Avanzó por la sala de turbinas arrastrando consigo un anillo eternamente cambiante compuesto de amistades, admiradores y animales —una nebulosa congregada alrededor del foco de atracción que era su persona—, hablando con los invitados, dando instrucciones a sus sirvientes, haciendo sugerencias y ofreciendo cumplidos a la multitud de artistas que les entretenían con espectáculos de lo más variado. La música llenaba el espacio saturado de ecos que había sobre las viejas máquinas de superficies relucientes, y se iba sedimentando discretamente entre la muchedumbre de invitados vestidos con ropajes multicolores que no paraban de hablar. Saludó con una grácil reverencia y una sonrisa al Almirante que acababa de pasar junto a ella, y los dedos de su mano hicieron girar el tallo de la delicada flor negra que sostenían acercando los pétalos a su nariz para que pudiera captar su embriagadora fragancia.
Dos de los hralzs que había a sus pies saltaron hacia arriba lanzando chillidos estridentes y sus patas delanteras intentaron encontrar un asidero en el liso regazo de su traje de noche. Sus hocicos húmedos se elevaron hacia la flor. La mujer se inclinó y golpeó suavemente los dos morros con la flor. Los animales saltaron al suelo, menearon las cabezas y empezaron a estornudar. Los invitados que había a su alrededor se rieron. La mujer se agachó para acariciar el lomo de un hralz. Rascó sus grandes orejas y sintió la tensión que el gesto provocó en la tela del traje. El mayordomo fue hacia ella abriéndose paso con gran educación por entre la multitud que la rodeaba, y la mujer alzó la cabeza.
—¿Sí, Maikril? —preguntó.
—El fotógrafo de Tiempos del Sistema —dijo el mayordomo en voz baja.
Fue irguiéndose lentamente al mismo tiempo que ella se incorporaba, pero aun así acabó teniendo que alzar los ojos hacia la mujer. La barbilla del mayordomo quedaba a la altura de sus hombros desnudos.
—¿Admiten su derrota? —preguntó ella sonriendo.
—Creo que sí, señora. Solicita una audiencia.
La mujer se rió.
—Muy bien expresado… ¿Cuántas han sido esta vez?
El mayordomo se acercó un poco más. Un hralz le gruñó y el mayordomo le contempló con una mezcla de temor y nerviosismo.
—Treinta y dos cámaras móviles, señora, y más de un centenar fijas.
La mujer acercó la boca a la oreja del mayordomo.
—Sin contar las que descubrimos al examinar a nuestros invitados —dijo en voz muy baja, como si hablara con un compañero de conspiración.
—Cierto, señora.
—Hablaré con él… Has dicho que era un hombre, ¿no?
—Sí, señora.
—Hablaré con él, pero no ahora. Llévale al atrio del oeste. Dile que estaré allí dentro de diez minutos y recuérdamelo cuando hayan pasado unos veinte.
Echó un vistazo a su brazalete de platino. El diminuto proyector que parecía una esmeralda identificó la estructura de sus retinas y emitió dos conos de luz que contenían un plano holográfico de la vieja central energética. El sistema de guía centró cuidadosamente la base de cada cono en uno de sus ojos.
—Muy bien, señora —dijo Maikril.
La mujer le puso una mano en el brazo.
—Iremos al parque, ¿de acuerdo?
El mayordomo movió la cabeza en un gesto casi imperceptible para indicar que la había oído. La mujer se volvió hacia el grupo de invitados que tenía más cerca, puso una expresión contrita y juntó las manos rogándoles que la perdonaran.
—Lo siento muchísimo. ¿Tendrán la bondad de disculparme unos momentos?
Inclinó la cabeza a un lado y sonrió.
—Hola… ¿qué tal? Ah, hola…, ¿cómo estáis?
Caminaron rápidamente por entre el gentío dejando atrás los arco iris grisáceos de las fuentes de drogas y el chapoteo de los surtidores de vino. La mujer iba delante envuelta en un susurro de faldas mientras el mayordomo intentaba que sus largas zancadas no le dejaran atrás. La mujer iba saludando a todos los invitados que se cruzaban en su camino. Ministros del gobierno y sus sombras, altos dignatarios y delegados de gobiernos extranjeros, estrellas de todas las magnitudes creadas por los medios de comunicación, revolucionarios y altos mandos de la Flota, personajes de la industria y el comercio y el séquito mucho más extravagante de quienes se beneficiaban de sus riquezas… Los hralzs intentaban morder los talones del mayordomo y sus garras patinaban sobre el reluciente suelo de mica. Los animales recuperaban torpemente el equilibrio y daban un salto cada vez que se encontraban con una de las muchas y valiosísimas alfombras esparcidas por la sala de turbinas.
La mujer se detuvo ante el tramo de peldaños que llevaba al parque —la estructura de la dínamo situada más hacia el este era tan grande que quienes estaban en el salón principal no podían ver la arboleda—, dio las gracias al mayordomo, ahuyentó a los hralzs, repartió unas rápidas palmaditas por su impecable peinado, alisó su ya inmaculadamente liso traje y se aseguró de que el único adorno de su gargantilla negra —una piedra blanca—, estuviera perfectamente centrado. En cuanto hubo quedado satisfecha empezó a bajar el tramo de peldaños que terminaba en las puertas del parque. Un hralz se había quedado inmóvil en el comienzo del tramo de peldaños observándola nerviosamente. El animal tenía los ojos llorosos, no paraba de dar saltitos sobre sus patas delanteras y gemía quejumbrosamente.
La mujer se volvió hacia él y le lanzó una mirada de irritación.
—¡Vete, Saltarín! ¡Largo de aquí!
El animal bajó la cabeza y se alejó lentamente sin hacer ningún ruido.
La mujer cerró las puertas a su espalda y sus ojos recorrieron la silenciosa extensión de verdor que el parque ofrecía a su mirada.
La negrura de la noche se acumulaba al otro lado de la curva cristalina de la semicúpula. Unos mástiles de gran altura esparcidos por entre los árboles sostenían luces que proyectaban sombras sobre los agrupamientos de plantas. Hacía calor, y la atmósfera olía a tierra y savia. La mujer tragó una honda bocanada de aire y fue hacia el otro extremo del recinto.
—Hola.
El hombre se volvió rápidamente y la vio inmóvil detrás de él con la espalda apoyada en un mástil de luces, los brazos cruzados delante del cuerpo y una leve sonrisa presente tanto en los ojos como en los labios. Su cabellera era del mismo color negro azulado que sus ojos; tenía la piel morena y estaba más delgada de lo que aparentaba vista en los noticiarios, donde su altura no impedía que resultara casi corpulenta. El hombre era alto y delgado, y estaba mucho más pálido de lo que aconsejaba la moda. La mayoría de personas habrían opinado que tenía los ojos demasiado juntos.
El hombre contempló las delicadas nervaduras de la hoja que seguía sosteniendo en una de sus frágiles manos y la soltó. Sus labios se curvaron en una sonrisa algo vacilante y emergió del arbusto tachonado de flores multicolores que había estado examinando. Se frotó las manos y puso cara de incomodidad.
—Lo siento —dijo moviendo una mano en un gesto cargado de nerviosismo—. Yo…
—No importa —dijo ella mientras extendía un brazo. Se estrecharon la mano—. Usted es Relstoch Sussepin, ¿verdad?
—Eh… Sí —dijo él, obviamente sorprendido.
Seguía sosteniendo la mano de ella entre sus dedos. Apenas se dio cuenta de lo que estaba haciendo, su nerviosismo e incomodidad parecieron hacerse todavía más intensos y se apresuró a soltarla.
—Diziet Sma.
La mujer inclinó la cabeza unos centímetros en un gesto muy lento y medido dejando que su cabellera oscilara hasta rozar sus hombros sin apartar la mirada de él ni un instante.
—Sí, claro… Ya lo sé. Eh… Encantado de conocerla.
—Me alegro —replicó ella asintiendo con la cabeza—. Lo mismo digo. He oído algunas de sus obras.
—Oh. —Las palabras de la mujer le produjeron un placer tan exagerado que sus rasgos adquirieron una expresión casi infantil y sus manos se unieron en una palmada, un gesto maquinal del que no pareció darse cuenta—. Oh. Eso es muy…
—No he dicho que me gustaran —añadió ella.
La sonrisa había quedado confinada a una de las comisuras de sus labios.
—Ah.
El hombre puso cara de abatimiento.
«Qué increíblemente cruel puedo llegar a ser algunas veces…», pensó la mujer.
—Pero la verdad es que me gustan, y mucho —dijo.
Su expresión se alteró de repente y comunicó una mezcla de jovialidad y arrepentimiento, como si le estuviera revelando un secreto que sólo ellos dos eran dignos de conocer.
El hombre dejó escapar una carcajada y la mujer sintió que la tensión que se había adueñado de sus músculos empezaba a relajarse. Todo saldría bien.
—Me he preguntado por qué me había invitado —confesó él. Los ojos hundidos en las cuencas brillaban un poco más que hacía unos momentos—. Todas las personas a las que he visto en la fiesta parecen tan… —se encogió de hombros como si le costara encontrar la palabra adecuada—, tan importantes. Es por eso que…
Movió la mano en un gesto más bien vago que parecía señalar el arbusto que había estado inspeccionando cuando le sorprendió.
—Entonces, ¿no cree que los compositores puedan ser considerados personas importantes? —preguntó ella en un tono de suave reprimenda.
—Bueno…, comparados con todos esos políticos, almirantes y hombres de negocios…, quiero decir que medido en términos de poder… Y ni tan siquiera soy demasiado conocido. Si hubiera invitado a Khu, a Savntreig o a…
—Oh, sí —dijo ella—. No cabe duda de que ellos han sabido orquestar admirablemente sus carreras.
El hombre guardó silencio durante unos momentos, acabó soltando una risita ahogada y miró hacia abajo. Tenía los cabellos muy finos y la luz del mástil situado sobre sus cabezas hacía que pareciesen brillar. La mujer pensó que quizá fuese mejor hablar del encargo ahora en vez de guardar el tema para su próxima entrevista, momento en el que se arreglaría para rebajar los números —aunque por el momento fueran números bastante lejanos— a una cifra un poco más acorde con una relación de amistad…, o quizá incluso para una cita privada que tendría lugar aún más tarde, cuando estuviese totalmente segura de que había logrado cautivarle.
¿Cuánto tiempo debía perder? El hombre era justamente tal y como ella deseaba que fuese, pero una amistad cargada de emociones y matices haría que el desenlace resultara mucho más significativo. Ese largo y exquisito intercambio de confidencias que se irían haciendo más y más íntimas, la lenta acumulación de experiencias compartidas, la espiral de esa lánguida danza de seducción, el ir y venir repetido una y otra vez donde cada paso les acercaría un poquito más a la meta hasta que toda esa maravillosa falta de prisas quedara sublimada en el calor del desquite y la satisfacción finales… Sí, resultaría mucho más satisfactorio de esa manera.
—Me halaga, Sma —dijo él mirándola a los ojos.
La mujer le devolvió la mirada alzando un poco el mentón. Era agudamente consciente de todos los matices y señales que componían el delicado tapiz de su lenguaje corporal. La expresión que había en su rostro ya no le parecía tan infantil. Sus ojos le recordaron la piedra de su brazalete. Sintió que la cabeza le daba vueltas, y tuvo que tragar aire.
—Ejem…
La mujer se quedó totalmente inmóvil.
El carraspeo había venido de atrás, a un lado de ella. Vio como la mirada de Sussepin se nublaba y cambiaba de dirección.
Sma mantuvo el rostro impasible mientras giraba sobre sí misma y clavaba los ojos en el armazón gris blanquecino de la unidad con tanta fijeza como si quisiera llenarla de agujeros.
—¿Qué ocurre? —preguntó en un tono de voz que habría sido capaz de arañar el acero.
La unidad tenía el tamaño de una maletita, y su forma era bastante parecida a la de ese objeto. Flotó lentamente hacia su rostro y la mujer la siguió con la mirada.
—Hay problemas, encanto —dijo la unidad.
La unidad se desvió a un lado mientras se inclinaba unos centímetros con respecto al suelo. El ángulo de su estructura hizo que la mujer tuviera la impresión de estar contemplando la negrura de tinta del cielo que se extendía al otro lado de los paneles que formaban la semiesfera cristalina.
Sma clavó la mirada en el suelo de ladrillos del parque y frunció los labios permitiéndose un meneo de cabeza tan leve que resultó casi imperceptible.
—Señor Sussepin… —Sonrió y extendió las manos hacia él—. Esto me resulta terriblemente molesto, pero… ¿tendría la bondad de…?
—Naturalmente.
El hombre ya se había puesto en movimiento y pasó rápidamente junto a ella asintiendo con la cabeza.
—Quizá podamos hablar después —dijo ella.
El hombre volvió la cabeza sin dejar de caminar hacia la salida del parque.
—Sí, yo… Le aseguro que me encantaría… Si…
Pareció perder la inspiración y volvió a asentir nerviosamente con la cabeza. Apretó el paso, llegó a las puertas que había al otro extremo del parque y salió por ellas sin mirar hacia atrás.
Sma se volvió en redondo hacia la unidad, la cual estaba zumbando inocentemente. La máquina había enterrado la parte superior de su estructura en una flor de colores bastante chillones y parecía absorta en su contemplación, pero acabó dándose cuenta de que estaba siendo observada y se apartó de los pétalos. Sma separó las piernas y apoyó un puño en una cadera.
—Así que encanto, ¿eh? —exclamó.
El campo de auras que envolvía a la unidad emitió un parpadeo que se desvaneció casi enseguida. La mezcla de perplejidad gris acero y contrición púrpura no resultó nada convincente.
—No lo entiendo, Sma… Se me escapó. Fue un mero desliz verbal, nada más.
Sma golpeó una rama muerta con la punta del pie y clavó los ojos en la unidad.
—¿Y bien? —preguntó.
—No va a gustarte —dijo la unidad en voz baja.
Retrocedió cosa de medio metro y su campo se oscureció para expresar toda la magnitud de la pena que sentía.
Sma vaciló. Apartó la mirada durante unos momentos, dejó que se le encorvaran los hombros y acabó tomando asiento sobre una raíz que asomaba del suelo. La tela del traje se arrugó alrededor de su cuerpo.
—Se trata de algo que guarda relación con Zakalwe, ¿verdad?
Los campos de la unidad se convirtieron en un arco iris. La reacción de sorpresa fue tan rápida que Sma tuvo la impresión de que quizá fuese sincera.
—Galaxias y nebulosas —dijo—. ¿Cómo…?
Sma movió una mano igual que si la pregunta fuese un insecto molesto al que quisiera alejar.
—No lo sé. El tono de tu voz, la consabida intuición humana… Ya iba siendo hora, ¿no? La vida empezaba a resultar demasiado agradable. —Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la rugosa corteza del tronco—. Adelante.
La unidad Skaffen-Amtiskaw descendió hasta quedar a la altura del hombro de la mujer y se acercó un poco más a ella. Sma abrió los ojos y la contempló.
—Volvemos a necesitarle —dijo.
—Ya me lo imaginaba.
Sma suspiró y apartó a un insecto que acababa de posarse sobre su hombro.
—Bueno, el caso es que… Sí, me temo que es la única solución. Tiene que ser él.
—Ya, pero… ¿he de ser yo?
—Es…, es el consenso de opinión general al que se ha llegado después de muchas discusiones.
—Magnífico —dijo Sma con voz apesadumbrada.
—¿Quieres oír el resto?
—¿Mejora?
—No, la verdad es que no.
—Diablos… —Sma se golpeó el regazo con las manos y las deslizó lentamente arriba y abajo alisando la tela del traje—. Supongo que será mejor que me entere de todo ahora.
—Tendrías que salir mañana.
—Oh… ¡Venga, unidad! —Sma ocultó el rostro entre las manos. Cuando alzó la cabeza vio que Skaffen-Amtiskaw había empezado a juguetear con una ramita—. Estás bromeando.
—Me temo que no.
—¿A qué viene todo esto? —Sma alzó una mano y señaló hacia las puertas que daban a la sala de turbinas—. ¿Qué pasará con la conferencia de paz? ¿Qué vamos a hacer con esa turba de ojos porcinos y manos acostumbradas a recibir sobornos? ¿Queréis echar por la borda el trabajo de tres años? Y ¿que ocurrirá con todo el jodido planeta que…?
—La conferencia seguirá adelante.
—Oh, claro. ¿Y ese «papel básico» que se suponía iba a desempeñar en ella?
—Ah —dijo la unidad mientras colocaba la ramita delante de la banda sensorial que había en la parte delantera de su estructura—, respecto a eso… Bueno…
—Oh, no.
—Oye, ya sé que no te hace ninguna gracia.
—No, unidad, no se trata de eso.
Sma se puso en pie y fue hacia la pared de cristal para contemplar la noche que se extendía al otro lado.
—Dizita… —dijo la unidad yendo hacia ella.
—No me hagas la rosca.
—Sma… No es real. Es un sustituto, ¿comprendes? Electrónico, mecánico, químico, electroquímico… Es una máquina controlada por una Mente. No está viva. No es un clon o…
—Sé muy bien lo que es, unidad —dijo ella colocando las manos a su espalda.
La unidad se acercó un poco más y proyectó un campo sobre sus hombros. Sma sintió el suave apretón, se apartó lo suficiente para liberarse de él y miró hacia abajo.
—Necesitamos tu permiso, Diziet.
—Sí… También lo sé.
Alzó los ojos buscando las estrellas doblemente ocultas por las nubes y las luces del parque.
—Si lo deseas puedes quedarte aquí, naturalmente. —La voz de la unidad estaba impregnada de remordimientos y parecía haber enronquecido un poco—. La conferencia de paz es importante, desde luego. Necesita…, necesita alguien que resuelva los pequeños problemas que irán surgiendo a medida que siga adelante, de eso no cabe duda alguna.
—Y ¿cuál es ese asunto tan condenadamente crucial que debo ir corriendo a resolver?
—¿Te acuerdas de Voerenhutz?
—Me acuerdo de Voerenhutz —respondió Sma con voz átona.
—Bueno, la paz ha durado cuarenta años pero no va a durar mucho tiempo más. Zakalwe trabajó con un hombre llamado…
—¿Maitchigh?
Sma frunció el ceño y volvió la cabeza unos cuantos centímetros hacia la unidad.
—Beychae. Su nombre es Tsoldrin Beychae, y se convirtió en presidente del grupo de sistemas después de nuestra intervención. Consiguió mantener en pie la estructura política mientras ocupó el poder, pero ya hace ocho años que abandonó el cargo para dedicarse al estudio y la contemplación…, mucho antes de lo que habría debido hacerlo, si quieres que te dé mi opinión al respecto. —La unidad emitió una especie de suspiro—. Las cosas han ido empeorando poco a poco desde ese momento. Beychae vive en un planeta cuyos líderes son sutilmente hostiles a las fuerzas que él y Zakalwe representaban y a las que prestamos nuestro apoyo, y están empezando a asumir un papel de primera fila en la disgregación del grupo. Ya han estallado varios conflictos a pequeña escala y se están incubando muchos más. La guerra a gran escala que involucrará a todo el grupo de sistemas es inminente.
—¿Y Zakalwe?
—Bueno…, básicamente se trata de una situación que requiere una intervención desde fuera. Zakalwe tendría que desplazarse al planeta para convencer a Beychae de que sigue siendo necesario, y suponiendo que no lo consiga debería persuadirle para que emita un comunicado en el que exprese su preocupación por la situación actual. Pero eso quizá requiera una cierta presión física, y lo que complica todavía más las cosas es que Beychae puede resultar muy difícil de convencer.
Sma pensó en lo que acababa de decirle sin apartar los ojos de la noche.
—Y ¿no podemos emplear ninguno de los trucos habituales?
—Los dos se conocen demasiado bien el uno al otro, y el único que tiene alguna posibilidad de convencerle es el auténtico Zakalwe…, y lo mismo ocurre con Tsoldrin Beychae y la maquinaria política del grupo de sistemas. La cantidad de recuerdos involucrados es excesivamente grande.
—Sí —dijo Sma en voz baja—. Hay demasiados recuerdos… —Se pasó la mano por los hombros desnudos como si tuviera frío—. Bueno, ¿y el armamento pesado?
—Hemos empezado a reunir una flota categoría nebulosa. El núcleo está formado por un Vehículo de Sistemas Limitado y tres Unidades Generales de Contacto estacionadas alrededor del sistema, con unas ochenta UGC esparcidas en un radio de un mes. Durante el año próximo tendría que haber unos cuatro o cinco VGS situados a una distancia de entre dos y tres meses…, pero queremos reservarlos como último recurso si todo lo demás fracasa.
—Las cifras de megamuerte nunca tienen muy buen aspecto y resultan algo engañosas, ¿verdad?
Sma usó un tono de voz bastante áspero.
—Si prefieres expresarlo de esa forma… —replicó Skaffen Amtiskaw.
—Oh, maldita sea —dijo Sma en voz baja, y cerró los ojos—. Bien… ¿A qué distancia se encuentra Voerenhutz? Se me ha olvidado.
—Sólo está a cuarenta días de distancia, pero antes tendríamos que recoger a Zakalwe, así que digamos…, unos noventa días para todo el viaje.
Sma se volvió hacia la unidad.
—Y ¿quién se encargará de controlar al sustituto si he de ir en la nave?
Alzó los ojos hacia el cielo.
—La Sólo era una prueba se quedará aquí ocurra lo que ocurra —replicó la unidad—. Han puesto a tu disposición al Xenófobo, un piquete ultrarrápido. Puede despegar mañana, un poco después del mediodía o incluso más temprano…, como desees.
Sma permaneció inmóvil durante unos momentos con los pies juntos y los brazos cruzados. Tenía los labios fruncidos y el rostro bastante tenso. Skaffen-Amtiskaw aprovechó esa pausa para dedicarse a la introspección, y acabó llegando a la conclusión de que la compadecía.
La mujer siguió inmóvil y en silencio durante unos segundos más, se levantó con un movimiento muy brusco y fue hacia las puertas que daban a la sala de turbinas. Sus talones repiqueteaban sobre el sendero de ladrillos.
La unidad fue detrás de ella a toda velocidad y se colocó junto a su hombro.
—Lo que desearía es que tuvieras un poco más de sentido de la oportunidad —dijo.
—Lo siento. ¿He interrumpido algo importante?
—Oh, no, nada de eso… Oye, ¿qué diablos es ese «piquete ultrarrápido» del que me has hablado antes?
—Es el nuevo nombre adjudicado a las antiguas Unidades de Ofensiva Rápida (Desmilitarizadas) —dijo la unidad.
Sma se volvió hacia ella. La unidad osciló en el aire, el equivalente a su encogimiento de hombros.
—Se supone que suena mejor.
—Y se llama nada menos que Xenófobo… Bueno, bueno. ¿Cuándo podemos recoger al sustituto?
—Al mediodía de mañana. ¿Tendrás tiempo suficiente para transmitir los…?
—Mañana por la mañana —dijo Sma.
La unidad se colocó delante de ella y abrió las puertas extendiendo un campo de su aura. Sma cruzó el umbral y subió los escalones que daban acceso a la sala de turbinas moviéndose tan deprisa que la falda de su traje se arremolinó alrededor de su cuerpo. Los hralzs doblaron la esquina a toda velocidad y se apelotonaron junto a ella chillando y dando saltos. Sma se detuvo y permitió que los animales le olisquearan el traje e intentaran lamerle las manos.
—No —dijo volviéndose hacia la unidad—. He cambiado de parecer. Lo haremos esta noche. Me libraré de esa multitud lo más pronto posible. Voy a hablar con el Embajador Onitnert. Busca a Maikril y dile que Chuzlei debe reunirse con el ministro en el bar de la turbina uno dentro de diez minutos. Transmite mis disculpas a los enviados de Tiempos del Sistema, haz que los lleven a la ciudad y regálale una botella de Flor Nocturna a cada uno. Cancela la cita con el fotógrafo, proporciónale una cámara fija y deja que tome… sesenta y cuatro fotos, e insiste en que necesita autorización completa para cada una. Quiero que alguien se encargue de buscar a Relstoch Sussepin y le diga que tiene una cita conmigo en mi apartamento dentro de dos horas. Oh, y…
Sma se quedó callada y se inclinó para tomar en sus manos el morro ahusado de uno de los gimoteantes hralzs que la rodeaban.
—Ya lo sé, Elegante, ya lo sé… —dijo mientras el animal se quejaba y le lamía la cara. Su vientre estaba mucho más abultado que el de los otros animales—. Quería estar aquí para ver nacer a tus bebés, pero me temo que no podrá ser… —Suspiró, rodeó al hralz con sus brazos y le alzó la cabeza con una mano—. ¿Qué me aconsejas, Elegante? Podría hacerte dormir hasta mi regreso y ni tan siquiera te enterarías de lo ocurrido, pero supongo que entonces tus amiguitos te echarían mucho de menos.
—Duérmeles a todos —sugirió la unidad.
Sma meneó la cabeza.
—Cuidad de ella hasta que regrese —dijo mirando a los otros hralzs—. ¿De acuerdo?
Depositó un beso en el hocico del animal y se incorporó. Elegante estornudó.
—Dos cosas más, unidad —dijo Sma abriéndose paso por entre el nervioso grupo de animales.
—¿De qué se trata?
—La primera es… No vuelvas a llamarme «Encanto», ¿de acuerdo?
—De acuerdo. ¿Cuál es la otra?
Dejaron atrás la masa reluciente de la turbina número seis, un monstruo que llevaba muchos años guardando silencio, y Sma se quedó inmóvil un momento observando a la multitud de invitados que tenía delante. Tragó una honda bocanada de aire e irguió los hombros. Dio un paso hacia el tumulto de la fiesta y sus labios empezaron a curvarse en una sonrisa casi automática.
—No quiero que el sustituto se acueste con nadie —dijo en voz baja mirando a la unidad.
—De acuerdo —replicó la unidad mientras iban hacia los invitados—. Después de todo… Bueno, en cierto sentido es tu cuerpo, así que me parece una petición muy razonable.
—Ahí es donde te equivocas, unidad —dijo Sma haciéndole una seña con la cabeza a un camarero que se apresuró a ir hacia ellos ofreciéndoles su bandeja llena de copas—. No es mi cuerpo, ¿entiendes?
Los vehículos aéreos de superficie flotaban alrededor de la antigua central de energía o se alejaban de ella. La gente importante ya se había marchado. Aún quedaban unos cuantos invitados, pero no la necesitaban. Estaba cansada, y ordenó a sus glándulas que produjeran un poco de «En forma» para animarse.
Salió al balcón sur de los apartamentos creados mediante la reconversión del antiguo bloque de oficinas de la central y contempló el valle y la hilera de luces que recorría toda la extensión del Camino del Río. Un vehículo aéreo pasó silbando sobre su cabeza, ascendió y acabó desapareciendo tras la línea curva en que terminaba la vieja presa. Sma lo fue siguiendo con la mirada hasta que se esfumó, se volvió hacia las puertas del apartamento, se quitó la chaquetilla y se la puso encima del hombro.
La música sonaba en algún lugar de la suntuosa suite que había debajo del jardín situado en el tejado, pero le dio la espalda y fue hacia el estudio. Skaffen-Amtiskaw la estaba esperando.
El sondeo necesario para obtener los datos que permitirían funcionar al sustituto sólo requirió un par de minutos. Sma salió de él con la mezcla de aturdimiento y desorientación habitual, pero se le pasó bastante deprisa. Se quitó los zapatos y fue por los pasillos sumidos en la penumbra dirigiéndose hacia el lugar del que procedía la música.
Relstoch Sussepin se levantó del sillón que había estado ocupando sin soltar la copa de Flor Nocturna que sostenía en una mano. El licor brillaba con un suave resplandor ambarino. Sma se quedó inmóvil en el umbral.
—Gracias por haberme esperado —dijo mientras dejaba caer la chaquetilla sobre un diván.
—Oh, no hace falta que me lo agradezcas. —Se llevó la copa de líquido ambarino a los labios, pareció cambiar de opinión y acabó acunándola con las dos manos sin haber tomado ni un sorbo—. ¿Qué…? Ah… ¿Había algo en particular que…?
Los labios de Sma se curvaron en una sonrisa levemente melancólica y apoyó las dos manos sobre los brazos del enorme sillón giratorio que tenía delante. Inclinó la cabeza y clavó la mirada en el cojín de cuero.
—Puede que me esté haciendo ilusiones —dijo—. Pero no tengo ganas de andarme con rodeos, así que… —Alzó los ojos hacia él—. ¿Quieres joder conmigo?
Relstoch Sussepin permaneció completamente inmóvil durante unos momentos. Después se llevó la copa a los labios, bebió lentamente una buena cantidad de licor y bajó la copa con mucha lentitud.
—Sí —dijo—. Sí. Lo deseé apenas…, apenas te vi.
—Sólo podremos estar juntos esta noche —dijo ella alzando una mano—. Sólo será esta noche, porque… Es difícil de explicar, pero a partir de mañana y durante medio año o puede que más tiempo…, me temo que estaré increíblemente ocupada. Será el tipo de ajetreo que… Bueno, será como si estuviese en dos lugares a la vez, ¿comprendes?
Relstoch se encogió de hombros.
—Claro. Lo que tú digas.
Sma se relajó y la sonrisa fue iluminando lentamente todo su rostro. Apartó el sillón giratorio, se quitó el brazalete que llevaba en la muñeca y lo dejó caer sobre el cojín de cuero. Después se desabrochó los botones del traje y se quedó inmóvil.
Relstoch Sussepin apuró su copa, la puso sobre un estante y fue hacia ella.
—Luces —murmuró Sma.
La intensidad de las luces empezó a disminuir apenas hubo pronunciado esa palabra, y un rato después el resplandor ambarino de las gotitas de líquido que habían quedado en el fondo de la copa era la única fuente de luz existente en toda la habitación.
—Despierta.
Despertó.
Estaba oscuro. Se estiró debajo de las mantas preguntándose quién le había ordenado que despertara. Nadie le hablaba en ese tono de voz…, ya no. Seguía estando medio dormido y la voz le había despertado cuando aún debía de faltar bastante para que amaneciera, pero eso no le había impedido darse cuenta de que su tono estaba impregnado de matices que llevaba veinte o quizá incluso treinta años sin oír. Impertinencia. Falta de respeto.
Apartó las sábanas que le cubrían la cabeza, sintió la cálida caricia del aire de la habitación y miró a su alrededor para averiguar quién había osado dirigirse a él de esa forma. Sólo había una luz encendida y la habitación se hallaba sumida en la penumbra. El miedo que se apoderó de él durante un instante —¿sería posible que alguien hubiera conseguido esquivar a los guardias y atravesar la pantalla de seguridad?— no tardó en ser sustituido por un furioso anhelo de averiguar quién había tenido la desfachatez de hablarle así.
El intruso estaba sentado en el sillón que había a los pies de la cama. Tenía un aspecto extraño, y su extrañeza resultaba… ¿Extraña? No se le ocurrió otra palabra mejor para definirla. Estaba envuelto en un aura indefinible y tan difícil de aprehender que apenas si parecía humano, y pensó que le recordaba a una proyección holográfica ligeramente desenfocada. Las ropas también resultaban bastante extrañas. Vestía un traje que le quedaba muy holgado y el colorido de la tela era tan chillón que resultaba visible incluso en la penumbra de la habitación. Iba vestido como un bufón o un payaso, pero su rostro de rasgos excesivamente simétricos estaba… ¿Ceñudo? ¿Serio? ¿O se trataba de una mueca despectiva? El aura que le envolvía hacía imposible identificar la emoción.
Alargó la mano para buscar sus gafas, pero lo que nublaba sus ojos era meramente el sueño. Los cirujanos le habían injertado un par de ojos nuevos hacía ya casi un lustro, pero sesenta años de miopía habían servido para grabar en lo más profundo de su ser la reacción maquinal de buscar unas gafas que habían dejado de estar allí cada vez que despertaba. Siempre había pensado que esa costumbre absurda era un precio muy pequeño a cambio del poder ver bien y ahora, con el nuevo tratamiento antivejez… Los últimos restos del sueño se fueron desvaneciendo. Se irguió en la cama, clavó la mirada en el desconocido y empezó a pensar que estaba soñando o que se enfrentaba a un fantasma.
