos tan a la derecha que somos izquierdistas. Pero tenemos un programa. ¿Vendrás a una reunión?
—Háblame de las chicas.
—Son atractivas, inteligentes y sociables. Algunas hasta quizá se interesen en un grosero apolítico como tú al ver semejante pedazo de carne.
Barrett asintió.
—Quizá vaya a la próxima reunión.
De lo que más estaba cansado Barrett era del acoso de Bernstein. Los grandes temas políticos nunca le habían apasionado. Pero le dolía que lo acusaran de que no tenía sensibilidad o de que no hacía nada para impedir que el mundo se fuera al infierno, y con esos lloriqueos constantes Jack lo había empujado a decidirse. Asistiría a una reunión de ese grupo clandestino. Vería todo con sus propios ojos. Esperaba encontrar sobre todo locos amargados y soñadores fútiles, y no ir nunca a una segunda reunión, pero al menos Jack no podría volver a decirle que había rechazado de plano el movimiento.
Una semana más tarde, Jack Bernstein le anunció que habían organizado una reunión para la noche siguiente. Barrett asistió. La fecha era el 11 de abril de 1984.
Una noche fría, de lluvia y viento, con un aire que anunciaba nieve. Clima típico de 1984. El año estaba maldito, decía la gente. Hacía mucho tiempo aquel hombre había escrito un libro sobre 1984 prediciendo cosas horribles de todo tipo, y aunque ninguna de esas cosas terribles había sucedido en Estados Unidos, el país tenía otros problemas, que el clima parecía tipificar. Se tenía la certeza de que ese año no llegaría a la primavera. En Nueva York, a mediados de abril, había por todas partes montículos de nieve opaca y gris, excepto en las calles del centro donde había incrustados filamentos de calefacción. Los árboles seguían desnudos, y no asomaba ningún brote. Mal año para la gente, tenso y tormentoso. Pero quizá no tan mal año para la revolución.
Jimmy Barrett se encontró con Jack Bernstein en la estación de metro cerca de Prospect Park, viajaron juntos hasta Manhattan y salieron en Times Square. El tren al que subieron tenía aspecto viejo y gastado, pero eso no era nada raro. Todo estaba gastado y viejo en el noveno año de lo que llamaban la Depresión Permanente.
Caminaron por la calle Cuarenta y dos hasta la Novena Avenida y entraron en el vestíbulo de una torre dorada de ochenta pisos, uno de los últimos rascacielos construidos antes del Pánico. La puerta de un ascensor se abrió con un crujido. Jack oprimió el botón del sótano y bajaron.
—¿Qué tengo que decir cuando pregunten quién soy? —quiso saber Barrett.
—Deja todo en mis manos —dijo Jack. La importancia le había transfigurado la cara pálida y manchada. Ahora estaba en su elemento. Jack el conspirador. Jack el subversivo. Jack el conjurado de los sótanos. Barrett se sentía incómodo, torpe e ingenuo.
Salieron del ascensor, recorrieron un pasillo de techo bajo y llegaron ante una puerta verde cerrada, contra la que estaba apoyada una silla. Junto a la silla, en el pasillo, había una chica. Barrett calculó que tendría diecinueve o veinte años: gorda y de baja estatura, con piernas gruesas visibles debajo de la falda corta. También llevaba el pelo corto, a la moda, pero su relación con la moda terminaba allí.
