—Dime, ¿qué es la felicidad?
—¿La felicidad? La felicidad…, la felicidad es despertar una soleada mañana de primavera sintiéndote agotado después de haber pasado tu primera noche con una hermosa y apasionada… asesina profesional.
—Mierda… Así que la felicidad se reduce a eso, ¿eh?
La copa de cristal reposaba entre sus dedos como si fuera una masa de luz sudorosa caída en una trampa. El líquido que contenía era del mismo color que sus ojos y giraba en lentos y perezosos remolinos bajo los rayos del sol mientras lo observaba con los párpados entrecerrados. La superficie iridiscente del líquido proyectaba reflejos sobre su rostro cubriéndolo con venillas de oro en continuo movimiento.
Apuró la copa y la contempló mientras el alcohol bajaba hasta llegar a su estómago. Sintió un cosquilleo en la garganta, y le pareció que la luz le hacía cosquillas en los ojos. Hizo girar la copa entre sus manos moviéndola deprisa pero con mucho cuidado, aparentemente fascinado por las desigualdades del pie y la sedosa lisura de las partes no talladas. La sostuvo delante del sol y entrecerró un poco más los párpados. El cristal centelleó como si contuviera un centenar de arco iris en miniatura, y los diminutos hilillos de burbujas atrapados en el esbelto tallo del recipiente brillaron con un resplandor que resultaba aún más dorado porque tenía el azul del cielo como fondo, y se fueron enroscando sobre sí mismos hasta formar una doble espiral.
Bajó la copa muy despacio y sus ojos se posaron sobre la ciudad sumida en el silencio. Contempló los tejados, los pináculos y las torres y, más allá de ellos, los grupos de árboles que indicaban la posición de los escasos parques de explanadas y caminos polvorientos; y su mirada se fue alejando hasta dejar atrás la distante línea de las murallas con sus dientes de sierra, las llanuras blanquecinas y las colinas azul humo que bailaban entre la calina que se extendía bajo un cielo sin nubes.
Movió el brazo sin apartar los ojos de aquel panorama y arrojó la copa por encima de su hombro lanzándola hacia la fresca penumbra del salón que había detrás de él. La copa se perdió entre las sombras y se hizo añicos.
—Bastardo —dijo una voz pasados unos segundos. La voz sonaba débil, como ahogada por una tela, y parecía tener cierta dificultad para articular las palabras—. Creí que era la artillería pesada. He estado a punto de cagarme de miedo…
—¿Quieres ver mierda por todas partes? Oh, diablos, y encima parece que he mordido el cristal… Mmmmm…, estoy sangrando. —Unos instantes de silencio—. ¿Me has oído? —Cuando volvió a hablar la voz pastosa sonó un poco más fuerte que antes—. Estoy sangrando… ¿Quieres ver el suelo lleno de mierda y sangre de noble cuna? —Un roce ahogado, un tintineo cristalino y, unos momentos después, otro murmullo:— Bastardo…
El joven del balcón giró lentamente sobre sí mismo dando la espalda a la ciudad y entró en el salón tambaleándose de forma casi imperceptible. El salón estaba lleno de ecos y la temperatura era unos cuantos grados más baja que en el balcón. El mosaico del suelo tenía miles de años y había sido cubierto en una época más reciente con una capa transparente a prueba de arañazos y golpes que protegía los diminutos fragmentos de cerámica. En el centro de la estancia había una gigantesca mesa para banquetes cubierta de tallas y adornos con sillas a su alrededor. Junto a las paredes se dispersaba una confusión de mesas de menor tamaño, más sillas, cómodas y armarios. Todas las piezas del mobiliario habían sido talladas en la misma madera oscura, y pesaban mucho.
Algunas paredes estaban adornadas con frescos de colores algo apagados, pero todavía impresionantes, en los que predominaban los campos de batalla; otras paredes estaban pintadas de blanco y acogían enormes mándalas formados por armas antiguas. Cientos de lanzas, cuchillos, espadas, escudos, mazas, lanzas, boleadoras y flechas habían sido cuidadosamente colocadas para crear grandes remolinos de filos y pinchos que hacían pensar en un diluvio de metralla emanado de una explosión imposiblemente simétrica. Armas de fuego bastante oxidadas se apuntaban las unas a las otras como dándose aires de importancia sobre el tiro obstruido de las chimeneas.
