6 La mujer de corazón dolido reprocha a Tomás

Yo sabía que estaba en nuestra región y tenían que dejarme verlo porque fue él quien empezó todo este lío para mí. Así que fui a su oficina central, el sitio donde hacían las transmisiones esa semana, y lo vi en medio de un grupo de sus seguidores. Un hombre muy guapo, realmente, demasiado sucio y con cara de loco para mi gusto, pero si le afeitara y cortara el pelo, sería bastante atractivo en mi opinión. Alto y fuerte, sí lo es, y cuando lo ves te dan ganas de arrojarte en sus brazos, aunque por supuesto yo no estaba de humor para hacer nada semejante en ese momento, y en todo caso no soy de esa clase de mujeres. Me dirigí directamente hacia él. Había un tremendo montón de gente en la calle, pero no me desanimo fácilmente; a mi marido le gusta llamarme su «pequeño mastín» a veces, y yo simplemente me abrí paso a la fuerza por entre esa chusma, unas cuantas patadas y algunos codazos y creo que una vez le mordí el brazo a alguien y pasé adelante. Allí estaba Tomás y junto a él ese pequeñín flaco que siempre está a su lado, ese Saúl Kraft, que supongo que es su agente de prensa o algo. Cuando me acerqué, tres guardaespaldas suyos me miraron y luego se miraron unos a otros, diciendo seguramente: cuidado, acá tenemos otra vieja chiflada, y empezaron a rodearme y sacarme de allí, y Tomás ni me miraba, y empecé a gritar, diciendo que tenía que hablarle a Tomás, que tenía algo importante que decir. Y luego este Saúl Kraft les mandó soltarme y dejarme pasar adelante. Me cachearon buscando armas ocultas y entonces Tomás me preguntó qué quería.

Me sentía nerviosa frente a él. Un hombre tan famoso. Pero me planté con los pies aferrados al suelo y saqué la barbilla como papá me enseñó, y dije:

—Tú hiciste todo esto. Me has destruido, Tomás. Me tienes de tal forma que no sé si estoy cabeza abajo o si estoy de pie.

Me mostró una extraña sonrisa ladeada.

—¿Yo hice eso?

—Mira —dije— yo te contaré cómo fue. Yo iba a misa todas las semanas, con toda la familia, la iglesia del Redentor en la avenida Wilson. Pagábamos el diezmo, hacíamos todo lo que los curas nos mandaban, intentábamos vivir buenas vidas cristianas, ¿verdad? No digo que pensábamos mucho en Dios realmente. Si de veras estaba allí arriba y me escuchaba al decir el padrenuestro. Yo me imaginaba que Él tenía demasiado que hacer como para preocuparse de mí, y yo no podía ocuparme demasiado de Él, porque Él sobrepuja mi entendimiento, ¿me sigues? En cambio, yo rezaba a los padres. Para mí el padre McDermott era como Dios Mismo, de una manera, sin faltar al respeto. Lo que quiero decir es que las personas medias, corrientes, no tienen una relación muy estrecha con Dios, ¿me sigues? Con la Iglesia, sí, con los curas, pero no con Dios. Ahora tú vienes acá y dices que el mundo está hecho un lío, que vamos a rezar a Dios para que se nos muestre a Sí Mismo como en los tiempos antiguos. Yo le pregunto al padre McDermott en cuanto a aquello, y dice que está bien, que está permitido aunque no es una idea que vino de Roma, que en tal y tal día vamos a tener este momento mundial de rezar. Así que rezo, y se para el Sol. El 6 de junio, tú hiciste que se parara el Sol.

—Yo no. Él. —Tomás estaba sonriendo otra vez, como si pudiera leerme el alma entera.

Dije:

—Tú sabes lo que quiero decir. Es un milagro en todo caso. El milagro más grande desde, qué sé yo, desde la Resurrección. El día siguiente necesitamos ayuda, consejos, ¿verdad? Mi marido y yo vamos a la iglesia. La iglesia está cerrada. Cerrada a cal y canto. Vamos a la puerta de atrás e intentamos encontrar a los curas. No hay nadie salvo el ama de casa y está asustada. No nos quiere abrir. ¿Por qué está cerrada la iglesia? Tienen miedo a los amotinados, dice. ¿Dónde está el padre McDermott? Se ha ido a la Archidiócesis a una conferencia. También se han ido todos los otros curas. Que se vayan ustedes, dice ella. No hay nadie aquí. ¿Me sigues, Tomás? El milagro más grande desde la Resurrección, y cierran la iglesia el día siguiente.

Tomás dijo:

—Se pusieron nerviosos, supongo.

