9 Un clamor de proclamadores

Kraft entra al cuarto mientras Tomás cuelga el teléfono.

—¿Con quién hablabas? —pregunta Kraft.

—Gifford el Discernidor que llamó de Boston.

—¿Por qué estás tú contestando el teléfono?

—No había nadie más aquí.

—Había tres apóstoles en la otra oficina que podían haber tomado la llamada, Tomás.

Tomás se encoge de hombros.

—Habrían tenido que pasármela a mí al fin. Así que lo cogí yo. ¿Qué tiene de malo?

—Tienes que mantener las distancias entre tú y las rutinas diarias. Tienes que quedarte allí sobre tu pedestal y no ir de acá para allá cogiendo teléfonos.

—Trataré de hacerlo, Saúl —dice Tomás apesadumbrado.

—¿Qué quería Gifford?

—Le gustaría unir los dos grupos, el suyo y el nuestro.

Los ojos de Kraft echan chispas.

—¿Unirse? ¿Unirse? ¿Qué somos, algún tipo de fábrica? Somos un movimiento. Una fuerza espiritual. Hablar de fusiones es un disparate.

—Él quiere decir que debemos empezar a trabajar juntos, Saúl. Dice que debemos unir fuerzas porque los dos estamos al lado de la cordura.

—¿Y qué significa eso exactamente?

—Que somos los dos anti-apocalipsistas. Que estamos trabajando para conservar la sociedad en vez de enterrarla.

—Una simplificación exagerada —dice Kraft—. Nosotros comerciamos con fe y él comercia con ecuaciones. Nosotros creemos en un Ser Divino y él cree en la santidad de la Razón. ¿Dónde está el punto de coincidencia?

—Los incendios de Cincinnati y de Chicago son nuestro punto de coincidencia, Saúl. Los apocalipsistas están volviéndose locos. Y ahora estos esperadores también, estos portavoces de Satanás. No. Tenemos que actuar. Si yo me pongo a la disposición de Gifford...

—¿A su disposición?

—Quiere que haga yo una declaración pública apoyando el espíritu, si no la sustancia de la filosofía de los discernidores. Piensa que servirá para calmar la cosa un poco.

—Quiere apropiarse de ti para sus propios fines.

—Para los fines de la humanidad, Saúl.

Kraft ríe ásperamente.

—¡Qué ingenuo eres, Tomás! ¿Has perdido el juicio? No puedes hacer una alianza con ateos. No puedes dejar que te transformen en un muñeco de ventrílocuo que...

—Ellos creen en Dios tanto como...

—Tú tienes poder, Tomás. Está en tu voz, está en tus ojos. Ellos no tienen ninguno. Sólo son una cuadrilla de profesores. Quieren apropiarse de tu poder y usarlo para servir sus propios fines. No te quieren a ti, Tomás, quieren tu carisma. Yo prohibo esta alianza.

Tomás tiembla; le saca dos cabezas a Kraft pero su cuerpo entero se estremece y Kraft se queda firme. Tomás dice:

—Estoy tan cansado, Saúl.

—¿Cansado?

—La bulla. Los motines. Los incendios. Estoy llevando un peso demasiado grande. Gifford me puede ayudar. Con planes, con ideas. Es una cuadrilla de listos, esa gente.

—Yo puedo darte toda la ayuda que te haga falta.

—¡No, Saúl! ¿Qué me vienes diciendo desde siempre? ¡Que rezar es suficiente en toda ocasión! ¡Fe! ¡Fe! ¡Fe! ¡La fe mueve montañas! ¡Pues tenías razón, sí! Canalizabas tu fe a través de mí y yo hablé a la gente y nos conseguimos un milagro, ¿pero ahora qué? ¿Qué hemos logrado realmente? Todo se cae a pedazos, y nos hacen falta almas fuertes para construir y reconstruir, y tú no ofreces nada nuevo. Tú...

—El Señor proveerá a...

—¿Lo hará? ¿Lo hará, Saúl? ¿Cuántos miles de muertos ya, desde el 6 de junio? ¿Cuántos dólares en daños a la propiedad? El gobierno paralizado. El transporte quedándose interrumpido. Nuevos cultos. Nuevos profetas. Aquí está Gifford y dice: Vamos a juntar fuerzas, Tomás, a tratar de trabajar juntos, y tú me dices...

—Lo prohibo —dice Kraft.

—Está todo hecho. Gifford llegará en el primer vuelo al oeste, y...

—Le llamaré. No debe venir. Si lo hace, no le dejaré verte. Les diré a los apóstoles que le cierren la puerta.

—No, Saúl.

—No lo necesitamos. Todo se vendrá abajo si le dejamos acercarse a ti.

—¿Por qué?

—¡Porque es ateo y la fuerza de nuestro movimiento procede del Señor! —grita Kraft—. ¿Tomás, qué te ha pasado? ¿Dónde está tu fuego? ¿Dónde está tu fervor? ¿Dónde está mi viejo Tomás jactancioso que respondió a Dios? Eructa, Tomás. Escupe en el suelo, rásgate la tripa, blasfema un poco. Te buscaré un vaso de vino. Me escandaliza verte lloriqueando así. Diciéndome qué cansado estás, qué asustado.

—No tengo muchas ganas de jactarme estos días, Saúl.

—¡Joder! ¡Jáctate como nunca! ¡El mundo entero te está mirando! Espera, escucha: te voy a hacer el bosquejo de un nuevo discurso y lo darás mañana por la noche en la red entera. Vamos a rebasarles a Gifford y su cuadrilla. Vamos a apropiarnos de él. Tomás, lo que vas a hacer es llamar a un nuevo acto de fe, algún tipo de manifestación masiva, algo que sea simbólico y poderoso, algo para sacar a la gente de la desesperación y la destrucción. Seguiremos la línea de los discernidores además de nuestro propio elemento de fe. Vas a denunciar a todos los nuevos cultos falsos y animar a todo el mundo a... a... déjame pensar... ¿hacer un peregrinaje de algún tipo?... una reunión... un bautismo masivo, eso es, una marcha hacia el mar, todo el mundo se baña en el mar de Dios, se lava del pecado, de la duda. ¿Está bien? Una rededicación a la fe. —Kraft tiene la cara roja. Le brilla la frente. Tomás le mira con enfado. Kraft sigue—: No pongas esa cara larga. Lo harás y funcionará. Alejará a la gente del abismo del apocalipticismo. Objetivos positivos, ésa es nuestra táctica. Tomás el Proclamador clama que debemos trabajar juntos bajo Dios. ¿Sí? Sí. Vamos a tener la cosa bajo control dentro de diez días. Te lo prometo. Ahora, vete a tomar un trago. Descansa. Tengo que llamar a Gifford y luego empezaré a esbozar tu nuevo discurso. Vete. ¡Y no pongas esa cara triste, Tomás! Tenemos un poder enorme en la mano. Esgrimimos la espada del Señor. ¿Quieres entregar todo eso a esa gente de Gifford? Vete. Vete. Que descanses, Tomás.

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