Las paredes también contenían unos cuantos cuadros ennegrecidos y varios tapices deshilachados, pero quedaban bastantes espacios vacíos que habrían podido acoger muchos más. Enormes ventanas triangulares de cristales multicolores arrojaban cuñas de luz sobre el mosaico y la madera. Los muros de piedra blanca se alzaban hasta el techo y terminaban en curvas rojas que sostenían enormes vigas de madera negra, que se extendían sobre toda la longitud del salón como si fueran una tienda gigantesca formada por una multitud de dedos angulosos.
El joven dio una patada a una silla y se dejó caer en ella.
—¿De qué sangre estás hablando? —preguntó.
Apoyó una mano sobre la superficie de la gran mesa para banquetes y se llevó la otra al cuero cabelludo moviéndola como si tuviera la cabeza cubierta por una espesa mata de pelo, aunque la llevaba afeitada.
—¿Eh? —exclamó la voz.
Parecía venir de algún lugar situado debajo de la gran mesa a la que acababa de sentarse.
—¿Qué conexiones aristocráticas ha podido tener un viejo vagabundo borracho como tú?
El joven apretó los puños y se frotó los ojos. Después los relajó y se dio masaje en la cara con las palmas.
El silencio duró bastante.
—Bueno… He sido mordido por una princesa.
El joven alzó los ojos hacia el techo atravesado por las vigas y dejó escapar un bufido.
—Se rechaza la prueba por insuficiente.
Se puso en pie y fue al balcón. Cogió los binoculares que había sobre la balaustrada y se los llevó a los ojos. Chasqueó la lengua, se tambaleó de un lado a otro como si fuera a perder el equilibrio, fue hacia las ventanas y se apoyó en una de ellas para evitar que el temblor de sus manos se transmitiera a los binoculares. Corrigió el foco, meneó la cabeza, volvió a dejar los binoculares sobre la balaustrada y se cruzó de brazos apoyando la espalda en la pared para contemplar la ciudad.
El panorama le hizo pensar en un horno para cocer pan. Tejados marrones y buhardillas agrietadas como cortezas y mendrugos de pan, polvo que parecía harina…
Los recuerdos surgieron de la nada y el panorama de calor y aire tembloroso que tenía delante se volvió primero gris y luego casi negro, y recordó otras ciudadelas (la ciudad de tiendas condenada a la destrucción que se extendía por el gran paseo para los desfiles que había debajo de ellos y la vibración que hacía temblar los cristales de las ventanas, la joven —muerta ahora—, hecha un ovillo sobre una silla en una torre del Palacio de Invierno). Hacía calor, pero no pudo contener un escalofrío, y expulsó los recuerdos de su mente con un considerable esfuerzo de voluntad.
—¿Y tú?
El joven volvió la cabeza hacia el salón.
—¿Qué?
—¿Has tenido algún tipo de relación con…, eh…, con quienes son mejores que nosotros?
El joven se puso muy serio.
—En una ocasión… —empezó a decir. Vaciló y tardó unos segundos en seguir hablando—. Conocí a alguien que era…, le faltaba muy poco para ser una princesa, y llevé una parte de ella dentro de mí durante un tiempo.
—¿Te importaría repetir eso? Llevaste…
—Una parte de ella dentro de mí durante un tiempo.
Silencio.
—¿No crees que habría debido ser al revés? —preguntó la voz en un tono muy cortés.
El joven se encogió de hombros.
—Fue una relación bastante extraña.
Volvió a contemplar la ciudad y sus ojos la recorrieron buscando humo, personas, animales o cualquier señal de movimiento, pero el paisaje estaba tan inmóvil y silencioso como si lo hubieran pintado. Lo único que se movía era el aire caliente que hacía bailotear las imágenes. El joven pensó que quizá hubiese alguna forma de hacer temblar un telón pintado para producir ese mismo efecto, pero no tardó en olvidarse de ello.
