Adoraba el rifle de plasma. Cuando lo tenía en sus manos se convertía en un auténtico artista. Podía usarlo para pintar las imágenes de la destrucción, componer las sinfonías del derribo o escribir las elegías de la aniquilación.
Pensó en ello mientras el viento hacía bailar las hojas muertas alrededor de sus pies y de las viejas piedras que se oponían a sus embates.
No habían logrado salir del planeta. La cápsula había sido atacada por… algo. Los daños sufridos no revelaban si había sido un arma de partículas o una cabeza de guerra que había estallado cerca de la cápsula. Fuera lo que fuese había bastado para impedir su huida. Estar pegado a la cápsula y tener la suerte de que el impacto de aquel lo que fuese hubiera tenido lugar al otro lado le permitió salir con vida. Si hubiera estado al otro lado y hubiese tenido que soportar los efectos destructivos del arma de partículas o la cabeza de guerra ahora estaría muerto.
El rifle de plasma parecía haberse fundido, así que aparte de eso también debían de haberles atacado con un efector no muy sofisticado. El rifle se encontraba entre su traje y la cápsula y no podía haber sido afectado por lo que había estropeado los sistemas de la cápsula, pero el arma había empezado a calentarse y a echar humo, y cuando se posaron —Beychae estaba bastante nervioso, pero no había sufrido ningún daño físico— y abrió los paneles de inspección del arma descubrió que contenían una masa de metal fundido que aún estaba bastante caliente al tacto.
Si hubiera perdido un poco menos de tiempo intentando convencer a Beychae; si hubiera optado por derribarle al suelo de un puñetazo dejando la charla para después… Había dejado que el tiempo se le escurriera entre los dedos y había permitido que sus adversarios se recuperaran de la sorpresa y tomaran represalias. En ese tipo de situaciones los segundos podían ser vitales. Maldición, hasta los milisegundos y los nanosegundos eran importantes… Demasiado tiempo.
—¡Van a matarte! —gritó—. Te quieren de su lado o quieren verte muerto. La guerra va a empezar pronto, Tsoldrin. Si no estás con ellos sufrirás un accidente, ¿comprendes? ¡No permitirán que te mantengas neutral!
—Estás loco —repitió Beychae sosteniendo la cabeza de Ubrel Shiol en sus manos. La saliva había empezado a deslizarse por las comisuras de los labios de la mujer—. Estás loco, Zakalwe, estás loco…
El anciano se echó a llorar.
Fue hacia él, puso una rodilla en tierra y le enseñó el arma que le había quitado a Shiol.
—Tsoldrin, ¿para qué crees que llevaba esto encima? —Puso la mano libre sobre el hombro del anciano—. ¿No te fijaste en su forma de moverse cuando intentó darme aquella patada? Tsoldrin, las bibliotecarias, las ayudantes de investigación…, son incapaces de moverse así. —Alargó la mano y alisó el cuello del mono de la mujer inconsciente hasta quitarle las arrugas—. Era una de tus carceleras, Tsoldrin, y probablemente habría sido la encargada de ejecutarte.
Metió la mano debajo del vehículo, cogió el ramo de flores y lo colocó debajo de los rubios cabellos de Shiol apartando las manos de Beychae al hacerlo.
—Tsoldrin, tenemos que irnos ahora mismo —murmuró—. Se pondrá bien.
Colocó los brazos de Shiol en una postura menos incómoda. Ya estaba de lado, por lo que no se asfixiaría. Después deslizó las manos por debajo de las axilas de Beychae y fue tirando lentamente del anciano hasta incorporarle. Ubrel Shiol abrió los ojos. Vio a los dos hombres delante de ella, murmuró algo ininteligible y se llevó una mano a la nuca. Empezó a rodar sobre sí misma, pero aún estaba medio inconsciente y le resultaba bastante difícil moverse. La mano que se había llevado al cuello volvió a aparecer sosteniendo un cilindro que parecía una pluma. Shiol alzó la mirada, intentó apuntar el cañón de aquel láser diminuto a la cabeza de Beychae y fue derrumbándose lentamente hacia adelante. Aún no había apartado las manos de la espalda de Beychae y sintió el envaramiento de sus músculos.
Beychae clavó la mirada en aquellas pupilas oscuras que todavía no eran capaces de enfocar con claridad lo que tenían delante y sintió una mezcla de perplejidad y distanciamiento. Shiol hizo un nuevo esfuerzo para alzar el arma. «No intenta apuntar a Zakalwe —pensó Beychae—, sino a mí… ¡A mí!»
—Ubrel… —empezó a decir.
La mujer perdió el conocimiento y se derrumbó.
Beychae contempló el cuerpo que yacía fláccidamente sobre el suelo. Después oyó que alguien pronunciaba su nombre y sintió que le tiraban del brazo.
—Tsoldrin…, Tsoldrin… Vamos, Tsoldrin…
—Zakalwe, me apuntaba a mí… ¡No a ti!
—Ya lo sé, Tsoldrin.
—¡Me apuntaba a mí!
—Lo sé. Ven, la cápsula está…
—A mí…
—Lo sé, lo sé. Entra ahí.
Alzó la mirada y contempló las nubes grises que se movían sobre su cabeza. Estaba en la cima de una montaña rodeada por otras cimas casi tan altas como aquella y con gran abundancia de vegetación. Contempló con cierta irritación las pendientes cubiertas de arbolado, los curiosos pilares de piedra truncados y los plintos naturales que cubrían la plataforma de roca en que se hallaba. Estar expuesto a unos panoramas tan gigantescos después de haber pasado un tiempo tan largo en la ciudad del desfiladero hizo que sintiera un poco de vértigo. Inclinó la cabeza, apartó de una patada un montón de hojas acumuladas por el viento y volvió adonde estaba Beychae. Había dejado el rifle de plasma junto a una gigantesca roca redonda, y la cápsula se encontraba oculta entre los árboles a unos cien metros de distancia.
Cogió el rifle de plasma por quinta o sexta vez y volvió a inspeccionarlo.
Sintió deseos de llorar. Había sido un arma tan hermosa… Cada vez que la cogía para echarle un vistazo volvía a sentir la esperanza de que estaría intacta porque la Cultura le había incorporado algún sistema de autorreparación sin informarle y de que los daños se habrían desvanecido como por arte de magia.
Una ráfaga de viento dispersó las hojas. Meneó la cabeza y puso cara de exasperación. Beychae se volvió hacia él.
—¿Inservible? —preguntó el anciano. Los pantalones acolchados y la gruesa chaqueta que vestía hacían que su cuerpo pareciera confundirse con la roca.
—Inservible —dijo él.
La expresión de disgusto se hizo más intensa. Agarró el arma con las dos manos por el cañón, la hizo girar un par de veces alrededor de su cabeza y la soltó. El rifle de plasma salió disparado hacia los árboles que había debajo de ellos y se perdió en la masa de vegetación acompañado por el remolino de las hojas que habían arrancado sus giros.
Fue hacia Beychae y se sentó junto a él.
Ahora sólo disponía de una pistola y un traje; y lo más probable era que no hubiese ninguna forma de utilizar el sistema antigravitatorio del traje sin revelar su posición. La cápsula no funcionaba. El módulo había desaparecido, el pendiente-terminal y el traje guardaban el silencio más absoluto… La situación no podía ser peor. Comprobó los sistemas del traje para averiguar qué emisiones estaba captando. La pantallita incrustada en una muñeca le mostró los titulares de un programa de noticias en el que no se hacía ninguna mención de Solotol, pero sí se hablaba de algunos conflictos regionales del Grupo de Sistemas.
Cuando miró a Beychae vio que también estaba observando la pantallita.
—¿Tienes alguna forma de averiguar si nos están buscando? —le preguntó.
—Sólo si vemos algo sobre la búsqueda en las noticias. Las transmisiones militares se realizan mediante haces muy tenues; y hay muy pocas posibilidades de captarlas. —Alzó los ojos hacia las nubes—. Pero hay muchas probabilidades de que no tardemos en saberlo de una forma bastante más directa…
—Hmmm —murmuró Beychae. Frunció el ceño y clavó la mirada en el suelo—. Creo que sé dónde estamos, Zakalwe.
—Ah, ¿sí? —replicó él sin demasiado entusiasmo.
Apoyó los codos en las rodillas, puso el mentón encima de las manos y alzó la cabeza para contemplar las llanuras boscosas y las colinas que se extendían detrás de ellas hasta perderse en el horizonte.
Beychae asintió.
—He estado pensando en ello. Creo que estamos en el Observatorio Srometren, en el bosque de Deshal.
—¿Y a qué distancia de Solotol queda eso?
—Oh, se encuentra en otro continente… Dos mil kilómetros como mínimo.
—La misma latitud —dijo él con expresión lúgubre alzando la vista hacia las nubes grises que se deslizaban por el cielo.
—Aproximadamente, si estamos donde creo.
—¿Y quién manda aquí? —le preguntó—. ¿Bajo qué juridiscción nos encontramos? ¿La misma que en Solotol con su maldita pandilla de Humanistas?
—La misma —dijo Beychae. Se puso en pie, se limpió el fondillo de los pantalones con las manos y contempló los curiosos instrumentos de piedra esparcidos por la explanada rocosa sobre la que se hallaban—. ¡El Observatorio de Srometren! —exclamó—, ¡íbamos de camino hacia las estrellas y hemos acabado aquí! Menuda ironía…
—Probablemente haya sido algo más que el azar —dijo él. Cogió una ramita y empezó a hacer dibujos en el polvo—. Este lugar…, ¿es famoso?
—Desde luego —dijo Beychae—. Durante quinientos años fue el centro de investigaciones astronómicas del antiguo Imperio Vrehid.
—¿Figura en alguna ruta turística?
—Por supuesto.
—Entonces probablemente haya algún radiofaro cerca para guiar a las aeronaves. La cápsula debió de dirigirse hacia sus emisiones cuando descubrió que tenía problemas. Eso nos hace más fáciles de localizar. —Alzó los ojos hacia el cielo—. Por cualquiera que nos esté buscando, desgraciadamente…
Meneó la cabeza y siguió haciendo dibujos en el suelo con la punta de la ramita.
—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Beychae.
—Esperaremos a ver quién aparece —replicó él encogiéndose de hombros—. Todos los sistemas de comunicación han quedado inutilizados, por lo que no sabemos si la Cultura está enterada de lo que nos ha ocurrido o no. Por lo que sabemos puede que el Módulo siga en el rumbo que habíamos acordado para la recogida, o quizá haya toda una nave estelar de la Cultura en camino o, y eso me parece bastante más probable, puede que tus amigos de Solotol ya hayan decidido ponerse en movimiento… —Volvió a encogerse de hombros, arrojó la ramita al suelo y apoyó la espalda en el peñasco que tenía detrás alzando los ojos hacia el cielo—. Puede que ahora mismo nos estén observando.
Beychae también alzó los ojos hacia el cielo.
—¿A través de las nubes?
—A través de las nubes.
—En tal caso… ¿no crees que deberíamos escondernos? Quizá deberíamos huir por el bosque…
—Quizá —dijo él.
Beychae dejó de contemplar el cielo y le miró.
—¿Adónde pensabas llevarme si hubiéramos conseguido escapar?
—Al Sistema de Impren —dijo él—. Cuenta con varios habitáculos espaciales y son neutrales o, por lo menos, no están tan a favor de la guerra como esta gente.
—Zakalwe, tus superiores… ¿creen realmente que falta tan poco para que la guerra se generalice?
—Sí, creen que falta muy poco para eso.
Suspiró. Se había subido el visor del casco hacía un rato. Volvió a observar el cielo y decidió quitarse el casco. Se pasó una mano por la frente y la deslizó entre sus cabellos hasta llegar a la nuca, liberó la coleta del anillo que la rodeaba y sacudió la cabeza haciendo oscilar su larga cabellera negra.
—Puede que tarde diez días o quizá tarde un centenar, pero ocurrirá. —Se volvió hacia Beychae y sonrió con cierta melancolía—. Y por las mismas razones que la última vez.
—Creía que la discusión ecológica contra la terraformación había terminado dándonos la razón —dijo Beychae.
—Y así fue, pero los tiempos cambian. La gente cambia y las generaciones cambian, ¿sabes? Ganamos unas cuantas batallas y conseguimos que todos admitieran el hecho de que las máquinas pueden ser conscientes, pero después de aquello… Bueno, la cosa no quedó demasiado clara. Ahora muchas personas admiten que las máquinas son conscientes, pero afirman que la única clase de consciencia realmente válida es la humana; y aparte de eso la gente nunca ha necesitado demasiadas excusas para autoconvencerse de que ser distinto significa ser inferior.
Beychae estuvo callado durante unos momentos.
—Zakalwe —dijo por fin—, ¿se te ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la Cultura no sea tan desinteresada como tú te imaginas y como afirman sus representantes que es?
—No, jamás se me ha pasado por la cabeza —replicó él.
Beychae tuvo la impresión de que Zakalwe había contestado de forma casi maquinal y sin pensar en lo que decía.
—Quieren que los otros sean como ellos, Cheradenine. No utilizan la terraformación, y no quieren que los demás la utilicen. Ya sabes que hay ciertos argumentos a favor de la terraformación, ¿no? Aumentar la diversidad de especies puede parecer más importante que conservar la naturaleza en su estado salvaje incluso si ello no aumenta el espacio disponible para vivir. La Cultura es una convencida defensora de la consciencia de las máquinas, por lo que cree que todo el mundo debería opinar lo mismo que ella, pero creo que también está convencida de que todas las civilizaciones deberían ser gobernadas por sus máquinas y hay muy pocas personas que estén a favor de esa teoría. El tema de la tolerancia entre las especies es muy distinto, lo admito, pero incluso ahí hay momentos en que la Cultura da la impresión de opinar que los contactos y la mezcla entre especies distintas no sólo son algo permisible sino deseable…, y a veces hasta parecen elevarla a la categoría de obligación. Zakalwe…, ¿quién puede afirmar sin lugar a dudas que ésa es la postura correcta?
—Oh, claro, y la razón que justifica la guerra es… ¿hacer un poquito más respirable la atmósfera? —preguntó él mientras inspeccionaba el casco.
—No, Cheradenine. Estoy intentando sugerir que la Cultura quizá no sea tan objetiva como cree, y que en tal caso sus estimaciones sobre las probabilidades de que la guerra se generalice quizá no sean muy dignas de confianza.
—Tsoldrin, ya hay conflictos a pequeña o mediana escala en una docena de planetas distintos. La gente habla de la guerra en público. Hablan de cómo evitarla o de cómo se podría limitar o del porqué es imposible que haya una guerra a gran escala, pero… La guerra está cada vez más cerca. Es algo que se huele en el aire. Deberías ver los noticiarios, Tsoldrin. Si estuvieras más al corriente de las noticias sabrías que tengo razón.
—Bueno, puede que la guerra sea inevitable —dijo Beychae. Volvió la cabeza hacia las llanuras y colinas boscosas que se extendían alrededor del observatorio—. Quizá sea una mera cuestión de… tiempo.
—Paparruchas —replicó él. Su tono de voz hizo que Beychae alzara la cabeza y le contemplara con expresión sorprendida—. Hay un refrán que dice «La guerra es un acantilado muy alto». Puedes no acercarte a él, puedes caminar junto al borde todo el tiempo que quieras mientras no te fallen los nervios e incluso puedes decidir saltar al vacío, y si caes un trecho no muy largo y tienes la suerte de aterrizar en una cornisa puedes volver arriba trepando sin que te haya ocurrido nada grave. Siempre hay donde escoger, salvo en el caso de la invasión pura y simple e incluso en ese caso lo normal es que se te haya pasado algo por alto antes. Sí, incluso en ese caso hubo un momento en el que podrías haber seguido un camino distinto que habría evitado la invasión… Te aseguro que aún tenéis donde escoger. La guerra no es inevitable.
—Zakalwe… —dijo Beychae—. Me sorprendes. Creía que tú…
—¿Creías que estaría a favor de la guerra? —preguntó él. Se incorporó y sonrió con cierta melancolía mientras ponía una mano sobre el hombro del anciano—. Me temo que llevas demasiado tiempo con la nariz enterrada en tus libros, Tsoldrin.
Fue hacia los instrumentos de piedra y los dejó atrás. Beychae contempló el casco que se había quitado, acabó poniéndose en pie y le siguió.
—Tienes razón, Zakalwe. Llevo mucho tiempo alejado del flujo de los acontecimientos. Admito que probablemente no conozco ni a la mitad de las personas que ocupan posiciones de poder, cuáles son los temas que se están debatiendo o el equilibrio exacto de las distintas alianzas, pero… Bueno, si la Cultura piensa que es capaz de alterar lo que va a suceder puede que la situación no sea tan desesperada como parece, ¿verdad?
Giró sobre sí mismo y se encaró con el anciano.
—Tsoldrin, la verdad es que no lo sé. ¿Crees que no me he devanado los sesos pensando en ello? Sigues siendo un símbolo y puede que eso baste para cambiar la situación, y puede que todo el mundo esté deseando encontrar una excusa que les evite tener que pelear. Si aparecieras de pronto quizá les proporcionases esa excusa que andan buscando. Puede que esa especie de regreso de entre los muertos y el que no hayas tomado parte en los últimos acontecimientos sirva para que todas las partes lleguen a un compromiso que les permita salvar la cara.
»Y también es posible que la Cultura opine que una guerra corta a pequeña escala sea una buena idea, e incluso es posible que sepa que no puede hacer nada para evitar la guerra a gran escala, pero esté convencida de que debe dar la impresión de que hace algo para evitarla aun sabiendo que no servirá de nada para que luego todos puedan preguntarse: “¿Por qué no hicisteis esto o aquello o lo de más allá?”. —Se encogió de hombros—. Nunca intentes ser más retorcido que la Cultura, Tsoldrin, por no hablar de Contacto y mucho menos de Circunstancias Especiales…
—Tú haces lo que te ordenan.
—Y me pagan muy bien a cambio.
—Pero en el fondo estás convencido de que luchas a favor de los buenos, ¿verdad, Cheradenine?
Miró al anciano y sonrió. Tomó asiento sobre un plinto de piedra y balanceó las piernas hacia adelante y hacia atrás.
—Tsoldrin, no tengo ni la más mínima idea de si son los buenos o no. Parece que son los buenos, desde luego, pero… ¿quién puede asegurar que la apariencia y la realidad sean la misma cosa? —Frunció el ceño y contempló las colinas que se perdían en el horizonte—. Nunca les he visto actuar de forma cruel, ni tan siquiera cuando tenían excusa para hacerlo, y admito que a veces eso hace que parezcan fríos y calculadores, pero… —Volvió a encogerse de hombros—. Pero hay personas que te dirán que los dioses malos son precisamente aquellos que tienen los rostros más hermosos y las voces más melodiosas. Mierda… —murmuró, y saltó de la mesa de piedra. Fue hacia la balaustrada que marcaba los límites del viejo observatorio y contempló los primeros tonos rojizos que empezaban a manchar el cielo. Faltaba una hora para el anochecer—. Cumplen sus promesas y no hay nadie que pague más generosamente que ellos. No he podido encontrar jefes mejores, Tsoldrin.
—Eso no significa que debamos permitir que decidan cuál va a ser nuestro destino.
—¿Prefieres dejar la decisión en manos de esos capullos decadentes de la Gobernación?
—Al menos están metidos hasta el cuello en esta situación, Zakalwe. Para ellos es algo más que un juego y…
—Oh, creo que se lo toman precisamente como un juego. La diferencia entre ellos y las Mentes de la Cultura está en que esos capullos no son lo bastante listos para tomarse en serio los juegos. —Tragó una honda bocanada de aire y vio como el viento agitaba las ramas que había debajo de ellos arrancando unas cuantas hojas—. Tsoldrin… No me digas que has decidido luchar en el otro bando.
—Los bandos siempre fueron bastante extraños —replicó Beychae—. Todos decíamos querer lo mejor para el Sistema y creo que la mayoría de nosotros éramos sinceros cuando hacíamos esa afirmación, y seguimos queriendo lo mejor para el Sistema, pero… Ya no estoy muy seguro de qué es lo mejor. A veces creo que sé demasiado, que he estudiado y aprendido demasiado y que tengo la cabeza demasiado llena de recuerdos. Tengo la impresión de que tus acciones no influyen demasiado sobre el resultado final. Es como el polvo que se va sedimentando por sí solo, ¿me entiendes? Sea cual sea la maquinaria que llevamos dentro y que nos impulsa a actuar siempre acaba poniendo el mismo peso en cada sitio y eso te permite ver lo bueno y lo malo que hay en cada bando, y siempre hay argumentos y precedentes para cada curso de acción posible y… Naturalmente, al final acabas cruzándote de brazos y no haces nada. Puede que sea la mejor solución. Puede que sea exactamente lo que desea la evolución. Quizá debamos dejar el campo libre a las mentes más jóvenes y ágiles y a quienes son lo bastante valientes para actuar.
—De acuerdo, así que al final todo acaba quedando más o menos equilibrado. Sí, todas las sociedades son así… La mano paralizante del anciano y la del joven impulsivo se mezclan y se confunden. Es un fenómeno que trabaja a través de las generaciones o mediante la estructura de las instituciones aprovechando los cambios que sufren e incluso el que sean sustituidas por otras, pero los Humanistas combinan lo peor de los dos enfoques. Ideas viejas, ridículas y totalmente desacreditadas apoyadas por la manía belicosa del adolescente… Es un auténtico montón de mierda, Tsoldrin, y tú lo sabes. Nadie intenta discutir que te has ganado el derecho a vivir en paz, pero eso no impedirá que te sientas culpable cuando llegue lo peor…, y observa que he dicho «cuando llegue», no «si llega». Te guste o no dispones de un cierto poder, Tsoldrin, y la inacción ya es una forma de pronunciarse. ¿Es que no lo comprendes? ¿Qué valor tiene toda tu erudición y todo lo que has aprendido y estudiado si no te acaba llevando a la sabiduría, y qué es la sabiduría sino la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo y el ser consciente de lo que debes hacer en una situación determinada? Tsoldrin, en esta civilización hay personas para las que eres una especie de dios…, te guste o no, vuelvo a repetirlo. Si no haces nada esas personas tendrán la sensación de que las has abandonado. Sucumbirán a la desesperación y… ¿Quién podrá culparles?
Extendió las manos en un vago gesto de resignación y acabó poniéndolas sobre el parapeto de piedra mientras clavaba los ojos en la creciente oscuridad del cielo. Beychae no dijo nada.
Decidió darle un poco más de tiempo para que pensara en sus palabras y se volvió hacia los extraños instrumentos de piedra dispersos por la explanada.
—Un observatorio, ¿eh?
—Sí —dijo Beychae después de un momento de vacilación, y acarició uno de los plintos de piedra con una mano—. Los especialistas creen que hace cuatro o cinco mil años fue un cementerio sagrado que acabó adquiriendo alguna clase de significado astrológico. Después quizá lo utilizaron para predecir los eclipses mediante las lecturas astronómicas tomadas desde aquí, y el Imperio Vrehid acabó construyendo este observatorio para estudiar los movimientos de las lunas, planetas y estrellas. Hay relojes de agua y de sol, sextantes, diales planetarios y astrolabios parciales, y también hay algunos sismógrafos rudimentarios o, por lo menos, aparatos que permiten averiguar la dirección seguida por las ondas sísmicas.
—¿Tenían telescopios?
—No eran demasiado buenos, y sólo dispusieron de ellos durante la década anterior al derrumbe del Imperio. Los resultados que obtuvieron de los telescopios les dieron muchos dolores de cabeza. Estaban en contradicción con lo que ya sabían o creían saber.
—Sí, ya me lo imagino… ¿Qué es eso?
Señaló un plinto encima del que había un cuenco de metal oxidado con una especie de aguja colocada sobre el centro.
—Creo que es una brújula —dijo Beychae, y sonrió—. Funciona mediante campos.
—¿Y esto? Parece el tocón de un árbol. —Acababa de señalar un cilindro con la punta un poco ahusada que medía algo menos de un metro de altura y casi dos metros de anchura—. Hmmm…, es de piedra —dijo después de darle unos golpecitos con una mano.
—¡Ah! —exclamó Tsoldrin, y fue hacia él—. Bueno, si es lo que creo que es… Originalmente era un tocón de árbol, desde luego. —Pasó una mano sobre la superficie de piedra y se inclinó para examinar el borde—. Ya hace mucho que se petrificó, pero… Mira, aún se pueden distinguir los anillos de la madera.
Se acercó un poco más al anciano, se inclinó sobre la piedra gris para aprovechar al máximo los ya bastante débiles rayos de sol y se dio cuenta de que Beychae tenía razón. Los anillos que habían ido indicando el crecimiento de aquel árbol que llevaba tanto tiempo muerto resultaban claramente visibles. Se inclinó un poco más, se quitó un guante del traje y acarició la superficie del cilindro de piedra con las yemas de los dedos. El paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas habían producido un efecto desigual sobre la superficie, y los anillos de la madera convertida en piedra eran tangibles aparte de visibles. Las yemas de sus dedos podían sentir las diminutas irregularidades y surcos que había debajo de ellos captándolos como si fuesen las huellas dactilares de un dios de piedra inmensamente poderoso.
—Tantos años… —jadeó.
Puso la mano sobre el centro del tocón y fue deslizándola lentamente hacia el borde. Beychae no dijo nada.
Cada año había traído consigo un anillo completo y el espacio existente entre cada anillo y el siguiente revelaba si el año había sido malo o bueno, y cada anillo era una afirmación completa, sellada y hermética. Cada año era como una parte de una frase, cada anillo un grillete encadenado al pasado que lo mantenía prisionero…, cada anillo era un muro, una prisión. Una frase atrapada en la madera y, ahora, en la piedra, una frase congelada dos veces y doblemente sentenciada, primero para un período de tiempo inimaginable y luego para otro igualmente inimaginable. Deslizó un dedo a lo largo de la sucesión de anillos y fue experimentando el contacto de lo que parecía una hoja de papel tensada sobre las irregularidades de una gran roca.
—Esto no es más que la tapa —dijo Beychae desde el otro lado del cilindro. Se había acuclillado y parecía estar buscando algo en uno de los flancos de aquel enorme tocón de piedra—. Tendría que haber…, ah. Ya lo he encontrado. Supongo que no podremos levantarla, claro está, pero…
—¿La tapa? —preguntó él. Volvió a ponerse el guante y fue hacia Beychae—. ¿La tapa de qué?
—Debajo hay una especie de rompecabezas con el que se distraían los Astrónomos Imperiales cuando la visibilidad no era demasiado buena —replicó Beychae—. Mira, ¿ves esa oquedad?
—Un momento —dijo él—. ¿Te importaría retroceder un poquito?
Beychae dio un paso hacia atrás.
—Zakalwe, se supone que hacen falta cuatro hombres robustos para levantarla…
—La fuerza que es capaz de generar este traje excede con mucho a la de cuatro hombres, aunque equilibrar la tapa quizá resulte un poco… —Había encontrado dos oquedades en la piedra—. Orden al traje, fuerza normal al máximo.
—¿Tienes que darle órdenes verbales? —preguntó Beychae.
—Sí —dijo él. Flexionó los músculos y uno de los lados de la tapa de piedra se levantó unos centímetros. La diminuta explosión de polvo que se produjo bajo la suela de una bota del traje anunció que un guijarro atrapado entre el suelo y la bota había decidido renunciar a la existencia—. Con este modelo sí. Tienen modelos en los que sólo hace falta pensar lo que quieres que hagan, pero… —Siguió levantando la tapa mientras desplazaba una pierna para mover su centro de gravedad y continuaba luchando con el peso—…, pero nunca me gustó demasiado la idea de que sólo hiciera falta pensar.
Alzó toda la tapa del tocón petrificado por encima de su cabeza y caminó con bastante torpeza hasta otra mesa de piedra acompañado por el crujir de la gravilla que reventaba bajo sus pies. Se inclinó, fue moviendo la tapa de piedra a un lado hasta que ésta quedó apoyada sobre la mesa y volvió al tocón. Cometió el error de dar una palmada y el sonido resultante fue tan ruidoso como el de la detonación de un arma de fuego.
—Ooops… —Sonrió—. Orden al traje, desconecta la fuerza.
La tapa de piedra había ocultado un cono no muy profundo que parecía haber sido tallado de la misma materia petrificada del tocón. Se inclinó sobre el cono y pudo ver que el interior también estaba lleno de señales, un anillo de crecimiento detrás de otro.
—Muy astutos —dijo sintiendo una leve desilusión.
—No lo estás mirando de la forma correcta, Cheradenine —dijo Beychae—. Acércate un poco más.
Le hizo caso y se inclinó unos centímetros más sobre el cono.
—Supongo que no debes de tener a mano ningún objeto esférico que no sea muy grande, ¿verdad? —preguntó Beychae—. Algo como…, un cojinete, por ejemplo.
—¿Un cojinete? —exclamó él mirándole fijamente con cara de perplejidad.
—¿No llevas ninguno encima?
—Creo que si te tomaras la molestia de averiguarlo descubrirías que en la mayoría de sociedades los cojinetes no duran mucho fuera de las salas donde hay temperaturas que permiten la superconducción, así que en el tipo de tecnología que utiliza este traje aún tendrían menos utilidad… A no ser que te dediques a la arqueología industrial y estés intentando mantener en funcionamiento alguna máquina antigua, claro. No, no tengo a mano ningún cojinete… —Se inclinó un poco más sobre el cono abierto en la roca—. Hay ranuras.
—Exactamente.
Beychae sonrió.
Alzó la cabeza hacia el anciano, retrocedió un par de pasos e intentó considerar el cono como un todo.
—¡Es un laberinto!
Laberinto… En el jardín había un laberinto. Acabaron conociéndolo tan bien que dejó de interesarles y sólo lo utilizaban cuando recibían la visita de niños de otras familias que venían a pasar el día en la gran casa porque bastaba con meterles dentro del laberinto para que estuvieran perdidos durante horas.
—Sí —dijo Beychae asintiendo con la cabeza—. Empezaban con cuentas de colores o con guijarros e intentaban ir llegando lo más cerca posible del borde. —Se acercó al tocón—. Hay quien afirma que existe una forma de convertirlo en un juego. Bastaría con pintar líneas que dividieran cada anillo en segmentos, y después de hacer eso se podrían utilizar puentecillos de madera y piezas de bloqueo para facilitar tu avance o impedir el de tus rivales. —Cada vez estaba más oscuro, y Beychae entrecerró los ojos—. Hmmm… Supongo que la pintura debe de haberse borrado con el tiempo.
Contempló los centenares de surcos diminutos que cubrían la superficie del cono —«Parece el modelo en miniatura de un volcán», pensó—, y sonrió. Suspiró, echó un vistazo a la pantallita incrustada en una muñeca del traje y volvió a probar suerte con el botón que enviaba la señal de emergencia. No obtuvo contestación.
—¿Estás intentando ponerte en contacto con la Cultura?
—Mmm —dijo Zakalwe volviendo a concentrar su atención en el laberinto petrificado.
—¿Qué te ocurrirá si los de Gobernación nos encuentran primero? —preguntó Beychae.
—Oh… —Se encogió de hombros y fue hacia la balaustrada junto a la que habían estado unos minutos antes—. Lo más probable es que no me ocurra nada demasiado desagradable. No creo que se limiten a volarme la cabeza… Supongo que querrán empezar interrogándome, lo cual debería hacer que la Cultura tuviera tiempo más que suficiente para sacarme del atolladero ya fuese negociando o usando sus recursos tecnológicos. No te preocupes por mí. —Miró a Beychae y sonrió—. Diles que te obligué a venir conmigo. Yo diré que te aturdí y te metí dentro de la cápsula, así que… No te pongas nervioso. Lo más probable es que te dejen volver a tus estudios sin molestarte.
—Bueno… —dijo Beychae y fue hacia la balaustrada—. Mis estudios eran una especie de construcción muy delicada, Zakalwe. Servían para mantener intacto ese desinterés que he desarrollado tan cuidadosamente a lo largo de los últimos años. Puede que volver a ellos después de esa…, de esa interrupción tan exuberantemente violenta que has protagonizado no me resulte tan fácil como crees.
—Ah. —Intentó no sonreír. Contempló los árboles durante unos momentos y acabó clavando la mirada en los guantes del traje observándolos con tanta atención como si estuviera comprobando que no faltaba ningún dedo—. Sí, claro… Oye, Tsoldrin, yo… Lo lamento… Me refiero a lo de tu amiga.
—Yo también lo lamento —dijo Beychae en voz baja, y sonrió como si no estuviese muy seguro de cuál debía ser su reacción—. Me sentía feliz, Cheradenine. No me había sentido feliz desde hacía…, bueno, te aseguro que llevaba mucho tiempo sin ser feliz, el suficiente para que la sensación me resultara muy agradable. —Permanecieron en silencio durante unos momentos observando el sol que se estaba ocultando detrás de las nubes—. ¿Estás seguro de que era una de ellos? Quiero decir… ¿Estás totalmente seguro?
—Más allá de cualquier duda razonable, Tsoldrin. —Creyó ver el brillo de las lágrimas en los ojos del anciano y desvió la mirada—. Ya te he dicho que lo lamento.
—Espero que no sea la única forma posible de hacer sentir felices a los viejos o de que éstos puedan ser felices —murmuró Beychae—. Mediante el engaño, quiero decir…
—Quizá hubiese una parte que no era un engaño —dijo él—. Y, de todas formas, te aseguro que ser viejo ya no es lo que era antes. Yo soy viejo —le recordó a Beychae.
El anciano asintió, sacó un pañuelo de su bolsillo y se sonó ruidosamente.
—Sí, claro… Lo había olvidado. Qué extraño, ¿verdad? Cuando volvemos a encontrarnos con una persona a la que no habíamos visto desde hacía mucho tiempo siempre nos sorprende que se haya hecho mayor o que haya envejecido. Pero cuando te vi… Bueno, no habías cambiado en lo más mínimo, y estar junto a ti… hizo que me sintiera muy viejo, Cheradenine. Me sentí injusta e injustificablemente viejo…
—Te aseguro que he cambiado, Tsoldrin. —Sonrió—. Pero… No, no he envejecido. —Clavó la mirada en el rostro de Beychae—. Si se lo pidieras te administrarían el tratamiento. La Cultura puede hacer que rejuvenezcas un poco y estabilizar tu edad cuando estés satisfecho con ella, y también cabe la posibilidad de que sigas envejeciendo pero muy despacio.
—¿Qué es esto, Zakalwe? ¿Un intento de soborno? —preguntó Beychae sonriendo.
—Eh, no era más que una idea… Y sería un pago, no un soborno. Y no te obligarían a someterte al tratamiento, eso por descontado. Pero… Bueno, todo esto son especulaciones puramente académicas. —Guardó silencio durante unos momentos y acabó señalando el cielo con la cabeza—. Son totalmente académicas, te lo aseguro… Se acerca una aeronave.
Tsoldrin alzó los ojos hacia las nubes rojizas del crepúsculo y no logró distinguir ninguna aeronave.
—¿Es de la Cultura? —preguntó con cautela.
—Tsoldrin, dadas las circunstancias… —dijo sonriendo—. Si puedes verla no es de la Cultura.
Giró sobre sí mismo, fue hacia donde había dejado el casco y se lo puso. El traje oscuro y el visor blindado erizado de sensores hicieron que su silueta cobrara un aspecto repentinamente inhumano. Beychae vio como sacaba una gran pistola de la funda lateral.
—Tsoldrin… —Su voz retumbó desde los altavoces incrustados en la parte delantera del traje mientras comprobaba los controles de la pistola—. Si estuviera en tu lugar volvería a la cápsula o echaría a correr buscando un escondite. —La silueta negra se volvió hacia Beychae. El casco hacía pensar en la cabeza de un gigantesco y temible insecto—. No voy a rendirme sin pelear, ¿entiendes? Obsequiaré a estos gilipollas con la mejor batalla de sus malditas vidas, y quizá sería mejor que estuvieras lo más lejos posible en cuanto empiece.
La nave medía ochenta kilómetros de longitud y su nombre era El tamaño no lo es todo. Su último medio de transporte había sido aún mayor que la nave, pero eso no tenía mucho mérito ya que se trataba de un iceberg en forma de meseta lo bastante grande para esconder a dos ejércitos y sus dimensiones no excedían en mucho a las del Vehículo General de Sistemas.
—¿Cómo os las arregláis para que estas cosas no se caigan a pedazos?
Estaba en un balcón contemplando una especie de valle en miniatura compuesto por unidades de acomodación. Cada terraza estaba cubierta de vegetación y todo el espacio disponible se hallaba surcado por un entrecruzamiento de pasarelas y puentes, y un arroyuelo corría por el fondo de la V. Había gente sentada en las mesas de los patios, tumbada encima de la hierba junto al arroyuelo o esparcida sobre los almohadones y divanes de los cafés y bares que salpicaban las terrazas. Un tubo de acceso suspendido sobre el centro del valle bajo el techo azul claro se alejaba serpenteando a cada lado hasta perderse en la lejanía siguiendo las ondulaciones del valle. Debajo del tubo ardía una línea de falsa luz solar que hacía pensar en una gigantesca tira de fluorescentes.
—¿Hmmm? —murmuró Diziet Sma deteniéndose junto a él con dos bebidas y entregándole una.
—Son demasiado grandes —dijo él.
Se volvió hacia la mujer. Había visto los espacios que llamaban «bodegas» donde construían las naves espaciales más pequeñas (en este caso «más pequeñas» significaba que medían algo más de tres kilómetros de longitud), unos gigantescos hangares de paredes muy delgadas y un techo que parecía no estar sostenido por nada visible. Había estado cerca de los inmensos motores, que por lo poco que había logrado entender eran masas sólidas a las que no se podía acceder (¿cómo era posible eso?), y que estaba claro pesaban muchísimo. Descubrir que en toda aquella nave colosal no había ninguna sala de control, puente de mando o cubierta de vuelo hizo que se sintiera extrañamente amenazado, y la revelación de que sólo había tres Mentes —al parecer las Mentes eran una especie de ordenadores muy sofisticados— que lo controlaban todo (¡¿qué?!) no le tranquilizó demasiado.
Y ahora estaba descubriendo dónde vivía la gente, pero todo era demasiado grande y parecía demasiado frágil, especialmente si se suponía que la nave iba a acelerar hasta las velocidades que Sma afirmaba que alcanzaría. Se volvió hacia ella y meneó la cabeza.
—No lo entiendo… ¿Qué impide que se haga pedacitos?
Sma sonrió.
—Piensa, Cheradenine… Los campos, ¿qué va a ser si no? Todo se hace mediante campos de fuerza. —Alargó una mano hacia su rostro y le acarició una mejilla como queriendo borrar su expresión de perplejidad y preocupación—. No pongas esa cara, y no intentes comprenderlo todo demasiado deprisa. Ya lo irás absorbiendo poco a poco. Pasea por la nave y piérdete en ella durante unos días. Vuelve cuando quieras.
Decidió hacerle caso. La inmensa nave era un océano encantado en el que no había forma alguna de ahogarse, y se sumergió en él intentando comprender si no a la nave por lo menos a las personas que la habían construido.
Pasó días enteros caminando deteniéndose en algún bar o restaurante cada vez que se sentía hambriento, tenía sed o se encontraba cansado. La mayoría de locales estaban automatizados y el servicio corría a cargo de bandejitas que flotaban por el aire, aunque había algunos atendidos por seres humanos. Cuando hubo visto a unos cuantos pensó que no parecían tanto camareros como clientes a los que se les había ocurrido echar una mano durante un rato.
—Oh, claro, ya sé que no hay ninguna razón que me obligue a hacer esto —dijo un hombre de mediana edad mientras limpiaba meticulosamente la mesa con un paño húmedo. Cuando hubo terminado metió el paño en una bolsita que colgaba de su cintura y tomó asiento a su lado—. Pero, mira… Esta mesa ha quedado limpísima, ¿no?
Tuvo que admitir que así era.
—Normalmente mi área de trabajo son las religiones alienígenas —dijo—. No te ofendas, ¿eh? Énfasis Direccional en la Observancia Religiosa, ésa es mi especialidad…, cosas como el porqué los templos, las tumbas o las plegarias siempre tienen que estar situados o formularse mirando hacia una dirección determinada, ¿comprendes? Bueno, lo que hago es catalogar, evaluar y comparar. Voy construyendo teorías y las discuto con colegas de aquí y de muchos otros lugares, pero… Es un trabajo que no se acaba nunca. Siempre surgen nuevos ejemplos e incluso los antiguos van siendo reevaluados continuamente, y aparecen nuevas personas con nuevas ideas sobre lo que creías ya estaba definitivamente aclarado, pero… —Golpeó la mesa con la palma de la mano—. Cuando limpias una mesa limpias una mesa. Sientes que has hecho algo. Es un logro que puedes tocar.
—Pero al final lo que has hecho sigue reduciéndose a haber limpiado una mesa.
—¿Y, por lo tanto, crees que limpiar una mesa carece de un auténtico significado dentro del flujo cósmico de los acontecimientos? —sugirió el hombre.
Su sonrisa era tan contagiosa que no le quedó más remedio que responder con otra.
—Bueno… Sí.
—Pero si lo piensas bien, ¿hay algo que posea esa clase de significado? Mi otro trabajo, por ejemplo… ¿Crees que es realmente importante? Podría tratar de componer piezas musicales maravillosas o dramas que durasen un día entero, pero… ¿qué conseguiría con eso? ¿Proporcionar placer a los demás? Limpiar esta mesa me ha proporcionado un auténtico placer, y la gente que viene aquí se encuentra con una mesa limpia lo cual les proporciona placer y hace que se sientan a gusto. Y, de todas formas… —El hombre se rió—. Los seres humanos mueren; las estrellas mueren; los universos mueren… ¿A qué se reduce cualquier logro por grande que fuera en cuanto el mismo tiempo ha muerto? Naturalmente, si me limitara a limpiar mesas opinaría que esa labor es una forma mezquina y despreciable de malgastar el inmenso potencial de mi cerebro, pero he limpiado esta mesa porque quería hacerlo y limpiarla ha servido para proporcionarme placer y hacer que me sintiera bien. Y… —añadió el nombre con una sonrisa— es una buena forma de conocer gente. Bien… ¿de dónde eres?
Hablaba continuamente con la gente, y la mayoría de sus conversaciones se desarrollaban en los bares y las cafeterías. La sección de acomodación del VGS parecía estar dividida en varios tipos de configuración distintos. Los valles (o los zikkuraths, si preferías pensar en ellos dándoles ese nombre) parecían ser la más común, aunque incluso dentro de esa configuración había distintas variedades.
Comía cuando tenía hambre y bebía cuando tenía sed, y en cada ocasión probaba un plato o una bebida distintos de los que ofrecían aquellos menús asombrosamente complicados, y cuando quería dormir —cuando toda la nave iba entrando poco a poco en el ciclo del crepúsculo teñido de rojo y la intensidad de la luz desprendida por las tiras del techo iba disminuyendo lentamente— lo único que debía hacer era dirigirse a cualquier unidad y pedirle que le indicara dónde estaba la habitación vacía más próxima. Todas las habitaciones tenían más o menos el mismo tamaño y aun así cada una resultaba levemente distinta a las demás. Algunas eran muy sencillas, y otras estaban muy adornadas. Los elementos básicos siempre estaban allí, y comprendían la cama —a veces se trataba de un objeto físico como los que estaba acostumbrado a utilizar, a veces era una de sus extrañas camas de campos—, un sitio donde lavarse y evacuar los excrementos, armarios, compartimentos para guardar los efectos personales, una falsa ventana, una de las múltiples variedades de pantallas holográficas que había a bordo del VGS y una terminal que permitía entrar en conexión con el resto de la red de comunicaciones tanto de a bordo como de fuera del VGS. La primera noche que pasó en una de esas habitaciones sintonizó uno de sus entretenimientos sensoriales en conexión directa, y lo único que necesitó hacer para ello fue tumbarse en la cama y activar el aparato que había debajo de la almohada.
