3 El sueño de la razón produce monstruos

Cuando yo tenía unos siete años, que quiere decir un día de los últimos años de la década de los sesenta, estaba jugando enfrente de la casa, una mañana de domingo, quizá cazando al acecho de unas mariquitas para mi colección de insectos, cuando tres pecosos chicos irlandeses que vivían en la manzana próxima cruzaron por allí paseando. Regresaban de la iglesia a casa. El menor tenía mi edad, y los otros dos tendrían ocho o nueve años. Para mí eran muchachones: harapientos, fuertes, jactanciosos, extranjeros. Mi padre era catedrático de la Universidad y el suyo era seguramente un revisor de autobuses o un minero del carbón, y así resultaban tan extraños para mí como lo hubieran sido tres turistas de la Patagonia. Se detuvieron y me observaron un momento y entonces el más grande me llamó a la calle y me preguntó cómo era que nunca me veían en la iglesia los domingos.

La cosa más simple y más discreta que hubiera podido decirles, habría sido que sucedía que yo no era católico. Y era verdad. Creo que la única cosa que querían saber era a cuál iglesia asistía yo, puesto que evidentemente no asistía a la suya. ¿Era yo judío, mahometano, presbiteriano, bautista, qué? Pero yo era un pequeño mocoso repipi entonces, y en vez de tratar la situación con diplomacia, les dije alegremente que no iba a la iglesia porque no creía en Dios.

Me miraron como si acabara de sonarme la nariz con la bandera americana.

—¿Repite eso? —me mandó el más grande.

—Que no creo en Dios —dije—. La religión es una gran estafa. Mi padre lo dice y creo que tiene razón.

Arrugaron la frente y se echaron unos pasos atrás y se consultaron en voz baja e intensa con muchas miradas hacia mí. Evidentemente yo era el primer ateo que habían encontrado. Yo suponía que ahora íbamos a tener un debate acerca de la existencia de la Deidad: Me explicarían los motivos que les habían llevado a gastar tantas horas valiosas de rodillas dentro de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, y luego yo intentaría demostrarles qué tonto resultaba preocuparse tanto por un viejo invisible en el cielo. Pero una disputa teológica no era de su estilo. Salieron de su conferencia y se me acercaron lentamente, y de repente noté la amenaza en sus ojos, y en el momento que los dos pequeños arremetían contra mí, me deslicé hacia un lado y empecé a correr. Ellos tenían las piernas más largas pero yo era más ágil; además, yo estaba en mi propia manzana y conocía el terreno mejor. Corrí a toda velocidad hasta llegar a la mitad de la manzana, me lancé hacia un callejón, pasé por el sitio abierto entre la cerca y el garaje de los Allerton, volví calle arriba por la callejuela de atrás, y llegué sin peligro a mi casa por la puerta de la cocina. Durante el siguiente par de días, me quedaba cerca de la casa después de salir del colegio y me mantenía en cautelosa alerta, pero los píos mozos irlandeses no pasaron por allí otra vez para castigar al blasfemo. Después de eso aprendí a tener más cuidado al expresar mis opiniones en cuanto a asuntos religiosos.

Pero nunca llegué a ser creyente. Tenía una propensión natural hacia el escepticismo. Si no puedes medirlo, no existe. Eso incluía no sólo al Viejo Barbudo y Su Unigénito Hijo, sino también, a todo el otro equipaje místico que le gustaba a la gente llevar encima en esos tensos años crédulos; los platillos volantes, el budismo zen, el culto de la Atlántida, Hare Krisna, la macrobiótica, la telepatía y otras especies de percepción extrasensorial, la teosofía, el culto a la entropía, la astrología y tal. Estaba dispuesto a aceptar neutrinos, quasars, la teoría de la deriva continental y las varias especies de quarks, porque respetaba la evidencia de su existencia; no podía tragar los otros disparates, disparates irracionales, el variado surtido de los opios de las masas. Cuando la Luna está en la séptima casa, etc., etc. —lo siento, no—. Me aferré a la senda de la razón mientras hacía mi inquieto viaje hacia la madurez, y el pequeño, práctico Billy Gifford, sabelotodo coleccionista de bichos, se quedaba sin pertenecer a ninguna iglesia mientras se maduraba hacia el profesor William F. Gifford, doctor en Filosofía de la Facultad de Física, Harvard. No sentía hostilidad hacia la religión organizada, simplemente no le hacía caso, como podría no hacer caso a un informe periodístico sobre una competición de jai-alai en Afganistán.