El hombre parecía bastante joven. Tenía el rostro muy bronceado y su negra cabellera estaba recogida en una coleta, pero no era eso lo que le había hecho pensar en los muertos y los fantasmas. No, lo que había traído aquellos pensamientos era algo que acechaba en esos ojos oscuros hundidos en las cuencas y en la impresión de extrañeza indefinible que producía su rostro.
—Buenas noches, Etnarca.
El joven tenía una voz suave y mesurada, y hablaba muy despacio. Apenas la oyó pensó que parecía la voz de alguien mucho mayor, alguien lo bastante viejo para hacer que el Etnarca se sintiera repentinamente joven en comparación. Era una voz que daba escalofríos. Sus ojos recorrieron la habitación. ¿Quién era aquel hombre? ¿Cómo había entrado allí? Había guardias por todas partes, y se suponía que nadie podía entrar en el palacio sin su permiso. ¿Qué estaba ocurriendo? El miedo volvió a adueñarse de él.
La chica a la que había conocido la tarde anterior dormía en el otro extremo de la gran cama. Su cuerpo era un bulto informe tapado por las sábanas. La pared que había a la izquierda del Etnarca estaba ocupada por dos pantallas desactivadas que reflejaban la débil claridad de la lamparilla.
Estaba asustado, pero ya había logrado despabilarse y su mente había empezado a funcionar con la rapidez habitual. Había una pistola oculta en la cabecera de la cama. El hombre sentado a los pies de la cama no parecía estar armado (pero si no estaba armado… ¿qué hacía en su habitación?) y, de todas formas, el arma era un último recurso a utilizar sólo en caso de que se enfrentase a una situación realmente desesperada. Antes siempre estaba el código de voz. Los circuitos automáticos de los micrófonos y cámaras ocultos en la habitación sólo esperaban una frase prefijada para activarse. A veces deseaba intimidad, pero había momentos en los que quería disponer de una grabación a la que sólo él tendría acceso y, aparte de eso, el Etnarca siempre había sido consciente de que ni el mejor servicio de vigilancia del mundo podía eliminar del todo la posibilidad de que una persona no autorizada lograse entrar en su habitación.
Carraspeó para aclararse la garganta.
—Bien, bien… Qué sorpresa.
Su voz sonó tan tranquila y firme como de costumbre.
Se sintió tan complacido de sí mismo que no pudo evitar una leve sonrisa. Su corazón —el corazón que once años antes había pertenecido a una joven anarquista de constitución tan sana como atlética— latía un poco más deprisa de lo habitual, pero no lo bastante como para que debiera preocuparse.
—No cabe duda de que es toda una sorpresa —dijo mientras asentía con la cabeza.
Ya estaba. La alarma habría empezado a sonar en la sala de control del sótano y los guardias entrarían corriendo dentro de pocos segundos, aunque quizá prefirieran no correr riesgos y decidieran activar los cilindros de gas ocultos en el techo. La neblina que saldría de ellos haría que tanto el Etnarca como su visitante perdieran el conocimiento en una fracción de segundo. Tragó saliva y recordó que le habían advertido de que uno de los posibles efectos secundarios del gas era el peligro de que provocara una perforación de tímpanos, pero siempre podía conseguir un par nuevo de algún disidente joven y sano. Quizá ni tan siquiera fuese necesario recurrir a la cirugía. Se rumoreaba que el tratamiento antivejez había conseguido tales avances que podía acabar permitiendo la regeneración de órganos y miembros. Aun así, tener bien cubiertas las espaldas nunca estaba de más. La sensación de seguridad que le proporcionaban todas esas precauciones siempre le había resultado muy agradable.
—Bien, bien —se oyó decir, sólo por si los circuitos no habían captado bien el código—, no cabe duda de que es toda una sorpresa…
Los guardias llegarían en cualquier momento.
El joven vestido con aquellas ropas tan chillonas sonrió. Su espalda se movió en una ondulación bastante extraña y su cuerpo se inclinó hacia adelante hasta que los codos quedaron apoyados sobre las tallas que adornaban el pie de la cama. Sus labios se movieron para producir lo que quizá fuese una sonrisa. Metió la mano en un bolsillo de sus holgados pantalones negros y sacó de él una pistolita negra. Alzó el arma y apuntó con ella al Etnarca.
—Tu código no va a servirte de nada, Etnarca Kerian —dijo—. No habrá ninguna sorpresa que tú esperes y yo no. El centro de seguridad del sótano se encuentra tan muerto como todo lo demás.
El Etnarca Kerian clavó la mirada en aquella arma diminuta. Había visto pistolas de agua que tenían una apariencia más impresionante. «¿Qué está ocurriendo? ¿Ha venido a matarme?» El atuendo de aquel hombre no se parecía en nada al que cabía esperar de un asesino, y el Etnarca estaba seguro de que cualquier asesino mínimamente profesional se habría limitado a matarle mientras dormía. Cuanto más tiempo siguiera sentado en el sillón hablando más peligro corría, tanto si había cortado las conexiones con el centro de seguridad como si no lo había hecho. Quizá estuviera loco, pero lo más probable era que no fuese un asesino. Que un auténtico asesino profesional se comportara de esa forma era sencillamente ridículo, y sólo un asesino profesional extremadamente hábil y competente habría podido burlar el sistema de seguridad del palacio. Su corazón había empezado a latir mucho más deprisa, y el Etnarca Kerian intentó calmar la inesperada rebelión del órgano con aquellos razonamientos. ¿Dónde estaban los malditos guardias? Volvió a pensar en el arma oculta dentro de la cabecera que tenía a la espalda.
El joven cruzó los brazos delante del cuerpo y el cañón del arma dejó de apuntar al Etnarca.
—¿Te importa que te cuente una historia?
«Debe de estar loco…»
—No, no… ¿Por qué no me cuentas una historia? —replicó el Etnarca usando su tono más convincente de abuelo afable y jovial—. Por cierto… ¿cómo te llamas? Parece que me llevas ventaja en ese aspecto, ¿no crees?
—Sí, te llevo ventaja…, ¿verdad? —dijo la voz de anciano que brotaba de aquellos labios juveniles—. Bueno, en realidad se trata de dos historias, pero una de ellas ya la conoces. Las contaré al mismo tiempo, y espero que seas capaz de distinguir la una de la otra.
—Yo…
—Ssh —dijo el hombre, y se llevó la pistolita a los labios.
El Etnarca volvió la cabeza hacia la chica que dormía a su lado y se dio cuenta de que tanto él como el intruso habían estado hablando en voz muy baja. Si conseguía despertarla… Siempre había la posibilidad de que el intruso disparara primero contra ella, o quizá le distrajera lo suficiente para permitirle coger el arma guardada en el panel de la cabecera del lecho. El nuevo tratamiento le permitía moverse con una rapidez de la que había sido incapaz durante los últimos veinte años, pero aun así… Y ¿dónde se habían metido aquellos malditos guardias?
—¡Ya es suficiente, jovencito! —rugió—. ¡Quiero saber qué estás haciendo aquí! ¿Y bien?
Su voz —una voz capaz de hacerse oír en grandes salones y plazas sin necesidad de ningún medio de amplificación— creó ecos que resonaron por todo el dormitorio. Maldición, los guardias del centro de seguridad del sótano tendrían que haber podido oírle sin necesidad de micrófonos… La chica que dormía al otro lado de la cama no movió ni un músculo.
El joven sonreía.
—Todos están dormidos, Etnarca. Sólo quedamos tú y yo. Y ahora, la historia…
—¿Qué…? —El Etnarca Kerian tragó saliva y sus piernas se movieron debajo de las sábanas—. ¿Qué has venido a hacer aquí?
El intruso pareció levemente sorprendido.
—Oh… He venido a borrarte del mapa, Etnarca. Vas a ser eliminado. Y ahora…
Dejó el arma sobre el reborde del pie de la cama. El Etnarca clavó los ojos en ella. Estaba demasiado lejos para que pudiera cogerla, pero…
—La historia… —dijo el intruso, y se reclinó en su asiento—. Érase una vez, fuera del pozo de gravedad y muy muy lejos de él, había un país encantado que no conocía los reyes, el dinero, la propiedad o las leyes, pero donde todo el mundo vivía como un príncipe, era muy bien educado y no carecía de nada. Y esas personas vivían en paz, pero se aburrían, porque cuando se lleva mucho tiempo viviendo en él hasta el paraíso puede acabar resultando aburrido, y pensaron que hacer buenas obras sería una forma excelente de entretenerse. Decidieron hacer… Bueno, podría decirse que decidieron hacer visitas de caridad a quienes no eran tan afortunados como ellos, y siempre intentaban llevar consigo lo que consideraban el don más preciado de todos, el conocimiento y la información, y decidieron difundir ese don de la forma más amplia posible porque esas personas eran muy extrañas, ¿sabes? Eran tan extrañas que no podían soportar las jerarquías, y odiaban a los reyes y a todas las cosas que pueden oler a jerarquía…, incluso a los Etnarcas.
Los labios del joven se curvaron en una sonrisa casi imperceptible. El Etnarca le imitó. Se pasó la mano por la frente y cambió de posición en la cama como si intentara ponerse un poco más cómodo. Su corazón seguía latiendo a toda velocidad.
—Bien, el caso es que durante un tiempo una fuerza terrible amenazó con echar por tierra todo su programa de buenas obras, pero las personas de las que estoy hablando plantaron cara a esa fuerza y acabaron derrotándola, y salieron del conflicto siendo mucho más fuertes que antes y si no les hubiera importado tan poco el poder supongo que todos les habrían tenido un miedo terrible, pero eran tan raros que sólo se les tenía un poquito de miedo. Dada la inmensa escala en que se medía su poder eso era algo lógico e inevitable, ¿no te parece? Y una de las formas de utilizar ese poder que más les divertía era el interferir en sociedades que creían podían salir beneficiadas de la experiencia, y una de las formas más eficientes de llevar a cabo esa interferencia en la mayoría de sociedades es manipular a las personas que ocupan los puestos de mando.
»Muchos de ellos se convirtieron en médicos de los grandes líderes, y utilizaron las medicinas y los tratamientos que podían parecer cosa de magia a las civilizaciones comparativamente primitivas con las que estaban tratando, para asegurarse de que un líder beneficioso para su sociedad tuviera más posibilidades de sobrevivir. Es su sistema de interferencia preferido, ¿comprendes? Prefieren ofrecer vida a repartir muerte. Supongo que se les podría considerar blandos porque no les gusta nada matar, y puede que hasta ellos mismos estuvieran de acuerdo con esa descripción, pero su blandura es la misma que la del océano y… Bueno, pregúntale a cualquier capitán de barco lo inofensivo que puede llegar a ser el océano.
—Sí, comprendo —dijo el Etnarca.
Retrocedió unos centímetros y colocó una almohada detrás de su espalda mientras comprobaba disimuladamente cuál era su posición actual en relación al trozo de cabecera en el que estaba disimulado el panel que ocultaba el arma. El corazón le palpitaba enloquecidamente dentro del pecho.
—Y hacen muchas cosas más aparte de eso. Otro de los sistemas que utilizan para regalar vida en vez de repartir muerte es muy sutil. Se ponen en contacto con los líderes de ciertas sociedades que se encuentran por debajo de cierto nivel tecnológico, y les ofrecen lo único que esos líderes no pueden conseguir pese a toda la riqueza y el poder que han ido acumulando en sus manos… ¿Qué les ofrecen, me preguntarás? Pues les ofrecen una cura para la muerte y la recuperación de la juventud que han perdido.
El Etnarca clavó los ojos en el joven. Estaba empezando a sentirse más intrigado que aterrorizado, y se preguntó si se referiría al tratamiento antivejez.
—Ah… Veo que las piezas del rompecabezas van encajando en su sitio, ¿verdad? —El joven sonrió—. Bien… Has acertado, Etnarca Kerian. Esa cura de la que te acabo de hablar no es otra que el tratamiento al que te has estado sometiendo y que has estado pagando el año pasado y lo que llevamos de éste. Quizá recuerdes que prometiste pagar con algo más que platino… Supongo que recuerdas tu promesa, ¿no?
—Yo… No e-estoy se-seguro —tartamudeó el Etnarca Kerian intentando ganar algo de tiempo.
Si miraba por el rabillo del ojo podía ver el panel detrás del que estaba oculta el arma.
—¿Acaso no recuerdas que prometiste poner fin a las matanzas del Youricam?
—Quizá dije que revisaría nuestra política de segregación y traslados en…
—No —le interrumpió el joven agitando una mano—. Estoy hablando de las matanzas, Etnarca. Los trenes de la muerte, ¿recuerdas? Esos trenes donde los gases y humos de los motores acaban saliendo del último vagón… —Los labios del joven se fruncieron en una mueca sardónica y meneó la cabeza—. ¿No he conseguido refrescarte la memoria? ¿Estás seguro?
—No tengo ni la más mínima idea de qué estás hablando —dijo el Etnarca.
Las palmas de sus manos habían quedado cubiertas por una capa de sudor frío y viscoso. El Etnarca las pasó sobre la colcha para limpiárselas. Si conseguía llegar hasta el arma y cogerla quería estar seguro de que el sudor no haría que la culata se le escurriera de entre los dedos. El arma del intruso seguía allí donde la había dejado.
—Oh, pues yo creo que sí la tienes… De hecho, estoy seguro de ello.
—Si algún miembro de las fuerzas de seguridad ha cometido excesos se llevará a cabo una investigación lo más concienzuda posible que…
—Vamos, Etnarca… Recuerda que esto no es una conferencia de prensa.
El joven volvió a reclinarse en el asiento y sus manos se alejaron unos cuantos centímetros más del arma. El Etnarca tensó los músculos y sintió los temblores que recorrieron su cuerpo.
—Hiciste un trato y no lo has cumplido, y he venido a poner en vigor la cláusula de penalización. Fuiste advertido, Etnarca. Lo que se da también puede ser arrebatado. —El intruso se reclinó un poquito más en el sillón, recorrió el dormitorio sumido en la penumbra con los ojos y acabó clavando la mirada en el Etnarca. Cruzó las manos detrás de la cabeza y asintió lentamente—. Despídete de todo esto, Etnarca Kerian. Vas a…
El Etnarca giró rápidamente sobre sí mismo, golpeó el panel con un codo y toda una parte de la cabecera se alzó revelando un hueco. Arrancó el arma de sus soportes, volvió a girar y apuntó al intruso con ella. Su dedo encontró el gatillo y tiró de él.
No ocurrió nada. El joven siguió observándole con las manos detrás de la cabeza, meciéndose lentamente hacia adelante y hacia atrás en el asiento.
El dedo del Etnarca tiró del gatillo unas cuantas veces más.
—Funciona mucho mejor cuando está cargada —dijo el joven.
Metió la mano en uno de los bolsillos de su camisa y arrojó una docena de balas sobre la cama junto a los pies del Etnarca.
Las balas rodaron sobre sí mismas con un tintineo metálico y acabaron quedando inmóviles en un pliegue de la colcha reflejando la débil luz de la lamparilla. El Etnarca Kerian las observó en silencio.
—Te daré lo que quieras —dijo con voz pastosa. Notó que sus esfínteres empezaban a relajarse y tensó desesperadamente los músculos que los controlaban. Era como si hubiera vuelto a la infancia, como si el tratamiento antivejez le hubiera hecho retroceder en el tiempo mucho más de lo previsto—. Cualquier cosa, lo que tú quieras. Puedo darte más de lo que nunca hayas soñado. Puedo…
—No me interesa —dijo el joven meneando la cabeza—. La historia aún no ha terminado. Verás, esas personas tan bondadosas y educadas de las que te he estado hablando, esas personas tan blandas que prefieren regalar vida a repartir muerte… Cuando alguien no cumple su parte del trato que ha hecho con ellas, cuando hace algo tan feo como seguir matando pese a haber prometido que dejaría de hacerlo, ellas… Bueno, la idea de pagar con la misma moneda sigue sin gustarles. Prefieren usar su magia y su preciosa compasión, y aplican el mejor remedio existente después de la muerte. Y la gente que no ha cumplido sus promesas desaparece.
El intruso volvió a inclinarse hacia adelante y apoyó las manos en la cama. El Etnarca le contempló sin decir nada. Todo su cuerpo temblaba.
—Esas personas tan maravillosas hacen desaparecer a la gente mala —dijo el joven—. Y utilizan a personas como yo para que se encarguen de llevarse a esa gente mala. Y esas personas que se encargan de llevarse a la gente mala…, bueno, les gusta asustar a quienes no han cumplido su palabra, y tienden a vestir… —movió la mano señalando su abigarrado atuendo— ropas bastante informales; y, naturalmente, jamás tienen el más mínimo problema para entrar en un palacio por muy bien guardado que esté. La magia les permite entrar donde les dé la gana, ¿comprendes?
El Etnarca tragó saliva y logró controlar los temblores de su mano lo suficiente para que dejara caer el arma inútil que seguía sosteniendo entre los dedos.
—Espera —dijo intentando que no se le quebrara la voz. El sudor que brotaba de su cuerpo estaba empezando a empapar las sábanas—. ¿Me estás diciendo que…?
—Ya casi hemos llegado al final de la historia —le interrumpió el joven—. Esas personas tan agradables a las que tú calificarías de blandas borran del mapa a la gente mala, ¿comprendes? Se la llevan muy lejos, a un sitio en el que ya no pueden hacer ningún daño. No es un paraíso, pero tampoco es una prisión. Y puede que esa gente mala tenga que escuchar de vez en cuando como las personas tan agradables de las que te estoy hablando les explican con todo detalle lo mal que se han portado y ya nunca vuelven a tener la posibilidad de alterar el curso de la historia, pero llevan una existencia sana y provista de todas las comodidades y mueren pacíficamente en su cama…, todo gracias a las personas bondadosas y agradables.
»Y aunque algunos quizá puedan opinar que esas personas bondadosas y agradables son demasiado blandas, ellas están convencidas de que los crímenes cometidos por la gente mala son tan horribles que no se conoce ninguna forma de hacer que la gente mala sufra ni tan siquiera una millonésima parte de la agonía y la desesperación que han infligido a otros, así que castigarla no serviría de nada. El castigo sólo sería otra obscenidad que coronaría la vida del tirano con su muerte. —El joven puso cara de preocupación y acabó encogiéndose de hombros—. En fin… Ya te he dicho que algunas personas considerarían que son demasiado blandas.
Cogió la pistolita negra y se la guardó en un bolsillo de los pantalones.
Después se puso en pie muy despacio. El corazón del Etnarca seguía latiendo muy deprisa, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
El joven se inclinó junto a la cama, cogió la ropa que había en el suelo y se la arrojó. El Etnarca la pilló al vuelo y la sostuvo delante de su pecho.
—La oferta que te hice antes sigue en pie —dijo el Etnarca Kerian—. Puedo darte…
—La satisfacción de un trabajo bien hecho. —El joven suspiró mientras se contemplaba atentamente las uñas de una mano—. Eso es lo único que puedes darme, Etnarca. No hay ninguna otra cosa que me interese. Vístete. Vas a hacer un viaje.
El Etnarca empezó a ponerse la camisa.
—¿Estás seguro? Creo que he inventado unos cuantos vicios nuevos que no eran conocidos ni tan siquiera en el viejo Imperio. Estaría dispuesto a compartirlos contigo si…
—No, gracias.
—¿Quiénes son esas personas de las que me has hablado? —El Etnarca se abrochó los botones de la camisa—. Y… ¿Puedo saber sus nombres?
—Limítate a vestirte.
—Bueno, sigo pensando que podríamos llegar a alguna clase de acuerdo. —El Etnarca se abrochó el cuello de la camisa—. Y la verdad es que todo esto resulta francamente ridículo, pero supongo que debería agradecerles el que no seas un asesino, ¿eh?
El joven sonrió, pareció quitarse algo de debajo de una uña y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. El Etnarca apartó las sábanas de una patada y cogió sus pantalones.
—Sí —dijo el joven—. Pensar que vas a morir dentro de unos segundos debe de ser una experiencia bastante horrible.
—Las hay mucho más agradables —dijo el Etnarca mientras empezaba a ponerse los pantalones.
—Pero supongo que cuando descubres que no vas a morir debes sentir un alivio inmenso, ¿no?
—Hmmm.
El Etnarca dejó escapar una risita ahogada.
—Debe de ser algo parecido a lo que se siente cuando te sacan de tu aldea y estás convencido de que te van a fusilar… —dijo el joven con voz pensativa mientras observaba al Etnarca desde los pies de la cama—, y luego te dicen que no te ocurrirá nada peor que el ser llevado a otro sitio.
Sonrió. El Etnarca se quedó inmóvil.
—Te explican que el desplazamiento se hará por tren —dijo el joven, y sacó la pistolita negra del bolsillo de sus pantalones—. Te cuentan que viajarás en un tren que contiene a toda tu familia; tu calle; tu aldea entera…
El joven hizo girar un dial casi invisible incrustado en la culata de la pistolita negra.
—Y al final del trayecto resulta que el tren sólo contiene los gases del motor y montones de cadáveres. —Volvió a sonreír—. ¿Qué opinas, Etnarca Kerian? ¿Es algo parecido a lo que se debe de sentir en ese caso?
El Etnarca seguía sin mover un músculo y sus ojos no se apartaban del arma.
—Esas personas tan agradables viven en una sociedad a la que llaman la Cultura —le explicó el joven—. Y, personalmente, siempre me ha parecído que eran demasiado blandas… —Extendió el brazo que sostenía el arma—. Ya hace algún tiempo que dejé de trabajar para ellas. Ahora trabajo por mi cuenta.
El Etnarca contempló el par de ojos oscuros y carentes de edad que le observaban sin parpadear unos centímetros por encima del cañón de la pistolita negra. Movió los labios, pero se había quedado sin voz.
—Yo me llamo Cheradenine Zakalwe —siguió diciendo el joven. Alzó el arma hasta que el cañón quedó a la altura de la nariz del Etnarca—. Y tú…, tú ya no necesitas ningún nombre.
Disparó.
El Etnarca había echado la cabeza hacia atrás y se disponía a gritar. El proyectil le atravesó el paladar y acabó explotando dentro de su cráneo.
El cerebro del Etnarca se esparció sobre las tallas que cubrían la cabecera de la cama. El cuerpo se desplomó sobre las sábanas suaves como la piel de un bebé y se convulsionó manchándolas de sangre. Después se quedó inmóvil.
Contempló los charcos de sangre que se iban haciendo más grandes a cada momento que pasaba. Parpadeó un par de veces.
Empezó a quitarse la ropa de colores chillones moviéndose sin ninguna prisa y la metió en una mochila negra. El traje de una sola pieza que llevaba debajo era tan oscuro que parecía negro.
Cogió la máscara de camuflaje que había dentro de la mochila y se la puso alrededor del cuello, aunque no se la ajustó a la cara. Fue hasta la cabecera de la cama, arrancó el diminuto parche transparente que había pegado en el cuello de la chica dormida y retrocedió hacia las oscuras profundidades del dormitorio colocándose la máscara sobre la cara mientras se movía.
Activó la visión nocturna de la máscara, abrió el panel que daba acceso a la unidad de control del sistema de seguridad y quitó varias cajitas adheridas a ella. Después fue hacia el cuadro de tema pornográfico que ocupaba toda la pared detrás de la que estaba oculta la entrada al pasadizo secreto para que el Etnarca pudiera huir en casos de emergencia, y que llevaba hasta las alcantarillas y el tejado del palacio. Sus movimientos seguían siendo tan lentos y despreocupados como antes, y no hacía ningún ruido.
Antes de cerrar la puerta giró sobré sí mismo y contempló la sangre esparcida sobre las tallas de la cabecera. La sonrisa débil y algo vacilante volvió a curvar sus labios.
Después se perdió en la negrura de los subterráneos de piedra del palacio, confundiéndose con las tinieblas y desvaneciéndose como si fuera un pedazo de noche que hubiese cobrado vida.
La presa estaba incrustada entre las colinas tachonadas de árboles como si fuera un fragmento de una copa gigantesca que se había hecho pedazos. El sol de la mañana iluminaba el valle y sus rayos caían sobre la concavidad grisácea de la presa produciendo un cegador reflejo blanco. Detrás de la presa se extendían las oscuras y frías aguas de un lago cuyo nivel había bajado bastante desde la época en que fue construida la presa. El agua sólo llegaba hasta un poco menos de la mitad del inmenso baluarte de cemento, y los bosques circundantes ya habían reclamado más de la mitad de las pendientes que quedaron ocultas por las aguas del embalse en tiempos lejanos. Las embarcaciones de vela amarradas a los muelles formaban una hilera de cuentas a un lado del lago, y las olitas se estrellaban contra el metal reluciente de sus cascos.
Los pájaros hendían el aire trazando círculos en el calor del sol que reinaba sobre la sombra de la presa. Uno de ellos se dejó caer en picado y planeó hacia la presa y la carretera desierta que se deslizaba a lo largo de su curvatura. El pájaro movió las alas cuando parecía que iba a estrellarse contra las barandillas blancas que flanqueaban la carretera; pasó velozmente por entre las compuertas cubiertas de rocío, ejecutó un medio rizo, desplegó las alas y se precipitó hacia la central energética abandonada que se había convertido en el considerablemente excéntrico —y, aparte de ello, deliberadamente simbólico— hogar de la mujer llamada Diziet Sma.
El pájaro siguió bajando a toda velocidad hasta colocarse al nivel del jardín que cubría el tejado, extendió las alas hasta el máximo de su longitud y las movió en un tembloroso batir que hizo presa en el aire y terminó dejándole inmóvil. Sus patas se posaron en un alféizar del último piso de lo que había sido el bloque de oficinas y administración de la presa.
El pájaro pegó las alas al cuerpo, inclinó su cabeza oscura como el hollín a un lado y avanzó dando saltitos hasta llegar a la ventana abierta en la que revoloteaban unas cortinas rojas movidas por la brisa. Un ojo parecido a una cuenta de vidrio reflejaba la luz que irradiaba del cemento. El pájaro metió la cabeza bajo los pliegues de la tela que no paraba de ondular, y contempló la habitación sumida en la penumbra que se extendía al otro lado de la ventana.
—Llegas tarde —murmuró Sma con voz despectiva.
La casualidad había querido que pasara junto a la ventana en ese mismo instante. Tomó un sorbo del vaso de agua que llevaba en la mano. Acababa de darse una ducha, y las gotitas parecían perlas esparcidas al azar sobre su cuerpo moreno.
La cabeza del pájaro se volvió lentamente para ir siguiendo sus movimientos. Sma fue hasta el armario y empezó a vestirse. El pájaro volvió la cabeza en sentido contrario al anterior y sus ojos acabaron posándose en el hombre que estaba suspendido a algo menos de un metro sobre la base cuadrada que contenía los sistemas de la cama. El pálido cuerpo de Relstoch Sussepin se removió entre la calina del campo antigravitatorio emitido por la cama y rodó lentamente sobre sí mismo hasta quedar de lado. Sus brazos empezaron a deslizarse hacia los lados, pero el campo equilibrador de su lado de la cama se activó, tiró de ellos y los fue impulsando suavemente hasta dejarlos nuevamente pegados al cuerpo. Sma hizo unas cuantas gárgaras y tragó un sorbo de agua.
Skaffen-Amtiskaw se encontraba a cincuenta metros de distancia en dirección este. La unidad estaba flotando sobre el suelo de la sala de turbinas inspeccionando el desorden dejado por la fiesta. La parte de su mente que controlaba al sensor guardián disfrazado de pájaro echó un último vistazo a la telaraña de arañazos que cubría las nalgas de Sussepin y a las ya casi invisibles marcas de mordiscos que había en los hombros de Sma (un segundo después los hombros quedaron cubiertos por una camisa de muselina) y liberó al sensor guardián de su control.
El pájaro lanzó un graznido, saltó hacia atrás apartándose de la cortina y cayó del alféizar estremeciéndose, pero no tardó en desplegar las alas y dejó atrás la reluciente superficie de la presa. Sus estridentes chillidos de alarma rebotaron en las laderas de cemento y crearon ecos que le pusieron aún más nervioso de lo que ya estaba. Sma oyó aquella distante conmoción de temor retroalimentado cuando estaba abotonándose el chaleco, y sonrió.
—¿Has dormido bien? —preguntó Skaffen-Amtiskaw cuando se encontró con ella en la entrada de lo que había sido el edificio administrativo.
—He pasado una noche soberbia y no he pegado ojo.
Sma bostezó, ahuyentó con un gesto de la mano a los gimoteantes hralzs y les hizo retroceder hacia el vestíbulo de mármol del edificio donde el mayordomo Maikril permanecía inmóvil, sosteniendo un montón de correas en una mano con cara de sentirse bastante a disgusto. Después salió a la luz del sol y se puso los guantes. La unidad le abrió la puerta del vehículo. Sma llenó sus pulmones con el fresco aire matinal y bajó corriendo los peldaños. Los tacones de sus botas repiquetearon sobre las losas de mármol. Subió de un salto al vehículo, torció el gesto mientras se instalaba en el asiento del conductor y accionó el interruptor que controlaba la capota. La unidad se encargó de colocar su equipaje dentro del maletero. Sma dio unos golpecitos sobre los indicadores de batería del salpicadero y tiró del acelerador para sentir el gruñido del motor luchando contra el freno. La unidad cerró el maletero y flotó hacia el asiento de atrás. Sma saludó con la mano a Maikril, pero el mayordomo estaba persiguiendo a un hralz que intentaba huir por el tramo de escalones que daba acceso a la sala de turbinas y no se enteró. Sma rió, dio gas y quitó el freno.
El vehículo salió disparado hacia adelante entre un surtidor de gravilla, se metió por el camino que se extendía debajo de los árboles esquivando un tronco por escasos centímetros, y cruzó a toda velocidad los pilares de granito que sostenían las puertas de la central con un último bandazo de su parte trasera. Sma aumentó la velocidad y el vehículo se alejó por Riverside Drive.
—Podríamos haber ido volando —observó la unidad intentando hacerse oír por encima del silbido del aire.
Miró a Sma y sospechó que no le estaba prestando ninguna atención.
Bajó la escalera de piedra que había junto al muro del castillo pensando que la semántica de las fortificaciones era claramente pancultural. Alzó los ojos hacia el baluarte en forma de tambor. La calina hacía temblar los distantes contornos de la masa de piedra erguida sobre la colina protegida por varios recintos de murallas más. Sma cruzó la extensión de hierba seguida de cerca por Skaffen-Amtiskaw y salió del baluarte por una poterna.
El paisaje que se extendía ante ella terminaba en el nuevo puerto y los estrechos, donde los barcos se deslizaban en silencio bajo los rayos de sol siguiendo rumbos que les llevarían al océano o al mar interior. Bastaba con ir al otro lado del complejo de fortificaciones para oír el gruñido lejano con el que la ciudad revelaba su presencia, y la suave brisa que soplaba de esa dirección traía consigo su olor. Sma había pasado tres años allí y para ella el laberinto de edificios y calles siempre sería la Ciudad, pero suponía que cada ciudad tenía su olor.
Diziet Sma tomó asiento sobre la hierba, alzó las rodillas hasta que entraron en contacto con su mentón y contempló los estrechos y los puentes colgantes de la orilla más lejana que permitían acceder al subcontinente.
—¿Alguna cosa más? —preguntó la unidad.
—Sí. Habla con el comité de la Academia y diles que no podré formar parte del jurado…, y envía una carta pidiendo disculpas y algo más de tiempo a Petrain. —Frunció el ceño y se puso una mano sobre los ojos para protegerlos de los rayos del sol—. Me parece que eso es todo.
La unidad se colocó delante de Sma, arrancó una florecita y empezó a juguetear con ella.
—El Xenófobo acaba de entrar en el sistema —dijo.
—Qué gran noticia —replicó Sma con voz malhumorada.
Se lamió la yema de un dedo y lo pasó por la puntera de una bota para quitarle una motita de polvo.
—Y ese joven con el que compartiste tu cama acaba de despertar y le está preguntando a Maikril dónde te has metido.
