15 La huida del profeta

Todo, todo terminado. Tomás llora. Las ciudades arden. Los mismos lagos están en llamas. Tantos miles muertos. Los apocalipsistas bailan; aunque el año no se ha consumido, el fin está claramente a la vista. La Iglesia de Roma ha lanzado anatema contra Tomás, denegando su milagro: es el Anti-Cristo, ha dicho el Papa. Señales y presagios se ven en todas partes. Ésta es la temporada de terneras con dos cabezas y perros con caras de gato. Nuevos profetas se han levantado. Dios quizá regrese pronto, quizá, no; las revelaciones difieren. Mucha gente reza ahora pidiendo el fin de todas visitaciones y todos milagros semejantes. Los esperadores ya no esperan, pero ahora piden que seamos perdonados en Su próximo adviento; los demonólatras y los propiciadores todavía gritan: Que no vengas, Lucifer. Los que rogaron una Señal de Dios en junio estarían contentos ahora sólo con la renovada y prolongada ausencia de Dios. Que nos abandone; que nos despida de su mente. Es tiempo de antorchas e himnos. Rumores de guerras bárbaras llegan de continentes lejanos. Dicen que la bomba de neutrones se ha usado en Bolivia. Los pocos últimos seguidores de Tomás le han pedido que hable con Dios una vez más, con la esperanza de que las cosas se puedan arreglar, pero Tomás se niega. Están cerradas las líneas de comunicación con Dios. No se atreve a reabrirlas: ¡Ve, ve cuántas plagas y cuántos males ha soltado, tal como está ahora! Él renuncia su profesión de profeta. Otros pueden meterse en el misticismo carismático si les complace hacerlo. Otros pueden arrodillarse ante la zarza en fuego, o sudar en el fulgor de la columna de fuego. Tomás, no. Se ha ido la vocación de Tomás. Todo terminado. Todo, todo, todo terminado.

Espera deslizarse hacia el estado anónimo. Se afeita la barba y rapa el pelo; consigue nueva ropa, insípida y sin distinción; se cambia el color de los ojos; practica andando encogido para disminuir su gran estatura. Quizá no ha perdido sus habilidades de carterista. Entrará en las ciudades silenciosamente, cabizbajo, dedos listos, y así se abrirá camino. Será una vida más tranquila.

Disfrazado, solo, Tomás sale. Vaga, sin ser molestado de lugar en lugar, duerme en rincones apartados, come en cuartos oscuros. Está en Chicago para el Sábado Largo, y está en Milwaukee para la Noche de Sangre, y está en San Luis para la Invocación de la Llama. Estos acontecimientos le dejan sin emoción. Sigue su camino. El año está menguante. Las hojas han caído. Si los apocalipsistas nos dicen verdad, a la humanidad le quedan sólo pocas semanas. La ira de Dios, o de Satanás, arderá sobre la tierra cuando el año 2000 entre majestuoso pisándole los talones a diciembre. Apenas le importa a Tomás. Con que le dejen pasar desapercibido, no le importará que el universo se derrumbe a su alrededor.

—¿Qué piensas? —le preguntan en una esquina en Los Ángeles—. ¿Regresará Dios el día de Año Nuevo?

Unos holgazanes matando el tiempo. Tomás se mueve indolente entre ellos. No le reconocen, está seguro. Pero quieren una respuesta.

—Pues, ¿qué? ¿Qué dices?

Tomás pone una voz pastosa y espesa, y murmura:

—No, ni pensarlo. Nunca más va a meterse con nosotros. Nos dio un milagro y mira lo que hicimos con Él.

—¿Tú crees? ¿Lo piensas de veras?

Tomás asiente con la cabeza.

—Nos ha vuelto la espalda. Él dijo: Tomad, aquí tenéis la prueba de mi existencia y ahora a componeros y progresad. Y al contrario, nos caímos a pedazos aún más de prisa. Así es, pues. Ya estamos hundidos. Ya llega el fin.

—¡Oye, quizá tienes razón! —Una sonrisa socarrona. Guiña el ojo.

Esta conversación le pone inquieto a Tomás. Empieza a apartarse poco a poco, con los codos salientes, meneando la cabeza de arriba abajo torpemente, los hombros alzados. Su nueva manera de caminar, su camuflaje.

—Espera —dice uno de ellos—. Quédate. Vamos a hablar un poco.

Tomás vacila.

—Sabes, creo que tienes razón, compañero. Hemos hecho una real chapuza. Te diré algo más: nunca debimos empezar todo ese lío. Pedir una Señal. Parar la Tierra. Habríamos salido ganando si ese Tomás se hubiera quedado en su oficio de carterista, te lo digo.

—Estoy contigo, trescientos por cien —dice Tomás con una sonrisa repentina: encendida-apagada—. Si me permitís...

Otra vez empieza a ir arrastrando los pies. Diez pasos. La puerta de un edificio de oficinas se abre. Un hombre bajo y delgado sale. ¡Ay, Dios! ¡Saúl! Tomás cubre la cara con la mano y da la vuelta. Demasiado tarde. No hay remedio. Kraft le reconoce a pesar de todos los arreglos. Sus ojos brillan.

—¡Tomás! —jadea.

—No. Usted se equivoca. Yo soy...

—¿Dónde has estado? —prorrumpe Kraft—. Todo el mundo está buscándote, Tomás. Ah, qué mal hiciste en huir, en evadir tus responsabilidades. Dejaste todo abandonado, todo en nuestras manos, ¿verdad? Pero tú eras el único con la fuerza de dirigir a la gente. Eras el único que...

—Baja la voz —dice Tomás roncamente. No valía la pena seguir con la pretensión—. ¡Por el amor de Dios, Saúl, no me grites! ¡No digas ni nombre! ¿Quieres que sepa todo el mundo que soy...?

—Eso es precisamente lo que quiero —dice Kraft. Ya se ha reunido un grupo de gente, diez personas, una docena. Kraft señala con el dedo—. ¿No lo conocen? Ése es Tomás el Proclamador. Se ha afeitado y se ha cortado el pelo, pero ¿no ven su cara, a pesar de eso? ¡Ahí está el Profeta! ¡Ahí está el ladrón que habló con Dios!

—¡No, Saúl!

—¿Tomás? —dice alguien. Y todos empiezan a murmurarlo—. ¿Tomás? ¿Tomás? ¿Tomás? —Asienten con la cabeza, señalan con el dedo, frotan la barbilla, asienten con la cabeza otra vez—. ¿Tomás? ¿Tomás?

Lo rodean. Miran boquiabiertos. Lo tocan. Él trata de apartarlos. Demasiados, y ahora él sin apóstoles que le defiendan. Kraft está al borde de la muchedumbre y está sonriendo, ¡el pequeño Judas!

—No se acerquen —dice Tomás—. Se equivocan, yo no soy el hombre. No soy Tomás. A mí me gustaría echarle mano. Yo... yo. —¡Judas! ¡Judas!—. ¡Saúl! —grita. Y el enjambre se lanza sobre él.

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