Aquella noche no llegó a dormir. Se convirtió en un osado príncipe pirata que había renunciado a su título nobiliario para ponerse al frente de una valerosa tripulación y enfrentarse a los navíos de un terrible imperio que se dedicaban al tráfico de esclavos yendo y viniendo por entre las islas repletas de especias y tesoros. Sus veloces y diminutas embarcaciones se movían como rayos entre los torpes y lentos galeones destrozándoles el velamen con la metralla de sus cañones. Echaban el ancla junto a la orilla las noches sin luna para atacar los inmensos castillos-prisión liberando alegres multitudes de cautivos, e incluso tuvo ocasión de librar un duelo a espada con el jefe de los torturadores del malvado gobernador. Su enemigo acabó precipitándose desde la torre más alta del castillo. La alianza con una bella pirata engendró una relación de tipo más personal, y un osado rescate de un monasterio situado en las montañas cuando fue capturada…
Emergió de aquel ensueño fantástico después de lo que habían sido semanas enteras de tiempo comprimido. Una parte de su mente siempre había sido consciente de que nada de todo aquello era real, pero ésa parecía ser la propiedad menos importante de la aventura. Cuando salió de ella —y se sorprendió al descubrir que no había llegado a eyacular durante alguno de los episodios eróticos más profundamente convincentes—, descubrió que sólo había transcurrido una noche, que estaba amaneciendo y que había compartido aquella historia tan extraña con otras personas. Al parecer todo había sido una especie de juego, y unos cuantos jugadores le habían dejado mensajes pidiéndole que se pusiera en contacto con ellos y explicándole lo mucho que habían disfrutado jugando en su compañía. Se sintió extrañamente avergonzado, y no respondió a ninguno de los mensajes.
Las habitaciones en las que dormía siempre tenían algún sitio para sentarse, ya fueran extensiones de campos, unidades amoldables a la pared, auténticos sofás y —a veces— sillas de lo más normal y corriente. Siempre que encontraba sillas las sacaba al pasillo o a la terraza.
Era lo único que podía hacer para mantener alejados los recuerdos.
—No —dijo la mujer en la Bodega Principal—. No funciona así…
Estaban en una nave estelar a medio construir, en el centro de lo que acabarían siendo los motores, observando como una gigantesca unidad de campo giraba por los aires alejándose del espacio de ingeniería y construcción situado debajo de la bodega propiamente dicha para ascender hacia el cuerpo esquelético de la Unidad General de Contacto. Unos remolcadores diminutos empezaron a maniobrar la unidad de campo acercándola hacia donde estaban.
—¿Quieres decir que no importa?
—No demasiado —dijo la mujer. Pulsó un botón de un pequeño cilindro que llevaba en la mano y habló como si se dirigiera a su hombro—. Yo me encargo.
La unidad de campo ya casi estaba encima de ellos y no tardaron en quedar debajo de la zona de sombra que proyectaba. La observó con mucha atención, pero le pareció que no era más que otro pedazo de materia sólida como los que había visto antes. Era de color rojo, y su masa contrastaba con la lustrosa negrura del Bloque Inferior del Motor Principal que tenían debajo de los pies. La mujer manipuló el cilindro guiando el inmenso bloque rojo hacia abajo. Dos personas situadas a veinte metros de ellos se encargaban de controlar el otro extremo de la unidad.
—El problema es que incluso cuando las personas enferman y mueren jóvenes siempre les sorprende que hayan enfermado —dijo la mujer mientras observaba el lento descenso de aquel gigantesco ladrillo rojo—. ¿Cuántas personas sanas crees que se levantan por la mañana y se dicen «¡En, hoy me encuentro bien!» a menos que hayan acabado de pasar por alguna enfermedad realmente seria? —Se encogió de hombros y pulsó otro botón del cilindro. La unidad de campo siguió bajando hasta quedar suspendida unos dos centímetros por encima de la superficie del motor—. Alto —dijo la mujer en voz baja—. Inercia reducida a cinco. Comprobar. —Una línea luminosa empezó a parpadear sobre la superficie del bloque motriz. La mujer puso una mano sobre el bloque y empujó. El bloque se movió—. Abajo muy despacio —dijo, y colocó el bloque en su sitio—. Sorzh, ¿todo bien? —preguntó.
No pudo oír la contestación, pero la expresión del rostro de la mujer le dejó claro que ella sí la había oído.
—De acuerdo. En posición, y todo va bien. —Los remolcadores pusieron rumbo hacia la zona de ingeniería y construcción, llegaron a ella y volvieron a iniciar el ciclo. La mujer alzó la cabeza para observarlos—. ¿Sabes qué ha ocurrido? Que la realidad ha decidido que ya iba siendo hora de comportarse tal y como se habían comportado siempre esas personas, así que… No, recuperarse de una enfermedad no hace que experimentes ninguna sensación maravillosa de alegría y liberación. —Se rascó una oreja—. Salvo cuando piensas en ello, quizá… —Sonrió—. Supongo que cuando estaba en la escuela, cuando vi cómo vivía la gente y cómo siguen viviendo los alienígenas…, entonces realmente cobras conciencia de todo ello y supongo que es algo de lo que nunca llegas a olvidarte del todo, pero no pierdes mucho tiempo pensando en ese tipo de cosas.
Cruzaron la llanura negra de aquella sustancia totalmente lisa y desprovista de señales o muescas. («Ah —había dicho la mujer cuando él hizo un comentario al respecto—, échale un vistazo al microscopio. ¡Es magnífico! Y, de todas formas, ¿qué esperabas? ¿Palancas? ¿Engranajes? ¿Cubas inmensas repletas de sustancias químicas?»)
—Supongo que las máquinas podrían construirlas más deprisa, ¿no? —le preguntó mientras contemplaba el cascarón que se convertiría en una nave estelar.
—¡Oh, por supuesto! —exclamó ella, y se rió.
—Entonces, ¿por qué no permitís que sean ellas quienes las construyan?
—Porque construirlas resulta muy divertido. Cuando ves uno de estos monstruos cruzando esas puertas por primera vez dirigiéndose hacia el espacio con trescientas personas a bordo, todos los sistemas funcionando perfectamente y su Mente feliz y satisfecha piensas que tú has ayudado a construirlo. El hecho de que una máquina pudiera haberla construido más deprisa no altera el hecho de que fuiste tú quien construyó la nave.
—Hmmm —dijo él.
(Aprende a trabajar la madera o los metales. Eso no te convertirá en un carpintero o en un herrero, de la misma forma que saber escribir no te convertirá en un oficinista.)
—Bueno, puedes soltar todos los «hmmmms» que te apetezcan —dijo la mujer. Fueron hacia un holograma traslúcido de la nave a medio construir. Unos cuantos obreros estaban junto a él señalando distintos puntos del modelo y hablando—. Pero… ¿has nadado por debajo del agua o has practicado el vuelo sin motor?
—Sí —dijo él.
La mujer se encogió de hombros.
—Los peces nadan mucho mejor que nosotros, y jamás volaremos tan bien como los pájaros. ¿Hemos renunciado a nadar o a volar en planeadores por eso?
—Supongo que no —murmuró él sonriendo.
—Y tu suposición es correcta —dijo la mujer—. ¿Y por qué? —Sonrió y le contempló en silencio durante unos momentos—. Porque resulta divertido. —Volvió la cabeza hacia el modelo holográfico de la nave. Uno de los obreros la llamó y señaló una parte del modelo—. ¿Quieres disculparme? —dijo volviéndose hacia él.
Él asintió y dio un paso hacia atrás.
—Seguid construyendo buenas naves.
—Gracias. Lo intentaremos.
—Oh, por cierto… —dijo él—. ¿Cómo se llamará?
—Su Mente desea llamarse Dulce y llena de gracia. —La mujer se rió, y fue a hablar con los demás.
Les observó practicar sus numerosos y complicados deportes y probó suerte en algunos, pero la inmensa mayoría le resultaban sencillamente imposibles de comprender. Nadaba mucho. Las piscinas y los complejos de diversiones acuáticas parecían ser una de sus diversiones favoritas, y casi todos los que acudían a ellos nadaban desnudos, cosa que le resultaba un poquito embarazosa. Algún tiempo después descubrió que había zonas enteras —¿aldeas, áreas, distritos? No estaba muy seguro de cuál era la palabra adecuada— donde la gente jamás llevaba ropa, sólo adornos corporales. Le sorprendió ver lo deprisa que podía acostumbrarse a aquella conducta, pero jamás llegó a participar del todo en ella.
Necesitó algún tiempo para darse cuenta de que no todas las unidades que veía —las variedades existentes en su diseño eran mucho más aparatosas que las diferencias en la fisiología de los seres humanos con que se encontraba— pertenecían a la nave y que, de hecho, casi ninguna era una extensión del VGS. Las unidades poseían sus propios cerebros artificiales (seguía teniendo tendencia a pensar en ellas como si fuesen simples ordenadores capaces de moverse), y también parecían poseer personalidades diferenciadas, aunque aún era algo escéptico respecto a ese punto.
—Si me das permiso para ello desearía exponerte un pequeño experimento mental —dijo la vieja unidad.
Estaban entreteniéndose con un juego de cartas donde la victoria dependía casi exclusivamente del azar, o eso le había asegurado la unidad. Se hallaban sentados —bueno, la unidad flotaba— bajo una arcada de piedra color rosa junto a una piscina. Los gritos de quienes se divertían con un complicado juego de pelota al otro extremo de la piscina se filtraban por entre los arbolillos y matorrales y llegaban hasta ellos.
—Olvida que los cerebros de las máquinas son artefactos que deben ser fabricados —dijo la unidad—. Piensa en la creación del cerebro de una máquina o un ordenador electrónico guiándote por la imagen de un cerebro humano. Se puede empezar con unas cuantas células, tal y como hace el embrión humano. Las células se multiplican y van estableciendo conexiones poco a poco. Basta con que sigas añadiendo nuevos componentes y hagas las conexiones relevantes, y si deseas seguir el desarrollo exacto de un ser humano a través de sus distintas etapas puedes ir estableciendo las mismas conexiones que se dan en su cerebro.
»Tendrías que limitar la velocidad de los mensajes transmitidos por esas conexiones a una fracción minúscula de su velocidad electrónica normal, naturalmente, pero eso no sería demasiado difícil, como tampoco lo sería hacer que esos componentes parecidos a las neuronas tuvieran un comportamiento interno idéntico al de sus equivalentes biológicos y dispararan sus propios mensajes guiándose por los distintos tipos de señales que recibieran. Todo eso resulta comparativamente sencillo de lograr… Ese incremento gradual de complejidad te permitiría imitar el desarrollo de un cerebro humano, y también podrías imitar sus emisiones y lo que sale de él. Un embrión puede tener la experiencia del sonido, el tacto e incluso de la luz dentro del útero, y tú podrías enviar señales similares a ese equivalente electrónico que estás desarrollando. Podrías fingir la experiencia del nacimiento y utilizar cualquier grado de estimulación sensorial preciso para engañar a tu artefacto naciéndole creer que estaba teniendo la experiencia de tocar, saborear, oler, oír y ver todo lo que tu ser humano real está en condiciones de conocer mediante sus sentidos (y, naturalmente, también podrías tomar la decisión de no engañarle y de proporcionarle la misma entrada de datos sensoriales genuinos y de una calidad idéntica a los que la personalidad humana estaba experimentando en cualquier momento dado).
»Bien, la pregunta que quiero hacerte es la siguiente… ¿Dónde está la diferencia? El funcionamiento de ambos cerebros es idéntico y responderán a los estímulos con un grado de correspondencia mayor que el que encontramos incluso en el caso de los gemelos monocigóticos. Teniendo en cuenta eso, ¿cómo podemos seguir llamando entidad consciente a uno y meramente máquina al otro?
»Zakalwe, tu cerebro está compuesto por materia que ha sido organizada para que forme un conjunto de unidades de proceso, almacenamiento y manejo de información. La evolución de esa materia ha sido regulada por tu herencia genética y por la bioquímica del cuerpo de tu madre primero y del tuyo posteriormente, así como por las experiencias que has ido viviendo desde poco tiempo después de tu nacimiento hasta el momento actual.
»Un ordenador electrónico también está compuesto de materia, pero la organización de esa materia es distinta. ¿Qué tiene de tan mágico el funcionamiento de las inmensas y lentas células del cerebro animal para que les permita autodeclararse conscientes y, al mismo tiempo, pueda negar una distinción similar a un artefacto más rápido y más refinado de un poder equivalente, o incluso a una máquina construida de tal forma que funcione con el mismo grado de lentitud y torpeza?
»¿Hmmm? —preguntó la máquina. Los campos de su aura se iluminaron con el color rosa que ya estaba empezando a identificar como su forma de expresar la diversión—. A menos que desees invocar la superstición, naturalmente… ¿Crees en los dioses?
—Nunca he tenido esa inclinación —dijo él, y sonrió.
—Bueno, entonces… ¿qué responderías? —preguntó la unidad—. Esa máquina a imagen humana de la que he estado hablando… ¿es consciente o no?
Bajó la mirada y estudió sus cartas.
—Estoy pensando en ello —dijo, y se rió.
A veces veía otros alienígenas (es decir, se percataba de que eran alienígenas cuando las diferencias resultaban lo bastante obvias e imposibles de pasar por alto. Estaba seguro de que algunos de los humanos con los que se encontraba cada día no eran gente de la Cultura, aunque no había forma de saberlo sin preguntárselo. Alguien que iba vestido como un salvaje o llevaba un atuendo que estaba claro no pertenecía a las modas de la Cultura podía haber decidido vestirse así sencillamente porque le apetecía o porque iba a una fiesta…, pero el VGS también albergaba miembros de especies obviamente distintas a la suya).
—¿Sí, joven? —dijo el alienígena.
Tenía ocho miembros, una cabeza esférica con dos ojos diminutos, un aparato vocal curiosamente parecido a una flor y un cuerpo casi esférico de gran tamaño cubierto por una fina capa de vello de color rojo y púrpura. Su voz estaba compuesta por los chasquidos que surgían de su boca y las vibraciones casi subsónicas que emitía su cuerpo, y el pequeño amuleto que colgaba alrededor de su cuello se encargaba de traducir lo que decía.
Le preguntó si podían hablar un rato y el alienígena le indicó que ocupara el asiento situado delante del suyo en la mesa de la cafetería junto a la que había pasado por casualidad cuando el alienígena estaba hablando de la sección de Circunstancias Especiales con un humano que se había marchado enseguida.
—Está dispuesto en capas —replicó el alienígena cuando le hizo su siguiente pregunta—. Un núcleo minúsculo de Circunstancias Especiales, un cascarón de Contacto y una ecosfera tan vasta como caótica que abarca todo lo demás. Es algo parecido a… ¿Vienes de un planeta?
Asintió. La criatura contempló su amuleto esperando que le tradujera el gesto que había utilizado —no se parecía mucho al que la Cultura definía con la palabra «asentimiento»—, y siguió hablando.
—Bueno, es como un planeta sólo que el núcleo es muy, muy pequeño, y la ecosfera es mucho más abigarrada y menos fácil de distinguir que la capa de atmósfera que envuelve a un planeta. Una gigante roja quizá fuese una comparación bastante más adecuada… Pero en última instancia lo indudable es que nunca llegarás a conocerles porque estarás en Circunstancias Especiales, igual que yo, y sólo podrás conocerles como la fuerza colosal e irresistible que está detrás de ti. Las personas como tú y como yo somos el filo. Con el paso del tiempo acabarás teniendo la sensación de ser un diente más en la sierra más enorme de toda la galaxia.
El alienígena cerró los ojos, agitó sus ocho miembros con una considerable energía y emitió un crujido con lo que le servía de boca.
—¡Ja, ja, ja! —dijo el amuleto sin demasiado entusiasmo.
—¿Cómo has sabido que tengo algún tipo de relación con Circunstancias Especiales? —preguntó él reclinándose en su asiento.
—¡Ah! Mi vanidad desearía que me limitara a afirmar que lo he adivinado, lo cual demostraría lo listo que soy, pero… Oí comentar que había un nuevo recluta a bordo —replicó el alienígena—, y también oí comentar que era un macho de tipo básicamente humano. Tú… desprendes el olor adecuado, si me permites utilizar esa expresión. Y aparte de eso… Bueno, has estado formulando las preguntas correctas.
—¿Y tú también trabajas en CE?
—Pronto llevaré diez años promedio trabajando para ellos.
—¿Crees que debería hacerlo? Me refiero a trabajar para ellos…
—Oh, sí. Supongo que siempre será mejor que lo que has abandonado, ¿verdad?
Se encogió de hombros mientras recordaba la ventisca y el hielo.
—Supongo que sí.
—Te gusta… luchar, ¿verdad?
—Bueno…, a veces —admitió él—. Dicen que se me da bastante bien, aunque yo aún no estoy muy convencido de que tengan razón.
—Nadie gana siempre, amigo mío —dijo la criatura—. Al menos no gracias a sus capacidades intrínsecas, y la Cultura no cree en la suerte o, por lo menos, no cree que la suerte sea transferible. Supongo que tu actitud debe gustarles. Je, je, je…
El alienígena siguió riendo durante unos momentos, pero el amuleto no emitió más sonidos.
—A veces creo que ser un buen soldado es una maldición terrible —siguió diciendo—. Trabajar para esas personas tiene una cosa buena, y es que te quita de encima una parte de la responsabilidad. —El alienígena se rascó, miró hacia abajo, extrajo algo de entre los pelitos que cubrían la zona donde se imaginaba que debía de estar su estómago y se lo comió—. Naturalmente, no debes esperar que te digan siempre la verdad… Puedes insistir en que siempre sean sinceros y en tal caso lo serán, pero entonces quizá no puedan utilizarte con la frecuencia que desearían. A veces les conviene que no sepas que estás luchando en el bando equivocado, ¿comprendes? Mi consejo sería que te limitaras a hacer lo que te pidan en cada ocasión. Eso permite que todo resulte mucho más emocionante.
—¿Trabajas con ellos porque te resulta emocionante?
—En parte, y en parte por el honor de mi familia. CE hizo algo por mi gente en una ocasión, y no podíamos permitir que nos despojaran de nuestro honor no aceptando nada a cambio. Trabajaré para ellos hasta que esa deuda haya quedado saldada.
—¿Y cuánto tiempo hará falta para eso?
—Oh, trabajaré para ellos toda mi vida —dijo la criatura mientras se reclinaba hacia atrás y hacía un gesto que él pensó podía traducirse como de sorpresa—. Hasta que muera, naturalmente… Pero ¿a quién le importa eso? Ya te he dicho que es divertido. Eh… —Golpeó la mesa con su cuenco de bebida para atraer la atención de una bandeja que pasaba flotando junto a ellos—. Tomemos otra copa y averigüemos quién se emborracha antes.
—Tú tienes más piernas. —Le miró y sonrió—. Creo que me caería antes.
—Ah, pero cuantas más piernas tienes peor puede ser el enredo.
—Cierto.
Siguió sentado delante del alienígena y esperó a que la bandeja les trajera otra ronda.
Estaban flanqueados por una pequeña terraza y el bar y por el vacío al otro lado. El VGS se prolongaba más allá de sus límites aparentes. Su casco estaba atravesado por una multitud de terrazas, balcones, pasarelas, ventanales y puertas abiertas. El navío propiamente dicho estaba envuelto en una gigantesca burbuja elipsoidal de aire cuyo interior contenía docenas de campos distintos, y por muy impalpables que fueran aquellos campos su presencia era la que creaba el auténtico casco del Vehículo.
Cogió su bebida de la bandeja y se volvió hacia la terraza con el tiempo justo de ver pasar un planeador de papel impulsado por un petardeante motor de combustión interna. Saludó al piloto con un gesto de la mano y meneó la cabeza.
—Por la Cultura —dijo alzando su bebida. El alienígena le imitó—. Por su absoluta e implacable falta de respeto hacia todo lo majestuoso y sublime.
—Brindo por eso —dijo el alienígena, y los dos bebieron.
Un rato después se enteró de que el alienígena se llamaba Chori, y descubrió que era una hembra gracias a una observación casual, lo que en aquel momento le pareció de lo más hilarante.
Despertó a la mañana siguiente con medio cuerpo debajo de una cascada en uno de los valles de la sección de acomodación. Alzó la mirada y vio a Chori agarrada con las ocho piernas a una barandilla cercana con la cabeza colgando hacia abajo. La hembra alienígena emitía un traqueteo rítmico que acabó decidiendo debía de ser el equivalente al ronquido en su especie.
La primera noche que pasó con una mujer pensó que la había matado. La mujer pareció alcanzar el clímax al mismo tiempo que él, pero unos segundos después sufrió lo que al principio creyó era alguna especie de ataque epiléptico. Empezó a gritar y le agarró convulsivamente. Una serie de ideas espantosas empezaron a pasarle por la cabeza, y la peor de todas era la de que pese a la aparente similitud fisiológica de su raza y de la especie fruto del mestizaje que había creado la Cultura debían de existir algunas diferencias terriblemente básicas entre la una y la otra, y durante unos momentos de horror pensó que su semen debía de estarla consumiendo por dentro igual que si fuera ácido. Era como si la mujer estuviese intentando romperle la espalda con los brazos y las piernas. Intentó liberarse de su presa y gritó su nombre preguntándole qué le ocurría, qué había hecho y qué podía hacer para ayudarla.
—¿Te ocurre algo malo? —jadeó ella.
—¿Qué? ¡A mí no me ocurre nada! Tú… ¿Qué te ocurre a ti?
Los hombros de la mujer ondularon en una especie de encogimiento y puso cara de perplejidad.
—Me he corrido, eso es todo. ¿Qué…? Oh. —Se llevó una mano a la boca y le contempló con los ojos muy abiertos—. Se me olvidó. Lo siento mucho. No eres… Oh, pobrecito. —Se rió—. Qué situación más embarazosa…
—¿Qué?
—Bueno, ya sabes que…, nosotros…, necesitamos…, hace falta más tiempo, ¿comprendes?
Hasta aquella experiencia no había creído que los rumores y comentarios sobre la fisiología alterada de la Cultura que habían ido llegando a sus oídos pudieran estar tan cerca de la verdad. No podía aceptar el que se hubiesen alterado a sí mismos hasta tales extremos. No había creído posible que hubiesen decidido prolongar esos momentos de placer, y mucho menos que llevaran dentro de sus cuerpos las glándulas capaces de producir todas esas drogas que podían aumentar la intensidad de casi cualquier experiencia (el sexo entre ellas).
Y ahora se daba cuenta de que era cierto y, pensándolo bien, de que tenía sentido. Sus máquinas podían hacerlo todo mucho mejor que ellos. La manipulación genética y la selección con vistas a crear superseres humanos más fuertes o más inteligentes habría sido una estupidez, ya que la eficiencia de sus unidades y Mentes medida en términos de materia y energía siempre sería mucho mayor de la que podrían conseguir tanto en un campo como en el otro. Pero el placer… Bueno, eso ya era otro cantar.
Si se dejaba aparte la experiencia del placer, ¿para qué podía servir un cuerpo humano?
Le pareció que esa tozudez tenía algo de admirable.
Volvió a abrazarla.
—Olvídalo —dijo—. Calidad, no cantidad… ¿Quieres que volvamos a intentarlo?
La mujer rió y le cogió la cara entre las manos.
—Dedicación al trabajo… Es una cualidad admirable en un hombre.
(El grito ahogado que había provocado aquel terrible encuentro en la casita de verano; «Hola, viejo amigo». Manos morenas sobre la palidez de las caderas…)
Pasó cinco noches yendo de un lado a otro, y que él supiera jamás volvió a un sitio en el que ya hubiera estado y no visitó dos veces la misma sección. Compartió tres de aquellas noches con tres mujeres distintas, y rechazó cortésmente a un joven que se le ofreció.
—¿Te vas encontrando un poco más a gusto, Cheradenine? —preguntó Sma.
Estaban nadando en una piscina, y Sma le llevaba un metro o dos de ventaja. Se puso de espaldas para observarle y él nadó lentamente hacia la mujer.
—Bueno, ya no intento pagar las consumiciones en los bares.
—Por algo se empieza, ¿no te parece?
—Es una costumbre que no me ha costado nada olvidar.
—No me extraña. ¿Y eso es todo?
—Bueno… Vuestras mujeres son muy simpáticas.
—Los hombres también.
Sma enarcó una ceja.
—La vida aquí parece… idílica.
—Quizá lo sea, siempre que te gusten las multitudes.
Miró a Sma, suspiró y observó el casi desierto complejo de piscinas y diversiones acuáticas en el que se encontraban.
—Sospecho que eso es relativo.
(«El jardín, el jardín… —pensó—. ¡Han modelado su existencia a imagen y semejanza de la vida en el jardín!»)
—Vaya, vaya… —Sma sonrió—. ¿Has sentido la tentación de quedarte aquí?
—En absoluto. —Dejó escapar una carcajada—. Si me quedara a vivir aquí enloquecería o acabaría perdiéndome en uno de vuestros juegos-sueños compartidos. Necesito… algo más.
—Pero… ¿querrás aceptarlo de nosotros? —preguntó Sma dejando de nadar y moviendo los brazos para mantenerse a flote—. ¿Quieres trabajar con nosotros?
—Todo el mundo parece estar convencido de que debería hacerlo.
Creen que sois los buenos. El único problema es que… la unanimidad siempre me ha resultado un poco sospechosa.
Sma se rió.
—Vamos, Cheradenine… Supón que no fuéramos los buenos y que nos limitáramos a ofrecerte emociones y una buena paga. ¿Cambiarían mucho las cosas?
—No lo sé —admitió él—. Haría que tomar una decisión me resultara aún más difícil. Me gustaría… Me gustaría creer…, no, me gustaría estar seguro, poder demostrar de forma concluyente y sin lugar a dudas que por fin estaba… —Se encogió de hombros y sonrió—. Que estaba haciendo algo bueno.
Sma suspiró. Suspirar estando en el agua significaba que su cabeza subió unos centímetros y volvió a bajar lentamente.
—¿Quién puede saberlo, Zakalwe? Ni nosotros mismos lo sabemos. Creemos tener razón e incluso creemos poder demostrarlo, pero nunca podremos estar totalmente seguros. Siempre hay argumentos contra nosotros y contra lo que hacemos. La certeza no existe, y menos en Circunstancias Especiales, donde las reglas son distintas.
—Creía que las reglas eran iguales para todos.
—Y lo son. Pero los que trabajamos en Circunstancias Especiales tratamos con el equivalente moral de los agujeros negros. Nos movemos por sitios donde las leyes normales, esas reglas definitorias de lo bueno y lo malo que la gente cree se aplican en todo el universo, dejan de tener vigencia. Más allá de esos horizontes eventuales metafísicos existen… circunstancias especiales. —Sonrió—. Te estoy hablando de nosotros y de los ámbitos por los que nos movemos. Ése es nuestro territorio y nuestro dominio.
—Algunas personas pensarían que eso no es más que una excusa magnífica para comportarse mal —dijo él.
Sma se encogió de hombros.
—Y quizá tengan razón. Puede que todo se reduzca a eso. —Meneó la cabeza y deslizó una mano por su larga y empapada cabellera—. Pero aunque sólo se trate de eso seguimos necesitando una excusa. Piensa en la cantidad de personas que no necesitan ni tan siquiera una excusa para comportarse mal.
Se alejó nadando.
Permaneció inmóvil durante unos momentos observando como Sma hendía las aguas de la piscina con su poderosa brazada y, sin que se diera cuenta de ello, se llevó una mano a la diminuta cicatriz de su pecho —justo encima de donde estaba el corazón—, y se la frotó con la yema de un dedo mientras fruncía el ceño y bajaba la mirada hacia la espejeante superficie del agua en continuo movimiento.
Después echó a nadar en pos de la mujer.
Pasó un par de años a bordo del VGS El tamaño no lo es todo y en algunos de los planetas, rocas, habitáculos y orbitales donde fue haciendo paradas. Cada momento de esos dos años guardó algún tipo de relación con su entrenamiento y el aprender a utilizar algunas de las nuevas habilidades que la Cultura le había otorgado después de que él diera el permiso necesario para hacer sus modificaciones. Cuando abandonó el VGS para dar comienzo a su primer período de servicio activo como agente de la Cultura —una serie de misiones que culminaron con la de proteger al Elegido y llevarle hasta el Palacio Perfumado que se alzaba sobre los riscos—, viajó en una nave que acababa de empezar su segundo período de servicio activo; la Unidad General de Contacto Dulce y llena de gracia.
No volvió a ver a Chori, y no supo nada más de ella hasta quince años después. La noticia de que la habían asesinado durante una misión llegó a sus oídos mientras estaban regenerando su cuerpo a bordo del VGS Cierto, la gravedad es ínfima después de que hubiera sido decapitado y rescatado de un planeta llamado Fohls.
Se agazapó detrás del parapeto en el extremo del viejo observatorio más alejado de la aeronave que venía hacia ellos. La pendiente que se extendía a su espalda estaba cubierta de matorrales, árboles y edificios sin techo medio ocultos por la maleza. Siguió el curso de la aeronave con los ojos, inspeccionó el cielo buscando más aeronaves que llegaran de otras direcciones y no logró encontrar ninguna. Frunció el ceño dentro del traje contemplando la imagen transmitida al visor que mostraba a la aeronave. La punta de flecha terminada en un abultamiento se fue acercando cada vez más despacio recortando sus contornos contra el crepúsculo.
Observó como descendía lentamente hacia la plataforma del observatorio. Una rampa brotó del vientre de la aeronave y tres soportes metálicos asomaron del fuselaje y se flexionaron. Examinó unas cuantas lecturas que había tomado mediante el efector, meneó la cabeza y subió corriendo por la pendiente lo más encorvado posible.
Tsoldrin estaba sentado dentro de uno de los edificios en ruinas. La silueta oscura del traje cruzó el umbral medio oculto por las lianas y hierbajos y el anciano alzó la cabeza para contemplarla con cara de sorpresa.
—¿Sí, Cheradenine?
—Es un vehículo civil —dijo él subiéndose el visor del casco. Estaba sonriendo—. Creo que no nos está buscando, pero quizá nos sirva para huir de este lugar. —Se encogió de hombros—. Vale la pena intentarlo… —Alzó una mano y señaló hacia la pendiente—. ¿Vienes conmigo?
Tsoldrin Beychae entrecerró los ojos intentando ver con más claridad la silueta negra que se recortaba en el umbral. Llevaba mucho rato sentado allí preguntándose qué debía hacer, y aún no había logrado dar con ninguna respuesta satisfactoria. Una parte de él quería volver a la paz, el silencio y las certezas de la biblioteca de la universidad, ese lugar donde podía ser feliz y llevar una existencia libre de problemas intentando comprender viejas ideas e historias con la esperanza de que algún día lograría encontrarles un sentido y, quizá, usarlas para explicar sus propias ideas intentando sacar a la luz las lecciones encerradas en todos aquellos viejos datos para que la gente volviera a pensar sus ideologías y la época que vivían bajo una nueva luz. Durante un tiempo —un período de tiempo que ahora le parecía muy largo—, estuvo convencido de que ésa era la empresa más meritoria y productiva a la que podía consagrar el resto de su vida…, pero ahora ya no estaba tan seguro de ello.
Pensó que quizá hubiera cosas más importantes en las que podía tomar parte. Quizá debiera ir con Zakalwe, tal y como querían el hombre y la Cultura.
¿Podría volver a sumergirse en sus estudios después de lo que había ocurrido?
Zakalwe había surgido del pasado actuando con la misma mezcla de jovialidad e imprudencia temeraria de siempre; Ubrel no había hecho más que interpretar un papel —¿era realmente posible que todo se hubiera reducido a eso?—, y el descubrirlo hacía que se sintiera muy viejo y estúpido, pero también le irritaba, y el Grupo de Sistemas entero había vuelto a perder el rumbo y se aproximaba rápidamente a las rocas contra las que acabaría estrellándose.
¿Tenía derecho a cruzarse de brazos y a no hacer nada aun suponiendo que la Cultura se equivocara respecto a la importancia del puesto que ocupaba en esta civilización? No lo sabía. Se daba cuenta de que Zakalwe estaba intentando apelar a su vanidad, pero… ¿qué ocurriría suponiendo que tan sólo la mitad de lo que había dicho fuera verdad? Reclinarse en su asiento y dejar que todo siguiera su curso quizá fuese el curso de acción más cómodo y menos problemático, pero quizá no fuera el más justo. Si había una guerra, ¿qué sentiría después sabiendo que no movió ni un solo dedo para evitarla cuando podía hacerlo?
«Maldito seas, Zakalwe…», pensó. Se puso en pie.
—Aún tengo que pensarlo —dijo—. Pero… Veamos hasta dónde puedes llegar.
—Bien.
La voz que brotó del traje no contenía ni la más mínima huella de emoción.
—Sentimos terriblemente el retraso, gentiles personas; es algo que estaba totalmente fuera de nuestro control; una especie de pánico inexplicable en el centro de tráfico, pero permitan que vuelva a pedirles disculpas en nombre de Viajes Herencia. Bien, aquí estamos, un poquito más tarde de lo esperado (pero ¿no les parece que ese crepúsculo es realmente soberbio?); en el famosísimo Observatorio de Srometren; un mínimo de cuatro mil quinientos años de historia se han desarrollado aquí mismo, gentilespersonas, justo debajo de sus pies… Tendré que darme un poco de prisa para contárselo todo en el escaso tiempo de que disponemos, así que procuren escucharme con atención…
La aeronave estaba flotando sobre el extremo occidental de la plataforma del observatorio envuelta en el zumbido del campo antigravitatorio. Los soportes colgaban a poca distancia del suelo, por lo que parecía que el extenderlos había sido un mero acto de precaución. Unas cuarenta personas habían salido de la aeronave utilizando la rampa central y se habían agrupado alrededor de una mesa de piedra mientras un guía muy joven y bastante nervioso les dirigía la palabra.
Examinó al grupo desde detrás de la balaustrada con el efector incorporado al traje y contempló los resultados del examen en la pantalla del visor. Una treintena larga de personas llevaban encima terminales de alguna clase que les permitían ponerse en contacto con la red de comunicaciones del planeta. El ordenador del traje interrogó discretamente a las terminales mediante el efector. Había dos terminales activadas —una de ellas estaba recibiendo un programa de noticias y otra estaba sintonizada con un programa musical—, y el resto de terminales se hallaban en modalidad de espera.
—Traje —murmuró (Tsoldrin estaba a su lado, pero ni tan siquiera el anciano pudo oírle, y mucho menos el grupo de turistas)—, quiero esas terminales incapacitadas de la forma menos aparatosa posible. Impide que puedan transmitir.
—Dos de las terminales están transmitiendo código de posición —dijo el traje.
—¿Puedes eliminar su función transmisora sin alterar su función de código de posición actual o su capacidad de recepción?
—Sí.
—Bien… Tu prioridad actual es impedir que envíen cualquier señal a partir de este momento. Encárgate de todas las terminales.
—Desactivar capacidad de transmisión de las treinta y cuatro terminales de comunicación personal modelos varios no Culturales que se hallan dentro del radio de alcance; confirmar.
—Confirmado, maldita sea. Hazlo.
—Orden llevada a cabo.
Observó la alteración que se produjo en las lecturas cuando los sistemas de energía de las terminales perdieron su carga y quedaron prácticamente a cero. El guía estaba llevando al grupo de turistas a través de la meseta de piedra sobre la que se alzaba el viejo observatorio alejándolos de la aeronave y avanzando hacia el lugar donde estaban él y Beychae.
Alzó su visor y se volvió hacia el anciano.
—De acuerdo, vamos allá. Sin hacer ruido.
Avanzó por entre la espesura y los troncos de los árboles. El dosel de follaje hacía que todo estuviera muy oscuro y Beychae tropezó un par de veces, pero lograron cruzar la alfombra de hojas secas que cubría dos lados de la plataforma del observatorio haciendo muy poco ruido.
Se detuvieron debajo de la aeronave y se quedaron agazapados mientras la examinaba rápidamente con el efector del traje.
—Hermosa maquinita… —murmuró mientras veía aparecer los resultados del examen en la pantalla del visor. La aeronave estaba automatizada, y era francamente estúpida, tanto que pensó que había muchas probabilidades de que el cerebro de un pájaro fuese más complicado que el suyo—. Traje, conecta con la aeronave y toma el control sin que nadie se entere.
—Asumiendo control-jurisdicción de aeronave dentro de radio de alcance en modalidad clandestina; confirmación.
—Confirmado, y deja de pedirme que lo confirme todo.
—Control-jurisdicción asumido-asumida. Procesando instrucción de abandonar los protocolos de confirmación; confirmación.
—Por todas las nebulosas… Confirmada.
—Protocolos de confirmación abandonados.
Podía limitarse a subir flotando hasta la aeronave con Beychae en brazos, pero el campo antigravitatorio de la aeronave quizá no bastara para enmascarar la señal emitida por su traje y pensó que el riesgo podía resultar excesivo. Observó la pendiente y se volvió hacia Beychae.
—Dame la mano —murmuró—. Vamos a subir.
El anciano le obedeció.
El traje fue creando asideros en la tierra y los dos ascendieron por la pendiente deteniéndose cuando llegaron a la balaustrada. La aeronave ocultaba el cielo por encima de sus cabezas y una débil claridad amarilla brotaba de la entrada de la rampa central revelando los contornos de los instrumentos de piedra más próximos.
Dejó que Beychae recuperase el aliento y echó un vistazo al grupo. Los turistas estaban al otro extremo del observatorio y el guía les estaba enseñando uno de los viejos instrumentos iluminándolo con una linterna. Decidió que había llegado el momento y se puso en pie.
—Vamos —dijo volviéndose hacia el anciano.
Beychae se incorporó. Saltaron la balaustrada, fueron hacia la rampa y entraron en la aeronave con él detrás de Beychae observando lo que tenían a la espalda en la pantalla del visor, pero la imagen no era lo bastante nítida para que pudiera estar seguro de si algún turista se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Traje, sube la rampa —ordenó.
Entraron en el espacioso compartimento único de la aeronave, una gran estancia lujosamente adornada cuyas paredes estaban cubiertas de tapices. La gruesa alfombra que ocultaba el suelo estaba puntuada por sillones y sofás. A un extremo de la estancia había un bar automático, y la pared opuesta era una gigantesca pantalla ocupada por una imagen real que mostraba los últimos esplendores del crepúsculo.
La rampa fue subiendo con un leve siseo y se cerró con un tintineo de campanillas.
—Traje, oculta las patas —dijo subiéndose el visor.
Por suerte la inteligencia y las capacidades lingüísticas del traje eran lo bastante grandes para que comprendiera que se refería a los soportes de la aeronave, y no a sus piernas. Le acababa de pasar por la cabeza que alguien podía subirse a la balaustrada del observatorio y saltar agarrándose a uno de los soportes, y quería evitarlo.
—Traje, cambia la altitud de la aeronave. Arriba diez metros.
La calidad del zumbido casi inaudible que les envolvía cambió durante unos segundos y volvió a ser como antes. Observó como Beychae se quitaba su gruesa chaqueta y examinó el interior de la aeronave. El efector le había asegurado que estaban solos a bordo, pero quería asegurarse de ello.
—Averigüemos adonde tenía que ir este trasto cuando acabaran de visitar el observatorio —dijo mientras Beychae se dejaba caer sobre un sofá. El anciano suspiró y estiró las piernas—. Traje, ¿cuál es el próximo destino de la aeronave?
—Terminal Espacial de Gipline —dijo la seca voz metálica del traje.
—Perfecto. Traje, llévanos allí y procura que tengamos el aspecto más normal y legal posible.
—Trayecto iniciado —dijo el traje—. Tiempo de Llegada Aproximado, cuarenta minutos.
El sonido de fondo de la aeronave se alteró haciéndose un poco más agudo. El suelo tembló de forma casi imperceptible. La pantalla situada al final del compartimento mostró una imagen de la aeronave ascendiendo y deslizándose sobre los bosques que cubrían las colinas.
Dio un breve paseo por la aeronave para confirmar que no había nadie más a bordo y acabó sentándose junto a Beychae. Miró al anciano, se dio cuenta de lo cansado que estaba y pensó que el día había debido parecerle muy largo.
—¿Estás bien?
—No intentaré ocultar que me alegra mucho poder estar sentado.
Beychae se quitó las botas.
—Te traeré algo de beber, Tsoldrin —dijo. Se quitó el casco y fue hacia el bar automático—. Traje… —dijo. Acababa de tener una idea—. Conoces los números de Solotol que permiten ponerse en contacto con la Cultura, ¿verdad?
—Sí.
—Conecta con uno de ellos mediante los sistemas de la aeronave.
Se inclinó sobre el bar automático y empezó a inspeccionarlo.
—¿Y cómo funciona esto?
—El bar automático se activa mediante la vo…
—¡Zakalwe! —La voz de Sma se impuso a la del traje haciéndole dar un respingo—. ¿Dónde…? —Sma no llegó a terminar la pregunta y guardó silencio durante unos momentos—. Vaya, veo que has conseguido una aeronave, ¿eh?
—Sí —dijo él, y lanzó una rápida mirada de soslayo a Beychae. El anciano le estaba observando—. Vamos hacia Puerto Glipine. Bien, ¿qué ha ocurrido? ¿Dónde está ese módulo? Ah, Sma, estoy ofendidísimo. No has llamado, no has escrito, no has enviado flores…
—¿Y Beychae? —preguntó Sma con voz apremiante—. ¿Está bien?
—Tsoldrin se encuentra estupendamente —replicó él, y sonrió sin apartar los ojos del anciano—. Traje, haz que este bar automático nos prepare un par de bebidas refrescantes pero fuertes.
—Está bien… Magnífico. —Sma suspiró. El bar automático emitió una serie de chasquidos y gorgoteos—. No hemos llamado porque si lo hubiéramos hecho se habrían enterado de dónde estabais —siguió diciendo—. Perdimos el haz de comunicación protegido cuando la cápsula quedó averiada. Zakalwe, fue ridículo… Después de que la cápsula liquidara al camión en el Mercado de las Flores y tú derribaras ese caza todo se convirtió en un auténtico caos. Es una suerte que hayas conseguido escapar con vida. Bien, ¿dónde está la cápsula?
—En el observatorio de Srometren —replicó él. Bajó la mirada y vio abrirse una pequeña compuerta en un lado del bar automático. Cogió la bandeja con las dos bebidas, fue hasta el sofá y tomó asiento junto a Beychae—. Sma, saluda a Tsoldrin Beychae —dijo mientras le entregaba su copa al anciano.
—¿Señor Beychae? —dijo la voz de Sma desde el traje.
—¿Me oye? —replicó Beychae.
—Es un placer poder hablar con usted, señor Beychae. Espero que el señor Zakalwe le esté tratando bien. ¿Qué tal se encuentra?