Sma no dijo nada, aunque sonrió y sus hombros se estremecieron de forma casi imperceptible. Se acostó sobre la hierba pasando un brazo detrás de la nuca.
El cielo era de un color azul aguamarina manchado por las pinceladas blancas de las nubes. Podía oler el perfume de la hierba y el aroma de las florecitas que había aplastado con los pies. Inclinó la cabeza hacia atrás, contempló la muralla negra y gris que se alzaba a su espalda y se preguntó si la dilatada existencia del castillo habría conocido un ataque llevado a cabo en un día tan hermoso como éste, y se distrajo pensando si el cielo parecería tan ilimitado y las aguas de los estrechos tan frescas y límpidas en una situación semejante. No estaba segura, pero tenía la impresión de que cuando los hombres luchaban unos con otros tambaleándose y gritando para acabar cayendo al suelo mientras veían como el rojo de su sangre manchaba la hierba, hasta las flores debían perder una parte de su colorido y su perfume.
La niebla y la oscuridad de la lluvia y las nubes pegadas al suelo parecían ser el mejor telón de fondo para una batalla. Sma pensó que eran el único ropaje capaz de ocultar el vergonzoso espectáculo de la guerra.
Se estiró sintiéndose repentina e inexplicablemente cansada, y el fugaz recuerdo de lo que había ocurrido anoche la hizo estremecer, y fue como si tuviera en su mano un tesoro precioso que se le escurría inexorablemente de entre los dedos pero que éstos lograban coger antes de que cayera al suelo gracias a un milagro de destreza y velocidad. Una parte de su ser logró volver a capturar aquel recuerdo evanescente que estaba a punto de perderse en el confuso tumulto de su cerebro. Ordenó a sus glándulas que produjeran un poco de «Recuerda» y lo atrapó, saboreándolo y volviendo a experimentarlo hasta que sintió que su cuerpo se estremecía bajo la luz del sol, y faltó poco para que se le escapara un gemido ahogado.
Permitió que el recuerdo se escurriera definitivamente entre los dedos de su mente, tosió y se incorporó lanzando una rápida mirada de soslayo a la unidad para averiguar si ésta se había dado cuenta de lo ocurrido.
Skaffen-Amtiskaw se encontraba muy cerca de ella, pero parecía absorto en la recolección de florecillas silvestres.
Un grupo de niños que supuso serían escolares apareció por el sendero que llevaba a la estación del metro parloteando y gritando mientras se dirigían hacia la poterna. La ruidosa columna iba precedida y seguida por adultos cuyos rostros mostraban esa peculiar mezcla de cautela, cansancio y calma típica de los maestros y las madres de familia numerosa. Cuando pasaron junto a la unidad algunos niños la señalaron con el dedo, se rieron e hicieron preguntas a los adultos, pero éstos se apresuraron a hacerles cruzar el angosto umbral y las vocecitas chillonas no tardaron en esfumarse.
Sma se había dado cuenta de que sólo los niños reaccionaban de esa forma. Los adultos se limitaban a suponer que esa máquina aparentemente capaz de flotar en el vacío era un truco que no merecía su atención, pero los niños querían averiguar cuál era la naturaleza exacta del truco. Algunos científicos e ingenieros también se habían sorprendido mucho al verla, pero Sma suponía que uno de los lugares comunes adheridos a esas profesiones tan poco prácticas era el que nadie les creyera cuando insinuaban que allí ocurría algo raro. La unidad flotaba en el aire porque era capaz de generar un campo antigravitatorio, y su presencia en esta sociedad era tan inexplicable y chocante como la de una linterna en la Edad de Piedra, pero Sma se había sorprendido al descubrir lo decepcionantemente fácil que resultaba conseguir que nadie le prestara atención.
—Las naves acaban de llegar al punto de cita —dijo la unidad—. Han optado por una transferencia física del sustituto en vez de limitarse a utilizar el campo de desplazamiento.
Sma rió, arrancó un tallo de hierba y empezó a chuparlo.
—Parece que la vieja Sólo es una prueba no confía mucho en sus sistemas, ¿eh?
—Si quieres saber mi opinión, creo que chochea —dijo la unidad con una mezcla de irritación y altivez.
Estaba haciendo agujeros en los tallos delgados como pelos de las flores que había arrancado del suelo y los iba entrelazando unos con otros para crear una guirnalda.
Sma observó a la máquina mientras manipulaba esas florecitas con sus campos invisibles tan diestramente como la encajera que hace surgir un delicado dibujo de la nada.
La unidad no siempre se comportaba de una forma tan refinada.
La mente de Sma volvió al pasado, a unos veinte años atrás. Estaba en un planeta situado en una parte de la galaxia muy alejada de ésta, sobre el lecho de un mar seco condenado a una eternidad de ser azotado por el aullido de los vientos, y había buscado el refugio de la meseta que en tiempos fue una isla perdida dentro de la extensión de polvo que había sido el fondo de un mar. Se alojó en un pueblecito fronterizo situado al final de la línea de ferrocarril y empezó a hacer los preparativos para conseguir las monturas que le permitirían aventurarse en las profundidades del desierto y buscar al nuevo mesías.
Los jinetes entraron en la plaza al anochecer y fueron a la posada para llevársela con ellos. Habían oído comentarios sobre el extraño color de su piel y pensaban que bastaría para que les pagaran un buen precio por la forastera.
El posadero cometió el error de intentar razonar con ellos y acabó clavado en su propia puerta con una espada a través del estómago. Sus hijas lloraron por él antes de que se las llevaran.
Sma se apartó de la ventana intentando contener las náuseas y oyó el atronar de las botas sobre los peldaños de madera. Skaffen-Amtiskaw estaba cerca de la puerta. La unidad volvió su banda sensora hacia ella. Parecía muy tranquila, como si los gritos que llegaban de la plaza y de algún lugar de la posada no la afectaran en lo más mínimo. Alguien golpeó la puerta de su habitación y los puñetazos hicieron temblar el suelo creando nubéculas de polvo. Sma clavó los ojos en la puerta. Se había quedado sin estratagemas.
Se volvió hacia la unidad.
—Haz algo —murmuró tragando saliva.
—Será un placer —respondió Skaffen-Amtiskaw.
La puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared de barro cocido. Sma se encogió sobre sí misma. Dos hombres vestidos con capas negras aparecieron en el umbral. Sma podía oler las vaharadas de pestilencia que brotaban de sus cuerpos. Uno de ellos dio un paso hacia adelante con la espada en una mano y la cuerda en la otra sin fijarse en la unidad que tenía al lado.
—Disculpe —dijo Skaffen-Amtiskaw.
El hombre lanzó una rápida mirada de soslayo a la máquina y siguió avanzando hacia Sma.
Y un instante después el hombre ya no estaba allí, y la habitación se llenó de polvo, y Sma sintió que le zumbaban los oídos, y las pellas de barro y los trocitos de papel cayeron lentamente del techo y revolotearon perezosamente por el aire. Sma volvió la cabeza hacia la pared y vio el interior de la habitación contigua a través del agujero situado al final de la recta imaginaria que había unido a Skaffen-Amtiskaw, el hombre y la pared. La unidad no se había movido ni un centímetro de su posición original, y Sma pensó que aquello era un desafío imposible a la ley de la acción y la reacción. Una mujer gritó histéricamente en la habitación de al lado. Sma volvió a contemplar el agujero y vio los restos del hombre incrustados en la pared sobre la cabecera de su cama. Había sangre por todas partes. El techo, el suelo, las paredes, la mujer…
El otro hombre entró a toda velocidad en la habitación, alzó un arma de cañón increíblemente largo y disparó a quemarropa contra la unidad. La bala se detuvo a un centímetro del morro de la unidad, se convirtió en un disco metálico que parecía una moneda y cayó al suelo con un clunk casi inaudible. El hombre desenvainó su espada y la hizo girar en un solo movimiento velocísimo. La hoja atravesó las nubes de polvo y humo, chocó con el campo rojizo que surgió de la nada a escasos centímetros de la unidad y se partió limpiamente en dos. Un segundo campo envolvió al hombre y le levantó del suelo.
Sma estaba encogida en un rincón con la boca llena de polvo y las manos sobre las orejas, y los gritos enloquecidos que oía eran los suyos.
El hombre se debatió frenéticamente en el centro de la habitación durante un segundo y se convirtió en una mancha borrosa que giraba sobre la cabeza de Sma. Hubo otro estruendo ensordecedor y Sma vio aparecer un nuevo agujero, ahora en el techo y muy cerca de la ventana que daba a la plaza. Los tablones del suelo vibraron y las nubes de polvo la hicieron toser.
—¡Basta! —gritó.
El trozo de pared que había encima del primer agujero empezó a agrietarse, el techo crujió y se fue abombando entre un diluvio de paja y pellas de barro. Sma tenía la boca y la nariz tan llenas de polvo que apenas podía respirar, pero logró ponerse en pie. La necesidad de aire se había vuelto tan desesperada que estuvo a punto de arrojarse por la ventana.
—Basta —graznó, tosiendo y escupiendo polvo.
La unidad fue hacia ella, le quitó el polvo de la cara con un campo y sostuvo el techo con una esbelta columna de energía. Los dos campos tenían un color rojo oscuro. La unidad parecía muy satisfecha de sí misma.
—Vamos, vamos… —dijo Skaffen-Amtiskaw mientras le daba palmadas en la cabeza con un campo.
Sma se asomó a la ventana para toser y balbucear sonidos ininteligibles. Sus ojos se posaron en la plaza que había debajo y el horror volvió a adueñarse de ella.
El cuerpo del segundo hombre yacía entre los jinetes convertido en un saco rojizo sobre el que flotaba una nube de polvo. Algo vibró junto al hombro de Sma y salió disparado hacia el grupo de hombres que seguían con los ojos clavados en la ventana. Todo ocurrió a tal velocidad que ni tan siquiera pudieron desenvainar sus espadas, y las hijas del posadero —sus captores las habían atado y colocado sobre dos de sus monturas— no tuvieron tiempo de comprender qué era aquella masa casi irreconocible que había aparecido en el suelo delante de ellas, por lo que transcurrieron unos segundos antes de que volvieran a gritar.
Un guerrero lanzó un rugido gutural, alzó su espada y corrió hacia la puerta de la posada.
Sólo consiguió dar dos pasos. Cuando el proyectil cuchillo pasó junto a él con los campos desplegados el rugido aún seguía brotando de sus labios.
Un campo le separó la cabeza de los hombros. El rugido se convirtió en un susurro ahogado curiosamente parecido al del viento y terminó en un gorgoteo que fue muriendo en la tráquea repentinamente dejada al descubierto. El cuerpo se desplomó sobre el polvo.
El proyectil cuchillo podía moverse más deprisa que cualquier ave o insecto, y era capaz de girar en ángulos imposibles para un ser vivo. El círculo casi invisible que trazó encerraba a la mayor parte de los jinetes, y fue acompañado por una especie de extraño tartamudeo.
Siete jinetes —cinco iban a pie, los otros dos aún no habían desmontado— se derrumbaron sobre el polvo convertidos en catorce fragmentos pulcramente delimitados. Sma intentó volver la cabeza hacia la unidad para ordenarle que detuviera el proyectil, pero las toses que seguían desgarrándole el pecho se convirtieron en arcadas. La unidad empezó a darle palmaditas en la espalda.
—Vamos, vamos… —dijo Skaffen-Amtiskaw con cierta preocupación.
Las dos hijas del posadero resbalaron lentamente de las monturas a las que habían estado atadas. El mismo círculo mortífero que había acabado con las vidas de los siete jinetes había cortado sus cuerdas. La unidad expresó su satisfacción con un temblor casi imperceptible.
Un hombre dejó caer su espada y echó a correr. El proyectil cuchillo le atravesó girando sobre sí mismo como un destello rojizo moviéndose a lo largo de un gancho, y terminó la trayectoria cercenando los cuellos de los dos jinetes que seguían en pie. La montura del último superviviente se encabritó delante del proyectil enseñándole los colmillos y amenazándole con las garras de las patas delanteras fuera de sus fundas. La diminuta máquina atravesó el cuello del animal y se incrustó en el rostro de su jinete.
El proyectil se detuvo después de haber recorrido un par de metros más mientras el cuerpo sin cabeza del jinete se deslizaba de la grupa de su tembloroso animal unos segundos antes de que éste cayera al suelo. El proyectil cuchillo giró lentamente sobre sí mismo como si revisara todo el trabajo que había hecho en tan pocos segundos y se dirigió hacia la ventana.
Las hijas del posadero se habían desmayado.
Sma estaba vomitando.
Las monturas enloquecidas saltaban, corrían y aullaban en el patio. Dos de ellas aún arrastraban consigo fragmentos de sus jinetes.
El proyectil cuchillo se lanzó hacia abajo y atravesó la cabeza de una montura frenética cuando estaba a punto de pisotear a las dos chicas, que seguían inmóviles sobre el polvo. Después proyectó un campo que recogió a las dos chicas y las llevó hasta la puerta, ante la que yacía el cadáver de su padre.
El esbelto huso metálico seguía tan impoluto como antes de entrar en acción. El proyectil fue ascendiendo sin prisas hasta la ventana —esquivando limpiamente los hilillos de bilis que salían de la boca de Sma—, y desapareció dentro de Skaffen-Amtiskaw.
—¡Bastardo! —Sma intentó golpear a la unidad con los puños. Después intentó darle patadas, y acabó cogiendo una silla que se hizo añicos al chocar con las placas metálicas—. ¡Bastardo! ¡Asqueroso bastardo cabrón!
—Sma… —dijo la unidad con voz tranquila. Seguía sosteniendo el techo y estaba inmóvil entre el torbellino de polvo que iba posándose poco a poco sobre el suelo de madera—. Me pediste que hiciera algo, ¿no?
—¡Máquina de mierda!
Sma le golpeó con una mesa que se hizo astillas.
—Sma, deberías vigilar un poco más tu lenguaje.
—¡Gilipollas presuntuoso, te dije que pararas!
—Oh. ¿De veras? Lo siento, pero… Me temo que no te oí.
Sma captó la despreocupación que impregnaba la voz de la máquina y se quedó inmóvil. Su mente estaba extrañamente despejada, y pensó que tenía dos opciones. Podía dejarse caer al suelo hecha un mar de lágrimas y tardar muchísimo tiempo en superar lo ocurrido, hasta el extremo de que quizá pasara el resto de su existencia viviendo bajo la sombra del contraste entre la fría calma de la unidad y su ataque de nervios, o…
Tragó una honda bocanada de aire, se calmó y fue hacia Skaffen-Amtiskaw.
—Muy bien —dijo—. Te has salido con la tuya…, por esta vez. Espero que disfrutes de las grabaciones cuando las repases. —Puso una mano sobre el flanco de la unidad—. Sí, disfruta de ellas. Pero si vuelves a hacer algo parecido… —Dio una palmadita sobre la lisa superficie de la placa que tenía delante—. Te convertirás en chatarra, ¿entendido?
—Por supuesto —dijo la unidad.
—Escombros. Piezas de repuesto. Irás al desguace.
—Oh, no, por favor…
Skaffen-Amtiskaw dejó escapar un suspiro.
—Hablo en serio. A partir de ahora usarás el mínimo de fuerza que requiera cada situación. ¿Lo has entendido? ¿Lo harás?
—Sí a las dos preguntas.
Sma giró sobre sí misma, cogió su bolsa de viaje y fue hacia la puerta deteniéndose el tiempo suficiente para contemplar la habitación contigua a través del agujero que había hecho el primer hombre al salir despedido. La mujer había huido. El cuerpo del hombre seguía incrustado en la pared, y los chorros de sangre que habían brotado de él parecían una aureola de excrementos rojizos.
Sma se volvió hacia la máquina y escupió en el suelo.
—El Xenófobo viene hacia aquí —dijo Skaffen-Amtiskaw. Su voz sonaba muy cerca. Sma alzó los ojos y vio la estructura metálica que reflejaba los rayos del sol flotando a unos centímetros de su rostro—. Toma.
La unidad extendió un campo y le ofreció la guirnalda de flores que había hecho.
Sma inclinó la cabeza. La máquina deslizó la guirnalda sobre su cabeza como si fuera un collar. Sma se puso en pie y fueron hacia el castillo.
La parte superior de la fortaleza se hallaba cerrada al público. El tejado estaba erizado de antenas, mástiles y un par de unidades de radar que giraban lentamente sobre su eje. Sma y la máquina esperaron a que el grupo de visitantes hubiera desaparecido tras la curva de la galería y se detuvieron ante una gruesa puerta metálica. Estaban dos pisos por debajo del tejado. La unidad utilizó su efector electromagnético para desactivar el sistema de alarma de la puerta y abrir las cerraduras electrónicas. Cuando hubo terminado con ellas deslizó un campo muy delgado dentro de la cerradura metálica, manipuló los pistones y abrió la puerta. Sma cruzó el umbral seguida muy de cerca por la máquina y ésta se encargó de volver a cerrar la puerta. Subieron al tejado y esperaron bajo la bóveda azul turquesa del cielo. El diminuto proyectil de observación enviado por la unidad varios minutos antes no tardó en hacerse visible y desapareció en el interior de Skaffen-Amtiskaw.
—¿Cuándo llegará? —preguntó Sma mientras escuchaba el silbido de la cálida brisa deslizándose por entre el bosque de antenas que se alzaba a su alrededor.
—Está por ahí —dijo Skaffen-Amtiskaw.
Proyectó un campo. Sma miró en la dirección que indicaba y apenas logró distinguir la curvatura de un módulo con capacidad para cuatro personas inmóvil muy cerca de ellos. Los sistemas del módulo habían conseguido una excelente imitación de la transparencia.
Sma contempló el bosque de mástiles y antenas durante unos momentos sintiendo la caricia del viento en sus cabellos y meneó la cabeza. Fue hacia el módulo y experimentó una fugaz sensación de mareo. El módulo tan pronto parecía estar como no estar allí. La puerta que se abrió ante ella reveló el interior del módulo con tanta brusquedad como si le mostrara un camino que conducía a otro mundo, y Sma supuso que en cierto sentido eso era exactamente lo que estaba haciendo.
Sma y la unidad entraron en el módulo.
—Bienvenida a bordo, Sma —dijo el módulo.
—Hola.
La puerta se cerró. El módulo se inclinó lentamente hasta quedar inmóvil sobre su parte posterior como si fuese un depredador que se dispone a saltar encima de su presa. Esperó a que una bandada de pájaros que volaba a cien metros de altura acabara de pasar por el espacio aéreo que iba a utilizar, despegó y empezó a acelerar. Una persona de vista muy aguda que la hubiese estado observando desde el suelo y que no hubiese parpadeado cuando no debía, quizá hubiera logrado ver una columna de aire tembloroso que salía disparada hacia los cielos desde el tejado de la fortaleza, pero no habría oído nada. El módulo podía moverse más silenciosamente que los pájaros incluso cuando se desplazaba a velocidades supersónicas. Le bastaba con ir colocando ante él capas de aire tan delgadas como un pañuelo de papel, moverse por el vacío así creado y devolver los gases al hueco delgado como una piel que había dejado atrás. La caída de una pluma producía más turbulencias que el módulo.
Sma estaba de pie ante la pantalla principal contemplando el rápido encogimiento del paisaje que se extendía debajo del módulo. Las capas concéntricas que formaban las defensas del castillo avanzaban desde los bordes de la pantalla moviéndose tan rápidamente como las olas en una película pasada al revés. El castillo se convirtió en un punto perdido entre la ciudad y los estrechos, la ciudad desapareció y el paisaje empezó a inclinarse a medida que el módulo se colocaba en el ángulo necesario para acudir a su cita con el piquete ultrarrápido Xenófobo.
Sma se sentó sin apartar la mirada de la pantalla. Sus ojos buscaron en vano el valle situado a las afueras de la ciudad, donde se encontraban la presa y la central energética.
La unidad también estaba observando la pantalla mientras se comunicaba con la nave que les esperaba y recibía la confirmación de que ésta ya había sacado el equipaje de Sma del maletero y lo había transferido a los aposentos que ocuparía durante el viaje.
Skaffen-Amtiskaw aprovechó que Sma estaba contemplando el cada vez más confuso paisaje desplegado en la pantalla del módulo para observarla. Tenía la impresión de que no estaba de muy buen humor, y se preguntó cuál sería el mejor momento para darle el resto de las malas noticias.
Porque pese a toda esa maravillosa tecnología que les rodeaba y por increíble que pareciera (y era realmente increíble y, que la unidad supiera lo ocurrido carecía de precedentes. En el nombre del caos, ¿cómo era posible que un montón de carne superara en ingenio y destruyera nada menos que a un proyectil cuchillo?) el hombre llamado Cheradenine Zakalwe había conseguido librarse de la vigilancia a que le sometieron después de que dimitiera por última vez.
Así pues y antes de hacer ninguna otra cosa la unidad y Sma tenían que empezar localizando al maldito humano. Suponiendo que fuera posible localizarle, claro está…
La silueta salió de detrás del radar que la había estado ocultando y cruzó el tejado moviéndose lentamente bajo las antenas que gemían impulsadas por el viento. Bajó la escalera de caracol, comprobó que no había nadie al otro lado de la gruesa puerta metálica y la abrió.
Un minuto después algo cuyo aspecto exterior era idéntico al de Diziet Sma se unió al grupo de visitantes justo cuando el guía empezaba a explicar cómo los considerables avances de la artillería, las aeronaves más pesadas que el aire y los cohetes habían acabado dejando obsoleta a la fortaleza.
Compartían su nido de águilas con la carroza de gala del Mitoclasta, un abigarrado ejército de estatuas y un montón de cofres, cajas y armarios que contenían los tesoros de una docena de grandes casas nobiliarias.
Astil Tremerst Keiver hurgó en el cajón de un armario hasta encontrar una capa que le satisfizo, cerró la puerta del armario y se admiró en el espejo. Sí, no cabía duda de que aquella capa le sentaba estupendamente… Hizo unos cuantos giros y movimientos rápidos para admirar las ondulaciones de los pliegues de tela, sacó su rifle de ceremonias de la funda y recorrió la habitación moviéndose cautelosamente alrededor de la gran carroza mientras hacía ¡ki-shauw, ki-shauw! con la boca y apuntaba el cañón del rifle a cada ventanal protegido por un cortinaje negro ante el que pasaba (su sombra bailaba elegantemente sobre las paredes y se deslizaba por los grises perfiles de las estatuas), hasta que llegó a la chimenea, volvió a guardar el rifle en su funda y se dejó caer sobre un sillón tallado en un magnífico bloque de madera de sangre procurando que las facciones de su rostro adoptaran la expresión más imperiosa y temible de que eran capaces.
Y el sillón se hizo pedazos debajo de él. Cayó sobre las losas del suelo y el arma que colgaba de su hombro se disparó enviando un proyectil al ángulo que había entre el suelo y la curvatura de la pared que se alzaba a su espalda.
—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó mientras inspeccionaba sus pantalones y su capa.
Los pantalones mostraban las señales del golpe y la capa había quedado agujereada por el proyectil.
La puerta de la carroza se abrió de repente y alguien salió a toda velocidad por ella chocando con un escritorio y haciéndolo astillas. El hombre sólo necesitó un segundo para recuperar el equilibrio y quedar inmóvil presentando el mínimo blanco posible —otra demostración de esa forma de moverse irritantemente marcial que poseía—, y el cañón del asombrosamente grande y feo cañón de plasma que sostenía en la mano se alzó apuntando al rostro del aspirante a vicerregente Astil Tremerst Keiver Octavo.
—¡Aaaaah! ¡Zakalwe! —se oyó chillar Keiver mientras se tapaba la cabeza con la capa. (¡Maldición!)
Keiver apartó la capa de su cabeza unos momentos después con toda la más que considerable dignidad de que podía ser capaz en ciertas ocasiones y vio que el mercenario ya se estaba levantando de entre los restos del escritorio. Sus ojos inspeccionaron rápidamente la habitación y su pulgar movió el interruptor que desactivaba el cañón de plasma.
Keiver se dio cuenta enseguida de la penosa similitud existente entre sus posturas respectivas, y se incorporó moviéndose lo más deprisa posible.
—Ah, Zakalwe… Te pido disculpas. ¿Te he despertado?
El hombre frunció el ceño, bajó la vista hacia los restos del escritorio y cerró de un manotazo la puerta de la carroza por la que había salido.
—No —dijo—. Tenía una pesadilla.
—Ah. Bien.
Keiver jugueteó con una de las incrustaciones que adornaban la culata de su arma mientras deseaba que Zakalwe no le hiciera sentir tan injustificadamente inferior. Fue hasta la chimenea y tomó asiento (esta vez con muchas más precauciones que la anterior) en un ridículo trono de porcelana situado a un lado del hogar.
El mercenario se sentó junto a la chimenea, dejó el cañón de plasma en el suelo delante de él y se estiró.
—Bueno, tendré que conformarme con la mitad del sueño que me correspondía.
—Hmmm —dijo Keiver sintiéndose un poco incómodo. Volvió la cabeza hacia la carroza de gala dentro de la que había estado durmiendo el mercenario y de la que había salido tan bruscamente hacía apenas unos momentos—. Ah… —Keiver se envolvió en los pliegues de la capa y sonrió—. Supongo que no conoces la historia de esa vieja carroza, ¿verdad?
El mercenario —también conocido como Ministro de la Guerra (¡ja!)—, se encogió de hombros.
—Bueno… —dijo—. La versión que ha llegado a mis oídos afirma que durante el Interregno el Archipresbítero le dijo al Mitoclasta que podría quedarse con los tributos, ingresos y almas de todos los monasterios sobre los que pudiera levantar su carroza usando un solo caballo. El Mitoclasta aceptó el desafío, examinó montones de castillos hasta encontrar éste y ordenó construir la torre en la que nos encontramos con dinero prestado por banqueros de otros países. Después cogió a su mejor corcel y lo utilizó para mover un sistema de poleas de lo más eficiente, que izó la carroza hasta la habitación en que estamos, y luego vinieron los Treinta Días Dorados durante los que reclamó para sí todos los monasterios del país… Ganó la apuesta y la guerra resultante acabó con el Sacerdocio Definitivo. El Mitoclasta pagó todas sus deudas y habría tenido un reinado largo y feliz de no ser porque el mozo de establo que cuidaba del corcel no pudo soportar que el animal muriera de agotamiento después de haber izado la carroza hasta aquí, y le estranguló con la brida manchada de sangre y espuma…, que, según la leyenda, se encuentra dentro de la base de ese trono de porcelana sobre el que estás sentado. En fin, eso es lo que he oído contar…
Clavó los ojos en Keiver y volvió a encogerse de hombros.
Keiver se dio cuenta de que tenía la boca abierta y se apresuró a cerrarla.
—Ah… Así que conoces la historia.
—No, ha sido un tiro a ciegas.
Keiver puso cara de no saber cómo reaccionar y acabó soltando una ruidosa carcajada.
—¡Infiernos! ¡Eres increíble, Zakalwe!
El mercenario removió los restos del trono de madera de sangre con la punta de una bota y no dijo nada.
Keiver era consciente de que debía hacer algo, y se puso en pie. Fue hasta la ventana más próxima, descorrió el cortinaje, abrió los postigos interiores, apartó los postigos exteriores y se quedó inmóvil con un brazo apoyado sobre el alféizar de piedra contemplando el paisaje que se extendía ante sus ojos.
El Palacio de Invierno estaba asediado.
Esparcidas entre las hogueras y zanjas que cubrían la llanura nevada había enormes estructuras de asedio construidas con troncos, lanzadores de proyectiles, piezas de artillería pesada y catapultas capaces de lanzar peñascos inmensos, proyectores de campo y reflectores alimentados por gas…, una asombrosa colección de flagrantes anacronismos, paradojas del avance científico y yuxtaposiciones tecnológicas. Y eso era lo que los hombres llamaban progreso…
—No estoy muy seguro de entenderlo —murmuró Keiver—. Los jinetes disparan proyectiles teleguiados desde sus sillas de montar; los reactores son derribados por flechas controladas a distancia; los cuchillos estallan haciendo más estragos que si fueran obuses y a veces rebotan en armaduras antiquísimas reforzadas por esos malditos proyectores de campos energéticos… ¿Cómo crees que acabará todo esto, Zakalwe?
—Si no cierras esos postigos y no vuelves a poner el cortinaje negro en su sitio dentro de tres segundos no tendrás que seguir preocupándote pensando en cómo acabará.
El mercenario había empezado a hurgar entre los leños del hogar con un atizador.
—¡Ja! —Keiver se apartó rápidamente de la ventana encorvándose sobre sí mismo y tiró de la palanca que controlaba los postigos exteriores—. ¡Tienes toda la razón! —Corrió el cortinaje y se frotó las manos para quitarse el polvo mientras se volvía hacia el hombre que seguía removiendo los troncos con el atizador—. Sí, tienes toda la razón…
Fue hacia el trono de porcelana y se dejó caer en él.
Naturalmente, al Señor Ministro de la Guerra Zakalwe le encantaba fingir que tenía cierta idea de cómo iba a terminar todo; afirmaba poseer una especie de explicación para lo que estaba ocurriendo, algo relacionado con las fuerzas exteriores, el equilibrio tecnológico y la errática escalada de la brujería militar. Siempre parecía estar haciendo vagas alusiones a temas y conflictos que se encontraban más allá del mero aquí-y-ahora, e intentaba establecer una francamente risible superioridad basada en el hecho de que no hubiera nacido allí; como si eso cambiara en algo la realidad de que era un simple mercenario —un mercenario con mucha suerte, desde luego—, que había logrado atraer la atención de los Herederos Sagrados y les había impresionado con una mezcla de hazañas absurdamente arriesgadas y planes más bien cobardes mientras que la persona a la que había unido su destino —él, Astil Tremerst Keiver Octavo, nada menos que aspirante a vicerregente— tenía a su espalda un linaje de mil años, la ventaja natural que le daba la edad y —sí, maldita sea, se trataba justamente de eso— la superioridad natural de la cuna. Después de todo, ¿qué clase de Ministro de la Guerra era tan incapaz de delegar sus funciones que se veía obligado a montar guardia en esta torre esperando un ataque que probablemente no llegaría jamás? Vivían tiempos revueltos, desde luego, pero aun así…
Keiver volvió la mirada hacia la figura inmóvil que mantenía los ojos clavados en las llamas de la chimenea y se preguntó qué estaría pasando por su cabeza.
«Sma es la culpable de todo. Ella fue quien me metió en este jaleo…»
Miró a su alrededor y contempló la confusión de muebles y objetos que abarrotaban la estancia. ¿Qué tenía que ver él con idiotas como Keiver, con toda esta chatarra histórica o con nada de cuanto le rodeaba? No se sentía parte de aquello, no podía identificarse con esas cosas y no les culpaba demasiado por no hacerle caso. Suponía que al menos tendría la satisfacción final de saber que les había advertido, pero eso no era algo que pudiera calentarte en una noche tan fría y lúgubre como la que estaba viviendo.
Había luchado. Había arriesgado su vida por ellos, había conseguido salir triunfante en algunas acciones de retaguardia francamente desesperadas y había intentado explicarles lo que debían hacer; pero cuando le escucharon ya era demasiado tarde y el limitado poder que le concedieron llegó cuando la guerra ya estaba prácticamente perdida. Pero, naturalmente, no podían hacer otra cosa, ¿verdad? Eran los que mandaban, y si toda su forma de vida acababa desvaneciéndose porque uno de los dogmas por los que se regían decía que las personas como ellos siempre sabían hacer la guerra mejor que el extranjero o el súbdito más experimentado…, bueno, entonces la injusticia quedaba automáticamente eliminada y el final se encargaba de saldar todas las cuentas pendientes. Y si ese final significaba sus muertes…, que murieran.