—¿Nerviosos? Claro que estaban nerviosos. Eso es exactamente lo que te digo. ¿Dónde estaban los curas cuando nos hacían falta? En conferencia en la Archidiócesis. El cardenal llamó a una reunión especial sobre la crisis. ¡La crisis, Tomás! Dios Mismo hace un milagro, ¡y para la Iglesia es una crisis! ¿Qué debo hacer yo? ¿Dónde me deja a mí? Necesito la iglesia, siempre me lo han dicho, y de repente la iglesia cierra las puertas con llave y me dice: Vete y resuélvelo tú sola, mujer, no estamos hasta dentro de un par de días. ¡Estaba asustada la Iglesia! Creo que temían que el Señor entrara y les dijera: ya no nos hacen falta los curas, ni las iglesias, todo este asunto de la religión organizada no ha salido tan bien como pensaba, así que vamos a olvidarlo y pasar directamente al Milenio.

—Cualquier cosa grande y extraña siempre les molesta a la gente del poder —dijo Tomás, encogiéndose de hombros—. Pero la iglesia se abrió otra vez, ¿verdad?

—Claro, cuatro días después. Los negocios, todo sigue igual, salvo que todavía no debemos hacer ninguna pregunta acerca del 6 de junio. Porque todavía no han recibido la Palabra de Roma, la interpretación, la política oficial. —Tuve que reír—. Tres semanas casi desde que pasó, y el Colegio de Cardenales todavía está en consistorio especial, intentando decidir la posición que le conviene a la Iglesia. ¿No te parece una locura, Tomás? Si el Papa no reconoce un milagro cuando lo ve, ¿para qué sirve la Iglesia entera?

—Está bien —dijo Tomás—, pero, ¿por qué echarme la culpa a mí?

—Porque me has quitado mi iglesia. Ya no me fío de esa gente. No sé qué creer. Tenemos a Dios aquí a nuestro lado, y la Iglesia no da señas de guiarnos. ¿Qué hacemos ahora? ¿Cómo manejamos esto?

—Ten fe, mi hija —dijo— y reza pidiendo la salvación, y sigue firme en tu rectitud. —Dijo una cantidad de estas tonterías y otras semejantes, recitándolo todo a chorros como si fuera una computadora programada para dar bendiciones. Yo veía que no lo hacía de buena fe. No intentaba contestarme, sólo calmarme y deshacerse de mí.

—No —dije dejándole cortado—. Esa palabrería no basta. Ten fe. Reza mucho. Llevo toda la vida haciendo eso. Bien, rezamos y lo conseguimos: Dios se mostró a Sí Mismo. Ahora, ¿qué? ¿Qué proyecto tienes, Tomás? Dime eso. ¿Qué quieres que hagamos? Nos quitaste nuestra iglesia. ¿Qué nos darás para reemplazarla?

Yo podía ver que no tenía ninguna respuesta.

Se puso rojo y tiró de los mechones de su pelo y miró a Saúl Kraft con asco, casi como si le dijera ya-te-lo-dije con los ojos. Entonces me miró de nuevo y yo vi o tristeza o miedo en su cara, no sé qué, y me di cuenta en ese momento que este Tomás es sólo un ser humano como tú y como yo, un ser humano asustado, que no entiende realmente qué pasa y no sabe cómo seguir ahora. Trató de fingirlo. Me dijo otra vez que rezara, que no debiera desestimar el poder de la oración, etcétera, etcétera, pero no ponía el corazón en las palabras. Estaba atascado. ¿Qué proyecto tienes, Tomás? No tiene ninguno. No ha pensado las cosas bien más allá del punto de conseguir la Señal de Dios. No puede ayudarnos ahora. Ahí tienes a tu Tomás, el Proclamador, el profeta. Está aterrado. Todos estamos aterrados, y él no es más que uno de nosotros, no es distinto, ni más sabio. Y anoche los apocalipsistas pegaron fuego al centro comercial. Sabes, si me hubieras preguntado hace seis meses cómo me sentiría si Dios nos diera una Señal de que realmente nos protege, yo te habría dicho que sería la cosa más maravillosa que podría pasar desde Jesús en el pesebre. Pero ahora ha pasado. Y no estoy tan segura de que sea maravillosa. Voy de un lado a otro y creo que la tierra puede abrirse en grietas debajo de mis pies en cualquier momento. No sé qué va a pasarnos a todos. Dios ha venido, ¡debería ser tan bello! En cambio, no es más que espantoso. Nunca imaginaba que sería así. Oh, Dios. Dios, me siento tan perdida. Dios, me siento tan vacía.

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