—Cansado pero entero.
—Confío en que el señor Zakalwe haya tenido tiempo de explicarle lo seria que es la situación política actual del Sistema.
—Sí, lo ha hecho —dijo Beychae—. Estoy… Estoy tomando en consideración la posibilidad de acceder a sus peticiones y por el momento no deseo volver a Solotol.
—Comprendo —murmuró Sma—, y se lo agradezco. Estoy segura de que el señor Zakalwe hará cuanto pueda para asegurar su bienestar mientras decide qué debe hacer… ¿No es así, Cheradenine?
—Por supuesto, Diziet. Y ahora, ¿dónde está ese módulo?
—Debajo de las nubes de Soreraurth, donde estaba antes. Tu peculiar sistema de huida discreta categoría nova ha conseguido que toda la superficie se pusiera en estado de alerta máxima. No podemos mover nada sin que lo vean, y si se dan cuenta de que estamos interfiriendo en sus asuntos quizá acabemos ahorrándoles el trabajo de desencadenar la guerra global. Vuelve a explicarme con más exactitud dónde está esa cápsula. Tendremos que usar los sistemas de desplazamiento pasivo del micro-satélite y guiarla a distancia desde allí para eliminar las pruebas. Mierda, Zakalwe… Estamos metidos en un buen lío.
—Oh, disculpa —dijo él, y tomó un sorbo de su bebida—. La cápsula se encuentra debajo de un árbol de hojas amarillas bastante grandes que está a…, entre unos ochenta y unos ciento treinta metros del observatorio yendo en dirección noreste. Oh, y el rifle de plasma se encuentra… entre unos veinte y unos cuarenta metros de distancia en dirección oeste.
—¿Has perdido el rifle de plasma?
Sma parecía incapaz de creerlo.
—Pues sí —admitió él, y bostezó—. Me cabree tanto que lo arrojé lo más lejos posible. Quedó efectorizado, ¿sabes?
—Te advertí que era una antigüedad sacada de un museo —dijo otra voz.
—Cállate, Skaffen-Amtiskaw —dijo él—. Bien, Sma…, ¿y ahora qué hacemos?
—Supongo que lo mejor será utilizar la Terminal Espacial de Gipline —replicó la mujer—. Intentaremos conseguiros pasaje en algún vuelo hacia Impren o un sitio cercano. En el peor de los casos tendréis que aguantar un viaje civil que durará varias semanas como mínimo: si tenemos suerte acabarán anulando el estado de alerta y el módulo podrá venir a rescataros. En cualquiera de los dos casos lo que ha ocurrido hoy en Solotol quizá haya hecho que la guerra esté más próxima. Piensa en eso, Zakalwe.
El canal de transmisión se desactivó.
—Parece enfadada contigo, Cheradenine —dijo Beychae.
Miró al anciano y se encogió de hombros.
—Eso no es ninguna novedad —suspiró.
—Lo siento muchísimo, gentilespersonas; esto no había ocurrido nunca, se lo aseguro, y les repito que lo lamento de veras. Lo siento, créanme… No consigo entenderlo… Yo… Hum… Intentaré… —El joven pulsó los botones de su terminal de bolsillo—. ¿Oiga? ¡Oiga! ¡oiga! —Sacudió la terminal y la golpeó con el canto de la mano—. Esto es…, es…, no había ocurrido nunca, nunca; realmente no entiendo qué…
Contempló a los turistas agrupados a su alrededor como pidiéndoles disculpas. La mayoría de miembros del grupo estaban mirándole fijamente. Algunos intentaban activar sus terminales con tan poca suerte como él, y un par observaba el cielo como si el último manchón de luz rojiza que se estaba desvaneciendo hacia el oeste pudiera devolverles mágicamente la aeronave que parecía haber tomado la inexplicable decisión de largarse dejándoles abandonados.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Me están escuchando? Por favor, conteste si hay alguien escuchándome…
El joven guía parecía encontrarse al borde del llanto. El último atisbo de luz se esfumó del cielo y el pálido brillo de la luna arrancó reflejos a las delgadas hilachas de una nube. El haz de la linterna estaba empezando a debilitarse.
—¡Por favor, contesten! ¡Oh, por favor…!
Skaffen-Amtiskaw volvió a ponerse en contacto unos minutos después para decirles que él y Beychae tenían camarotes reservados a bordo del clíper Osom Emananish que no tardaría en partir para el Sistema de Breskial, a sólo tres años luz de Impren, aunque aún no habían perdido la esperanza de que el módulo pudiera llegar hasta ellos antes. La unidad opinaba que probablemente no tendría más remedio que hacerlo, pues estaban casi seguros de que no tardarían en dar con sus huellas.
—Quizá fuese buena idea que el señor Beychae alterara su apariencia física —les dijo la unidad con su voz impasible de costumbre.
Lanzó una rápida mirada de soslayo al anciano y contempló los tapices que cubrían las paredes.
—Supongo que podríamos intentar hacerle un traje con lo que hay por aquí —dijo en un tono de voz más bien dubitativo.
—El equipaje que hay a bordo de la aeronave quizá sea una fuente de atuendos más útil —ronroneó la unidad, y le explicó cómo podía abrir la compuerta del suelo que daba acceso al compartimento de carga.
Siguió sus instrucciones, emergió del compartimento con dos maletas y las forzó.
—¡Ropas! —exclamó.
Sacó unas cuantas prendas y vio que su aspecto era lo suficientemente unisex.
—Y tendrás que librarte del traje y de tu armamento —dijo la unidad.
—¿Qué?
—Zakalwe, no podrás subir a bordo de una nave con todo eso ni aun contando con nuestra ayuda. Tendrás que ocultarlo en algún sitio —una de las maletas sería el escondite perfecto— y dejarlo en la terminal. Intentaremos recogerlo cuando la situación se haya enfriado un poco.
—¡Pero…!
Estuvieron hablando de cómo disfrazarle y fue el mismo Beychae quien tuvo la idea de afeitarse la cabeza. El último servicio rendido por aquel traje de combate maravillosamente sofisticado fue el de navaja. Se despojó del traje en cuando hubo terminado de afeitar la cabeza de Beychae y los dos se disfrazaron con aquellas prendas bastante chillonas pero, por suerte, también bastante holgadas.
La aeronave tomó tierra. La Terminal Espacial era un desierto de cemento convertido en una especie de tablero de juegos por los ascensores que transportaban las naves a las zonas de mantenimiento y almacenaje o las sacaban de ellas.
Establecieron conexión con el haz protegido, y el pendiente-terminal pudo volver a hablarle en susurros indicándole dónde debían ir.
Pero se sentía desnudo sin el traje.
Salieron de la aeronave y se encontraron en el hangar. Una música agradablemente fácil de olvidar brotaba de los altavoces. Nadie fue a recibirles. Si escuchaban con atención podían oír el estrépito de una alarma sonando a lo lejos.
El pendiente-terminal les indicó hacia qué puerta debían dirigirse. Avanzaron por un pasillo de uso reservado a los trabajadores de la terminal, cruzaron dos puertas de seguridad que se abrieron para dejarles pasar un poco antes de que llegaran a ellas y acabaron entrando en un recinto de grandes dimensiones lleno de gente, pantallas, kioscos y asientos. Una acera móvil acababa de frenar en seco haciendo que docenas de personas cayeran unas sobre otras, por lo que nadie se fijó en ellos.
Una cámara de seguridad del área izquierda de equipajes giró sobre sí misma y enfiló su objetivo hacia el techo durante el minuto escaso que necesitaron para dejar la maleta que contenía el traje. En cuanto se hubieron ido la cámara reanudó sus lentos barridos de la zona.
Cuando fueron a recoger sus billetes al mostrador correspondiente ocurrió más o menos lo mismo. Se metieron en otro pasillo y llevaban unos momentos caminando por él cuando vieron aparecer a un grupo de guardias de seguridad al otro extremo.
Siguió caminando sin perder la calma y captó la leve vacilación de Beychae. Se volvió hacia él, le dirigió una sonrisa tranquilizadora y cuando volvió la mirada hacia los guardias vio que éstos se habían detenido. El que parecía su jefe acababa de llevarse una mano a la oreja y estaba contemplando el suelo. Le vio asentir con la cabeza, girar sobre sí mismo y alzar una mano señalando hacia un pasillo lateral. Los guardias de seguridad se alejaron por él.
—Supongo que esto es algo más que un simple caso de suerte increíble, ¿verdad? —murmuró Beychae.
—Desde luego —replicó él meneando la cabeza—, a menos que consideres como suerte increíble el que contemos con un efector electromagnético de potencia casi militar controlado por la Mente de una nave estelar hiperveloz que está manejando todo esta terminal como si fuera un videojuego desde algo así como un año luz de distancia.
Un pasillo reservado a Gente Muy Importante les condujo hasta la pequeña lanzadera que les llevaría a la estación en órbita. El último control de seguridad era el único del que la nave no podía librarles. Se trataba de un hombre cuya forma de moverse y mirar indicaba que tenía una considerable experiencia en su trabajo, y que pareció alegrarse al comprobar que no llevaban encima nada peligroso. Entraron en otro pasillo y llevaban unos momentos caminando por él cuando el pendiente que llevaba en la oreja le pinchó el lóbulo con un campo para avisarle de que estaban siendo sometidos a un nuevo examen mediante rayos X y un fuerte campo magnético, ambos controlados manualmente.
El vuelo en la lanzadera transcurrió sin ningún acontecimiento digno de mención. Llegaron a la estación, atravesaron una zona de espera —un hombre que llevaba un implante neural directo había caído al suelo y parecía estar sufriendo una especie de ataque epiléptico, por lo que la zona de espera se hallaba sumida en una considerable agitación—, y pasaron el último control de seguridad.
Oyó la voz de Sma sonando directamente dentro de su oreja cuando estaban en el pasillo que iba de la escotilla a la nave.
—Se acabó, Zakalwe —dijo Sma—. No podemos dirigir el haz protegido hacia la nave sin que lo detecten. Sólo entraremos en contacto si se produce una auténtica emergencia. Si quieres hablar puedes usar la conexión telefónica de Solotol, pero recuerda que estará vigilada. Adiós y buena suerte.
Cruzaron otra escotilla y se encontraron en el clíper Osom Emananish, la nave que les llevaría al espacio interestelar.
Aún faltaba una hora para la salida, y decidió aprovechar ese tiempo para dar un paseo por el clíper con el fin de averiguar dónde estaba todo.
El sistema de altavoces y la mayoría de las pantallas visibles anunciaron su inminente partida. El clíper se puso en movimiento, pareció vacilar y aceleró repentinamente alejándose de la estación y dejando atrás el sol y el gigante gaseoso llamado Soreraurth. El módulo estaba escondido a un centenar de kilómetros de profundidad en la inmensa tormenta continua que era la atmósfera del planeta, esa misma atmósfera que los Humanistas pensaban explotar, manipular y alterar si se salían con la suya. Contempló el gigante gaseoso que llenaba casi toda la imagen, se preguntó quién tenía razón y quién estaba equivocado y experimentó una extraña y fugaz sensación de impotencia.
Estaba abriéndose paso por entre la animación de un pequeño bar para reunirse con Beychae cuando oyó una voz a su espalda.
—Ah —dijo la voz—, mis más sinceros saludos y todo eso. El señor Staberinde, ¿verdad?
Se volvió lentamente hacia la persona que acababa de interpelarle.
Era el médico al que había conocido en la fiesta de las heridas y las mutilaciones. El hombrecillo estaba de pie junto al mostrador y le hacía señas de que viniera.
Fue hacia él abriéndose paso por entre los pasajeros que conversaban y tomaban sorbos de sus bebidas.
—Doctor…, buenos días.
El hombrecillo asintió.
—Stapangarderslinaiterray, pero puede llamarme Stap.
—Será un placer, y confieso que incluso un alivio, —dijo él sonriendo—. Y, por favor, llámeme Sherad.
—¡Bien! El Grupo de Sistemas es un pañuelo, ¿verdad? ¿Puedo invitarle a beber algo?
El hombrecillo le obsequió con su sonrisa repleta de dientes. El foco que había encima del bar hizo que el repentino destello de blancura resultara cegador y vagamente inquietante.
—Una idea magnífica.
Encontraron una mesita vacía pegada a un mamparo. El doctor se limpió la nariz y alisó la inmaculada tela de su traje.
—Bien, Sherad…, ¿qué le trae por aquí?
—Bueno…, Stap —dijo él en voz baja—. La verdad es que estoy viajando de incógnito, por lo que le agradecería que no…, que no me hiciera mucha publicidad, ¿comprende?
—¡Por supuesto! —dijo el doctor Stap asintiendo entusiásticamente con la cabeza. Miró a su alrededor poniendo cara de conspirador y se inclinó unos centímetros más sobre la mesita—. Mi discreción es ejemplar. Yo también he tenido que hacer algunos viajes sin llamar la atención. —Enarcó las cejas—. Si puedo ayudarle en algo basta con que me lo diga.
—Es usted muy amable.
Alzó su copa y los dos brindaron por un viaje sin problemas.
—¿Va hasta el final del trayecto? —preguntó Stap.
—Sí —dijo él asintiendo con la cabeza—. Yo y mi acompañante vamos a Breskial.
El doctor Stap sonrió y asintió.
—Ah. Una relación de negocios, ¿eh? Ah…
—No, doctor, no es el tipo de «relación de negocios» en la que está pensando. Viajo con un caballero de edad bastante avanzada y ocupamos camarotes separados… Aunque, naturalmente, preferiría que esas tres aclaraciones que acabo de darle fueran todo lo contrario a lo que son en realidad.
—¡Ja! —exclamó el doctor—. ¡Sí, lo comprendo!
—¿Otra copa?
—¿Crees que sabe algo? —preguntó Beychae.
—¿Qué puede saber? —Se encogió de hombros y echó un vistazo a la pantalla incrustada en la puerta del camarote de Beychae—. ¿Has visto algo sobre nosotros en las noticias?
—Nada —replicó Beychae—. Dijeron algo sobre un ejercicio de seguridad en todos los puertos y terminales, pero no hubo ninguna referencia directa a ti o a mí.
—Bueno, no creo que la presencia del doctor vaya a significar que correremos un peligro mucho más grande del que ya estábamos corriendo.
—¿Y como cuánto de grande era ese peligro al que te refieres?
—Me temo que demasiado grande. Tarde o temprano acabarán averiguando lo que ocurrió, y no hay forma humana de que lleguemos a Breskial antes de que lo averigüen.
—Entonces…
—Entonces, y a menos que se me ocurra alguna forma de salir de este lío, la Cultura deberá permitir que nos devuelvan allí o se verá obligada a tomar el control de esta nave, lo cual sería muy difícil de explicar y dejaría bastante dañada tu credibilidad.
—Si decido hacer lo que quieres que haga, Cheradenine.
Volvió la cabeza hacia el anciano con el que estaba compartiendo la angosta litera del camarote y le contempló en silencio durante unos momentos antes de responder.
—Oh, claro… —dijo por fin—. Sí.
Hizo varios recorridos de la nave y descubrió que le parecía demasiado pequeña y repleta de gente, aunque eso quizá fuera porque se había acostumbrado a viajar en las naves de la Cultura. Había planos de la nave disponibles en las pantallas de a bordo y los estudió concienzudamente, pero los planos sólo servían para no perderse y le proporcionaron muy poca información útil sobre las formas de averiar la nave o apoderarse de ella. Había observado atentamente las idas y venidas de la tripulación, y acabó llegando a la conclusión de que el acceso a las zonas reservadas se realizaba mediante comparaciones de voz y/o estructura de la mano.
Había muy pocas sustancias inflamables a bordo y ninguna que pudiera estallar, y la mayor parte de los circuitos eran ópticos, no electrónicos. Estaba seguro de que el Xenófobo habría podido conseguir que el clíper Osom Emananish bailara y cantara con el equivalente de una mano atada a la espalda en términos de sistemas efectores incluso estando en otro sistema estelar, pero sin el traje de combate o alguna clase de arma se las vería y se las desearía para hacer algo si y cuando llegara el momento de ponerse en acción.
El clíper seguía deslizándose lentamente a través del espacio. Beychae no salía de su camarote, y mataba el tiempo durmiendo o poniéndose al día mediante los noticiarios que veía en la pantalla.
—Tengo la impresión de que he cambiado una forma muy sutil de encarcelamiento por otra, Cheradenine —observó el día después de la partida cuando le trajo la cena.
—Tsoldrin, no es necesario que te conviertas en un ermitaño. Si quieres salir del camarote puedes hacerlo. Que no te dejes ver disminuye un poco el peligro que corremos, pero… Bueno, no creas que eso cambia mucho las cosas.
—Oh, puedo soportarlo —dijo Tsoldrin cogiendo la bandeja y levantando la tapa para inspeccionar su contenido—. De momento no me cuesta demasiado engañarme fingiendo que las noticias y los programas de actualidad son mi material de investigación, por lo que no me siento como un prisionero. —Dejó la tapa sobre la mesa—. Pero un par de semanas encerrado en este camarote… Quizá sea pedirme demasiado, Cheradenine.
—No te preocupes —dijo él en un tono de voz algo abatido—. Dudo que debas pasar tanto tiempo aquí dentro.
—¡Ah, Sherad!
El doctor Stap se materializó junto a él un día después cuando acababa de unirse al grupo de pasajeros inmóvil delante de la pantalla principal del salón de recreo para contemplar la imagen aumentada que mostraba un impresionante gigante gaseoso de un sistema cercano. El hombrecillo le cogió del codo.
—Esta noche celebraré una pequeña fiesta privada en el Salón Luz de Estrella. Será una de mis…, hum…, una de mis fiestecitas especiales, ¿comprende? Me preguntaba si usted y si ese misterioso acompañante suyo que nunca sale del camarote querrían asistir.
—¿Le dejan celebrar ese tipo de fiestas a bordo? —preguntó él, y se rió.
—Sssh, buen señor, se lo ruego… —dijo el doctor tirando de él y alejándole del grupo de pasajeros—. La naviera y yo llegamos a un acuerdo hace mucho tiempo. Mi máquina está considerada como equipo médico de importancia primaria.
—Eso suena a caro. Debe de cobrar mucho, doctor.
—Oh, hay una pequeña transacción monetaria previa, naturalmente, pero le aseguro que el desembolso entra dentro de lo que pueden permitirse la mayoría de personas cultivadas, y puedo asegurarle que gozarán de una compañía muy distinguida y exclusiva y, como siempre, de la más absoluta discreción.
—Gracias por la oferta, doctor, pero me temo que no asistiremos.
—Es el tipo de oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida, y en su caso ya es la segunda vez. Tiene usted mucha suerte, ¿sabe?
—Estoy seguro de ello. Quizá si se presenta por tercera vez… Discúlpeme. —Le dio una palmadita en el hombro—. Oh, ¿quiere que tomemos una copa juntos antes de su fiesta?
El doctor meneó la cabeza.
—Me temo que estaré demasiado ocupado con los preparativos, Sherad —dijo en un tono de voz algo quejumbroso—. Es una gran oportunidad —añadió obsequiándole con su sonrisa repleta de dientes.
—Oh, ya me doy cuenta de ello, doctor Stap.
—Eres un hombre muy malo.
—Gracias. He necesitado años de práctica y diligencia para llegar a serlo.
—Apostaría a que sí.
—Oh, no… Vas a decirme que eres toda inocencia. Lo veo en tus ojos. Sí, sí, está ahí… ¡La pureza! Reconozco los síntomas, pero… —Le puso una mano en el brazo—. No te preocupes. Puede curarse.
Ella le apartó la mano, pero la presión fue tan suave que casi resultó imperceptible.
—Eres terrible. —Los dedos que habían apartado su mano le rozaron el pecho durante una fracción de segundo—. Eres malo.
—Lo confieso. Has sabido ver en lo más hondo de mi alma… —El ruido de fondo de la nave sufrió una alteración y apartó la mirada de los ojos del rostro de la dama durante un momento—. Pero… —murmuró volviéndose de nuevo hacia ella y sonriendo—. Ah, confesar mis pecados a una mujer cuya belleza está tan cerca de lo divino hace que me sienta muy aliviado.
La mujer dejó escapar una ronca carcajada y echó la cabeza hacia atrás revelando la esbelta curvatura de su cuello.
—Oye, ¿sueles conseguir resultados con esa frase? —preguntó meneando la cabeza.
Él puso cara de sentirse muy ofendido y meneó la cabeza de una forma mucho más enfática que ella.
—Oh, ¿qué le ocurre a nuestra época? —preguntó con voz entristecida—. ¿Cómo es posible que una mujer tan hermosa sea tan cínica?
Se dio cuenta de que los ojos de la mujer estaban contemplando algo a su espalda y se dio la vuelta.
—¿Sí, oficial? —le preguntó a uno de los dos oficiales del clíper que descubrió inmóviles detrás de él.
Los dos iban armados y la funda de sus pistoleras estaba abierta.
—¿Señor… Sherad? —preguntó el más joven de los dos.
Clavó la mirada en los ojos del oficial y sintió una especie de mareo mezclado con náuseas. El oficial estaba al corriente de todo. Les habían encontrado. Alguien había logrado juntar todas las piezas del rompecabezas y había dado con la respuesta correcta.
—¿Sí? —preguntó con una sonrisa que casi era una mueca—. ¿Quieren tomar una copa?
Rió y se volvió hacia la mujer.
—No, señor, muchas gracias. ¿Tendría la bondad de venir con nosotros?
—¿Qué pasa? —preguntó mientras sorbía aire por la nariz. Apuró su copa y se limpió las manos en las solapas de su chaqueta—. El capitán necesita que le echen una mano con el timón, ¿verdad? —Rió, bajó del taburete y se volvió hacia la mujer—. Mi querida señora —dijo cogiéndole una mano y besándosela—, me despido de usted hasta que volvamos a encontrarnos. —Se llevó las dos manos al pecho—. Pero recuerde que un trozo de mi corazón siempre será suyo.
La mujer le contempló poniendo cara de no saber cómo reaccionar y acabó sonriendo. Le dio la espalda, dejó escapar una carcajada bastante ruidosa, giró sobre sí mismo y tropezó con el taburete del bar.
—¡Oooops! —exclamó.
—Por aquí, señor Sherad —dijo el más joven de los dos oficiales.
—Sí, sí…, vamos donde ustedes quieran.
Había albergado la esperanza de que le llevarían a una de las zonas reservadas a la tripulación, pero cuando entraron en el ascensor el oficial más joven pulsó el botón de la última cubierta. Sus paseos le habían informado de que contenía almacenes, el equipaje que no podía soportar el vacío y la zona de arresto.
—Creo que voy a vomitar —dijo apenas se cerraron las puertas.
Se dobló sobre sí mismo, emitió una ruidosa arcada y se obligó a expulsar la bebida que había consumido en el bar.
Uno de los oficiales se apartó de un salto para que el chorro de vómito no ensuciara sus relucientes botas y el otro empezó a inclinarse sobre él poniéndole una mano en la espalda.
El vómito cesó con tanta brusquedad como había empezado. Se irguió moviéndose lo más deprisa posible y clavó un codo en la nariz del oficial inclinado sobre él haciéndole chocar con las puertas traseras del ascensor. El segundo oficial aún no había logrado recuperar el equilibrio. Se volvió hacia él y le dio un puñetazo en plena cara. El oficial se dobló lentamente sobre sí mismo. Sus rodillas primero y su espalda después chocaron con el suelo. El ascensor emitió un campanilleo y se detuvo entre dos niveles. La pelea había activado la alarma del límite de peso. Pulsó el primer botón de la hilera y el ascensor empezó a subir.
Desarmó a los dos oficiales inconscientes, examinó las armas —dos pistolas aturdidoras—, y meneó la cabeza. El ascensor volvió a emitir un campanilleo para indicar que habían regresado al punto de partida. Se metió las dos pistolas en la chaqueta, apoyó los pies en la pared de enfrente izándose por encima de los dos oficiales y colocó las manos sobre las puertas. El esfuerzo de mantenerlas cerradas le obligó a lanzar un gruñido, pero el ascensor acabó rindiéndose. Siguió sosteniendo las puertas con las manos y retorció el cuerpo hasta acercar la cabeza al primer botón de la hilera. Lo pulsó con la frente y el ascensor reanudó el ascenso zumbando de forma casi imperceptible.
Las puertas se abrieron revelando el salón privado y tres hombres. Los tres bajaron la mirada hacia los dos oficiales inconscientes y el pequeño charco de vómito acuoso. Les dejó sin sentido con una ráfaga de las pistolas aturdidoras y los tres cayeron al suelo. Tiró de uno de los oficiales inconscientes hasta dejarlo con medio cuerpo fuera del ascensor para que no pudiera cerrar las puertas y disparó una ráfaga de pistola aturdidora contra los otros dos para asegurarse de que tardarían mucho tiempo en recuperarse.
La puerta del Salón Luz de Estrella estaba cerrada. Pulsó el botón mientras volvía la cabeza hacia el otro extremo del pasillo. Las puertas del ascensor iban y venían empujando suavemente el cuerpo del oficial caído, y pensó que las puertas parecían un amante no muy sutil que intentaba despertarle. Oyó un campanilleo distante.
—Por favor, dejen libre la entrada —dijo la voz del ascensor—. Por favor, dejen libre la entrada.
—¿Sí? —preguntó la puerta que daba acceso al Salón Luz de Estrella.
—Stap, soy Sherad. He cambiado de opinión.
—¡Estupendo!
La puerta se abrió.
Entró en el salón y pulsó el botón de cierre. El recinto no era muy grande, y estaba lleno del humo de las drogas y de personas mutiladas. La música hacía vibrar la atmósfera, las luces habían sido colocadas a un nivel de intensidad muy bajo y los ojos de todos los presentes —algunos estaban fuera de sus cuencas—, se volvieron hacia él. La máquina gris del doctor se encontraba junto al bar atendido por un par de camareras.
Maniobró al doctor hasta colocarle entre él y los demás y le puso la pistola aturdidora debajo del mentón.
—Malas noticias, Stap. Estos trastos pueden ser letales a corta distancia, y la pistola con que le amenazo está al máximo de potencia. Necesito su máquina. Preferiría contar con su cooperación, pero si no hay más remedio puedo arreglármelas sin ella. Hablo muy en serio y tengo muchísima prisa, así que… ¿cuál es su respuesta?
Stap emitió una especie de gorgoteo.
—Tres —murmuró hundiendo el cañón del arma un poco más en el cuello del doctor—. Dos…
—¡De acuerdo! ¡Por aquí!
Soltó a Stap y le siguió hasta la máquina que utilizaba en su extraño negocio. Mantuvo las manos juntas ocultando las dos pistolas aturdidoras dentro de las mangas y saludó con la cabeza a los invitados junto a los que pasaron. Durante un momento tuvo una línea de tiro despejada que terminaba en alguien situado al otro extremo del salón. Disparó y varios cuerpos se desplomaron de forma muy espectacular sobre una mesa cargada de comida. Todos los invitados volvieron la cabeza en esa dirección y la confusión permitió que él y Stap —al que tuvo que empujar cuando oyó el estrépito de los cuerpos cayendo sobre la mesa— llegaran rápidamente hasta donde estaba la máquina.
—Disculpe —murmuró mirando a una de las camareras—. ¿Tendría la bondad de echar una mano al doctor? —Movió la cabeza señalando el espacio de detrás del mostrador—. Quiere poner la máquina allí, ¿verdad, Doc?
Entraron en el cuartito utilizado como almacén que había detrás del bar. Dio las gracias a la camarera, cerró la puerta, activó la cerradura y colocó un montón de cajas delante de ella. Se volvió hacia el doctor y le sonrió. Stap parecía muy alarmado.
—¿Ve la pared que hay detrás de usted, Stap?
Los ojos del doctor fueron velozmente hacia la pared.
—Vamos a atravesarla con la ayuda de su máquina.
—¡No puede hacer eso! No…
Apoyó el cañón de una pistola aturdidora en su frente. Stap cerró los ojos. La esquina del pañuelo que asomaba del bolsillo de su pecho estaba temblando.
—Stap, he visto cuáles son los efectos de esa máquina y creo tener cierta idea de cómo funciona. Quiero un campo de corte, un cuchillo tan fino que sea capaz de cortar las conexiones moleculares… Si no hace ahora mismo lo que le he dicho le dejaré sin sentido y trataré de hacerlo sin su ayuda, y si me equivoco y me cargo la máquina cuando despierte tendrá que enfrentarse a una clientela muy, muy enfadada. Puede que decidan hacerle lo mismo que les hizo usted, pero sin esa máquina… ¿Hmm?
Stap tragó saliva.
—Mm… —farfulló. Una de sus manos se movió lentamente hacia su chaqueta—. Mmm…, mmmm…, mis he-he-herramientas.
Sacó la carterita que contenía las herramientas, se volvió hacia la máquina y abrió un panel.
La puerta que había detrás de ellos emitió un campanilleo. Fue hasta un estante, cogió un objeto de metal cromado que debía de formar parte del equipo utilizado en el bar, apartó las cajas —Stap se volvió a mirar, pero vio que el arma seguía apuntándole y se apresuró a darle la espalda— y colocó el objeto metálico en el hueco que había entre el panel de la puerta y el marco donde entraba al deslizarse. La puerta emitió un gorgoteo vagamente indignado y una lucecita roja empezó a parpadear sobre el botón abrir/cerrar. Volvió a poner el montón de cajas junto al panel.
—De prisa, Stap —dijo.
—¡Hago todo lo que puedo! —chilló el hombrecillo.
La máquina emitió un zumbido estridente y una protuberancia cilíndrica situada a un metro del suelo quedó envuelta en un resplandor azulado.
Contempló el cilindro y luego a Stap y entrecerró los ojos.
—¿Qué espera conseguir con eso? —preguntó el doctor.
—Siga trabajando, Doc. Tiene medio minuto antes de que intente arreglármelas sin su ayuda.
Miró por encima del hombro de Stap y vio que estaba manipulando un control circular dividido en grados.
Su única esperanza era utilizar la máquina para atacar todas las partes de la nave a las que consiguiera llegar. Tenía que dejarla incapacitada. Todas las naves tendían a ser complicadas y, hasta cierto punto, cuanto más tosca era una nave más paradójicamente complicados eran sus sistemas y si causaba los destrozos suficientes quizá consiguiera afectar algún punto lo suficientemente vital sin que la nave estallara en pedazos.
—Ya casi está —dijo el doctor.
Le lanzó una nerviosa mirada de soslayo y alzó un dedo tembloroso acercándolo a un botoncito rojo.
—De acuerdo, Doc —dijo él contemplando con cierta suspicacia los resplandores azulados que bailoteaban alrededor del cilindro—. Adelante —murmuró mientras se acuclillaba al lado de Stap.
—Hum… —El doctor tragó saliva—. Quizá sería mejor que retrocediera un poco. ¿Por qué no se pone ahí detrás?
—No. Intentémoslo, ¿de acuerdo?
Apartó a Stap y pulsó el botoncito rojo. El cilindro emitió un semidisco de luz azulada que salió disparado por encima de sus cabezas y atravesó limpiamente las cajas que había amontonado detrás de la puerta. Líquidos de varias clases y colores empezaron a brotar de ellas y se esparcieron por el suelo. El zumbante disco azulado partió en dos los soportes de las estanterías y todo el conjunto se derrumbó. Contempló el estropicio y sonrió. Si hubiera estado de pie el campo azulado le habría partido en dos mitades.
—Un buen intento, Doc… —dijo.
La pistola aturdidora zumbó y el hombrecillo se desplomó tan fláccidamente como si estuviera hecho de arena mojada. Los estantes seguían dejando caer los paquetitos de aperitivos y los cartones de bebidas, y los que atravesaban el haz azulado llegaban al suelo hechos pedazos. Los líquidos se escapaban de los recipientes perforados esparcidos delante de la puerta. Oyó un golpear ahogado detrás de las cajas.
El olor a licores varios que estaba empezando a impregnar la atmósfera del pequeño almacén resultaba bastante agradable, aunque esperaba que los líquidos derramados no contuvieran la cantidad de alcohol suficiente para provocar un incendio. Hizo girar la máquina creando olitas en el charco de líquidos que iban acumulándose sobre el suelo del cuartito y el parpadeante semidisco azulado derribó unos cuantos estantes más antes de hundirse en el mamparo que había enfrente de la puerta.
La máquina tembló, el aire vibró con un chirriar estridente que le hizo rechinar los dientes y una masa de humo negro se arremolinó durante unos momentos alrededor de los estantes como si estuviera siendo impulsada por la luz azul y bajó rápidamente hacia el decímetro de líquidos varios que ya se habían acumulado en el suelo del pequeño almacén formando lo que parecía un banco de niebla en miniatura. Empezó a manipular los controles de la máquina. Una pantallita le mostró un holograma con la forma del campo y descubrió un par de palancas diminutas que servían para alterarlo convirtiéndolo en una elipse. Los temblores y sacudidas de la máquina se hicieron más violentos, el chirriar se volvió más estridente y el humo negro fue espesándose a su alrededor.
Los golpes ahogados que llegaban desde el otro lado del panel eran cada vez más fuertes. El cuartito se estaba llenando de humo, y empezó a sentir que la cabeza le daba vueltas. Empujó la máquina con un hombro y la mole metálica se movió con una especie de aullido. Algo cedió delante de ella.
Apoyó la espalda en la máquina y empujó con los pies. Oyó un ruido metálico delante de la máquina y ésta empezó a rodar alejándose de él. Giró sobre sí mismo, volvió a empujar con el hombro y se desplomó hacia adelante pasando junto a los estantes envueltos en humo. Cayó por un agujero de bordes rojizos y se encontró en una habitación llena de armarios metálicos. La mezcla de líquidos empezó a derramarse sobre el suelo de la habitación. Dejó la máquina allí donde la había llevado su último empujón, abrió un armario y descubrió una masa de filamentos iridiscentes delgados como cabellos que se enroscaban formando haces alrededor de una confusión de cables y varillas. Un tablero de control de escaso grosor y unos dos metros de longitud estaba cubierto de luces que se encendían y se apagaban, y el espectáculo le hizo pensar en una extraña ciudad linear vista de noche.
Frunció los labios y lanzó un ruidoso beso hacia los haces de fibras.
—Felicidades —murmuró—, has ganado el premio gordo.
Se inclinó sobre la zumbante masa de la máquina y manipuló los controles hasta dejarlos en unas posiciones bastante parecidas a las que había fijado Stap, pero alteró la forma del campo para que fuese circular y acabó dando plena potencia a los sistemas.
El disco azul se estrelló contra los armarios grises y los envolvió en un cegador torbellino de chispas. El estrépito fue ensordecedor. Dejó la máquina donde estaba, pasó por debajo del disco azul y chapoteó de regreso a la sala de control. Pasó sobre el aún inconsciente doctor Stap, apartó de una patada las cajas y recipientes que había colocado junto a la puerta y quitó la herramienta metálica incrustada en el hueco. El haz azulado visible por el agujero en la pared de la sala de control no llegaba hasta allí. Se incorporó, abrió la puerta empujándola con el hombro y cayó en brazos de un sorprendido oficial de la nave una fracción de segundo antes de que la máquina productora de campos estallara y la onda expansiva hiciera que los dos saliesen disparados a través del bar y acabaran en el salón.
Las luces del salón se apagaron un instante después.
El techo del hospital era tan blanco como las paredes y las sábanas. La superficie del iceberg también era blanca, y el día parecía haber perdido todos los colores. Los remolinos de agua cristalizada bailoteaban locamente junto a las ventanas del hospital. Los últimos cuatro días habían sido iguales, y los meteorólogos decían que la ventisca no empezaría a debilitarse hasta pasados dos o tres días más. Pensó en las tropas acurrucadas en las trincheras y cavernas talladas en las masas de hielo y no se atrevió a maldecir la tempestad que aullaba en el exterior, pues la ventisca significaba que había muchas probabilidades de que no combatieran. Los pilotos también se alegraban del mal tiempo pero intentaban disimularlo y maldecían ruidosamente a la ventisca que les impedía volar. Ya debían de estar enterados del pronóstico meteorológico, y pensó que a estas horas muchos de ellos ya se hallarían en las primeras fases de la borrachera.
Clavó la mirada en el panorama blanco que se extendía al otro lado de las ventanas. Se suponía que la visión del cielo azul era buena para los enfermos, y ésa era la razón de que construyeran los hospitales en la superficie cuando todo lo demás se encontraba debajo del hielo. Los muros exteriores del hospital estaban pintados de rojo para que las aeronaves del enemigo pudieran identificarlo sin dificultades y no lo atacaran. Había visto algunos hospitales enemigos desde el aire y había pensado que los puntitos rojos esparcidos sobre aquella blancura cegadora parecían gotas de sangre congeladas caídas de la herida de un soldado.
Las cortinas de nieve quedaron atrapadas en un vórtice de la ventisca y su danza circular hizo que un torbellino de blancura se materializara durante unos segundos junto a una ventana. Contempló el caos que caía del cielo y entrecerró los ojos como si ese esfuerzo de concentración pudiera permitirle descubrir algún tipo de pauta o modelo perdidos en el desorden de la ventisca. Alzó una mano y acarició el vendaje blanco que le rodeaba la cabeza.
Cerró los ojos e hizo un nuevo intento de recordar. Su mano cayó sobre las sábanas que le cubrían el pecho.
—¿Cómo estamos hoy? —le preguntó la enfermera.
Abrió los ojos y vio que estaba junto a la cabecera de su cama sosteniendo una sillita delante de ella. La joven colocó la sillita entre su cama y la cama vacía que había a su derecha. Era el único paciente que había en toda la sala. Llevaban más de un mes sin que hubiera ningún ataque a gran escala, y las otras camas estaban vacías.
La enfermera se sentó. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Se alegraba de verla y de que tuviera tiempo para hablar con él.
—Bastante bien —replicó mientras asentía con la cabeza—. Sigo intentando recordar lo que ocurrió.
La enfermera se pasó las manos por el regazo alisando los blancos pliegues de su uniforme.
—¿Qué tal van los dedos hoy?
Alzó las dos manos delante de su cara, movió los dedos de la mano derecha y clavó los ojos en la izquierda. Los dedos de la mano izquierda se movieron apenas una fracción de centímetro. Frunció el ceño.
—Más o menos igual —dijo como si pidiera disculpas a la joven por no haberlo hecho mejor.
—Esta tarde verás al doctor. Supongo que hablará con los especialistas para que te echen un vistazo.
—Lo que necesito es un fisioterapeuta para mi memoria —dijo él y cerró los ojos durante unos momentos—. Sé que había algo muy importante que debía recordar y…
No llegó a completar la frase. Acababa de darse cuenta de que había olvidado el nombre de la enfermera.
—No creo que tengamos fisioterapeutas de esa clase aquí —dijo la enfermera, y sonrió—. ¿Los había en el sitio de donde vienes?
Esto ya había ocurrido antes. Ayer, ¿verdad? Ayer también había olvidado su nombre…, ¿o no? La miró y sonrió.
—Debería responder diciendo que no me acuerdo —murmuró—. Pero… No, creo que no.
Había olvidado su nombre ayer, y el día anterior, pero tenía un plan. Había hecho algo que…
—Bueno, tienes la cabeza tan dura que quizá no los necesitaran.
La enfermera seguía sonriendo. Rió e intentó recordar en qué consistía el plan que se le había ocurrido. Era algo relacionado con el aliento, el soplar, y una hoja de papel…
—Quizá no —dijo.
Su dura cabezota… Ésa era la razón de que estuviera allí. Una cabeza muy dura o, por lo menos, más dura de las que estaban acostumbrados a tratar. Tenía la cabeza tan dura que no se había hecho pedazos cuando alguien le disparó… (Pero ¿por qué le habían disparado si no estaba combatiendo, cuando estaba entre los suyos, los pilotos de su mismo bando?)
Sólo había sufrido una fractura. Fractura y rotura del hueso sí, pero destrucción irreparable…, no, eso no.
Volvió la cabeza hacia el otro lado y contempló la mesilla que había junto a la cama. Encima de la mesilla había una hoja de papel doblada.
—No te fatigues intentando recordar las cosas —dijo la enfermera—. Puede que no las recuerdes, pero eso no tiene mucha importancia. Tu mente también necesita un poco de tiempo para curarse, ¿comprendes?
La oía hablar y podía comprender sus palabras, pero no les prestaba mucha atención porque seguía intentando recordar lo que se había dicho a sí mismo el día antes. Esa hoja de papel… Tenía algo que ver con la hoja de papel, estaba seguro. Se llenó los pulmones de aire y sopló. La parte superior de la hoja de papel subió lo suficiente para que pudiese ver lo que había escrito debajo. Talibe. La hoja de papel volvió a doblarse ocultando la palabra. Recordó que la había colocado en aquella posición para que la enfermera no pudiese verla.
La enfermera se llamaba Talibe. Claro. El nombre le era familiar.
—Estoy mejorando —dijo—. Pero había algo que tenía que recordar, Talibe. Era importante. Sé que lo era…
La enfermera se puso en pie y le dio una palmadita en el hombro.
—Deja de preocuparte. ¿Por qué no duermes la siesta? Correré las cortinas.
—No —dijo él—. Talibe, ¿puedes quedarte un rato más?
—Necesitas descansar, Cheradenine —dijo ella, y le puso una mano sobre la frente—. Volveré dentro de un rato para tomarte la temperatura y cambiarte el vendaje. Si necesitas alguna otra cosa usa el timbre. —Le acarició la mano, cogió la sillita blanca y fue hacia la puerta. Se detuvo en el umbral y le miró—. Oh, sí. Cuando te cambié el vendaje por última vez…, ¿recuerdas si me dejé las tijeras encima de la mesilla?
Miró a su alrededor y meneó la cabeza.
—Creo que no —dijo.
Talibe se encogió de hombros.
—Oh… Bueno.
Salió de la sala. Oyó el ruido que hizo al dejar la silla en el pasillo un segundo antes de que las puertas se cerraran detrás de ella.
Siguió contemplando la ventana.
Talibe se llevaba la silla cada vez que salía de la sala porque cuando despertó y la vio por primera vez perdió el control de sus nervios, y aunque su estado mental parecía haber mejorado mucho desde entonces le bastaba con ver la silla al pie de su cama cuando despertaba para que el miedo se adueñara de él y le hiciera temblar incontrolablemente. La visión de una silla le afectaba de tal forma que acabaron decidiendo colocar las sillas de la sala en un rincón donde no pudiera verlas, y Talibe o los médicos traían la silla desde el pasillo cada vez que venían a visitarle.
Ojalá pudiera olvidar todo aquello. Olvidar la silla, olvidar al Constructor de Sillas, olvidar el Staberinde… ¿Cuál era la razón de que aquellos recuerdos se mantuvieran tan frescos y claros después de un viaje tan largo y de que hubieran pasado tantos años? Y en cambio lo que había ocurrido hacía sólo unos días —cuando alguien le había disparado y le había dejado por muerto en el hangar— estaba tan confuso como si fuese un objeto lejano visto a través de la ventisca.
Contempló las nubes congeladas que había al otro lado de las ventanas y el frenesí amorfo de la nieve. Su falta de significado parecía burlarse de él.
Dejó que su cuerpo se hundiera en la cama y que el montón de sábanas y mantas le sumergiese como una avalancha, y acabó quedándose dormido con la mano derecha debajo de la almohada y los dedos curvados sobre el metal de las tijeras que había cogido de la bandeja de Talibe el día anterior.