Debajo de un suéter rojo de lana abultaban unos pechos caídos, sin sostén. Su único maquillaje era una mancha azul luminiscente en los labios, aplicada de manera irregular. De una comisura de la boca le colgaba un cigarrillo. Parecía deliberadamente desaliñada, ordinaria, barata, como si encontrara alguna virtud en encorvar los hombros y hacerse cuenta que era una campesina. Parecía una caricatura de todas las chicas izquierdistas que desfilaban en las manifestaciones de protesta reclamando cosas. Esa mujerzuela desastrada ¿sería la clase de chica típica del grupo? «Atractivas, inteligentes y sociables», había dicho Jack, cebándole astutamente la trampa con la promesa de la pasión. Pero, por supuesto, la idea que Jack se había formado de lo que era una chica atractiva no tenía por qué coincidir con la suya. A Jack —con pocos amigos, escuálido, mordaz—, cualquier chica que se dejase manosear un poco le parecería Afrodita. Los chicos sucios encontraban virtudes en chicas sucias que Barrett, no tan limitado por naturaleza, solía no ver.
—Buenas noches, Janet —dijo Jack con voz de, nuevo tensa.
La chica lo contempló con frialdad, y después miró a Barrett de arriba abajo.
—¿Quién es ese?
Jimmy Barrett. Compañero de clase. No hay problemas. Políticamente ingenuo, pero ya aprenderá. —¿Le dijiste a Pleyel que lo ibas a traer?
—No. Pero respondo por él. Jack se acercó más a la chica. De manera posesiva, le puso una mano sobre la muñeca—. Deja de actuar como un comisario y déjanos entrar, ¿eh, cariño?
Janet se soltó la mano.
—Esperad aquí. Veré si está de acuerdo. La chica se metió por la puerta verde.
—Es una chica maravillosa —dijo Jack volviéndose hacia Barrett—. A veces se hace la bravucona, pero tiene buen carácter. Y sensualidad. Es una chica muy sensual.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Barrett.
Jack se ruborizó y los labios se le comprimieron en una línea chata y furiosa.
—Créeme. Lo sé.
—¿Quieres decir que no eres virgen, Bernstein? —¡Corta de una vez!
La puerta se abrió de nuevo. Janet estaba allí, y con ella había un hombre delgado, de aspecto reservado, con el pelo totalmente gris pero la cara sin arrugas, de manera que podía tener tanto cincuenta como treinta años. Sus ojos también eran grises, y lograba ser delicado y penetrante al mismo tiempo. Barrett vio que Jack Bernstein se ponía tenso.
—Es Pleyel —susurró Bernstein. La chica dijo:
—Se llama Jim Barrett. Bernstein dice que responde por él.
Pleyel asintió con afabilidad. Aquellos ojos grises recorrieron con rapidez la cara de Barrett, y costaba resistirse mientras la taladraban.
Hola, Jim dijo Pleyel—. Me llamo Norman Pleyel. Barrett asintió. Sonaba extraño oír que Janet y Pleyel lo llamaran Jim. Toda su vida había sido Jimmy para los conocidos.
—Es compañero mío de clase —dijo Jack—. Lo he estado aleccionando, haciéndole ver sus responsabilidades ante la humanidad. Finalmente decidió asistir a una de las reuniones. Además…
—Sí —dijo Pleyel—. Nos encanta que estés aquí, Jim. Pero antes de entrar tienes que entender algo. Por asistir a esta reunión, incluso como observador, corres riesgos. El gobierno se opone a esta organización. Tu presencia aquí podrá ser usada en tu contra en algún momento del futuro. ¿Está claro?
—… sí.
—Además, como todos vivimos en riesgo constante, tengo que recordarte que todo lo que ocurra aquí esta noche es confidencial. Si descubrimos que utilizas tu privilegio de invitado para divulgar algo que has oído, nos veremos obligados a actuar contra ti. Así que si entras te expones a dos peligros: el del gobierno actualmente constituido y el nuestro. Si lo deseas tienes ahora la oportunidad de irte sin ningún estigma.
Barrett titubeó. Echó una mirada a Jack, cuyo rostro mostraba evidente tensión; sin duda esperaba que eludiera los riesgos y se fuera a casa, deshaciendo todo su trabajo de proselitismo. Barrett se lo pensó seriamente. Le estaban pidiendo que se comprometiera por adelantado, antes de conocer el grupo; en el momento de atravesar la puerta se metería en un cúmulo de responsabilidades.