—¿Ves algo? —gruñó la voz desde debajo de la mesa.
El joven no dijo nada, pero se frotó el pecho a través de la camisa y los pliegues de la guerrera abierta que lo cubrían. Llevaba puesta una guerrera de general, pero no era general.
Se apartó de la ventana y cogió una jarra de gran tamaño que estaba sobre una de las mesitas que había junto a la pared. Alzó la jarra por encima de su cabeza y la fue inclinando cautelosamente con los ojos cerrados y el rostro levantado hacia ella. La jarra ya no contenía agua, por lo que no ocurrió nada. El joven suspiró, lanzó una rápida mirada al barco de vela pintado en uno de los lados de la jarra y volvió a colocarla delicadamente sobre la mesa dejándola en el mismo sitio donde estaba antes.
Meneó la cabeza, se dio la vuelta y fue hacia una de las dos gigantescas chimeneas del salón. Se encaramó al dintel y una vez allí contempló con gran atención una de las armas antiguas colocadas en la pared; un rifle de cañón anchísimo con la culata llena de adornos y un mecanismo de disparo carente de toda protección. Intentó separar el arma de la pared, pero estaba demasiado bien sujeta. El joven acabó desistiendo pasados unos momentos, bajó de un salto y aterrizó en el suelo con cierta torpeza.
—¿Has visto algo? —volvió a preguntar la voz en un tono levemente esperanzado.
El joven fue lentamente desde la chimenea hasta una esquina del salón en la que había una cómoda gigantesca cubierta de tallas e incrustaciones. La parte superior de la cómoda estaba ocupada por un gran número de botellas, al igual que una zona considerable del suelo a su alrededor. Rebuscó entre aquella colección de botellas —la mayor parte estaban vacías y tenían el gollete roto—, hasta encontrar una intacta y llena. Una vez la hubo encontrado se sentó en el suelo moviéndose despacio y, con gran cautela, rompió el cuello de la botella haciéndola chocar contra la pata de una silla cercana y vació en su boca el licor que no se había esparcido sobre sus ropas o creado charcos encima del mosaico. Se atragantó y tosió, dejó la botella en el suelo, se levantó y la hizo rodar hasta debajo de la cómoda de una patada.
Fue hacia otra esquina del salón en la que había un montón de ropas y armas. Cogió un arma desenredándola del amasijo de cinchas, hebillas y cartucheras que la ocultaba. La inspeccionó y la dejó caer sobre las demás. Apartó con la mano varios centenares de diminutos cargadores vacíos para coger otra arma que tampoco pareció satisfacerle. Cogió dos armas más, las inspeccionó, se colgó una del hombro y dejó la otra sobre un arcón cubierto por una alfombra. Después siguió hurgando en el montón de armas durante un buen rato y acabó con tres armas colgando del hombro. Casi toda la parte superior del arcón había quedado cubierta por una masa de piezas sueltas, armas y cargadores. El joven los barrió con la mano recogiéndolo todo en una bolsa de lona llena de manchas que dejó en el suelo.
—No —dijo.
La negativa coincidió con un sordo retumbar cuyo origen era imposible de precisar, un sonido que parecía venir más del suelo que del aire. La voz farfulló algo ininteligible desde debajo de la mesa.
El joven fue hacia las ventanas y dejó las armas sobre las losas del suelo.
Se quedó inmóvil durante unos momentos contemplando el paisaje.
—Eh —dijo la voz desde debajo de la mesa—. ¿Te importaría echarme una mano? Estoy debajo de la mesa.
—Y ¿qué estás haciendo debajo de la mesa, Cullis? —replicó el joven.
Se arrodilló para inspeccionar las armas. Golpeó los indicadores con la punta de un dedo, hizo girar los diales, alteró las coordenadas y pegó un ojo a las miras telescópicas para averiguar si funcionaban correctamente.
—Oh, ya sabes… Nada de particular.