—¿Qué tal va la cabeza, viejo amigo?
Saaz Insile le arrojó una fruta. No logró pillarla al vuelo, por lo que tuvo que inclinarse y cogerla de su regazo, donde había aterrizado después de chocar contra su pecho.
—Mejorando —replicó.
Insile se sentó sobre la cama contigua, dejó caer su gorra encima de la almohada y se desabrochó el primer botón del uniforme. Su enmarañada cabellera negra hacía que su pálido rostro pareciera tan blanco como el caos de nieve que seguía cayendo sobre el mundo al otro lado de las ventanas.
—¿Cómo te están tratando?
—Muy bien.
—He visto que tienes una enfermera muy guapa.
—Talibe. —Sonrió—. Sí, no está nada mal.
Insile rió y se echó hacia atrás extendiendo los brazos a la espalda.
—¿No está mal? Zakalwe, es soberbia… ¿También se encarga de tu aseo personal?
—No. Puedo ir al cuarto de baño.
—¿Quieres que te rompa las piernas?
—Quizá te pida que me las rompas cuando lleve un poco más de tiempo aquí.
Se rió.
Insile también soltó una carcajada y clavó los ojos en la tormenta que se agitaba más allá de las ventanas.
—¿Qué tal va tu memoria? ¿Ha mejorado?
Sus dedos tiraron de un pliegue de la sábana blanca cerca de donde había dejado caer la gorra.
—No —dijo él. Tenía la impresión de que su memoria había mejorado, pero no quería decírselo a nadie. Tenía la vaga impresión de que compartir ese pequeño secreto quizá le trajera mala suerte—. Recuerdo que estaba con los demás, la partida de cartas y luego… —Después recordaba haber visto la silla blanca al pie de la cama y haber llenado sus pulmones con todo el aire del mundo y haber gritado con la potencia de un huracán hasta el fin de los tiempos o, por lo menos, hasta que Talibe entró en la sala y logró calmarle. («¿Livueta? —había murmurado—. Dar… ¿Livueta?») Se encogió de hombros—. Y cuando desperté estaba aquí.
—Bueno —dijo Saaz. Pasó la mano por los pantalones de su uniforme para alisar unas arrugas—. Tengo una buena noticia. Hemos conseguido limpiar la mancha de sangre del suelo del hangar.
—Espero tener ocasión de devolverle el favor a quien me disparó.
—Es lógico, pero te advierto que luego no te ayudaremos a limpiar el estropicio.
—¿Qué tal están los demás?
Saaz suspiró, meneó la cabeza y se pasó una mano por la nuca.
—Oh, siguen siendo la misma pandilla de tipos adorables y joviales de siempre. —Se encogió de hombros—. El resto del escuadrón… Te envían sus más cariñosos saludos y sus deseos de que te recuperes lo más pronto posible, pero esa noche… Se cabrearon bastante contigo. —Contempló al hombre que yacía en la cama—. Cheri, viejo amigo, no creo que haya nadie a quien le guste la guerra, pero… Hay formas y formas de decirlo, ¿no te parece? Me temo que metiste la pata… Todos apreciamos en su justo valor lo que has hecho. Sabemos que no se te ha perdido nada aquí, pero creo… Creo que algunos de los chicos… Bueno, creo que incluso eso les molesta un poco. Les oigo hablar de vez en cuando, y supongo que tú también les habrás oído. De noche, cuando tienen pesadillas… Hay momentos en que ves ese brillo extraño en sus ojos, como si supieran que tienen muy pocas probabilidades de salir enteros de todo esto. Están asustados. Si se lo dijera a la cara puede que intentaran meterme una bala en la cabeza, pero…, tienen miedo. Si hubiera alguna forma de escapar, algo que les pudiera sacar de este lío… Son hombres valientes y quieren luchar por su país, pero también quieren seguir vivos y cualquier persona que comprenda las pocas probabilidades de conseguirlo que tienen… Bueno, no creo que nadie pueda culparles por eso, ¿verdad? Sólo quieren una excusa honorable que les permita salvar la cara. No se atreven a pegarse un tiro en un pie, y ahora ya no hay nadie que salga a dar un paseo con calzado normal y vuelva con algún dedo congelado porque hubo demasiados que usaron ese truco al principio, pero les encantaría largarse. Tú no tienes ninguna razón para estar aquí…, pero estás. Decidiste luchar y muchos de ellos te odian por haber tomado esa decisión. Tu presencia hace que se sientan como unos cobardes porque saben que si estuvieran dentro de tu pellejo se encontrarían muy lejos de aquí diciéndoles a las chicas lo afortunadas que son por poder bailar con un piloto tan valeroso.
—Lo lamento. —Se acarició el vendaje de la cabeza—. Pero no tenía ni idea de que estuvieran tan cabreados…
—Oh, no están cabreados. —Insile frunció el ceño—. Y eso es lo más extraño de todo.
Se puso en pie, fue hacia la ventana más próxima y contempló la ventisca.
—Mierda, Cheri, la mitad de esos tipos te habrían invitado a ir al hangar y habrían intentado aflojarte un par de dientes, pero… ¿un arma? —Meneó la cabeza—. No confiaría en ninguno de ellos para tenerle a mi espalda con un panecillo recién horneado o una bolsa llena de cubitos de hielo, pero si se tratara de un arma… —Volvió a menear la cabeza—. No me lo pensaría dos veces. No son de esos, ¿comprendes?
—Bueno, Saaz, puede que todo fueran imaginaciones mías —dijo él.
Saaz se volvió hacia la cama y le contempló con cara de preocupación. Vio que su amigo sonreía y eso pareció aliviarle un poco.
—Cheri, admito que no quiero imaginar que esté equivocado respecto a ellos, pero la alternativa es… Otra persona. No sé quién puede ser, y la policía militar tampoco.
—Me temo que no les ayudé demasiado —confesó él.
Saaz volvió a sentarse en la cama.
—¿No tienes ni idea de con quién hablaste después ni de adonde fuiste?
—No.
—Me dijiste que ibas a la sala de reuniones para echar un vistazo a los últimos objetivos.
—Sí, eso me han contado.
—Pero cuando Jine entró allí para invitarte a pasar un rato en el hangar por haber dicho esas cosas tan horribles sobre nuestro alto mando y lo pésimas que son nuestras tácticas… No estabas allí.
—No sé qué ocurrió, Saaz. Lo siento, pero yo…
Sintió el escozor de las lágrimas que acababan de invadir sus ojos y lo repentino de aquel acceso de llanto le sorprendió. Dejó la fruta sobre su regazo, sorbió aire por la nariz haciendo mucho ruido y se la limpió con la mano. Después tosió y se dio un par de golpes en el pecho.
—Lo siento —repitió.
Insile le observó en silencio mientras él alargaba la mano hacia la mesilla para coger un pañuelo.
Saaz se encogió de hombros y sonrió.
—Eh, no te tortures… Ya lo recordarás. Quizá fue alguien de las dotaciones de tierra que está cabreado contigo porque le has pisado los dedos demasiadas veces. Si quieres recordarlo el mejor sistema es no esforzarse demasiado y dejar que vuelva por sí solo.
—Sí. «Tienes que descansar…» Ya he oído esa frase antes, Saaz.
Cogió la fruta de su regazo y la puso encima de la mesilla.
—¿Quieres que te traiga algo en particular la próxima vez que venga a verte? —preguntó Insile—. Aparte de Talibe, claro, para la que quizá tenga mis propios planes si tú decides seguir con los brazos cruzados…
—No, gracias.
—¿Una botella de algo?
—No. Me estoy reservando para el bar.
—¿Libros?
—No, Saaz… No quiero nada, de veras.
—Zakalwe… —Saaz se rió—. Ni tan siquiera tienes alguien con quien hablar. ¿Qué diablos haces durante todo el día?
Volvió la cabeza hacia la ventana, no dijo nada y acabó mirando a Saaz.
—Pienso —murmuró por fin—. Intento recordar.
Saaz fue hacia la cama. Parecía muy joven. Se quedó inmóvil durante unos momentos como si no supiera qué hacer y acabó rozándole el pecho con el puño.
—No quiero que acabes perdido dentro de tu propia cabeza, viejo amigo —dijo sin apartar los ojos del vendaje.
Alzó los ojos hacia él y le contempló con el rostro inexpresivo.
—Oh, no te preocupes por eso —dijo—. Y, de todas formas, ya sabes que tengo un gran sentido de la orientación.
Saaz Insile era su amigo y había algo que quería decirle, pero tampoco lograba recordar de qué se trataba. Era algo que le advertiría de un peligro, porque ahora sabía algo de lo que antes no había sido consciente, y ese algo era… Sí, tenía que advertirle.
Había momentos en que el sentimiento de frustración llegaba a ser tan intenso que quería gritar, partir en dos las almohadas blancas y coger la silla blanca para destrozar las ventanas dejando entrar la loca furia blanca del exterior.
Se preguntó cuánto tardaría en morir congelado si las ventanas estuvieran abiertas.
Bueno, por lo menos sería una muerte apropiada… Había llegado aquí congelado, y partir en el mismo estado parecía casi lógico. Jugueteó con la idea de que la razón oculta de todo lo ocurrido era un recuerdo impalpable, una afinidad oculta en la médula de sus huesos que le había traído a este sitio donde ejércitos ocultos en los inmensos icebergs desprendidos de sus gigantescos glaciares libraban grandes batallas mientras sus bases giraban como cubitos de hielo en un vaso de cóctel tan grande como un planeta. El campo de batalla era una confusión de islas heladas en continuo movimiento que formaban un cinturón entre el polo y el trópico. Algunas de esas islas medían centenares de kilómetros de longitud, y las espaldas de aquellos monstruos colosales eran como un desierto blanco puntuado por los cadáveres, las manchas de sangre y los restos de los aviones y los tanques.
Luchar por lo que acabaría derritiéndose y jamás podría proporcionar alimentos, minerales o un sitio donde vivir parecía una caricatura casi deliberada de la consabida locura de la guerra. Combatir siempre le había gustado, pero aquella guerra y la forma en que se libraba le parecían ridículas y el proclamar en voz alta sus opiniones hizo que acabara teniendo muchos enemigos entre los otros pilotos y entre sus propios superiores.
Pero sabía que Saaz tenía razón. La causa de que alguien hubiera intentado matarle no debía buscarse en las palabras que salieron de sus labios aquella noche. Al menos (dijo una vocecita dentro de él), sus palabras no eran la causa directa de lo ocurrido…
Recibió la visita de Thone, el jefe del escuadrón, y se sorprendió un poco al ver que no había querido encargar esa tarea a algún subordinado.
—Gracias, enfermera —dijo en el umbral. Cerró la puerta, sonrió y fue hacia la cama con la silla blanca. Se sentó en ella y se irguió intentando que su barriga quedara lo más disimulada posible—. Bueno, capitán Zakalwe…, ¿qué tal vamos?
El olor a flores de su colonia favorita flotaba alrededor de Thone y no tardó en llegar hasta sus fosas nasales.
—Espero que podré volver a volar dentro de un par de semanas, señor —dijo él.
Thone nunca le había caído demasiado bien, pero intentó sonreír.
—¿De veras? —replicó Thone—. Vaya, vaya… Los doctores me han dicho otra cosa, capitán Zakalwe. Quizá la versión que le dan a usted se aparta un poco de la realidad.
Miró a su superior y frunció el ceño.
—Bueno, quizá…, quizá necesite un poco más de tiempo, señor.
—Capitán Zakalwe, me temo que quizá nos veamos obligados a enviarle a su casa —dijo Thone con una sonrisa muy poco sincera—. O por lo menos al continente, pues tengo entendido que su casa se encuentra muy lejos.
—Estoy seguro de que podré volver al servicio activo, señor. Naturalmente, comprendo que deberé pasar por un examen médico antes, pero…
—Sí, sí, sí —dijo Thone—. Bien, tendremos que esperar y ver, ¿verdad? Hmmm. Muy bien. —Se puso en pie—. ¿Puedo hacer alguna cosa…?
—No necesito que haga na… —empezó a decir, y se interrumpió al ver la expresión que sus palabras habían hecho aparecer en el rostro de Thone—. Disculpe, señor.
—Tal y como iba diciendo, capitán… ¿Puedo hacer alguna cosa por usted?
Inclinó la cabeza y clavó los ojos en la blancura de las sábanas.
—No, señor. Gracias, señor.
—Le deseo que se recupere lo más deprisa posible, capitán Zakalwe —dijo Thone con voz gélida.
Le saludó. Thone asintió, giró sobre sí mismo y se marchó.
En cuanto se hubo quedado solo permaneció inmóvil durante mucho rato sin apartar los ojos de la silla blanca.
La enfermera Talibe entró unos momentos después. Tenía los brazos cruzados delante del pecho y sus rasgos redondos y pálidos estaban muy tranquilos.
—Intenta dormir —le dijo con afabilidad, y se llevó la silla.
Despertó de noche y vio el resplandor de las luces debilitado por la nevada. Los copos de nieve que caían del cielo quedaban silueteados contra los focos y se convertían en masas traslúcidas. El contraste con la áspera claridad blanca hacía que parecieran aún más blandas e ingrávidas. La blancura que había más allá se mezclaba con la negrura de la noche y era percibida como un conjunto de tonos grisáceos.
Cuando despertó el aire olía a flores.
Metió la mano debajo de la almohada y sintió el contacto de la tijera.
Recordaba el rostro de Thone.
Recordaba la sala de misiones y los cuatro oficiales que le invitaron a tomar una copa con ellos y le dijeron que querían hablar.
Fueron a la habitación de uno de ellos —no podía recordar sus nombres, pero no tardaría en hacerlo y sabía que ya era capaz de reconocerlos si los veía—, le hablaron de lo que habían oído comentar que dijo cuando estaba en la sala de pilotos.
Y él estaba un poco bebido y creyó que se estaba comportando de una forma muy astuta, y que quizá descubriera algo interesante, y les dijo lo que sospechaba que querían oír y no lo que había dicho cuando estaba con sus compañeros.
Y descubrió una conspiración. Él quería que el nuevo gobierno fuera fiel a sus promesas populistas y pusiera fin a la guerra. Los oficiales querían montar un golpe, y necesitaban buenos pilotos.
Salió de su habitación dejándoles convencidos de que estaba a su favor sintiendo la agradable mezcla de embriaguez fruto del alcohol y la excitación nerviosa y fue en busca de Thone. Thone, el hombre duro pero justo; Thone, el hombre mezquino que no caía bien a nadie; Thone, vanidoso y siempre perfumado, pero un firme partidario y defensor del gobierno… (Aunque en una ocasión Saaz Insile dijo que hablaba a favor del gobierno cuando estaba con los pilotos y en contra de él cuando estaba con sus superiores.)
Y la expresión que vio en el rostro de Thone…
No entonces, sino algún tiempo después; después de que Thone le dijera que no hablara de lo ocurrido con nadie porque creía que quizá también hubiera traidores entre los pilotos, y le ordenó que se fuera a dormir como si no hubiese ocurrido nada, y le obedeció y se fue a la cama y cuando vinieron a buscarle seguía estando bastante borracho y tardó un segundo más de lo habitual en despertar, y eso les proporcionó el tiempo suficiente para taparle la cara con un trapo impregnado de anestésico y mantenerlo allí mientras se debatía, pero acabó teniendo que respirar y los vapores le sumieron en la inconsciencia.
Los hombres que le habían narcotizado le arrastraron por los pasillos. Los calcetines que cubrían sus pies se deslizaban sobre las baldosas sin hacer ningún ruido. Llegaron a uno de los hangares y alguien fue a ocuparse de los controles del ascensor, y él apenas si podía ver el trozo de suelo que tenía delante y no conseguía alzar la cabeza, pero podía oler el aroma a flores que desprendía el hombre de su derecha.
Las puertas se abrieron sobre sus cabezas con un chirriar metálico. Oyó el ruido de la tormenta y los aullidos del viento soplando en la oscuridad. Le llevaron hasta el ascensor.
Tensó los músculos, giró sobre sí mismo y lanzó una mano hacia el cuello de Thone. Vio su rostro, y la expresión de miedo y perplejidad que se adueñó de él. El otro hombre le agarró el brazo libre. Se debatió, apartó a Thone de un empujón y vio el arma en la funda del oficial.
Logró coger el arma. Recordaba haber gritado y haber quedado libre de las manos que le aprisionaban, pero no pudo mantener el equilibrio y cayó. Intentó disparar, pero el arma se negó a obedecerle. Las luces se encendían y se apagaban al otro extremo del hangar. «¡No está cargada! ¡No está cargada!», gritó Thone mirando a los demás. Todos volvieron la cabeza hacia el otro extremo del hangar. Había algunos aparatos que se interponían entre ellos y la pared, pero también había alguien más, alguien que gritaba y quería saber quién había abierto las puertas del hangar de noche mientras las luces del interior estaban encendidas.
No vio quién le disparó. Un martillo pilón se estrelló contra su sien y lo siguiente que vio fue la silla blanca.
La nieve iluminada por los focos parecía hervir al otro lado de los cristales.
No apartó los ojos de la ventana hasta el amanecer, y pasó todo ese tiempo recordando lo ocurrido.
—Talibe, quiero que envíes un mensaje al capitán Saaz Insile. Dile que debo verle lo más pronto posible. También necesito que te pongas en contacto con mi escuadrón. ¿Querrás hacerlo?
—Sí, naturalmente, pero antes tienes que tomar tu medicación.
La miró fijamente y le cogió la mano.
—No, Talibe. Telefonea antes al escuadrón. —Le guiñó un ojo—. Por favor… Hazlo por mí.
Talibe meneó la cabeza.
—Eres el enfermo más inaguantable que he conocido.
Fue hacia la puerta y salió de la sala.
—Bien… ¿Va a venir?
—Está de permiso —dijo Talibe mientras cogía la tablilla de anotaciones para comprobar qué medicación estaba recibiendo.
—¡Mierda!
Saaz no le había dicho nada de un permiso.
—Capitán… Vaya lenguaje —dijo Talibe agitando una botella.
—La policía, Talibe. Llama a la policía militar… Tienes que hablar con ellos ahora mismo. Es muy urgente.
—La medicación primero, capitán.
—Está bien. ¿Me prometes que les llamarás apenas me la haya tomado?
—Prometido. Abre la boca.
—Aaaaah…
Maldito fuera Saaz por estar de permiso, y doblemente maldito por no haberle dicho nada. Y Thone… ¡Qué desfachatez tan increíble! Venir a verle al hospital para averiguar si se acordaba de lo ocurrido…
¿Y qué habría ocurrido si así fuera?
Volvió a meter la mano bajo la almohada para asegurarse de que las tijeras seguían allí y sintió el frío contacto del metal.
—Les he explicado que se trataba de un asunto muy urgente y me aseguraron que vendrían lo más pronto posible —dijo Talibe cuando entró, esta vez sin la silla. Se volvió hacia las ventanas y la tormenta que seguía haciendo estragos al otro lado de los cristales—. Y tengo que darte algo para que estés despierto. Te quieren lo más lúcido posible.
—¡Estoy despierto y no puedo estar más lúcido!
—No protestes y trágate estas píldoras.
Se las tragó.
Se quedó dormido con los dedos tensos alrededor de las tijeras ocultas debajo de la almohada y la blancura del exterior se fue acercando hasta que acabó atravesando el cristal mediante un proceso de osmosis, y se dirigió hacia su cabeza como si hubiera una fuerza que la atraía en esa dirección, y giró lentamente trazando órbitas alrededor de ella, y se unió al toroide blanco del vendaje y lo disolvió y lo desenredó y depositó los restos en el rincón de la habitación donde las sillas blancas murmuraban y hacían planes, y fue tensándose lentamente alrededor de su cráneo ejerciendo una presión cada vez mayor mientras giraba con la estúpida danza circular de los copos de nieve, más y más deprisa, más y más cerca, hasta que los copos de nieve se convirtieron en la banda fría y rígida del vendaje que le oprimía la cabeza, y cuando lograron encontrar la herida fueron abriéndose paso por su piel y su cráneo e hicieron que su cerebro se transformara en una fría y crujiente masa de cristales blancos.
Talibe abrió las puertas de la sala y dejó entrar a los oficiales.
—¿Estás segura de que se encuentra inconsciente?
—Le di el doble de la dosis habitual. Si no está inconsciente es que ha muerto.
—Aún tiene pulso. Cógele de los brazos.
—De acuerdo… ¡Arriba! ¡Eh, mira esto!
—Vaya.
—Fue un descuido mío. Me preguntaba dónde habían ido a parar… Lo siento.
—Te has portado muy bien, jovencita. Ahora será mejor que nos dejes solos, y gracias. No olvidaremos este favor.
—De acuerdo…
—¿Qué?
—Será…, será rápido, ¿verdad? Quiero decir… ¿Lo harán antes de que despierte?
—Claro. Oh, sí, claro. No se enterará. No sentirá absolutamente nada.
Y cuando despertó tenía frío y estaba encima de la nieve, y la ráfaga helada que salió de lo más hondo de su ser y atravesó su piel por cada poro alejándose con un alarido estridente hizo que aún fuera más consciente del frío.
Despertó y supo que iba a morir. La ventisca ya le había entumecido un lado del rostro. Una mano estaba pegada a la capa de nieve apisonada sobre la que yacía. Seguía vistiendo el pijama del hospital. El frío no era frío, sino un dolor que le aturdía y le embotaba y que intentaba devorar su cuerpo desde todas las direcciones a la vez.
Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Vio unos metros de nieve bañados por lo que quizá fueran los primeros rayos de sol de la mañana. La ventisca se había debilitado un poco, pero seguía siendo insoportable.
La última temperatura que había oído mencionar era de diez grados bajo cero, pero el impacto del viento hacía que pareciera mucho más baja. La cabeza, las manos, los pies, los genitales…, el dolor estaba por todas partes.
El frío le había despertado. Tenía que haber sido el frío. Debía de haberle despertado muy deprisa, o de lo contrario ya estaría muerto. Debían de haberle dejado allí. Si lograra averiguar en qué dirección se habían alejado, si pudiera seguirles…
Intentó moverse, pero no lo consiguió. Lanzó un grito silencioso, trató de llevar a cabo el mayor esfuerzo de voluntad de toda su existencia.., y lo único que consiguió fue girar sobre sí mismo y acabar sentado en la nieve.
El esfuerzo estuvo a punto de resultar excesivo. Tuvo que extender las manos hacia atrás y apoyarse en la nieve para no caer. Sintió que sus dos manos empezaban a convertirse en dos pedazos de hielo, y comprendió que nunca conseguiría levantarse.
«Talibe…», pensó, pero la ventisca se apoderó del pensamiento y se lo llevó dando tumbos.
Olvídate de Talibe. Te estás muriendo. Hay cosas más importantes en las que pensar.
Contempló las profundidades lechosas de la ventisca que venía hacia él y le dejaba atrás, y pensó que parecía un enjambre de estrellas diminutas y blandas que tuvieran mucha prisa y se movieran velozmente en todas direcciones. Al principio sintió un millón de alfilerazos calientes en el rostro, pero su piel no tardó en ir perdiendo la sensibilidad.
«Haber recorrido tanta distancia para acabar muriendo en una guerra que no me importa en lo más mínimo…», pensó. Que ridículo parecía todo ahora. Zakalwe, Elethiomel, Staberinde; Livueta, Darckense. Los nombres desfilaron por su mente y acabaron alejándose hechos pedazos por el aullido del viento y el frío que le iba dejando sin fuerzas. Tenía la sensación de que su rostro se encogía y se resecaba poco a poco, y podía notar como el frío iba atravesando su piel y sus globos oculares para llegar hasta la lengua, los dientes y los huesos.
Logró liberar una mano de la nieve a la que había quedado pegada y la anestesia del frío hizo que apenas sintiera el dolor de su palma despellejada. Abrió la chaqueta del pijama arrancando los botones y expuso la pequeña cicatriz de su pecho al embate helado del viento. Volvió a apoyar la mano en la nieve y alzó la cabeza. Los huesos de su cuello parecieron rechinar y crujir con cada centímetro del movimiento, como si el frío ya se hubiera instalado dentro de sus articulaciones.
—Darckense… —le murmuró al hervor helado de la ventisca.
Y entonces fue cuando vio a la mujer que venía hacia él caminando a través de la tempestad tan tranquilamente como si ésta no existiera.
La mujer calzaba botas negras y vestía un abrigo muy largo con adornos de piel negra en el cuello y las mangas, y llevaba un sombrerito en la cabeza.
Su cuello y su rostro carecían de protección, y tampoco llevaba guantes. Tenía el rostro ovalado y los ojos muy oscuros y profundos. La mujer se detuvo ante él y la tormenta que había detrás de ella pareció hendirse a su espalda, y sintió algo más que la proximidad de aquella silueta alta y esbelta, y todas las partes de su cuerpo que estaban encaradas hacia ella captaron algo parecido al calor.
Cerró los ojos. Meneó la cabeza sin hacer caso del dolor que le produjo aquel gesto. Volvió a abrir los ojos.
La mujer seguía allí.
Había puesto una rodilla sobre la nieve y tenía las manos apoyadas encima de esa rodilla. Su rostro quedaba a la altura del de él. Se inclinó hacia adelante, volvió a liberar una mano de la nieve que intentaba fundirse con ella (no sintió nada, pero cuando se puso la mano delante de la cara vio la carne despellejada y la sangre que la cubría). Intentó tocarle la cara, pero la mujer le cogió la mano antes de que pudiera hacerlo. Estaba caliente, y él pensó que jamás había experimentado una sensación tan deliciosa.
La mujer le acarició la mano, la tormenta se partió en dos a su alrededor y su aliento creó una nubécula en el aire, y él la miró y se echó a reír.
—Maldición —dijo. Sabía que el frío y la droga que le habían administrado hacían que su voz sonara pastosa y casi incomprensible—. Llevo toda mi jodida vida siendo ateo, ¡y ahora resulta que esos gilipollas tenían razón! —Jadeó y acabó tosiendo—. ¿O es que también les das una pequeña sorpresa a ellos no apareciendo cuando van a morir?
—Me halaga, señor Zakalwe —dijo la mujer. Tenía una voz incomparable, maravillosamente ronca y sensual—. No soy ni la Muerte ni una diosa imaginaria. Soy tan real como usted… —Su largo y fuerte pulgar acarició la carne desgarrada de su palma—. Aunque no estoy tan fría, claro.
—Oh, estoy seguro de que eres real —dijo él—. Puedo sentir que eres realmen…
No pudo seguir hablando. Acababa de ver lo que había detrás de la mujer. Una forma inmensa de un blanco grisáceo algo más oscuro que el color de la nieve estaba materializándose entre los remolinos de la ventisca. La silueta pareció surgir del suelo detrás de la mujer subiendo poco a poco, y la tormenta dejó de existir en un radio de tres metros a su alrededor.
—Es un módulo con capacidad para doce personas, Cheradenine —dijo la mujer—. Ha venido para sacarte de aquí si ése es tu deseo, aunque también puede llevarte al continente. O aún más lejos… Puede llevarte con nosotros, si lo prefieres.
Estaba harto de parpadear y menear la cabeza. No sabía cuál era la parte de su mente que deseaba divertirse con aquel juego tan extraño, pero tendría que seguirle la corriente todo el tiempo que hiciera falta. No tenía ni idea de si existía alguna relación entre esto y el Staberinde y la Silla, pero si había alguna relación —¿y cómo podía no haberla?—, su estado de debilidad actual haría que cualquier intento de oponer resistencia resultara inútil. Bien, adelante. No tenía elección.
—¿Contigo? —preguntó intentando no reír.
—Con nosotros. Queremos ofrecerte un trabajo. —La mujer sonrió—. Pero creo que hablaríamos más a gusto en un sitio menos frío, ¿no te parece?
—¿Un sitio donde haga menos frío?
La mujer movió la cabeza señalando lo que había detrás de ella.
—Dentro del módulo —dijo.
—Oh, claro —dijo él—. Eso…
Intentó despegar su otra mano de la nieve y no lo consiguió.
Volvió la cabeza hacia la mujer y vio que acababa de sacar un frasquito de su bolsillo. Alargó el brazo por detrás de su espalda y fue derramando el contenido del trasquilo sobre su mano. La piel se fue calentando y la mano no tardó en quedar libre. Cuando se la miró vio que había quedado envuelta en una nubécula de vapor.
—¿De acuerdo? —preguntó la mujer. Le cogió de la mano, le ayudó a levantarse y sacó un par de zapatillas de su bolsillo—. Ten.
—Oh. —Se rió—. Sí, gracias.
La mujer le puso una mano en el hombro y deslizó el otro brazo por debajo del suyo. Era fuerte.
—Parece que sabes cómo me llamo —dijo él—. ¿Cuál es tu nombre, suponiendo que no se trate de una pregunta impertinente?
La mujer sonrió y le ayudó a recorrer los escasos metros que les separaban de aquella mole a la que había llamado módulo. La nieve caía cerca de ellos y los copos pasaban velozmente arrastrados por el viento, pero el rugir de la tormenta se había esfumado y el silencio era tan absoluto que podía oír el crujir de sus pies moviéndose sobre el suelo nevado.
—¿Mi nombre? —exclamó la mujer—. Me llamo Rasd-Coduresa Diziet Embless Sma da’Marenhide.
—¡Me tomas el pelo!
—Pero puedes llamarme Diziet.
Tuvo que soltar otra carcajada.
—Sí… De acuerdo, te llamaré Diziet.
Entraron en el calor y la luz anaranjada del interior del módulo, ella caminando y él tambaleándose. Las paredes parecían estar hechas de una madera muy lisa y suave, los asientos de algo que parecía cuero y el suelo era como una inmensa alfombra de piel. El aire olía como un jardín de montaña.
Intentó llenarse los pulmones con aquella atmósfera cálida y perfumada. Se tambaleó, estuvo a punto de perder el equilibrio y se volvió hacia la mujer.
—¡Esto es real! —jadeó poniendo cara de perplejidad.
Si hubiera tenido aliento suficiente para ello habría gritado.
La mujer asintió.
—Bienvenido a bordo, Cheradenine Zakalwe.
Consiguió volverse hacia ella antes de perder el conocimiento y caer al suelo.
Estaba inmóvil en la galería con el rostro vuelto hacia la luz. La brisa cálida hacía que los cortinajes blancos ondularan lentamente a su alrededor. El silencio era absoluto. La caricia del viento apenas si lograba agitar algunos mechones de su larga cabellera negra. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, y parecía pensativo. Los cielos silenciosos y levemente nublados que se extendían sobre las montañas más allá de la fortaleza y la ciudad proyectaban una claridad suave y casi tamizada sobre todas las superficies y ángulos de su rostro, y su postura y la sencillez de las ropas oscuras que vestía hacían que pareciese tan insustancial como una estatua o un cadáver precariamente apoyado en un baluarte para engañar al enemigo.
Alguien pronunció su nombre.
—Zakalwe. ¿Cheradenine?
—¿Qué…? —Recobró el conocimiento y se encontró contemplando el rostro de un anciano que le pareció vagamente familiar—. ¿Beychae? —se oyó preguntar.
Por supuesto. Aquel anciano era Tsoldrin Beychae. No recordaba que fuese tan mayor.
Miró a su alrededor y aguzó el oído. Oyó un zumbido y vio un pequeño camarote de paredes desnudas. ¿Un barco? ¿Una nave espacial?
Osom Emananish, dijo la voz de su memoria. Nave espacial, clíper, con destino a…, algún planeta cerca de Imbren (fuera lo que fuese aquel lugar y estuviera donde estuviese). Los Habitáculos de Impren… Tenía que llevar a Beychae a los Habitáculos de Impren. Un instante después se acordó del hombrecillo y su maravillosa máquina de campos y del disco azul que había producido. Hurgó a mayor profundidad —algo que no habría podido hacer sin el entrenamiento y los sutiles cambios efectuados por la Cultura—, y encontró el rastro de la memoria siempre activada que se encargaba de seleccionar los datos imprescindibles que debían ser conservados de entre todos los que almacenaba su cerebro. La habitación con los haces de fibras ópticas; el beso enviado con la punta de los dedos por la única razón de que era justamente lo que le apetecía hacer en aquel momento; la explosión y el haber salido despedido a través del bar hasta aterrizar en la sala; el golpe en la cabeza… El resto era muy vago, y se reducía a gritos lejanos y la sensación de que le cogían y le transportaban a otro lugar. Las voces que su cerebro había captado mientras estaba inconsciente no eran más que sonidos confusos.
Se quedó inmóvil durante unos momentos escuchando lo que le estaba diciendo su cuerpo. No había conmoción cerebral. Su riñón derecho había sufrido algunos daños leves, tenía montones de morados, abrasiones en ambas rodillas, cortes en la mano derecha…, y a su nariz aún le faltaba un poco para volver a la normalidad.
Se incorporó y volvió a examinar el camarote. Paredes de metal, dos catres, un taburete ocupado por Beychae…
—¿Estoy encerrado?
Beychae asintió.
—Sí. Esto es la prisión de la nave.
Se reclinó en el catre. Se dio cuenta de que llevaba puesto un mono de tripulante desechable. El pendiente-terminal había desaparecido de su oreja y el lóbulo se encontraba lo bastante irritado para hacerle sospechar que el transceptor había opuesto cierta resistencia a separarse de él.
—¿Tú también o sólo yo? —preguntó.
—Sólo tú.
—¿Y la nave?
—Creo que nos dirigimos hacia el sistema estelar más próximo. El motor principal no funciona y estamos usando los impulsores de emergencia.
—¿Cuál es el sistema estelar más próximo?
—Bueno, el único planeta habitado se llama Murssay. Ciertas zonas del planeta están luchando con otras…, es uno de esos conflictos a pequeña escala de los que me hablaste. Es posible que no nos permitan aterrizar.
—¿Aterrizar? —Se acarició la nuca y soltó un gruñido. El morado de allí parecía ser el más grande de toda su colección—. Esta nave no puede aterrizar. No está construida para desplazarse dentro de la atmósfera.
—Oh —murmuró Tsoldrin—. Bueno, quizá querían decir que no nos darían permiso para pisar la superficie del planeta.
—Hmmm. Debe de haber algún tipo de instalación orbital. Tienen una estación espacial…, ¿no?
Beychae se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
Miró al anciano y recorrió el camarote con la mirada dejando bien claro que buscaba algo.
—¿Qué saben de ti? —preguntó mientras movía exageradamente los ojos en todas direcciones.
Beychae sonrió.
—Saben quién soy. He hablado con el capitán, Cheradenine. Recibieron una transmisión de la compañía naviera dándoles orden de regresar, aunque no sabían por qué. Ahora ya lo saben. El capitán podía escoger entre esperar la llegada de unidades navales Humanistas que vendrían a recogernos o poner rumbo hacia Murssay y optó por escoger esta última solución, aunque creo que recibió ciertas presiones de la Gobernación a través de la empresa naviera. Al parecer recalcó el hecho de que informó a sus superiores de lo ocurrido en la nave y de quién era yo mediante el canal de emergencia.
—Con lo que todo el mundo está enterado, ¿no?
—Sí. Supongo que a estas alturas todo el Grupo de Sistemas sabe quiénes somos, pero lo importante es que tengo la impresión de que el capitán quizá sienta cierta simpatía hacia nuestra causa.
—Sí, pero… ¿qué ocurrirá cuando lleguemos a Murssay?
—Que nos veremos libres de su presencia, señor Zakalwe —dijo un altavoz situado encima de su cabeza.
Se volvió rápidamente hacia Beychae.
—Espero que tú también hayas oído eso.
—Creo que quizá sea el capitán —dijo Beychae.
—Soy el capitán —dijo la voz—, y acaban de informarnos de que deberemos despedirnos antes de llegar a la estación de Murssay.
Parecía un poco irritado.
—¿De veras, capitán?
—Sí, señor Zakalwe. Acabo de recibir una transmisión militar de la Hegemonarquía Balzeit de Murssay. Quieren recogerle a usted y al señor Beychae antes de que entremos en contacto con la Estación. Han amenazado con atacarnos si no les obedecemos y tengo intención de hacer lo que piden; enviaré una protesta oficial y les obedeceré de mala gana, desde luego, pero…, francamente, librarme de ustedes será un gran alivio. Ah, me permito añadir que la nave en la que pretenden transportarles debe de tener unos doscientos años de antigüedad y enterarme de que sigue estando en condiciones de viajar por el espacio ha sido una auténtica sorpresa. Faltan un par de horas para que lleguemos, y si esa nave consigue presentarse en el punto de cita me temo que su viaje por la atmósfera de Murssay puede ser bastante movido. Señor Beychae, creo que si hablara con los dirigentes de Balzeit quizá pudiera convencerles de que le dejaran seguir viaje con nosotros hasta la Estación de Murssay. Sea cual sea su decisión, señor, le deseo que tenga un feliz viaje. Beychae permaneció inmóvil sobre su pequeño taburete.
—Balzeit —dijo asintiendo con expresión pensativa—. Me pregunto qué querrán de nosotros…
—Te quieren a ti, Tsoldrin —dijo él sacando los pies del catre—. ¿Están del lado de los buenos? —preguntó poniendo cara de incertidumbre—. Maldición, hay demasiadas guerras…
—Bueno, en teoría lo están —dijo Beychae—. Creo que opinan que los planetas y las máquinas pueden tener alma.
—Ya me lo imaginaba —replicó él. Se puso en pie, flexionó los brazos y movió los hombros—. Si la Estación de Murssay es territorio neutral será mejor que vayas ahí, aunque supongo que esos tipos de Balzeit sólo te quieren a ti.
Se frotó la nuca e intentó recordar cuál era la situación en Murssay. Murssay era justo el tipo de planeta que podía provocar el estallido de una guerra a gran escala. El conflicto que enfrentaba a fuerzas militares relativamente arcaicas se libraba entre Consolidacionistas y Humanistas. Balzeit formaba parte del bando Consolidacionista, aunque su alto mando era una especie de sacerdocio. No estaba muy seguro de qué podían querer de Beychae, aunque creía recordar que los sacerdotes se tomaban muy en serio el culto a los héroes. Claro que… Bueno, quizá se habían enterado de que Beychae estaba cerca y sólo querían retenerle para pedir un rescate.
La vieja nave espacial de Balzeit llegó al punto de cita seis horas más tarde.
—¿Es a mí a quien quieren?
El grupo inmóvil delante de la escotilla estaba formado por él, Beychae, el capitán del Osom Emananish y cuatro figuras vestidas con trajes que empuñaban armas. Los cascos de los trajes dejaban ver rostros de piel morena un poco pálidos cuyas frentes estaban adornadas por un círculo azul. Los círculos parecían brillar, y preguntó si los llevaban porque algún extraño principio de generosidad religiosa les obligaba a ayudar en todo lo posible a los francotiradores del enemigo.
—Sí, señor Zakalwe —dijo el capitán, un hombrecillo rechoncho que llevaba la cabeza afeitada—. Le quieren a usted, no al señor Beychae —añadió sonriendo.
Miró al capitán y se volvió hacia los cuatro hombres armados.
—¿Qué están tramando? —le preguntó a Beychae.
—No tengo ni idea —admitió Beychae.
—¿Por qué quieren que vaya con ustedes? —preguntó extendiendo una mano hacia los cuatro hombres armados.
—Por favor, señor, le rogamos que nos acompañe —dijo uno de los hombres.
El tono vacilante de la voz que brotó del sistema de comunicación de su traje indicaba que no estaba muy familiarizado con aquel idioma.
—¿«Por favor»? —repitió él—. ¿Quiere decir que tengo alguna otra elección?
El hombre daba la impresión de sentirse bastante incómodo. Habló durante unos momentos sin que el altavoz del traje emitiera ningún sonido y acabó volviéndose hacia él.
—Noble Zakalwe, es muy importante que venga. Debe venir. Es muy importante.
—Así que debo ir… —dijo como si hablara consigo mismo. Meneó la cabeza y se volvió hacia el capitán—. Capitán… Señor, ¿podría devolverme mi pendiente?
—No —replicó el capitán con una sonrisa beatífica—. Y ahora, salga de mi nave.
La nave era pequeña y todos los sistemas parecían muy rudimentarios. Hacía calor, y el aire olía a electricidad y a circuitos recalentados. Le dieron un traje viejo para que se lo pusiera, le acompañaron hasta una litera y le indicaron que se abrochara los correajes de seguridad. Que te hicieran poner un traje dentro de una nave siempre era mala señal. Los hombres que habían venido a buscarle se instalaron detrás de él. Los tres tripulantes —también con trajes— parecían sospechosamente ocupados, y le bastó con verles para tener la algo inquietante impresión de que los controles manuales situados delante de ellos no eran sólo para un caso de emergencia.
La reentrada en la atmósfera fue espectacular. La nave fue abofeteada por los vientos, crujió y quedó envuelta en una burbuja de gases iridiscentes (se dio cuenta de que no estaba viendo imágenes transmitidas y sintió un vacío en el estómago. Aquello eran ventanas de cristal o plástico reforzado, no pantallas…), y el aullido del aire que atravesaban se fue haciendo cada vez más estridente. La atmósfera de la nave se volvió aún más asfixiante. El parpadeo de las luces, el nervioso parloteo de la tripulación y algunos movimientos apresurados seguidos por más murmullos no ayudaban a tranquilizarle. El resplandor desapareció y el cielo pasó del violeta al azul; los vientos volvieron a abofetear el casco.
Se adentraron en la noche y se sumergieron en una capa de nubes. La oscuridad hacía que las luces parpadeantes de los paneles de control parecieran aún más inquietantes.
Aterrizaron en plena tormenta sobre lo que parecía una pista improvisada. Los cuatro hombres que habían abordado el Osorn Emananish lanzaron más bien débiles gritos de alegría cuando el tren de aterrizaje —supuso que debía de consistir en un juego de ruedas— entró en contacto con el suelo. La nave rodó entre sacudidas y vibraciones durante lo que le pareció un tiempo preocupantemente largo y sufrió dos patinazos bastante espectaculares.
Cuando se detuvo los tres tripulantes se quedaron muy quietos en sus asientos con los brazos colgando fláccidamente hacia el suelo de la nave y los ojos clavados en la noche y la lluvia que caía del cielo. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.
Se libró de los correajes y se quitó el casco. Los cuatro hombres que tenía a la espalda se levantaron y fueron hacia la compuerta interior de la nave.
Cuando abrieron la compuerta exterior revelaron un confuso panorama de lluvia, luces, camiones, tanques y unos cuantos edificios no muy altos como telón de fondo, así como a unas doscientas personas. Algunas vestían uniformes de apariencia militar y otras largas túnicas empapadas por la lluvia. Unas cuantas intentaban proteger a sus acompañantes con paraguas, y todas parecían llevar la marca circular en la frente. Una docena de hombres de cabellos blancos vestidos con túnicas fueron hacia el final del tramo de peldaños que llevaba desde la nave al suelo. Todos eran de edad avanzada, y la lluvia se deslizaba por sus rostros.
—Por favor, señor…
Uno de los hombres que habían ido al clíper extendió la mano indicándole que debían bajar. Los hombres de las túnicas y los cabellos blancos se colocaron al pie de la escalera formando una especie de punta de flecha.
Bajó por la escalera y se detuvo en la pequeña plataforma que había al final de ésta. Las gotas de lluvia empezaron a caer sobre un lado de su rostro.