Mientras tanto y mientras duraran los suministros, ¿podía haber una situación más agradable que la actual? Se acabaron las caminatas y el pasar frío, los terrenos fangosos que apenas llegaban a la categoría de campamentos, las letrinas al aire libre, la tierra devastada a la que era imposible arrancar algo con que alimentarse… No había mucha acción y eso quizá acabara poniéndole nervioso, pero la falta de acción quedaba más que compensada por el hecho de que estar allí le permitía calmar el nerviosismo de las nobles damas que también habían quedado atrapadas en el castillo. Y las zonas más propensas al nerviosismo eran muy agradables de rascar, desde luego…
Y, aparte de eso, en lo más profundo de su corazón sabía que algunas veces el hecho de no ser escuchado podía considerarse una auténtica bendición. El poder traía consigo las responsabilidades. Siempre cabía la posibilidad de que esos consejos a los que no se había hecho caso fuesen acertados, y llevar a la práctica cualquier plan siempre exigía un cierto derramamiento de sangre. El mercenario prefería que fuesen otras las manos manchadas. El buen soldado obedecía las órdenes que se le daban, y si tenía una pizca de sentido común nunca se ofrecía voluntario…, y menos para cualquier aventura que pudiese terminar en un ascenso.
—Ja —dijo Keiver meciéndose de un lado a otro en el trono de porcelana—. Hoy hemos encontrado más semillas.
—Oh. Me alegro.
—Yo también.
La mayor parte de patios y jardines ya estaban siendo utilizados como pastos, y se había llegado al extremo de quitar los techos de los salones que tenían menos importancia arquitectónica para plantar hierba en ellos. Si no acababan hechos pedazos, en teoría eso podía permitirles alimentar a una cuarta parte de la guarnición del castillo durante un tiempo indefinido.
Keiver se estremeció y se tapó las piernas con los pliegues de la capa.
—Este castillo es muy frío… ¿No te parece que es muy frío, Zakalwe?
El mercenario se disponía a contestar cuando vio entreabrirse la puerta que había al otro extremo de la estancia.
Su mano fue rápidamente hacia el cañón de plasma.
—¿Va…, va todo bien? —preguntó una voz femenina.
Volvió a dejar el arma en el suelo y sonrió al rostro de rasgos delicados y piel bastante pálida que acababa de asomar por el umbral. La larga cabellera negra que lo enmarcaba caía en una línea vertical que seguía el contorno de la jamba de madera adornada con tallas y remaches.
—¡Ah, Neinte! —exclamó Keiver.
Irguió el cuerpo lo estrictamente necesario para saludar con una reverencia a la joven (¡la princesa!) que —técnicamente al menos, aunque eso no excluía que en el futuro pudieran darse relaciones más productivas e incluso lucrativas— había sido confiada a su custodia.
—Entra —oyó que decía el mercenario.
(Maldito descarado… Siempre estaba tomando la iniciativa. ¿Quién creía ser?)
La joven entró en la habitación recogiendo los pliegues de su falda delante de ella.
—Creí oír un disparo…
El mercenario se rió.
—Ya hace un poco de eso —dijo, poniéndose en pie para acompañar a la joven hasta un asiento cerca del fuego.
—Bueno —replicó ella—, tenía que vestirme y…
La segunda carcajada del mercenario fue un poquito más ruidosa que la anterior.
—Mi señora… —dijo Keiver mientras se ponía en pie con cierto retraso y le hacía lo que ahora (gracias a Zakalwe, maldito fuese), parecería una inclinación excesivamente envarada—. Espero que no hayamos turbado la paz de vuestro sueño…
Keiver oyó la carcajada ahogada que salió de los labios del mercenario y el ruido de un tronco siendo acercado a las llamas. La princesa Neinte dejó escapar una risita. Keiver sintió que se le encendía el rostro y decidió unirse a las risas.
Neinte —era muy joven, pero ya poseía una belleza delicada y frágil que invitaba a protegerla— alzó las rodillas hasta pegarlas al cuerpo, se las rodeó con los brazos y clavó la mirada en las llamas de la chimenea.
Durante el silencio que siguió a ese cambio de postura (roto únicamente por el «Sí, bien…» del aspirante a vicerregente) los ojos del mercenario fueron de ella a Keiver. Los troncos ardían entre crujidos y las llamas color escarlata bailaban en el hogar, y el mercenario pensó que en aquel momento los dos jóvenes se parecían mucho a un par de estatuas.
«Me gustaría saber del lado de quién estoy aunque sólo fuera esta vez —pensó—. Me encuentro atrapado dentro de una fortaleza absurda repleta de riquezas y objetos de valor y atestada de nobles, algunos de ellos no muy espabilados… —contempló la expresión más bien vacua de Keiver—, enfrentándome a las hordas que hay al otro lado de los muros (fuerza bruta e inteligencia no muy elevada, garras y músculos enfurecidos) porque intento proteger a estos delicados y gimoteantes productos de un milenio de privilegios, y no tengo ni la más mínima idea de si estoy siguiendo el curso táctico o estratégico adecuado a la situación…»
Las Mentes nunca tomaban en consideración ese tipo de distinciones. Para ellas la estrategia y la táctica eran una sola cosa. La escala de valores de su álgebra moral dialéctica alcanzaba tales niveles de sofisticación que las tácticas acababan fundiéndose unas con otras hasta formar la estrategia, y la estrategia se desintegraba convirtiéndose en tácticas. Su álgebra era tan complicada que un simple cerebro de mamífero jamás podría llegar a comprenderla y dominarla.
Recordó lo que Sma le había dicho hacía mucho, mucho tiempo en aquel nuevo comienzo (un comienzo que había sido el resultado de inmensas cantidades de dolor y culpabilidad). Sma le había explicado que las Mentes trataban con lo intrínsecamente improbable e imprevisible, y que se movían por un terreno en el que era preciso ir forjando nuevas reglas a medida que avanzabas. Las reglas cambiaban continuamente y la naturaleza de las cosas jamás podía ser conocida o predicha de antemano, y ni tan siquiera se la podía juzgar con un mínimo grado de certidumbre real. Todo aquello sonaba muy sofisticado y abstracto, y el mercenario siempre había tenido la impresión de que trabajar con esas teorías debía ser un desafío de lo más interesante, pero al final los materiales básicos sobre los que se sostenían las teorías eran las personas y los problemas a resolver.
Aquí y ahora todo se reducía a esa joven. Apenas era una niña, pero estaba atrapada en el gran castillo de piedra con el resto de la crema o de las heces de aquella sociedad (según como lo miraras), y su vida o su muerte dependerían de lo buenos que fueran sus consejos y de si aquellos payasos eran capaces de hacer caso de ellos y ponerlos en práctica.
Contempló el rostro de la joven iluminado por las llamas y sintió algo más que un deseo distante (pues era atractiva), o un afán paternal de protegerla (pues era muy joven y él, pese a su apariencia física, era muy viejo). No sabía qué nombre dar a sus emociones. Era como si lo hubiera comprendido todo de repente, como si hubiera cobrado consciencia de la tragedia representada por todo aquel episodio. La Regla estaba a punto de ser quebrantada, el poder y los privilegios se desintegraban y todo el complejo sistema encarnado en esta niña se hallaba a punto de hacerse añicos.
El barro y la suciedad, el rey con pulgas… El robo se castigaba con la mutilación y los pensamientos que no encajaban dentro de la ortodoxia se castigaban con la muerte. La tasa de mortalidad infantil era tan astronómicamente elevada como infinitesimalmente reducida la esperanza de vida, y todo aquel horrendo paquete de injusticias estaba envuelto en un manto de riquezas y ventajas concebidas para mantener el oscuro dominio que quienes gozaban del conocimiento ejercían sobre los ignorantes (y lo peor de todo estaba en la pauta, en la repetición y la gran cantidad de variaciones retorcidas sobre el mismo tema depravado que se daban en tantos sitios distintos).
Su mente volvió a esa joven a la que todos llamaban princesa. ¿Moriría? El mercenario sabía que el curso de la guerra no les estaba siendo muy favorable, y la misma gramática simbólica que le ofrecía la perspectiva del poder si las cosas iban bien dictaba igualmente el que se pudiera prescindir de ella si iban mal. El rango exigía su tributo; y el desenlace del conflicto sería el encargado de escoger entre la reverencia obsequiosa o la puñalada por la espalda.
Observó su rostro a la parpadeante claridad de las llamas y se la imaginó convertida en una anciana. La vio encerrada en una mazmorra de paredes viscosas aguardando a que ocurriera algo y aferrándose a las esperanzas vestida con una tela de saco y con el cuerpo cubierto de piojos, la cabeza afeitada, los ojos dos agujeros oscuros en la piel maltrecha y, finalmente, vio como la sacaban de su encierro un día en que la nieve caía del cielo para clavarla a una pared con flechas o balas, o para que se enfrentara al filo helado del hacha blandida por el verdugo.
Naturalmente, también cabía la posibilidad de que todas esas imágenes fueran demasiado románticas. Quizá habría una desesperada huida para pedir asilo en otro país, un exilio amargo y solitario durante el que iría envejeciendo y perdiendo las fuerzas, estéril y senil, recordando continuamente esos viejos tiempos cada vez más dorados y hermosos, componiendo peticiones de auxilio que no servirían para nada, esperando el regreso y convirtiéndose lenta pero inexorablemente en una criatura muy parecida a la princesa mimada e inútil prevista por el condicionamiento al que había sido sometida desde que nació, pero sin ninguna de las compensaciones fruto de su posición que la habían acostumbrado a esperar.
Comprendió que la joven carecía de significado, y el comprenderlo le entristeció. No era más que otra parte irrelevante de otra historia que se dirigía hacia lo que probablemente sería una existencia más fácil y tiempos mejores para la mayoría de la población, y los cuidadosamente calculados empujoncitos con que la Cultura pretendía llevarla en lo que consideraba la dirección correcta influirían muy poco en el desenlace final. El mercenario sospechaba que el aquí y el ahora no tenían reservado nada demasiado bueno para la joven.
De haber nacido veinte años antes habría podido esperar un buen matrimonio, una propiedad que le daría grandes rentas, el acceso a la corte, hijos robustos e hijas con talento; y dentro de veinte años quizá hubiera podido aspirar a casarse con un comerciante astuto o incluso —en el improbable caso de que esta sociedad basada en la discriminación sexual se encaminara hacia esa dirección tan pronto—, a tener su propia vida y a desarrollarse como persona en las ciencias, los negocios, el hacer obras de caridad o lo que fuese.
Pero probablemente lo único que la esperaba era la muerte.
La torre de aquel gran castillo se alzaba como un risco de color negro sobre las llanuras nevadas, la fortaleza asediada era hermosa e imponente y contenía todos los tesoros de un imperio, y allí estaba él, sentado junto a los troncos que ardían dentro de una chimenea con una princesa hermosa y triste a muy poca distancia… Pensó que hubo un tiempo en el que solía soñar con esas historias. «Cómo las anhelaba, con qué desespero quería verlas convertidas en realidad… Me parecían la misma esencia de la vida, la materia prima de que estaba hecha. Entonces, ¿por qué siento como si tuviera la boca llena de cenizas? Tendría que haberme quedado en esa playa, Sma. Puede que me esté haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas…»
Se obligó a apartar la mirada de la joven. Sma le había dicho que tenía una cierta tendencia a involucrarse demasiado en los asuntos de los demás, y no le faltaba su parte de razón. Había hecho lo que le pidieron que hiciese; le habían pagado y cuando todo esto terminara aún tendría un asunto del que ocuparse. Quería ser absuelto de un crimen pasado, e intentaría conseguir la absolución con todas sus fuerzas. «Livueta, di que me perdonas…»
—¡Oh!
La princesa Neinte acababa de fijarse en los restos del trono de madera de sangre.
—Sí, yo… —Keiver se removió en su asiento y puso cara de incomodidad—. Eso… Ah… Me temo que…, ummmm…, me temo que he sido yo. ¿Era tuyo? ¿Pertenecía a tu familia?
—¡Oh, no! Pero lo había visto muchas veces. Perteneció a mi tío el archiduque. Antes estaba en su cabaña de caza, y había una cabeza disecada enorme encima. Siempre le tuve bastante miedo, porque soñaba que se caería de la pared, que uno de los colmillos se me clavaría en la cabeza y me mataría. —Su mirada fue de un hombre a otro y acabó dejando escapar una risita nerviosa—. Qué fantasía tan tonta, ¿verdad?
—¡Ja! —exclamó Keiver.
(Mientras, él les observaba en silencio y se estremecía. E intentaba sonreír.)
—Bueno… —dijo Keiver lanzando una carcajada que sonó algo forzada—. Tienes que prometerme que no le contarás nunca a tu tío que rompí su trono, ¡o no volverá a invitarme a sus cacerías! —Keiver lanzó una segunda carcajada aún más ruidosa que la anterior—. De hecho… ¡Si se lo dices puede que sea mi pobre cabeza la que acabe adornando una de sus paredes!
La joven lanzó un chillido de pavor y se llevó una mano a los labios.
(Apartó los ojos y volvió a estremecerse. Arrojó un tronco a la chimenea y ni entonces ni después se dio cuenta de que lo que había echado a las llamas era un trozo del trono, y no un tronco.)
Sma siempre había sospechado que muchas tripulaciones de nave estaban locas. De hecho, incluso sospechaba que un cierto número de naves tenían graves problemas que resolver en el departamento de la cordura. El piquete ultrarrápido Xenófobo sólo contaba con veinte tripulantes, y Sma se había dado cuenta de que por regla general cuanto menos numerosa era la tripulación más raro resultaba su comportamiento. Saberlo hizo que estuviera preparada para enfrentarse a gente bastante rara incluso antes de que el módulo entrase en el hangar.
—¡Atchís! —El joven tripulante estornudó y se tapó la nariz con una mano mientras ofrecía la otra a Sma para ayudarla a bajar del módulo. Sma apartó la mano con bastante brusquedad mientras observaba la nariz enrojecida y los ojos llorosos del joven—. Llamo Ais Disgarb —dijo el tripulante mientras parpadeaba y ponía cara de sentirse algo ofendido—. En-venida a ordo.
Sma volvió a alargar la mano cautelosamente hacia él. La mano del tripulante estaba ardiendo.
—Gracias —dijo.
—Skaffen-Amtiskaw —dijo la unidad a su espalda.
—¿Tal?
El tripulante saludó a la unidad con la mano. Sacó un trocito de tela del interior de una manga y lo usó para secarse las lágrimas y sonarse la nariz.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Sma.
—No ucho —dijo el joven—. Toy estriado. —Señaló a un lado del hangar—. Vengan conmigo.
—Así que está resfriado… —dijo Sma asintiendo con la cabeza mientras empezaba a caminar junto a él.
El joven vestía un caftán, y daba la impresión de haberse levantado de la cama hacía poco.
—Sí —dijo.
Les precedió por entre el montón de embarcaciones auxiliares, satélites y demás parafernalia espacial del Xenófobo y fue hacia la parte trasera del hangar. Volvió a estornudar y sorbió aire ruidosamente por la nariz.
—Es omo una pecie e moda en la ave.
Habían empezado a pasar por entre dos módulos que estaban muy juntos. Sma se encontraba detrás del joven y aprovechó el que no le veía para volverse rápidamente hacia Skaffen-Amtiskaw. Sus labios se movieron articulando las palabras «¿Qué ha dicho?» sin hacer ningún ruido, pero la máquina se limitó a oscilar de un lado a otro con su equivalente al encogimiento de hombros humano. Después alteró los campos de su aura creando un telón de fondo rosado sobre el que aparecieron letras de color gris. Yo tampoco le he entendido, decía el mensaje.
—Ensamos que ría teresante relajar nuetros temas inmunes y pillar esfriados —explicó el joven mientras les llevaba al ascensor que había al otro extremo del hangar.
—¿Todos? —preguntó Sma. La puerta se cerró detrás de ellos y el ascensor se puso en marcha—. ¿Toda la tripulación?
—Sí, peo no tos al mimo empo. Los que san cuperado dicen ques muy vertido cuando se te pasa.
—Ya… —murmuró Sma.
Lanzó una rápida mirada de soslayo a la unidad y vio que el campo de sus auras se había vuelto de un color azul claro —respeto e interés—, pero en uno de los lados había un punto rojizo de gran tamaño que probablemente sólo ella podía ver. El punto se encendía y se apagaba a gran velocidad. En cuanto lo hubo visto tuvo que hacer un considerable esfuerzo para no echarse a reír.
—Sí, supongo que debe de ser muy divertido —dijo después de haber carraspeado para aclararse la garganta.
El joven volvió a estornudar.
—Tengo la impresión de que necesitan un permiso, ¿eh? —dijo Skaffen-Amtiskaw.
Sma le dio un codazo.
El joven tripulante se volvió hacia la máquina y la contempló con cara de perplejidad.
—Cabo e tener uno —respondió.
La puerta del ascensor empezó a abrirse y el joven volvió la cabeza hacia ella. Sma y Skaffen-Amtiskaw intercambiaron una rápida mirada y Sma bizqueó.
Entraron en un área de reuniones y diversión bastante grande cuyo techo y paredes estaban recubiertas por una madera de color rojo oscuro tan pulida y lustrosa que parecía brillar. El recinto contenía un gran número de sillones y sofás muy mullidos y unas cuantas mesitas bajas. El techo no era muy alto, pero estaba compuesto por ondulaciones de un material parecido al yeso que nacían de las paredes, y las linternas que lo adornaban hacían que resultara muy hermoso. El nivel de iluminación parecía indicar que estaban a principios de la mañana según el horario de la nave. Las personas que estaban sentadas alrededor de una mesa se pusieron en pie y fueron hacia ellos para darles la bienvenida.
—Sba —dijo el joven tripulante señalando a Sma con una mano.
Su voz parecía hacerse más pastosa e ininteligible a cada segundo que pasaba. El grupo de personas —la proporción de hombres y mujeres era similar—, la acogió con sonrisas y asentimientos de cabeza y empezó a presentarse. Sma asintió e intercambió unas cuantas palabras con ellas; la unidad se limitó a decirles hola.
Uno de los hombres se acercó a ella y le ofreció un bultito de pelos marrones y amarillos sosteniéndolo junto a su hombro como si fuera un bebé.
—Toma —dijo, y le pasó el animalito peludo.
Sma lo cogió con bastante reluctancia. Estaba caliente, poseía cuatro miembros colocados de la forma convencional, desprendía un olor bastante agradable y no se parecía a ninguna de las especies de animales que conocía. Tenía una cabeza muy grande con un par de orejas enormes, y apenas lo hubo cogido el animalito abrió unos ojos inmensos y la observó fijamente.
—Es la nave —dijo el hombre que había estado sosteniéndolo junto a su hombro.
—Hola —dijo el animalito.
Los ojos de Sma lo recorrieron de arriba abajo con cierta incredulidad.
—¿Eres el piquete ultrarrápido Xenófobo?
—Soy su representante. La parte con la que puedes hablar… Puedes llamarme Xenito. —El animalito sonrió y Sma pudo ver que sus dientes eran muy pequeños y redondeados—. Ya sé que la mayoría de naves utilizan un sensor o algún tipo de unidad remota, pero… —Volvió la cabeza hacia Skaffen-Amtiskaw—. Pueden llegar a ser un poco aburridos, ¿no te parece?
Sma sonrió y captó el rápido parpadeo del aura de Skaffen-Amtiskaw por el rabillo del ojo.
—Bueno… —dijo—. Sí, a veces pueden serlo.
—Oh, sí —dijo el animalito asintiendo con la cabeza—. Yo soy mucho más mono. —Se retorció entre sus dedos y puso cara de sentirse muy a gusto—. Bueno… —dijo, y se rió—. ¿Quieres que te enseñe tu camarote?
—Sí, buena idea —dijo Sma, y se puso el animalito encima del hombro.
Sma, la extraña unidad remota de la nave y Skaffen-Amtiskaw se dirigieron hacia la zona de camarotes y los tripulantes se despidieron de ellos diciendo que ya les verían después.
—Oooh… Qué suave y caliente eres —murmuró la diminuta criatura de color marrón y amarillo con voz soñolienta mientras se acurrucaba en la curva del cuello de Sma. Acababan de llegar al pasillo enmoquetado que llevaba a los aposentos de Sma. El animalito se removió y Sma se encontró dándole palmaditas en la espalda—. Por aquí —dijo en cuanto llegaron a una encrucijada—. Por cierto, esa pequeña sacudida significa que acabamos de abandonar nuestra órbita.
—Estupendo —dijo Sma.
—¿Me dejarás dormir contigo?
Sma se quedó inmóvil, apartó a la criatura de su hombro con una sola mano y la sostuvo delante de su cara.
—¿Qué has dicho?
—Oh, así nos conoceremos más pronto y nos haremos amigos enseguida —dijo el animalito parpadeando y bostezando como si estuviera a punto de quedarse dormido—. No creas que soy grosero. Dormir juntos es un sistema de crear lazos personales que siempre da resultados excelentes.
Sma era consciente de que Skaffen-Amtiskaw se encontraba detrás de ella y podía ver los reflejos de la bola roja en que se había convertido su campo. Acercó la criatura marrón y amarilla unos cuantos centímetros más a su cara.
—Escucha, Xenófobo…
—Xenito.
—De acuerdo, Xenito. Eres una nave estelar que pesa un millón de toneladas y, aparte de eso, eres una Unidad de Ofensiva Rápida de la Clase Torturador. Aun suponiendo que…
—¡Pero estoy desmilitarizada!
—Incluso sin tus sistemas básicos de armamento, apuesto a que si quisieras podrías destruir planetas enteros…
—Oh, vamos… ¡Hasta la UGC más tonta es capaz de hacer eso!
—Entonces, ¿a qué vienen todas estas gilipolleces?
Agitó a la unidad remota cubierta de pelos con tanta violencia que oyó castañetear sus dientes.
—¡Era una broma! —gritó la unidad—. Vamos, Sma, ¿es que no tienes sentido del humor? ¿No sabes apreciar una buena broma?
—No estoy muy segura. ¿Te gustaría que te mandara a la zona de reunión de una buena patada en el culo?
—¡Ooooh! Venga, señora…, ¿cuál es su problema? ¿Tiene algún prejuicio contra los animalitos peludos o qué? Oye, Sma, sé muy bien que soy una nave y hago cuanto se me pide que haga, incluido el llevarte a ese destino que, si he de serte franco, no me ha sido especificado con mucha claridad, y te aseguro que soy muy eficiente. Si hubiera el más leve conato de acción real y tuviera que empezar a comportarme como una nave de guerra, el artefacto que tienes entre las manos se convertiría en un bulto fláccido desprovisto de vida, y puedo prometerte que lucharía con todos los recursos de que dispongo y toda la ferocidad que se me inculcó durante mi adiestramiento. Hasta que llegue ese momento procuro obrar igual que mis colegas humanos e intento divertirme sin causar ningún daño a nadie. Si tanto odias mi apariencia actual… De acuerdo, la cambiaré. Seré un sensor remoto de lo más corriente, o una voz sin cuerpo, o hablaré contigo a través del amigo Skaffen-Amtiskaw aquí presente o a través de tu terminal personal. Lo último que deseo es ofender a una invitada.
Sma frunció los labios, dio unas palmaditas en la cabeza de la criatura y suspiró.
—De acuerdo.
—¿Puedo conservar esta forma?
—Desde luego.
—¡Oh, qué bien! —El animalito se retorció de puro placer, abrió al máximo sus enormes ojos y la observó con expresión esperanzada—. Y ahora… ¿me haces unos cuantos mimos?
—Está bien.
Sma la acunó y le dio palmaditas en la espalda.
Cuando se dio la vuelta vio a Skaffen-Amtiskaw flotando con la parte delantera hacia arriba. Su campo de auras mostraba el naranja chillón utilizado por las unidades para indicar que habían sufrido alguna avería realmente grave o que se encontraban en una situación muy apurada.
Sma se despidió del animalito marrón y amarillo, vio como se alejaba por el pasillo que llevaba a la zona de reunión (el animalito se despidió de ella agitando una patita rechoncha), cerró la puerta del camarote y se aseguró de que el sistema de observación y seguimiento interno estaba desactivado.
—¿Cuánto tiempo tenemos que pasar a bordo de esta nave? —preguntó volviéndose hacia Skaffen-Amtiskaw.
—¿Treinta días? —sugirió Skaffen-Amtiskaw.
Sma apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y contempló el recinto en el que se encontraban. El camarote era bastante cómodo, pero comparado con los espacios llenos de ecos de la central energética que había convertido en su casa resultaba más bien pequeño.
—Treinta días con una tripulación de masoquistas virales y una nave convencida de que es una especie de osito de peluche… —Meneó la cabeza y tomó asiento sobre el campo de la cama—. Unidad, me temo que la duración subjetiva de este viaje puede ser larguísima…
Sma se dejó caer de espaldas sobre la cama murmurando maldiciones ininteligibles.
Skaffen-Amtiskaw comprendió que no era el momento más adecuado para revelarle que Zakalwe había logrado escapar a la vigilancia.
—Bueno, creo que iré a dar un vistazo por ahí, si no te importa —dijo.
Fue hacia la puerta pasando por encima de la hilera de bultos y maletas que Sma había traído consigo como equipaje.
—Adelante.
Sma se despidió de la unidad con un lánguido agitar de brazo, se quijo la chaqueta y dejó que cayera sobre el suelo del camarote.
La unidad ya casi había llegado a la puerta cuando Sma se irguió bruscamente con el ceño fruncido.
—Espera un momento… —murmuró—. ¿A qué se refería la nave cuando dijo eso de que nuestro destino no estaba demasiado claro? Infiernos, ¿es que no sabe adonde hemos de ir?
«Oh, oh…», pensó Skaffen-Amtiskaw.
Giró sobre sí misma hasta que su banda sensora quedó apuntando hacia el rostro de Sma.
—Ah… —dijo.
Sma entrecerró los ojos.
—Vamos a recoger a Zakalwe, ¿verdad?
—Sí. Claro.
—Y no tenemos que hacer nada más, ¿verdad?
—Desde luego que no. Recogemos a Zakalwe, le explicamos lo que queremos de él y le llevamos a Voerenhutz…, es sencillísimo. Quizá nos pidan que nos quedemos un tiempo rondando por allí para ver qué tal va todo, pero eso aún no está confirmado.
—Sí, sí, ya me esperaba algo parecido, pero… ¿dónde está Zakalwe exactamente?
—¿Dónde está Zakalwe exactamente…? —repitió la unidad—. Bueno… Yo… Eso es… Quiero decir que…
—De acuerdo —dijo Sma con irritación—. Dame su situación aproximada.
—No hay problema —dijo Skaffen-Amtiskaw, y empezó a retroceder hacia la puerta.
—¿No hay problema? —exclamó Sma poniendo cara de perplejidad.
—Sí, no hay ningún problema. Te aseguro que lo sabemos. Sabemos dónde está.
—Estupendo. —Sma asintió con la cabeza—. ¿Y bien?
—Y bien ¿qué?
—Y bien… —repitió Sma en un tono de voz bastante más alto—. ¿Dónde está Zakalwe?
—Está en Crastalier.
—¿Cras…?
—Crastalier. Ése es nuestro destino.
Sma meneó la cabeza y bostezó.
—Nunca he oído hablar de ese sitio. —Volvió a dejarse caer sobre el campo de la cama y se estiró—. Crastalier… —Su bostezo se fue haciendo más profundo y acabó llevándose una mano a la boca—. Maldita sea… Bastaba con que lo dijeras cuando te lo pregunté por primera vez.
—Lo siento —dijo la unidad.
—Mmmm… Olvídalo. —Sma alzó un brazo y su mano se interpuso en la trayectoria del rayo emitido por el sistema de la cabecera que controlaba las luces del camarote. La intensidad de las luces empezó a disminuir y Sma volvió a bostezar—. Creo que voy a recuperar alguna de las horas de sueño de las que no pude disfrutar anoche. Quítame las botas, ¿quieres?
La unidad le quitó las botas con mucha delicadeza pero lo más deprisa posible, cogió su chaqueta con un campo y la colgó dentro de un armario empotrado, metió el equipaje dentro de ese mismo armario y salió del camarote sin hacer ningún ruido mientras Sma se daba la vuelta sobre el campo de la cama y sus ojos se iban cerrando lentamente.
—Por los pelos… —murmuró Skaffen-Amtiskaw antes de iniciar su inspección de la nave.
Sma había subido a bordo poco después de la hora del desayuno según el tiempo de la nave, y despertó a primera hora de la tarde. Estaba terminando de arreglarse mientras la unidad clasificaba sus ropas por clase de prenda y orden de color y las colgaba dentro del armario o las doblaba y las guardaba en los cajones, cuando oyó sonar el timbre de la puerta. Sma salió del diminuto cuarto de baño con la boca llena de pasta dentífrica. Sólo llevaba puestos unos pantalones cortos. Intentó ordenar a la puerta que se abriera, pero al parecer la pasta dentífrica impidió que el monitor de la habitación comprendiera su balbuceo, por lo que fue hacia la puerta y la abrió.
Sus ojos intentaron salirse de las órbitas, lanzó una mezcla de chillido y gorgoteo ahogado y retrocedió de un salto. Su cuello se tensó preparándose para el grito que no tardaría en salir de sus pulmones.
Un instante después de que sus pupilas se hubieran dilatado y el mensaje de saltar hacia atrás apartándose de la puerta hubiera recorrido la distancia que se interponía entre su cerebro y los músculos de sus piernas, algo se movió dentro del camarote a una velocidad tan elevada que casi resultaba invisible. El movimiento fue seguido por un retumbar ahogado y una mezcla de silbido y chisporroteo.
Los tres proyectiles cuchillo de que disponía la unidad estaban inmóviles entre ella y la puerta flotando a la altura de sus ojos, su esternón y su ingle. Sma los contempló en silencio a través del campo tembloroso que la máquina había desplegado delante de su cuerpo. El campo se esfumó un segundo después.
Los proyectiles cuchillo giraron perezosamente en el aire y desaparecieron en el interior de Skaffen-Amtiskaw con un leve chasquido metálico.
—No vuelvas a hacerme eso —murmuró la máquina, concentrando de nuevo su atención en la tarea de clasificar los calcetines de Sma.
Sma se limpió la boca y contempló al monstruo de tres metros de altura cubierto de pelos marrones y amarillos que parecía estar intentando fundirse con la pared metálica que había enfrente de la puerta de su camarote.
—Nave… Xenito, ¿qué infiernos estás haciendo?
—Lo siento —dijo aquella criatura colosal. Su voz seguía siendo casi tan estridente y aflautada como cuando tenía el tamaño de un bebé—. Me pareció que ibas a tener muchas dificultades para establecer una relación de cariño y proximidad con un animalito peludo, y pensé que una versión más grande de ese mismo animalito quizá…
—Mierda… —dijo Sma, y meneó la cabeza—. Entra —dijo mientras volvía al cuarto de baño—. ¿O es que sólo querías enseñarme lo mucho que has crecido?
Se enjuagó la boca para quitarse la pasta dentífrica, hizo unas cuantas gárgaras y escupió.
Xenito logró entrar por la puerta con ciertas dificultades, inclinó la cabeza para no chocar con el techo y acabó instalándose en un rincón del camarote.
—Siento lo ocurrido, Skaffen-Amtiskaw.
—No hay problema —replicó la otra máquina.
—Ah, sí que lo hay, Sma —dijo Xenito—. La verdad es que quería hablar contigo sobre…
Skaffen-Amtiskaw se quedó totalmente inmóvil durante una fracción de segundo. Ese brevísimo período de tiempo bastó para que la unidad y la Mente de la nave llevaran a cabo un intercambio de pareceres prolijo, detalladísimo y un tanto caldeado, pero Sma sólo se enteró de que Xenito tardó unos momentos en seguir hablando.
—… sobre el baile de disfraces en tu honor que se va a celebrar esta noche —improvisó la nave.
Sma le sonrió sin salir del cuarto de baño.
—Una idea encantadora, nave. Gracias, Xenito. Sí, ¿por qué no?
—Estupendo. Pensé que sería mejor que hablara contigo antes de poner en marcha los preparativos. ¿Tienes alguna sugerencia que hacerme sobre los disfraces?
Sma se rió.
—Sí. Creo que iré disfrazada de ti. Prepárame uno de esos trajes que llevas.
—Ja, ja… Sí, buena idea. De hecho creo que puede ser una elección bastante frecuente, pero impondremos la regla de que no puede haber dos personas con el mismo disfraz. Bien… Hablaré contigo más tarde.