El joven sonrió, se puso en pie y fue hacia la mesa. Se inclinó, metió un brazo por debajo del tablero y tiró de un hombre corpulento de rostro enrojecido que llevaba puesta una guerrera de mariscal de campo que le venía una talla demasiado grande. Su cabellera canosa estaba cortada casi al cero, y uno de sus ojos era una prótesis. El joven le ayudó a incorporarse poco a poco y el hombre se pasó lentamente la mano por la guerrera para quitarse unos cuantos trocitos de cristal que se habían pegado a la tela. Después dio las gracias al joven asintiendo muy despacio con la cabeza.
—Bueno… ¿Qué hora es? —preguntó.
—¿Qué? Deja de farfullar, Cullis.
—La hora. ¿Qué hora es?
—Es de día.
—Ja. —El hombre asintió como si supiera muy bien de qué estaba hablando—. Ya me lo imaginaba…
Cullis vio como el joven volvía a la ventana junto a la que había dejado las armas y dio un par de pasos alejándose de la gran mesa. Acabó llegando a la mesita sobre la que estaba la jarra para agua en la que había pintado un viejo barco de vela.
Alzó la jarra tambaleándose lentamente de un lado a otro, le dio la vuelta sobre su cabeza hasta dejarla en posición invertida, parpadeó, se pasó las manos por la cara y tiró del cuello de la guerrera.
—Ah… —dijo—. Ya me encuentro mejor.
—Estás borracho —dijo el joven sin apartar la mirada de las armas que estaba inspeccionando.
El hombre puso cara pensativa y pareció meditar en lo que acababa de decirle.
—Casi has conseguido que sonara como una crítica —replicó por fin en el tono más digno de que fue capaz.
Golpeó suavemente su ojo falso con la punta de un dedo y parpadeó unas cuantas veces. Giró sobre sí mismo intentando moverse de la forma más lenta y cautelosa posible hasta quedar de cara a la otra pared, la que estaba adornada con un fresco que representaba una batalla naval. El hombre clavó la mirada en un gigantesco navío de guerra y su mandíbula pareció tensarse ligeramente.
Echó la cabeza hacia atrás con un movimiento muy brusco. Hubo una tosecilla casi inaudible y un zumbido que acabó confundiéndose con una explosión no muy potente. Un jarrón colocado a tres metros de distancia del buque de guerra se desintegró convirtiéndose en una nube de polvo.
El nombre de la cabellera canosa meneó la cabeza con expresión entristecida y volvió a darse unos golpecitos en el ojo falso.
—Tienes razón —dijo—. Estoy borracho.
El joven se puso en pie sosteniendo en sus manos las armas que había seleccionado y se volvió hacia él.
—Si tuvieras dos ojos estarías viendo doble. Cógela.
Arrojó un arma hacia el hombre, quien alargó una mano para atraparla al vuelo. El arma chocó con la pared que tenía detrás y cayó al suelo haciendo mucho ruido.
Cullis parpadeó.
—Creo que debería volver a meterme debajo de la mesa —dijo.
El joven fue hasta la pared, cogió el arma, la inspeccionó y se la entregó. Cullis la aceptó y la sostuvo como si no supiera qué hacer con ella. El joven tiró de los brazos de Cullis hasta dejarlos curvados encima del arma y le llevó hasta el montón de ropas y armas.
El hombre de la cabellera canosa era más alto que el joven y su ojo bueno y su ojo falso —que en realidad era una micropistola ligera— siguieron al joven y contemplaron como cogía dos cartucheras del suelo, iba hacia él y se las colocaba sobre los hombros. Cullis siguió mirándole fijamente. El joven torció el gesto, alargó una mano y le hizo volver la cabeza. Después hurgó en uno de los bolsillos delanteros de la guerrera de mariscal de campo que le quedaba demasiado grande y sacó de ella lo que parecía —y era— un parche blindado, cuya tira de sujeción deslizó delicadamente sobre la rala cabellera canosa del hombre.
—¡Dios mío! —jadeó Cullis—. ¡Estoy ciego!
El joven volvió a alzar la mano y cambió la posición del parche.