—Me gustaría entrar, señor —murmuró.
Pleyel parecía contento. Abrió la puerta. Al pasar por delante de la chica baja y hosca; Barrett se sorprendió de ver que ella lo miraba con cálida aprobación; quizá hasta con deseo. Ella se quedó fuera, vigilando la puerta. Pleyel entró delante. Jack susurró en el oído de Barrett:
—Ese hombre es uno de los seres humanos más notables de todas las épocas.
Podría haber estado hablando de Goethe o de Leonardo.
La habitación era grande y cavernosa y fría, y hacía por lo menos ocho años que no se pintaba. Había varias —filas de bancos de madera mirando hacia un escenario vacío. Una docena de personas habían puesto algunos de los bancos formando más o menos un círculo. Entre esas personas había dos o tres chicas, un hombre bastante calvo y un grupo de muchachos que parecían estudiantes universitarios. Uno de ellos leía en voz alta algo escrito en una larga hoja de papel amarillo, y los demás lo interrumpían cada pocos segundos para señalarle algo.
en este momento de crisis sentimos que… —No, debería decir todos los hombres tienen que sentir que…
—No estoy de acuerdo. Así suena forzado y… —¿Podemos volver a la frase anterior, donde hablas de la amenaza a la libertad que representa la…? Barrett observó la discusión sin placer. Toda esa crítica detallista de la fraseología de un manifiesto le parecía muy aburrida y deprimente. Eso era, esencialmente, lo que había esperado encontrar allí: un grupo de puntillosos imprácticos en un sótano ventoso, peleándose furiosamente por mínimas diferencias semánticas. ¿Eran ésos los revolucionarios que salvarían al mundo del caos? Lo dudaba mucho. En un instante la discusión se transformó en un alboroto; cinco personas hacían al mismo tiempo sugerencias a gritos para revisar el panfleto. Pleyel no hablaba; parecía apenado pero no hacía ningún esfuerzo por salvar la reunión. En la cara de Jack Bernstein había una expresión dolida y contrita. La puerta se abrió de nuevo y entró por ella un hombre de menos de treinta años.
—¡Ése es Hawksbill! —dijo Bernstein codeando a Barrett.
El famoso matemático era un hombre del montón. Regordete, desaliñado y mal afeitado. Llevaba unas gafas de cristal grueso y un voluminoso suéter azul, pero no corbata; el pelo castaño rizado le empezaba a ralear en la coronilla, pero a pesar de eso tenía el aspecto de un estudiante de segundo curso. El hombre, sin duda, era más importante de lo que aparentaba, pensó Barrett. El año anterior los periódicos no se habían cansado de mostrar las hazañas de Hawksbill, momentáneo héroe científico que había causado sensación en aquel congreso científico de Zúrich o Basilea al leer el texto de su ponencia sobre las ecuaciones relacionadas con el tiempo. Los periódicos habían comparado la obra de Edmond Hawksbill a los veinticinco años con la obra de Albert Einstein a los veintiséis, y no desfavorablemente. Y allí estaba, miembro de esa sórdida célula revolucionaria. Toda su brillantez era interna. Un hombre con esos ojitos de cerdo ¿cómo podía ser un genio?
Hawksbill puso en el suelo el maletín y dijo sin preámbulo:
—Metí los vectores de distribución en el ordenador de la Universidad de Nueva York sin que nadie se diera cuenta. El resultado es la desintegración de ambos partidos políticos, una elección presidencial no concluyente y la formación de un sistema político totalmente diferente y no representativo. —¿Cuándo? —preguntó Pleyel…
—A los tres meses de las elecciones, con un margen de error de catorce días —dijo Hawksbill. La voz que salía de aquel cuerpo bajo y fornido carecía por completo de resonancia y de inflexión; era una pálida corriente de sonido fláccido—. Es probable que las persecuciones empiecen en febrero, cuando la nueva administración intente reprimir a los disidentes con el argumento de restablecer el orden.