Todos los presentes se pusieron a gritar y los ancianos congregados al final de la escalera inclinaron la cabeza y colocaron una rodilla en el suelo cubierto de charcos de aquella pista azotada por el viento. Un cegador destello de luz azulada hendió las tinieblas que se acumulaban más allá del grupo de edificios y su fugaz claridad iluminó las montañas y colinas que se perdían en la lejanía. Las personas que habían venido a recibirles empezaron a cantar. Necesitó unos momentos para comprender la palabra que estaban gritando. «¡Za-kal-we! ¡Za-kal-we!», canturreaban a coro con toda la fuerza de sus pulmones.
—Oh, oh —murmuró.
El trueno retumbó en las colinas.
—Sí… ¿Podrías repetirlo?
—Mesías…
—Me gustaría que no siguieras utilizando esa palabra.
—¡Oh! Oh, bien, noble Zakalwe… ¿Qué tratamiento deseáis que empleemos?
—Ah… ¿Qué os parecería…? —Movió las dos manos como si no supiera qué decir—. ¿Señor?
—¡Noble Zakalwe, oh, noble y gran señor, vuestra llegada había sido profetizada! ¡Habéis sido visto de antemano!
Estaban en un vagón de ferrocarril. El gran sacerdote sentado enfrente de él se retorció las manos.
—¿«Visto de antemano»?
—¡Así es! ¡Sois nuestra salvación, nuestra recompensa divina! ¡Habéis sido enviado!
—Enviado… —repitió él.
Seguía intentando acostumbrarse a su nueva situación.
Los reflectores de la pista se encendieron poco después de que hubiera puesto los pies en el suelo. Los sacerdotes se apelotonaron a su alrededor y la presión de un montón de manos cayó sobre sus hombros guiándole desde la pista de cemento hasta un transporte blindado. Los reflectores se apagaron y les dejaron sumidos en una penumbra donde las únicas fuentes de luz eran los débiles reflejos de los faros del transporte y los tanques que entraban por las mirillas. Todos los faros estaban protegidos por pantallas, y apenas si daban luz. Le llevaron a una estación de ferrocarril donde subieron a un vagón que se alejó traqueteando por la noche.
El vagón no tenía ventanas.
—¡Oh, sí! Una de las tradiciones de nuestra fe nos ordena buscar influencias exteriores porque siempre son mucho más poderosas y venerables que las otras. —El gran sacerdote (le había dicho que se llamaba Napoerea) hizo una especie de reverencia—. ¿Y quién más poderoso y venerable que el hombre que fue ComMil?
ComMil… Tuvo que hurgar en las profundidades de su memoria para comprender de qué estaba hablando. ComMil… Sí, ése era el puesto que había ocupado según la jerga de los medios de comunicación del Grupo de Sistemas. Había sido Director de Operaciones Militares cuando él y Tsoldrin Beychae tomaron parte por última vez en la enloquecida danza de la política. Beychae se convirtió en ComPol y se encargó de los asuntos puramente políticos (¡ah, esas maravillosas distinciones!).
—ComMil… —asintió, aunque seguía sin entender nada—. ¿Y creéis que puedo ayudaros?
—¡Noble Zakalwe! —exclamó el gran sacerdote. Saltó de su asiento y se arrodilló en el suelo delante de él—. ¡Sois todo aquello en lo que creemos!
Bajó la vista hacia el gran sacerdote y se reclinó en los almohadones del asiento.
—¿Puedo preguntar por qué?
—¡Vuestras hazañas son legendarias! ¡Han quedado grabadas en nuestras mentes desde la última gran desgracia! Antes de morir nuestro Guiador profetizó que la salvación vendría «desde más allá de los cielos», y vuestro nombre fue uno de los que mencionó. ¡Habéis venido a nosotros en nuestra hora de más desesperada necesidad! ¡Sois la salvación que se nos había prometido!
—Comprendo —dijo él sin comprender nada—. Bueno, veremos qué se puede hacer…
—¡Mesías!
El tren se detuvo en una estación perdida en el centro de la nada. Fueron escoltados desde ella hasta un ascensor y luego a un conjunto de habitaciones que se le dijo daba a la ciudad que había debajo de ella, pero las ventanas estaban opacadas. Las pantallas internas habían sido desactivadas. Los adornos y el mobiliario eran de lo más opulento y pasó un rato inspeccionando las habitaciones.
—Sí, muy bonitas. Gracias.
—Y aquí están vuestros jovencitos —dijo el gran sacerdote.
Descorrió una cortina del dormitorio y reveló media docena de muchachos esparcidos sobre una cama inmensa en posturas de considerable languidez.
—Bien…, yo…, eh… Gracias —murmuró con una inclinación de cabeza dirigida al gran sacerdote.
Se volvió hacia los muchachos, les sonrió y todos le devolvieron la sonrisa.
Estaba tumbado en la cama ceremonial del palacio con las manos detrás del cuello. De repente oyó un «pop» y vio una esfera de luz azulada que no tardó en desaparecer dejando en su lugar una máquina minúscula que tendría el tamaño de un pulgar humano.
—¿Zakalwe?
—Hola, Sma.
—Escucha…
—No, escúchame tú. Me gustaría saber qué mierda está sucediendo aquí.
—Zakalwe —dijo Sma a través del proyectil explorador—, es un poco complicado, pero…
—Pero tengo que seguirle la corriente a una pandilla de sacerdotes homosexuales convencidos de que voy a resolver todos sus problemas militares, ¿verdad?
—Cheradenine… —dijo Sma con el tono de súplica que empleaba cuando quería que se le pasara el enfado—. Estas personas han logrado incorporar la creencia en tus proezas marciales al conjunto de dogmas de su religión. No querrás desilusionarles, ¿verdad?
—Oh, sería de lo más sencillo, créeme.
—Cheradenine, te guste o no lo cierto es que estas personas te consideran una leyenda viviente. Creen que eres capaz de hacer grandes cosas.
—Bien, ¿y qué se supone que debo hacer?
—Guiarles. Convertirte en su general.
—Sí, creo que eso es lo que esperan de mí. Pero… ¿qué es lo que realmente debo hacer?
—Sólo eso —dijo la voz de Sma—. Conviértete en su líder. Beychae se encuentra en la Estación de Murssay, y de momento la Estación ha sido considerada como territorio neutral. Parece que ha decidido ayudarnos… Zakalwe, ¿es que no lo entiendes? —La voz de Sma sonaba tensa y exultante—. ¡Les tenemos atrapados! Beychae está haciendo lo que queríamos que hiciera, y en cuanto a ti basta con que…
—¿Qué?
—Basta con que seas tú mismo. ¡Ponte al frente de sus tropas!
—Sma… —murmuró mientras meneaba la cabeza—. ¿Por qué no pruebas a explicármelo como si fuera retrasado mental? ¿Qué se supone que debo hacer?
El proyectil le transmitió el suspiro de Sma.
—Ganar su guerra por ellos, Zakalwe. Estamos dando apoyo a las fuerzas con las que deberás trabajar. Si consiguen salir vencedores y si Beychae apoya al bando que gane la guerra, quizá podamos cambiar el curso de la situación política en todo el Grupo. —Oyó como tragaba aire—. Zakalwe, tenemos que hacerlo. Nuestras manos están atadas hasta cierto punto, pero necesitamos que hagas algo. Gana su guerra por ellos y quizá podamos salir de este atolladero. Hablo en serio.
—Estupendo, y yo también hablo en serio —dijo sin apartar los ojos del proyectil de exploración—. Pero ya he echado un vistazo a sus mapas y estos tipos están metidos en un lío muy gordo. Si quieres que ganen la guerra… Bueno, creo que haría falta un auténtico milagro.
—Inténtalo, Cheradenine. Por favor…
—¿Tendré ayuda de alguna clase?
—Eh… ¿Qué quieres decir?
—Datos, Sma. Si pudierais mantenerme informado de lo que hace el enemigo…
—Ah, no, Cheradenine. Lo siento, pero es imposible.
—¿Qué? —exclamó, y se irguió en la cama.
—Lo siento, Zakalwe, te lo aseguro, pero… Fue una de las condiciones que nos impusieron. La situación es terriblemente delicada y tenemos que mantenernos lo más alejados posible de ella. El proyectil ni tan siquiera debería estar aquí, y tendrá que marcharse muy pronto.
—Entonces… Tendré que arreglármelas por mí mismo, ¿no?
—Lo siento —dijo Sma.
—¡Más lo siento yo! —gritó él, y se dejó caer sobre la cama.
Recordaba que hacía algún tiempo Sma le había dicho que no debía jugar a los soldaditos. «Nada de jugar a los malditos soldaditos», pensó mientras recogía sus cabellos en la nuca y rodeaba la cola de caballo con la banda elástica. Estaba amaneciendo. Dio unos golpecitos sobre la cola de caballo con la punta de los dedos y se volvió hacia los gruesos cristales de las ventanas para contemplar una imagen distorsionada de la ciudad envuelta en nieblas que empezaba a despertar. El amanecer teñía de rojo las cimas de las montañas que se alzaban sobre ella, y el cielo estaba muy azul. Contempló con cara de disgusto la túnica sobrecargada de adornos que los sacerdotes esperaban verle utilizar y empezó a ponérsela de bastante mala gana.
La Hegemonarquía y sus adversarios, el Imperio de Glaseen, ya llevaban seiscientos años luchando por el control del subcontinente de tamaño más bien modesto en el que vivían cuando el resto del Grupo de Sistemas fue a hacerles una visita en las extrañas estructuras flotantes que llamaban naves-cielo. La visita había tenido lugar hacía unos cien años y comparadas con las otras sociedades de Murssay la Hegemonarquía y el Imperio estaban bastante atrasadas incluso antes de recibirla. El resto del Grupo de Sistemas les llevaba varias décadas de ventaja tecnológica y unos cuantos siglos de ventaja moral y política. Antes de que fueran contactados los nativos luchaban con ballestas y cañones de carga delantera. Había pasado un siglo, y ahora tenían tanques…, montones de tanques. Tenían tanques, artillería, camiones y unas cuantas aeronaves muy poco eficientes. Cada bando poseía algún armamento de prestigio parcialmente importado pero, básicamente, regalado por algunas de las sociedades más avanzadas del Grupo. La Hegemonarquía poseía una nave espacial de sexta o séptima mano; el Imperio contaba con unos cuantos proyectiles que casi todos los expertos creían no estaba en condiciones de manejar y, aparte de eso, que carecían de toda utilidad política porque se suponía que poseían cabezas nucleares. La opinión pública del Grupo podía tolerar la ayuda tecnológica para seguir librando una guerra inútil siempre que los hombres, las mujeres y los niños fueran muriendo en hornadas relativamente pequeñas y de forma regular, pero la idea de un millón de personas incineradas en un segundo o de una ciudad destruida por una detonación nuclear resultaba impensable.
De momento el Imperio parecía a punto de convertirse en el ganador de una guerra convencional cuyo campo de batalla era el territorio de dos países empobrecidos. Si hubieran podido quedar libres de las interferencias exteriores las dos sociedades probablemente habrían empezado a dominar la energía del vapor, pero por el momento los caminos estaban llenos de campesinos refugiados, las carretas cargadas con el mobiliario y las posesiones de casas enteras se balanceaban entre las cunetas y los tanques se encargaban de arar los campos mientras la eliminación de las chabolas y la limpieza de terrenos corrían a cargo de los bombarderos.
La Hegemonarquía se estaba retirando por las llanuras y las montañas y sus cada vez más exhaustas tropas huían ante la caballería motorizada del Imperio.
Acabó de ponerse la túnica y fue directamente a la sala de mapas. Unos cuantos oficiales del Estado Mayor se levantaron de un salto para ponerse en posición de firmes al verle entrar y se frotaron los ojos en un intento de espabilarse. Vistos por la mañana los mapas tenían tan mal aspecto como la noche anterior, pero aun así los inspeccionó durante un buen rato. Se fijó en las posiciones de sus fuerzas y en las del Imperio, hizo algunas preguntas a los oficiales e intentó decidir hasta qué punto podía confiar en su servicio de inteligencia y averiguar cuál era el nivel de la moral de las tropas.
Los oficiales parecían estar bastante más enterados de la situación de las tropas enemigas que del estado anímico de sus propios hombres.
Asintió en silencio, volvió a examinar los mapas y abandonó la sala para desayunar con Napoerea y el resto de los sacerdotes. En cuanto acabaron les llevó a todos de vuelta a la sala —lo normal habría sido que los sacerdotes regresaran a sus aposentos para dedicarse a la contemplación— y les hizo más preguntas.
—Y quiero un uniforme como el de estos tipos —dijo señalando a uno de los oficiales de enlace que había en la sala de mapas.
—Pero, noble Zakalwe… —dijo Napoerea poniendo cara de preocupación—. ¡Llevar puesto ese uniforme os rebajaría!
—Y llevar puesto algo tan incómodo me impedirá moverme —replicó él señalando con la mano la larga y pesada túnica que le cubría—. Quiero echar un vistazo al frente.
—Pero… ¡Estamos en la ciudadela sagrada! Todos los datos de nuestros servicios de inteligencia vienen aquí y todas las plegarias de nuestra gente se dirigen a…
—Napoerea —dijo él poniendo una mano sobre el hombro del gran sacerdote—, ya lo sé, pero necesito examinar la situación con mis propios ojos. Acabo de llegar, ¿lo recuerdas? —Contempló los rostros de los otros sacerdotes y sus más o menos aparatosas expresiones de infelicidad y preocupación—. Estoy seguro de que vuestro sistema de hacer las cosas funciona siempre que las circunstancias sean idénticas a como han sido en el pasado —dijo muy serio—, pero yo soy nuevo aquí, y si quiero averiguar las cosas que probablemente ya sabéis tendré que utilizar nuevos sistemas. —Se volvió hacia Napoerea—. Necesitaré mi propia aeronave. Un aparato de reconocimiento modificado servirá, y quiero dos cazas como escolta.
Los sacerdotes habían opinado que desplazarse los treinta kilómetros de distancia que les separaban del espaciopuerto era el colmo de la temeridad y la falta de respeto a la ortodoxia. La idea de revolotear por todo el subcontinente les pareció una locura pura y simple.
Pero él pasó los días siguientes haciendo precisamente eso. Los combates habían entrado en una fase de relativa calma —las fuerzas de la Hegemonarquía seguían huyendo y el Imperio se dedicaba a consolidar sus últimas conquistas—, y eso le facilitó un poco la tarea. Llevaba un uniforme muy sencillo que carecía incluso de la media docena de cintas y medallas que hasta el oficial de enlace más bisoño parecía necesitar para sentir que su existencia estaba justificada. Habló con los generales y coroneles más desmoralizados, grises y acostumbrados a las campañas difíciles que pudo encontrar, y también habló con los oficiales que servían a sus órdenes y con los soldados y tripulantes de los tanques, y con los cocineros, encargados de los suministros, ordenanzas y médicos. La mayoría de conversaciones requerían los servicios de un intérprete, ya que sólo los oficiales de mayor rango hablaban la lengua común del Grupo de Sistemas; pero aun así sospechaba que las tropas se sentían más cerca de alguien que hablaba otro idioma pero que les hacía preguntas que de alguien que hablaba el mismo idioma que ellos y sólo lo empleaba para dar órdenes.
Otra de las cosas que hizo durante la primera semana de su estancia allí fue visitar cada base aérea de cierta importancia y hablar con el personal de la Fuerza Aérea para averiguar qué opinaban y cuál era su estado emocional. La única persona a la que tendía a ignorar durante esas visitas era al siempre vigilante sacerdote que cada escuadrón, regimiento o fuerte poseía como jefe titular. Los cuatro o cinco sacerdotes asignados a puestos militares con los que habló al principio de su gira no le proporcionaron ninguna información útil, y ninguno de los que vio a continuación parecía tener nada interesante que añadir al saludo inicial prescrito por los rituales. Hacia el segundo día de sus viajes llegó a la conclusión de que el peor problema al que debían enfrentarse los sacerdotes era ellos mismos.
—¡La provincia de Shenastri! —exclamó Napoerea—. ¡Pero allí hay doce santuarios o lugares religiosos de gran importancia! ¿Y os proponéis abandonarla sin presentar batalla?
—Recuperaréis los templos en cuanto hayamos ganado la guerra, y probablemente también conseguiréis montones de tesoros nuevos que guardar dentro de ellos. Los templos caerán tanto si intentamos defenderlos como si no, y si combatimos hay muchas probabilidades de que sufran graves daños o de que acaben convertidos en ruinas. Mi plan garantiza que quedarán intactos, y les obliga a estirar muchísimo sus líneas de suministros. Escucha, las lluvias empezarán dentro de… ¿Cuánto tiempo? ¿Un mes? Cuando estemos listos para contraatacar sufrirán graves problemas de aprovisionamiento. Los terrenos empapados por la lluvia que tendrán detrás les impedirán conseguir nuevos suministros, y cuando empecemos el ataque no podrán retirarse. Napo, viejo amigo…, es un plan soberbio, créeme. Si fuera un comandante del otro bando y viera que me ofrecen toda esta zona en bandeja jamás me acercaría a menos de un millón de kilómetros de ella, pero los chicos del Ejército Imperial tendrán que caer en la trampa porque la Corte jamás les permitirá seguir ningún otro curso de acción. Pero ellos saben que es una trampa, ¿comprendes? Eso tendrá efectos terribles sobre su moral.
—No sé, no sé…
Napoerea meneó la cabeza, se llevó las dos manos a la boca y se dio masaje en el labio inferior mientras contemplaba el mapa con cara de preocupación.
(«Está clarísimo que no lo sabes —pensó él mientras observaba las señales de nerviosismo que le enviaba el cuerpo del sacerdote—. Hace generaciones que no os enteráis de nada, amigos…»)
—Tiene que hacerse —dijo—. La retirada debería empezar hoy mismo. —Volvió la cabeza hacia otro mapa—. Que la Fuerza Aérea interrumpa los bombardeos y la obstrucción de los caminos. Quiero que los pilotos descansen dos días y luego quiero que ataquen estas refinerías de petróleo. —Señaló su situación con un dedo—. Quiero una incursión masiva. Utilizad todos los aparatos en condiciones de volar capaces de recorrer esa distancia.
—Pero si dejamos de atacar los caminos y carreteras…
—El número de refugiados que los satura aumentará todavía más —dijo él—. Eso retrasará al Ejército Imperial más de lo que podría hacerlo cualquier acción nuestra. Quiero que destruyáis algunos de estos puentes. —Señaló un par de ellos, se volvió hacia Napoerea y le lanzó una mirada de perplejidad—. Oye, ¿habéis firmado algún acuerdo que prohíba bombardear los puentes o algo parecido?
—Siempre hemos pensado que destruir los puentes obstaculizaría el contraataque, aparte de que nos parecía… La verdad es que nos parecía un desperdicio de recursos —confesó el sacerdote de mala gana.
—Bueno, pues estos tres puentes tienen que desaparecer. —Dio unos golpecitos sobre el mapa—. Eso y el ataque a las refinerías debería introducir algo de arena en las rutas por las que transportan el combustible —dijo dando una palmada y frotándose las manos.
—Pero creemos que el Ejército Imperial posee grandes reservas de combustible —protestó Napoerea con cara de preocupación.
—Aunque las tengan los comandantes se moverán con mucha más cautela en cuanto sepan que ya no recibirán más suministros —replicó él—. Son gente precavida, ¿comprendes? Pero apuesto a que sus reservas no son tan considerables como creéis. Lo más probable es que ellos también crean que vuestras reservas son mayores de lo que son en realidad, y con todos los avances que han llevado a cabo últimamente… Créeme, si el ataque a las refinerías sale bien puede que empiecen a dejarse dominar por el pánico.
Napoerea se frotó el mentón y contempló los mapas con expresión apesadumbrada.
—Todo este plan me parece muy…, muy aventurado —replicó por fin.
El gran sacerdote logró impregnar esa palabra con una carga de aborrecimiento y desprecio tan enorme que de haber estado en otras circunstancias y en otra compañía se habría echado a reír.
Los sacerdotes protestaron, pero logró persuadirles de que debían abandonar su preciosa provincia y sus muchos e importantes santuarios religiosos al enemigo, y también acabaron aprobando el ataque a gran escala contra las refinerías.
Visitó a los soldados que se retirarían y las principales bases aéreas que tomarían parte en el ataque a las refinerías. Después pasó un par de días recorriendo las montañas en camión para inspeccionar las defensas. Había un valle con una presa que quizá les proporcionara una trampa muy efectiva si el Ejército Imperial llegaba hasta allí (se acordó de la isla de cemento, la joven que lloraba y gritaba y la silla). Mientras recorría las pésimas carreteras que unían los fuertes de las colinas vio un centenar de aeronaves que pasaban zumbando sobre su cabeza con las alas cargadas de bombas rumbo a las llanuras cuyo silencio no tardarían en destrozar.
El ataque a las refinerías se cobró un alto precio. Uno de cada cuatro aparatos no volvió a su base, pero el Ejército Imperial detuvo su avance un día después de la incursión. Había albergado la esperanza de que seguirían avanzando más tiempo —el combustible no les llegaba directamente de las refinerías, por lo que habrían podido continuar adelante durante una semana o más—, pero los altos mandos del Ejército Imperial actuaron con su cautelosa prudencia habitual y dieron la orden de detener el avance.
Voló al espaciopuerto donde la nave espacial —de día su aspecto era aún más ruinoso e inseguro— estaba siendo lentamente remendada y reparada por si se daba la eventualidad de que volviera a ser necesaria. Habló con los técnicos, recorrió aquel viejo artefacto y descubrió que la nave tenía un nombre. Se llamaba La Hegemonarquía Victoriosa.
—Es una vieja táctica militar llamada decapitación —les explicó a los sacerdotes—. La Corte Imperial va al lago de Willitice al comienzo de cada Segunda Estación, y el alto mando se desplaza hasta allí para informar de la situación. Dejaremos caer la Victoriosa sobre sus cabezas el día en que lleguen.
Los sacerdotes pusieron cara de perplejidad.
—¿Con qué, noble Zakalwe? ¿Una fuerza de comandos? La Victoriosa sólo puede transportar…
—No, no —dijo él—. Utilizaremos la nave como si fuera una bomba gigante. La pondremos en órbita y la haremos bajar en una trayectoria que terminará sobre el Palacio del Lago. La nave pesa algo más de cuatrocientas toneladas, y aunque sólo viaje a diez veces la velocidad del sonido la detonación será tan potente como la de una pequeña bomba nuclear. Eliminaremos a toda la Corte y el alto mando de una sola tacada, y haremos una oferta de paz dirigida al parlamento de los burgueses. Si tenemos un poco de suerte eso provocará una gran conmoción y disturbios civiles, y hay muchas probabilidades de que el parlamento piense que se le presenta una oportunidad magnífica de conseguir el poder real y decida aprovecharla. El ejército querrá hacerse con el control de la situación, y puede que acabe teniendo que retroceder para librar una guerra civil. Los aristócratas jóvenes empezarán a competir entre ellos, y eso hará que el jaleo sea aún más grande.
—Pero eso significa que la Victoriosa quedará destruida, ¿no? —preguntó Napoerea.
Los otros sacerdotes habían empezado a menear la cabeza.
—Bueno, sospecho que un impacto a una velocidad de cuatro o cinco kilómetros por segundo le abollará un poco el casco, desde luego.
—Pero… ¡Zakalwe! —rugió Napoerea en lo que éste pensó era una imitación bastante lograda de una pequeña explosión nuclear—. ¡Es absurdo! ¡No puedes hacer eso! La Victoriosa es un símbolo de… ¡Es nuestra esperanza! Todo nuestro pueblo la considera…
Sonrió y dejó que el sacerdote siguiera hablando y protestando durante un rato. Estaba casi seguro de que los sacerdotes pensaban usar la Hegemonarquía victoriosa para escapar si las cosas acababan poniéndose excesivamente feas.
Esperó a que Napoerea hubiera terminado y empezó a hablar.
—Lo comprendo, caballeros, pero la nave espacial se halla en muy mal estado. He hablado con los técnicos y con los pilotos, y me han informado de que la consideran como una auténtica trampa mortal. Fue un milagro que lograra traerme hasta aquí entero… —Hizo una pausa y observó como los hombres con el círculo azul en la frente se contemplaban los unos a los otros. El murmullo se hizo un poco más intenso, y sintió deseos de sonreír. Bien, al parecer había logrado asustarles un poquito—. Lo siento, pero la Victoriosa está acabada y mi plan es el último servicio que puede rendirnos. —Sonrió—. Y hay bastantes probabilidades de que ese último servicio nos proporcione la Victoria…
Les dejó a solas para que discutieran los conceptos del bombardeo en picado a velocidades hipersónicas (no, la misión no necesitaría un grupo de pilotos suicidas. Los ordenadores de la nave eran perfectamente capaces de ponerla en órbita y hacerla descender siguiendo una trayectoria recta), la falta de respeto a los símbolos (como si a los campesinos y los obreros de las fábricas pudiera importarles mucho la destrucción de aquel juguete fruto de la alta tecnología) y la Decapitación (probablemente la idea que más preocupaba a los sacerdotes. ¿Y si el Imperio decidía hacer algo parecido con ellos?). Les aseguró que el Imperio no se encontraría en condiciones de tomar represalias, y cuando ofrecieran la paz el mensaje contendría alusiones clarísimas a que habían usado un proyectil y no la nave espacial, y se daría a entender que contaban con más proyectiles disponibles. Era mentira, claro, y probarlo no resultaría demasiado difícil —sobre todo si alguna de las sociedades más sofisticadas del planeta decidía ponerse en contacto con el Imperio y explicarle lo que había ocurrido en realidad—, pero aun así bastaría para que quien se hiciera con las riendas del poder en el otro bando tuviera que tomar decisiones con la mente nublada por la preocupación. Además, si temían las represalias del Imperio siempre les quedaba el recurso de abandonar la ciudad, ¿no? Decidió aprovechar el tiempo que necesitarían para ponerse de acuerdo y emprendió otra serie de visitas a las unidades del ejército.
El Ejército Imperial reanudó su avance, aunque con más lentitud que antes. Había dado orden de que las tropas de la Hegemonarquía retrocedieran hasta posiciones muy cercanas a las primeras estribaciones montañosas y ordenó que quemaran las escasas cosechas por recoger y que destruyeran los pueblos que iban dejando atrás. Cada vez que abandonaban una base área dejaban bombas que tardarían días en estallar ocultas debajo de las pistas de aterrizaje y cavaban gran cantidad de agujeros que daban la impresión de poder contener bombas.
Supervisó personalmente una gran parte de la preparación de las líneas defensivas y siguió visitando las bases aéreas, cuarteles regionales y unidades operativas. También siguió ejerciendo presión sobre los sacerdotes para que, como mínimo, tomaran en consideración la posibilidad de utilizar la nave espacial en su plan de cercenar la cabeza del Imperio.
Estaba muy ocupado. Se dio cuenta de ello una noche cuando se disponía a dormir en un viejo castillo que se había convertido en cuartel general de operaciones para aquella parte del frente (el cielo se había llenado de flores luminosas suspendidas sobre las hileras de árboles que cubrían el horizonte, y poco después de que anocheciera el aire había temblado con las vibraciones de un bombardeo). Ocupado y —tuvo que admitirlo— contento… Dejó los últimos informes sobre el suelo junto al catre de campaña, apagó la luz y se quedó dormido casi al momento.
Dos semanas después de su llegada, y luego tres. Las pocas noticias que llegaban del exterior parecían indicar que no ocurría nada, pero sospechaba que esa nada era el fruto de una actividad muy intensa y que las tensiones y manejos políticos habían alcanzado un nivel de intensidad sin precedentes. Beychae seguía en la Estación de Murssay y había establecido contactos con todos los bandos enfrentados. No había tenido noticias de la Cultura, y se preguntó si alguna vez se les había llegado a olvidar algo. Quizá se habían olvidado de él, quizá le habían abandonado para que siguiera atrapado hasta el fin de los tiempos en la absurda guerra de los sacerdotes y el Imperio…
Las defensas se fueron consolidando. Los soldados de la Hegemonarquía cavaban trincheras y construían baluartes, pero la mayoría de ellos no tenían que soportar el fuego enemigo y el Ejército Imperial acabó deteniéndose delante de las primeras estribaciones de montañas. Dio orden de que la Fuerza Aérea atacara las líneas de aprovisionamiento y las unidades más destacadas, y de que hiciera incursiones contra las bases aéreas más próximas.
—Hay demasiadas tropas alrededor de la ciudad. Las mejores tropas deberían estar en el frente. El ataque no tardará en llegar y si queremos que el contraataque funcione —y podría funcionar estupendamente si sucumben a la tentación de jugárselo todo a una sola carta, sobre todo ahora que tienen tan pocas reservas— necesitaremos que esas unidades de élite estén allí donde puedan servir de algo.
—No debemos olvidar el problema de la inquietud entre los civiles —dijo Napoerea.
Parecía viejo y cansado.
—Dejad unas cuantas unidades aquí y haced que se muevan por las calles para que la gente no se olvide de su presencia, pero… Maldición, Napoerea, la mayoría de los soldados se pasan todo el tiempo en los cuarteles. Hacen falta en el frente. Tengo el sitio preciso para colocar esas unidades. Mira…
No le había dicho que quería tentar al Ejército Imperial para que se lanzara al ataque definitivo, y la ciudad iba a ser el cebo. Envió a las tropas de élite a los pasos de las montañas. Los sacerdotes contemplaron las grandes extensiones de territorio que habían perdido y acabaron dando el visto bueno a los preparativos de la decapitación. La Hegemonarquía Victoriosa empezaría a ser preparada para su último vuelo, aunque no sería utilizada a menos que la situación pareciese realmente desesperada. Les prometió que antes intentaría ganar la guerra por los medios convencionales.
El ataque llegó cuarenta días después de su llegada a Murssay. El Ejército Imperial se lanzó hacia los bosques que cubrían las faldas de las colinas y los sacerdotes se dejaron dominar por el pánico. Hizo que la Fuerza Aérea concentrara sus ataques sobre las líneas de aprovisionamiento y dio órdenes de no atacar el frente. Las líneas defensivas fueron cediendo una a una. Las unidades se retiraron y los puentes saltaron por los aires. Las colinas se convirtieron en montañas y el Ejército Imperial fue siendo canalizado poco a poco hacia los valles. Las cargas situadas debajo de la presa no estallaron. Su segundo intento de utilizar el truco de la presa falló, y tuvo que desplazar dos unidades de élite para cubrir el paso desde el que se dominaba aquel valle.
—Pero ¿y si abandonamos la ciudad?
Los sacerdotes parecían perplejos. Sus ojos daban la impresión de estar tan vacíos como el círculo azul pintado sobre sus frentes. El Ejército Imperial avanzaba lentamente por los valles haciendo retroceder a los soldados de la Hegemonarquía ante él. No había parado de repetirles que todo iría bien, pero la situación empeoraba a cada momento. No tenían otra solución. La guerra parecía estar perdida, y ya era demasiado tarde para que intentaran volver a tomar el control. La noche anterior el viento había soplado desde las montañas a la ciudad, y trajo consigo el distante rugir de la artillería.
—Si creen que pueden hacerlo intentarán tomar la ciudad —les explicó—. Es un símbolo y… Oh, es una ciudad preciosa, de acuerdo, pero no tiene mucha importancia militar. Se lanzarán sobre ella. Dejaremos pasar a las tropas que podemos controlar y cerraremos los pasos…, aquí —dijo dando unos golpecitos sobre el mapa.
Los sacerdotes menearon la cabeza.
—¡Caballeros, esto no es una desbandada! Nuestras tropas se están retirando de forma ordenada, pero sus soldados sufren muchas más bajas y su moral y su estado físico es mucho peor que el de los nuestros. Cada metro que conquistan debe ser pagado con sangre, y sus líneas de aprovisionamiento se van haciendo más largas a cada momento que pasa. Debemos llevarles hasta el punto en el que empiecen a pensar si no sería conveniente retirarse, y cuando estén pensando en ello les pondremos delante de los ojos la posibilidad, la posibilidad aparente, de asestar el golpe decisivo que acabaría con nosotros. Pero ese golpe decisivo no acabará con nosotros, sino con ellos. —Les fue mirando uno a uno—. Créanme…, funcionará. Puede que deban abandonar la ciudadela durante un tiempo, pero les garantizo que cuando vuelvan será para celebrar la victoria.
No parecieron muy convencidos, pero acabaron dejando que se saliera con la suya, quizá porque estaban tan agotados que no les quedaban fuerzas para discutir.
El proceso requirió unos cuantos días. El Ejército Imperial fue avanzando por los valles y las fuerzas de la Hegemonarquía resistieron, se retiraron, resistieron, se retiraron…, pero finalmente —había mantenido los ojos bien abiertos para captar las señales indicadoras de que los soldados imperiales estaban empezando a cansarse y de que los tanques y camiones no siempre podían moverse cuando habrían querido porque el combustible empezaba a escasear— decidió que si estuviera al mando de las fuerzas enemigas empezaría a pensar en detener el avance. Esa noche la mayor parte de los contingentes de la Hegemonarquía atrincherados en el paso que llevaba a la ciudad abandonaron sus posiciones. La batalla se reanudó a la mañana siguiente, y los hombres de la Hegemonarquía se retiraron de repente cuando faltaba muy poco para que fuesen aplastados. Un general del Alto Mando Imperial perplejo e interesado, pero aún exhausto y preocupado, observó mediante sus binoculares el lejano convoy de camiones que se arrastraba a lo largo del paso que conducía hasta la ciudad mientras era hostigado por los aparatos imperiales. Reconocimiento sugirió que los sacerdotes infieles estaban haciendo los preparativos para abandonar la ciudadela. Los espías habían indicado que su nave espacial estaba siendo preparada para alguna misión que se salía de lo corriente.
El general envió un radiograma al Alto Mando de la Corte. La orden de avanzar sobre la ciudad llegó al día siguiente.
Estaba observando las expresiones preocupadas de los sacerdotes que se iban congregando en la estación de tren oculta debajo de la ciudadela. Al final había tenido que persuadirles de que no ordenaran el ataque decapitador. «Dejadme probar otra cosa antes», les había dicho.
No había forma humana de que se entendieran entre sí.
Los sacerdotes sólo eran capaces de ver el territorio que habían perdido y la fracción que habían abandonado, y pensaban que todo había acabado para ellos. Él veía sus divisiones relativamente intactas, sus unidades frescas y sus grupos de élite atrincherados justo allí donde debían estar como si fueran otros tantos cuchillos hundidos o a punto de hundirse en el cuerpo de un enemigo agotado que no había sabido detener su despliegue a tiempo…, y pensaba que el Imperio estaba acabado.
El tren se puso en marcha. No logró resistir la tentación y alzó una mano para despedirlo pensando que los sacerdotes estarían mucho mejor en uno de los gigantescos monasterios de la cordillera contigua, allí donde no pudieran estorbarle. Subió corriendo la escalera que llevaba a la sala de mapas para ver qué tal iba todo.
Esperó a que un par de divisiones hubieran cruzado el paso y dio la orden de que las unidades que lo habían defendido —y que no habían huido por él, sino que se habían retirado ordenadamente a los bosques que se extendían alrededor del paso— debían entrar en acción y volver a tomarlo. La ciudad y la ciudadela fueron bombardeadas, aunque el bombardeo no resultó demasiado preciso o efectivo. Los cazas de la Hegemonarquía lograron derribar a la mayoría de los bombarderos enemigos. El contraataque había empezado por fin. Empezó movilizando a las tropas de élite y acabó utilizando la totalidad de sus efectivos. La Fuerza Aérea pasó los dos primeros días de la operación concentrando sus ataques sobre las líneas de aprovisionamiento. Después se olvidó de ellas y atacó el frente. El Ejército Imperial vaciló y sus líneas empezaron a tambalearse. Era como si se hubiese convertido en una riada incapaz de salvar la hilera de montañas que la mantenían encerrada como detrás del muro de una presa excepto en un sitio (y hasta ese hilillo iba secándose en su desesperado avance hacia la ciudad, dejando atrás el paso, luchando a través de los bosques y los campos en un intento desesperado de alcanzar la meta resplandeciente que seguían creyendo podía permitirles ganar la guerra…), y la inundación acabó retrocediendo. Los soldados estaban demasiado agotados y los suministros de municiones y combustible que conseguían llegar hasta ellos eran demasiado escasos y esporádicos.
La Hegemonarquía seguía controlando los pasos y las fuerzas bajo su mando fueron bajando lentamente de las montañas. Los soldados imperiales debían de tener la impresión de que su vida se había convertido en un continuo disparar hacia lo alto, y si el avance había sido un esfuerzo lento y peligroso la retirada resultaba casi ridículamente fácil.
La sucesión de valles hizo que la retirada fuera convirtiéndose en una desbandada. Insistió en que el contraataque debía seguir sin ninguna clase de interrupción o respiro. Los sacerdotes le enviaron un cablegrama pidiendo que desplegara más fuerzas para detener el avance de las dos divisiones imperiales que se dirigían hacia la capital. No les hizo caso. Las divisiones enemigas estaban tan maltrechas que entre las dos apenas sumaban los efectivos de una, y el proceso de erosión y desgaste se iba intensificando a cada momento que pasaba. Quizá consiguieran llegar a la ciudad, pero después no tendrían ningún sitio al que ir y pensó que aceptar personalmente su rendición podía ser una experiencia muy satisfactoria.
Las lluvias empezaron a caer sobre la otra vertiente de las montañas. Las cada vez más debilitadas fuerzas imperiales intentaban abrirse paso a través de los bosques empapados y los aparatos de su Fuerza Aérea casi nunca podían despegar por culpa del mal tiempo, pero los bombarderos de la Hegemonarquía gozaban de una impunidad casi total y la aprovechaban para hacer sus incursiones.
La gente huyó a la ciudad. Los duelos de artillería atronaban a poca distancia de los edificios. Los restos de las dos divisiones que habían logrado atravesar las montañas luchaban desesperadamente intentando alcanzar su meta. El resto del Ejército Imperial se retiraba lo más deprisa posible por las lejanas llanuras que había al otro lado de las montañas. Las divisiones atrapadas en la Provincia de Shenastri habían quedado paralizadas por los barrizales que les impedían retirarse, y se rindieron en masa.
La Corte Imperial expresó su deseo de pedir la paz el día en que los restos de sus dos divisiones entraron en la Ciudad de Balzeit. Las divisiones habían quedado reducidas a una docena de tanques y un millar de hombres, y la falta de munición les había obligado a abandonar su artillería en los campos que rodeaban la ciudad. Los pocos millares de personas que quedaban en la ciudad buscaron refugio en las inmensas explanadas para los desfiles de la ciudadela, y pudo ver como cruzaban las puertas de los grandes muros.
Había pensado abandonar la ciudadela ese mismo día —los sacerdotes llevaban días desgañitándose para que saliera de allí, y la mayor parte de su Estado Mayor ya estaba lejos—, pero tenía en sus manos la transcripción del mensaje enviado por la Corte Imperial que acababan de recibir.
Y, de todas formas, dos divisiones de la Hegemonarquía habían salido de las montañas y venían hacia allí a marchas forzadas para socorrer a la ciudad.
Envió un radiograma a los sacerdotes y éstos decidieron aceptar una tregua. Los combates cesarían de inmediato si el Ejército Imperial se retiraba a las posiciones que había ocupado antes de la guerra. Hubo unos cuantos intercambios radiofónicos más, y dejó que los sacerdotes y la Corte Imperial se encargaran de resolver los pequeños detalles del acuerdo. Se quitó el uniforme y se vistió de civil por primera vez desde que había llegado allí. Subió a una torre muy alta con unos binoculares de campaña de gran potencia y contempló los puntitos minúsculos de los tanques enemigos que avanzaban por una calle a mucha distancia de él. Las puertas de la ciudadela estaban cerradas.
La tregua entró en vigor al mediodía. Los exhaustos soldados imperiales que se habían detenido ante las puertas de la ciudadela se dispersaron por los hoteles y bares cercanos.
Estaba inmóvil en la galería con el rostro vuelto hacia la luz. La brisa cálida hacía que los cortinajes blancos ondularan lentamente a su alrededor. El silencio era absoluto. La caricia del viento apenas si lograba agitar algunos mechones de su larga cabellera negra. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, y parecía pensativo. Los cielos silenciosos y levemente nublados que se extendían sobre las montañas más allá de la fortaleza y la ciudad proyectaban una claridad suave y casi tamizada sobre todas las superficies y ángulos de su rostro, y su postura y la sencillez de las ropas oscuras que vestía hacían que pareciese tan insustancial como una estatua o un cadáver precariamente apoyado en un baluarte para engañar al enemigo.
—¿Zakalwe?
Se dio la vuelta, puso cara de sorpresa y abrió un poco más los ojos.
—¡Skaffen-Amtiskaw! Qué honor tan inesperado… ¿Sma te deja salir solo o también está por aquí?
Sus ojos recorrieron la galería de la ciudadela.
—Buenos días, Cheradenine —dijo la unidad flotando hacia él—. Sma viene de camino en un módulo.
—¿Y qué tal está Dizita? —Se sentó en un banquito pegado a la pared desde el que podía observar la hilera de cortinas blancas que ondulaban al viento—. ¿Qué noticias hay?
—Creo que la mayoría son buenas —dijo Skaffen-Amtiskaw descendiendo un poco hasta quedar a la altura de su rostro—. El señor Beychae ha partido hacia los Habitáculos de Impren para asistir a la conferencia entre las dos tendencias principales del Grupo de Sistemas que se celebrará allí. Parece que el peligro de una guerra a gran escala está empezando a disminuir.
—Bueno, eso es maravilloso, ¿verdad? —exclamó él. Se echó hacia atrás y puso las manos detrás de su nuca—. Paz allí y paz aquí… —Inclinó la cabeza hacia un lado, entrecerró los ojos y observó a la unidad—. Y aun así, unidad… No pareces rebosar alegría y felicidad. Pareces… ¿Osaré decirlo? Sí, osaré. Tienes un aspecto claramente sombrío. ¿Qué ocurre? ¿Se te están agotando las pilas?
La máquina tardó unos segundos en responder.
—Creo que el módulo de Sma está a punto de llegar —dijo por fin—. ¿Subimos al tejado para recibirla?
Puso cara de perplejidad, acabó asintiendo con la cabeza y se levantó. Dio una palmada y señaló hacia adelante.
—Desde luego. Vamos.
Fueron a sus apartamentos. Cuando se encontró con Sma vio que también parecía preocupada por algo. Había supuesto que la perspectiva de que el Grupo de Sistemas no acabara devastado por la guerra haría que estuviese muy contenta, pero no era así.
—Bien, Dizita, ¿cuál es el problema? —preguntó mientras le preparaba una bebida.
Sma iba y venía por delante de los postigos que ocultaban las ventanas de la habitación. Aceptó la copa que le ofrecía, pero su expresión parecía indicar que no le interesaba demasiado. Se volvió hacia él y la expresión que había en su rostro ovalado… No supo cómo interpretarla, pero sintió que un escalofrío le recorría las entrañas.
—Tienes que marcharte, Cheradenine —dijo Sma.
—¿Marcharme? ¿Cuándo?
—Ahora…, esta noche. Mañana por la noche como muy tarde.
La miró como si no comprendiera lo que le estaba diciendo y acabó soltando una carcajada.
—De acuerdo. Confieso que los calamitas estaban empezando a parecerme atractivos, pero…
—No —dijo Sma—. Hablo en serio, Cheradenine. Tienes que marcharte.