—Disculpa. Me he equivocado de ojo.
—Eso está mejor. —El hombre de la cabellera canosa irguió los hombros y tragó una honda bocanada de aire—. ¿Dónde están esos bastardos?
Su voz seguía sonando pastosa. Cada vez que le oía hablar, el joven sentía deseos de carraspear para aclararse la garganta.
—No les veo. Lo más probable es que sigan ahí fuera. La lluvia de ayer ha mojado la tierra y no hay nubes de polvo que indiquen por dónde andan.
El joven puso otra arma sobre los brazos de Cullis.
—Bastardos…
—Sí, Cullis.
Después añadió un par de cajas de municiones a las armas que Cullis sostenía sobre sus brazos.
—Bastardos asquerosos…
—Tienes toda la razón, Cullis.
—Los… Hmmm… Creo que no me sentaría mal un trago, ¿sabes?
Cullis se tambaleó. Bajó la vista y contempló las armas que sostenía en sus brazos como si no comprendiera muy bien qué hacían allí.
El joven le dio la espalda para coger más armas del montón, pero cambió de opinión cuando oyó un ensordecedor ruido metálico a su espalda.
—Mierda —murmuró Cullis desde el suelo.
El joven fue hacia la cómoda repleta de botellas. Cogió todas las botellas llenas que pudo encontrar y volvió sobre sus pasos. Cullis roncaba pacíficamente bajo un montón de armas, cajas de munición, cartucheras y los restos destrozados de una silla para banquetes. El joven fue apartándolo todo, desabrochó un par de botones de la guerrera de mariscal de campo y deslizó las botellas entre la guerrera y la camisa. La guerrera le quedaba tan grande que había espacio más que suficiente.
Cullis abrió su ojo bueno y le contempló en silencio durante unos momentos.
—¿Qué hora dijiste que era?
El joven volvió a abrochar los botones.
—Creo que es hora de largarse.
—Hmmmm… Quizá tengas razón. Tú entiendes de eso más que yo, Zakalwe.
Cullis volvió a cerrar su ojo bueno.
El joven al que Cullis había llamado Zakalwe fue rápidamente hacia un extremo de la gran mesa, que estaba cubierta por una manta relativamente limpia sobre la que había un arma de gran tamaño y apariencia bastante terrible. La cogió y volvió hacia el corpachón que roncaba en el suelo. Cogió al hombre de la cabellera canosa por el cuello de la guerrera y fue retrocediendo hacia la puerta que había al otro extremo del salón arrastrando a Cullis. Se detuvo a recoger la bolsa de lona con el armamento que había seleccionado antes y se la colgó de un hombro.
Había logrado arrastrar a Cullis la mitad de la distancia que les separaba de la puerta cuando éste despertó. Su ojo bueno se abrió y le atravesó con una mirada bastante vidriosa. Sus posiciones respectivas hacían que el ojo quedara invertido.
—Eh.
—¿Qué pasa, Cullis? —gruñó el joven, y le arrastró un par de metros más.
La cabeza de Cullis se volvió lentamente observando el salón que se deslizaba a su alrededor.
—¿Sigues creyendo que bombardearán este sitio?
—Aja.
El hombre de la cabellera canosa meneó la cabeza.
—No —dijo. Tragó aire—. No… —repitió mientras volvía a menear la cabeza—. Nunca.
—Adelante, chicos, dadle la réplica —murmuró el joven mirando a su alrededor.
Pero todo siguió en silencio. Llegaron a las puertas y el joven las abrió de una patada. La escalera que llevaba hasta la entrada de atrás y el patio que había al otro lado de ella era de mármol verde ribeteado con filetes de ágata. El joven fue bajando lentamente por ella. Las armas y las botellas tintineaban, el arma que colgaba de su hombro le golpeaba el costado y los tacones de Cullis chirriaban sobre el mármol y chocaban con un golpe seco contra cada peldaño que le hacía bajar.