Envidiaba a los fieles su fe, oh, sí. Cuando los oscuros tiempos se oscurecieron aún más, ¡qué dulce debería haber sido correr a Nuestra Señora de los Dolores en busca de consuelo! Ellos podían rezar, ellos tenían la ilusión de que un plan divino gobernara este mundo, el mejor de todos los mundos posibles, mientras yo estaba abandonado en un desolado limbo tormentoso, desconsoladamente consciente de que el mundo no tiene sentido y de que la única verdad universal que hay es que la Entropía Gana a la Larga.

Había veces en las que sinceramente quería poder rezar, en las que estaba cansado de operar solamente con mi propio capital existencial, en las que quería humillarme y gritar, Vale, Señor, me rindo, encárgate Tú desde ahora en adelante. Pensaba pedirle favores. Dios, que baje la fiebre de mi hijita. Que no se estrelle mi avión. Que no maten a tiros a este Presidente, también. Que las razas aprendan a vivir en paz antes de que los negros encuentren tiempo de pegar fuego a mi calle. Que los estudiantes ilustrados y amantes de la paz no pongan bombas en el centro de computadoras este semestre. Que el próximo escándalo de drogas en el jardín de la infancia no estalle en la escuela de mi hijo. Que el león se eche junto al cordero. Mientras volamos zumbando en el tren Caos Expreso, a veces sentía la tentación hacia la piedad como los píos sienten la tentación hacia el pecado. Pero mi amor a la razón divina no me dejaba camino para escoger lo irracional. Llámalo dureza de cerviz, llámalo egolatría desenfrenada: No le importaba lo mal que se pusieran las cosas, Bill Gifford no iba a someterse a la tiranía de un espantajo. Aunque fuera benévolo. Aunque tenía favores que pedirle a Él. Tanto que pedir, tan poca fe. La honradez intelectual über alles, Gifford. Mientras, cada año las cosas estaban un poco peor que el año anterior.

Cuando era joven, en los años setenta, estaba de moda entre la gente preparada y seria reunirse y decirse que la civilización occidental estaba cayéndose en ruinas. Los alemanes tenían una palabra para eso: Sehadenfreude, el placer que se saca de hablar de catástrofes. Y los setenta estaban ensombrecidos por catástrofes, verdaderas o esperadas: el aumento de la polución, la explosión demográfica, Vietnam y todas las pequeñas Vietnamés, el transporte supersónico, el separatismo negro, la reacción violenta de los blancos, la inquietud entre los estudiantes, la liberación femenina extremista, el neofascismo de la Nueva Izquierda, el neonihilismo de la Nueva Derecha, un centenar de otras variedades de la irracionalidad dinámica marchando a todo vapor, sí, combustible en abundancia para el síndrome de Schadenfreude. Sí, mis padres y sus amigos civilizados dicen solemnes, tristes, jubilosos: Todo está estallando, todo se hunde, todo se va silbando por el desagüe. A través del tufo de la marihuana del sábado por la noche, llegaban las inevitables citas ominosas de Yeats: Las cosas se caen a pedazos; el centro no puede sostenerse: La mera anarquía se desata sobre el mundo. Bien, ¿qué vamos a hacer ahora? Quizá ahora está de veras fuera de nuestro control. Hermanos, ¿recemos? ¡Alzad la voz hacia Él! Pero no puedo. Me sentiría un tremendo imbécil. Perdóname, Dios, ¡pero no debo negarte! Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están repletos de intensidad apasionada.