Xenito abandonó el camarote y la puerta se cerró detrás de él. Sma salió del cuarto de baño y pareció algo sorprendida ante una marcha tan brusca, pero se limitó a encogerse de hombros.
—Ha sido una visita breve pero repleta de emociones —observó mientras hurgaba entre los calcetines que Skaffen-Amtiskaw acababa de ordenar cuidadosamente por orden cromático—. Esa máquina es bastante rara.
—¿Qué esperabas? —preguntó Skaffen-Amtiskaw—. Es una nave estelar.
«Podrías haberme dicho que estás ocultándole el tamaño del objetivo hacia el que nos dirigimos», le comunicó la Mente de la nave a Skaffen-Amtiskaw.
«Tengo la esperanza de que nuestros agentes ya habrán logrado averiguar dónde está el tipo al que buscamos y que nos darán una posición exacta —replicó la unidad—. En ese caso Sma no tiene por qué enterarse de que hemos tenido unos pequeños problemas de localización.»
«Desde luego, desde luego, pero… ¿no crees que deberías haber empezado no ocultándole nada?»
«¡Ja! ¡No conoces a Sma!»
«Oh… ¿Estás intentando decirme que tiene un temperamento tirando a fuerte?»
«¿Qué esperabas? ¡Es un ser humano!»
La nave preparó un banquete a cuyas bebidas y viandas añadió toda la gama de sustancias capaces de alterar la química cerebral de los seres humanos que la buena educación permitía emplear sin que se considerara necesario poner avisos advirtiendo del peligro en cada cuenco, plato, copa o recipiente de líquido. Comunicó a la tripulación la hora en que empezaría la fiesta y alteró la disposición de la zona de reuniones distribuyendo una considerable cantidad de espejos y campos inversores por el recinto (aparte de ella misma, la lista final de invitados sólo incluía a veintidós personas, con lo que conseguir que el lugar tuviera un aspecto lo suficientemente abarrotado fue uno de los mayores obstáculos a los que se enfrentó en su intento de provocar la sensación de que el acontecimiento social a celebrar iba a ser lo bastante orgiástico y desenfrenado).
Sma desayunó, fue acompañada en una gira por la nave —aunque había muy poco que ver, pues la mayor parte del espacio estaba reservado a los sistemas motrices—, y pasó casi todo el resto del día refrescando sus conocimientos sobre la historia y la estructura política de Voerenhutz.
La nave envió una invitación formal a cada miembro de la tripulación donde se dejaba bien claro que estaba totalmente prohibido Hablar del Trabajo. Tenía la esperanza de que esa prohibición y la cantidad de narcóticos incluidos en las bebidas y viandas del banquete bastarían para que nadie abordara el tema de cuál era su destino exacto. Había jugueteado con la idea de limitarse a explicar que tenían un pequeño problema al respecto y pedirles que no hablaran del asunto, pero sospechaba que había por lo menos dos tripulantes que se tomarían dicho ruego como un desafío intolerable a su integridad personal y se sentirían obligados a tratar el tema en cuanto se presentara la más mínima ocasión de hacerlo. Momentos como ése siempre le hacían pensar en si sería conveniente convertirse en una nave sin tripulación, pero Xenófobo sabía que si les pedía que se marcharan acabaría echando de menos a los humanos. En circunstancias normales su compañía resultaba bastante divertida.
La nave puso la música a un volumen bastante alto, llenó las pantallas con los hologramas más interesantes que pudo encontrar en sus archivos, y rodeó la zona de reunión con un fabuloso holopaisaje de color verde y azul repleto de arbustos flotantes y árboles suspendidos entre el cielo y la tierra repletos de extraños pájaros con ocho alas que hacían piruetas y revoloteaban. El paisaje terminaba en una capa de neblina blanca de la que asomaban nubes con forma de naves parecidas, que hacían pensar en gigantescas masas de algodón pegadas a riscos de roca color pastel tan altos que contemplarlos suponía correr el riesgo de dislocarse el cuello. Los riscos estaban adornados con otro despliegue de nubecillas realzadas por centelleantes cascadas azul y oro, y coronados por ciudades fabulosas repletas de pináculos y esbeltos puentes. Los solidogramas de figuras históricas famosas que la nave había conseguido incorporar a sus bancos de datos se paseaban por entre los invitados reforzando la ilusión de que la fiesta estaba muy concurrida, y aprovechaban cualquier ocasión de charlar con los seres humanos disfrazados. Aparte de todo eso la nave había prometido más sorpresas y diversiones en cuanto la fiesta estuviera un poquito más avanzada y el ambiente se encontrara lo bastante caldeado.
Sma acudió disfrazada de Xenito, Skaffen-Amtiskaw se convirtió en un modelo a escala de la nave y la nave decidió utilizar otro sensor remoto, una criatura acuática también de color marrón y amarillo que parecía un pez más bien gordo y de ojos saltones. El sensor flotaba dentro de una esfera de agua de un metro de diámetro encerrada en un campo de energía que se movía a la deriva por el recinto como si fuera un globo extraviado.
—Ais Disgarve, a quien ya has conocido antes —dijo el sensor presentándole al joven que la había recibido en el hangar el día antes. El agua hacía que su voz sonara un poquito burbujeante—. Y Jetart Hrine.
Sma sonrió, saludó a Disgarve con un asentimiento de cabeza —haciendo una nota mental para intentar acordarse de que se llamaba «Disgarve», y no «Disgarb»*—, y dedicó un segundo asentimiento de cabeza a la joven que tenía al lado.
—Hola otra vez. ¿Qué tal?
—La —dijo Disgarve.
Se había disfrazado de explorador en climas muy fríos, y su cuerpo estaba envuelto en un montón de pieles.
—Hola —dijo Jetart Hrine.
Era bajita, más bien rechoncha y tenía la piel tan negra que casi parecía azul. Daba la impresión de ser muy joven, y vestía una especie de uniforme militar antiguo de colores sorprendentemente chillones completado por el rifle de proyectiles perforantes que colgaba de uno de sus hombros.
—Ya sé que no debemos hablar del trabajo —dijo mientras tomaba un sorbo de su copa—, pero si he de ser franca Ais y yo nos hemos estado preguntando cuál es nuestro dest…
—¡Aaaaah! —gritó el sensor de la nave.
El campo que contenía su esfera de agua se desvaneció y el líquido se desparramó sobre los pies de Sma, Hrine y Disgarve. Los tres retrocedieron de un salto. El sensor en forma de pez se desplomó sobre la madera roja del suelo y empezó a retorcerse.
—¡Agua! —graznó.
Sma lo cogió por la cola.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—Una avería en el campo. ¡Agua! ¡Deprisa!
Sma se volvió hacia Disgarve y Hrine, que parecían bastante perplejos. Skaffen-Amtiskaw se abrió paso rápidamente por entre los invitados que iban hacia ellos.
—¡Agua! —repitió el sensor retorciéndose frenéticamente.
El ceño de Sma se fue arrugando muy despacio debajo del traje cubierto de pelos marrones y amarillos, y volvió la cabeza hacia la mujer vestida de soldado.
—¿Qué ibas a decir, Hrine?
—Iba a… ¡Ooof!
El modelo a escala uno/quinientos doce del piquete ultrarrápido Xenófobo debajo del que se ocultaba Skaffen-Amtiskaw chocó con la mujer y la obligó a retroceder tambaleándose. La copa que sostenía en la mano resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo.
—¡Eh! —exclamó Disgarve apartando a Skaffen-Amtiskaw de un manotazo.
Hrine parecía bastante irritada y empezó a frotarse el hombro poniendo cara de dolor.
—¡Lo siento! —dijo Skaffen-Amtiskaw en voz muy alta—. ¡Qué torpe soy!
—¡Agua! ¡Agua! —volvió a chillar el sensor debatiéndose en la mano peluda de Sma.
—¡Cállate! —dijo secamente Sma. Se acercó un poco más a Jetart Hrine interponiendo su cuerpo entre la mujer y Skaffen-Amtiskaw—. Hrine, ¿tendrías la bondad de completar la pregunta que ibas a formular hace unos momentos?
—Yo sólo quería saber por qué…
El suelo vibró y el paisaje que les rodeaba se estremeció. Chorros de luz cegadora cayeron sobre ellos, y cuando alzaron la cabeza vieron que las fabulosas ciudades multicolores que coronaban los riscos estaban empezando a quedar envueltas en gigantescas mareas luminosas que fueron desvaneciéndose lentamente para revelar nubes de escombros, torres que se desmoronaban y puentes que caían convertidos en millones de fragmentos. Los riscos se agrietaron y maremotos de lava hirviente y burbujeantes nubes de cenizas negras y grises emergieron de las grietas en un despliegue de olas que medían kilómetros de altura. Las olas chocaron con el tembloroso paisaje que se extendía por debajo de ellas. Las naves hechas de nubes se fueron hundiendo mientras los pájaros de ocho alas revoloteaban a tal velocidad que sus alas salían disparadas del cuerpo. Sma les vio precipitarse hacia el dosel de vegetación azulverdosa y esfumarse entre graznidos y aparatosas explosiones de hojas y plumas.
Jetart Hrine estaba contemplando el espectáculo con expresión de incredulidad. Sma la agarró por el cuello del uniforme con una pata peluda y la sacudió para atraer su atención.
—¡Está intentando distraerte! —gritó, y volvió la cabeza hacia el sensor en forma de pez que colgaba de su otra pata—. ¡Basta ya! —le gritó. Volvió a sacudir a la mujer. Disgarve intentó aflojar la presa de la pata que sujetaba a Hrine, pero Sma le apartó la mano con bastante brusquedad—. ¿Qué ibas a decir?
—¿Por qué no sabemos adonde vamos? —gritó Hrine con la boca casi pegada a la nariz de Sma.
La pregunta fue claramente audible a pesar de que la tierra estaba agrietándose para soltar chorros de llamas. Una inmensa silueta negra de ojos rojizos emergió del abismo que acababa de aparecer ante ellos.
—¡Vamos a Crastalier! —gritó Sma.
Un bebé humano tan grande como una montaña se materializó en el cielo. El bebé les observó con expresión beatífica, les saludó con una sonrisa radiante y empezó a girar sobre sí mismo envuelto en una aureola de líneas y dibujos multicolores.
—¿Y qué? —aulló Hrine. Los relámpagos surcaron el espacio que separaba al bebé celeste de la bestia surgida del abismo y el trueno retumbó en sus oídos—. ¡Crastalier es un Grupo Abierto! ¡Debe de tener medio millón de estrellas como mínimo!
Sma se quedó totalmente inmóvil.
Los hologramas volvieron a mostrar las imágenes anteriores al cataclismo. El estrépito se esfumó para ceder paso a la música, pero las nuevas melodías eran mucho más relajantes y el volumen había bajado mucho. Los tripulantes se observaron los unos a los otros con expresiones de perplejidad y hubo numerosos encogimientos de hombros.
El sensor en forma de pez y Skaffen-Amtiskaw intercambiaron una rápida mirada. El sensor se convirtió en el holograma de una raspa de pescado. Skaffen-Amtiskaw se envolvió en otro holograma que mostraba al modelo a escala de la nave girando locamente sobre sí mismo mientras se desintegraba y empezaba a echar humo. Sma se volvió lentamente hasta quedar de cara a las dos unidades y las observó en silencio. Las dos máquinas volvieron a su forma anterior.
—¿Un… Grupo… Abierto? —preguntó.
Se llevó las manos a la cabeza y se quitó la peluda cabeza marrón y amarilla del disfraz.
Los labios de Sma estaban curvados en lo que parecía una sonrisa. Experiencias anteriores habían hecho que Skaffen-Amtiskaw se pusiera terriblemente nervioso cada vez que veía aquella expresión.
«Oh, mierda.»
«Creo que nos hallamos ante un ser humano del sexo femenino extremadamente irritado, Skaffen-Amtiskaw.»
«No me digas… ¿Tienes alguna idea?»
«Ni una. Lo dejo en tus campos. Voy a sacar mi culo de pez de aquí lo más rápidamente posible.»
«¡Nave! ¡No puedes hacerme esto!»
«Puedo y voy a hacerlo. Es tu prototipo, ¿no? Ya hablaremos luego. Adiós.»
El sensor con forma de pez se quedó repentinamente fláccido en la pata que lo sostenía. Sma lo dejó caer sobre los charcos de agua que cubrían el suelo.
La unidad decidió prescindir del disfraz y flotó hacia el rostro de Sma con todos los campos puestos al mínimo de intensidad. Inclinó unos centímetros su parte delantera y se quedó totalmente inmóvil en esa posición.
—Sma —dijo en voz baja—. Lo siento… No te he mentido, pero te he engañado.
—Mi camarote —dijo Sma con voz tranquila después de haber guardado silencio durante unos momentos—. Disculpadnos —le dijo a Disgarve y Hrine, y se alejó hacia su camarote seguida por la unidad.
Estaba flotando sobre la cama en la posición del loto desnuda salvo por los pantalones cortos. El traje de Xenito yacía en el suelo. Sus glándulas estaban produciendo «Calma» a toda velocidad, y parecía más entristecida que furiosa. Skaffen-Amtiskaw había esperado una discusión a grito pelado, y el enfrentarse con una decepción tan mesurada había hecho que su preocupación y abatimiento alcanzaran nuevas cimas.
—Pensé que si te lo decía te negarías a venir.
—Unidad… Es mi trabajo, ¿no?
—Lo sé, pero parecías tener tan pocas ganas de marcharte que…
—¿Qué esperabas? Llevaba tres años allí, y ni tan siquiera os tomasteis la molestia de avisarme con tiempo. Pero, aun así, ¿cuánto tardé en acceder incluso después de que me hablaras del sustituto? Vamos, unidad… Me explicaste cuál era la situación y la acepté. No había ninguna necesidad de ocultarme que Zakalwe había logrado escapar a la vigilancia.
—Lo siento —dijo la unidad en voz muy baja—. Ya sé que pedirte disculpas no arregla las cosas, pero… Lo siento muchísimo, de veras. Por favor, di que podrás perdonarme algún día.
—Oh, tampoco hace falta que lleves demasiado lejos el numerito del arrepentimiento. Limítate a contarme lo que nos espera en el futuro.
—De acuerdo.
Sma dejó que su cabeza se inclinara sobre su pecho durante unos momentos y volvió a erguirla.
—Puedes empezar contándome cómo se las arregló Zakalwe para darnos esquinazo. ¿Con qué le estábamos vigilando?
—Con un proyectil cuchillo.
—¿Con un… proyectil cuchillo?
La expresión de perplejidad de Sma estuvo a la altura de la que podía esperarse ante semejante revelación. Alzó una mano y se frotó lentamente el mentón con ella.
—Un último modelo, para ser exactos —dijo la unidad—. Nanoarmas, efector, unidad deformante de monofilamentos… Cerebro valor coma siete.
—¿Y Zakalwe logró darle esquinazo a semejante bestia?
Sma parecía estar a punto de soltar la carcajada.
—No se limitó a darle esquinazo. Se lo cargó.
—Mieeeeerda… —jadeó Sma—. No le creía tan listo. Oye, ¿fue un caso de auténtica inteligencia o fue pura suerte? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo hizo?
—Bueno, es muy secreto, compréndelo… —dijo la unidad—. Te ruego que no hables del asunto con nadie.
—Palabra de honor —dijo Sma con sarcasmo poniéndose una mano en el pecho.
—Bueno… —dijo la unidad dejando escapar una especie de suspiro—. Necesitó un año entero para prepararlo, pero el sitio donde le dejamos después de que hiciera su último trabajo para nosotros… Verás, los humanoides de ese planeta comparten el espacio vital con mamíferos marinos de gran tamaño e inteligencia similar a la suya. Es una relación simbiótica altamente viable con una gran cantidad de intercambios entre las dos culturas. Zakalwe utilizó lo que le habíamos pagado por su trabajo para comprar una empresa que fabricaba sistemas láser usados en la medicina y los aparatos de guía y señales. Su trampa era muy complicada, y exigía utilizar el hospital que los humanoides estaban construyendo en la costa de un océano para tratar las enfermedades de esos mamíferos marinos. Uno de los equipos médicos que estaban probando era un Scanner Magnético de Resonancia Nuclear…, uno muy grande.
—¿Un qué?
—Es la cuarta forma más primitiva de examinar las entrañas de un ser acuático promedio.
—Sigue.
—El aparato utiliza campos magnéticos extremadamente potentes. Se suponía que Zakalwe debía probar un láser incorporado a la máquina, ¿comprendes? La prueba tenía que hacerse un día en el que todo el personal estaba de vacaciones. Zakalwe se las arregló para atraer al proyectil cuchillo hasta allí…, y activó la máquina.
—Creía que los proyectiles cuchillo no utilizaban ningún tipo de magnetismo.
—Y no lo utilizan, pero la estructura del proyectil contenía la cantidad de metal suficiente para que cualquier intento de moverse demasiado deprisa provocara remolinos magnéticos que podían resultar altamente nocivos para su integridad física.
—Pero seguía siendo capaz de moverse, ¿no?
—No lo bastante deprisa para escapar al láser que Zakalwe había colocado en un extremo del scanner. Se suponía que el láser debía servir para funciones de iluminación y que ayudaría a producir hologramas de los mamíferos marinos, pero Zakalwe instaló un artefacto de potencia militar… El proyectil cuchillo acabó literalmente frito.
—Uf. —Sma asintió con la cabeza y clavó la mirada en el suelo—. Ese hombre nunca dejará de sorprenderme… —Alzó los ojos hacia la unidad—. Zakalwe debía de tener muchas ganas de escapar a la vigilancia, ¿no?
—Sí, eso parece —dijo la unidad.
—Así que… Quizá no quiera volver a trabajar para nosotros. Puede que no desee volver a tener noticias nuestras.
—Me temo que debemos tomar en consideración esa posibilidad.
—Incluso si logramos encontrarle.
—Así es.
—¿Y lo único que sabemos es que se encuentra en algún lugar de un Grupo Abierto llamado Crastalier?
La incredulidad que sentía resultaba claramente audible en su tono de voz.
—Bueno, sabemos algo más que eso —dijo Skaffen-Amtiskaw—. Si se largó inmediatamente después de freír al proyectil cuchillo y subió a la nave más rápida disponible el número de sistemas en los que puede estar se reduce a unos diez o doce. Por suerte el nivel tecnológico de esa metacivilización no es tan alto… —La unidad vaciló y siguió hablando—. Voy a serte sincero, Sma. Si hubiéramos actuado enseguida utilizando todos los medios a nuestro alcance quizá habríamos conseguido atraparle, pero creo que las Mentes encargadas de controlar este tipo de situaciones quedaron tan impresionadas por el truco de Zakalwe que… Bueno, pensaron que merecía salirse con la suya. Mantuvimos una vigilancia general sobre todo el volumen, pero la búsqueda sólo ha alcanzado niveles de intensidad realmente serios en los últimos días. Hemos empezado a traer naves y gente de todas partes. Estoy seguro de que acabaremos encontrándole.
—¿Has dicho diez o doce sistemas, unidad? —preguntó Sma meneando la cabeza.
—Veintitantos planetas y puede que unos trescientos habitáculos espaciales lo bastante grandes como para ser tomados en consideración…, sin incluir las naves, naturalmente.
Sma cerró los ojos y volvió a menear la cabeza.
—No puedo creerlo.
Skaffen-Amtiskaw pensó que sería mejor no decir nada.
La mujer abrió los ojos.
—¿Estarías dispuesta a transmitirles un par de sugerencias de mi parte?
—Desde luego.
—Que se olviden de los habitáculos y de todos los planetas que se aparten mucho del tipo Promedio; que busquen en…, desiertos, zonas templadas; bosques pero no junglas…, y que se olviden de las ciudades. —Se encogió de hombros y se frotó la boca con una mano—. Si está realmente decidido a seguir escondiéndose no le encontraremos jamás. Si lo único que deseaba es poner un poco de distancia entre él y nosotros para vivir su vida sin ser observado…, quizá tengamos una posibilidad. Oh, y que presten una atención especial a todas las guerras, naturalmente. Sobre todo a las guerras no demasiado grandes y…, las que sean interesantes. ¿Comprendes a qué me estoy refiriendo?
—Sí. Transmitido.
En circunstancias normales la unidad se habría tomado aquella pequeña exhibición de psicología aficionada aplicada a la investigación con un considerable sarcasmo, pero decidió que dada la situación actual lo mejor que podía hacer era refugiarse en las metáforas.
Skaffen-Amtiskaw hizo un esfuerzo de imaginación, se mordió una lengua de la que no disponía y transmitió las observaciones de Sma a la nave para que las enviara a la flota de búsqueda que se estaba desplegando por la zona hacia la que se dirigían.
Sma tragó una honda bocanada de aire. Sus hombros subieron y bajaron lentamente.
—Esa celebración de bienvenida a bordo… ¿Aún no ha terminado?
—No —replicó Skaffen-Amtiskaw, ligeramente sorprendido.
Sma saltó de la cama y empezó a ponerse el disfraz de Xenito.
—Bueno, no queremos que nos tomen por un par de aguafiestas, ¿verdad?
Acabó de ponerse el traje, se inclinó para coger la cabeza cubierta de pelos amarillos y marrones y fue hacia la puerta.
—Sma… —dijo la unidad, siguiéndola—. Pensé que te pondrías hecha una furia.
—Puede que acabe haciéndolo cuando se me hayan pasado los efectos de los montones de «Calma» que he segregado —admitió Sma mientras abría la puerta y se colocaba la cabeza del disfraz—. Pero hasta entonces… Bueno, prefiero no perder mi tiempo y mis energías enfureciéndome.
Avanzaron por el pasillo. Sma se volvió hacia los débiles campos de colores contritos que envolvían a la máquina.
—Venga, unidad… Se supone que vamos a un baile de disfraces, ¿no? Pero te aconsejaría que intentaras dar con algo un poquito más imaginativo que un modelo a escala, ¿de acuerdo?
—Hmmm… —dijo la máquina—. ¿Tienes alguna sugerencia al respecto?
—No se me ocurre nada. —Sma suspiró—. ¿Qué te quedaría bien? Quiero decir… ¿Cuál es el disfraz perfecto para un bastardo hipócrita, cobarde, mentiroso y presumido que es incapaz de sentir el más mínimo respeto por otra persona y que no confía en nadie?
Fueron acercándose al ruido y las luces de la fiesta. Sma llevaba bastante rato sin oír ni el más mínimo sonido procedente de la unidad, por lo que acabó girando sobre sí misma y vio a un joven apuesto y de proporciones clásicas aunque de aspecto curiosamente anónimo siguiéndola por el pasillo. Los ojos del joven se apartaron lentamente de su trasero y fueron subiendo hasta encontrarse con su mirada.
Sma dejó escapar una carcajada.
—Sí…, magnífico. —Dio unos cuantos pasos más—. Aunque pensándolo mejor…, creo que prefería el modelo a escala.
Nunca escribía en la arena, y hasta el dejar pisadas en ella le disgustaba. Pensaba que era una especie de comercio desarrollado en un solo sentido. Él se encargaba de recorrer la playa, y el mar proporcionaba los materiales, mientras que la arena se limitaba a ser la intermediaria que desplegaba los artículos como si fuera el inmenso y húmedo mostrador de una tienda colosal. La simplicidad de ese acuerdo siempre le había complacido.
A veces se entretenía observando pasar los barcos, y había momentos en los que deseaba estar a bordo de una de esas diminutas siluetas oscuras que iban de camino a un lugar pintoresco y exótico, o —si hacía un cierto esfuerzo de imaginación— a un puerto tranquilo repleto de luces parpadeantes, risas afables, amigos y bienvenidas. Pero lo más normal era que ignorara el lento desplazarse de esos puntitos y siguiera concentrado en la tarea de recorrer la playa recogiendo cosas con los ojos clavados en la espuma marrón grisácea que cubría la curva de la playa. El horizonte estaba limpio y vacío, el viento canturreaba sobre las dunas y los pájaros marinos giraban sobre su cabeza lanzando chillidos estridentes agradablemente desprovistos de sentido e impregnados de una vaga irritación que hacían vibrar la bóveda del cielo.
Los vehículos terrestres chillones y ruidosos que le visitaban de vez en cuando llegaban del interior. Siempre estaban adornados con gran abundancia de metales relucientes y luces parpadeantes, tenían ventanillas de muchos colores y rejillas o paneles sobrecargados de adornos complicadísimos. Los banderines aleteaban a su alrededor y pinturas concebidas con grandes dosis de entusiasmo pero pésimamente ejecutadas parecían chorrear de sus flancos. Los vehículos venían por el camino arenoso que llevaba a la ciudad-aparcamiento gruñendo, tosiendo y eructando humos mientras sus mecanismos protestaban por el exceso de carga que debían soportar. Los adultos asomaban la cabeza por las ventanillas o permanecían en equilibrio inestable sobre las rampas laterales; los niños correteaban al lado de los vehículos, se agarraban a las tiras y escaleras que cubrían sus flancos o chillaban y protestaban sentados en el techo.
Venían a ver al hombre extraño que vivía en la pintoresca choza de madera de las dunas. Vivir en algo que estaba unido al suelo y que no se movía nunca —algo que ni tan siquiera podía moverse—, les fascinaba y, al mismo tiempo, les producía una leve sensación de repugnancia. Los visitantes clavaban la mirada en el punto donde la madera y el papel embreado se encontraban con la arena, meneaban la cabeza y caminaban lentamente alrededor de la choza como si estuvieran intentando averiguar dónde tenía las ruedas. Hablaban entre ellos tratando de imaginar lo que sería soportar el mismo paisaje y la misma clase de clima día tras día. Abrían la puerta y olisqueaban la oscura atmósfera impregnada de humo y olor a hombre del interior de la choza, y se apresuraban a cerrarla afirmando en tono muy enfático que vivir unido a la tierra sin moverse nunca del mismo sitio no podía ser sano. Insectos, podredumbre, atmósfera estancada… No, no podía ser nada sano.
Él no les hacía ningún caso. Comprendía su lenguaje, pero fingía no entender ni una sola palabra de lo que decían. Sabía que la siempre cambiante población de la ciudad-aparcamiento que había en el interior le conocía como «el hombre-árbol», porque les gustaba imaginar que había echado raíces y que estaba tan unido al suelo como su choza desprovista de ruedas. Lo más normal era que cuando venían estuviese fuera de la choza y no llegara a verles. Los visitantes pronto dejaban de interesarse en aquel extraño espectáculo y se dirigían a la playa para chillar cuando las olas les mojaban los pies, arrojar piedras al océano y construir castillitos de arena. Después regresaban a sus vehículos-hogares y se alejaban de regreso hacia el interior acompañados por un coro de chirridos, gruñidos y bocinazos y envueltos en un parpadear de luces, y volvían a dejarle solo.
Apenas pasaba un día sin que encontrara algún pájaro marino muerto, y tropezaba con los despojos de los mamíferos marinos traídos por las olas cada tres o cuatro. Las algas y las flores del mar yacían sobre la arena como las guirnaldas y confetti que cubren el suelo después de una fiesta, y cuando se secaban ondulaban al viento desenredándose lentamente para acabar desintegrándose y ser arrastradas hacia el mar o perderse tierra adentro en un último despliegue de colores y podredumbre.
En una ocasión encontró un marinero muerto cuyo cuerpo había sido deformado por la prolongada estancia en las aguas. El lento palpitar espumoso del mar movía rítmicamente una de sus piernas. El hombre contempló el cadáver durante un rato. Después vació la bolsa de lona que contenía el botín traído por las olas y tapó delicadamente la cabeza del marinero y la parte superior de su torso con ella. La marea estaba bajando, y el cuerpo no sería arrastrado playa arriba. El hombre fue a la ciudad-aparcamiento —por una vez el carrito de madera en el que transportaba los tesoros del mar no iba delante de él abriéndole camino—, y habló con el sheriff.
El día en que encontró la sillita pasó de largo junto a ella, pero cuando volvió a pasar por aquel trozo de playa vio que seguía allí. Siguió andando y al día siguiente se alejó en dirección opuesta caminando hacia un horizonte distinto, y pensó que la tempestad que se produjo durante la noche la habría hecho desaparecer, pero al día siguiente vio que estaba en el mismo sitio, así que se la llevó a su choza y la aseguró con lianas sustituyendo la pata que había perdido por una rama encontrada en la playa. Después colocó la sillita junto a la puerta de la choza, pero nunca se sentaba en ella.
Una mujer venía a la choza cada cinco o seis días. La conoció en la ciudad-aparcamiento poco después de llegar allí, al tercer o al cuarto día de una borrachera continuada en la que no pensaba introducir ningún intervalo de sobriedad. Pagaba a la mujer por las mañanas, y casi siempre le daba más dinero del que creía que esperaba recibir porque se daba cuenta de que aún no había logrado superar del todo el miedo que le inspiraba aquella extraña vivienda sin ruedas.
La mujer solía hablarle de sus antiguos amores o de sus viejas esperanzas y de las nuevas, y el hombre la escuchaba sin prestarle mucha atención sabiendo que ella estaba convencida de que no entendía lo que le contaba. Cuando hablaba con ella usaba otro lenguaje y las historias que salían de sus labios resultaban todavía menos creíbles que las de la mujer. La mujer se acurrucaba junto a él con la cabeza sobre la dura planicie de su pecho y él hablaba como si conversara con la negrura que se cernía sobre su lecho, y el frágil recinto de madera que les protegía era tan pequeño que su voz jamás creaba ecos. El hombre usaba palabras que ella jamás entendería para hablarle de esa tierra encantada donde todo el mundo poseía poderes mágicos, donde nadie tenía que enfrentarse a dilemas o elecciones dolorosas y la culpabilidad casi era desconocida, y la pobreza y la degradación eran cosas de las que debías hablar a los niños para que pudieran comprender lo afortunados que eran, y donde jamás había corazones rotos por la pena o la desgracia.
Le habló de un hombre, un guerrero que había trabajado para los hechiceros haciendo cosas que ellos no podían o no querían hacer personalmente, y le contó que el guerrero había tomado la decisión de no seguir trabajando para ellos. Aquel hombre se había embarcado en una campaña personal fruto de la obsesión, porque quería verse libre de una carga cuya existencia se negaba a admitir —y que ni tan siquiera los hechiceros habían sido capaces de descubrir—, y al final de esa campaña acabó descubriendo que no sólo había aumentado el peso con el que debía cargar, sino que su capacidad de seguir soportándolo no era infinita.
Y a veces le hablaba de otro tiempo y otro lugar muy alejado en el espacio y en el tiempo y aún más alejado en la historia, un lugar donde cuatro niños habían jugado juntos en un inmenso y maravilloso jardín, pero su paraíso acabó siendo destruido por las armas, y le hablaba del chico que se convirtió primero en un joven y luego en un hombre, pero que no consiguió librarse jamás del amor que sentía hacia una muchacha. Años después aquel lugar tan lejano fue el escenario de una guerra pequeña pero terrible, y el jardín desapareció. (Y el paso del tiempo hizo que el hombre consiguiera arrancar a la chica de su corazón.) Al final, cuando llevaba tanto rato hablando que ya estaba medio dormido y la noche había llegado a su hora más oscura y la mujer ya llevaba mucho tiempo viajando por la tierra de los sueños, a veces le contaba en susurros la historia de un gran navío de combate que dormía en un lecho de piedra pero que seguía siendo tan temible y poderoso como en el pasado, y le hablaba de las dos hermanas que habían tenido en sus manos el destino de esa nave de guerra, y de sus destinos, y de la Silla y del Constructor de Sillas.
Después se quedaba dormido, y cuando despertaba, la mujer y el dinero siempre habían desaparecido.
Entonces volvía la mirada hacia el oscuro papel embreado que cubría las paredes e intentaba conciliar el sueño, pero no lo conseguía y acababa levantándose de la cama para vestirse. Después salía de la cabaña y volvía a recorrer la playa que se extendía hasta perderse en el horizonte, moviéndose lentamente bajo el cielo de color azul o negro y los pájaros marinos que giraban sobre su cabeza entonando tenazmente sus canciones desprovistas de significado, como si el mar y la brisa que olía a sal pudieran entenderlas.