—No puedo —replicó meneando la cabeza—. No hay ninguna garantía de que la tregua vaya a mantenerse en vigor. Quizá me necesiten.
—La tregua no se mantendrá en vigor durante mucho tiempo —dijo Sma desviando la mirada—. Al menos por parte de uno de los bandos…
Dejó su copa sobre un estante.
—¿Eh? —exclamó él. Se volvió hacia la unidad. Los campos de Skaffen-Amtiskaw eran la viva imagen de la neutralidad y el no querer comprometerse—. Diziet, ¿de qué estás hablando?
—Zakalwe… —dijo ella parpadeando rápidamente mientras intentaba mirarle a la cara—. Hemos hecho un trato con ellos. Tienes que marcharte.
—¿Y en qué consiste exactamente ese trato, Diziet? —preguntó en voz baja y afable mientras clavaba los ojos en su rostro.
—La facción Humanista estaba prestando cierta ayuda de…, de un nivel bastante bajo al Imperio —replicó Sma. Fue hacia una pared, y volvió. Era como si no estuviera hablando con él, sino con las baldosas y la alfombra del suelo—. Lo que ocurriera aquí afectaría de forma bastante grave a su credibilidad. La estructura del trato era muy delicada y todo dependía de que el Imperio triunfara. —Sma se quedó inmóvil, se volvió hacia la unidad y volvió a desviar la mirada—. Y hasta hace pocos días todo el mundo estaba de acuerdo en que eso era lo que iba a suceder…
—Ya —dijo él. Puso su copa encima de una mesa y se dejó caer sobre un sillón inmenso que casi parecía un trono—. He conseguido que el juego se volviera en contra del Imperio y eso os ha puesto en una situación muy comprometida, ¿no?
—Sí —dijo Sma tragando saliva—. Sí, es justamente lo que has hecho. Lo siento. Y ya sé que parece una locura, pero… Tal y como están las cosas aquí y teniendo en cuenta cómo son estas personas… Bueno, los Humanistas se encuentran bastante divididos y hay algunas facciones que utilizarían cualquier excusa para no atenerse al acuerdo sin importarles lo insignificante que pueda ser esa excusa. Podrían hacer que todo el castillo de naipes se derrumbara… No podemos correr ese riesgo, Zakalwe. El Imperio tiene que vencer.
La miró, bajó la vista hasta la mesita que tenía delante y suspiró.
—Comprendo. ¿Y lo único que he de hacer es marcharme?
—Sí. Ven con nosotros.
—¿Y qué ocurrirá después de que me haya ido?
—Los sacerdotes serán secuestrados por un comando imperial transportado en una aeronave controlada por los Humanistas. La ciudadela será conquistada por las tropas que hay fuera. Han planeado incursiones contra los cuarteles generales de campaña, y procurarán que sean lo menos sangrientas posible. Si las fuerzas armadas deciden no hacer caso a los sacerdotes e ignorar la orden de rendirse que darán… Bueno, si no hay más remedio se tomarán medidas contra las aeronaves, tanques, camiones y piezas de artillería de la Hegemonarquía. Cuando hayan visto unas cuantas aeronaves y tanques destruidos por haces láser desde el espacio los soldados dejarán de tener ganas de combatir.
Sma interrumpió sus paseos de un lado a otro y fue hasta la mesita deteniéndose al otro lado de ésta.
—Todo ocurrirá mañana al amanecer. Zakalwe… Te aseguro que apenas habrá derramamiento de sangre. Si te marchas ahora…, creo que sería lo mejor. —La miró. Podía oír el sonido del aire saliendo de sus pulmones—. Has estado…, has estado magnífico, Cheradenine. Ha funcionado. Lo conseguiste… Lograste llegar hasta Beychae, le…, le motivaste o lo que sea. Te estamos muy agradecidos. Te estamos muy agradecidos, y no resulta fácil…
Alzó una mano para que no siguiera hablando y la oyó suspirar. Sus ojos se apartaron de la mesita que habían estado contemplando y fueron subiendo hasta su cara.
—No puedo marcharme ahora mismo. Antes tengo que hacer unas cuantas cosas. Prefiero que te vayas y vuelvas a buscarme. Recógeme mañana al amanecer. —Meneó la cabeza—. Les abandonaré, sí, pero… Mañana.
Sma abrió la boca, la cerró y se volvió hacia la unidad.
—De acuerdo. Volveremos mañana. Zakalwe, yo…
—No te preocupes, Diziet —la interrumpió él con voz tranquila y se levantó moviéndose muy despacio. La miró a los ojos y Sma tuvo que acabar desviando la mirada—. Todo se hará tal y como quieres. Adiós.
No le ofreció la mano.
Sma fue hacia la puerta con la unidad flotando detrás de ella.
La mujer miró hacia atrás. Le vio asentir con la cabeza y se quedó inmóvil como si quisiera decir algo, pareció cambiar de opinión y salió de la habitación.
La unidad también se detuvo en el umbral.
—Zakalwe —dijo—, sólo quería añadir que…
—¡Fuera! —aulló él.
Giró sobre sí mismo y se inclinó en un solo movimiento agarrando la mesita entre las piernas y arrojándola con todas sus fuerzas hacia la máquina que flotaba en el umbral. La mesita rebotó en un campo invisible y cayó al suelo. La unidad salió a toda velocidad y la puerta se cerró detrás de ella.
Permaneció inmóvil durante unos minutos sin apartar los ojos de los paneles de madera.
Por aquel entonces era más joven y los recuerdos aún estaban muy frescos. A veces hablaba de ellos con las personas congeladas que parecían dormir durante sus vagabundeos por el frío y la negrura de la nave, y su silencio le hacía preguntarse si realmente estaba loco.
La experiencia de haber sido congelado y despertar no había afectado en nada a sus recuerdos. Las imágenes seguían tan claras como siempre. Había albergado la esperanza de que los discursos de quienes defendían la congelación fueran excesivamente optimistas, e incluso había llegado a sentir el deseo secreto de que el proceso desgastara los recuerdos, pero se había llevado una desilusión. El proceso de calentar el cuerpo y hacerlo revivir había sido menos traumático y desorientador que el despertar después de perder el conocimiento a causa de un golpe, algo que ya le había ocurrido unas cuantas veces a lo largo de su existencia. Revivir era un proceso con muchos menos altibajos que exigía algo más de tiempo, y la verdad es que resultaba francamente agradable. Era como despertar después de haber pasado una buena noche de sueño.
Le dejaron a solas durante un par de horas después de los exámenes médicos que terminaron declarándole en perfecto estado de salud. Se sentó, se envolvió en una gruesa toalla de baño, se tumbó en la cama y —como quien hurga en un diente enfermo con la lengua o con un dedo sin ser capaz de poner fin a esas incesantes comprobaciones de que el diente sigue doliéndole— llamó a sus recuerdos, repasando la lista de los adversarios antiguos y recientes que había esperado acabarían perdidos en la oscuridad y el frío del espacio.
Todo su pasado estaba presente, y todo lo que había ido mal también estaba presente…, intacto y entero.
El nombre de la nave era Los amigos ausentes y su viaje duraría algo más de un siglo. Era algo así como un viaje de compasión y buenas obras. Sus propietarios alienígenas habían donado los servicios de la nave para que ayudara a aliviar los efectos de una guerra terrible. Él no merecía el sitio que ocupaba a bordo, y había tenido que utilizar documentos falsos y un nombre falso para asegurarse la huida. Se ofreció voluntario para despertar hacia la mitad del recorrido y convertirse en tripulante porque pensaba que viajar por el espacio sin llegar a conocerlo sería algo lamentable. No poder apreciar ese vacío o contemplarlo era casi vergonzoso. Quienes no se habían ofrecido como tripulantes serían drogados en el planeta, llevados al espacio inconscientes, congelados y despertados en otro planeta.
Esa opción siempre le había parecido vagamente indigna. Ser tratado de una forma semejante equivalía a convertirse en parte del cargamento.
Las otras dos personas despiertas cuando fue revivido se llamaban Ky y Erens. Se suponía que Erens debía de haber vuelto a las filas de los congelados hacía ya cinco años después de haber servido unos cuantos meses como tripulante de la nave, pero decidió permanecer despierto hasta que llegaran a su destino. Ky había sido revivido tres años antes y también debería haber vuelto al sueño para ser sustituido pocos meses después por el siguiente nombre en la lista que establecía la rotación de tripulantes, pero cuando llegó ese momento Erens y Ky ya habían empezado a discutir y ninguno de los dos quería ser el primero en volver a la falta de cambios de la congelación. La inmensa nave fría y silenciosa siguió moviéndose lentamente por el espacio deslizándose junto a los alfileritos luminosos que eran las estrellas durante dos años y medio que transcurrieron en una situación de tablas. Acabaron despertándole porque su nombre era el siguiente de la lista y porque querían otra persona con quien hablar, pero lo habitual era que se limitara a estar sentado en la zona de la tripulación oyéndoles discutir.
—Aún faltan cincuenta años —dijo Ky mirando fijamente a Erens.
Erens alzó la mano que sostenía una botella y la agitó de un lado a otro.
—Puedo esperar. Cincuenta años no son la eternidad.
Ky movió la cabeza señalando la botella.
—Ese veneno y el resto de porquerías que consumes acabarán matándote. No conseguirás llegar al final del viaje. Nunca volverás a ver la luz del sol o a saborear la lluvia en tus labios. No durarás ni un año, y mucho menos cincuenta… Deberías volver a dormir.
—No es dormir.
—Deberías volver a como quieras llamarlo. Deberías permitir que te volviesen a congelar.
—Y tampoco es una auténtica congelación.
Erens consiguió poner cara de perplejidad y de disgusto al mismo tiempo.
El hombre al que habían despertado se preguntó cuántos centenares de veces habían mantenido aquella misma discusión.
—Deberías volver a ese pequeño cubículo helado tal y como se suponía que debiste hacer cuando te tocaba y pedirles que te curaran de tus adicciones al despertar —dijo Ky.
—La nave ya me tiene en tratamiento —replicó Erens. La embriaguez le obligaba a hablar despacio y otorgaba un extraño tono de dignidad a sus palabras—. Mis entusiasmos me han llevado a un estado de gracia, una gracia sublimemente tensionada…
Erens echó la botella hacia atrás y la apuró.
—Conseguirás matarte.
—Es mi vida, ¿no?
—Quizá consigas matarnos a todos. A toda la gente que viaja en la nave, durmientes incluidos…
—La nave sabe cuidar de sí misma.
Erens suspiró y recorrió la Sala de Tripulantes con la mirada. Era el único lugar sucio de toda la nave. Los robots se ocupaban de mantener el orden y la limpieza en todo el resto de la inmensa estructura, pero Erens había conseguido borrar las coordenadas de la Sala de Tripulantes de la memoria de la nave, y eso permitía que el recinto tuviera un aspecto agradablemente sucio. Erens se estiró e hizo caer dos tazones reciclables de la mesa.
—Eh… —dijo Ky—. ¿Y si tus manipulaciones le han causado alguna avería?
—Ky, no he hecho ninguna «manipulación» —dijo Erens con una sonrisita burlona—. Me he limitado a alterar unos cuantos programas de limpieza y mantenimiento de lo más básico. La nave ya no nos habla y permite que este recinto parezca un sitio habitado…, y eso es todo. No he hecho nada que pueda llevarla al corazón de una estrella o que la convenza de que es humana y le haga preguntarse qué están haciendo esos parásitos intestinales que se mueven por su interior. Pero tú no puedes entenderlo… No tienes la experiencia o los conocimientos técnicos necesarios. Livu, en cambio… Él quizá sí pueda entenderlo, ¿eh? —Erens se estiró un poco más. La silla resbaló hacia atrás y las botas arañaron la sucia superficie de la mesa—. Lo entiendes, Darac…, ¿verdad que sí?
—No estoy seguro de entenderlo —admitió él (a esas alturas ya estaba acostumbrado a responder tanto si le llamaban Darac como si le llamaban señor Livu o simplemente Livu)—. Supongo que si sabes lo que estás haciendo… Bueno, supongo que en ese caso no has causado ningún daño. —Sus palabras parecieron complacer a Erens—. Por otra parte, muchas personas que creían saber qué estaban haciendo han provocado auténticos desastres.
—Amén —dijo Ky, poniendo cara de triunfo e inclinándose agresivamente hacia Erens—. ¿Ves?
—Tal y como ha dicho nuestro amigo… —observó Erens alargando la mano hacia otra botella—. No está seguro, ¿verdad?
—Deberías volver con los durmientes —dijo Ky.
—No están dormidos.
—Se supone que no deberías estar despierto. Se supone que sólo debe haber dos personas despiertas en cualquier momento dado.
—Bueno, pues vete a dormir.
—No es mi turno. Tú estabas despierto antes que yo.
Dejó que siguieran discutiendo.
A veces se ponía un traje espacial y cruzaba la compuerta que daba acceso a la secciones de almacenamiento, que se encontraban sometidas al vacío. Las secciones de almacenamiento ocupaban casi la totalidad de la nave, y un noventa y nueve por ciento del espacio disponible estaba consagrado a ellas. La nave contaba con una diminuta unidad impulsora a un extremo y una unidad viviente todavía más pequeña al otro, y toda la estructura que se extendía entre las dos unidades estaba repleta de no muertos.
Recorría los fríos y oscuros pasillos volviendo la cabeza a un lado y a otro para contemplar a los durmientes. Las unidades parecían los cajones de un archivador gigantesco, y cada una era el extremo de una estructura muy parecida a un ataúd. Una lucecita roja estaba encendida en cada unidad, y si se quedaba inmóvil en uno de aquellos pasillos que trazaban una suave y larguísima espiral con las luces del traje apagadas, esas lucecitas se alejaban de él formando una curva color rubí que acababa perdiéndose en la oscuridad y le hacían pensar en un pasillo infinito de gigantescos soles rojizos creado por algún dios para quien el orden había acabado convirtiéndose en una obsesión.
Alejarse de la unidad activada en el extremo al que siempre consideraba como la cabeza de la nave le hacía seguir un lento camino en espiral hacia arriba que le permitía recorrer las oscuras y silenciosas entrañas de su cuerpo. Solía ir por el pasillo exterior porque eso le permitía apreciar mejor las gigantescas dimensiones de la nave. El ascenso hacía que fuera sintiendo el lento debilitarse de la falsa gravedad de la nave, y el caminar acababa convirtiéndose en una serie de saltos en los que siempre resultaba más fácil chocar contra el techo que moverse hacia adelante. Los cajones-ataúdes estaban provistos de asas y se acostumbró a utilizarlas cuando el caminar dejaba de resultar eficiente. Agarrarse a las asas le fue llevando hacia el centro de la nave, y cuando llegó hasta él vio como una pared de cajones-ataúdes se convertía en un suelo y la otra en un techo. Se quedó inmóvil debajo de un pasillo radial y saltó hacia arriba para flotar hacia lo que ahora era el techo mientras el pasillo radial se convertía en una chimenea por la que podía desplazarse. Se agarró al asa de un cajón-ataúd y fue utilizando las asas de los siguientes como si fueran una escalerilla para trepar hasta el centro de la nave.
El centro de la Amigos ausentes estaba atravesado por un pozo de ascensor que iba desde la unidad viviente hasta la unidad impulsora. Cuando llegaba al auténtico centro de la nave llamaba al ascensor, suponiendo que no lo hubiera dejado esperándole durante su última excursión.
Cuando el ascensor llegaba entraba en él. Su cuerpo flotaba dentro del cilindro iluminado por las luces amarillas. Cogía una pluma o una linternita y la colocaba en el centro de la cabina y se limitaba a flotar sin apartar la mirada de la pluma o de la linternita hasta comprobar si la había colocado lo bastante cerca del centro de toda aquella masa atrapada en una lenta rotación para que permaneciera allí donde la había dejado. Acabó adquiriendo una gran práctica, y podía pasarse horas dentro del ascensor con las luces del traje y el ascensor encendidas (si lo que flotaba en el centro era una pluma) o apagadas (si era una linterna), observando el pequeño objeto y esperando que su propia destreza manual demostrara ser mayor que su paciencia, esperando —en otras palabras, y no le costaba nada admitirlo ante sí mismo— que una parte de su obsesión venciera a la otra.
Si la pluma o la linterna se movían y acababan chocando con las paredes, el suelo o el techo de la cabina o si derivaban hacia el umbral y salían por él tenía que flotar, trepar (bajar) y volver por donde había venido. Si la pluma o la linterna se mantenían inmóviles en el centro de la cabina podía usar el ascensor para ir hasta la unidad viviente.
—Vamos, Darac… —dijo Erens mientras encendía una pipa—. ¿Qué te ha impulsado a inscribirte en este viaje de una sola dirección?
—No quiero hablar de ello.
Aumentó la potencia del sistema de ventilación para librarse de los vapores de la droga que fumaba Erens. Estaban en el carrusel de observación, el único lugar de la nave donde podías ver las estrellas sin necesidad de aparatos. Iba allí de vez en cuando, abría los postigos metálicos y contemplaba a las estrellas que giraban lentamente sobre su cabeza. A veces intentaba leer poesía.
Erens también seguía visitando el carrusel a solas, pero Ky había dejado de ir allí. Erens opinaba que ver el silencio del vacío y los puntitos solitarios que eran otros soles hacía que Ky sintiese nostalgia del hogar.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Erens.
Meneó la cabeza y se reclinó en el sofá sin apartar los ojos de la oscuridad.
—Porque no es asunto tuyo.
—Oye, si me cuentas por qué decidiste venir yo te contaré qué me impulsó a hacerlo.
Erens le sonrió como si fueran dos niños que se disponían a compartir el secreto de una conspiración.
—Piérdete, Erens.
—Eh, mi historia es muy interesante. Te fascinaría.
—Estoy seguro de ello.
Suspiró.
—Pero no te la contaré a menos que tú me cuentes antes la tuya. Te aseguro que te estás perdiendo algo bueno.
—Bueno, tendré que aprender a vivir con esa pérdida.
Redujo la intensidad de las luces del carrusel hasta que el objeto más brillante del recinto fue la cara de Erens, un óvalo que se iluminaba con una débil claridad rojiza cada vez que daba una calada a la pipa. Erens le ofreció la pipa y él la rechazó meneando la cabeza.
—Necesitas relajarte un poco, amigo mío —dijo Erens dejándose caer en el otro sofá—. Colócate, comparte tus problemas…
—¿Qué problemas?
Estaba muy oscuro, pero pudo ver el movimiento de la cabeza de Erens en la oscuridad.
—En esta nave no hay nadie que no tenga problemas, amigo. Todos los que estamos a bordo huimos de algo.
—Ah… Así que has decidido jugar a ser el psiquiatra de la nave, ¿eh?
—Vamos, vamos… Nadie va a regresar, ¿verdad? De todas las personas que hay a bordo ninguna volverá a su hogar. La mitad de la gente que conocemos ya debe de haber muerto y los que siguen con vida habrán muerto para cuando lleguemos a nuestro punto de destino. No hay forma de que podamos volver a verles y lo más probable es que nunca regresemos a nuestros hogares, así que debe de existir alguna razón condenadamente importante y condenadamente fea…, algo condenadamente malo que nos ha hecho salir huyendo de esa forma. Todos tenemos que estar huyendo de algo, tanto si es algo que hicimos como si es algo que nos hicieron.
—¿No has pensado en una respuesta tan simple como que a algunas personas quizá les gusta viajar?
—Tonterías. Viajar… No hay nadie a quien pueda gustarle hasta esos extremos.
Se encogió de hombros.
—Si tú lo dices…
—Vamos, Darac… Discute conmigo, maldita sea.
—No creo en las discusiones —replicó.
Clavó los ojos en la oscuridad (y vio un navío inmenso, un navío tan grande como una ciudad rodeado por el anillo de los niveles y las capas de blindajes y armamentos, una masa oscura pero no muerta que se recortaba contra la débil luz del ocaso…)
—¿No? —preguntó Erens. Parecía sinceramente sorprendido—. Mierda, y yo que creía ser el cínico del trío…
—No se trata de cinismo —dijo él con voz átona—. Sencillamente, creo que las personas sobrevaloran la discusión porque les gusta oírse hablar.
—Oh, vaya… Muchas gracias.
—Supongo que resulta reconfortante. —Siguió con la mirada los giros de las estrellas que parecían obuses absurdamente lentos vistos de noche; subían, llegaban al cénit de su trayectoria, caían… (Y se recordó que las estrellas también acabarían estallando algún día.)—. La mayoría de personas no están preparadas para permitir que se produzca ningún tipo de cambio dentro de sus mentes —dijo—. Creo que en lo más profundo de sus corazones saben que los demás son como ellos, y una de las razones por las que la gente suele enfadarse tanto cuando discute es que va comprendiendo eso a medida que hace desfilar sus excusas.
—Excusas, ¿eh? Bueno, si eso no es cinismo…, ¿qué es entonces?
Erens lanzó un bufido.
—Sí, excusas —replicó con lo que a Erens le pareció podía ser un matiz casi imperceptible de amargura—. Tengo la sospecha de que la gente sólo cree en aquello que sus instintos le dicen es cierto. Las excusas, las justificaciones, las cosas sobre las que se supone que puedes discutir… Todo eso llega más tarde. Son la parte menos importante de las creencias, y por eso puedes destruirlas, ganar una discusión y demostrar que la otra persona estaba equivocada sin haber debilitado en lo más mínimo su fe en ellas. —Se volvió hacia Erens—. Has atacado el objetivo equivocado.
—Bien, profesor, entonces…, ¿qué sugiere que debemos hacer si no queremos enredamos en esas discusiones tan fútiles?
—Debemos permitir que los demás no estén de acuerdo con nosotros —dijo él—. O pelear.
—¿Pelear?
Se encogió de hombros.
—¿Qué otra elección nos queda?
—¿Negociar?
—La negociación es una forma de llegar a una conclusión, y yo estoy hablando del tipo de conclusión al que se llega.
—Y, básicamente, esa conclusión es no estar de acuerdo o pelearse, ¿eh?
—Si no hay más remedio…
Erens guardó silencio durante un rato y fue dando chupadas a su pipa hasta que el resplandor rojo que brotaba de la cazoleta se desvaneció.
—Oye —dijo por fin—, no habrás sido militar, ¿eh?
Siguió contemplando las estrellas en silencio durante unos momentos y acabó volviendo la cabeza hacia Erens.
—Creo que la guerra hizo que todos fuéramos un poquito militares, ¿no te parece?
—Hmmm —murmuró Erens.
Los dos alzaron la cabeza para contemplar los lentos giros del campo de estrellas.
Hubo dos ocasiones en las que faltó muy poco para que matara a alguien en las entrañas de la nave. En una de ellas se trataba de otra persona.
Se detuvo en la larguísima espiral del pasillo exterior. Había recorrido la mitad del trayecto que llevaba al centro de la nave, y tenía la sensación de pesar bastante menos de lo habitual. La presión sanguínea normal tenía que competir con un tirón gravitatorio menor que de costumbre, y eso hacía que tuviera el rostro un poco enrojecido. No había tenido intención de echar un vistazo a ningún durmiente —la verdad es que nunca pensaba en ellos salvo de la forma más abstracta posible—, pero sintió el repentino deseo de ver algo más que una lucecita roja y fue hacia uno de los cajones-ataúdes.
Le habían enseñado cómo manejarlos después de que se ofreciera voluntario para formar parte de la tripulación e hizo un breve y no muy atento repaso de los procedimientos necesarios después de haber sido revivido. Encendió las luces del traje, activó la placa de control del cajón y fue moviendo cautelosamente un torpe dedo enguantado para teclear el código que le había dado Erens, el que desactivaba los sistemas de vigilancia de la nave. Vio encenderse una lucecita azul. La luz roja dejó de encenderse y apagarse. Si volvía a parpadear la nave sabría que algo andaba mal.
Desactivó la cerradura del cajón y tiró de la masa metálica haciendo que se deslizara sobre sus guías.
Echó un vistazo a la tira de plástico colocada sobre la unidad de la cabeza donde estaba escrito el nombre de la mujer. «Bueno —pensó—, no la conozco…» Abrió la tapa interna.
Contempló el rostro tranquilo de la mujer. Estaba tan pálido como el de un cadáver. Las luces del traje se reflejaban sobre las arruguitas de la lámina de plástico transparente que la cubría y que le daba el aspecto de un objeto recién comprado en una tienda antes de desenvolverlo. Los tubos salían de su boca y de su nariz y se perdían en las paredes del cajón. Una pantallita incrustada en la unidad de la cabeza se iluminó sobre el moño que recogía sus cabellos. Alzó los ojos hacia ella. Para alguien que parecía hallarse tan cerca de la muerte el estado físico de la mujer era magnífico. Tenía las manos cruzadas sobre la túnica de papel que vestía. Erens le había aconsejado que se fijara en las uñas de los dedos, y así lo hizo. Estaban bastante largas, pero había visto gente que las llevaba aún más largas.
Volvió la mirada hacia la placa de control y tecleó otro código. La superficie de la placa se llenó de luces. La luz roja no empezó a parpadear, pero casi todas las demás lo hicieron. Abrió una puertecita mitad roja y mitad verde incrustada en la parte superior de la unidad de la cabeza y sacó de ella una esferita de lo que parecían cables verdes muy delgados en cuyo interior había un cubo de color azul claro. Un compartimento lateral daba acceso a un interruptor. Levantó la tapa y acercó un dedo al interruptor.
Su mano estaba sosteniendo las pautas cerebrales de la mujer. El cubo azul era una copia de seguridad. No le habría costado nada aplastarlo. El dedo de su otra mano que reposaba sobre el diminuto interruptor podía acabar con su vida.
Se preguntó si lo haría. Después tendría la vaga impresión de que había permanecido en esa postura durante unos minutos, como si esperara que alguna parte oculta de su mente despertara y asumiera el control de sus actos. Hubo un par de momentos en que creyó sentir el nacimiento del impulso que le haría mover el interruptor, y podría haber iniciado el gesto una fracción de segundo después, pero suprimió rápidamente el impulso en las dos ocasiones. Permitió que su dedo siguiera inmóvil sobre el interruptor y contempló el cubo rodeado por su jaula protectora. Pensó en lo asombroso y, al mismo tiempo, lo extrañamente triste que resultaba el que toda una mente humana pudiera estar contenida en algo tan diminuto. Después pensó que un cerebro humano no era mucho más grande que el cubo azul, y que utilizaba recursos y técnicas mucho más antiguas. Eso hacía que fuera igual de impresionante (y, aun así, seguía siendo igual de triste).
Volvió a cerrar el cajón dejando que la mujer siguiera sumida en su sopor helado y reanudó su avance a cámara lenta hacia el centro de la nave.
—No sé ninguna historia.
—Todo el mundo sabe alguna historia —dijo Ky.
—Yo no. O, por lo menos, no historias que lo sean realmente…
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Ky con voz burlona.
Estaban en la Sala de Tripulantes rodeados por el desorden que iban creando.
Se encogió de hombros.
—Que sean interesantes. Historias que una persona pueda querer escuchar.
—Cada persona tiene gustos distintos. Lo que una persona consideraría como una buena historia quizá no guste en lo más mínimo a otra.
—Bueno, el único criterio por el que puedo guiarme es lo que yo consideraría como una historia digna de ser contada, y no conozco ninguna. Al menos, ninguna que quiera contar…
—Ah. Eso es muy distinto.
Ky asintió con la cabeza.
—Sí, desde luego.
—Bueno… —murmuró Ky, y se inclinó hacia él—. Entonces dime en qué crees.
—¿Por qué debería hacerlo?
—¿Y por qué no? Porque yo te lo pido.
—No.
—Vamos, no seas tan desagradable… Somos las únicas personas despiertas en un billón de kilómetros y la nave es insoportablemente aburrida. ¿Con quién vamos a hablar si no es entre nosotros?
—Nada.
—Exactamente. La nada, nadie…
Ky puso cara de satisfacción.
—No, quería decir que… Que no creo en nada.
—¿No crees en nada?
Asintió con la cabeza. Ky se reclinó en su asiento y pareció pensar en lo que acababa de decir.
—Deben de haberte hecho mucho daño.
—¿Quiénes?
—Los que te robaron aquello en que creías antes, fuera lo que fuese.
Meneó la cabeza muy despacio.
—Nadie me ha robado nada —dijo. Ky guardó silencio durante unos momentos, por lo que acabó dejando escapar un suspiro y siguió hablando—. Bien, Ky…, ¿en qué crees tú?
Ky volvió la mirada hacia la pantalla desactivada que cubría casi toda una pared de la sala.
—En algo distinto a la nada.
—Cualquier cosa que tenga nombre es algo distinto a la nada —dijo él.
—Creo en lo que nos rodea —dijo Ky. Cruzó los brazos delante del pecho y se reclinó en el asiento—. Creo en lo que puedes ver desde el carrusel y en lo que vería si esa pantalla estuviera encendida, aunque lo que vería no es la única variedad de cosas en la que creo.
—En una palabra, Ky… —dijo él.
—El vacío —dijo Ky, y una sonrisa temblorosa aleteó en sus labios—. Creo en el vacío.
Se rió.
—Eso se acerca bastante a no creer en nada, ¿verdad?
—No —dijo Ky—. Es distinto.
—Bueno, creo que a la mayoría de nosotros nos parecería que no lo es.
—Deja que te cuente una historia.
—¿Tienes que hacerlo?
—No tienes por qué escucharla.
—Claro… Bien, adelante. Cualquier cosa con tal de pasar el tiempo.
—La historia es… Ah, es una historia real, aunque eso carece de importancia. Existe un lugar donde la gente se toma terriblemente en serio el problema de la existencia o la inexistencia de las almas. Muchas personas, seminarios enteros, academias, universidades, ciudades e incluso Estados consagran casi todo su tiempo a meditar y discutir acerca de este tema y otros temas relacionados con él.
»Hace unos mil años un rey-filósofo muy sabio que estaba considerado como el hombre más sabio del planeta anunció que la gente pasaba demasiado tiempo discutiendo esos asuntos y que si hubiera alguna forma de darlo por zanjado podrían dedicar sus energías a cosas más prácticas que beneficiarían a todo el mundo, y dijo que pondría punto final a la discusión de una vez por todas.
»Convocó a los hombres y mujeres más sabios de todos los puntos del planeta para que analizaran el problema.
»Hicieron falta muchos años para reunir a todas las personas que deseaban tomar parte en el análisis del problema, y los debates, tesis, panfletos, libros, intrigas e incluso peleas y asesinatos que produjo se prolongaron aún más tiempo.
»El rey-filósofo fue a las montañas para pasar esos años en soledad y cuando se consideró preparado escuchó a todos los que creían tener algo que decir acerca de la existencia de las almas. Cuando el último de ellos hubo terminado de hablar el rey se retiró a meditar sobre lo que había escuchado.
»Un año después el rey anunció que había llegado a una conclusión. Dijo que la respuesta no era tan sencilla como creían todos, y que publicaría una obra para explicarla.
»El rey creó dos editoriales y cada una publicó un tomo de gran tamaño y muchísimas páginas. Uno de ellos repetía las frases «Las almas existen. Las almas no existen» una y otra vez párrafo tras párrafo, página tras página, sección tras sección, capítulo tras capítulo, libro tras libro… La otra repetía las palabras «Las almas no existen. Las almas existen» de la misma forma. Quizá deba añadir que en el lenguaje de aquel reino cada frase tiene el mismo número de palabras, e incluso el mismo número de letras. Aparte del título, ésas eran las únicas palabras que se podían encontrar en los miles de páginas de cada volumen.
»El rey se aseguró de que el comienzo y el final de la impresión de cada libro coincidiera en el tiempo, de que se publicaran simultáneamente y de que se imprimiera el mismo número de ejemplares de cada uno. Ninguna de las dos editoriales tenía el más mínimo tipo de ventaja o superioridad sobre la otra.
»La gente examinó los libros buscando pistas ocultas. Intentaron dar con una sola repetición enterrada en aquellos miles de páginas, con una frase o incluso una letra alterada u omitida…, y no lograron encontrar la más mínima diferencia entre una obra y otra. Acudieron al rey, pero éste había hecho voto de silencio y se había inmovilizado la mano con la que escribía. Seguía respondiendo a las preguntas sobre el gobierno de su reino con gestos afirmativos o negativos de la cabeza, pero cuando se le interrogaba sobre el tema de las dos obras y la existencia o inexistencia de las almas la cabeza del rey permanecía absolutamente inmóvil.
»Hubo disputas y luchas feroces y se escribieron muchos libros. Surgieron nuevos cultos.
»Medio año después de que hubieran sido publicadas las dos obras aparecieron otras dos y esta vez la editorial que había publicado el volumen que empezaba con la frase «Las almas no existen» publicó una obra que empezaba con la frase «Las almas existen» La otra editorial también publicó una obra que empezaba con la frase «Las almas no existen», y eso acabó convirtiéndose en una costumbre.
»El rey vivió hasta una edad muy avanzada y vio publicarse varias docenas de obras. Cuando estaba en su lecho de muerte el filósofo de la corte colocó ejemplares de cada obra flanqueándole con la esperanza de que la cabeza del rey caería a un lado o a otro en el momento de su muerte, y que la primera frase de la obra sobre la que cayera indicaría a qué conclusión había llegado…, pero el rey murió con la cabeza inmóvil sobre la almohada y los ojos mirando hacia adelante.
»Eso ocurrió hace mil años —dijo Ky—. Los libros siguen publicándose. Se han convertido en una auténtica industria, una filosofía, una fuente de discusiones interminables y de…
—Oye, esta historia… ¿tiene final? —preguntó él alzando una mano.
—No. —Ky sonrió—. No tiene final. Pero… eso es lo bueno de la historia.
Miró a Ky y meneó la cabeza. Después se puso en pie y abandonó la Sala de Tripulantes.
—Pero el que una historia no tenga final no quiere decir que carezca de una… —gritó Ky.
Salió al pasillo y cerró la puerta del ascensor a su espalda. Ky se inclinó hacia adelante y vio como el indicador de niveles del ascensor subía hasta detenerse en el nivel central.
—… conclusión —dijo Ky en voz muy baja.
Llevaba casi medio año revivido cuando estuvo a punto de suicidarse.
Estaba en la cabina del ascensor viendo girar lentamente la linterna que acababa de soltar. La había dejado encendida, y había apagado todas las luces de la cabina. Sus ojos seguían el movimiento del puntito luminoso que se deslizaba sobre las paredes de la cabina circular. El puntito luminoso se movía tan despacio como el minutero de un reloj.
Recordó los reflectores de búsqueda del Staberinde y se preguntó a qué distancia de ellos debían de estar ahora. Debían de estar tan lejos que incluso el resplandor del sol sería más débil que uno de esos haces luminosos vistos desde el espacio.
No sabía qué le hizo pensar en quitarse el casco, pero descubrió que estaba empezando a hacerlo.
Se quedó inmóvil. Abrir los sellos de un traje en el vacío era un procedimiento muy complicado. Conocía todos los pasos a seguir, pero necesitaría cierto tiempo. Contempló el punto blanco de luz que la linterna proyectaba sobre la pared del ascensor no muy lejos de su cabeza. La rotación de la linterna hacía que el punto blanco se fuera acercando lentamente. Empezaría a preparar el traje para que le permitiera quitarse el casco. Si el haz de la linterna caía sobre sus ojos…, no, si caía sobre su cara o cualquier otra parte de su cabeza se quedaría muy quieto y seguiría viviendo como si no hubiera ocurrido nada. Si la mancha luminosa no llegaba a su cara a tiempo, se quitaría el casco y moriría.
Permitió que los recuerdos invadieran su mente y sus manos se fueron moviendo lentamente iniciando la secuencia que, de no ser interrumpida, terminaría con el casco saliendo despedido de sus hombros por la presión del aire.
El Staberinde, el inmenso navío de metal atrapado en la piedra (y un barco de piedra, un edificio atrapado en el agua), y las dos hermanas, Darckense y Livueta (y, naturalmente, cuando inventó el nombre por el que se le conocía a bordo había sido consciente de que estaba utilizando sus nombres o unos muy parecidos). Y Zakalwe, y Elethiomel. Elethiomel el terrible, Elethiomel el Constructor de Sillas…
El traje emitió un zumbido. Sus sistemas intentaban advertirle de que estaba haciendo algo muy peligroso. La mancha de luz se encontraba a pocos centímetros de su cabeza.
Zakalwe… Intentó preguntarse qué significaba aquel nombre para él. ¿Qué podía significar? Venga, pregúntaselo a todos los que han vivido contigo… ¿Qué significa este nombre para ti? La guerra, responderían muchos; una gran familia, si tienen una memoria lo bastante buena para acordarse de algo ya muy lejano en el tiempo; una…, ¿una tragedia? Si conocías la historia, claro…
Volvió a ver la silla. Pequeña y blanca. Cerró los ojos y sintió un sabor amargo deslizándose por su garganta.
Abrió los ojos. Faltaban tres cierres, luego una rápida torsión de la muñeca. Volvió la cabeza hacia la mancha de luz. Estaba tan cerca del casco, tan cerca de su cabeza… Casi resultaba invisible. La lente brillante de la linterna que flotaba en el centro del ascensor casi había quedado enfilada en línea recta hacia él. Abrió uno de los tres cierres que seguían sujetando el casco. Oyó un siseo tan débil que resultaba prácticamente imperceptible.
«Muerta…», pensó. Vio el rostro pálido de la mujer. Abrió otro cierre. El siseo no se hizo más fuerte.
Una vaga sensación de brillantez a un lado del casco, allí donde debía de estar cayendo la luz de la linterna.
Navío de metal, barco de piedra y esa silla tan poco convencional. Sintió que las lágrimas invadían sus ojos y una mano —la que no estaba ocupada abriendo el tercer cierre del casco— fue hacia su pecho, allí donde estaba la pequeña cicatriz justo encima de su corazón. La cicatriz quedaba oculta por las muchas capas sintéticas del traje y el mono que llevaba debajo de él; y tenía dos décadas de existencia o siete, dependiendo de cómo midieras el tiempo.
La linterna giró. La luz parpadeó y acabó extinguiéndose justo cuando acababa de abrir el tercer cierre y la mancha blanca empezaba a abandonar el reborde interior del traje para dirigirse hacia su rostro.
Intentó ver algo. La oscuridad era casi absoluta. Había un débil atisbo de luz procedente de fuera, el brillo rojizo que apenas podía verse producido por todas esas personas que dormían un sueño muy próximo a la muerte y por el equipo que las vigilaba en silencio.
Se acabó. La linterna se había apagado. Se había quedado sin energía o quizá fuese una avería…, no importaba. Se había apagado. El haz luminoso no había llegado a posarse sobre su rostro. El traje volvió a emitir un zumbido quejumbroso que se oyó claramente sobre el siseo del aire que escapaba.
Bajó la vista hacia la mano que reposaba sobre su pecho.
Alzó la mirada hacia el lugar donde debía de estar la linterna invisible que flotaba en el centro de la cabina en el centro de la nave en el punto central de su trayecto.
«Y ahora…, ¿cómo moriré?», pensó.
Volvió al frío y al sueño un año después. Erens y Ky continuaban atrapados por esa diferencia en sus respectivos gustos sexuales que les mantendría eternamente separados aunque en todo lo demás parecieran la pareja ideal. Cuando les dejó seguían discutiendo.
Acabó metiéndose en otra guerra de bajo nivel tecnológico. Aprendió a volar (porque ahora sabía que el combate entre un navío y una aeronave siempre terminaría con la victoria de la segunda), y recorrió los vórtices de aire helado que se movían sobre las inmensas islas blancas que eran aquellos icebergs en forma de meseta.
Las ropas que había arrojado al suelo parecían la piel de algún reptil exótico que acabara de pasar por la fase de muda. Había pensado ponérselas, pero cambió de parecer. Llevaría las prendas con las que había llegado allí.
Estaba en el cuarto de baño envuelto en sus vapores y olores. Volvió a poner la navaja de afeitar debajo del chorro de agua y la acercó a su cabeza tan despacio y con tanta cautela como si estuviera pasando un peine por su cabellera en una película tomada a cámara lenta. La navaja se llevó la capa de espuma que cubría su piel y logró encontrar unos últimos pelitos. Deslizó la navaja hasta la punta de sus orejas, cogió una toalla, se limpió la lustrosa piel del cráneo e inspeccionó el paisaje tan suave y liso como el trasero de un bebé que acababa de revelar. Los largos mechones oscuros estaban dispersos sobre el suelo del cuarto de baño como plumas desprendidas durante una pelea.
Volvió la cabeza hacia las explanadas de la ciudadela y contempló las escasas hogueras que ardían en ellas. El cielo estaba empezando a iluminarse por encima de las montañas.
Desde la ventana podía ver unos cuantos niveles repletos de relieves e irregularidades de los muchos que formaban el muro curvado de la ciudadela y las torres que asomaban de ella. Sabía que la ciudadela estaba condenada y pensó que ver como se iba perfilando lentamente bajo los primeros rayos del sol que revelaban sus contornos le daba un aspecto de nobleza extraña y casi conmovedora, pero intentó no caer en el sentimentalismo.
Giró sobre sí mismo y fue a ponerse los zapatos. La caricia del aire moviéndose sobre la piel desnuda de su cráneo le producía una sensación muy curiosa. Echaba de menos el continuo movimiento de sus cabellos rozando la nuca. Tomó asiento sobre la cama, se puso los zapatos, abrochó las hebillas y volvió la cabeza hacia el teléfono que había encima de la mesilla de noche. Alargó la mano hacia el auricular y lo cogió.
Recordaba (creía recordar) que anoche se había puesto en contacto con el espaciopuerto. Sma y Skaffen-Amtiskaw se habían marchado hacía un rato, y se sentía muy mal, como si todo lo que le rodeaba estuviese muy lejos y no tuviera ninguna relación con él, y no estaba muy seguro de si realmente había hablado con los técnicos del espaciopuerto, pero creía que lo más probable era que sí lo hubiese hecho. Les había ordenado que prepararan la vieja nave espacial para la Decapitación y les había dicho que la operación se llevaría a cabo en algún momento de aquella mañana. O no lo había hecho. Una de las dos cosas. Quizá lo había soñado.
Oyó la voz de la operadora de la ciudadela preguntándole con quién deseaba hablar. Pidió que le pusiera con el espaciopuerto.
Habló con los técnicos. El ingeniero jefe de vuelos parecía algo tenso y excitado. La nave espacial estaba lista y había sido aprovisionada de combustible. Las coordenadas ya habían sido introducidas, y podría ser lanzada pocos minutos después de que diera la orden final.
Asintió para sí mismo mientras le escuchaba. El ingeniero jefe de vuelos hizo una pausa. No llegó a formular la pregunta en voz alta, pero estaba allí y pudo sentir su presencia invisible.
Volvió la cabeza hacia la ventana y contempló el cielo. Visto desde aquí dentro seguía pareciendo bastante oscuro.
—¿Señor? —preguntó el ingeniero jefe—. Señor… ¿Cuáles son sus órdenes, señor?
Vio el cubito azul y el botón, oyó el murmullo del aire que escapaba del interior del casco. Sintió una especie de estremecimiento. Pensó que era una reacción involuntaria de su cuerpo, pero no se trataba de eso. El estremecimiento recorrió toda la ciudadela y se fue expandiendo por los muros de la habitación y por debajo de la cama sobre la que estaba acostado. Los cristales y las porcelanas de la habitación tintinearon levemente. El ruido de la explosión gruñó como un trueno lejano y atravesó los gruesos vidrios de las ventanas. El sonido resultaba vagamente amenazador.