Cullis lanzaba un gruñido ahogado a cada peldaño. «Maldita sea, mujer. Ten más cuidado…», farfulló en una ocasión. El joven se detuvo y le miró fijamente. Cullis roncaba, y vio un hilillo de saliva que había empezado a deslizarse por una de las comisuras de sus labios. El joven meneó la cabeza y reanudó el descenso.
Se detuvo en el tercer rellano para echar un trago y permitió que Cullis roncara en paz durante unos momentos hasta que se sintió lo bastante fuerte para seguir. Acababa de agarrarle por el cuello de la guerrera y se estaba lamiendo los labios cuando oyó un silbido que se fue haciendo más y más estridente. Se arrojó al suelo y tiró de Cullis hasta dejarle medio encima de él.
La explosión se produjo lo bastante cerca para agrietar el vidrio de los ventanales y desprender unos fragmentos de yeso del techo. Las laminillas blancas cayeron grácilmente a través de las cuñas triangulares de luz solar y se posaron sobre los peldaños con un repiqueteo casi inaudible.
—¡Cullis! —Volvió a cogerle por el cuello de la guerrera y bajó un peldaño de un salto—. ¡Cullis! —gritó mientras sus pies patinaban sobre el suelo del rellano. Estuvo a punto de perder el equilibrio—. ¡Cullis, maldito gilipollas! ¡Despierta!
Otro aullido hendió el aire. La detonación hizo temblar todo el palacio y una ventana se desintegró en algún lugar de arriba. Una lluvia de yeso y cristales rotos cayó por el pozo de la escalera. El joven se tambaleó, y logró bajar otro tramo de peldaños con el cuerpo encorvado y sin soltar a Cullis. Sus labios se movían lanzando un chorro incesante de maldiciones ahogadas.
—¡Cullis! —rugió mientras dejaba atrás habitaciones vacías y exquisitos murales de un delicado estilo pastoral—. Maldito sea tu jodido culo de vejestorio, Cullis… ¡despierta!
Sus pies patinaron sobre el suelo de otro rellano. Las botellas tintinearon furiosamente y el cañón del arma chocó con los bajorrelieves que lo adornaban arrancándoles algunos trozos. El zumbido volvió a vibrar en sus oídos. El joven saltó hacia adelante, la escalera bailó y los cristales se hicieron pedazos sobre su cabeza. Los torbellinos de polvo blanco estaban por todas partes. El joven logró incorporarse y vio a Cullis sentado en el suelo quitándose los trocitos de yeso del pecho con una mano mientras se frotaba el ojo bueno con la otra. Una nueva explosión más alejada hizo temblar la escalera.
Cullis tenía el aspecto de alguien que se encuentra muy mal. Alzó una mano y la movió a través del polvo.
—Esto no es niebla y eso no era un trueno, ¿verdad?
—No —gritó el joven mientras bajaba a saltos por la escalera.
Cullis tosió y le siguió tambaleándose.
El joven llegó al patio justo a tiempo de ver la nueva andanada de proyectiles. Uno de ellos estalló a su izquierda cuando salía del palacio. Subió de un salto al semioruga e intentó ponerlo en marcha. La explosión destrozó el tejado de los aposentos reales. Un diluvio de tejas y baldosas cayó sobre el patio y los proyectiles improvisados se convirtieron en nubéculas de polvo creando sus propias explosiones tributarias de la detonación principal. El joven se puso una mano sobre la cabeza y hurgó debajo del salpicadero buscando un casco. Un trozo de mampostería de gran tamaño rebotó sobre el capó del transporte dejando una abolladura bastante profunda y una nube de polvo.
—Oh…, mieeeeeerda —dijo.
Logró encontrar un casco y se lo puso en la cabeza.
—¡Bastardos asque…! —gritó Cullis.
Tropezó cuando le faltaba muy poco para llegar al semioruga y se derrumbó sobre el polvo. Lanzó un juramento, se incorporó y saltó al vehículo. Dos proyectiles más cayeron a su izquierda haciendo impacto en los aposentos reales.
Las nubes de polvo creadas por el bombardeo empezaron a moverse por entre los edificios pegándose a las fachadas. La luz del sol se abrió paso a través del caos que se había adueñado del patio hendiéndolo como si fuera una cuña gigantesca que mezclaba las sombras con la claridad.