Y por supuesto todo se puso mucho más terrible de lo que esperaban realmente los anunciadores del juicio final de los años setenta. Incluso los que más profundamente gustaban de enumerar las calamidades venideras todavía pensaban, por debajo de su alegría siniestra, que de alguna manera la razón triunfaría al fin. El más sombrío Jeremías abrigaba esperanzas secretas de que las nobles resoluciones ecológicas se tradujeran por fin en acción significante para el medio ambiente, que la ascendente espiral loca del índice de la natalidad se cortara a tiempo, que la estridente retórica de los innumerables grupos de protesta se templara y se modulara mientras el tiempo les dejara ver el principio del cumplimiento de sus objetivos revolucionarios; pero no. Vinieron los 80, la década de mi adultez joven, y toda la histeria saltó hasta el próximo, más alto nivel de energía. Eso fue cuando empezamos a observar el Día de la Máscara de Antigás. La suspensión programada de la electricidad. El caos internacional, elegantemente orquestado, del Grupo para la Prosperidad de los Pueblos del Tercer Mundo. Los motines en los aeropuertos. Las lluvias negras. La Purga de las Computadoras. El Programa para la Pacificación del Brasil. La Lista de Libros Claude Harkins, acompañada por sus respectivas quemas de bibliotecas. La Acción Policiaca Ecológica. La Liga de la Pureza Genética y su contrapartida negra aún más espantosa. La Cruzada de Niños para la Cordura. La Guerra de Nueve Semanas. La Noche de los Rayos Láser. Hacía mucho que el centro dejó de sostenerse: ahora estábamos atados con correas a una rueda desbocada. En medio de las furias, yo hice mis estudios, me casé, engendré hijos, construí una carrera, luché contra el terror diario y, como todo el mundo, esperaba la inevitable calamidad final.

¿Quién duda de que vendría? Ni tú, ni yo. Y no esa extraña gente de ojos locos que surgió entre nosotros como oscuros tumores brotando de troncos podridos, los apocalipsistas, que elevaron la Schadenfreude al nivel sacramental y organizaron una religión extática del juicio final. El fin del mundo, nos dijeron, fue proyectado para el primero de enero de 2000 d. de J. C, y en esa fecha, 144.000 almas escogidas, que se habían «señalado» ante Dios por medio de la devoción y las buenas obras, se salvarían; a los demás, a nosotros pobres pecadores, nos arrastrarían delante del Juez. Yo podía ver el sentido. Aunque rechazaba su idea del Segundo Adviento, como rechacé el Primero hacía mucho, y aunque no compartía ni su confianza en la fecha exacta del Apocalipsis, ni sus conceptos de cómo se iba a escoger a los supervivientes, estaba de acuerdo con ellos que el fin estaba cerca. El hecho de que durante un cuarto de siglo hubiéramos estado exprimiendo gárrulas charlas frivolas para horas de cóctel sobre el colapso de la civilización occidental, no era garantía en sí de que la civilización occidental no fuera a derrumbarse; algunas de las cosas que le gusta a la gente decir en horas de cóctel pueden dar en el blanco. Como físico con un entendimiento decente del proceso de la entropía, encontré fácil la identificación de todas las señas de la avanzada decadencia social: durante un siglo habíamos aumentado la complejidad de las funciones de la sociedad de manera que se requería un nivel de organización en constante aumento para hacer marchar las cosas, y durante mucho de ese tiempo había una tendencia simultánea hacia la total democracia universal, hacia un mundo consistente en varios miles de millones de repúblicas autónomas con un máximo de tres ciudadanos cada una. Cualquier sistema cerrado que experimenta agudos aumentos simultáneos de la complejidad mecánica y de la difusión entrópica, se cae a pedazos mucho antes de llegar a la distribución máxima de la energía. El sistema de acuerdos y contratos en el que se basa la civilización se destruye; cada interacción social, desde aparcar el coche hasta resolver una disputa de límites internacionales, pasa a ser un problema que se puede tratar sólo por medio de la fuerza, desde que todas las técnicas «civilizadas» de reconciliar los desacuerdos se han desechado como no pertinentes; cuando el reparto del correo es un asunto de negociación privada entre un ciudadano y su cartero, ¿qué esperanza hay para el reino de la razón? En alguna parte, de alguna manera, habíamos cruzado el punto del que no podíamos regresar —en 1984, 1972, quizá ese horrible día de noviembre de 1963, incluso— y nada podría salvarnos ahora de arrojarnos por encima del borde.