—¡Muéstranos los parámetros! —dijo el hombre que había estado leyendo el borrador del manifiesto en la hoja de papel amarillo—. Quiero que nos expongas todo paso a paso, Hawksbill.
—Seguramente no es necesario. Si nosotros… —dijo Pleyel.
—No, lo voy a explicar —dijo el matemático, sin inmutarse. Empezó a sacar papeles del maletín—. Punto uno. La elección en 1972 del presidente Delafield, del nuevo Partido Conservador Americano, que lleva a cambios fundamentales en el papel económico del gobierno y conduce al boom de 1973. Punto dos, el Pánico de 1976, que marca el comienzo de la Depresión Permanente. El punto tres es la victoria del Partido Liberal Nacional en 1976, cuando los Conservadores Americanos sólo ganaron en dos estados. Ahora, si relacionamos las elecciones de 1980 con sus corrientes perturbadoras extremadamente sutiles…
—Sabemos todo eso —dijo una voz aburrida. Hawksbill se encogió de hombros. —Tomando bloques análogos de votantes es posible demostrar matemáticamente que ninguno de los grandes partidos tiene posibilidades de conseguir la mayoría en noviembre, lo cual obligará a la Cámara de Representantes a hacer esa elección, pero como consecuencia de la situación generada por las elecciones parlamentarias de 1982, incluso por ese método resultará imposible elegir presidente. Con lo cual…
—El país será un caos. —Exacto —dijo Hawksbill.
Barrett notó que el comentario había salido de un punto cercano a su codo izquierdo. Miró hacia abajo y vio a Janet. Absorto en la cantinela de Hawksbill, ni siquiera se había dado cuenta de la presencia de ella en la habitación, pero allí estaba, á su lado; muy cerca, en realidad. Jack Bernstein parecía molesto, a juzgar por su mirada.
—Lo que están diciendo ¿no te parece aterrador? —comentó la muchacha.
Barrett comprendió que le hablaba a él. , —Sabía que las cosas estaban mal —dijo con voz tensa—, pero no creía que tanto. Si llega a suceder todo eso…
—Sucederá. Si el ordenador de Ed Hawksbill dice que va a suceder, sucederá. La llamamos la Segunda Revolución Americana. Norm Pleyel está en contacto con hombres importantes de todo el país, tratando de encabezarla.
A Barrett aquello le parecía irreal. Sabía, por supuesto, que había huelgas, marchas de protesta, sabotajes. Sabía que millones de personas se habían quedado sin trabajo, que habían devaluado el dólar cuatro veces desde 1976, que los países comunistas seguían presionando aunque su economía no estuviera tampoco en buena forma. Y que la estructura política de la nación era un lío, con los viejos partidos extintos y los nuevos fragmentados en bloques minoritarios. Pero tanto él como todas fas personas que conocía tenían la sensación de que aquello se arreglaría después de un tiempo. La gente del sótano parecía adoptar una posición deliberadamente pesimista. ¿Una revolución? ¿El fin de la constitución vigente?
Janet le ofreció un cigarrillo. Barrett lo aceptó, dándole las gracias con un movimiento de cabeza. Se sentaron juntos en el banco. El muslo caliente de la muchacha se apretaba contra el suyo. Jack estaba al otro lado de Janet, y cada vez parecía más molesto. Barrett se sorprendió pensando que esa chica no tendría tan mal aspecto si perdiera diez kilos, si se comprara un sujetador decente, si se lavara la cara más a menudo, si se pusiera algo de maquillaje… Y entonces su fácil aceptación lo hizo sonreír. A primera vista le había parecido una cerda, pero ya había empezado a cambiar de opinión.