—Estaba convencido de que bombardearían los edificios del Parlamento —dijo Cullis en voz baja mientras contemplaba los restos llameantes de un camión que ardía al otro extremo del patio.
—¡Bueno, pues no lo han hecho!
El joven volvió a tirar de la palanca de encendido maldiciéndola ferozmente.
—Tenías razón. —Cullis suspiró y puso cara de perplejidad—. Oye, ¿qué habíamos apostado exactamente?
—¿A quién le importa eso ahora? —rugió el joven.
Su pie se movió velozmente pateando algo por debajo del salpicadero. El motor del semioruga tosió y cobró vida.
Cullis se quitó unos restos de teja del cabello mientras su camarada se pasaba la correa del casco por debajo del mentón y le entregaba otro casco. Cullis lo aceptó con un suspiro de alivio y empezó a abanicarse la cara con él mientras se daba palmaditas en el pecho más o menos allí donde estaba el corazón, como si estuviera intentando darse ánimos y convencerse de que todo iba bien.
Y un instante después apartó la mano y contempló con incredulidad el líquido rojo que la manchaba.
El motor dejó de funcionar. Cullis oyó la voz del joven insultándolo como si fuera un ser vivo y el chasquido metálico que se produjo cuando volvió a tirar de la palanca del encendido. El motor carraspeó y sus toses entrecortadas se convirtieron en un débil ronroneo acompañado por el silbido de los proyectiles que seguían cayendo del cielo.
Cullis bajó la vista y contempló el acolchado del asiento sobre el que estaba sentado. Una salva de explosiones atronó a lo lejos entre los remolinos de polvo. El semioruga se estremeció.
La superficie del asiento se había vuelto de color rojo.
—¡Médico! —gritó.
—¿Qué?
—¡Médico! —gritó Cullis para hacerse oír por encima de otra explosión mientras le enseñaba su mano manchada de rojo—. ¡Zakalwe, estoy herido!
La pupila de su ojo bueno estaba dilatada por el horror y la sorpresa. Los dedos de su mano temblaban incontrolablemente.
El joven puso cara de exasperación y le apartó la mano con brusquedad.
—¡Es vino, imbécil!
Se inclinó hacia adelante, sacó una de las botellas que había metido bajo la guerrera de Cullis y la dejó caer sobre su regazo.
Cullis miró hacia abajo, muy sorprendido.
—Oh —dijo—. Bien. —Metió la mano dentro de su guerrera y extrajo cautelosamente unos cuantos trocitos de cristal—. Ya me extrañaba que me quedara tan bien… —murmuró.
El motor cobró vida de repente y rugió como si los torbellinos de polvo y el temblor del suelo le hubieran puesto furioso. Las explosiones que se sucedían en los jardines creaban surtidores de tierra marrón, que salían disparados hacia lo alto pasando sobre el muro del patio para acabar aterrizando a su alrededor acompañados por los fragmentos de las estatuas destrozadas.
El joven luchó durante unos momentos con el cambio de marchas. El semioruga se puso en marcha de repente con tanta brusquedad que él y Cullis casi salieron despedidos de sus asientos. El vehículo se lanzó hacia adelante, salió del patio y empezó a moverse por la polvorienta carretera que había más allá. Unos segundos después, casi todo el edificio en el que habían estado sucumbió a la detonación combinada de los proyectiles enviados por una docena de piezas d e artillería de gran calibre y se desplomó sobre el patio, sepultando el recinto y todo lo que había a su alrededor bajo inmensos montones de cascotes y vigas destrozadas a las que se unieron nubes de polvo aún más voluminosas.
Cullis se rascó la cabeza y le murmuró algo al casco en cuyo interior acababa de vomitar.
—Bastardos —dijo unos segundos después.
—Tienes toda la razón, Cullis.
—Bastardos asquerosos.
—Sí, Cullis.
El semioruga dobló una esquina y se alejó rugiendo en dirección al desierto.