¿Nada?

Salido de Nevada nos llegó Tomás, el tosco, hirsuto Tomás, Tomás el Proclamador, elevándose por encima de las máquinas de juego y las ruedas de ruleta para gritar: ¡Si tenéis fe, os salvaréis! Un profeta anti-apocalipsista, nada menos, cuyo mensaje era que todavía se podría conservar la civilización, que aún no era demasiado tarde. La voz de la esperanza, el enemigo de la entropía, el nuevo Apóstol de la Paz. Aunque para la gente como yo, parecía tan loco y peludo y peligroso y espantosamente psicótico como los devotos del holocausto, porque él, como los apocalipsistas, traficaba con fuerzas que operaban fuera del reino de la cordura. Por derecho, él debería haber surgido del monte atrasado de Arkansas o de los rincones más locos de California, pero no fue así; era un ratón del desierto, de Nevada, un come-arenas Juan el Bautista de los últimos días. Un verdadero profeta de nuestros tiempos, además, raído, de mala fama, borrachín de vino, cínico. Capaz de comenzar un sermón mundialmente televisado con un eructo. Un ex-soldado que había arrojado napalm alegremente sobre provincias enteras durante el Programa de la Pacificación del Brasil. Un traficante temporero en alucinógenos falsos. Un carterista fino y experto en atascar computadoras. Se había dedicado al negocio del evangelismo porque pensaba que podría ganar unos dólares fácilmente, como buhonero del Evangelio y ladrón de cepillos, pero una cosa curiosa le pasó, afirmaba: que había visto al Señor, que había descubierto el error de su vida; se había inflamado con la justicia. Sin ocultar su mugriento pasado, ahora se ofrecía como la personificación de la redención: ¡Mirad vosotros, si yo puedo salvarme del pecado, hay esperanza para todos! La prensa y la radiotelevisión lo recogieron. Esa magnífica voz, esa gran mata de pelo espeso, esos ojos, esa confianza hipnótica: perfecto. Fue caminando de California a Florida para proclamar el milenio venidero. Y juntó seguidores, miles, millones, todos aquellos que no estaban dispuestos a dejar que empezase el Armagedón, y él les hacía rezar y rezar y rezar, y conducía reuniones de renovación de la fe, que se transmitían a Karachi y Katmandú y Addis Abeba y Shangai; no predicaba ninguna teología en particular, ningún escrito sagrado en particular, sino únicamente un liso teísmo ecuménico que casi cualquiera podía tragar, fuese confucionista o mahometano o hindú. Escuchad, dijo Tomás, Dios existe, alguna clase de ser todopoderoso allá lejos cuyo plan divino guía el universo, y Él nos cuida, ¡hay que creerlo! Y Él es bueno y no nos dejará en peligro si nos conformamos y seguimos Su senda. Y nos ha probado con todas estas penas para medir la profundidad de nuestra fe en Él. Así que ¡vamos a mostrarle, hermanos! Vamos a rezar juntos ¡alzar un gran grito hacia Él! Porque Él nos dará una Señal, sin duda, y los descreídos serán convertidos al fin, y la época de la pureza comenzará. La gente dijo, ¿por qué no hacemos la prueba? Tenemos mucho que ganar y nada que perder. Una versión vulgar de la vieja apuesta de Pascal: si Él está allí de veras, nos puede ayudar; y si no está, sólo hemos gastado un poco de nuestro tiempo. Así que se fijó la hora de suplicar.