El clima cambiaba, pero el hombre nunca se tomaba la molestia de mantenerse al corriente de los pronósticos y nunca sabía en qué estación vivía, pero el clima oscilaba del sol y el calor al frío y las nubes, y a veces el granizo caía del cielo y los vientos soplaban alrededor de la choza abriéndose paso con un gemido quejumbroso por las grietas del papel embreado y las hendiduras que había entre los tablones, y sus manos invisibles removían la arena caída sobre el suelo de la choza esparciéndola a un lado y a otro como si los granos de arena fuesen un montón de recuerdos calcinados.
La arena se iba acumulando dentro de la choza llegando primero de una dirección y luego de otra, y el hombre la recogía cuidadosamente y la arrojaba por la puerta entregándola al viento igual que si hiciese una ofrenda, y cuando había terminado se sentaba a esperar la próxima tormenta.
Siempre sospechaba que aquellas lentas inundaciones de arena seguían una pauta, pero nunca se decidía a hacer el intento de averiguar en qué podía consistir. Cada tres o cuatro días tenía que llevar su carrito de madera a la ciudad-aparcamiento para vender las cosas que le había traído el mar y conseguir dinero que convertir en provisiones y pagar a la mujer que acudía a su cabaña cada cinco o seis días.
La ciudad-aparcamiento con que se encontraba a cada nueva visita era distinta de la que había visto durante su última estancia en ella. Las calles se creaban o se evaporaban en un cambio continuo que dependía de la llegada o la marcha de los vehículos-hogares, y todo estaba supeditado al sitio en que decidieran aparcar sus propietarios. Había algunas estructuras casi inmutables, como el recinto del sheriff, el depósito de combustible, el remolque del herrero y el área en que las caravanas de la luz y las reparaciones habían instalado sus talleres, pero incluso ellas cambiaban poco a poco y todo lo que había a su alrededor se encontraba en un estado de flujo continuo, por lo que la geografía de la ciudad-aparcamiento nunca era idéntica de una visita a otra. Aquella permanencia precaria le producía una extraña satisfacción secreta, y el ir allí no le disgustaba tanto como intentaba aparentar.
El camino de tierra polvorienta estaba lleno de roderas y nunca se hacía más corto. El hombre siempre albergaba la esperanza de que los desplazamientos de la ciudad-aparcamiento fueran acercando lentamente su ajetreo y sus luces a la choza en que vivía, pero su deseo jamás se había visto cumplido y el hombre se consolaba pensando que si la ciudad se acercara las personas que la habitaban y su torpe curiosidad también estarían más cerca de él.
Una chica de la ciudad-aparcamiento —la hija de uno de los comerciantes con los que trataba— parecía más interesada por él que por las otras personas con las que tenía contacto. Siempre le daba algo de beber y le traía golosinas que cogía del remolque de su padre, y rara vez le dirigía la palabra. Se limitaba a entregarle lo que había traído, le sonreía tímidamente y se alejaba caminando muy deprisa con su ave marina —le habían cortado la mitad de cada ala, incapacitándola para volar— contoneándose detrás de ella sin dejar de graznar.
El hombre nunca le había dicho nada que no debiera decirle, y siempre apartaba la mirada de su esbelto cuerpo moreno. No sabía cuáles eran las leyes de cortejo por las que se regían los habitantes de la ciudad-aparcamiento, y aunque aceptar las golosinas y las bebidas siempre le había parecido el camino más sencillo y menos problemático a seguir no quería entrometerse más de lo estrictamente necesario en las vidas de aquella gente. Se dijo que la chica y su familia no tardarían en marcharse a otro sitio, y siguió aceptando sus pequeñas ofrendas con un asentimiento de cabeza que no iba acompañado por palabras o sonrisas, y no siempre bebía o comía todo lo que le entregaba. También se había dado cuenta del joven que parecía estar por allí cada vez que la chica le daba algo. El joven solía observarle con una expresión peculiar, y el hombre comprendió que deseaba a la chica, y a partir de entonces procuró apartar los ojos lo más rápidamente posible cada vez que su mirada se encontraba con la de él.
El joven le siguió un día mientras volvía a la choza perdida entre las dunas. Se plantó delante e intentó hacerle hablar. Después le golpeó en el hombro, acercó su cara a la del hombre y se puso a gritar. El hombre fingió que no le entendía. El joven trazó líneas sobre la arena delante de él y el hombre pasó sobre ellas empujando su carrito y le contempló parpadeando lentamente, con las dos manos rodeando las varas del carrito, y los gritos del joven se hicieron más airados y se inclinó para trazar otra línea sobre la arena que se interponía entre ellos.
El hombre acabó hartándose y cuando el joven volvió a clavarle un dedo en el hombro le agarró por la muñeca, le retorció el brazo hasta hacerle caer sobre la arena y le mantuvo inmovilizado durante unos momentos tirando de la articulación del hombro mientras medía cuidadosamente —al menos eso esperaba— la fuerza que ejercía. No quería romperle nada, pero deseaba causarle un dolor lo bastante intenso para que el joven quedara incapacitado durante dos o tres minutos, el tiempo que necesitaría para alejarse lentamente sobre las dunas empujando su carrito.
La táctica pareció funcionar.
Dos noches después —la noche después de que la mujer hubiera ido a la choza y de que él hubiera vuelto a hablarle de aquel terrible navío de combate, de las dos hermanas y del hombre que aún no había obtenido el perdón por lo que había hecho— la chica llamó a su puerta. El ave marina con las alas inutilizadas saltó y lanzó sus graznidos estridentes mientras la chica lloraba y le decía que le amaba y que había discutido con su padre, y él intentó apartarla de un empujón, pero la chica se escabulló por debajo de su brazo, se derrumbó sobre su cama y siguió llorando.
El hombre contempló la negrura sin estrellas de la noche y acabó clavando la mirada en los ojos del ave marina mutilada, que había dejado de graznar. Después fue hasta la cama, cogió a la chica en vilo y la sacó de la choza cerrando la puerta con un golpe seco y pasando el pestillo.
Sus gritos y los graznidos del ave marina entraron por las hendiduras que había entre los tablones durante un rato invadiendo el interior de la choza de una forma tan inexorable como los granos de arena que traía el viento. El hombre se tapó las orejas con las manos y tiró de las sucias mantas para ocultar su cabeza.
Su familia, el sheriff y puede que unas veinte personas más de la ciudad-aparcamiento se presentaron a la noche siguiente.
La chica había sido encontrada esa tarde en el sendero que llevaba a su choza. Estaba muerta, y la habían golpeado salvajemente antes de violarla. El hombre se quedó inmóvil en el umbral de la choza contemplando aquellos rostros iluminados por las llamas de las antorchas. Sus ojos se encontraron con los del joven que deseaba a la chica, y le bastó con mirarle para comprender lo que había ocurrido.
No podía hacer nada. La culpabilidad que brillaba en un par de ojos no era nada comparada con el fuego de la venganza que bailoteaba en los de los demás, así que cerró la puerta de un manotazo, corrió hasta el otro extremo de la choza y derribó los frágiles tablones de madera para alejarse hacia las dunas y la oscuridad.
Aquella noche tuvo que luchar con cinco de ellos y faltó poco para que matara a dos, pero al final encontró al joven y a uno de sus amigos buscándole sin demasiado entusiasmo cerca del sendero.
Dejó inconsciente al amigo y sus manos se cerraron sobre la garganta del joven. Cada uno de ellos llevaba un cuchillo. El hombre se los quedó, llevó al joven hasta la choza con la hoja de un cuchillo rozando su garganta.
Prendió fuego a la choza.
Cuando la luz hubo atraído a una docena de hombres subió a la duna más alta de las que rodeaban la hondonada manteniendo inmovilizado al joven con una mano.
Los hombres de la ciudad-aparcamiento alzaron la cabeza hacia el extranjero iluminado por las llamas. El hombre dejó que el joven se derrumbara sobre la arena y arrojó los dos cuchillos haciendo que se clavaran junto a sus pies.
El chico cogió los cuchillos y se lanzó sobre él.
El hombre se movió, permitió que el joven pasara junto a él y le desarmó. Cogió los dos cuchillos y los arrojó delante del joven con la empuñadura hacia abajo. El joven volvió a atacarle blandiendo un cuchillo en cada mano y, una vez más, el hombre permitió que pasara junto a él —el movimiento fue tan rápido que apenas resultó visible— y le quitó los cuchillos de entre los dedos. Le puso la zancadilla y arrojó los cuchillos antes de que hubiera conseguido levantarse de la arena. Los cuchillos se hundieron en la arena a un centímetro de su cabeza, uno a la derecha y el otro a la izquierda. El joven gritó, cogió los dos cuchillos y se los arrojó.
El hombre movió la cabeza de manera imperceptible y los cuchillos pasaron silbando junto a sus orejas. Los hombres que les observaban a la parpadeante claridad de las antorchas movieron la cabeza para seguir la trayectoria que debían trazar hasta perderse en las dunas que había detrás de ellos, pero cuando volvieron la mirada hacia él con expresiones de perplejidad y sorpresa vieron que el forastero tenía un cuchillo en cada mano, y comprendieron que los había pillado al vuelo. El hombre volvió a arrojarlos delante del joven.
El joven los cogió y lanzó un alarido gutural. Sus manos ensangrentadas se movieron torpemente para agarrarlos por las empuñaduras y volvió a lanzarse sobre el forastero, quien le derribó, le arrancó los cuchillos de las manos y sostuvo uno de los codos del joven sobre su rodilla con el brazo tenso durante un segundo interminable como si se dispusiera a rompérselo…, y acabó soltándolo. El hombre volvió a coger los cuchillos y los depositó en las palmas del joven.
Oyó los sollozos ahogados por la negrura de la arena y sintió el peso de las miradas que les observaban.
Se preparó para echar a correr y miró a su espalda.
El ave marina saltó y movió frenéticamente sus alas mutiladas golpeando el aire y la arena con ellas hasta que consiguió llegar a lo alto de la duna. Inclinó la cabeza y contempló al forastero con un ojo encendido por los reflejos de las llamas.
Los hombres de la hondonada parecían haber quedado paralizados por el bailotear de las llamas.
El ave marina fue hacia el joven que seguía sollozando sobre la arena y dejó escapar un graznido ensordecedor. Movió las alas, volvió a graznar y su pico buscó los ojos del joven.
El joven intentó quitársela de encima, pero el ave dio un gran salto, graznó y movió las alas, y las plumas salieron disparadas por los aires y cuando el joven le rompió un ala el ave se desplomó sobre la arena con la cola apuntando hacia su rostro y le lanzó un chorro de excrementos casi líquidos.
El rostro del chico entró en contacto con la arena y los sollozos hicieron temblar su cuerpo.
El forastero contempló los rostros de los hombres inmóviles en la hondonada mientras su choza se iba derrumbando y los remolinos de chispas anaranjadas se alzaban hacia el silencio del cielo nocturno.
El sheriff y el padre de la chica acabaron subiendo a la duna y se llevaron al joven, y una luna después la familia de la chica se marchó de la ciudad-aparcamiento y dos lunas después el cuerpo envuelto en cuerdas del joven fue arrojado a un agujero recién excavado en el promontorio rocoso más cercano y sepultado debajo de un montón de piedras.
Los habitantes de la ciudad-aparcamiento no volvieron a dirigirle la palabra, aunque un comerciante seguía aceptando los objetos que recogía de la playa. Los ruidosos vehículos de colores chillones dejaron de recorrer el sendero arenoso para venir a verle, y le sorprendió descubrir que les echaba de menos. Montó una pequeña tienda junto a los restos ennegrecidos de la choza.
La mujer dejó de visitarle, y no volvió a verla nunca. Se consoló pensando que conseguía tan poco dinero a cambio de sus hallazgos que no podría haberle pagado el que se acostara con él y seguir comiendo.
Y descubrió que lo peor de todo era el no tener a nadie con quien hablar.
Vio a la silueta sentada en la playa unas cinco lunas después de haber prendido fuego a su choza. Se quedó inmóvil durante unos momentos sin saber qué hacer y acabó yendo hacia ella.
Se detuvo cuando estaba a unos veinte metros de la mujer e inspeccionó concienzudamente un trozo de red caído sobre la señal de la marea. El trozo de red aún conservaba los flotadores y los primeros rayos del sol matinal los hacían brillar como si fuesen un manojo de soles atrapados en la tierra.
Miró a la mujer. Estaba sentada con las piernas cruzadas delante del cuerpo y los brazos apoyados en el regazo con los ojos fijos en el mar. Vestía un traje sencillo y sin adornos. El cielo y la tela eran del mismo color.
Fue hacia ella y dejó caer su nueva bolsa de lona a su lado. La mujer no se movió.
Se sentó junto a ella, adoptó la misma postura y, como ella, clavó los ojos en el mar.
Esperó hasta que las olas hubieran chocado contra la arena rompiéndose y alejándose hacia el mar, y tosió para aclararse la garganta antes de hablar.
—Ha habido algunos momentos en los que tenía la sensación de que me estaban observando —dijo.
Sma tardó un poco en responder. Las aves marinas giraban en el aire llamándose unas a otras en un lenguaje que el hombre seguía sin comprender.
—Oh, es una sensación muy común —dijo por fin.
El hombre deslizó una mano sobre la arena alisando la ondulación dejada por una ola.
—No soy un objeto de tu propiedad, Diziet.
—No —dijo Sma volviéndose hacia él—. Tienes razón. No eres un objeto, y no somos tus dueños. Lo único que podemos hacer es preguntarte…
—¿Qué?
—Si estás dispuesto a volver. Tenemos un trabajo para ti.
—¿De qué se trata?
—Oh… —Sma alisó la tela que cubría sus rodillas—. Queremos que nos ayudes a convencer a una pandilla de aristócratas de que deben olvidar el pasado y entrar en el próximo milenio. Tendrías que trabajar desde dentro.
—¿Por qué?
—Es importante.
—¿Hay algo que no lo sea?
—Y esta vez podemos pagarte lo que te mereces.
—La última vez fuisteis más que generosos. Montones de dinero y un cuerpo nuevo… ¿Qué más puede pedir un hombre? —Movió la mano señalando primero la bolsa de lona que había dejado caer junto a ella y luego los harapos manchados por la sal que vestía—. No te dejes engañar por esto. No he perdido mi paga. Soy rico…, de hecho, aquí se me consideraría riquísimo. —Contempló las olas que venían hacia ellos y las vio convertirse en espuma y volver a alejarse—. Quería disfrutar de la vida sencilla durante una temporada.
Dejó escapar algo que parecía una risa ahogada y se dio cuenta de que era la primera risa que salía de sus labios en todo el tiempo que llevaba allí.
—Lo sé —dijo Sma—. Pero esto es distinto. Te repito que esta vez podemos pagarte lo que te mereces.
El hombre la miró.
—Basta. Deja de hacerte la enigmática. ¿De qué estás hablando?
La mujer volvió la cabeza hacia él y clavó los ojos en su rostro. El hombre tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no desviar la mirada.
—Hemos encontrado a Livueta —dijo.
El hombre siguió mirándola a los ojos durante un tiempo, parpadeó y acabó apartando la vista. Carraspeó, contempló las aguas iridiscentes que se extendían ante ellos y tuvo que limpiarse los ojos con una mano. Sma le observaba en silencio. El hombre se llevó una mano al pecho sin darse cuenta de lo que hacía y se lo frotó lentamente acariciándose la piel justo por encima del corazón.
—Ya… ¿Estáis seguros de haberla encontrado?
—Sí, estamos seguros.
El hombre siguió contemplando las olas en silencio y de repente tuvo la sensación de que ya no le traían cosas. Habían dejado de ser mensajeras de las tormentas lejanas que le ofrecían su botín, y se habían convertido en un sendero, un camino, otra especie de oportunidad igualmente lejana que parecía hacerle señas.
«¿Es así de sencillo? —se preguntó—. Una palabra, un nombre surgido de los labios de Sma y digo que sí a todo arrojándome de nuevo en sus brazos… ¿Y todo a causa de ella?»
Esperó a que unas cuantas olas más se hubieran estrellado contra la arena. Las aves marinas seguían graznando sobre sus cabezas.
—De acuerdo —suspiró, y se pasó una mano por entre los enredados mechones de su cabellera—. Cuéntamelo todo.
—No podemos olvidar que la última vez en que pasamos por todo esto Zakalwe la cagó —insistió Skaffen-Amtiskaw—. Creo recordar que acabó congelándose el trasero en ese Palacio de Invierno, ¿verdad?
—Tienes razón —dijo Sma—, pero cagarla no es propio de él. De acuerdo, metió la pata…, y no sabemos por qué. Ha tenido tiempo más que suficiente para pensar en lo ocurrido, y puede que quiera una ocasión de demostrar que sigue siendo capaz de hacer este tipo de cosas. Puede que estuviera deseando que le encontráramos.
—Cielo santo —suspiró la unidad—. Sma la Cínica ha empezado a tomar sus deseos por realidades… Espero que no estés perdiendo las facultades tú también.
—Oh, cállate.
Sma volvió la cabeza hacia la pantalla del módulo y observó el planeta que se iba acercando a ellos.
Llevaban veintinueve días a bordo del Xenófobo.
La fiesta de disfraces concebida para romper el hielo había cumplido su función con un éxito aplastante. Sma despertó en el área de recreo. Estaba en una pequeña sala repleta de almohadones, se hallaba tan desnuda como el día en que nació y a su alrededor había una confusión de miembros y torsos igualmente desnudos. Movió cautelosamente un brazo hasta sacarlo de debajo de las voluptuosas curvas de Jetart Hrine, se puso en pie con cierta dificultad y contempló los cuerpos que respiraban o roncaban apaciblemente a su alrededor fijándose sobre todo en los hombres, y caminó de puntillas por entre la tripulación dormida —avanzando con gran cautela y estando a punto de perder el equilibrio varias veces por culpa de los almohadones mientras sus músculos se quejaban y temblaban—, hasta llegar a la agradable solidez del suelo de madera rojiza. El resto de la zona ya volvía a estar limpio y ordenado. Apenas salió de la sala Sma vio un par de mesas que contenían pulcros montoncitos de prendas y pensó que la nave debía haberse encargado de clasificar las ropas de todo el mundo.
Sma se dio masaje en los genitales para aliviar un leve cosquilleo que la estaba molestando y torció el gesto. Se inclinó hacia adelante para echarles un vistazo y vio que la piel estaba de color rosa fuerte y daba la impresión de hallarse algo irritada. Toda la zona parecía un poco viscosa, y decidió que sería mejor darse un baño.
Se encontró con la unidad a la entrada del pasillo. El brillo rojizo que teñía sus campos debía ser, en parte, un mudo comentario al aspecto de Sma.
—¿Has dormido bien? —preguntó la unidad.
—No vuelvas a empezar con eso, ¿de acuerdo?
La unidad se puso junto a su hombro y la siguió hacia el ascensor.
—Parece que te has hecho muy amiga de la tripulación, ¿eh?
Sma asintió.
—A juzgar por lo molida que estoy creo que me he hecho amiga íntima de todos. ¿Dónde está la piscina de esta nave?
—Encima del hangar —dijo la máquina.
Sma y Skaffen-Amtiskaw entraron en el ascensor.
—¿Grabaste algo interesante anoche? —preguntó Sma apoyándose en la pared del ascensor mientras empezaban a bajar.
—¡Sma, te aseguro que nunca sería capaz de cometer semejante falta de educación! —exclamó la unidad.
—Hmmm…
Sma enarcó una ceja. El ascensor se detuvo y abrió la puerta.
—Aun así… ¡Qué recuerdos! —casi jadeó la unidad—. Tu voracidad y tu resistencia dicen mucho en favor de tu especie…, supongo.
Sma se zambulló en el estanque de remolinos, emergió unos momentos después y escupió un chorro de agua dirigido a Skaffen-Amtiskaw, quien lo esquivó y retrocedió hacia el ascensor.
—Bueno, te dejaré sola para que disfrutes del baño. A juzgar por lo que ocurrió anoche, cuando los instintos primitivos se apoderan de ti ni tan siquiera una inocente unidad ofensiva está a salvo.
Sma le lanzó una rociada de agua con la mano.
—Sal de aquí, orinal presumido.
—Y no creas que el decirme cosas bonitas te servirá de nada… —consiguió replicar la unidad antes de que la puerta del ascensor se cerrara delante de ella.
Sma no se habría sorprendido demasiado si la atmósfera de la nave hubiera estado algo tensa durante un par de días después de la fiesta, pero la tripulación no pareció dar ninguna importancia a lo ocurrido y Sma acabó llegando a la conclusión de que en el fondo todos eran buena gente. La moda de los resfriados no duró mucho, por suerte, y Sma fue creándose su propia rutina particular y se adaptó a ella. Pasaba la mayor parte del día estudiando todo lo referente a Voerenhutz e intentando adivinar en cuál de las civilizaciones interrelacionadas hacia las que se dirigían podía estar Zakalwe…, y pasándoselo bien con el tipo de actividades que había practicado al final de la fiesta, aunque desde luego no a la misma escala ni con el abandono casi frenético al que estaba claro había sucumbido durante su primera noche a bordo.
Llevaban diez días de viaje cuando la Sólo es una prueba le comunicó que Elegante había tenido gemelos y que tanto la madre como los cachorros se encontraban bien. Sma empezó a codificar un mensaje dando instrucciones al sustituto para que felicitara a la madre con un gran beso de su parte, pero comprendió que la máquina dejada en su lugar ya lo habría hecho. Aquello la irritó, y acabó limitándose a enviar un acuse de recibo.
Se mantuvo al corriente de las últimas novedades producidas en Voerenhutz. Cada transmisión de Contacto era más sombría que la anterior. Los conflictos locales que se habían producido en una docena de planetas amenazaban con intensificarse hasta alcanzar la categoría de guerra a gran escala. Conseguir una respuesta directa cada vez resultaba más difícil, y Sma acabó medio convencida de que aun suponiendo que lograran encontrar a Zakalwe nada más llegar y pudieran convencerle de que les acompañara llevándole hasta allí sin bajar ni un segundo de la velocidad máxima permitida por el diseño del Xenófobo, las posibilidades de que llegara a Voerenhutz a tiempo de que su presencia alterara significativamente la situación eran del cincuenta por ciento en el mejor de los casos.
—Mierda galáctica… —exclamó la unidad un día.
Sma estaba en su camarote revisando informes cautelosamente optimistas sobre la conferencia de paz que estaría desarrollándose en su lejano hogar (debía admitir que cuando pensaba en la vieja central energética usaba esa palabra, y estaba empezando a echarlo de menos).
—¿Qué pasa?
Se volvió hacia la máquina.
La unidad giró sobre sí misma y la enfocó con su banda sensora.
—Acaban de alterar el curso del ¿Cuáles son las aplicaciones civiles?
Sma esperó en silencio.
—Es un VGS de la clase Continente —dijo la unidad—. Subclase Veloz, uno de los limitados.
—Hace un momento dijiste que era un Vehículo General y ahora dices que es un Vehículo Limitado. Decídete.
—Oh, perdona. Quería decir que es una serie limitada…, se trata de un modelo más rápido que la luz. Cuando se pone en marcha y acelera al máximo puede ser aún más veloz que esta bestezuela en la que viajamos —dijo la unidad, yendo hacia ella con los campos iluminados por una extraña mezcla de púrpura y verde oliva que Sma creía recordar indicaba «Respeto atemorizado». De una cosa sí estaba segura, y era que jamás se la había visto utilizar antes—. Va hacia Crastalier —añadió Skaffen-Amtiskaw.
—¿Crees que es por nosotros? ¿Por Zakalwe? —preguntó Sma frunciendo el ceño.
—Nadie quiere abrir la boca, pero es justamente lo que pienso. Todo un Vehículo General de Sistemas sólo para nosotros… ¡Uf!
—Uf —dijo Sma poniendo mala cara.
Pulsó una tecla y la pantalla le mostró una imagen con lo que había delante del Xenófobo, que seguía moviéndose velozmente a través de los sistemas estelares con rumbo a Crastalier. La falsa representación de la pantalla mostraba a las estrellas que tenían delante como puntitos blanco-azulados, y con un cierto grado de aumento se podía ver toda la estructura del Grupo Abierto.
Sma meneó la cabeza y volvió a concentrar su atención en los informes sobre la conferencia de paz.
—Zakalwe, maldito gilipollas… —murmuró—. Será mejor que aparezcas lo más pronto posible.
Cinco días después y cuando aún se encontraban a cinco días de su destino, la Unidad General de Contacto Cierto, la gravedad es ínfima les envió un mensaje desde las profundidades del Grupo Abierto anunciándoles que había logrado encontrar la pista de Zakalwe.
El globo blanco y azul ya ocupaba toda la pantalla. El módulo inclinó su morro y se preparó para sumergirse en la atmósfera.
—Estoy empezando a tener la sensación de que esto va a ser una debacle absoluta —dijo la unidad.
—Sí —dijo Sma—, pero no estás al mando de la operación.
—Hablo en serio —dijo la máquina—. Zakalwe ha logrado burlar la vigilancia a que le teníamos sometido. No quiere que le encontremos, no se dejará convencer y aun suponiendo que se produzca un milagro y logremos persuadirle de que debe ayudarnos no podrá convencer a Beychae. Ese tipo ha decidido meterse en un callejón sin salida, y está acabado.
Y la mente de Sma se dejó invadir por los recuerdos. Volvía a estar en aquella playa que terminaba en el horizonte, y el hombre estaba sentado en silencio junto a ella contemplando como las olas llegadas del océano subían y bajaban por la húmeda extensión de arena.
Sma tuvo que hacer un esfuerzo para volver a la realidad.
—Sigue siendo lo bastante bueno para convertir en chatarra a un proyectil cuchillo —dijo mirando a la máquina.
Volvió la cabeza hacia la pantalla y observó el océano cubierto de calina y nubes que se iba desplegando debajo del módulo. Estaban acercándose al punto donde empezaba la capa de nubes.
—Entonces estaba trabajando para él mismo. Con nosotros será otro Palacio de Invierno…, lo presiento.
Sma meneó la cabeza, aparentemente hipnotizada por el paisaje de nubes y la curva del océano.
—No sé qué ocurrió allí. Quedó atrapado en ese asedio y se negó a hacer nada para escapar. Le advertimos, y al final se lo explicamos con toda claridad, pero él no quería…, no podía hacer nada. No entiendo qué le sucedió, de veras. Fue como si hubiera dejado de ser el Zakalwe de siempre.
—Bueno, recuerda que perdió la cabeza en Fohls. Puede que perdiera algo más que la cabeza… Quizá lo perdió todo allí. Quizá no logramos rescatarle a tiempo…
—Logramos rescatarle a tiempo —dijo Sma.
Las palabras de la unidad hicieron que Fohls también volviera a su mente. Estaban atravesando una gruesa capa de nubes y la pantalla sólo mostraba una masa grisácea. Sma no se tomó la molestia de ajustar la longitud de onda, y se dedicó a contemplar la luminosa falta de rasgos distintivos del interior de la capa de cúmulos por la que se estaban moviendo.
—Aun así fue una experiencia traumática —dijo la unidad.
—Desde luego, pero…
Sma se encogió de hombros. La pantalla volvió a mostrar el océano y las nubes, y el módulo aumentó levemente el ángulo de su descenso hacia las olas mientras incrementaba la aceleración. El mar pareció salir disparado a su encuentro. Sma desactivó la pantalla y le lanzó una mirada algo avergonzada a Skaffen-Amtiskaw.
—Nunca me ha gustado ver los descensos —confesó. La unidad no dijo nada. El silencio se adueñó del interior del módulo durante unos momentos—. ¿Aún no hemos llegado? —preguntó Sma por fin.
—Estamos haciendo nuestra pequeña imitación de un submarino —dijo la unidad en un tono de voz algo seco—. Llegaremos a tierra dentro de quince minutos.
Sma volvió a activar la pantalla, ajustó los mandos para que mostraran una imagen sónica y contempló el fondo del mar que desfilaba rápidamente por debajo de ellos. El módulo no paraba de maniobrar, girando, hundiéndose y alterando la velocidad para esquivar a las criaturas marinas mientras seguía la pendiente cada vez más pronunciada de la meseta continental que terminaría llevándoles a tierra firme. La imagen de la pantalla resultaba un poco desconcertante. Sma volvió a desactivarla y miró a la unidad.
—Estará bien y vendrá con nosotros. Seguimos sabiendo dónde está esa mujer, ¿no?
—¿Livueta la Despectiva? —replicó la unidad con voz burlona—. Creo recordar que la última vez no le trató demasiado bien. Si tu seguro servidor no hubiese estado allí para salvarle Zakalwe habría acabado con la cabeza hecha trocitos… ¿Qué razón puede tener Zakalwe para querer verla de nuevo?
—No lo sé. —Sma frunció el ceño—. Se niega a hablar del asunto, y Contacto aún no ha tenido tiempo de llevar a cabo una investigación completa sobre el que creemos es su planeta de origen. Tengo la impresión de que todo eso está relacionado con algo de su pasado…, algo que hizo antes de que oyéramos hablar de él. No lo sé… Creo que la ama, o que la amó, y sigue creyendo que la ama…, o quizá sólo quiera…
—¿Qué? ¿Qué es lo que quiere? Venga, dímelo.
—¿Que le perdone?
—Sma, basta con pensar en todas las cosas que Zakalwe ha hecho desde que le conocemos para comprender que si hubiera que empezar a perdonárselas haría falta inventar una divinidad exclusiva para él.
Sma volvió la vista hacia la pantalla desactivada y meneó la cabeza.
—La vida no funciona así, Skaffen-Amtiskaw —dijo en voz baja.
«Ni así ni de ninguna otra forma…», pensó la unidad, pero no dijo nada.
El módulo emergió en un muelle desierto situado en el centro de la ciudad, se quedó inmóvil durante unos momentos flotando entre las algas y la basura y alteró la textura de sus campos externos haciéndola un poco más rugosa para que los desperdicios aceitosos que bailoteaban sobre las olitas no pudieran adherirse a ella.
Sma vio cerrarse la escotilla superior y bajó de la unidad para pisar la maltrecha superficie de cemento del muelle. El noventa por cien de la masa del módulo estaba sumergida, y parecía un bote de quilla plana que hubiera decidido convertirse en tortuga. Sma intentó alisar los pliegues de los pantalones más bien vulgares que, por desgracia, estaban haciendo furor en aquel lugar y momento, y contempló los almacenes vacíos y medio en ruinas que parecían rodear el muelle desierto. El gruñido ahogado de la ciudad podía oírse al otro lado del círculo de edificios, y Sma descubrió que aquellos sonidos lejanos le resultaban curiosamente reconfortantes.
—Oye, ¿qué habías dicho de no buscar en las ciudades? —preguntó Skaffen-Amtiskaw.
—No seas maleducado —replicó Sma. Dio una palmada y se frotó las manos. Bajó la vista hacia la unidad y sonrió—. Bien, viejo amigo… Ha llegado el momento de que empieces a comportarte como si fueras una maleta vieja. Ah, y no te olvides del asa.
—Espero que comprendas que todo esto me resulta tan humillante como te imaginas que debe resultarme —dijo Skaffen-Amtiskaw con tranquila dignidad.
La unidad proyectó el solidograma de un asa y giró sobre sí misma hasta quedar apoyada en el suelo. Sma cogió el asa e intentó levantarla.
—Una maleta vacía, idiota —gruñó.
—Oh, disculpa, ha sido un descuido —murmuró Skaffen-Amtiskaw, y se apresuró a disminuir su peso.
Sma abrió la cartera llena de dinero que había sido sacado de un banco del centro de la ciudad pocas horas antes por el efector del Xenófobo, siempre dispuesto a ayudar, y pagó al taxista. Se quedó inmóvil durante unos momentos viendo pasar la atronadora hilera de transportes de tropas que iba avenida abajo y acabó tomando asiento en un banco de piedra situado junto a una tira de árboles y césped para contemplar la ancha acera, la avenida que se extendía más allá de ella y el impresionante edificio de piedra que había al otro lado. Colocó a la unidad junto a ella. El tráfico desfilaba rugiendo a toda velocidad; los transeúntes iban y venían por la acera moviéndose con la premura de quienes llegan tarde a sus destinos.