Sentado tranquilamente en un rincón de la habitación, trató de seguir lo que pasaba en la reunión. El punto central era Hawksbill y los que lo interrumpían. Pleyel, el supuesto líder del grupo, se mantenía al margen. Pero Barrett notaba que cuando la conversación se descarriaba demasiado, Pleyel intervenía y ponía las cosas en su lugar. El hombre dominaba el arte de conducir sin dar la sensación de que conducía, y eso impresionó a Barrett.
Pero todo lo demás no le impresionó nada. Todos parecían muy seguros de que el país iba mal, y concordaban en que Había Que Hacer Algo. Pero más allá de ese punto todo era bruma y caos. Ni siquiera podían ponerse de acuerdo para el texto de un manifiesto que distribuirían delante de la Casa Blanca, y para qué hablar del programa para rescatar la constitución. Esas personas parecían tan fragmentadas como el club de ajedrez de un colegio secundario, y tan capaces de ejercer la fuerza política. ¿Bernstein esperaría que tomase en serio a ese grupo? ¿Qué meta tenía? ¿Qué métodos? Él sería ingenuo en el plano político, pero al menos podía formarse un juicio acerca de ese comité de fervorosos , revolucionarios y verles las deficiencias.
La monótona conversación se prolongó casi dos horas más.
A veces se volvía apasionada, pero sobre todo era aburrida, pura dialéctica y teoría hueca. Barrett veía que quien hablaba más y más fuerte era Jack Bernstein, seguramente el más joven del grupo, soltando cascadas de pirotecnia verbal. Allí Jack parecía estar en su elemento. Pero las palabras tenían muy poca sustancia. Barrett percibía sobre todo la evidente entrega de Pleyel a la causa, la evidente agudeza mental de Hawksbill y el evidente amor a la retórica fogosa de Jack, pero estaba convencido de que había perdido el tiempo asistiendo a esa reunión.
Hacia las once, Janet dijo: —¿Dónde vives?
—En Brooklyn. ¿Sabes dónde queda el Prospect Park?
—Yo soy del Bronx. ¿Trabajas? —No, estudio.
—Ah. Sí. Claro. Eres compañero de clase de Jack. —Ja net parecía estar estudiándolo—. ¿Eso significa que tenéis la misma edad?
—Sí, dieciséis.
—Pareces mucho mayor, Jim.
—No eres la primera que lo dice.
—Quizá podríamos vernos en algún momento —dijo ella—. Es decir, sin intenciones revolucionarias. Me gustaría conocerte mejor.
—Por supuesto —dijo Barrett—. Buena idea.
De repente, Barrett se encontró preparando una cita. Se justificó diciéndose que eso era lo que correspondía: hacer que una chica tan gorda y fea se ilusionase alguna vez en la vida. Sin duda resultaría fácil. Entonces no se daba cuenta de que al organizar esa salida con Janet estaba destrozando a Jack Bernstein, pero más tarde, cuando lo pensó, llegó a la conclusión de que no había hecho nada malo. Jack le había dado la lata intentando convencerlo de que fuera a ese lugar, prometiéndole que conocería chicas, ¿y acaso tenía él la culpa de que la promesa se hubiera cumplido?
Esa noche, mientras volvían en metro a Brooklyn, Jack estaba tenso y triste.
—Fue una reunión aburrida —dijo—. No siempre salen así.
—Me imagino.
—A veces algunos se dejan dominar por la dialéctica. Pero la causa es buena.
—Sí —dijo Barrett—. Supongo que sí.
Entonces no tenía pensado asistir a otra reunión. Pero se equivocaba, como le ocurriría tantas veces en aquellos años. Barrett no sabía que la pauta de su vida adulta había quedado fijada en aquel sótano ventoso, ni que se había comprometido de manera ineludible, ni que había iniciado una relación amorosa duradera, ni que esa noche había encontrado su Némesis. Tampoco imaginaba que acababa de transformar a un amigo en un enemigo salvaje y vengativo que un día lo arrojaría a un extraño destino.