—¿Señor? —preguntó el ingeniero jefe—. ¿Sigue ahí?
Había muchas probabilidades de que decidieran interceptar la nave espacial. La Cultura —el Xenófobo, seguramente— utilizaría sus efectores sobre ella… La decapitación estaba condenada a fracasar…
—Señor, ¿qué debemos hacer?
Pero siempre había una posibilidad de que…
—¿Señor? Señor, ¿me oye?
Otra explosión hizo temblar la ciudadela. Clavó los ojos en el auricular que tenía entre los dedos.
—Señor, ¿seguimos adelante con el plan? —oyó que decía una voz masculina, o recordó haberle oído decir a una voz masculina hacía mucho tiempo y muy lejos de allí… Y él había dicho «Sí», y había aceptado cargar con el peso terrible de los recuerdos, y con todos los nombres que quizá acabarían enterrándole…
—No —dijo en voz baja—. Ya no necesitamos utilizar la nave —murmuró.
Dejó el auricular sobre su soporte y salió a toda prisa de la habitación. Fue por la escalera de atrás para estar lo más lejos posible de la entrada principal a sus apartamentos, donde ya podía oír el nacimiento de una cierta conmoción.
Más explosiones hicieron temblar la ciudadela. La muralla fue atravesada una y otra vez, y las ondas expansivas le dejaron envuelto en nubéculas de polvo que se desprendían lentamente del techo y las paredes. Se preguntó qué estaría ocurriendo en los cuarteles regionales y cómo caerían, y si la incursión para capturar a los sacerdotes sería tan poco sangrienta como esperaba Sma; pero apenas hubo empezado a pensar en ello comprendió que todas esas cosas ya habían dejado de importarle.
Salió de la ciudadela por una poterna y entró en la gran plaza que se usaba para los desfiles. Las hogueras seguían ardiendo delante de las tiendas de los refugiados. Grandes nubes de polvo y humo ascendían lentamente por el cielo gris del amanecer para flotar sobre los muros de la ciudadela. Desde donde estaba podía ver un par de las brechas que habían abierto en ellos. Los refugiados estaban empezando a despertar y salían de las tiendas. A su espalda y por encima de él podía oír el chisporroteo de los disparos procedentes de los muros de la ciudadela.
Oyó disparos de un arma de mucho mayor calibre que venían de los muros, y una explosión tremenda hizo temblar el suelo abriendo un gran agujero en el acantilado que era la ciudadela. Una avalancha de piedra se desplomó sobre la explanada de los desfiles enterrando bajo ella a una docena de tiendas. Se preguntó qué clase de munición estaría utilizando ese tanque. Sospechaba que era de un tipo que no habían tenido disponible hasta aquella mañana.
Atravesó la ciudad de tiendas. Los refugiados salían de ellas con cara de sueño y le miraban parpadeando. Seguía oyendo disparos dispersos procedentes de la ciudadela. La inmensa nube de polvo se alejó de la enorme brecha abierta en los muros y fue hacia la explanada. Otro disparo hecho desde muy cerca de los muros; otra detonación que hizo vibrar el suelo y acabó con toda una esquina de la ciudadela. Las piedras salieron disparadas de los muros como si las aliviara separarse de ellos y cayeron rodando sobre su propio polvo. Habían sido liberadas y podían volver a la tierra.
El fuego disperso desde los baluartes de la ciudadela era cada vez más escaso. El polvo se iba posando sobre todas las cosas, el cielo se iluminaba lentamente y los refugiados se aferraban los unos a los otros delante de sus tiendas contemplándolo todo con cara de pavor. Oyó más disparos procedentes de los muros exteriores y de la explanada para los desfiles alrededor de la que había nacido la ciudad de tiendas.
Siguió caminando. Nadie intentó detenerle, y eran muy pocas las personas que parecían fijarse en su presencia. Vio a un soldado cayendo desde lo alto del muro que se alzaba a su derecha y vio como su cuerpo rodaba sobre el polvo. Vio a los refugiados corriendo en todas direcciones. Vio a los soldados del Ejército Imperial montados sobre un tanque que aún se encontraba bastante lejos.
Se abrió paso por entre el amasijo de tiendas evitando a los que corrían y saltando sobre un par de hogueras ya casi sin llamas que aún seguían echando humo. Las enormes brechas abiertas en los muros exteriores y en la ciudadela propiamente dicha humeaban bajo la cada vez más intensa claridad grisácea del amanecer. El cielo se iba encendiendo con destellos rosa y azul, y la luz no tardaría en cobrar otro color.
Los refugiados corrían y se apelotonaban a su alrededor —algunos llevaban bebés en los brazos, otros tiraban de un niño—, y hubo momentos en que creyó reconocer un rostro, y varias ocasiones en las que estuvo a punto de detenerse y hablar con ellos, de alargar la mano para hacer cesar la nevada de rostros que le envolvía o de correr detrás de ellos gritando no sabía qué…
Una aeronave aulló sobre su cabeza y hendió la atmósfera por encima del muro exterior dejando caer unos cilindros alargados sobre las tiendas. Los cilindros liberaron surtidores de llamas y un humo espantosamente negro. Vio personas que ardían, oyó los gritos, olió la pestilencia de la carne quemada y meneó la cabeza.
Cuerpos aterrorizados pasaban corriendo a su lado o chocaban contra él, y el impacto con uno de ellos le hizo caer al suelo y tuvo que levantarse, quitarse el polvo de las ropas y soportar los empujones, los gritos, las maldiciones y los alaridos. La aeronave volvió a pasar sobre su cabeza y fue el único que se mantuvo erguido y siguió caminando mientras los que le rodeaban se dejaban caer al suelo. Observó los chorlitos de polvo que salían disparados hacia el cielo a su alrededor y vio como las ropas de algunas personas que se habían arrojado al suelo aleteaban con una breve sacudida espasmódica cuando un proyectil daba en el blanco.
Se encontró con los primeros soldados cuando ya casi había amanecido del todo. Un soldado disparó contra él. Buscó refugio detrás de una tienda y rodó rápidamente sobre sí mismo. Estuvo a punto de chocar con otro soldado que hizo girar su carabina una fracción de segundo demasiado tarde. Desvió el arma de una patada. El soldado desenvainó un cuchillo. Dejó que se lanzara sobre él, le quitó el cuchillo y le hizo caer al suelo con una llave de lucha. Clavó los ojos en el cuchillo que tenía entre los dedos y meneó la cabeza. Lo arrojó a lo lejos, miró al soldado —estaba encogido sobre sí mismo con la cabeza alzada hacia él y le observaba con temor—, se encogió de hombros y siguió caminando.
Los refugiados pasaban corriendo junto a él, los soldados gritaban. Vio como uno alzaba su arma y le apuntaba. Miró a su alrededor y no encontró ningún sitio donde refugiarse. Alzó la mano para explicarle que ya no era necesario que disparase, pero el soldado hizo fuego antes de que pudiera hablar.
«Un disparo bastante malo teniendo en cuenta lo cerca que estaba de mí», pensó mientras el impacto del proyectil le hacía salir despedido hacia atrás dando una voltereta sobre sí mismo.
Parte superior del pecho, cerca del hombro. «No hay daño pulmonar, y lo más probable es que ni tan siquiera me haya rozado una costilla», pensó. El dolor y la conmoción se extendieron por todo su cuerpo y le hicieron caer al suelo.
Se quedó inmóvil sobre el polvo. Había caído muy cerca del rostro de un guardia muerto. Los ojos del defensor de la ciudad ya no podían ver nada, pero parecían contemplarle. Había visto el módulo de la Cultura mientras el impacto del proyectil le arrojaba hacia atrás; una silueta de límpidos contornos que flotaba inútilmente sobre las ruinas de los apartamentos que había ocupado durante su estancia en la ciudadela.
Alguien le dio una patada. El impacto hizo que su cuerpo girara y, al mismo tiempo, le fracturó una costilla. Intentó no reaccionar a la nueva cuchillada de dolor que le atravesó el pecho, pero entreabrió los párpados para ver quién le había pateado. Esperó el coup-de-grâce, pero éste no llegó.
La sombra que se había quedado inmóvil sobre él —oscuridad recortada contra la luz— se puso en movimiento y se alejó.
Esperó un rato y se levantó. Al principio el caminar no le resultó demasiado difícil, pero las aeronaves no tardaron en volver, y aunque no fue alcanzado por ninguno de los proyectiles algo se hizo pedazos cerca de él mientras pasaba junto a unas tiendas que ondularon y bailaron al sentir la embestida de las balas, y se preguntó si el agudo dolor que acababa de experimentar en el muslo había sido producido por un trozo de madera o de piedra, o si sería una astilla de hueso procedente de alguien que estaba en el interior de una tienda.
—No —murmuró mientras se alejaba cojeando en dirección a la brecha más grande que había en el muro—. No, no tendría gracia… No es un trocito de hueso… No tendría ninguna gracia…
La onda expansiva de explosión le derribó, le lanzó hacia una tienda y le hizo atravesar la lona. Se puso en pie sintiendo un terrible zumbido en la cabeza. Miró a su alrededor y acabó alzando los ojos hacia la ciudadela. Sus pináculos empezaban a reflejar el impacto directo de los primeros rayos de sol de lo que prometía ser un día muy hermoso. Ya no podía ver el módulo. Cogió un trozo del poste que había sostenido una tienda para usarlo como muleta. La pierna le dolía mucho.
El polvo se arremolinó a su alrededor, los alaridos de los motores y las aeronaves y las voces humanas le atravesaron; los olores de las cosas que ardían, el polvo de piedra y los humos de las máquinas le hicieron toser y jadear. Sus heridas le hablaban en los lenguajes del dolor y las lesiones y no le quedaba más remedio que escucharlas, pero se negaba a prestarles más atención que la estrictamente imprescindible. Tropezó, se tambaleó, sintió los impactos de las ondas expansivas y los trocitos de piedra y metal que volaban por los aires, creyó que se había quedado sin fuerzas y cayó de rodillas y se levantó pensando que quizá hubiera recibido más heridas de bala, pero en su estado actual no podía estar seguro de nada.
Cayó al suelo cuando ya estaba bastante cerca de la brecha y pensó que quizá debiera quedarse quieto para descansar un rato. Había más luz, y se sentía muy cansado. Las nubéculas de polvo flotaban a su alrededor como una blanca guirnalda de sudarios. Alzó los ojos hacia el azul claro del cielo y pensó en lo hermoso que era incluso visto a través de todas aquellas cantidades de polvo. Escuchó el estrépito de los tanques que subían por la cuesta triturando los guijarros bajo sus orugas y pensó que, como ocurre siempre con los tanques, el ruido que hacían se parecía mucho más a un chirrido que a un rugido.
—Caballeros —murmuró alzando la mirada hacia el azul cada vez más intenso del cielo—, esto me recuerda algo digno de ser respetado y grabado en la memoria que Sma me dijo en una ocasión, algo sobre el heroísmo, algo como…, sí, era… «Zakalwe, sea cual sea su edad y su desarrollo en todas las sociedades humanas que hemos examinado a lo largo de nuestra historia no hemos encontrado prácticamente ninguna en la que hubiese escasez de machos jóvenes y entusiastas dispuestos a matar y morir preservando la seguridad, la comodidad y los prejuicios de sus mayores, y lo que tú llamas heroísmo no es más que la expresión de una verdad tan sencilla como la de que nunca hay escasez de idiotas…» —Suspiró—. Bueno, estoy seguro de que ella nunca usó palabras como «sea cual sea su edad y su desarrollo», porque a la Cultura le encanta que haya excepciones para todo, pero…, creo que…, creo que eso era más o menos lo que me dijo…
Rodó sobre sí mismo apartando la mirada del casi doloroso azul del cielo y clavó los ojos en el polvo.
Se fue incorporando lentamente y de mala gana un rato después primero hasta erguir el torso, después hasta quedar arrodillado en el suelo y luego alargó la mano hacia el trozo de poste que le servía de muleta y descargó todo su peso sobre él y logró ponerse en pie, y empezó a tambalearse hacia las ruinas en que se habían convertido los muros y consiguió llegar hasta la cima de aquella montaña de piedras y cascotes, allí donde el camino que recorría la parte superior de la muralla seguía intacto y se alejaba en ambas direcciones —«Como rutas del cielo», pensó—, y fue hacia los cadáveres de una docena de soldados que yacían en el centro de un charco de sangre que iba haciéndose más grande y contempló los baluartes salpicados de agujeros de balas y cubiertos por una capa de polvo gris que les rodeaban.
Fue tambaleándose hacia ellos como si quisiera aumentar su número con la adición de su cuerpo y examinó el cielo buscando el módulo.
Pasó algún tiempo antes de que vieran la «Z» que había dibujado con los cadáveres de los soldados que yacían sobre la muralla, pero en ese lenguaje la Z era una letra muy complicada y cometió muchos errores antes de conseguir que le saliera bien.
Todas las luces y reflectores del Staberinde estaban apagados. Su masa achaparrada se recortaba contra la débil filtración de luz grisácea que precede al amanecer, y su borrosa silueta era un cono que apenas aludía a los aros y líneas concéntricas de sus cubiertas y armas. Algún efecto óptico de las neblinas del pantano que se interponían entre él y el inmenso zikkurath que era el navío creaban la impresión de que su negra forma no tenía el más mínimo contacto con la tierra, sino que flotaba sobre ella cerniéndose por encima del mundo como una amenazadora nube negra.
Los ojos con que lo contemplaba estaban tan cansados como los pies que le sostenían. Hallarse tan cerca de la ciudad y del navío hacía que pudiera oler el mar, y tener la nariz tan cercana al cemento del bunquer le permitía captar el olor acre y amargo de la cal. Intentó acordarse del jardín y de los perfumes de las flores tal y como solía hacer cuando la lucha empezaba a parecerle tan fútil y cruel que sentía deseos de abandonarla, pero no logró que su memoria conjurase aquellos perfumes de una sutileza conmovedora tan levemente recordados o cualquiera de las cosas buenas que habían ocurrido en aquel jardín (y volvió a ver aquellas manos bronceadas por el sol sobre las blancas caderas de su hermana, la ridícula sillita que habían escogido para consumar su fornicación…, y recordó su última visita al jardín, la última vez que había estado en la propiedad cuando iba con el cuerpo de tanques; y vio el caos y la ruina que Elethiomel había desatado sobre el lugar donde habían crecido los dos; la gran casa convertida en un cascarón vacío, el barco de piedra definitivamente naufragado, los bosques devorados por las llamas…, y su último atisbo de aquella odiada casita de verano donde les había encontrado cuando se disponía a emprender su represalia particular contra la tiranía del recuerdo; el tanque meciéndose debajo de él, el claro ya iluminado por los destellos de los obuses-estrella retorciéndose con el resplandor de las llamas, el sonido que no era un sonido zumbando en sus tímpanos, y la casita…, la casita seguía allí; el obús la había atravesado limpiamente y había explotado entre los árboles que se alzaban detrás de ella y sintió el deseo de gritar y llorar y destruir la casita con sus propias manos…, pero entonces se acordó del hombre que había estado sentado dentro de ella y pensó en cómo podría enfrentarse a una situación semejante, y consiguió acumular el valor suficiente para reírse de lo ocurrido y ordenó al artillero que apuntara al último peldaño de la casita, y por fin vio como toda la estructura se convertía en pedazos que salían disparados hacia lo alto. Los escombros cayeron alrededor del tanque rociándole con pellas de tierra, trocitos de madera y los manojos de cañizo que habían formado el techo).
La noche que se extendía más allá del bunquer era cálida y asfixiante. El calor del día había quedado atrapado en la tierra y parecía haber sido incrustado en el suelo por el peso de las nubes que se pegaban a la piel del mundo como si fueran una camisa empapada en sudor. Creyó captar el olor de la hierba y el heno flotando en el aire y pensó que el viento había cambiado de dirección. Aquellos olores nacían en las grandes praderas del interior y debían de haber sido arrastrados hasta allí por algún viento que ya había agotado sus fuerzas. Las viejas fragancias se habían vuelto rancias y débiles. Cerró los ojos y apoyó la frente sobre el áspero cemento del bunquer debajo de la ranura por la que había estado mirando. Sus dedos se abrieron sobre la dura superficie granulosa y sintió el cálido contacto del cemento en su carne.
Había momentos en los que su único deseo era que todo terminara de una vez, y la forma en que se produjera ese final no tenía ninguna importancia. La simple idea de que todo terminara cobraba una seductora y exigente sencillez, y se imponía con una fuerza tan abrumadora que habría pagado cualquier precio por verla convertirse en realidad. Cuando le ocurría eso tenía que pensar en Darckense atrapada dentro del navío y cautiva de Elethiomel. Sabía que ya no amaba a su prima; que el amor que había sentido hacia ella fue un breve enamoramiento juvenil, algo que ella había utilizado durante su adolescencia para vengarse de alguna afrenta imaginaria que le había infligido la familia (quizá creía que preferían a Livueta, quizá fuese otra cosa…). Puede que en aquel entonces le pareciese auténtico amor, pero sospechaba que ahora incluso ella era consciente de que el sentimiento se había desvanecido. Creía que Darckense realmente había sido convertida en rehén contra su voluntad. Cuando Elethiomel atacó la ciudad cogió por sorpresa a muchas personas, y la rapidez del avance bastó para dejar atrapada dentro de ella a la mitad de la población. Darckense tuvo la mala suerte de ser descubierta en el caos del aeropuerto cuando intentaba huir. Elethiomel había desplegado un gran número de agentes para que dieran con ella, y Darckense acabó cayendo en sus manos.
Y eso hacía que no le quedara más remedio que seguir luchando por Darckense, aunque ya casi hubiera consumido todas las reservas de odio que su corazón albergaba hacia Elethiomel, ese odio que le había permitido continuar luchando durante los últimos años y que ahora se estaba agotando y que parecía haber sido evaporado por el curso abrasivo de aquella larga guerra.
¿Cómo se las arreglaba Elethiomel? Aunque ya no la amara (y el monstruo afirmaba que Livueta era la única cosa que amaba en el mundo), ¿cómo podía utilizarla igual que si fuera otro obús guardado en los cavernosos almacenes del navío?
¿Y qué se suponía que debía hacer él? ¿Utilizar a Livueta contra Elethiomel? ¿Esforzarse por alcanzar el mismo nivel de astuta crueldad?
Livueta ya le echaba la culpa de todo lo ocurrido a él, no a Elethiomel. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Rendirse? ¿Cambiar una hermana por otra? ¿Montar un loco intento de rescate condenado de antemano al fracaso? ¿Limitarse a atacar?
Había intentado explicar que sólo un asedio prolongado garantizaría el éxito, pero las discusiones habían sido tan frecuentes y encarnizadas que estaba empezando a preguntarse si no estaría equivocado.
—¿Señor?
Giró sobre sí mismo y contempló las borrosas siluetas de los comandantes que habían aparecido a su espalda.
—¿Qué ocurre? —preguntó secamente.
—Señor… —Era Swaels—. Señor, quizá deberíamos volver a los cuarteles generales. Las nubes se están disipando por el este, y no tardará en amanecer… No debemos permitir que nos sorprendan dentro del radio de alcance de su armamento.
—Ya lo sé —replicó.
Volvió la cabeza hacia los oscuros contornos del Staberinde y sintió el leve encogimiento involuntario que tensaba su cuerpo, como si esperara ver que sus inmensos cañones empezaban a escupir llamas que irían en línea recta hacia él. Corrió la plancha metálica que protegía la ranura abierta en el cemento. El interior del bunquer quedó sumido en las tinieblas durante unos momentos hasta que alguien fue hacia el interruptor. La áspera claridad de las luces amarillas cayó sobre ellos y todos parpadearon sorprendidos por aquel súbito resplandor.
Salieron del bunquer. La larga masa del vehículo blindado aguardaba en la oscuridad. Los ayudantes y oficiales de menor rango se pusieron en posición de firmes, colocaron bien sus gorras, saludaron y empezaron a abrir las puertas. Entró en el vehículo y se deslizó sobre la piel que cubría el asiento trasero. Tres comandantes le siguieron y se fueron sentando el uno al lado del otro delante de él. La puerta blindada se cerró con un golpe seco; el vehículo gruñó, se puso en movimiento y avanzó dando saltos sobre los baches y desigualdades del suelo para volver al bosque, alejándose de la silueta oscura que reposaba envuelta en la noche.
—Señor… —dijo Swaels después de intercambiar una rápida mirada con los otros dos comandantes—. Los demás y yo hemos estado hablando y…
—Vas a decirme que deberíamos atacar, que deberíamos bombardear el Staberinde hasta convertirlo en un cascarón llameante y asaltarlo con tropas aerotransportadas —dijo él alzando una mano—. Ya sé que habéis estado hablando del asunto y sé qué clase de…, de decisiones creéis haber alcanzado. No me interesan en lo más mínimo.
—Señor, todos comprendemos la tensión que supone para usted el hecho de que su hermana se encuentre a bordo del navío, pero…
—Eso no tiene nada que ver con el atacar o el seguir esperando, Swaels —dijo él—. La mera suposición de que pueda considerar que eso es una razón para no atacar… Me insultas, Swaels. Mis razones son razones militares muy sólidas y fundadas, y la más importante de ellas es que el enemigo ha conseguido crear una fortaleza que, de momento, es casi imposible de tomar. Debemos esperar a las inundaciones de invierno. Cuando lleguen la flota podrá utilizar el estuario y el canal enfrentándose al Staberinde en igualdad de términos. Atacarlo con aeronaves o cualquier intento de enzarzarse en un duelo de artillería sería el colmo de la estupidez.
—Señor… —dijo Swaels—. Lamentamos no poder estar de acuerdo con usted, pero aun así…
—Guarde silencio, comandante Swaels —dijo él usando su tono de voz más gélido. Swaels tragó saliva—. Ya tengo suficientes motivos de preocupación sin necesidad de perder el tiempo con las estupideces que pasan por planificación militar seria entre mis oficiales superiores…, y quizá debería añadir que tampoco deseo perder el tiempo pensando en si he de sustituir a algunos de esos oficiales superiores.
Nadie dijo nada. El único sonido audible era el distante gruñido del motor del vehículo blindado. Swaels parecía perplejo y herido; los otros dos comandantes no apartaban la mirada de la alfombrilla que cubría el suelo. La piel del rostro de Swaels brillaba. Volvió a tragar saliva. La voz mecánica del vehículo que les transportaba parecía enfatizar el silencio que reinaba en el compartimento trasero mientras los cuerpos de los cuatro hombres temblaban y oscilaban de un lado a otro sobre sus asientos. El vehículo llegó a una carretera bien pavimentada y aceleró con un rugido. La inercia intentó incrustarle en el asiento y los tres comandantes se inclinaron unos centímetros hacia él antes de recuperar el equilibrio y volver a apoyar la espalda en sus asientos.
—Señor, si lo desea estoy dispuesto a…
—Oh, vamos… ¿Es realmente necesario que sigamos hablando de esto? —preguntó con voz quejumbrosa, esperando que su tono conseguiría hacer callar a Swaels—. ¿No podéis librarme ni tan siquiera de esa pequeña carga? Lo único que pido es que cumpláis con vuestras obligaciones. No quiero desacuerdos ni disputas. Luchemos contra el enemigo, no entre nosotros.
—… a presentar mi dimisión —siguió diciendo Swaels.
Era como si el ruido del motor no pudiera abrirse paso hasta el compartimento de pasajeros. El silencio se volvió absoluto —no estaba en el aire, sino atrapado en la expresión de Swaels y en los cuerpos tensos e inmóviles de los otros dos comandantes—, y pareció volverse sólido y depositarse lentamente sobre los cuatro hombres como si fuese el aliento presciente de un invierno que aún se hallaba a medio año de distancia. Sintió el deseo casi irresistible de cerrar los ojos, pero no podía dar una muestra tan clara de debilidad. Mantuvo la mirada clavada en el rostro del hombre que tenía delante.
—Señor, debo decirle que no estoy de acuerdo con el curso de acción que ha decidido tomar, y no soy el único. Señor, yo y los otros comandantes le queremos tanto como queremos a nuestro país…, le queremos con todo nuestro corazón, y le ruego que me crea. Pero…, precisamente porque le queremos no podemos permanecer impasibles mientras vemos como arroja por la borda todo aquello que representa y todo aquello en lo que creemos por defender una decisión equivocada.
Las rodillas de Swaels temblaron y acabaron juntándose como en un gesto de súplica que no le pasó desapercibido.
«Ningún caballero de buena cuna debería empezar una frase usando una palabra tan desafortunada como “pero”», pensó distraídamente.
—Señor, le aseguro que preferiría estar equivocado. Yo y los otros comandantes hemos intentado comprender sus motivos y sus planes, pero no podemos estar de acuerdo con ellos. Señor, si siente la más mínima estima hacia alguno de sus comandantes…, le imploramos que piense en lo que está haciendo. Si cree que haberle hablado así es una falta de respeto o una insubordinación puede despojarme del mando cuando lo desee. Degrádeme, sométame a un juicio de guerra, ejecúteme, borre mi nombre de los registros y las actas, pero… Señor, le ruego que reconsidere su decisión ahora que aún hay tiempo para ello.
El vehículo siguió avanzando sobre la carretera desviándose de vez en cuando para tomar alguna curva, moviéndose en dirección izquierda-derecha o derecha-izquierda para evitar los cráteres con que se encontraba y los cuatro permanecieron tiesos e inmóviles en sus asientos. «Debernos de parecer trozos de hielo atrapados bajo esta luz amarilla —pensó—, debemos de parecer cuatro cadáveres que empiezan a ponerse rígidos…»
—Detenga el vehículo —se oyó decir.
Su dedo ya estaba pulsando el botón del intercomunicador. Oyó el leve chimar del cambio de marchas y el vehículo acabó deteniéndose. Abrió la puerta. Swaels había cerrado los ojos.
—Fuera —le dijo.
Swaels le miró. Parecía un anciano alcanzado por el primero de un diluvio de golpes inesperados. Era como si se hubiera encogido, como sí se hubiera derrumbado por dentro. Una ráfaga de viento cálido amenazó con cerrar la puerta y tuvo que extender una mano para mantenerla abierta.
Swaels se inclinó hacia adelante y fue saliendo lentamente del vehículo. Su silueta se hizo visible durante unos segundos recortada contra la oscuridad de la cuneta. El cono de luz proyectado por las luces interiores del vehículo se deslizó sobre su rostro y desapareció.
Zakalwe cerró la puerta.
—Siga —dijo por el intercomunicador.
El vehículo volvió a ponerse en marcha y se alejaron a toda velocidad del amanecer y del Staberinde antes de que sus cañones pudieran encontrarles y destruirles.
Creían haber vencido. Cuando llegó la primavera tenían más hombres y más material y, sobre todo, disponían de artillería más pesada que la del enemigo. El Staberinde acechaba en el mar y seguía siendo una amenaza, pero había dejado de ser una presencia activa. No disponía del combustible que necesitaba para hacer incursiones efectivas contra sus fuerzas y convoyes, y más que un recurso había pasado a ser una molestia. Pero Elethiomel mandó remolcar el inmenso navío de combate a través de los canales y sobre las orillas en eterno proceso de cambio hasta llevarlo al dique seco. Volaron las estructuras que se oponían a su avance y lograron meterlo dentro, cerraron las puertas, bombearon el agua hasta vaciar el dique y lo llenaron de cemento. Sus consejeros opinaban que habían creado una especie de cojín capaz de absorber las vibraciones inyectando alguna sustancia especial entre el metal y el cemento, pues de lo contrario los cañones de medio metro de calibre ya habrían hecho añicos el navío. Sospechaban que Elethiomel había utilizado toda la chatarra y los escombros que tenía a mano para proteger el perímetro de su fortaleza improvisada.
Casi lo encontraba divertido.
El Staberinde no era una fortaleza inconquistable (aunque, desde luego, ya no podía ser hundido), pero la invasión exigiría un precio terrible.
Y, naturalmente, ahora que disponían de tiempo para reequiparse y descansar un poco cabía la posibilidad de que las fuerzas que había alrededor del navío y de la ciudad y dentro de esos dos recintos lograran romper el cerco. También habían analizado esa posibilidad, y sabían que Elethiomel era perfectamente capaz de conseguirlo.
Pero fuera cual fuese el enfoque con que analizaba el problema o el tiempo que consagraba a darle vueltas los datos básicos estaban muy claros y nunca variaban. Los hombres harían lo que él les ordenara; los comandantes obedecerían sus órdenes (y si no lo hacían los sustituiría por otros); los políticos y la Iglesia le habían otorgado plena capacidad de maniobra y le apoyarían hiciera lo que hiciese… Estaba seguro de eso o, por lo menos, tan seguro como podía estarlo cualquier hombre en su posición. Pero… ¿qué debía hacer?
Había esperado heredar un ejército perfectamente entrenado, una máquina espléndida e impresionante que nunca sería preciso utilizar y que acabaría transmitiendo a otro joven cachorro de la Corte en el mismo estado impecable en que la había recibido para que las tradiciones del honor, la obediencia y el deber pudieran seguir subsistiendo. Y, en vez de eso, se había encontrado a la cabeza de un ejército enzarzado en una guerra salvaje con un ejército enemigo compuesto por una inmensa mayoría de compatriotas suyos y mandado por un hombre a quien en tiempos consideró un amigo y, casi, un hermano.
Tuvo que dar órdenes sabiendo que las órdenes significarían la muerte de muchos hombres, y a veces no le quedó más remedio que sacrificar a centenares o millares de soldados enviándolos a una muerte casi segura porque necesitaba consolidar una posición o un objetivo importantes o proteger alguna posición vital. Y, naturalmente, no había que olvidar el continuo sufrimiento y el precio pagado por los civiles tanto si les gustaba como si no. Las personas por las que ambos bandos afirmaban estar luchando eran las que proporcionaban el mayor número de bajas producidas en su sangrienta contienda.
Había intentado poner fin a la masacre. Intentó llegar a alguna clase de acuerdo casi desde el principio, pero ninguno de los dos bandos quería la paz salvo si podía dictar sus propias condiciones y él no poseía ningún poder político real, y no le quedó más remedio que luchar. Su éxito le asombró y había asombrado a los demás —a veces pensaba que Elethiomel debía de ser uno de los que más se habían asombrado—, pero ahora le faltaba muy poco para conseguir la victoria (quizá), y no sabía qué hacer.
Lo que más deseaba era salvar a Darckense. Había visto demasiados ojos muertos, demasiado aire ennegrecido por la sangre y demasiada carne hecha pedacitos, y todas esas imágenes le impedían sentir ningún tipo de apego hacia verdades tan horrendas como las nebulosas ideas del honor y la tradición por las que la gente afirmaba estar luchando. Sólo quedaba una cosa por la que le pareciera que valía la pena seguir luchando, y era el bienestar de una persona amada. Era lo único que le parecía real, lo único que podía salvar su precaria cordura. Admitir que había millones de personas cuyos destinos e intereses dependían de lo que ocurriese aquí significaba echar un peso demasiado grande sobre sus hombros. Sería como admitir por implicación que era parcialmente responsable de las muertes de cientos de miles de personas, y el que nadie hubiera podido luchar más humanamente de lo que lo había hecho no alteraba en nada esa realidad insoportable.
Hizo lo único que podía hacer. Esperó. Contuvo a los comandantes y los líderes de escuadrón, y esperó a que Elethiomel contestara a las señales que le enviaba.
Los otros dos comandantes no dijeron nada. Apagó las luces interiores del vehículo, bajó los protectores metálicos de las ventanillas y contempló la masa oscura del bosque que desfilaba velozmente bajo el cielo color gris acero del amanecer.
Dejaron atrás bunquers, trincheras sumidas en las tinieblas, siluetas inmóviles, camiones detenidos, tanques hundidos en el barro, ventanas protegidas con cinta adhesiva, cañones disimulados por sus fundas de camuflaje, postes, claros grisáceos, edificios en ruinas y lámparas que sólo emitían luz por una rendija diminuta…, toda la parafernalia que adorna los alrededores de un cuartel general. Observó todo aquello y sintió el removerse de un vago deseo en su interior. Siguieron avanzando hacia el centro, hacia el viejo castillo que le había servido de hogar en todo salvo de nombre durante los últimos dos meses, y deseó no tener que detenerse. Ah, si pudiera seguir moviéndose durante el amanecer y durante el día, y la noche y el nuevo amanecer, seguir moviéndose eternamente hasta atravesar los árboles con rumbo a la nada, si pudiera dejar atrás aquellos centinelas inflexibles y llegar hasta un punto perdido en el vacío donde no hubiera nadie salvo él —aunque eso significara soportar el silencio gélido de la nada—, sentirse seguro en el nadir de sus sufrimientos sintiendo la perversa satisfacción de saber que ahora ya no podían empeorar; seguir adelante, adelante, adelante sin tener que detenerse nunca, sin tomar decisiones que no podían esperar y que significaban que cometería errores que jamás podría olvidar y por los que nunca podría ser perdonado…
El vehículo entró en el patio del castillo. Bajó de él, quedó rodeado por un enjambre de ayudantes y enlaces y fue hacia la gran mansión que había albergado el cuartel general de Elethiomel.
Los oficiales cayeron sobre él para exponerle cien problemas distintos, detalles de asuntos logísticos, informes de los servicios de inteligencia, escaramuzas, pequeñas cantidades de terreno ganado o perdido, grupos de civiles que pedían esto o aquello, corresponsales extranjeros que solicitaban eso o lo de más allá… Se libró de todos los pequeños problemas ordenando a los comandantes que se ocuparan de ellos. Subió de dos en dos los peldaños del tramo de escalera que llevaba hasta sus despachos, entregó su guerrera y su gorra a su ayudante de campo y se refugió en la oscuridad de su estudio. Cerró los ojos y apoyó la espalda en un panel de la doble puerta sintiendo el contacto de los picaportes de bronce que seguía sujetando con sus manos. El silencio y la oscuridad de la habitación eran como un bálsamo.
—Has estado fuera echando un vistazo a la bestia, ¿eh?
Se sobresaltó, pero enseguida reconoció la voz de Livueta. Alzó la cabeza y vio el oscuro contorno de su silueta delante de las ventanas.
—Sí —dijo—. Corre las cortinas.
Encendió las luces del estudio.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Livueta.
Fue lentamente hacia él con los brazos cruzados delante de los senos. Su oscura cabellera estaba recogida en un moño, y parecía preocupada.
—No lo sé —admitió. Fue hasta su escritorio, se sentó, apoyó la cara en las manos y se la frotó lentamente—. ¿Qué quieres que haga?
—Habla con él —dijo Livueta.
Tomó asiento sobre una esquina del escritorio sin descruzar los brazos. Llevaba puesta una chaqueta oscura y una falda negra bastante larga. Últimamente siempre vestía colores oscuros.
—Él no querrá hablar conmigo —replicó apoyando la espalda en el sillón repleto de tallas. Sabía que los oficiales más jóvenes se referían a él llamándolo «su trono»—. No consigo que conteste a mis mensajes.
—No debes de estar diciendo las cosas adecuadas —murmuró ella.
—Bueno, entonces… Quizá no sé qué decir —dijo él, y volvió a cerrar los ojos—. ¿Por qué no te encargas de redactar el próximo mensaje?
—No me dejarías decir lo que quiero decir, y aunque me dejaras luego encontrarías alguna forma de volverte atrás.
—Livvy, no podemos deponer las armas, y creo que aparte de ésa no hay ninguna otra solución. Al menos, ninguna otra a la que esté dispuesto a hacer caso…
—Podríais veros y hablar cara a cara. Creo que sería la mejor forma de arreglar las cosas.
—Livvy, el primer mensajero que enviamos volvió… ¡Sin su piel!
La última palabra fue un grito salvaje. Había perdido la paciencia y el control con tanta brusquedad que hasta él mismo se sorprendió. Livueta se encogió y se apartó del escritorio. Se dejó caer sobre un sofá y sus largos dedos acariciaron los hilos de oro que adornaban el brazo.
—Lo siento —dijo él en voz baja—. No quería gritar.
—Es nuestra hermana, Cheradenine. Debe de haber algo más que podamos hacer.
La miró y recorrió el estudio con los ojos como si buscara alguna fuente de inspiración que pudiera darle nuevas ideas.
—Livvy… Hemos hablado de esto una vez y otra y otra más. ¿Es que.., es que no hay ninguna forma de hacértelo comprender? ¿No está claro? —Golpeó la superficie del escritorio con las palmas de las manos—. Hago todo lo que puedo. Quiero sacarla de allí tanto como tú, te lo aseguro, pero mientras esté en sus manos no puedo hacer nada…, salvo atacar, y si ataco lo más probable es que ella muera.
Livueta meneó la cabeza.
—¿Qué ocurrió entre vosotros dos? —preguntó—. ¿Por qué dejasteis de hablar? ¿Cómo puedes olvidar todo lo que ocurrió cuando éramos niños?
La contempló en silencio y meneó la cabeza. Después se puso en pie y se volvió hacia la pared recubierta de libros que había detrás de él. Sus ojos se deslizaron sobre los centenares de títulos sin ver ninguno.
—Oh… —dijo con voz cansada—. No lo he olvidado, Livueta. —Sintió una tristeza tan terrible como inesperada, como si toda la magnitud de cuanto habían perdido sólo pudiera volverse real cuando tenía cerca a otra persona cuya presencia le permitía admitir la existencia de esa pérdida—. No he olvidado nada, te lo aseguro…
—Debe de haber algo más que puedas hacer —insistió ella.
—Livueta, créeme, por favor. No puedo hacer nada.
—Te creí cuando me aseguraste que estaba a salvo —dijo Livueta.
Bajó la mirada hacia el brazo del sofá. Sus largas uñas habían empezado a arrancar el hilo de oro cosido en la tela. Su boca se había convertido en una línea muy tensa.
—Estabas enferma —dijo él, y suspiró.
—¿Y qué?
—¡Podrías haber muerto! —exclamó él. Fue hacia las cortinas y empezó a tirar de los pliegues como si intentara alisarlos—. Livueta, no podía decirte que Darckle estaba en su poder. El shock…
—Oh, sí, esta pobre y débil mujer no habría podido soportar el shock… —dijo Livueta. Meneó la cabeza mientras seguía tirando del hilo de oro—. Habría preferido que me ahorraras oír todas esas tonterías insultantes en vez de ocultarme la verdad sobre mi propia hermana.
—Hice lo que creí era mejor para ti.
Dio un paso hacia ella, se detuvo y retrocedió hasta la esquina del escritorio sobre la que había estado sentada hacía unos momentos.
—Estoy segura de ello —replicó Livueta con sarcasmo—. Supongo que la costumbre de asumir responsabilidades es algo que va implícito en tu importante posición actual… Y se supone que debo estarte agradecida, ¿verdad?
—Livvy, por favor…, ¿tienes que…?
—¿Tengo que qué? —Le miró. Sus ojos echaban chispas—. ¿Tengo que crearte aún más dificultades de las que ya soportas? ¿Se trata de eso?
—Lo único que quiero es… —dijo él hablando muy despacio e intentando controlarse—. Sólo quiero que intentes…, que intentes comprenderlo. Tenemos que… seguir juntos, tenemos que ayudarnos el uno al otro.
—Lo que quieres decir es que tengo que ayudarte aunque tú no estés dispuesto a hacer nada por Darckle —replicó ella.
—¡Maldita sea, Livvy! —gritó él—. ¡Hago cuanto puedo! No es sólo ella. Tengo que pensar en muchas personas más. Todos mis hombres, los civiles de la ciudad…, ¡todo el maldito país! —Fue hacia ella, se arrodilló delante del sofá y puso su mano sobre el brazo del que su mano de largas uñas había ido arrancando el hilo de oro—. Livueta, por favor… Estoy haciendo todo lo posible. Ayúdame. Necesito que me apoyes. Los otros comandantes quieren atacar. Soy lo único que se interpone entre Darckense y…
—Quizá deberías atacar —dijo ella de repente—. Quizá sea lo único que no se espera.
La miró y meneó la cabeza.
—La tiene prisionera dentro del navío. Si queremos tomar la ciudad tenemos que destruir el navío antes. —La miró a los ojos—. ¿Confías en que no la matará, aun suponiendo que no muera durante el ataque?
—Sí —dijo Livueta—. Sí, confío en él.
Le sostuvo la mirada durante unos momentos con la seguridad de que ella acabaría inclinando la cabeza o, por lo menos, de que la desviaría, pero Livueta siguió mirándole fijamente.
—Bien… —dijo por fin—. No puedo correr ese riesgo. —Suspiró, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el brazo del sofá—. Hay…, hay tantas presiones. —Intentó cogerle la mano, pero ella se la apartó—. Livueta, ¿crees que no tengo sentimientos? ¿Crees que no me importa lo que pueda ocurrirle a Darckle? ¿Crees que no sigo siendo el hermano al que conociste aparte del soldado en que me han convertido? ¿Crees que tener un ejército a mis órdenes, ayudantes de campo y oficiales que obedecen hasta el más pequeño de mis caprichos…, crees que todo eso impide que me sienta solo?
Livueta se puso en pie sin tocarle.
—Sí —dijo mirándole desde arriba mientras él contemplaba el hilo de oro cosido en el brazo del sofá—. Te sientes solo, yo me siento sola y Darckense se siente sola, y él se siente solo… ¡Y todo el mundo se siente solo!
Giró rápidamente sobre sí misma. La brusquedad del movimiento hizo que su larga falda se hinchara durante una fracción de segundo. Fue hacia la puerta y salió por ella. Oyó el golpe seco de la doble puerta al cerrarse y siguió inmóvil donde estaba, arrodillado delante del sofá vacío como si fuera un pretendiente rechazado. Deslizó su dedo meñique por el aro de hilo dorado que Livueta había logrado arrancar del brazo del sofá y tiró de él hasta romperlo.
Se puso en pie, fue hacia la ventana, se abrió paso por entre los cortinajes y contempló la luz grisácea del amanecer. Hombres y máquinas avanzaban entre las nubéculas de niebla, hilachas grises que parecían las redes de camuflaje de la naturaleza.
Envidiaba a los hombres que podía ver y estaba seguro de que la mayoría de ellos le envidiaban. Él daba las órdenes, dormía en una cama mullida y no tenía que chapotear por el fango de las trincheras o dar patadas a las rocas para que el dolor en los dedos del pie le mantuviera despierto mientras montaba guardia… Pero eso no impedía que él les envidiara porque sólo tenían que cumplir las órdenes que les daban. Siguió pensando en ello, y acabó admitiendo ante sí mismo que también envidiaba a Elethiomel.
«Si fuera como él…», pensó. Era una idea que acudía a su mente con una frecuencia cada vez mayor. Poseer esa astucia implacable, esa inteligencia despiadada que no reconocía barreras ni frenos… Ah, cómo lo deseaba.
Apartó los cortinajes. El deseo le había hecho sentirse tan culpable que caminaba encorvado.
Fue al escritorio, encendió las luces del estudio y se sentó. «Su trono…», pensó, y dejó escapar la primera risita que salía de sus labios en varios días porque el trono era una imagen del poder más imponente y él se sentía totalmente incapaz de hacer nada.