«Bueno —pensó—, por lo menos parece que tienen casi todas las características del tipo Promedio…» Nunca le había gustado tener que soportar alteraciones físicas para pasar desapercibida entre los nativos. La civilización del planeta en que se encontraba ya era capaz de viajar por el sistema, y los nativos estaban bastante acostumbrados a ver aspectos físicos distintos al suyo, e incluso algún que otro alienígena. Su estatura era superior a la media, naturalmente, pero Sma había aprendido a pasar por alto las ocasionales miradas de curiosidad.
—¿Sigue ahí dentro? —preguntó en voz baja alzando la mirada hacia los centinelas armados que montaban guardia delante del Ministerio de Asuntos Extranjeros.
—Está hablando de montar una especie de negocio o fundación con uno de los jefazos —murmuró la unidad—. ¿Quieres oír lo que dicen?
—Hmmm… No.
Disponían de un sensor en la sala de conferencias, una máquina diminuta con la apariencia de una mosca que se paseaba por las paredes y el techo.
—¡Uf! —exclamó la unidad—. ¡Ese tipo es increíble!
Sma no pudo contenerse y miró a la unidad.
—¿Qué ha dicho? —preguntó frunciendo el ceño.
—¡No me refiero a Zakalwe! —jadeó la unidad—. La Cierto, la gravedad es ínfima acaba de averiguar lo que nuestro maníaco ha estado haciendo aquí.
La UGC seguía en órbita actuando como apoyo invisible del Xenófobo. Los procedimientos y el equipo de Contacto les habían proporcionado casi toda la información de que disponían y seguían recopilando datos a cada momento que pasaba, y su sensor en forma de mosca estaba grabando todo lo que ocurría en la sala de conferencias. Aparte de eso, la UGC continuaba investigando en los ordenadores y bancos de datos de todo el planeta.
—¿Y bien? —preguntó Sma.
Otro transporte de tropas pasó rugiendo por la avenida.
—Ese tipo ha perdido la cabeza. ¡Sufre una auténtica locura provocada por el poder! —murmuró la unidad como si hablara consigo misma—. Olvídate de Voerenhutz. Tenemos que sacarle de aquí aunque sólo sea por estos pobres nativos…
Sma se inclinó y asestó un codazo a la maleta-unidad.
—Maldita sea, ¿de qué estás hablando?
—De acuerdo, ahí va. Zakalwe es todo un jodido magnate, ¿entendido? Nivel megapoderoso con intereses y conexiones por todas partes gracias a lo que trajo consigo después de haber liquidado al proyectil cuchillo…, lo que le pagamos la última vez más intereses y beneficios de sus inversiones. Y ¿cuál es el núcleo del imperio comercial que ha levantado aquí? Pues nada menos que la tecnología genética.
Sma pensó en lo que acababa de oír durante unos momentos.
—Oh, oh —dijo por fin.
Apoyó la espalda en el banco y cruzó los brazos delante del cuerpo.
—No sé lo que te estarás imaginando, pero te aseguro que es mucho peor. Sma… Este planeta cuenta con cinco autócratas de edad bastante avanzada que compiten entre ellos para conseguir la hegemonía. Bien, pues la salud de los cinco está mejorando por momentos… De hecho, están rejuveneciendo, y eso no debería ser posible hasta dentro de veinte o treinta años.
Sma no dijo nada. Estaba empezando a sentir una especie de extraño vacío en el estómago.
—La corporación de Zakalwe está recibiendo montañas de dinero de cada autócrata —se apresuró a seguir diciendo la unidad—. También recibía dinero de un sexto carcamal, pero murió hace veintiún días…, asesinado. El sexto carcamal era el Etnarca Kerian, y controlaba la otra mitad de este continente. Su asesinato es lo que ha provocado toda esta actividad militar. Ah, con excepción del Etnarca Kerian todos esos autócratas tan repentinamente rejuvenecidos están dando señales de un comportamiento benévolo que no es nada natural en ellos, y ese ablandamiento empezó justo después de producirse esa sospechosa mejora de salud.
Sma cerró los ojos y tardó unos momentos en volver a abrirlos.
—¿Y está funcionando? —preguntó.
Tenía la boca seca.
—¡Ni soñarlo! Los cinco autócratas siempre han corrido peligro de ser eliminados por un golpe de estado…, montado por sus propios militares, como regla general. Peor aún, el asesinato de Kerian ha encendido la mecha de una bomba que no tardará en estallar. ¡Este lugar pronto alcanzará el nivel supercrítico! Ah, y puedo asegurarte que lo que asoma por el horizonte eventual no va a ser agradable… Estos chiflados disponen de bombas termonucleares. ¡Zakalwe está loco! —chilló la unidad de repente. Sma siseó para indicarle que no hablara tan alto, aunque sabía que la unidad debía estar protegiendo su conversación con un campo sónico para que sólo ella pudiera oír sus palabras—. Debe de haber descifrado el código genético utilizando sus propias células —siguió diciendo la unidad—. Ha logrado duplicar el tratamiento antivejez que le administramos…, ¡y lo está vendiendo! Vende el tratamiento a cambio de dinero y favores, y está intentando conseguir que esos dictadores monomaniacos se comporten como si fueran personas decentes. ¡Sma! ¡Está intentando crear su sección de Contacto particular! ¡Y te aseguro que la está cagando al cien por cien!
Sma le atizó un puñetazo.
—Cálmate, maldita sea…
—Sma —dijo la unidad en un tono de voz casi lánguido—, no he perdido la calma, pero estoy intentando hacerte comprender la enormidad de la cagada a nivel planetario que Zakalwe ha logrado montar aquí. LaCierto, la gravedad es ínfima ha tenido que enfriar sus circuitos, y mientras hablamos las Mentes de Contacto están despejando sus mesas de trabajo intelectuales en una esfera cada vez más grande que tiene como centro este planeta e intentan decidir qué infiernos pueden hacer para poner algo de orden en este horrendo embrollo. El VGS ya había puesto rumbo hacia aquí, pero si no lo hubiera hecho le habrían ordenado que viniera a toda velocidad. El surtidor de mierda que va a saltar por los aires tendrá el tamaño de un cinturón de asteroides, y todo gracias a los ridículos planes filantrópicos de Zakalwe, y Contacto tendrá que poner manos a la obra para el planeta no acabe sumergido en mierda. —La unidad guardó silencio durante unos momentos—. Eh…, acabo de recibir una transmisión… —Parecía bastante aliviada—. Dispones de un día para convencer a Zakalwe de que debe venir con nosotros, y si no lo consigues nos lo llevaremos por la fuerza. Desplazamiento de emergencia, ¿comprendes? Han anulado todas las restricciones.
Sma tragó aire muy despacio.
—Y aparte de eso…, ¿va todo bien?
—Sma, creo que no es momento de bromear —dijo la unidad en un tono de voz muy serio—. ¡Mierda! —exclamó un segundo después.
—¿Qué ocurre ahora?
—La reunión ha terminado, pero Zakalwe el Loco no va a coger su coche… Se dirige hacia el ascensor que da acceso al sistema de tubos subterráneos. Destino…, base naval. Hay un submarino esperándole.
Sma se puso en pie.
—Un submarino, ¿eh? —Se alisó la tela de los pantalones—. Volvemos al muelle, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Cogió a la unidad y empezó a caminar buscando un taxi.
—Acabo de hablar con la Cierto, la gravedad es ínfima y le he pedido que envíe un radiograma falso —dijo Skaffen-Amtiskaw—. El taxi debería estar aquí de un momento a otro.
—Y luego dicen que nunca hay uno cerca cuando lo necesitas…
—Estás empezando a preocuparme, Sma. Creo que te tomas este lío con demasiada calma.
—Oh, no te preocupes. Ya me dejaré invadir por el pánico cuando tenga tiempo. —Sma tragó una bocanada de aire y la exhaló lentamente—. Oye, ¿puede ser ese taxi?
—Creo que sí.
—¿Cómo se dice «A los muelles?»
La unidad se lo explicó y Sma pronunció la frase lo mejor posible. El taxi se puso en marcha y se fue abriendo paso entre el tráfico. Cada vez había más vehículos militares.
Seis horas después aún estaban siguiendo al submarino que zumbaba, gorgoteaba y vibraba abriéndose paso por entre las capas del océano en dirección al mar ecuatorial.
—Sesenta kilómetros por hora —gimió la unidad hecha una furia—. ¡Sesenta kilómetros por hora!
—Para ellos eso es ir bastante deprisa. ¿Por qué no intentas ser algo más comprensivo con una pobre máquina que no ha tenido tanta suerte en la vida como tú?
Sma estaba observando la pantalla. El submarino les llevaba un kilómetro de delantera y seguía avanzando por el océano. La llanura abisal quedaba varios kilómetros por debajo de ellos.
—Sma, esa máquina no es pariente mía —dijo la unidad con voz cansina—. No es más que un submarino, ¿comprendes? La inteligencia más sofisticada que lleva dentro es la del capitán humano. Fin de la exposición y doy por ganado el caso.
—¿Sigues sin tener alguna idea de hacia adonde vamos?
—No. El capitán tiene órdenes de llevar a Zakalwe a donde quiera ir, y Zakalwe no ha vuelto a abrir la boca después de indicarle que siguiera este rumbo. Su destino puede ser cualquiera entre un montón de islas y atolones, y aparte de eso hay miles de kilómetros de costa en otro continente, aunque a esta velocidad ridícula tardaríamos varios días en llegar.
—Investiga las islas y esa costa de la que hablabas. Tiene que haber una razón para que haya seguido este rumbo.
—¡Ya están siendo investigadas! —replicó secamente la unidad.
Sma la miró. Los campos de Skaffen-Amtiskaw se encendieron con un delicado matiz purpúreo que indicaba contrición.
—Sma, este… hombre… la cagó irremisiblemente en su última misión. Ese último trabajo nos costó cinco o seis millones, y todo porque se negó a abandonar el Palacio de Invierno para hacer lo que se esperaba de él. Podría mostrarte escenas de terror que te llenarían la cabellera de canas, y ahora está muy cerca de provocar una catástrofe planetaria. Después de lo que le ocurrió en Fohls ha intentado convertirse en un filántropo aficionado…, y no hace más que cometer errores. Si logramos convencerle de que vaya a Voerenhutz…, bueno, me preocupa la clase de caos que pueda engendrar allí. Ese hombre significa malas noticias para todos. Olvídate de Beychae. Liquidar a Zakalwe sería hacerle un gran favor al universo.
Sma clavó los ojos en el centro de la banda sensora de la unidad.
—Uno —dijo—, no hables de las vidas humanas como si fueran un factor colateral que apenas tiene importancia. —Tragó aire—. Dos… ¿Recuerdas la matanza en el patio de aquella posada? —preguntó con voz tranquila—. ¿Te acuerdas de los tipos que atravesaron paredes y de lo que ocurrió cuando diste rienda suelta a tus proyectiles cuchillos?
—Uno, lamento haber ofendido tus sensibilidades de mamífero. Dos… Sma, ¿cuándo dejarás de recordarme lo que ocurrió allí?
—¿Recuerdas lo que te dije que sería de ti si intentabas volver a hacer algo semejante?
—Sma —dijo la unidad con voz cansada—, si estás intentando sugerir que se me puede ocurrir la idea de matar a Zakalwe y si hablas en serio… Bueno, la única réplica que puedo darte es que estás diciendo tonterías.
—Limítate a recordar lo que te dije entonces, ¿de acuerdo? —Sma volvió la cabeza hacia la pantalla y el paisaje submarino que desfilaba lentamente por ella—. Tenemos órdenes.
—Estamos de acuerdo sobre el curso de acción a seguir, Sma. Pero… No nos han dado órdenes, ¿recuerdas?
Sma asintió.
—Creo que hemos llegado a un consenso sobre el rumbo de acción que debemos seguir, ¿no? Entramos en contacto con Zakalwe y le llevamos a Voerenhutz. Si dejas de estar de acuerdo conmigo durante alguna etapa del plan siempre puedes largarte. Me asignarán otra unidad ofensiva y seguiré adelante.
Skaffen-Amtiskaw guardó silencio durante unos momentos.
—Sma —replicó por fin—, de todas las cosas que me has dicho desde que te conozco creo que ésa es la más ofensiva y la que más me ha herido, y te aseguro que me has dicho muchas cosas desagradables, pero… Voy a pasar por alto ese comentario porque los dos estamos sometidos a una tensión considerable. Dejaré que mis acciones hablen por sí mismas. Haremos lo que has dicho. Nos pondremos en contacto con el señor Jode-planetas y le llevaremos a Voerenhutz, pero, si este viaje se prolonga mucho más todo el asunto quedará fuera de nuestras manos o de nuestros campos, lo que prefieras, y Zakalwe despertará a bordo del Xenófobo o de la UGC preguntándose qué le ha ocurrido. Lo único que podemos hacer es esperar y ver qué curso toman los acontecimientos.
La unidad hizo una pequeña pausa.
—Vaya, parece que esas islitas ecuatoriales quizá sean nuestro destino —dijo—. Más de la mitad pertenecen a Zakalwe.
Sma asintió en silencio mientras observaba al submarino que seguía avanzando por el océano. Dejó que el silencio se prolongara durante un rato, se rascó la parte inferior del abdomen y acabó volviéndose hacia la unidad.
—Oye, respecto a esa…, hmmm…, especie de orgía durante la primera noche a bordo del Xenófobo, ¿seguro que no tienes nada grabado?
—Ni un milisegundo.
Sma se volvió hacia la pantalla y frunció el ceño.
—Ya… Lástima.
El submarino estuvo nueve horas debajo del agua y acabó emergiendo cerca de un atolón para soltar una lancha neumática que se dirigió hacia la orilla. Sma y la unidad observaron a la silueta que bajó de ella y caminó sobre la playa de arena dorada por los rayos del sol dirigiéndose hacia un complejo de edificios de poca altura. El complejo era un hotel elegantísimo reservado a la clase dirigente del país en el que había estado antes de subir al submarino.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Sma.
El hombre que había desembarcado en la playa llevaba unos diez o doce minutos en tierra firme.
El submarino había vuelto a desaparecer apenas recuperó su lancha neumática para poner rumbo hacia el puerto del que había zarpado.
—Se está despidiendo de una chica —dijo la unidad, y acompañó sus palabras con un suspiro.
—¿Nada más?
—Parece ser lo que le ha traído hasta aquí.
—¡Mierda! ¿Y no podría haber venido en avión?
—Hmmm… No, no hay pista de aterrizaje, pero aparte de eso el atolón se encuentra en una zona desmilitarizada bastante bien protegida. No se permiten vuelos inesperados de ninguna clase, y el próximo vuelo autorizado no saldrá hasta dentro de un par de días. El submarino era la forma más rápida de…
La unidad no llegó a completar la frase.
—¿Skaffen-Amtiskaw? —preguntó Sma.
—Bueno… —murmuró la unidad—. La chica acaba de hacer añicos un montón de adornos y un par de muebles muy valiosos, ha salido corriendo y se ha arrojado encima de la cama llorando…, pero aparte de eso no pasa nada. Zakalwe sigue sentado en el centro de la sala de estar con un combinado en la mano y… Voy a repetirte exactamente lo que ha dicho: «De acuerdo, Sma, si eres tú ven y habla conmigo».
Sma volvió la cabeza hacia la pantalla. La imagen mostraba el atolón, con la masa verde de la isla central que parecía a punto de ser aplastada entre los vibrantes tonos verdes y azules del océano y el cielo.
—¿Sabes una cosa? —murmuró Sma—. Creo que me encantaría matar a Zakalwe…
—Eso nos traería problemas. ¿Superficie?
—Superficie. Vamos a hablar con ese gilipollas.
Luz. Un poco de luz, no mucha. Una atmósfera cargada y maloliente, y dolor por todas partes. Quería gritar y retorcerse, pero no lograba tragar el aire suficiente para mover ni la más pequeña parte de su cuerpo. La sombra oscura agazapada en su interior empezó a destruir todos sus pensamientos, y no tardó en perder el conocimiento.
Luz. Un poco de luz, no mucha. Sabía que el dolor también estaba allí, pero ahora no le parecía tan importante. Su opinión sobre el dolor había sufrido un cambio considerable. El dolor podía ser controlado con mucha facilidad. Bastaba con alterar tus procesos mentales y pensar en él como si fuera otra cosa. Se preguntó de dónde había surgido esa idea, y creyó recordar que le habían enseñado un procedimiento para conseguir esos efectos.
Todo era una metáfora. Cada cosa era esa cosa y, al mismo tiempo, una metáfora. Por ejemplo, el dolor era un océano y él estaba flotando a la deriva sobre sus aguas. Su cuerpo era una ciudad, y su mente una ciudadela. Todas las comunicaciones entre una y otra parecían haber sido cortadas, pero aún conservaba el poder dentro de la ciudadela que era su mente. La parte de su consciencia que le estaba explicando pacientemente que el dolor no era doloroso y que cada cosa representaba a otra era como…, como…, descubrió que le resultaba muy difícil encontrar una comparación adecuada. Un espejo mágico, quizá.
La luz se desvaneció mientras seguía pensando en todo aquello y volvió a deslizarse en la oscuridad y la inconsciencia.
Luz. Un poco de luz (ya había estado aquí antes, ¿verdad?), no mucha. Parecía haber salido de la fortaleza que era su mente, y ahora se encontraba en un bote azotado por la tempestad. Las imágenes bailoteaban ante él.
La luz fue aumentando lentamente de intensidad hasta que se hizo casi dolorosa. El terror se adueñó de él, y al principio no entendió el porqué, pero se fue dando cuenta de que la metáfora del bote frágil que no paraba de crujir se había convertido en realidad. El bote se bamboleaba sobre un hirviente océano negro apresado entre los dientes de una galerna que no paraba de aullar, aunque ahora había luz y parecía venir de algún lugar situado sobre su cabeza, pero cada vez que intentaba ver su mano o el bote en el que se encontraba descubría que seguía siendo incapaz de ver nada. Los chorros de luz caían sobre sus ojos, pero parecía como si pudiesen revelar nada de cuanto le rodeaba. La idea le aterrorizó. El bote desapareció en las entrañas de una ola y volvió a quedar sumergido en el océano del dolor que ardía en cada poro de su cuerpo. Alguien fue lo bastante bondadoso para accionar un interruptor perdido en alguna parte y permitir que se fuera deslizando poco a poco hacia el seno de la oscuridad, el silencio y… la ausencia de dolor.
Luz. Un poco de luz. Sí, lo recordaba. La luz le mostró un bote que bailoteaba sobre las olas en un inmenso océano oscuro. Muy lejos, tanto que por ahora resultaba inalcanzable, había una gran ciudadela que se alzaba sobre una islita. Y también había sonidos. Sonidos… Eso era nuevo. Había estado aquí antes, pero sin sonidos. Aguzó el oído al máximo, pero no logró comprender las palabras. Aun así, acabó convenciéndose de que quizá estaba oyendo una voz y de que la voz le hacía preguntas.
Alguien le estaba haciendo preguntas… ¿Quién? Esperó una réplica del exterior o de las mismas profundidades de su ser, pero la réplica no llegó de ninguna parte. Se sintió perdido y abandonado, y lo más terrible de aquella sensación era el convencimiento de que la causa de aquel abandono no estaba en otra persona, sino en él mismo.
Tomó la decisión de entretenerse haciéndose unas cuantas preguntas. ¿Qué era esa ciudadela? La ciudadela era su mente. Se suponía que la ciudadela mandaba sobre una ciudad, que era su cuerpo, pero al parecer había perdido el control de la ciudad, y ahora sólo quedaba el castillo, la fortaleza en la que podía refugiarse… El bote y el océano…, ¿qué eran? El océano era el dolor. Ahora estaba en el bote, pero antes había estado flotando en el océano, sumergido hasta el cuello en el agua con las olas rompiendo sobre su cabeza. El bote era… algo que le habían enseñado, una técnica que le estaba protegiendo del dolor. No le permitía olvidar que estaba allí, pero mantenía sus peores efectos lejos de él para que no le debilitasen y le dejaba en libertad de pensar.
«Ya he averiguado algo —pensó—. Y ahora…, ¿qué es la luz?»
Tendría que dejar esa pregunta para más tarde. ¿Qué son esos sonidos? No, ahora no.
Se hizo otra pregunta. ¿Dónde está ocurriendo todo esto?
Examinó sus ropas empapadas, pero no encontró nada en ninguno de los bolsillos. Buscó la etiquetita que pensaba debía estar cosida en el cuello de su camisa, pero parecía haber sido arrancada. Registró el bote, pero no encontró ninguna respuesta, por lo que intentó imaginarse a sí mismo en la fortaleza lejana que se alzaba sobre las olas, y se imaginó entrando en un gigantesco almacén repleto de cacharros, tonterías y recuerdos enterrados en lo más profundo del castillo…, pero descubrió que todo estaba confuso y que los detalles se le escapaban. Sus ojos se cerraron y lloró de pura frustración mientras el bote temblaba y bailaba debajo de él.
Cuando volvió a abrir los ojos vio que tenía en la mano un trocito de papel sobre el que había escrita la palabra FOHLS. La sorpresa fue tan grande que el papelito se escurrió entre sus dedos. El viento se apoderó de él y se lo llevó hacia el cielo oscuro que parecía flotar sobre las olas negras. Pero la palabra había quedado grabada en su mente. Fohls… Era la respuesta. Un planeta llamado Fohls.
Sintió un alivio muy grande, y hasta un poquito de orgullo. Había descubierto algo.
¿Qué estaba haciendo aquí?
Un funeral. Le pareció que recordaba algo sobre un funeral pero, naturalmente, no podía ser el suyo…, ¿o sí?
¿Estaba muerto? Pensó en aquella pregunta durante un buen rato. Suponía que era posible. Quizá existía otra vida y… Bueno, suponiendo que existiera una vida después de la muerte eso explicaba bastante bien su situación actual. El océano de dolor podía ser un castigo divino. ¿Y la luz? ¿Sería una divinidad? Alargó el brazo por encima de la borda y metió la mano en el dolor. El dolor invadió su cuerpo y se apresuró a retirar la mano. Si la luz era una divinidad no cabía duda de que era bastante cruel. «¿Y todo lo que hice por la Cultura? —quiso preguntar—. ¿Es que esas buenas obras no sirven para compensar parte de las cosas malas que hice? Aunque también cabe la posibilidad de que esos bastardos tan seguros de sí mismos hubieran estado equivocados…» Dios, le encantaría poder volver y decírselo. ¡Ah, casi podía imaginarse la expresión en el rostro de Sma!
Pero no creía estar muerto. No había sido su funeral. Podía recordar la torre de tejado plano que se alzaba en los acantilados dominando el mar, y recordaba haber ayudado a llevar el cuerpo de un viejo guerrero hasta esa torre. Sí, alguien había muerto y la ceremonia tenía como fin disponer de su cuerpo.
Sintió un tirón extraño en lo más profundo de su ser.
Se agarró a los maderos medio podridos del bote y alzó la cabeza hacia el océano que se hinchaba y rugía a su alrededor.
Había un navío. De vez en cuando podía ver un navío que se encontraba muy lejos de allí. Apenas si era más que un puntito, y casi todas las olas se interponían entre él y el navío, pero no le cabía duda de lo que era.
Fue como si un agujero se acabara de abrir en algún lugar de su cuerpo, y sintió que sus entrañas se precipitaban por él.
Creía haberlo reconocido.
El bote se partió en dos y cayó al agua que había debajo. Se debatió durante unos momentos moviéndose frenéticamente en las profundidades y salió del agua. Volvía a haber aire, y vio el océano que se extendía debajo de él y una manchita minúscula que se movía sobre la superficie, y se dio cuenta de que estaba cayendo hacia ella. Era otro bote. Chocó con él, lo atravesó y siguió moviéndose primero a través del agua y luego del aire, y dejó atrás las dos mitades de un bote destrozado, y luego llegó otra capa de agua y otra capa de aire…
«Eh —pensó una parte de su mente mientras seguía cayendo—, esto se parece mucho a la descripción de la Realidad hecha por Sma.»
… atravesó más olas y hendió el agua emergiendo al aire, dirigiéndose hacia una nueva serie de olas…
Aquello no iba a detenerse. Recordó que la Realidad descrita por Sma se hallaba en un continuo proceso de expansión. Podías caer a través de ella durante toda la eternidad, durante un tiempo realmente eterno, no sólo hasta el fin del universo, sino literalmente para siempre…
«No puedo seguir así», pensó. Tendría que enfrentarse con el navío.
Aterrizó sobre los maderos de un bote.
El navío estaba mucho más cerca. Era realmente enorme, una mole oscura erizada de cañones, y venía en línea recta hacia él. La proa creaba una inmensa V de espuma blanca.
Mierda… No conseguiría moverse lo bastante deprisa para esquivarlo. Las crueles curvas de la proa venían a toda velocidad hacia él. Cerró los ojos.
Hace mucho, mucho tiempo existió un…, un navío. Un navío muy grande que había sido creado para destruir las cosas. Otros navíos, gente, ciudades… Era muy grande, y había sido diseñado para matar gente y para proteger las vidas de quienes viajaban dentro de él.
Intentó no recordar cuál era el nombre de aquel navío gigantesco. Lo que hizo fue imaginárselo en el centro de una ciudad, y se sintió bastante confuso, y no logró entender cómo había podido ir a parar allí. Una razón inexplicable hizo que el navío de combate empezara a parecerle un castillo, y aquello tenía sentido y, al mismo tiempo, no lo tenía. Estaba empezando a tener mucho miedo. El nombre de aquel navío era como una inmensa criatura marina que se estrellaba contra el frágil casco de su bote, como un ariete que embestía las murallas de la fortaleza. Intentó expulsarlo de su mente. Sabía que sólo era un nombre, pero no quería oírlo porque siempre que lo oía le entraban ganas de vomitar.
Se tapó los oídos con las manos, y el truco funcionó durante unos momentos. Pero el navío de combate atrapado en su lecho de piedra del centro de la ciudad disparó sus inmensos cañones y los agujeros negros escupieron cegadoras llamaradas blancoamarillentas, y supo lo que iba a ocurrir e intentó gritar para no oír aquel estrépito, pero cuando llegó hasta él comprendió que los cañones acababan de pronunciar el nombre del navío, y el nombre hizo pedazos su bote, destruyó el castillo y vibró dentro de sus huesos y por los espacios de su cráneo y resonó eternamente en el interior de ellos como si fuese la carcajada de un dios enloquecido.
La luz desapareció, y volvió a hundirse en la oscuridad alejándose de aquel horrible sonido acusador mientras lanzaba un suspiro de alivio.
Luz. «Staberinde —dijo una voz muy tranquila desde algún lugar de su cuerpo—. Staberinde. No es más que una palabra…»
Staberinde. El navío de combate. Le dio la espalda a la luz y volvió a internarse en la oscuridad.
Luz. Y también había sonidos. Una voz. ¿En qué había estado pensando antes? (Recordaba algo referente a un nombre, pero prefirió ignorar ese recuerdo.) Funeral. Dolor. Y el navío de combate. El navío estaba allí. O quizá había estado allí. Por lo que sabía sobre él era posible que siguiera existiendo…, pero también había algo sobre un funeral. «El funeral es la razón de que estés aquí. Eso es lo que te confundió antes. Creíste que habías muerto, pero estabas vivo…» Aún le quedaban algunos recuerdos borrosos sobre botes, océanos, castillos y ciudades, pero ya no podía verlos.
El contacto llegó desde algún punto del espacio que le rodeaba. No era dolor, sino un contacto. El contacto y el dolor eran dos cosas distintas…
Otra vez. Era como el roce de una mano; una mano que le acariciaba el rostro causándole más dolor, pero aun así seguía siendo un roce, no dolor puro, y estaba claro que se trataba de una mano. Le dolía la cara. Debía de tener un aspecto terrible.
«¿Dónde estoy?» La colisión. Funerales. Fohls.
La colisión. «Oh, sí, claro. Me llamo…»
El esfuerzo que exigía recordarlo era demasiado grande.
«Entonces…, ¿a qué me dedico?»
Eso es más sencillo. Eres un agente a sueldo de la civilización humanoide más avanzada.., bueno, quizá no lo sea, pero no cabe duda de que es la civilización humanoide más enérgica y decidida que existe en toda la… ¿Realidad? (No.) ¿Universo? (No.) ¿Galaxia? Sí, galaxia…, y te habían enviado allí para que les representaras en un…, un…, un funeral, y subiste a nada menos que un estúpido aeroplano para que te llevara al lugar donde te recogerían y te sacarían de aquel sitio, cuando de repente ocurrió algo a bordo y todo…, y había visto llamas y…, y esa vieja jungla acercándose a toda velocidad…, y luego la nada y el dolor, y no había nada que no fuese el dolor. Después había flotado a la deriva en el dolor entrando y saliendo de él.
La mano volvió a acariciar su rostro, y esta vez también había algo que ver. Pensó que parecía una nube, o la luna vista a través de una nube, como la presencia de un círculo invisible cuyo resplandor puede ser percibido a través de la masa blanca.
«Puede que las dos cosas estén relacionadas —pensó—. Sí; aquí viene de nuevo y…, sí, están relacionadas. Tacto, sensación; la mano vuelve a deslizarse sobre mi rostro. Garganta… Tragar, agua o algún otro líquido. Te están dando algo de beber. Por la forma en que baja parece que estás…, sí, estás erguido, no acostado de espaldas. Las manos, tus manos son… una sensación abierta…, desnudez…, te sientes muy abierto, muy vulnerable. Estoy desnudo…»
Pensar en su cuerpo hizo que volviera a sentir dolor. Decidió que sería mejor olvidarse del cuerpo. Intentó pensar en otras cosas.
«¿Por qué no vuelves a probar con el accidente? Volvías del funeral y entonces el desierto…, no, eran montañas. ¿O era una jungla?» No podía recordarlo. «¿Dónde estamos? Jungla, no…, desierto, no… Entonces, ¿dónde estamos?» No lo sabía.
«Dormía», pensó de repente. Era de noche y estaba durmiendo en su asiento del avión, y apenas tuvo el tiempo justo para despertar en la oscuridad y ver las llamas y empezar a comprender lo que había ocurrido antes de que la luz estallara dentro de su cabeza. Y después de eso, el dolor… Pero no había visto ninguna clase de terreno flotando/subiendo velozmente hacía él para recibirle, porque todo estaba muy oscuro.
Cuando volvió a recuperar el conocimiento todo había cambiado. Se sentía muy vulnerable y expuesto. Abrió los ojos e intentó recordar lo que era ver y fue distinguiendo manchones de luz polvorienta que flotaban en una penumbra amarronada, y vio cacharros y recipientes de fango junto a una pared de tierra o de barro, y una chimenea en el centro de la habitación, y lanzas apoyadas en una pared, y otras clases de armas blancas. Tensó el cuello para erguir la cabeza y pudo ver otra cosa. Vio el tosco marco de madera al que estaba atado.
El marco de madera tenía la forma de un cuadrado y había dos diagonales que creaban una X dentro de ese cuadrado. Estaba desnudo y las correas le inmovilizaban las manos y los pies uniendo una extremidad a cada arista del cuadrado. El marco de madera estaba apoyado en la pared formando un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Una gruesa correa de cuero unía su cintura al centro de la X, y todo su cuerpo estaba cubierto de sangre y pintura.
Relajó los músculos del cuello.
—Oh, mierda —se oyó graznar.
Todo aquello tenía muy mal aspecto.
¿Dónde infiernos estaba la Cultura? Tendrían que estar rompiéndose el culo para rescatarle. Era su obligación, ¿no? Él hacía los trabajos sucios que le encargaban y la Cultura cuidaba de él. Ése era el trato. ¿Dónde diablos estaban ahora que les necesitaba?
El dolor volvió a atacarle desde casi todas las direcciones, pero a esas alturas ya se había convertido en una especie de viejo amigo. Estirar el cuello de esa forma le había dolido. Le dolía la cabeza (lo más probable era que estuviese conmocionado); tenía la nariz fracturada, las costillas rotas o en bastante mal estado, un brazo y las dos piernas rotas… Y aparte de eso también había muchas posibilidades de que hubiera sufrido heridas internas, porque el dolor no sólo venía de fuera —de hecho los dolores internos eran mucho más intensos que los otros—, y tenía la sensación de haberse convertido en un recipiente hinchado lleno de sustancias putrefactas.