En los círculos sociales de los profesores, nos burlamos bastante de la idea entera; nosotros: tipos irritables, racionales y mundanos; pero a veces había un sabor nervioso en las bromas y un entusiasmo forzado en la risa, como si algunos de nosotros sospecháramos que quizá Pascal había ofrecido una ventaja bastante buena, o que quizá Tomás había dado con algo. Naturalmente yo estaba entre los escépticos, aunque, como siempre, no revelaba mis dudas. (La lección aprendida hace tiempo, escapándome por un pelo de los mozos irlandeses.) De veras, no había hecho mucho caso a Tomás y su mensaje, como tampoco a los resultados de juegos de fútbol, o los programas de video para niños: no era mi esfera, no era cosa mía. Pero mientras se acercaba el día de rezar, la vieja tentación me acosaba. Entrégate por fin, Gifford. Inclina la cabeza y rinde homenaje. Aunque es el mito que siempre has sabido que es, hazlo. ¡Hazlo! Yo discutía conmigo mismo. Me mandaba no ser idiota, no sucumbir ante las antiquísimas alegaciones de la superstición. Me recordaba a mí mismo las guerras santas, la Inquisición, los lascivos papas renacentistas, todos los crímenes de la gente pía. ¿Y qué, Gifford? ¿No puedes ser un ordinario, humilde ser humano que teme a Dios, ni una vez en tu vida siquiera? ¿Ponerte de rodillas junto a tus hermanos? Lee tu Pascal. Suponte que Él existe y te escucha y suponte que tu denegación es la que inclina la balanza en contra de la humanidad. No te estamos pidiendo tanto. Todavía luchaba contra esa mañosa voz interior. Creer es absurdo, no debo dejar que la desesperación —grité— me haga huir por pánico hacia la renuncia de la razón, aun en este momento apocalíptico. Tomás es un bellaco astuto y sus seguidores son histéricos guarros tontos. Y tú eres un elitista arrogante, Gifford. Que quizá vivirá bastante tiempo como para arrepentirse de su arrogancia. Era la guerra psicológica: Gifford contra Gifford, la razón contra la fe.

Al fin, la razón perdió. Yo estaba agitado, desequilibrado, desmoralizado. Las más asombrosas personas se estaban apuntando para apoyar a Tomás el Proclamador, y yo me sentía más y más aislado, un hombre de hielo, corazón de piedra, el ateo del pueblo mirando con mal humor las guirnaldas de Navidad. Hasta el momento final, no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero cuando llegó la hora y me encontré en el estudio, solo, la puerta cerrada con llave, sin riesgo, apartado de mujer e hijos —quienes todos, algo desafiante, ya habían anunciado sus intenciones de participar— y allí estaba de rodillas, sintiéndome ridículo, absurdo, las mejillas ardiendo, los labios en movimiento, diciendo las palabras. Diciendo las palabras. Por todo el mundo los miles de millones de creyentes rezaban, y yo, también. También recé, avergonzado de mi debilidad y el dolor de mi vergüenza era una piedra en mi garganta.

Y el Señor nos oyó y nos dio una Señal. Y durante un día y una noche (menos 1×12–4 día sideral) la Tierra no siguió su curso alrededor del Sol, tampoco giró. Y se confundieron las leyes de los momentos, como yo. Entonces la Tierra reemprendió su curso designado de nuevo, como si no hubiera ocurrido nada excepcional. Imagínate mi mortificación. Me gustaría saber dónde encontrar a esos muchachos irlandeses. Tengo que pedirles algunas disculpas.

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