Oyó el rugido de un camión que se detenía junto a la ventana, justo allí donde se suponía que estaba prohibido aparcar. Se quedó muy quieto y empezó a pensar. Una bomba de gran potencia al otro lado de la pared…, el terror se adueñó de él. Oyó la voz ronca de un sargento, una conversación en susurros y el camión se alejó un poco, aunque aún podía oír el ruido del motor.
Pasado un rato oyó voces en el pozo de la escalera que llevaba al vestíbulo. Las voces casi eran gritos, y había algo en su tono que le hizo sentir un escalofrío. Intentó decirse que se estaba comportando como un niño miedoso y volvió a encender todas las luces del estudio, pero aún podía oír las voces. Entonces oyó algo que parecía un alarido y que se interrumpió de repente. Se estremeció. Abrió la funda de su pistolera deseando llevar encima algo más letal que la pistolita del uniforme de gala. Fue hacia la puerta. Las voces… Había algo muy extraño en ellas. Algunas casi gritaban, mientras que otras parecían esforzarse por murmurar. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Su ayudante de campo estaba en la puerta que daba acceso a sus despachos y miraba hacia la escalera.
Guardó la pistola en su funda. Fue hacia el ayudante de campo, siguió la dirección de sus ojos y miró hacia abajo. Vio a Livueta devolviéndole la mirada con los ojos casi fuera de las órbitas, a un grupito de soldados y a un comandante. Estaban inmóviles alrededor de una sillita blanca. Frunció el ceño. Livueta parecía muy nerviosa. Bajó rápidamente el tramo de peldaños. Estaba a medio camino cuando vio que Livueta subía corriendo hacia él con la falda revoloteando a su alrededor. Su hermana se lanzó sobre él y puso las dos manos encima de su pecho. El empujón le hizo tambalearse. Estaba perplejo.
—No —dijo ella. Sus ojos brillaban, y nunca la había visto tan pálida—. Vuelve a tu estudio —dijo.
Su voz sonaba extrañamente pastosa, como si no le perteneciera.
—Livueta… —dijo él con cierta irritación.
Se apartó de la pared en la que se había apoyado para no perder el equilibrio e intentó mirar por encima de ella para averiguar qué estaba ocurriendo en el vestíbulo y qué hacían todas aquellas personas apelotonadas alrededor de la sillita blanca.
Livueta volvió a empujarle.
—Vuelve al estudio —dijo con aquella extraña voz pastosa.
La miró a los ojos y le rodeó las muñecas con las manos.
—Livueta… —dijo en voz baja.
Movió los ojos indicando las personas que había en el vestíbulo.
—Vuelve al estudio —dijo aquella voz extraña y aterradora.
Ya estaba más que harto. La apartó de un empujón e intentó pasar junto a ella, pero Livueta trató de sujetarle por los hombros.
—¡No bajes! —jadeó.
—¡Livueta, basta ya!
Se la quitó de encima sin más miramientos. Bajó rápidamente el resto de peldaños antes de que su hermana pudiera hacer un nuevo intento de impedírselo.
Y Livueta se lanzó detrás de él y le agarró por la cintura.
—¡Vuelve al estudio! —gimió.
Giró sobre sí mismo y se encaró con ella.
—¡Suéltame! ¡Quiero averiguar qué está pasando!
Era más fuerte que ella. Apartó sus brazos de un manotazo y la hizo caer sobre los peldaños. Bajó hasta el vestíbulo y caminó sobre las losas hasta llegar al grupo de hombres que se mantenían inmóviles y en silencio alrededor de la sillita blanca.
Era una silla muy pequeña y tan delicada que daba la impresión de que un adulto la rompería si intentaba sentarse en ella. Era una silla pequeña y blanca, y cuando dio dos pasos más hacia adelante, cuando los otros y el vestíbulo y el castillo y el mundo y el universo desaparecieron en la oscuridad y el silencio y se fue acercando a la silla cada vez más y más despacio vio que había sido construida con los huesos de Darckense Zakalwe.
Las patas de atrás estaban hechas con los dos fémures, y las de delante con las tibias. Los huesos de los brazos formaban el marco del asiento; las costillas el respaldo. Debajo de ellas estaba la pelvis; la pelvis que había sido astillada años atrás en el barco de piedra y cuyos fragmentos de hueso destrozado se habían vuelto a soldar… El material más oscuro que habían usado los cirujanos resultaba claramente visible. Por encima de las costillas estaban las clavículas, también fracturadas y curadas. Las señales en los huesos eran el recuerdo de un accidente de equitación.
Habían curtido su piel y la habían utilizado para fabricar un pequeño almohadón. Habían colocado un botoncito minúsculo en el agujero de su ombligo y en una esquina del almohadón había un atisbo casi imperceptible de vello oscuro ligeramente rojizo.
Volvía a hallarse de pie junto a su escritorio y descubrió que estaba pensando en el tramo de peldaños y en las presencias de Livueta, del ayudante de campo y de su auxiliar que se habían interpuesto entre aquel momento y éste.
Sintió el sabor de la sangre en su boca y se miró la mano derecha. Creyó recordar que había golpeado a Livueta cuando subía por la escalera. Golpear a tu propia hermana… Qué acto tan horrible.
Contempló cuanto le rodeaba durante unos momentos sin enterarse muy bien de lo que estaba viendo. Todo parecía estar borroso.
Alzó una mano con la intención de frotarse las sienes y descubrió que tenía la pistola entre los dedos.
Se la llevó a la sien derecha.
Comprendía que eso era exactamente lo que Elethiomel quería que hiciese, pero enfrentarse a un monstruo semejante… ¿Qué posibilidades de triunfo tenía? Después de todo, la capacidad de aguante de un hombre tiene sus límites, ¿no?
Se volvió hacia las puertas del estudio y sonrió (alguien estaba golpeándolas con el puño, gritando una palabra que quizá fuera su nombre; pero no conseguía acordarse de cómo se llamaba). Qué estupidez… Hacer Lo Que Se Espera de Ti; la Única Escapatoria. La Salida Honorable. Qué montón de estupideces… No había nada, sólo la desesperación y la última ocasión de soltar una carcajada y de abrir la boca para enfrentarse con el mundo a través del hueso. Aquí, justamente aquí…
Pero una habilidad tan consumada… Tantas capacidades, tanta adaptabilidad, una falta de escrúpulos tan implacable y completa que resultaba increíble, un uso de las armas tan terrible y eficiente que cualquier cosa o persona podía convertirse en un arma…
Le temblaba la mano. Se dio cuenta de que las puertas estaban empezando a ceder. Alguien debía de estar golpeándolas con todas sus fuerzas. Supuso que debía de haberlas cerrado con llave. Estaba solo en el estudio. Comprendió que debería haber escogido una pistola más grande, y pensó que el calibre de la que tenía en la mano quizá no bastara para hacer el trabajo.
Tenía la boca muy seca.
Sintió como el cañón de la pistola se hundía un par de milímetros en la piel de su sien y apretó el gatillo.
Las fuerzas asediadas que había dentro del Staberinde y a su alrededor iniciaron el ataque una hora después, cuando los cirujanos aún estaban intentando salvarle la vida.
Fue una batalla magnífica, y faltó muy poco para que la ganaran.
—Zakalwe…
—No.
La misma negativa de siempre. Estaban en un parque inmóviles junto a una pradera muy grande en la que acababan de cortar el césped, debajo de unos árboles de troncos muy altos que habían sufrido la poda hacía poco tiempo. La brisa cálida traía consigo el olor del océano y una sombra casi imperceptible del perfume de las flores. El aire susurraba por entre los troncos del bosquecillo. La niebla matinal aún no se había despejado del todo, y sus hilachas seguían velando los dos soles. Sma meneó la cabeza, puso cara de exasperación y se alejó unos pasos.
Estaba apoyado en un árbol. Respiraba con dificultad y tenía una mano encima del pecho. Skaffen-Amtiskaw flotaba cerca de él sin dejar de vigilarle mientras jugueteaba con un insecto posado en el tronco de otro árbol.
Skaffen-Amtiskaw opinaba que el hombre estaba loco. Una cosa era indudable, y es que su comportamiento cada vez resultaba más extraño. Nunca había explicado la auténtica razón de que hubiese vagabundeado de un lado para otro a través de toda la masacre que se produjo durante el asalto a la ciudadela. Cuando Sma y la unidad lograron encontrarle y recogerle —tenía el cuerpo agujereado por las balas, estaba medio muerto y deliraba—, insistió en que se limitaran a estabilizar el estado físico en que se encontraba cuando le sacaron de lo alto de la muralla. No hizo caso de sus argumentos, pero cuando estuvieron a bordo del Xenófobo la nave se negó a declararle loco e incapaz de tomar sus propias decisiones, y le sumió en un sueño de metabolismo reducido durante los quince días que duró el viaje hasta el planeta en el que vivía la mujer llamada Livueta Zakalwe.
Salió del sueño en tan mal estado como cuando había entrado en él. Parecía una catástrofe ambulante y aún llevaba dos balas dentro, pero se negó a aceptar cualquier tipo de tratamiento hasta que hubiera visto a esa mujer. «Qué extraño…», pensó Skaffen-Amtiskaw mientras extendía un campo para obstruir el camino del insecto que iba trepando lentamente por el tronco del árbol. Había otro insecto de una especie distinta un poco más arriba, y Skaffen-Amtiskaw estaba intentando que se encontraran para averiguar cuál sería su reacción.
Extraño y…, sí, incluso perverso.
—De acuerdo. —El hombre tosió (la unidad sabía que uno de sus pulmones se iba llenando de sangre a cada momento que pasaba)—. Sigamos.
Apartó la espalda del árbol y Skaffen-Amtiskaw abandonó de mala gana su juego con los dos insectos. Estar aquí hacía que la unidad se sintiera vagamente fuera de lugar. El planeta era conocido, pero Contacto aún no había tenido el tiempo suficiente para hacer una investigación a fondo. Había sido descubierto mediante la investigación y no mediante la exploración física, y aunque no tenía nada de obviamente raro y ya se había llevado a cabo una primera inspección muy rudimentaria, técnicamente seguía estando considerado como terra incógnita y Skaffen-Amtiskaw se hallaba en un estado relativamente avanzado de alerta por si se daba el caso de que el lugar les tuviera reservada alguna sorpresa desagradable.
Sma fue hacia el hombre del cráneo rasurado y le pasó el brazo alrededor de la cintura para ayudarle a caminar. Subieron la suave pendiente cubierta de césped que llevaba hasta un pequeño promontorio. Skaffen-Amtiskaw les observó alejarse desde el refugio que le proporcionaban las copas de los árboles y fue bajando lentamente hacia ellos cuando les faltaba poco para llegar al final de la pendiente.
Cuando vio lo que había al otro lado el hombre se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. La unidad tuvo la impresión de que si Sma no hubiese estado allí para sostenerle se habría desplomado de narices sobre la hierba.
—Mieeeeerda —jadeó.
Intentó erguirse. La neblina seguía evaporándose, y el rayo de sol surgido de la nada que cayó sobre sus ojos le obligó a parpadear.
Dio otro par de pasos vacilantes, apartó el brazo de Sma y giró lentamente sobre sí mismo recorriendo el parque con la mirada. Vio árboles convertidos en estatuas por la poda, praderas de césped casi manicurado, muros ornamentales y pérgolas delicadas, estanques delimitados mediante hileras de piedras y caminos umbríos que cruzaban bosquecillos sumidos en el silencio más absoluto. Y a lo lejos, alzándose entre los troncos de los árboles de mayor edad, la maltrecha silueta negra del Staberinde…
—Lo han convertido en un jodido parque… —murmuró.
Se quedó inmóvil oscilando ligeramente sobre la planta de sus pies con la cintura a punto de doblarse y clavó los ojos en la silueta del viejo navío de combate. Sma fue hacia él. Parecía estar a punto de doblarse sobre sí mismo y Sma volvió a rodearle la cintura con el brazo. El dolor tensó sus rasgos y empezaron a bajar por la cuesta yendo hacia un sendero que llevaba al navío.
—Cheradenine, ¿por qué quieres ver esto? —preguntó Sma en voz baja.
Sus pies hacían crujir la gravilla del sendero. La unidad flotaba por encima de ellos y a unos metros más atrás.
—¿Hmmm? —murmuró él apartando los ojos del navío durante una fracción de segundo.
—Cheradenine, ¿por qué has querido venir aquí? —preguntó Sma—. Ella no está aquí. Está en otro sitio.
—Ya lo sé —jadeó él—. Ya lo sé…
—Entonces, ¿por qué quieres ver esos restos?
Tardó un poco en responder. Era como si no la hubiese oído, pero Sma vio como tragaba una honda bocanada de aire —acompañando la inspiración con una mueca de dolor—, y meneó su cabeza cubierta de sudor.
—Oh —dijo—, sólo por…, por los viejos tiempos…
Atravesaron otro bosquecillo. En cuanto salieron de él y estuvieron un poco más cerca del navío vio que volvía a menear su cráneo rasurado.
—No me había imaginado que…, que pudieran hacerle esto —dijo.
—¿Hacerle el qué? —preguntó Sma.
—Esto.
Movió la cabeza señalando la masa ennegrecida del navío.
—¿Y qué han hecho, Cheradenine? —preguntó Sma con voz paciente.
—Convertirlo en… —empezó a decir, se calló y tosió. El dolor le hizo tensar todos los músculos del cuerpo—. Convertir esa maldita cosa en…, en un adorno. Preservarla para la posteridad.
—¿Te refieres a ese navío?
Él la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Sí —dijo—. Sí, me refiero a ese navío.
Skaffen-Amtiskaw no veía que tuviera nada de especial. No era más que un viejo navío de combate metido en un dique lleno de cemento. Se puso en contacto con el Xenófobo, que estaba matando el tiempo con un examen detallado del planeta para hacer un mapa.
—Hola, nave. Esos restos del parque… Zakalwe parece muy interesado en ellos. Me preguntaba por qué. ¿Te importaría hacer algunas investigaciones al respecto?
—Dentro de un rato. Aún tengo que repasar todo un continente, los lechos marinos y la subsuperficie.
—No creo que vayan a moverse de su sitio. Esto podría ser interesante.
—Paciencia, Skaffen-Amtiskaw.
«Pedante», pensó la unidad, y cortó la comunicación.
Los dos humanos recorrieron senderos serpenteantes y dejaron atrás cubos para la basura, bancos, mesas para almuerzos campestres y puntos de información. Skaffen-Amtiskaw pasó junto a uno de los viejos puntos de información y lo activó. Una cinta magnetofónica empezó a girar lentamente dentro de la estructura.
—El navío que tienen ante sus ojos… —dijo una voz cascada.
«Esto tardará siglos», pensó Skaffen-Amtiskaw y utilizó su efector para acelerar el funcionamiento de la máquina. La voz se convirtió en un zumbido estridente y la cinta se rompió. Skaffen-Amtiskaw le administró el equivalente efector a un manotazo disgustado y dejó la máquina de información echando humo y goteando plástico fundido sobre la gravilla que tenía debajo. Los dos humanos habían llegado a la zona de sombra que proyectaba el navío.
Lo habían dejado exactamente tal y como estaba. Bombardeado, lleno de agujeros, ennegrecido y severamente castigado…, pero no destruido. El hollín producido por las llamas de hacía dos siglos aún cubría las placas del blindaje allí donde las manos no podían llegar y donde no caía la lluvia. Las torretas del armamento habían sido abiertas como si fuesen latas de conservas; los cañones y los detectores de distancias asomaban por los niveles de cubiertas que se iban sucediendo unas a otras; un tapiz de antenas y cableados sueltos cubría los restos de los reflectores y los platos de radar inclinados locamente en todas direcciones. La única chimenea que había sobrevivido a los bombardeos estaba torcida y el metal era un mosaico de agujeros y arañazos.
Una escalera de caracol protegida por un toldo llevaba hasta la cubierta principal del navío. Subieron por ella siguiendo a una pareja que iba acompañada por dos niños. Skaffen-Amtiskaw flotaba casi invisible a diez metros de distancia e iba ascendiendo lentamente para mantenerse a su altura. La más pequeña de las dos criaturas —una niña— se volvió de repente y gritó al ver la mirada fija del hombre del cráneo rasurado que se tambaleaba detrás de ella. Su madre se apresuró a cogerla y siguió subiendo con ella en brazos.
Estaba tan débil que tuvo que detenerse a descansar un rato apenas llegaron a la cubierta. Sma le guió hasta un banco y le ayudó a sentarse. Se quedó inmóvil doblado sobre sí mismo durante unos minutos y acabó irguiendo la cabeza para contemplar el desolado panorama de metal ennegrecido y oxidado que le rodeaba. Meneó su cabeza rasurada, murmuró algo ininteligible y empezó a reír suavemente mientras tosía y se sujetaba el pecho con las manos.
—Un museo… —dijo—. Un museo…
Sma puso una mano sobre su húmeda frente. Tenía un aspecto terrible, y la falta de pelo le sentaba fatal. Las ropas oscuras que vestía cuando le encontraron en lo alto del muro de la ciudadela estaban desgarradas y cubiertas de sangre seca. El Xenófobo se había encargado de limpiarlas y repararlas, pero casi todos los habitantes del planeta vestían atuendos de muchos colores y la sencillez y los colores oscuros de sus ropas parecían extrañamente fuera de lugar entre todo aquel abigarramiento. Incluso los pantalones y la chaqueta de Sma resultaban algo sombríos cuando se los comparaba con los alegres trajes multicolores de la mayoría de personas con las que se habían encontrado hasta entonces.
—¿Habías estado aquí antes, Cheradenine? —le preguntó.
—Sí —jadeó mientras asentía con la cabeza.
Alzó los ojos hacia los últimos zarcillos de niebla que fluían como estandartes gaseosos e iban desapareciendo lentamente junto al mástil principal que se inclinaba hacia ellos.
—Sí —repitió.
Sma volvió la cabeza para contemplar el parque que tenían detrás y acabó observando la ciudad que se extendía junto a él.
—¿Naciste aquí?
No parecía haberla oído. Se quedó inmóvil durante unos minutos, se puso en pie moviéndose muy despacio y la miró a los ojos como si no supiese quién era. Sma sintió un escalofrío involuntario e intentó recordar cuál era la edad exacta de Zakalwe.
—Vamos, Da…, Dizita. —Su sonrisa temblaba como si fuera a esfumarse en cualquier momento—. Llévame hasta ella, ¿quieres?
Sma se encogió de hombros y le ayudó a caminar. Bajaron por el tramo de peldaños que conducía hasta el suelo.
—¿Unidad? —dijo Sma acercando los labios al broche que llevaba en una solapa.
—¿Sí?
—Supongo que nuestra dama sigue en el sitio donde estaba cuando tuvimos noticias de ella por última vez, ¿no?
—Desde luego —dijo la voz de la unidad—. ¿Quieres ir en el módulo?
—No —dijo él. Tropezó con un peldaño y estuvo a punto de caer, pero Sma consiguió sujetarle a tiempo—. No, en el módulo no. Vayamos…, vayamos en tren, o en taxi o en…
—¿Estás seguro? —le preguntó Sma.
—Sí, estoy seguro.
—Zakalwe… —Sma suspiró—. Por favor, acepta algún tipo de tratamiento…
—No —dijo él cuando llegaron al suelo.
—Si dobláis dos veces a la derecha encontraréis una estación del metro —dijo la unidad—. Tenéis que ir a la Estación Central. Los trenes a Couraz salen de la plataforma número ocho.
—De acuerdo —dijo Sma de mala gana.
Lanzó una rápida mirada de soslayo a Zakalwe y vio que estaba contemplando la gravilla del sendero como si necesitara hacer un gran esfuerzo de concentración para decidir con qué pie debía empezar a caminar. Cuando pasaron bajo la proa del navío de combate alzó los ojos hacia ella y entrecerró los párpados para ver mejor la inmensa curva en V de la estructura metálica. Sma no apartó los ojos ni un instante de su rostro sudoroso, pero no logró decidir si la expresión que había en sus rasgos era respeto, incredulidad o algo parecido al terror.
El metro les llevó hasta el centro de la ciudad deslizándose por túneles de cemento. La Estación Central estaba llena de gente, y era una estructura enorme, muy limpia y repleta de ecos. Los rayos del sol arrancaban destellos a la bóveda de cristal del techo. Skaffen-Amtiskaw fingía ser una maleta y Sma apenas sentía el peso que colgaba de sus dedos. El hombre herido era un peso mucho más difícil de soportar que tiraba de su otro brazo.
El tren de levitación magnética entró en la estación y desembarcó a sus pasajeros. Subieron a él acompañados por unas cuantas personas más.
—Cheradenine, ¿crees que lo conseguirás? —le preguntó Sma.
Le miró y vio que estaba medio derrumbado en el asiento y que apoyaba los brazos sobre la mesa en una postura extraña y con tal flaccidez que parecían fracturados o incapaces de moverse. No apartaba los ojos del asiento que tenía delante e ignoraba el paisaje urbano que pasaba velozmente junto a ellos mientras el tren aceleraba moviéndose sobre los viaductos que lo llevarían primero a los suburbios y luego al campo.
—Sobreviviré —dijo asintiendo con la cabeza.
—Sí, pero… ¿cuánto tiempo? —dijo la unidad. Sma la había dejado encima de la mesa delante de ella—. Zakalwe, estás muy mal.
—Siempre es mejor eso que parecer una maleta, ¿no crees? —replicó él mirando fijamente a la máquina.
—Oh, qué gracioso —dijo la unidad, y se puso en contacto con el Xenófobo.
—¿Aún no has acabado con tus dibujos?
—No.
—Oye, ¿crees que podrías consagrar una minúscula fracción de los apabullantes recursos de esa Mente supuestamente increíble que posees a descubrir por qué le interesaba tanto ese navío?
—Oh, supongo que sí, pero…
—Espera un momento. ¿Qué está diciendo? Escucha con atención…
—Supongo que acabarás descubriéndolo. Hace mucho tiempo de eso, aunque creo que ya te lo había contado en alguna ocasión… —murmuró.
Estaba mirando por la ventana, pero hablaba con Sma. La ciudad bañada por los rayos del sol se deslizaba al otro lado del cristal. Sus pupilas estaban muy dilatadas y los ojos parecían querer saltar de sus órbitas, y Sma tuvo la extraña impresión de que estaba contemplando aquella ciudad pero veía otra, o quizá fuese la misma ciudad pero tal y como era hacía muchos años, como si aquellos ojos febriles e inquietos pudieran captar una luz polarizada por el tiempo que sólo ellos estaban en condiciones de percibir.
—¿Es…, es tu lugar de origen?
—Ya hace mucho tiempo de eso —murmuró él. Tosió, se dobló sobre sí mismo y se apretó un costado con el brazo. Tragó aire con mucha cautela—. Nací aquí…
La mujer le estaba escuchando con mucha atención. Y la unidad, y la nave. Todos estaban pendientes de sus palabras.
Y él les contó la historia de la gran casa que estaba a medio camino entre las montañas y el mar, río arriba yendo desde la gran ciudad. Les habló de los terrenos que rodeaban la casa y de los hermosos jardines y de los tres —y más tarde cuatro— niños que crecieron en la casa y jugaron en el jardín. Les habló de las casitas de verano y del barco de piedra y del laberinto y de las fuentes y las praderas y las ruinas y los animales que había en los bosques. Les habló de los dos chicos y las dos chicas, y de las dos madres, y del padre que era muy estricto y del padre invisible que estaba prisionero en la ciudad. Les habló de las visitas a la ciudad y de que a los niños siempre les parecían demasiado largas, y de la época en que no les permitieron ir al jardín sin guardias que les escoltaran, y de que un día robaron un arma y pensaban llevársela lejos de la casa para dispararla, pero sólo consiguieron llegar hasta el barco de piedra y descubrieron a un grupo de asesinos que habían venido allí para acabar con la familia y evitaron la catástrofe alertando a la casa. Les habló de la bala que hirió a Darckense y de la astilla de hueso que estuvo a punto de abrirse paso hasta su corazón.
Empezó a quedarse sin saliva y su voz se fue convirtiendo en un graznido. Sma miró hacia el otro extremo del vagón, vio aparecer a un camarero que empujaba un carrito, pidió un par de refrescos y los pagó. Le alargó uno y le vio beber un trago, toser, hacer una mueca de dolor y seguir bebiendo muy despacio y a sorbitos.
—Y la guerra no tardó en llegar —dijo mientras contemplaba el último suburbio sin verlo. El suburbio quedó atrás, el tren volvió a acelerar y el campo se convirtió en una borrosa mancha verde—. Y los dos chicos que se habían convertido en hombres…, acabaron luchando en bandos distintos.
(—Fascinante —dijo el Xenófobo—. Creo que haré unas cuantas investigaciones rápidas.
—Ya iba siendo hora —replicó la unidad sin dejar de escuchar las palabras del hombre.)
Les habló de la guerra y del asedio en que estuvo involucrado el Staberinde y de las fuerzas asediadas que intentaron romper el cerco…, y les habló del hombre, del niño que había jugado en el jardín y que vivió las oscuras profundidades de aquella noche terrible y que puso en marcha la cadena de acontecimientos que terminó haciendo que se le conociera con el nombre del Constructor de Sillas, y del amanecer en que el hermano y la hermana de Darckense descubrieron lo que había hecho Elethiomel, y el hermano intentó quitarse la vida y el egoísmo de la desesperación hizo que renunciara a todos sus cargos abandonando a sus ejércitos y a su hermana.
Y les habló de Livueta, quien nunca había perdonado y le había seguido —aunque por aquel entonces él no lo sabía—, en otra nave repleta de durmientes viajando durante un siglo por la insoportable y tranquila lentitud del espacio real hasta llegar a un lugar en el que los icebergs giraban alrededor de un polo continental estrellándose los unos contra los otros, desmenuzándose y encogiéndose en un proceso que no terminaría nunca… Pero entonces le perdió —¿qué sitio mejor para que su pista acabara enfriándose?—, y se quedó allí durante años sin dejar de buscarle, y no podía saber que él se había marchado para emprender una nueva vida, no podía saber que había sido rescatado por la dama que caminaba a través de la ventisca como si ésta no existiera con una diminuta nave espacial a su espalda siguiéndola tan devotamente como si fuera un perrillo faldero.
Livueta Zakalwe acabó rindiéndose y emprendió otro largo viaje para alejarse del peso de sus recuerdos, y al final de ese viaje (Xenófobo se puso en contacto con la unidad para pedirle su situación; Skaffen-Amtiskaw le dio el nombre de un planeta que estaba en un sistema a pocas décadas de distancia de allí) fue localizada poco después de que hubiese hecho su último trabajo como agente de la Cultura.
Skaffen-Amtiskaw lo recordaba todo. La mujer de cabellos grises que acababa de entrar en la última etapa de su vida y trabajaba en una clínica de los suburbios, una delicada ciudad de chabolas y cuchitriles esparcidos como basura sobre el barro y las pendientes salpicadas de árboles que dominaban una ciudad tropical desde la que se podían contemplar lagunas de aguas cabrilleantes y dunas doradas que se perdían en las rompientes de un océano inmenso. La mujer estaba muy delgada y había arrugas debajo de sus ojos. Cuando fueron a verla por primera vez la encontraron sosteniendo a un niño de vientre hinchado junto a cada cadera. Estaba de pie en el centro de una sala atestada y los niños chillaban y lloraban tirando incesantemente de su vestido.
La unidad había aprendido a percibir los matices de toda la gama de expresiones faciales panhumanas, y en cuanto vio la que había aparecido en el rostro de Livueta Zakalwe cuando se encaró con su inesperado visitante pensó que nunca se había encontrado una mezcla tan complicada. La sorpresa era inmensa, sí, pero el odio… ¡Oh, el odio era tan gigantesco y desmesurado!
—Cheradenine… —dijo Sma con dulzura.
Puso una mano sobre las suyas y deslizó la otra sobre su nuca acariciándola lentamente mientras él inclinaba la cabeza hasta dejarla a unos cuantos centímetros de la mesa. El cráneo rasurado fue girando poco a poco hasta quedar encarado al torrente de oro de la pradera que desfilaba junto a ellos.
El hombre alzó una mano y la pasó lentamente sobre su frente y su cráneo como si deslizara los dedos por entre los mechones de una larga cabellera.
Couraz lo había sido todo. Hielo y fuego, agua y tierra… Hubo un tiempo en el que su istmo era una extensión confusa de roca y glaciares, pero el cambio del mundo y el movimiento de los continentes alteró el clima y lo convirtió en una tierra de bosques. Después se convirtió en un desierto, pero acabó sufriendo un fenómeno que no entraba dentro de las capacidades del planeta. Un asteroide del tamaño de una montaña chocó con el istmo y creó tantos destrozos como una bala que atraviesa la carne.
El asteroide llegó hasta el corazón granítico del globo y todo el planeta resonó como si fuera una inmensa campana. Dos océanos se encontraron por primera vez. La nube de polvo creada por aquella inmensa explosión ocultó el sol, creó una pequeña era glacial y eliminó a millares de especies. Los antepasados de la especie que acabaría gobernando el planeta supieron aprovechar la oportunidad que les ofrecía el cataclismo y empezaron a imponerse.
El planeta fue reaccionando al paso de los milenios y el cráter se convirtió en una cúpula. Las rocas se apartaron —incluso las capas más aparentemente sólidas pueden fluir y deformarse a lo largo de escalas de tiempo y distancia tan inmensas—, y la piel del mundo fue desarrollando el morado que había tardado eones en aparecer. Los océanos volvieron a separarse.
Sma había descubierto el folleto informativo en un bolsillo del asiento. Apartó los ojos de él durante unos instantes y contempló al hombre que ocupaba el asiento contiguo al suyo. Se había quedado dormido. Su rostro grisáceo y cansado parecía el de un anciano. No podía recordar ningún momento en el que le hubiera parecido tan viejo y enfermo. Maldición, si incluso cuando le decapitaron tenía un aspecto más saludable…
—Zakalwe —murmuró meneando la cabeza—. ¿Cuál es tu problema?
—Deseo de morir —murmuró la unidad—. Con ciertas complicaciones de tipo extrovertido añadidas.
Sma volvió a menear la cabeza y concentró su atención en el folleto. El hombre había caído en un sopor inquieto y la unidad estaba controlando sus funciones vitales.
Sma empezó a leer un párrafo sobre Couraz y se acordó de la gran fortaleza de la que había sido recogida por el módulo del Xenófobo un día soleado que ahora parecía estar tan lejos en el tiempo como lo estaba en la distancia. Apartó la mirada de una foto del istmo tomada desde el espacio, suspiró, pensó en la casa que se alzaba debajo de la presa y sintió una aguda punzada de nostalgia.
Couraz había sido una ciudad fortificada, una prisión, una fortaleza, una ciudad, un objetivo. Ahora —Sma lanzó una rápida mirada al hombre sentado junto a ella, le vio temblar y pensó que el último destino de Couraz quizá fuese el más apropiado— la gran cúpula de roca contenía una pequeña ciudad ocupada casi en su totalidad por el hospital más grande de aquel planeta.
El tren se precipitó hacia la boca de un túnel tallado en la roca.
Atravesaron la estación y cogieron un ascensor que llevaba a uno de los varios niveles de recepción del hospital. Se sentaron en un sofá rodeado de macetas y escucharon las notas melosas de la música ambiental mientras la unidad que Sma había dejado en el suelo junto a sus pies se introducía en los bancos de datos del ordenador más próximo y buscaba la información que necesitaban.
—La tengo —anunció en voz baja—. Ve a la recepcionista y dile cómo te llamas. He pedido un pase a tu nombre. No hace falta ninguna clase de verificación.
—Vamos, Zakalwe… —Sma se puso en pie, recogió su pase y le ayudó a levantarse. El hombre se tambaleó—. Cheradenine… —dijo ella—. Oye, deja que…
—Llévame hasta donde está.
—Deja que hable con ella antes.
—No, llévame allí. Ahora.
La sala se encontraba unos cuantos niveles más arriba y estaba muy bien iluminada. Los rayos del sol entraban por unos ventanales inmensos. Las nubes habían hecho que el cielo se volviera de color blanco y el océano casi invisible que había más allá de las motitas que eran los campos y los bosques formaba una línea de calina azul que se extendía bajo el cielo.
La gran sala estaba dividida por mamparas y llena de camas donde yacían ancianos que no hacían ningún ruido. Sma le ayudó a ir hasta el otro extremo. La unidad les había dicho que Livueta debía estar allí. Entraron en un pasillo corto y bastante ancho. Livueta salió de una habitación lateral y se quedó inmóvil en cuanto les vio.
Livueta Zakalwe parecía haber envejecido. Tenía los cabellos blancos y los años habían suavizado su piel y, al mismo tiempo, la habían llenado de finas arrugas. Sus ojos no habían perdido el brillo. Al verles se irguió unos centímetros más. Sus manos sostenían una bandeja bastante profunda repleta de cajitas y botellas.
Livueta les miró. El hombre, la mujer, la maletita de color claro que era la unidad…
Sma volvió la cabeza.
—¡Zakalwe! —siseó, y tiró de él para incorporarle.
Sus ojos habían estado cerrados hasta entonces. Los abrió y contempló a la mujer que tenía delante como si no estuviese muy seguro de quién era. Al principio dio la impresión de que no la reconocía, pero el brillo de la comprensión fue encendiéndose poco a poco en sus pupilas.
—¿Livvy? —preguntó mientras parpadeaba rápidamente y la observaba con los ojos entrecerrados—. ¿Livvy?
—Hola, señora Zakalwe —dijo Sma cuando quedó claro que la mujer no iba a contestar.
Los ojos despectivos de Livueta Zakalwe se apartaron del hombre a punto de desplomarse que colgaba del brazo derecho de Sma y fueron subiendo lentamente hacia su rostro. Meneó la cabeza y durante un momento Sma pensó que iba a decir que no era Livueta.
—¿Por qué sigues haciendo esto? —preguntó Livueta Zakalwe en voz baja y suave.
La unidad pensó que tenía una voz mucho más joven de la que correspondía a sus años, y un instante después recibió una comunicación del Xenófobo. La nave había inspeccionado muchos archivos históricos y había encontrado datos fascinantes.
(—¿De veras? —exclamó la unidad—. ¿Muerto?)
—¿Por qué haces esto? —dijo ella—. ¿Por qué le haces esto a él…, a mí…? ¿Por qué? ¿No puedes dejarnos en paz de una vez?
Sma se encogió de hombros. Se sentía bastante incómoda.
—Livvy… —dijo él.
—Lo siento, señora Zakalwe —dijo Sma—. Es lo que quería. Se lo prometimos y…
—Livvy, por favor… Habla conmigo, deja que te ex…
—No debería hacer esto —dijo Livueta mirando fijamente a Sma. Sus ojos se posaron en el hombre que sonreía como un estúpido mientras parpadeaba lentamente y se pasaba una mano por el cráneo rasurado—. Parece enfermo —dijo con voz átona.
—Lo está —dijo Sma.
—Tráigalo aquí.
Livueta Zakalwe abrió otra puerta y reveló una habitación con una cama. Skaffen-Amtiskaw seguía preguntándose qué estaba ocurriendo mientras evaluaba la situación a la luz de la nueva información que acababa de recibir del Xenófobo, pero eso no le impidió encontrar el tiempo necesario para sentir una leve sorpresa ante la calma con que estaba comportándose la mujer. La última vez que estuvieron allí había intentado matarle y la unidad tuvo que actuar con gran celeridad para impedirlo.
—No quiero acostarme —protestó el hombre en cuanto vio la cama.
—De acuerdo, Cheradenine, basta con que te sientes —dijo Sma.
Livueta Zakalwe meneó levemente la cabeza y murmuró una palabra en un tono de voz tan bajo que ni la unidad consiguió entenderla. Colocó la bandeja de medicinas sobre la mesa que había en un rincón de la habitación y se cruzó de brazos mientras el hombre tomaba asiento en la cama.
—Les dejaré a solas —dijo Sma volviéndose hacia la mujer—. Estaremos aquí mismo.
«Lo bastante cerca para que pueda oír lo que ocurre —pensó la unidad— y detenerla si intenta volver a asesinarte, suponiendo que se le ocurra intentarlo…»
—No —dijo la mujer meneando la cabeza. Sus ojos observaban con un gélido desapasionamiento al hombre sentado en la cama—. No, no se vayan. No hay nada que…
—Pero yo quiero que se vayan —dijo él.
Tosió, se dobló sobre sí mismo y estuvo a punto de caer de la cama. Sma fue a ayudarle y tiró de él hasta colocarle un poco más adentro.
—¿Por qué no puedes decirlo delante de ellos? —preguntó Livueta Zakalwe—. ¿Qué es lo que no saben?
—Livvy, por favor…, yo sólo…, sólo quiero hablar contigo en privado —murmuró él alzando la mirada hacia su rostro—. Por favor…
—No tengo nada que decirte, y no hay nada que tú puedas decirme.
La unidad oyó un leve ruido en el pasillo y alguien llamó a la puerta. Livueta la abrió. Una enfermera muy joven que se dirigió a ella llamándola Hermana Livueta le dijo que ya era hora de preparar a uno de los pacientes.
Livueta Zakalwe echó un vistazo a su reloj.
—Tengo que marcharme —les dijo.
—¡Livvy! ¡Livvy, por favor! —El hombre se inclinó hacia adelante. Los codos se incrustaron en sus flancos. Las manos tensas con la palma hacia arriba parecían garras extendidas delante de él—. ¡Por favor!
Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
—Esto carece de sentido. —Livueta Zakalwe meneó la cabeza—. Y usted…, usted es una estúpida. —Miró a Sma—. No vuelva a traerle aquí.
—¡Livvy!
El hombre se derrumbó sobre la cama y se dobló sobre sí mismo hasta convertirse en una bola de carne temblorosa. La unidad captó el calor emitido por el cráneo rasurado y pudo ver el palpitar de las venas que se hinchaban en el cuello y las manos.
—Cheradenine, cálmate, no pasa nada… —dijo Sma.
Fue hacia la cama, hincó una rodilla en el suelo y le puso las manos encima de los hombros.
Una de las manos de Livueta Zakalwe se movió velozmente y golpeó el panel de madera de la mesa junto a la que estaba. El sonido fue tan seco e inesperado como el de una detonación. El hombre lloraba y temblaba. La unidad estaba captando unas ondas cerebrales muy extrañas. Sma alzó los ojos hacia la mujer.
—No le llame así.
—¿Que no le llame…? —preguntó Sma.
La unidad pensó que a veces Sma podía ser realmente muy lenta de reflejos.
—No le llame Cheradenine.
—¿Por qué no?
—Porque no es su nombre.
—¿No lo es?
Sma parecía perpleja. La unidad seguía observando la actividad cerebral y el flujo sanguíneo del hombre, y pensó que no tardaría en haber problemas.
—No, no lo es.
—Pero… —empezó a decir Sma, y meneó la cabeza como si se hubiera quedado sin palabras—. Es su hermano. Es Cheradenine Zakalwe.
—No —dijo Livueta Zakalwe. Cogió la bandeja de las medicinas y abrió la puerta con una sola mano—. No, no es mi hermano.
—¡Aneurisma! —exclamó la unidad.
Se puso en movimiento a toda velocidad, dejó atrás a Sma y se detuvo encima de la cama. Los temblores del hombre se habían vuelto incontrolables. Hizo un examen más detallado y descubrió una ruptura en una vena bastante gruesa que estaba derramando su contenido dentro del cerebro.
Usó su efector para dejarle inconsciente, le hizo girar sobre sí mismo y le incorporó. La sangre seguía vertiéndose por el desgarrón de la vena y se expandía por los tejidos circundantes amenazando con invadir la corteza cerebral.
—Lo siento, señoras —dijo la unidad.
Emitió un campo de corte y lo introdujo en el cráneo rasurado. El hombre dejó de respirar. Skaffen-Amtiskaw utilizó otro aspecto de su campo de fuerza para mantener en movimiento su pecho mientras su efector persuadía delicadamente a los músculos que abrían sus pulmones de que debían volver a funcionar. Apartó la parte superior del cráneo que acababa de rebanar. Una ráfaga láser a baja potencia se reflejó en otro componente del campo y cauterizó la vena desgarrada. La unidad le inclinó la cabeza a un lado. La sangre ya era visible y la acumulación de líquido rojo resaltaba sobre los pliegues grisáceos de la geografía del tejido cerebral. El corazón dejó de latir, pero la unidad utilizó su efector para que siguiera moviéndose.
Las dos mujeres estaban muy inmóviles, entre fascinadas y asqueadas por la rápida actividad de la máquina.
La unidad fue apartando las capas del cerebro guiándose con sus sentidos increíblemente sutiles. Corteza, capa límbica, tálamo, cerebelo… Fue abriéndose paso a través de sus defensas y armamentos, se deslizó por sus avenidas y sus caminos, recorrió los almacenes y las tierras de sus recuerdos, buscó, cartografió, investigó y rasgó todos los velos.
—¿Qué quiere decir con…? —preguntó Sma. Su voz era un murmullo tan apagado como si acabara de despertar, y su cabeza se volvió lentamente hacia la mujer que se disponía a salir de la habitación—. ¿Qué quiere decir con eso de que no es su hermano?
—Quiero decir que ese hombre no es Cheradenine Zakalwe.
Livueta suspiró, se quedó inmóvil y siguió observando la extraña operación que la unidad estaba llevando a cabo.
«Era…, era…, era…»
Sma descubrió que estaba frunciendo el ceño y que no podía apartar los ojos del rostro de la mujer.
—¿Qué? Entonces…
«Atrás. Vuelve atrás ahora mismo. ¿Qué era lo que tenía que hacer? Atrás. El objetivo es vencer. ¡Atrás! Todo debe someterse a esa única verdad…»
—Cheradenine Zakalwe, mi hermano… —murmuró Livueta Zakalwe—. Murió hace casi doscientos años. Murió poco después de haber recibido una silla hecha con los huesos de nuestra hermana.
La unidad empezó a aspirar la sangre que había invadido el cerebro del hombre. Deslizó un campo hueco tan delgado como un cabello a través del tejido afectado y fue recogiendo el líquido rojo en un pequeño bulbo transparente. Un segundo tubo de energía giró sobre sí mismo y suturó el tejido desgarrado. Absorbió un poco más de sangre para disminuir la presión sanguínea del hombre y utilizó su efector para alterar el funcionamiento de las glándulas apropiadas. La presión tardaría bastante tiempo en volver a aumentar. Proyectó un campo-tubo hasta la pileta que había debajo de la ventana, arrojó la sangre por el sumidero e hizo girar el grifo dejando correr el agua durante unos segundos. La sangre desapareció por el agujero con un leve gorgoteo.
—El hombre al que usted llama Cheradenine Zakalwe…
«Enfrentarme a las cosas, eso es lo único que he hecho en toda mi vida; Staberinde, Zakalwe; los nombres duelen, pero ¿de qué otra forma voy a poder…?»
—… le robó el nombre a mi hermano igual que le robó la vida; igual que le robó la vida a mi hermana…
«Pero ella…»
—Él era el comandante del Staberinde. Él es el Constructor de Sillas. Su nombre es Elethiomel.
Livueta Zakalwe salió de la habitación cerrando la puerta detrás de ella.
El rostro de Sma se había puesto terriblemente pálido. Se volvió hacia la cama y contempló al hombre que yacía en ella mientras Skaffen-Amtiskaw seguía trabajando, absorto en el desafío de reparar unos mecanismos que se habían averiado.