«Mierda —pensó—. Puede que me esté muriendo…»
Movió la cabeza, torció el gesto (el dolor llegó en un chorro de sensaciones casi palpables, como si el movimiento hubiera agrietado un cascarón protector que le recubría la piel) y contempló las cuerdas que le unían al marco de madera. Se dijo que ese tipo de tracción no era la forma más adecuada de tratar a un paciente que había sufrido fracturas múltiples y se rió, pero la risa apenas duró una fracción de segundo porque la primera contracción de los músculos de su estómago bastó para que sus costillas le enviaran una terrible punzada de dolor. Era como si tuviese los huesos al rojo vivo.
Podía oír sonidos. Algún que otro grito lejano, y los chillidos de los niños, y una especie de ladridos.
Cerró los ojos, pero los sonidos no se hicieron más claros. Volvió a abrirlos. La pared era de barro y probablemente se encontraba por debajo del nivel del suelo, porque el espacio que le rodeaba estaba lleno de gruesas raíces con los extremos aserrados. La iluminación llegaba de dos pozos casi verticales, y los rayos de luz solar que caían sobre él estaban levemente inclinados, así que…, debía de estar cerca del ecuador y era más o menos mediodía. «Debajo del suelo», pensó, y sintió deseos de vomitar. Un gran descubrimiento, aunque no demasiado agradable… Se preguntó si el aeroplano estaría siguiendo el curso previsto cuando se produjo el accidente y a qué distancia del lugar donde se estrellaron se encontraría ahora. Bueno, preocuparse de eso ahora no serviría de nada, ¿verdad?
¿Qué más podía ver? Unos bancos bastante rudimentarios. Un almohadón arrugado… Parecía como si alguien lo hubiera usado para sentarse delante de él y observarle. Supuso que la persona que se había sentado en el almohadón debía de ser la propietaria de la mano que sintió deslizándose sobre su rostro…, suponiendo que el roce no hubiera sido una ilusión. El círculo de piedras colocado bajo uno de los agujeros del techo no contenía ninguna hoguera. Las lanzas estaban apoyadas en la pared, y había más armas dispersas por el recinto. No eran armas de combate. Debían de ser armas ceremoniales, o quizá las usaran como instrumentos de tortura. Sus fosas nasales captaron una vaharada de un olor repugnante. Comprendió que era el olor de la gangrena, y que debía de venir de su cuerpo.
Sintió que empezaba a balancearse al borde de la inconsciencia. No estaba muy seguro de si se adormilaba o de si iba a perder el conocimiento, pero le daba igual porque una cosa sí estaba muy clara, y era que no se hallaba en condiciones de enfrentarse a una situación semejante…, y fue entonces cuando vio entrar a la chica. Llevaba un recipiente de barro en una mano, y lo dejó en el suelo antes de mirarle. Intentó hablar, pero no lo consiguió. Quizá el «Mierda» de hacía un rato sólo había existido en su imaginación. Contempló a la chica e intentó sonreír.
La chica se marchó.
Haber visto a la chica le había reanimado un poco. «Un hombre…, eso significaría malas noticias», pensó. Una chica significaba que la situación quizá no fuese tan mala como parecía a primera vista. Quizá…
La chica volvió a entrar con un cuenco en la mano. Le lavó y frotó su cuerpo hasta quitarle la sangre y la pintura que lo cubrían, lo cual le dolió un poco. Cuando le lavó los genitales no ocurrió nada, cosa que no le sorprendió mucho. Aun así, le habría gustado que esa parte de su cuerpo diera alguna señal de vida aunque sólo fuera para guardar las apariencias.
Intentó hablar, pero no lo consiguió. La chica le dejó sorber un poco de agua de otro cuenco y eso le permitió emitir una especie de graznido carente de significado. La chica volvió a dejarle solo.
Tardó un rato en regresar y cuando lo hizo venía acompañada por algunos hombres. Los hombres llevaban mucha ropa encima, y le pareció que su atuendo era muy extraño. Plumas, pieles, huesos, corazas hechas con placas de corteza unidas mediante tendones…, había un poco de todo. Sus cuerpos estaban pintados, y trajeron consigo recipientes y ramitas que utilizaron para volver a cubrirle el cuerpo de dibujos.
Cuando hubieron terminado de pintarle retrocedieron un par de pasos y se quedaron inmóviles observándole. Quiso decirles que el rojo nunca le había sentado bien, pero su boca se negó a producir ningún sonido. Sintió que volvía a sumergirse en la oscuridad.
Cuando recuperó el conocimiento descubrió que se estaba moviendo.
El marco al que estaba atado ya no se encontraba en la penumbra de aquel recinto subterráneo. Vio el cielo encima de él. Una luz cegadora invadió sus ojos, el polvo entró en su boca y su nariz y los gritos y los alaridos resonaron en su mente. Estaba temblando como una víctima de la fiebre, y el dolor le desgarraba los miembros fracturados. Intentó gritar y alzar la cabeza para ver algo más, pero sólo había ruido y polvo. Sus heridas internas parecían haber empeorado. La piel de su vientre estaba muy tensa.
El marco cambió bruscamente de posición y pudo ver la aldea debajo de él. Era bastante pequeña. Había unas cuantas tiendas, algunas chozas de barro y paja y varios agujeros en el suelo. Debía de estar en una zona semiárida. La vegetación —la del perímetro ocupado por la aldea había sido dominada a fuerza de pisotearla— se esfumaba enseguida desapareciendo en una neblina amarillenta. El sol apenas si era visible, y se encontraba muy cerca del horizonte. No tenía ni idea de si estaba amaneciendo o si faltaba poco para el anochecer.
Lo único que podía ver con cierta claridad eran los cuerpos. Estaban delante de él. El marco se encontraba encima de un montículo y había sido unido a un par de postes, y los habitantes de la aldea estaban arrodillados debajo de él con la cabeza gacha. Había unos cuantos niños a los que el adulto más cercano obligaba a bajar la cabeza, unos cuantos ancianos que eran mantenidos en pie por los que les rodeaban y representantes de toda la gama de edades intermedias.
La chica fue hacia él flanqueada por dos hombres. Los hombres inclinaron la cabeza, se apresuraron a arrodillarse y volvieron a ponerse en pie mientras hacían un signo extraño con una mano. La chica no se movió. Tenía la mirada fija en un punto situado entre sus ojos y vestía un traje de color rojo. Intentó recordar qué llevaba puesto antes, pero no lo consiguió.
Uno de los hombres sostenía en sus manos un gran recipiente de barro. El otro blandía una espada muy larga de hoja curva y ancha.
—Eh… —graznó.
No consiguió emitir ningún otro sonido. El dolor estaba empeorando a cada momento que pasaba. La posición en que le habían colocado no le estaba haciendo ningún bien a las fracturas de sus miembros.
El cántico parecía girar dentro de su cabeza; el ángulo de los rayos solares iba cambiando lentamente y las tres personas que tenía delante se convirtieron en muchas siluetas temblorosas que se tambaleaban entre la desolación de calina y polvo que le rodeaba.
¿Dónde infiernos estaba la Cultura?
Un rugido insoportable invadió su cabeza y el resplandor difuso en cuyo centro estaba el sol empezó a palpitar. La espada se movió a un lado trazando un arco resplandeciente; el recipiente de barro brillaba al otro lado. La chica fue hacia él, se le plantó delante y le agarró por los cabellos.
El rugido estaba adueñándose de sus oídos y no se daba cuenta de si gritaba o si guardaba silencio. El hombre de su derecha alzó la espada.
La chica siguió tirando de sus cabellos para tensarle el cuello. Sintió el rechinar de sus huesos rotos, y el grito que salió de sus labios fue tan potente que pudo oírlo por encima del rugido. Clavó los ojos en la túnica de la chica y el polvo sobre el que estaba inmóvil.
«¡Bastardos!», pensó, y ni tan siquiera entonces estuvo muy seguro de a quiénes se refería.
Logró gritar una sílaba.
—¡El…!
Y la hoja se hundió en su cuello.
El nombre murió en su boca. Todo había terminado, pero seguía y seguía.
No sintió ningún dolor. El rugido fue disminuyendo lentamente de intensidad. Estaba contemplando la aldea y las siluetas inclinadas ante el marco de madera. La imagen cambió. Aún podía sentir la tensión en las raíces de sus cabellos y cómo se transmitía a la piel de su cuello. Sintió que se movía.
La sangre del fláccido cuerpo sin cabeza goteaba sobre el pecho.
«¡Ése era yo! —pensó—. ¡Era yo!»
Volvió a sentir el movimiento. El hombre de la espada estaba limpiando la hoja con un trapo. El hombre que sostenía el recipiente de barro intentó eludir la mirada ya algo vidriosa de sus ojos y acercó el recipiente a su cuerpo. Vio la tapa en su otra mano.
«Ah, con que era para eso…», pensó. Estaba tan aturdido que se sintió invadido por una extraña calma. El rugido pareció hacerse más fuerte y, al mismo tiempo, irse esfumando. Todo se estaba volviendo de color rojo. Se preguntó cuánto tiempo podía seguir aquello. ¿Cuántos minutos era capaz de sobrevivir un cerebro sin oxígeno?
«Ahora sí que tengo dos partes limpiamente separadas», pensó recordando las fantasías de antes, y cerró los ojos.
Y pensó en el corazón que había dejado de latir, y comprendió todo lo que se le había escapado hasta aquel momento, y sintió deseos de llorar pero ya no podía hacerlo. La había perdido. Otro nombre empezó a formarse en su mente. Dar…
El rugido desgarró los cielos. Sintió que los dedos de la chica dejaban de sujetar sus cabellos. La expresión de pavor que se fue extendiendo por el rostro del hombre que sostenía el recipiente de barro era tan exagerada que casi resultaba cómica. Las siluetas inclinadas ante él alzaron la cabeza. El rugido se convirtió en un alarido. El vendaval que surgió de la nada levantó torbellinos de polvo e hizo tambalearse a la chica que le había estado agarrando de los cabellos. Una masa oscura se movió velozmente por el cielo y su sombra cayó sobre la aldea.
«Demasiado tarde…», pensó, y su mente se fue sumiendo en la negrura.
Los ruidos duraron unos segundos más —quizá fuesen gritos—, y sintió el impacto de algo estrellándose contra él, y su cabeza rodó locamente por el suelo con el polvo entrando en sus ojos y sus fosas nasales a cada giro…, pero todo aquello estaba empezando a dejar de interesarle, y cuando la oscuridad se cerró a su alrededor casi sintió alivio. Puede que alguien volviera a cogerle después.
Pero fue como si aquello le ocurriera a otro.
Después de que llegara el ruido terrible y la gran roca negra se posara en el centro de la aldea —justo después de que la ofrenda del cielo hubiera sido separada de su cuerpo para que pudiera unirse al aire—, todo el mundo huyó corriendo por entre los remolinos de niebla para alejarse de aquella luz que aullaba. La gimoteante población de la aldea se congregó alrededor del manantial.
La sombra oscura volvió a aparecer encima de la aldea cuando sus corazones sólo habían tenido tiempo de latir cincuenta veces y fue subiendo por entre las hilachas de neblina que se interponían entre el cielo y la tierra. Esta vez no hubo ningún rugido, y la sombra se alejó muy deprisa acompañada por un ruido semejante al del viento, moviéndose con tal celeridad que no tardó en esfumarse.
El chamán envió a su aprendiz para que le informara de cómo estaban las cosas, y el joven tembloroso desapareció entre la niebla. Volvió poco después y el chamán condujo a los aún aterrorizados habitantes de la aldea hasta sus moradas.
El cuerpo de la ofrenda celeste seguía colgando fláccidamente del marco de madera colocado sobre el montículo. Su cabeza había desaparecido.
El sacerdote y su aprendiz pasaron mucho tiempo cantando, moliendo entrañas o viendo siluetas entre la niebla, y después de tres trances acabaron decidiendo que lo ocurrido era un buen presagio y, al mismo tiempo, una advertencia. Sacrificaron un animal de carne propiedad de la familia de la chica que había dejado caer la cabeza de la ofrenda celeste al suelo y, a falta de ésta, colocaron la cabeza del animal dentro del recipiente de barro.
—¡Dizita! Infiernos, ¿qué tal estás? —Alargó un brazo para cogerla de la mano y la ayudó a saltar desde el techo del módulo que acababa de emerger al muelle de madera. Después la rodeó con sus brazos—. ¡Me alegra mucho volver a verte!
Se rió. Sma descubrió que no tenía muchas ganas de devolverle el abrazo y se limitó a darle unas palmaditas en la cintura, pero él no pareció darse cuenta del poco entusiasmo que puso en el saludo.
La soltó y bajó la mirada con el tiempo justo de ver a la unidad saliendo del módulo.
—¡Y Skaffen-Amtiskaw! Vaya, vaya… ¿Siguen permitiendo que vayas por ahí sin vigilancia?
—Hola, Zakalwe —dijo la unidad.
Pasó un brazo alrededor de la cintura de Sma.
—Venid conmigo y almorzaremos.
—De acuerdo —dijo ella.
Fueron por el pequeño muelle de madera hasta un sendero de piedra que atravesaba la arena y que terminó llevándoles hasta la sombra de los árboles. Los árboles eran de color azul o púrpura, y tenían inmensas copas plumosas parecidas a nubes oscuras que contrastaban con el azul claro del cielo. Una brisa cálida que tan pronto se calmaba como aumentaba de intensidad tiraba de ellas haciéndolas ondular. La parte superior de los troncos era de un blanco plateado, y la corteza exudaba una delicada fragancia. Se encontraron con dos grupos de personas mientras iban por el sendero, y a cada encuentro la unidad flotó hacia arriba hasta ocultarse en la copa de un árbol.
El hombre y la mujer fueron siguiendo las avenidas bañadas por los rayos del sol que se extendían debajo de los árboles hasta llegar a un gran estanque cuyas aguas mostraban los temblorosos reflejos de una veintena de chozas blancas. Un pequeño hidroavión flotaba junto a un diminuto muelle de madera. Se dirigieron hacia el complejo de chozas y subieron el tramo de peldaños que llevaba hasta un balcón desde el que se dominaba el estanque y el angosto canal que iba desde allí hasta la laguna que se encontraba al otro extremo de la isla.
Los rayos de sol cambiaban continuamente de dirección al atravesar las ondulantes copas de los árboles. Las sombras se deslizaban sobre el suelo y parecían bailar encima de una mesita y de las dos hamacas que había en el porche.
Movió la mano indicando a Sma que se instalara en la primera hamaca. Se volvió hacia la sirvienta que acababa de salir al balcón y le pidió que trajera un almuerzo para dos personas. Skaffen-Amtiskaw descendió lentamente en cuanto la sirvienta se hubo marchado y se posó sobre el murete del porche volviendo su banda sensora hacia el estanque. Sma se acomodó cautelosamente en la hamaca.
—Zakalwe, esta isla… ¿Es tuya?
—Hum… —Miró a su alrededor como si no supiera qué responder y acabó asintiendo con la cabeza—. Oh, sí, es mía.
Se quitó las sandalias y se derrumbó sobre la otra hamaca dejando que oscilara locamente de un lado a otro. Cogió una botella que había en el suelo y aprovechó cada balanceo de la hamaca para ir echando un poco de licor en los dos vasos que había sobre una mesita. Cuando hubo terminado de llenar los vasos puso un pie en el suelo y aumentó el balanceo para entregarle el suyo a Sma.
—Gracias —dijo ella.
La contempló en silencio durante unos momentos, tomó un sorbo de su vaso y cerró los ojos. Sma clavó la mirada en las manos que sostenían el vaso sobre su pecho y observó el letárgico ondular del líquido primero en una dirección y luego en otra. Alzó un poco la cabeza para observar el rostro del hombre y vio que no había cambiado. El cabello era un poco más oscuro de como lo recordaba, y lo llevaba peinado de tal forma que revelaba su despejada frente de piel morena y recogido con una coleta en la nuca. Parecía estar en tan buena forma física como siempre y, naturalmente, no había envejecido en lo más mínimo. La estabilización de su edad fue una parte del pago por su último trabajo.
Los párpados del hombre se fueron abriendo lentamente y sus ojos le devolvieron la mirada mientras sus labios se curvaban en una sonrisa perezosa. Sma pensó que sus ojos parecían haber envejecido, pero quizá fuera un truco de la luz.
—Bien… —dijo—. ¿A qué estás jugando, Zakalwe?
—¿Qué quieres decir, Dizita?
—Me han enviado a buscarte porque quieren que hagas otro trabajo. Ya debes de habértelo imaginado, por lo que dime ahora mismo si estoy perdiendo el tiempo o no. No me encuentro de muy buen humor, ¿comprendes? No me apetece discutir contigo intentando convencerte de que…
—¡Dizita! —exclamó él poniendo cara de sentirse muy ofendido. Sacó las piernas de la hamaca y puso los pies en el suelo—. No seas así, ¿quieres? —le suplicó, acompañando sus palabras con una sonrisa muy persuasiva—. Te aseguro que no estás perdiendo el tiempo. Ya he hecho el equipaje.
La expresión que había en su rostro moreno no podía ser más afable y sincera, y la intensidad de su sonrisa resultaba casi infantil. Sma le contempló con una mezcla de alivio e incredulidad.
—Entonces… ¿A qué venían todas esas carreras y fintas?
—¿De qué carreras y fintas estás hablando? —replicó él en un tono impregnado de inocencia mientras volvía a reclinarse en su hamaca—. Tenía que venir aquí para despedirme de una amiga íntima, y eso es todo. Estoy listo para partir. ¿Qué ocurre?
Sma le contempló con la boca abierta durante unos segundos, la cerró y acabó volviéndose hacia la unidad.
—¿Nos vamos ya?
—No es necesario —replicó Skaffen-Amtiskaw—. El curso que está siguiendo el VGS os da dos horas de margen. Cuando hayan transcurrido podéis subir al Xenófobo, y llegar al punto de cita con el VGS en treinta horas. —La unidad giró sobre sí misma para dirigir su banda sensora hacia el hombre—. Pero necesitamos estar seguros. Una teratonelada de VGS con veintiocho millones de personas a bordo se dirige hacia aquí a toda velocidad, y si tiene que esperar un tiempo habrá que avisarla para que vaya iniciando las operaciones de frenado, así que… Debemos saberlo con seguridad. ¿Estás realmente dispuesto a venir con nosotros? Y no cuando te apetezca, sino esta tarde…
—Unidad, acabo de decir que iré con vosotros. Iré, ¿entendido? —Se acercó un poco más a Sma—. Repito la pregunta de antes. ¿En qué consiste ese trabajo?
—Voerenhutz —dijo ella—. Tsoldrin Beychae.
La miró y sonrió enseñando una dentadura blanquísima.
—Vaya, así que el viejo Tsoldrin aún no se ha metido en su agujero, ¿eh? Bueno, me alegrará volver a verle…
—Tendrás que convencerle de que debe volver a ponerse el uniforme de trabajo.
Él movió una mano como si aquello fuera lo más sencillo del mundo.
—Oh, te aseguro que no habrá ningún problema —dijo tomando un sorbo de su vaso.
Sma le contempló en silencio mientras bebía y meneó la cabeza.
—¿No quieres saber por qué, Cheradenine? —preguntó.
Él alzó una mano disponiéndose a responder con ese gesto cuyo significado era el mismo que el de un encogimiento de hombros, pero cambió de opinión.
—Hummm… —suspiró—. Claro. ¿Por qué, Diziet?
—La población de Voerenhutz se está dividiendo en dos grupos enfrentados. El que lleva las de ganar quiere poner en marcha una política de terraformación bastante agresiva y…
—Eso de la terraformación… —Dejó escapar un eructo—. Es algo parecido a redecorar un planeta, ¿verdad?
Sma cerró los ojos durante un par de segundos.
—Sí. Es… algo parecido. Sea cual sea la palabra que utilices ser partidario de la terraformación demuestra una considerable falta de sensibilidad ecológica, por decirlo suavemente. Esas personas se hacen llamar los Humanistas y también quieren poner en vigor una escala variable de derechos cuyo efecto básico será el de darles una excusa legal para apoderarse de todos los mundos a los que les permita echar mano su capacidad militar…, aunque estén habitados por seres inteligentes. En estos momentos ya hay una docena de guerras locales, y cualquiera de ellas puede convertirse en un conflicto a gran escala. Los Humanistas están haciendo cuanto pueden para que las guerras se extiendan porque parecen darles la razón, ¿comprendes? Su argumento es que el Grupo de Sistemas padece un grave exceso de población y que necesita encontrar nuevos planetas habitables.
—Aparte de eso los Humanistas se niegan a admitir que las máquinas puedan ser plenamente conscientes —dijo Skaffen-Amtiskaw—. Explotan a los ordenadores protoconscientes y afirman que sólo la experiencia subjetiva humana posee un valor intrínseco. En resumen, son una maldita pandilla de fascistas del carbono.
—Comprendo. —El hombre asintió y se puso muy serio—. Y vosotros queréis que el viejo Beychae se alíe con los Humanistas, ¿verdad?
—¡Cheradenine! —dijo Sma con voz irritada.
Los campos de Skaffen-Amtiskaw se habían convertido en una aureola de luz tan gélida que casi parecía sólida.
Su reacción pareció sorprender y herir a su interlocutor.
—¡Pero se llaman Humanistas!
—Zakalwe… Han escogido ese nombre como habrían podido escoger cualquier otro.
—Los nombres son importantes —dijo él, y parecía hablar muy en serio.
—Desde luego, pero que hayan escogido llamarse Humanistas no les convierte automáticamente en los buenos de la historia.
—De acuerdo. —Miró a Sma y sonrió—. Lo siento. —Inclinó la cabeza e hizo un visible esfuerzo por tomarse todo aquello más en serio—. Quieres que tire en la dirección opuesta, ¿no? Igual que la última vez…
—Sí —dijo Sma.
—Perfecto. No parece un trabajo muy difícil. ¿Habrá que jugar a los soldaditos?
—No.
—Acepto la misión —dijo él asintiendo con la cabeza.
—¿He oído un rechinar de dientes o era sólo mi imaginación? —murmuró Skaffen-Amtiskaw.
—Limítate a enviar la señal —dijo Sma.
—De acuerdo —dijo la unidad—. Señal enviada. —Manipuló sus campos hasta crear la impresión de que estaba mirando fijamente al hombre recostado en la hamaca—. Pero te advierto que será mejor que no cambies de parecer luego.
—Skaffen-Amtiskaw, lo único que podría disuadirme de viajar con la encantadora Sma hasta el planeta Voerenhutz es la idea de que eso pueda exigirme pasar un período de tiempo soportando tu compañía. —Se volvió hacia Sma y la observó con cierta preocupación—. Supongo que vendrás conmigo, ¿verdad?
Sma asintió. Tomó un sorbo de su vaso mientras la sirvienta empezaba a colocar varios platos sobre la mesa que había entre las hamacas.
—¿Así de sencillo, Zakalwe? —preguntó cuando la sirvienta hubo vuelto a entrar en la choza.
—¿Así de sencillo qué, Diziet?
La observó por encima de su vaso sin dejar de sonreír.
—Te marchas después de… ¿Cuánto tiempo? ¿Cinco años? Cinco años construyendo tu imperio, poniendo en práctica tus planes para conseguir que el mundo sea un lugar más seguro, utilizando nuestra tecnología e intentando utilizar nuestros métodos… Y ¿estás preparado para dar la espalda a esos planes durante todo el tiempo que pueda exigirte esta misión? Maldita sea… Accediste incluso antes de saber que debías ir a Voerenhutz, y por lo que sabías podría haberte pedido que viajaras hasta el otro extremo de la galaxia…, podría haberte pedido que fueras a las Nubes. Podrías haber estado accediendo a embarcarte en un viaje de cuatro años de duración.
—Me gustan los viajes largos —replicó él mientras se encogía de hombros.
Sma le observó en silencio durante unos momentos. Parecía estar tan lleno de vida, tan tranquilo y libre de preocupaciones… Sma sintió una vaga irritación.
El objeto de su observación volvió a encogerse de hombros y cogió algo de fruta de un platito.
—Y aparte de eso ya he hecho todos los arreglos precisos para que se ocupen de mis negocios hasta que vuelva.
—Si queda algo a lo que regresar —observó Skaffen-Amtiskaw.
—Oh, te aseguro que todo seguirá aquí —replicó él, y escupió una pepita que pasó volando sobre el murete del porche—. Si lo dices por esta gente… Bueno, les encanta hablar de la guerra, pero no son de los que se suicidan.
—Oh, entonces no hay ningún problema —dijo la unidad, y giró sobre sí misma.
El hombre se limitó a sonreír.
—¿No te apetece comer, Dizita? —preguntó señalando con la cabeza el plato que no había tocado.
—He perdido el apetito —dijo Sma.
El hombre saltó de la hamaca y se frotó las manos.
—Vamos a nadar un rato —dijo.
Le observó en silencio mientras intentaba atrapar peces en una laguna rodeada de rocas nadando de un lado a otro con sus pantalones como único atuendo. Sma se había quedado en ropa interior.
Vio como se inclinaba muy despacio con los ojos clavados en la superficie de la laguna. Su rostro se reflejaba en el agua. Parecía tan absorto en la captura de los peces que cuando habló dio la impresión de estar dirigiéndose a los peces y al agua.
—Sigues teniendo muy buen aspecto, ¿sabes? —dijo de repente—. Espero que te sientas halagada.
Sma siguió secándose con una toalla.
—Soy demasiado vieja para dejarme impresionar por los halagos, Zakalwe.
—Tonterías.
Se rió y el agua onduló debajo de su boca. Frunció el ceño y fue sumergiendo las manos con mucha lentitud.
Sma siguió observándole y vio la concentración que se adueñaba de sus rasgos mientras iba hundiendo las manos en el agua. El reflejo de sus brazos ondulaba lánguidamente.
El hombre volvió a sonreír y entrecerró los ojos. Tenía los brazos metidos en el agua casi hasta la altura del hombro. Se lamió los labios y sus manos se tensaron en un movimiento casi imperceptible.
Saltó hacia adelante y dejó escapar un grito de excitación. Curvó las manos sacándolas del agua y fue hacia las rocas junto a las que se había sentado Sma. Alargó los brazos hacia ella para que viera lo que tenía en las manos y su sonrisa se hizo un poco más ancha. Sma inclinó la cabeza y vio un pececillo de escamas iridiscentes, una criatura azul, verde, rojo y oro que parecía una mancha de luz atrapada removiéndose en el recipiente formado por las manos del hombre. Apoyó la espalda en una roca sin dejar de ofrecerle lo que tenía en las manos y Sma frunció el ceño.
—No le hagas nada y vuelve a dejarlo donde estaba, Cheradenine.
La tristeza se adueñó de sus rasgos. Sma se disponía a añadir algo en un tono de voz más amable, pero él se le adelantó. Volvió a sonreír y arrojó el pececito a las aguas de la laguna.
—Como si fuera capaz de hacer otra cosa…
Se sentó junto a ella.
Sma volvió la cabeza hacia el mar. La unidad estaba en la playa a unos diez metros detrás de ellos. Sma alisó cuidadosamente el vello casi invisible que cubría sus antebrazos hasta dejarlo lo más aplanado posible.
—Zakalwe, ¿por qué has hecho todas esas cosas?
—¿Cosas como administrar vuestro elixir de la juventud a nuestros gloriosos líderes? —Se encogió de hombros—. Me pareció que era una buena idea —confesó con voz jovial—. No lo sé. Pensé que quizá podría… Pensé que interferir en una sociedad quizá fuera mucho más fácil de como os gustaba presentarlo. Pensé que un hombre con un plan sólido que no estuviera interesado en el poder o en mejorar su posición podría… —Volvió a encogerse de hombros y la miró—. Puede que todo acabe saliendo bien. Nunca se sabe…
—Zakalwe, no va a funcionar. Lo único que has conseguido es empeorar la situación y crear un nuevo embrollo del que deberemos ocuparnos.
—Ah —dijo él asintiendo con la cabeza—. Así que vais a intervenir… Pensé que quizá decidierais hacerlo.
—Es difícil de explicar, pero… Creo que estamos obligados a intervenir.
—Os deseo suerte.
—Suerte… —empezó a decir Sma, pero cambió de parecer y se calló.
Le contempló en silencio mientras se pasaba una mano por los mechones de su cabellera empapada.
—Diziet…, ¿voy a tener muchos problemas?
—¿Por esto?
—Sí…, y por lo del proyectil cuchillo. ¿Estás enterada de ese asunto?
—Sí, estoy enterada. —Sma meneó la cabeza—. Cheradenine, no creo que vayas a tener más problemas de los que estás acostumbrado a tener por el mero hecho de ser quien eres.
El hombre volvió a sonreír.
—Odio la…, la tolerancia de la Cultura.
—Bien… —dijo ella deslizando la blusa por encima de su cabeza—. ¿Cuáles son tus términos?
—Ya que he accedido supongo que puedo pedir una buena paga, ¿no? —Se rió—. Los mismos honorarios que la última vez…, dejando aparte el rejuvenecimiento, claro. Con un incremento del diez por ciento en el medio de intercambio negociable.
—¿Exactamente los mismos?
Sma le contempló con cierta tristeza. Su cabellera empapada se agitó como una cortina cuando meneó la cabeza.
El hombre asintió.
—Exactamente los mismos.
—Zakalwe, eres idiota.
—Sigo intentando cambiar.
—No servirá de nada.
—No puedes estar segura.
—Puedo hacer una conjetura razonable basada en los datos de que dispongo.
—Y yo puedo seguir teniendo esperanzas. Oye, Dizita, lo que haga es asunto mío y si quieres que te acompañe tendrás que acceder a mis condiciones, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
La observó con un leve brillo de suspicacia en los ojos.
—¿Seguís sabiendo dónde está?
Sma asintió.
—Sí, lo sabernos.
—Entonces… ¿trato hecho?
Sma se encogió de hombros y volvió la cabeza hacia el mar.
—Oh, sí, trato hecho. Pero sigo pensando que cometes un error. No creo que debas volver a verla. —Le miró a la cara—. Es un consejo.
El hombre se puso en pie y se quitó los granos de arena que se le habían pegado a las piernas.
—Lo recordaré.
Volvieron al complejo de chozas y la laguna situada en el centro de la isla. Sma se sentó sobre un murete y esperó a que acabara de despedirse de su amiga. Aguzó el oído pensando que no tardaría en escuchar gritos o el sonido de algo rompiéndose, pero sólo hubo silencio.
El viento tiraba de sus cabellos y le sorprendió descubrir que se sentía muy a gusto. El perfume de los árboles flotaba a su alrededor y sus sombras en continuo movimiento hacían que el suelo pareciera moverse al mismo ritmo que las ráfagas de la brisa. El aire, los árboles y la luz ondulaban y bailaban como las sombras y los resplandores que cubrían la superficie de la laguna. Sma cerró los ojos y los sonidos acudieron a ella como animales domésticos para acariciarle los oídos. Los murmullos de las copas plumosas hacían pensar en enamorados que bailaban su última danza, y los sonidos del océano giraban entre las rocas y se deslizaban sobre las arenas doradas. Sma intentó comprender el mensaje que le traían, pero no lo consiguió.
Quizá no tardaría mucho en volver a la casa que se alzaba bajo el muro blanco y gris de la presa.
«Qué idiota eres, Zakalwe —pensó—. Podría haberme quedado en casa; podrían haber enviado al sustituto… Maldita sea, probablemente habría bastado con que enviaran a la unidad y aun así habrías accedido igual…»
Le vio salir de la choza. Parecía alegre y descansado, y se había puesto una chaqueta. Una sirvienta distinta a la que les había traído el almuerzo le seguía con su equipaje.
—Ya nos podemos ir —dijo.
Fueron hacia el muelle con la unidad flotando por encima de sus cabezas.
—Ah, por cierto… —dijo Sma—. ¿Por qué has pedido un diez por ciento más que la última vez?
Él se encogió de hombros. Acababan de llegar al pequeño muelle de madera.
—La inflación.
Sma frunció el ceño.
—¿Qué es eso?